martes, mayo 21, 2024

Vascongadas: tres provincias de Castilla por J. M. Codón (Real Academia de la Historia)

 Vascongadas: tres provincias de Castilla por J. M. Codón (Real Academia de la Historia)




Revista 
FUERZA NUEVAnº 575, 14-Ene-1978

LAS VASCONGADAS: TRES PROVINCIAS DE CASTILLA

Una imaginación calenturienta forjó, a últimos del siglo XIX y primeros del XX, el mito de la existencia de una entidad histórico-política comprensiva de siete provincias, y le dio el nombre bautismal de “Euzkadi”, que tradujo en un principio como “Estado vizcaíno” y después como “Estado vasco”.

Secularmente, los mismos vascongados, aludiendo a sus características geográficas, llamaron al territorio de las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya “Euskalerria”, es decir, “la tierra vasca”.

El mismo Sabino Arana ideó el neologismo “ikurriña”, equivalente a bandera, no a una bandera determinada, como ahora se cree, sino a bandera, en general. Era otro error, porque precisamente bandera, en castellano, es una palabra vascongada que procede etimológicamente de “banda”, ánimo, valor guerrero, en vascuence.

Con paciencia de entomólogos, podemos hallar la existencia de “Euzkadi” en una pequeña localidad argentina del departamento de Limay Mahuida, provincia de La Pampa (Argentina). Extendido el mito entre algunas gentes sencillas, se maneja ahora con fines políticos.

Nunca ha existido una nación vascongada que se llamase “Euzkadi” o de cualquier otra manera. Dejando de momento las tres provincias francesas, se pretende que el estatuto autonómico que se elabora (1978) incluya a Navarra. Pero Navarra es un reino fundamental, con personalidad propia, totalmente distinta de las tres provincias vascongadas desde los puntos de vista geográfico, prehistórico, político, histórico y lingüístico.

Dediquemos este artículo a las tres provincias vascongadas y quede por otra ocasión el estudio especial de Navarra.

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Dejemos el mito y vayamos a la realidad histórica. Jamás las tres provincias vascongadas han constituido una nacionalidad o más propiamente una nación. En España no hay más nacionalidad que ella misma: España.

“Las nacionalidades” se inspiran en un oscuro libro separatista de Pi y Margall, que apareció con este título hace un siglo (1882) y que el mismo viejo federalista vio con tristeza que habían desembocado, en la práctica, en el cantonalismo más anárquico.

Esto para algunos será sorprendente pero es irrebatible. Jamás los vascones vivieron en las provincias vascongadas. Lo hicieron en el norte de Navarra, en Huesca, Jaca, Sobrarbe y Soria. Los que poblaron y permanecieron en las tres provincias vascongadas no son vascos, sino vasconizados, o sea semivascos o semicántabros, porque las tribus originarias que ahora mencionaremos no eran vascones sino iberoeúskaras.

Por las fusiones matrimoniales, por las migraciones, por las alianzas con los cántabros y con los demás iberos, las tres tribus de la depresión vascongada -autrigones, caristios y bárdulos- se integraron, después de presentar una batalla durísima a romanos y godos, con las restantes gentes ibéricas, y definitivamente en Castilla y siempre en España.

Hitos y datos: Hace veinte siglos ya Roma diferenció perfectamente a los vascones navarros, adscribiéndolos al convento jurídico (distrito) de Cesaraugusta (Zaragoza) y las tres tribus vascongadas pertenecieron, en cambio, al convento jurídico de Clunia, ciudad cuyas ruinas, muy bien conservadas, se emplazan todavía en el sur de la provincia de Burgos.

Y ya entre los siglos V al VII, vascongados y cántabros luchan juntos en lo que después será Castilla la Vieja, y sólo se pacifican cuando Leovigildo vence la postrera resistencia en esta última centuria en la plaza burgalesa de Amaya, que en lenguaje vascongado significa simbólicamente “el fin”.

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La vida de los pueblos históricos es dinámica. Los vascongados, como todos los españoles, nos hemos mezclado continuamente. Por eso, para situar en el espacio y en el tiempo el mapa tribal del siglo VIII, es importante fijarse en que la tribu de los bárdulos había poblado el norte de Burgos y luego se traslada a Guipúzcoa.

Por eso, las Bardulias de la Crónica de Alfonso III, que ahora se llama Castilla la Vieja, acogen a bárdulos que se van corriendo a Guipúzcoa y todavía hoy figura en sus timbres heráldicos con esta leyenda: “Bardulia fidelísima”. Burgaleses y guipuzcoanos, primos hermanos. La tribu de los caristios se asentó en Vizcaya en los mismos siglos de la dominación romana y goda, y en una pequeña parte de Álava. Y la tribu vascongada de los autrigones pobló dicha provincia pero también el norte entero de la provincia de Burgos, pues la línea demarcatoria estaba a menos de 18 kilómetros de la capital de Castilla. Por eso, Castilla, antes de llamarse así, se denominó sucesivamente Cantabria, Autrigonia y Bardulia.

Otro hito decisivo: en la invasión árabe, 714, cántabros, vascongados y godos luchan al servicio de los reyes de Asturias y León, y condesas vascongadas ascienden al trono de la nueva Monarquía y sus caudillos forman en seguida, con las gentes godas e hispanorromanos, los condados dependientes de León.

En el año 943, se integran y fusionan de un modo formal, al proclamar el conde Fernán González la soberanía de Castilla, siendo reconocido, por pacto, como conde de Castilla y Álava. En la Diputación de Álava está (1978) su efigie como primer conde soberano. (Ver
:http://hispanismo.org/castilla/29312-ante-el-milenario-de-castilla-943-1943-meditaciones-historico-politicas.html?highlight=

“Álava” comprendía entonces a Vizcaya y Guipúzcoa. Su hijo Garci Fernández, su nieto Sancho García y su biznieto García Sánchez, mantienen unidas las tierras castellano-vascongadas en el condado de Castilla. Su nieta casa con Sancho el Mayor de Navarra, y por coyunda matrimonial, por lazos biológicos de sangre, este “imperator totius Hispaniae”, este “rex ibericus”, forma el primer imperio español, desde Cataluña y Navarra a Aragón y Galicia, Castilla y León. Alfonso VIII, en 1200, reafirmó la unión de la siempre realenga Guipúzcoa. Y Alfonso XI, la de Álava.

Las Vascongadas fueron siempre las adelantadas de las empresas de Castilla y España, en la Reconquista, en América, en la política de la corte de Burgos y después de Madrid, en las empresas europeas, en la independencia, en las guerras carlistas. Así pudo exclamar el autor de la palabra Hispanidad, monseñor Vizcarra: ¡Vasconia españolísima”. Es un eco del dictado tópico popular: “¡Oh, Vizcaya cantabrana, donde toda España mana!”

José María CODÓN
De la Real Academia de la Historia

lunes, mayo 20, 2024

EVOCACIONES SIGLO X. CASTILLA. FERNÁN GONZALEZ

  Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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EVOCACIONES

SIGLO X. CASTILLA. FERNÁN GONZALEZ


SIN duda, el corazón de España es Castilla. Para decirlo así, tan en rotundo, me basta con llegar a la consideración, que se establece, por repetidas deducciones, de que ningún otro de los territorios que integran el conglomerado nacional ha podido adquirir, a través de los siglos, tanta suprema energía de perduración como esos pueblos que forman la meseta superior del país, donde late el íntimo fondo de una realidad eterna. Abona el afirmarlo así el hecho de que siempre lo castellano se desenvuelve dentro de un aroma trascendente, propicio a crear y a mantener esas existencias gloriosas y representativas, faros luminosos de una raza, que salen del ámbito de lo pretérito para iluminar, con vivos destellos, estos días del presente. Y la razón está en que Castilla, desde sus más remotos tiempos, es fecunda tanto en sus aglutinaciones sociales como en sus balbuceos heroicos. Recorrer sus campos, asomarse a sus ciudades, descubrir su vida en cuanto acusa su vigor esencial, es como llenar el alma de esa extraña conciencia que lleva a saber qué es lo que se oculta detrás de un pueblo, y por qué en las tierras castellanas, es decir, los seres que sobre ellas nacen, tienen un ánimo compuesto de ímpetus sobrios y nobles.


Estas reflexiones me acompañaron una alborada limpia, con tonos rosas y cárdenos, en tanto caminaba hacia Covarrubias. ¿Por qué este pueblo ensancha de tal manera los límites de la evocación? He ido a él como peregrino lleno de ilusiones, quizá por imaginármelo aun con más historia que otras tierras y otras ciudades de la sin par Castilla, austeras y fecundas, en las que han quedado prendidas tantas glorias desde hace más de diez siglos. Covarrubias ha sido más fuerte que la acción devastadora del tiempo. Algo inexplicable e inconfundible se han ido legando unas a otras las generaciones, unos a otros los siglos, para que esté en él aún viva el alma castellana de los días del X y del XI, un alma elemental, entre gótica y celtíbera, compuesta de misticismos y de heroicidades.


Todos los pueblos de la cuenca del Arlanza, y más allá, en el Duero, en Clunia, en San Esteban, en Aza, en Gormaz, con sus callejas desavenidas y sus casas mal dispuestas, y fuera, con sus barrancas sembradas de piedras cárdenas, con sus valles amarillos y sangrientos, tienen una radiante y recortada silueta sobre el firmamento y la sonrisa volátil de una vida que se les escapa, porque en ella hay una formidable alusión a recuerdos del pasado que se lanzan al cielo, y a que sólo del cielo son comprendidos.


Entre estos pueblos, más hechos para lo eterno que para lo temporal, vive éste de Covarrubias. Al entrar en él, al ver sus calles y contemplar sus casas, parece que de todo huye ese carácter de fugacidad que es propio de la vida del hombre en relación a las cosas que le rodean. El sentido de lo que no pasa, de lo que se asienta, de lo que perdura, adquiere valores fuera de la transitoria inversión de las influencias de los tiempos. ¿Qué puede suceder para qué sea así? Basta pensar que allí están, entre los muros de su Colegiata, los restos de Fernán González , el primer conde auténtico de una auténtica Castilla, y , a su lado, los de su primera esposa, doña Sancha, su «dulcísima mujer», como declara en varios documentos que aun se conservan, algunos de ellos escrituras que acreditan sus fundaciones.


La transformación de Castilla, los hechos que la llevaron a no estar sometida a León, sino a considerarse un propio condado, con sus leyes independientes y su carácter propio, tuvo lugar en el curso del siglo X. Al iniciarse esta centuria, los límites precisos son marcados por los cuatro versos siguientes:


Entonce era Castilla un pequenno ryncon,

era de castillanos Montes d’ Oca mojón,

e de la otra parte Fitero en fondón,

moros tenia Carazo en aquella sazón.


Versos que sirven para establecer una comparación exacta y rotunda:


Varones castellanos, este fue su cuidado,

de llegar su sennor al mas alto estado,

duna alcaldía pobre fizeronla condado,

tornáronla dispues cabeza de reynado.


Era además Castilla, en su más remota antigüedad, un mosaico de condados pertenecientes a varias familias, casi todas rivales entre sí. Pero a pesar de ello, si se ha de hacer caso a lo que el mismo Berceo dice, ya existía una idea común y una fe que se elevaba por encima de las cosas terrenas. Esto hacía que espiritualmente se procurase mantener una unidad perfecta y unas mismas tendencias fuertes y definidas, ya que los enemigos eran por igual comunes en aquellas tierras castellanas que penetraban con timidez por las de Logroño, Palencia, Santander y, sobre todo, por las de Soria. En el núcleo principal, en la parte que ya se llamaba «Castella Vetula»—Castilla Vieja—, formada por Villarcayo, Mena, Aza, Tovalina, Valdegobía y Añana, radicó desde el primer instante una conciencia profunda y original. Diversas hazañas llevadas a cabo por gentes que poco después bajaron de las montañas, pasadas de tres o cuatro generaciones, habían formado una raza dura, independiente y batalladora, que se afincó en los castillos de Grañón, Cerezo, Cellórigo y Lantarón, creando un concepto de vida y de honor contrario a todo vasallaje.


¿Pero cómo de lo teórico, preso en la sensibilidad, pasar a lo que ya tuviera una expresión práctica? Para ello se hacía necesario el hombre que sirviera para convertir el pensamiento en acción y la palabra en iniciativa. Los que por defender sus intereses se avenían, sin réplica, a los dictados de los reyes leoneses, no eran aptos para levantar la bandera de la personalidad de Castilla. Para que esto sucediera se hacía preciso que alguien llegara a sentirse herido en sus sentimientos y recogiese el vivo dolor que debían sufrir los demás al verse dominados por quienes no querían respetar sus leyes dentro de las más viejas tradiciones ibéricas, tales como eran los «judicios levatos». ¿De todo ello nació el impulso que le obligó a obrar, de la manera que las circunstancias aconsejaban, a Fernán González?


Ciertamente Castilla, si en mucha parte de su fundación se une al nombre de Diego Rodriguez Porcelos, su certificado de auténtico condado, con una independencia y con una personalidad, le es debido a «Ferdinandus Gundizalvis, hijo de la condesa Muniandonna y del conde Gonzalo». Las luchas que llenan su vida acusan la fuerza de un temperamento indomable. Además, por sí solas reflejan que el hombre que las libra está dotado de un contenido ideal que se escapa de su inteligencia y pone bríos en su brazo hasta extremos insospechados. Animo dispuesto a los viriles arranques, vio en Castilla la base de una fuerte personalidad con la que contar para las más locas aventuras y las más grandes heroicidades. A tanto llegó su nombre, que preso, aherrojado, hundido en las sombras terribles de un calabozo, son sus mismos enemigos los que trabajan por su libertad, no sin antes hacerle ganar batallas. Si la victoria, le eleva, la adversidad le fortalece. Nunca fué más grande que en los momentos de ser mayores las dificultades y casi ingentes los tropiezos. Bien puede decirse que con su figura—magnífica sombra protectora—lo cubrió todo, y Castilla se hizo a él tanto como él hizo a Castilla. El augurio que le hiciera un anacoreta en sus días de mocedad, cumplióse palabra por palabra:


Farás grandes batallas en la gent descreída,

muchas serán las gentes que quitarás la vida,

cobrarás de la tierra una buena partida,

la sangre de los reyes por ti será vertida.

No quiero mas decirte de toda tu andanza,

será por todo el mundo temida de tu lanza,

quanto qué yo te digo tenia por seguranza,

dos veces serás preso, creime sin dudanza.


¡Siglo X. Castilla. Fernán González! España es esto: un tiempo, un lugar, un nombre. Acaso Covarrubias, con algunos otros pueblos castellanos, donde lo pretérito se remansó, sean la demostración evidente de ese glorioso pasado, que ha de ser luz en el presente. Hay que pensar—y en el pensamiento poner unción—que entre los muros de su Colegiata están los restos de quien realizó sus hazañas a la vista de una realidad superior y de una vida, para aquellas tierras que con su espada había ganado, más noble y más digna, que dotó con los suficientes empujes para que se sintieran los anhelos que llevan hacia la nacionalidad.


LUCIANO DE TAXONERA

LUGARES SANTOS DEL MILENARIO DE CASTILLA

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas


LUGARES SANTOS DEL MILENARIO DE CASTILLA


VIVIMOS orgullosamente los días del Milenario de Castilla. No ya por castellanos; como simples españoles, la fecha es fecha de todos. Castilla abarca en sí, capitalizados, los más entrañables resortes de la hispanidad, del ser español. Por otra parte, la radiante belleza de su epopeya fascina y vivifica. Sorprende, en efecto, esa maravillosa sincronización política y literaria de Castilla, que, al darnos con pródiga generosidad sus primeros héroes, nos entrega tras ellos los primeros monumentos poéticos del habla que se echó a andar por la meseta con los héroes. Castilla «la gentil» es para el juglar cidiano. Castilla «la preciada» es el requiebro filial del anónimo monje de San Pedro de Arlanza, cuando imagina y canta las hazañas del conde Fundador. Y ¡con qué tierna galanura, con qué resalte de ingenua ufanía exclama el poeta al contemplar el rotundo paisaje castellano!:


Pero de toda Espanna, Castilla es lo meior,

porque fué de los otros el comienzo maior.

Y aun Castilla la Vieia, al mi entendimiento,

meior es que lo al, porque fué el cimiento.


Castilla, efectivamente, cimiento de España, celebra sus bodas milenarias con la Historia y con la Poesía. Porque el conde Fernán González, suprema evocación del Milenario, adelanta su caballo y su azor como el más fragante emblema poético de sus victorias.


Quiso Ortega y Gasset, con fértil atisbo, simbolizar en el galgo y en el chopo la esencia del paisaje castellano, y con el paisaje el alma de Castilla. Yo contrapongo en la misma línea el caballo y el azor condales. El caballo, en marcha hacia infinitas rutas; el azor, pugnando por hundirse en el azul del cielo: horizontal y vertical que marcan el paso egregio de Castilla bajo su arco de mil años.


Muy largo es este tiempo para que una tierra de germen castrense y batallador como la primitiva marca burgalesa haya podido comenzar las sagradas reliquias de su origen. Siempre que desde el tren desfila ante nuestros ojos Burgos, con sus torres góticas, con sus centenares de miles de chopos y álamos a lo largo del Arlanzón, sentimos que la vieja Cabeza de Castilla, toda vértice y unidad, no ostente sobre el cerro que la protege el más esbelto de los castillos españoles. Aquella fortaleza, donde morara el conde Fundador, cumplió, según creo, su último acto de servicio frente a las huestes de Napoleón. ¿Qué mejor fecha que la celebración del Milenario para levantar esas heroicas ruinas?


Unas leguas al Sur de la capital, otras ruinas ilustres pregonan el poderío del conde: la fortaleza de Lara, cabeza de su alfoz, donde el Héroe, joven todavía, viviera al lado de su madre, la mujer prudente y fuerte Muniadona. Lara, en la cuenca del Arlanza, sabedor de romances, había sido fundada sobre las piedras de un castro romano por el padre de Fernán González. Sobre aquella prominencia, desde donde divisa buena parte de su señorío—Lerma, Salas de los Infantes, Barbadillo, Carazo, Silos. Almenar—, ¡cuántas veces reuniría a sus infanzones! Y, juntos, ante la animadversión de la Corte leonesa, lamentarían sus cuitas según expone la crónica con emoción balbuciente: «¡Ay, Dios! ¡Cómo somos omes de fuerte ventura! Ca por nuestros pecados non quieres tú que salgamos de premia e de cueita, mas quieres que seamos nos e toda nuestra natura siempre siervos. De más todos los de Espanna nos desaman mucho, sin guisa, et non sabemos a quién decir nuestra cueita sinon a ti, Sennor.»


Cuenta igualmente la crónica que reposando el conde una noche en el Monasterio de San Pedro de Arlanza, por él fundado y dotado, oyó en sueños una voz que le decía: «¿Duermes, Castiella? Levántate et vete para tu companna, ca Dios te a otorgado quantol demandaste.»


Así, entre perfiles de honda y ruda inspiración religiosa, la gesta del Héroe mece la cuna de Castilla.


Tras de una vida andariega y batallona, trascendida en mito legendario, la muerte del conde soberano de Castilla fué llorada por sus vasallos con grandes señales de duelo. Por orden expresa suya, su cuerpo fué sepultado, junto al de su esposa doña Sancha, en el Monasterio de Arlanza. Ambos sarcófagos—que hoy todavía se conservan—quedaron por entonces depositados fuera del templo. Más adelante se les trasladó al interior, bajo el crucero de la iglesia. A lo largo de los siglos, y conforme las obras de reparación del templo lo requerían, los sepulcros ocuparon diversos lugares dentro de su recinto. La incuria y las vicisitudes de nuestro siglo XIX, que tantos monumentos artístico-religiosos convirtió en cuarteles cuando no en ruinas, dejaron en el más completo abandono aquellos muros triplemente sagrados para la Iglesia, para el Arte y para la Historia. El Monasterio de Arlanza desapareció.


A ocho kilómetros de la venerable abadía se alza Covarrubias, antigua corte del Condado. Y el 14 de febrero de 1841, hace poco más de un siglo, los dos insignes sarcófagos, de románicas piedras desgastadas, cargados en una carreta de bueyes, fueron llevados a la villa. La Colegiata de Covarrubias acogió desde esa fecha las preciadísimas reliquias. Fueron entonces depositadas, tras las ceremonias litúrgicas, en el presbiterio del templo colegial, al lado del Evangelio, junto al arco-solio sepulcral donde yacen los restos de don García Alonso de Cuevas, capellán del rey don Juan II.


En el mes de marzo de 1941, una orden del ministro de Educación Nacional, señor Ibáñez Martín, dispuso el traslado—ya definitivo—de los restos del Fundador, primer conde soberano de Castilla, y de su mujer, a una de las capillas de la Colegiata.


Covarrubias y su Concejo se honran en ser los leales custodios de tan sagrado tesoro. Y el Torreón de Fernán González—parte integrante del propio palacio heredado de su madre—monta todavía en guardia en la villa burgalesa, con sus cuatro muros abiertos a todos los horizontes de Castilla.


El Milenario entraña una justicia histórica, reparadora de siglos, hoy que España, tomando por suyo el emblema del caballo y el azor, clava su vista en el futuro, sin olvidar las grandes lecciones y gestas del pasado.


El espíritu anima estos lugares santos del nacimiento de Castilla, a quien todos los españoles debemos la fuerza unificadora y conquistadora que culminó en el Imperio. Porque eso es la Castilla milenaria: vértice de unidad, irradiando a los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos. En el medio de España, para llorar mejor sus penas, para nutrir mejor sus ímpetus, para aguzar mejor su sed de porvenir.


LOPE MATEO





lunes, mayo 13, 2024

"CASTILLA, O EL SEPARATISMO TRASCENDIDO"

  Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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"CASTILLA, O EL SEPARATISMO TRASCENDIDO"


EL siglo X es una de esas épocas en que la Historia cambia de faz. Un seísmo político conmueve y trastorna la geografía de España. El reino de León se ahíja en comarcas que, si en un principio le son tributarias y dependientes, poco a poco van cobrando soberanía y llegan incluso a oponérsele, de igual a igual, con guerras fratricidas. Así nacen Navarra y Castilla.


En realidad, fueron dos actos separatistas de la unidad hispánica, amortiguada en la conciencia de las gentes tras dos siglos de extraño predominio musulmán. Después, andando los años, Castilla, merced al impulso genial que le diera su primer conde independiente Fernán González, adquiere rango primacial en la política española. Es que salvó la fase peligrosa de todo separatismo —aquella que se cifra en reconcentrarse y aislarse— para verterse como un río salido de madre hacia las tierras islamizadas. De este modo, Castilla, que era, a comienzos del 900, un «pequeño rincón» —como canta la gesta—, se trueca, al cabo de dos siglos largos, en el mayor reino cristiano de la Península.


Cuando muere San Femando, en 1252, ya se prevé con clara perspectiva la proyección castellana sobre la entera geografía ibérica.


Hay épocas en que los minúsculos problemas locales se erigen en norma de acción nacional. Así, en el siglo X, el ansia de libertades concretas y peculiares hace de Castilla —del conde de Lara— un feudo. Porque espíritu feudal, particularista, local, fronterizo, alienta en Fernán González, como antes en su padre Gonzalo y antes aún en Nuño Rasura y Laín Calvo. Cierto que la política central de León no era la conveniente a Castilla; pero desde un punto de vista patriótico, ¿no correspondía a los primates de aquella hora procurar la transformación administrativa del Estado español que en León tenía sede, antes que desgajarse de la hermandad histórica que exigía marchar unidos hasta recobrar la total libertad de la Península? Pero Fernán González, que fué un genio de la guerra y un habilísimo político local, procedía por ambición personal de señorear con plena autonomía. ¿A qué obedecer al rey leonés, cuando tan fácil y tan gustoso era hacerse él mismo su reino? Y así lo hizo.


Enjuiciada hoy su conducta, se nos ofrece en dos aspectos: como vasallo del rey de León, Fernán González fué desleal y díscolo, aunque su intención no persiguiera otra finalidad —así nos lo aseguran sus panegiristas— que modernizar según el entonces contemporáneo patrón feudal la absurda organización administrativa del reino. Pero se olvida que lo que hizo Fernán González fué algo más que descentralizar la administración; formó pura y simplemente un nuevo reino frente a León. Partió en dos la España cristiana de occidente.


Otro aspecto de Fernán González, y el que le da carácter de héroe nacional, es su pertinaz y nunca desfallecida tensión guerrera contra el imperio islámico. Jamás contemporizó con los invasores. Contra ellos afiló siempre su lanza y ni se arredró de enfrentarse a la vez contra el infiel y contra los reyes cristianos que con el infiel pactaban. En este sentido Fernán González es el arquetipo del Cid, que un siglo más tarde le imita y le hereda coraje, bríos y fortuna guerrera. Frente a los Ansúrez —condes castellanos que defendían la unión y la obediencia al rey leonés— y frente a los Velas —señores de Vizcaya que apoyaban la conducta de los Ansúrez—, Fernán González triunfa porque era mejor capitán y sabía granjearse con liberalidades y exenciones tributarias a los conventos y al pueblo llano.


Fué, por eso, Fernán González un auténtico caudillo popular. Acabó con todos los condados que le hacían sombra en Castilla y convirtió al pechero y siervo de la gleba en hombre de armas tomar, esto es, en caballero. Esta fué, seguramente, la razón de su triunfo. En todos los tiempos llevará las de ganar aquel que con mano más firme haga justicia al pueblo. Anular a los iguales y atraerse a los inferiores es medida de buena política. Y así lo comprendió y llevó a término el fundador de Castilla la gentil.


Pero Castilla no se conformó con separarse de León, sino que se lanzó á absorbérselo, y esta es su gloria histórica. De una rebeldía—que sola y en sí circunscrita puede ser juzgada como traición —hizo una empresa imperialista para cobrar las riendas de España. Si en León se habían olvidado de la misión unificadora, Castilla la tomará como suya. De separatista se hará integradora, de feudal se convertirá en nacional, de Castilla —«pequeño rincón»— crecerá a personalizar la Patria toda. Castilla llega a ser sinónimo de España. He aquí cómo supo trascender esta comarca. Y parecidamente la estirpe de su Fundador ascendió de quebrantadora a instauradora de monarquías.


Y es que Castilla no sometió a las demás regiones para beneficiarse de ellas ni las consideró nunca de calidad más baja, sino que fué ganándolas para el destino supremo de que juntas con ella constituyeran la gran unidad histórica de España.


Por esa virtud imperial se distingue Castilla en la Historia, y por ella su milenario se convierte en festejo nacional. Castilla dió a España idioma, carácter, rumbo...



Bartolomé Mostaza




Monasterio de San Pedro de Arlanza (Burgos), lugar donde tuvo efecto la famosa batalla de Fernán González.




"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA


 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas



"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA


De lo temporal a lo eterno


ALLA van diez siglos castellanos, como diez patriarcas de la Escritura entre rebaños bíblicos; como diez guerreros de «La Ilíada», entre carros homéricos; como diez ángeles de Anunciación, entre un batir de alas y con la salutación celestial: «¡Ave, María!»


Custodios de Glorias y Legionarios de Quimeras, sólo pueden contemplarlos los visionarios y sólo oírlos en éxtasis. Mas sus pasos por el suelo claman al cielo y dan vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos... El Milenario de Castilla es el Evangeliario de España.


La ecuación entre cielo y suelo preside todo el Génesis castellano. Del concepto de vida terrenal, pobre, mísera, sin alas ni galas, surge la conciencia de vida espiritual, alada de ascetismo, engalanada de inmortalidad.


Del clima terrenal, el clima moral. Como anota Menéndez y Pelayo, Castilla no sensibiliza lo espiritual, sino que espiritualiza lo sensible. En Castilla, lo temporal se unge de eterno.



La leyenda y la Historia


En el Génesis nacional, flotan las nieblas aborígenes en una masa de asteroides; hasta que cristaliza Fernán González, sol del sistema planetario. La Historia y la Leyenda se lo disputan, reinas enamoradas de este primogénito de la Gloria, que embriaga a los historiadores con el licor de los poetas y pone en los romances el acento genuino del testimonio.


En él se dan los atributos de soberanía, gobierno y mando, en sus tres dimensiones castellanas. «La Fe», a cuyos impulsos misioneros mete el estandarte cristiano morisma adelante, desde el Arlanza al Duero, desde Giafar hasta Almanzor. «La Patria», por cuyas grandezas sufre el desvío de los pueblos y el poderío de los reyes, desde las revueltas de Roa y Osma a los expolios que le imponen Ramiro II, de León, y Sancho el Craso, de Navarra. «El Honor», príncipe del Deber, que encarna en el Protocaballero castellano, fundador de Castilla, precursor del Cid, maravillas de Leyenda y prodigios de Historia, en diez siglos que son Decálogo de la Raza.



«El juicio de Dios»


Fernán González, irritado, despacha al mensajero de Sancho Abarca, estrujando la carta real, donde se le apremia en tributos y se le humilla en trato. Y, a caballo, frente a las huestes castellanas, entra por campos de Navarra, como un río en desborde. El rey acude con los suyos, más numerosos. Ambos Ejércitos se acometen con furia igual. Y, desde la mañana a la noche, la sangre entinta armas y hombres.


Mas la victoria está indecisa. En la tregua que impone la oscuridad, las tiendas del conde y del rey celebran consejo apremiante. ¿Hasta cuándo proseguir la terrible matanza ambas huestes? ¿Para cuándo el combate personal de sus caudillos, la decisión del «juicio de Dios»?


De la tienda del conde a la del rey cruza, entre hachones, Tello Núñez, con el cartel de desafío. De la del rey a la del conde, un reguero de luces y soldados lleva el asenso del monarca.


A la aurora, clarines, atambores. Ambas huestes, en línea de batalla, banderas al viento. Ambos jinetes, lanza en ristre, se acometen, espoleando los caballos. La acometida es tan furiosa que caen los dos a un tiempo, derribados y malheridos. El rey muere allí, sobre el campo. El conde, no sólo se levanta, sino que pide y monta otro corcel y acude valerosamente contra el vengador del rey, un bravo noble tolosano, a quien del primer bote de lanza deja sin vida.


Alaridos de victoria en los del conde. Silencio en las filas del rey. Fernán González, doblemente vencedor, otorga al enemigo la gracia de una retirada portando los cadáveres de sus príncipes. Y en viendo cómo los del rey se alejan, con las banderas abatidas, el conde aterra con el guantelete el mandoble, lo alza, entre sus banderas desplegadas, y proclama a los cuatro vientos el «juicio de Dios».


—¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Adelante con la victoria! ¡Dios lo quiere!



El vado de  Carrión

Ayer, navarros; hoy, leoneses. Castilla, la menor, está fraguando su grandeza, en una rotación militar y política, con las artes del Romancero:


«Castellanos y leoneses

tienen grandes divisiones.

El conde Fernán González

y el buen rey don Sancho Ordóñez,

sobre el partir de las tierras

y el poner de los mojones.»


Apenas frente a frente, tiemblan furiosos y coléricos. Se insultan con dicterios terribles. Echan mano a las espadas. Los monjes intervienen pidiendo tregua.


«Pónenlas por quince días,

que no pueden por más, non,

que se vayan a los prados

que dicen de Carrión.»


Si mucho madruga el rey, partiendo de León, no duerme el conde, partiendo de Burgos. Se juntan en el vado de Carrión, y al pasar el río, el conflicto


«Los del rey, que pasarían,

y los del conde» que non.»


Aquí el Romancero castellano da «el do» de pecho épico-lírico, entre crónica de testigo y epopeya de invención:


«El rey, como era risueño,

la su mula revolvió;

el conde, con lozanía,

su caballo arremetió;

con el agua y con la arena

al buen rey ensalpicó.»


¡Quién oyera al monarca, demudado, iracundo, fiero, amenazar de muerte al conde! ¡Y quién al conde, osado, replicar que el rey no cumple las pactadas treguas!


«Así hablara el buen rey:

— Yo las cumpliré de grado.

Pero respondiera el conde:

— Yo de pies puesto en el campo.»


Entonces, ante la firmeza del conde, enérgica, compacta, vertical, como un monolito, el rey no quiere pasar el vado de Carrión y se vuelve a sus tierras «enojado malamente».


«Grandes bascas va haciendo,

reciamente va jurando

que había de matar al conde

y destruir su condado...»


CRISTOBAL DE CASTRO






Iglesia de San Esteban, que fue primera catedral de Burgos






... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (V)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (V)


V CASTILLA, MADRE DE ESPAÑA


Hasta aquí sólo ha cantado nuestra emoción histórica las glorias militares de la Castilla naciente, la gesta política de su caudillo unificador, el sentimiento religioso que es nervio de su pujante nacionalidad y la creación de su lengua como el mas firme cauce de la expansión de su espíritu. Pero todo es, como si dijéramos, el poema de la niñez y de la juventud. Y si la Castilla niña ya presagia tales grandezas, la Castilla cuajada y madura, la Castilla matrona, es la madre de España. Esta maternidad, esta tutela es toda nuestra historia. Ningún otro núcleo peninsular —y todos tienen gallardas ejecutorias—puede sentirse celoso de que Castilla lo haya afiliado bajo su propia sangre, porque a la postre todos, con sus glorias y sus tradiciones, con su patrimonio histórico y artístico, forman esta ínclita nacionalidad común que se llama España.



La construcción nacional


Así, del condado independiente que ahora conmemoramos, surge la primera monarquía castellana, que ya se funde con la leonesa y asume el timón y las riendas del destino de la Patria. Porque si es verdad que aun apunta en el siglo XI la concepción imperialista leonesa, la España que se vislumbra como hegemónica es la gran España del Cid, en la que se acusa ya con personalidad fuerte el tipo definitivo del caballero cristiano español. Y la robusta concepción de Fernán González, el gran sueño de reconquista y población de la España irredenta, entra en vías de realidad cuando alborea el siglo XIII con fervor de cruzada y de combate. Y las Navas es una primera realización conjunta del ideal de la cristiandad unida que capitanea Castilla. Y San Fernando es el mejor y el más genial de los campeones castellanos, que sabe hacer una nueva Castilla de las fértiles tierras de la Bética y comprender la necesidad de una España reconquistada y unida para la cruz.


En el siglo XIII ya Castilla es más de la mitad de España, y la Providencia empieza a tantear la unidad total de las tierras peninsulares. Es que la nueva raza ha impregnado de su temple y de su carácter todo el viejo solar; es que ha surgido como un nuevo ser hispánico; es que se prepara ei nuevo parto de la madre Castilla, que sabrá, en el siglo XV, fundir en el amor conyugal de una reina y en la sangre de su herencia, la otra media naranja del Estado aragonés. Por espacio de cinco centurias Castilla ha gestado a España desde que echó en el surco la simiente el genio político de Fernán González. Y cuando la da a luz, tras el antiguo y el nuevo dolor, es ya tan fuerte y robusta que unos años bastan para que se acabe la alarma de frontería, para que pase al olvido la zozobra de los jinetes del Islam, para que ya no hagan falta más castillos y la cruz domine, señera y pacífica, el panorama feliz de todas las tierras de la Patria.


Por Castilla ha nacido España. La España de los grandes destinos, que por llevar en la sangre aliento vital de Castilla sabrá a su vez ser todavía más fecunda. Los castillos ya no hacen falta, porque cada español de aquella nueva edad, es en sí como un castillo, como una fortaleza espiritual. Y la nueva línea estratégica, es, por así decirlo, interior. Está dentro de la conciencia, y la forman todos los españoles abrazados en una misma unidad de destino. Castilla, con la fuerza etimológica de su apelativo, pesa sobre el espíritu de nuestros hombres del siglo XVI, sobre nuestra legión de héroes y apóstoles, que están predestinados a ser lo que soñara desde sus murallas avilesas la mística doctora castellana, la gran maestra y estratega de las batallas del alma. Hombres de espíritu, hombres fuertes que han dominado su propia voluntad, hombres hechos a todos los combates internos, hombres que han asaltado su propio castillo y han sabido ir conquistando una a una sus moradas...



El Imperio


Con estos hombres, Castilla—España—alumbra feliz el imperio de la hispanidad. Y es España en Europa un nuevo y colosal castillo, baluarte de la unidad religiosa, con el que tiene a raya al monstruo de la herejía que amenaza destruir la catolicidad de la Iglesia.


Y es España, en América, la nueva fortaleza de la apostolicidad ecuménica de la fe, para la que gana tierras donde el sol no encuentra ocaso. Allí lanza su legión de cesares, el poderío de sus naves y todos los ejércitos de su mejor cruzada. Allí trasplanta su fe religiosa. Allí acude también el enjambre laborioso de sus monjes y de sus apóstoles. Allí impone su lengua de imperio. Allí alumbra, en fin, veinte naciones para la civilización, que aun hoy día, en que han llegado a su mayoría de edad, forman con la madre patria la más pujante federación espiritual del poderío hispánico. América fue por España, por Castilla. Hasta allí llegaron las consecuencias políticas del pequeño Estado que nació hace mil años. Hasta allí culminó el gesto de Fernán González. El diminuto condado fue transformado, por obra y gracia de Dios, en el mayor de los imperios de la cristiandad.


http://file:///C:/Users/HP/Downloads/1133-9276_n084-085_diverso-1.pdf


lunes, abril 29, 2024

El Escorial: termitas físicas y termitas espirituales (Rafael Gambra)

 Revista FUERZA NUEVA, nº 574, 7-Ene-1978


El Escorial: termitas físicas y termitas espirituales


Rafael Gambra


Bajo el título “Las tres construcciones del Escorial”, el agustino padre Gabriel del Estal escribe un documentado artículo en el “ABC” dominical del 18 de diciembre último (1977).


Sus dos primeras partes son bellas e inteligentes; están seguramente escritas antes de la demencia colectiva que nos invade.


“El año 1563 -nos dice- es clave en la historia de Europa. Hasta entonces ha formado un universo político religioso. (…) Europa, Occidente y Cristiandad se funden en ese universo político-religioso en la noche de Navidad del año 800, con la coronación imperial de Carlomagno en Roma. El Sacro Romano Imperio se conforma aquí (…) En aquella universalidad coherente, presidida por Carlomagno y Otón, hay antagonismos, no hostilidades, como ocurrió ya entre las 158 polis de la universalidad helénica, rivales -pero no hostiles- por ejercer la hegemonía.


El universo compacto de Occidente se fraccionará al cabo con el brote político de las nacionalidades, a fines del siglo XV, y con la escisión luterana a principios del XVI. Ese universo político-religioso anterior se transforma ahora en pluriverso. Sobre las ruinas del universo roto amanece la Edad Moderna. Trento y el Escorial son un glorioso empeño por impedir que la escisión se consolide. Pero tanto el credo religioso como la conciencia política se rompen. Europa será ahora un pluriverso de comuniones y rivalidades. No hay antagonismo entre ellas; hay hostilidad: guerras de religiones excluyentes, guerras de poderíos excluyentes (…). El Escorial -al concluir en 1563 las sesiones de Trento- se eleva con arquitectura de futuro, como respuesta de universalidad frente al pluriverso consumado. El Escorial nace como respuesta, como símbolo viviente de unidad (…).


El Escorial es nuestro proyecto sugestivo de vida en común (…). Felipe II recogió el guante del desafío desintegrador de Europa, lanzado a este unamuniano “pueblo de teólogos” que entonces era España (…). Felipe II es el gran arquitecto que pudo tener y no mereció Europa. Construye en el Escorial el credo unitario de su universalidad perdida. La Paz de Westfalia en 1648 dará fe del pluriverso consagrado…”


En 1671, y durante dos semanas, el monasterio es presa de un terrible incendio en el que se pierden tesoros y documentos incalculables. Sin embargo, la fe de Mariana de Austria, reina regente, y del joven rey Carlos II restauran con grandes esfuerzos lo que era a la vez símbolo sagrado y monumento artístico. El Escorial seguirá elevándose como esperanza de reconstrucción moral de Europa en el centro de España.


En 1940, acabada nuestra Guerra de Liberación, un nuevo enemigo agazapado amenaza con derruir la masa ingente del Escorial. Son las termitas que hacen presa en el entramado de madera de sus techumbres. Es entonces necesaria una pacientísima labor, que ahora (1978) concluye, para salvar la integridad estable del edificio. Es la segunda reconstrucción del Escorial.


***

A partir de este momento comienzan las extrañas y “aggiornadas” afirmaciones de nuestro articulista, testimonio de la “profundidad” de fe y de inspiración de sus anteriores asertos.


“Ahora (1978) el Escorial -nos dice-vuelve a presentarse ante Europa con su mensaje alboral de fe compacta. Europa, Occidente, la Cristiandad piensan en la unificación para pervivir. Parece que su universalidad no ha muerto (…). Tres hitos institucionales marcan su nueva conformación: el Consejo de Europa creado en 1949 (España hace el número 20 de sus miembros desde 1977), el Mercado Común firmado en Roma en 1957 (España aspira a ser el miembro número 10 al 13), y el Concilio Ecuménico Vaticano II, clausurado en 1965. (España ha hecho efectivas ya todas sus disposiciones)”.


(Sin duda -comentamos nosotros-, España hace efectiva esa obediencia al Concilio en el proyecto actual de Constitución (1978), en el que -sin protesta eclesiástica visible- no sólo se consuma la pérdida de su unidad católica y de la confesionalidad de su Estado, sino que ni siquiera se menciona la Iglesia católica ni aun como recuerdo histórico ni se nombra en ningún momento el Santo Nombre de Dios).


El Escorial hubiera resistido el ser destruido por las llamas o por las termitas. Como a la Invencible, Felipe II no lo elevó para combatir a los elementos. Sus ruinas seguirían siendo testimonio de fe y de esperanza.


Lo que no puede soportar el alma de Felipe II ni la lealtad española -ni quizá la furia de Dios- es a estas termitas espirituales que pretenden confundir y enlodar la memoria de nuestro pasado y el nombre de nuestros mayores. La Armada Invencible pudo perecer por la acción de los elementos o por una derrota militar; pero sólo sería un baldón en la historia si sus miembros se hubieran pasado al enemigo y se hubieran hecho protestantes.


¿El Escorial, símbolo hoy (1978) de los organismos laicistas y masónicos que presiden a la Europa actual? ¿El Escorial, símbolo de la protestantización ecumenista de la Iglesia que padecemos? Sin duda, la lucha contra estas nuevas termitas será mucho más costosa que la reparación del incendio o del ataque termítico de los últimos decenios. Pero no dudemos de que el espíritu del Escorial triunfará porque la victoria final será siempre de Dios.


Rafael GAMBRA


... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (IV)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (IV)


IV LA CREACIÓN LINGÜÍSTICA


Cuando Castilla nació, balbucea ya una lengua. La fiesta milenaria de hoy es también conmemoración de aquel período feliz en que los hombres empezaron a hablar el español. Si una lengua es lo más humano que hay en el hombre, el mejor instrumento de expresión de su alma, el espejo de todo su interior, el cauce de su fuerza espiritual, la lengua de Castilla representa la creación más humana de aquella raza: es el retrato más fiel de su mundo psicológico y vital. Tan cierto es ello, que hoy, al cabo de mil años, la misma historia vacila y se confunde y no acierta a descubrir ni a señalar tales rasgos políticos o hechos heroicos, y la arqueología falla porque existen ruinas o se han perdido restos venerables. Pero ahí está en pie en toda su fuerza inmortal, ese idioma, que de castellano ha pasado a ser español, esto es, de dialecto se ha impuesto como lengua común.



El castellano, habla popular


El castellano nace, como habla popular, al compás de los castillos y de los monasterios. Va evolucionando el viejo latín, hecho ya lengua del vulgo, y adquiere a la par que la característica general romance el sello particularista y local de la nueva raza castellana. Diríamos así, sin pretender un minucioso análisis evolutivo impropio de este lugar, que el nuevo dialecto pasa a ser, por el prestigio de la unificación, la lengua del condado. En las postrimerías del siglo X, se percibe nacida la lengua, ya se acusa su ritmo, ya se presiente su morfología, ya se la escucha en los labios monacales, ya se le ve estampada en los pergaminos y cartularios. Y esta lengua ya formada, instrumento fiel de expresión de la raza que nace, se lanza también a una lucha de dominio sobre los demás hablares del solar patrio, a los que sobrepuja con fuerza indestructible.



El castellano, lengua nacional


Cuando un dialecto se impone como lengua común en un amplio grupo social, la lingüística demuestra que es siempre por una poderosa razón de índole religiosa, política, económica o literaria. En Castilla se dió el mismo fenómeno, por el que tuvo supremacía el latín sobre los demás hablares itálicos o por el que el ático dominó a los demás dialectos griegos. Fué una razón de hegemonía, de predominio político. Cuando Castilla pasó de condado a reino y fue fundiendo y soldando las nacionalidades peninsulares hasta crear la unidad hispánica, impuso otra vez su idioma como lengua común de toda la nación. Como Castilla estaba predestinada a ser España, su lengua había de ser el español. Y hubo aún más. Porque el destino del español fue uncido ya a toda la grandeza expansiva del genio castellano y le siguió inseparablemente cuando sobre la nación supo crear el Imperio. Entonces la razón política hizo imperial a la lengua castellana que luego se trasplantó a los mundos más lejanos y a los más apartados horizontes donde Castilla hizo brillar la espada y la cruz.



La lengua del Imperio


Escuchemos las palabras iniciales con las que el más ilustre de los humanistas españoles comenzó la primera gramática que se ha escrito del idioma de Castilla al dedicarla a la más excelsa de las reinas castellanas. «Cuando bien pienso conmigo—decía—muy esclarescida Reina e pongo delante los ojos al antigüedad de todas las cosas, que para nuestra recordación e memoria quedaron escriptas, una cosa hallo e saco por conclusión mui cierta; que siempre la lengua fue compañera del imperio o de tal manera lo siguió que juntamente comenzaron, crescieron e florescieron e depués junta la caída de entrambos».


Fijaos bien que esta gramática se escribe en 1492, el año en que Castilla ha consumado la unidad nacional y ya no hacen falta castillos en la linde porque se linda con el mar. Y se edita el 8 de agosto, cuando aún navegan las carabelas de la ilusión, para construir castillos más allá del océano tenebroso. La escribe el genio literario de Antonio de Nebrija y la dedica a la majestad católica de Isabel de Castilla. Subrayo así el feliz acontecimiento porque, por coincidencia curiosa, cuando terminemos de conmemorar este milenario de España comenzara el quinto centenario del nacimiento de Antonio de Nebrija, el gramático, el perfeccionador de aquel idioma que, al morir, balbucía Fernán González, y es justo que pensemos por lo uno y por lo otro en celebrar la fiesta secular del idioma español.


Fue una lengua de imperio. Los que la crearon sintieron el ansia imperialista de dominar el mundo para ofrendarlo a Dios. Y cuando Castilla estuvo madura y consolidó los reinos de la nación en una unidad, como en el siglo X había soldado los condados dispersos en un solo Estado, el Imperio fue un regalo del Cielo. Pero fue un imperio del signo espiritual, de destino tan por encima de las cosas de la tierra, que aun hoy día (1943), a los mil años de nacer rumorosa y niña la lengua, la hablan más de veinte pueblos y naciones y más de ciento cincuenta millones de hombres. La lengua fue compañera del Imperio. Nuestro imperio lingüístico vive porque vive y alienta toda nuestra fuerza espiritual, toda nuestra tradición histórica, toda nuestra unidad de destino. América sentirá siempre la solidaridad hispánica, porque habla el español, porque nos entiende y la entendemos, porque tenemos el mismo instrumento de expresión humana y espiritual.


Castilla, la eterna Castilla, nos dio un idioma que llegó a ser ya para siempre en nosotros el sello inconfundible de su grandeza y de su espíritu. Porque fue como el torrente cristalino por donde fluyó la voz de España, por donde hablaron sus sabios, por donde cantaron sus poetas, por donde en un siglo se expresó el mundo de la civilización y de la cultura. La lengua secular de Castilla fue en fin, por sus condiciones fonéticas, por su ritmo feliz, viril y robusto por su gracia y flexibilidad, la que en el sentir de nuestro magnánimo César, Carlos V, era de todas las lenguas cultas universales, el mejor instrumento «para hablar con Dios».

... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (III)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (III)


III SENTIMIENTO RELIGIOSO


Pero cuando se piensa en el nacimiento de Castilla, no sólo hay que cantar el heroísmo de los hombres de hierro que crearon las líneas militares defensivas, con los torreones y las murallas de tantas resonancias épicas, ni tampoco basta con evocar la genialidad política del Conde por excelencia, creador y organizador de un pueblo de virtudes cívicas capaz de comprender el destino de la vida en orden a la historia. Castilla nace también a la sombra del monasterio. El monasterio es el compañero inseparable del castillo y la fe va siempre unida a la fortaleza, porque la fortaleza para la lucha, sólo se concibe con la fe y porque su triunfo es, a la postre, el ideal imprescindible del heroísmo. Se lucha, se resiste, se muere, para defender la fe y para ensanchar sus dominios. Sin este concepto ni se comprende ni se justifica Castilla.



El monasterio


Por eso desde que se inicia en las montañas limítrofes de Asturias la colosal cruzada, tras el jefe militar, tras las mesnadas del yelmo de hierro, camina el abad con sus huestes pacíficas, con su sutilísimo ejército espiritual de blancas cogullas. Y allá van las comunidades del Señor a construir, a colonizar y a poblar el gran desierto que ha dejado la invasión o las enormes llanuras y los páramos en los que nadie puso la planta. En torno a la cabaña, a la caverna, a la antigua ruina, cerca del lugar del sobresalto y el peligro, a veces junto a la misma fortaleza, el fraile coloca su campamento Ha saltado por encima de los baluartes rocosos, por entre las peñas y los ventisqueros, para poblar el nuevo territorio, para ser el primer ciudadano del Estado que nace. Intrepidez heroica que no es sólo de los varones. Porque también la mujer consagrada a Dios se lanza en pos de la aventura, y casi podría decirse que antes que nadie en los anales más remotos de Castilla, es una mujer abadesa la que se acerca a la frontera musulmana y funda con veinte compañeras un monasterio en la misma ribera del Arlanzón.



El monje poblador


Ansia heroica de fundar, de multiplicar las colmenas piadosas de la oración; mas todo ello para levantar, para construir, para trabajar. Porque el monje se establece con el mínimo ajuar doméstico y al día siguiente, tras del rezo matutino, cuando acaba de saludar el alba, ya empuña la azada o dirige el arado y hace fértil a la tierra. El abad, como en el caso de Vítulo en los albores del siglo IX, sabe dejar el báculo para coger la agujada, y al par que levanta basílica, planea la sementera y construye la despensa, el granero, el lagar, labra el huerto, fabrica el molino, hace fructificar la viña y el manzanar, o como Diego, obispo y abad de Oca, rompe las tierras, planta los viñedos, cuida del ganado y convierte el terruño árido en vergel de frutales. Este espíritu poblador arrastra tras de sí a las multitudes. Al amparo del monasterio se organiza el trabajo, la industria, la vida social. Del núcleo monástico surge la aldea, la villa, el municipio. Así se pobló Castilla, sin dejar por eso de tener atento el oído al riesgo y al combate de frontera, sin apego a aquel terruño, siempre amenazado; con un espíritu tenso, acostumbrado a la vida nómada que representaba el avance y la nueva población.



El monje y la vida social y política


Mas no fué sólo pobladora la ejecutoria del monasterio castellano. El monje supo alternar, incluso desde los comienzos de su ruda tarea constructiva, el ejercicio agrícola con la intervención en la vida social y política. El monje aparece, desde el primer momento, como consejero de príncipes y mantenedor del espíritu religioso del pueblo.


Maestro, mayordomo, notario, confesor, auxiliar de la jerarquía política, a veces hasta embajador. Fernán González en todas sus hazañas prefiere siempre la compañía de un monje de Cardeña como director, como capellán o como secretario. A los monasterios acudían los guerreros en busca de valor, de consejo, de garantía, de victoria, de tranquilidad para el alma y por último, de sepulcro para la hora de la muerte.


¡Oh!, qué tupida trama es la que une la historia de la Castilla naciente con los muros y los claustros de Cardeña, de Oca o de Arlanza. De allí partían los Condes para la guerra, después de recibir los estandartes y la bendición solemne del abad. Allí se respira todo el hálito de aquella raza belicosa, que humillaba primero ante el altar su orgullo y su audacia para batallar luego en nombre de Dios. Allí resonaron muchas veces las encendidas palabras litúrgicas: «¡Que por la victoria de la santa cruz terminéis felizmente la jornada que hoy comienza y volváis con los ramos floridos de vuestros triunfos!».


Todo habla de religiosidad y de bravura, de trompa épica que clama legendarios versos, como los que tantas veces recitara el fervoroso poeta encogullado del poema de Fernán González cuando desgranaba bajo las arcadas románicas de Arlanza, como un aeda de otros tiempos, el salmodado ritmo que había de electrizar para el combate o para la unidad de la Patria, las almas castellanas.



El monje, formador del pueblo


Al compás de este influjo social y político—el monasterio—ejerció otra misión, aún si cabe más trascendental. En el Estado naciente era inexcusable la tarea educadora. Fueron los monjes los formadores del pueblo. De los niños y de los grandes. Al calor de la escuela monástica salió templada la nueva juventud de Castilla. El monje que muchas veces hubo de trocar el arado por la espada cuando se acercaban en plan de «razzia» a su propio claustro las hordas del califa, sabía cómo había que educar a los hombres con fortaleza para la lid. En los monasterios se forjó la flor y nata de los caballeros. Fueron los monjes los mejores tutelares de los héroes. Cantando hazañas educaban el espíritu bélico de los niños, cuando eran mozos los exhortaban a la pelea, cuando eran hombres velaban su sueño postrero, recogían sus despojos, oraban por sus almas y escribían en piedra o en pergamino sus gestas. Todo el aprendizaje para la vida de aquella raza heroica fué monacal. Se educó para la guerra, para la política, pari la agricultura, para la industria, para el trabajo, bajo la bondad pacífica del fraile, su mejor tutor y compañero. Pero sobre todo se educó en la sólida piedad cristiana, porque aquel monje que unas veces empuñaba la lanza, otras el arado y la azada, otras el palaustre y otras el estilo y la pluma, era, ante todo, un alma consagrada a Dios. Y la misión primordial fue la apostólica. Ellos fundaron las parroquias y las iglesias rurales, ellos tenían a su cargo la cura de almas y la formación cristiana del pueblo. Austeros, santos, avezados a la práctica dura de la pobreza y de la mortificación, hicieron gala de la caridad como una virtud necesaria para la vida social y política. Y en aquella su laboriosa colmena siempre hubo amor pare el desvalido y siempre el pobre encontró asilo y hospedaje.



El monasterio, foco de cultura


Fueron, en fin, los monasterios en la Castilla naciente el refugio sagrado de la cultura y del arte. Bajo los claustros pacíficos, en el amoroso cobijo conventual, el románico tejió todos sus primores. No importaba el vivir en la línea misma de la guerra. La fortaleza del alma siempre triunfaba de las ruinas y de la devastación y sobre los despojos de la contienda otra vez volvía la mano amorosa del fraile a cincelar capiteles como si los labrara para la eternidad. Allí anidó también la cultura. Allí surgieron las escuelas, los escritorios y las bibliotecas. Allí se escribieron los anales y los cronicones.


Mientras la azada abría la sementera, y la basílica y el claustro se ornaban de arcadas y columnatas; mientras rugía la guerra en la frontera cercana, el estilo y la pluma anserina, teñidos en la tinta eterna de la redoma mágica, grababan en el pergamino o en el cartulario caligrafías torneadas o miniaturas policromas.


Tal fue la ejecutoria del monasterio castellano. Tal su grandeza histórica colosal en la creación y pujanza de aquel pueblo llamado a ser el rector de los destinos de España. Castilla debe a los monjes de aquella edad el tenaz sentimiento religioso que forma parte de su sustancia y de su ser, sentimiento religioso que, por arrancar de tales y tan profundas raíces, ha sido y será siempre sostén del espíritu nacional. Jamás podrá ser entibiado, ni desplazado de nuestra entraña. Tarea inútil la de los sectarios que quieran arañar la corteza de nuestra fe. Castilla, la madre de nuestra Patria, es ante todo consustancial con el espíritu cristiano, y destruirlo sería lo mismo que renunciar a su más valiosa herencia y anular su personalidad histórica y social.

martes, abril 23, 2024

.. MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (II)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (II)


II EL GENIO POLITICO


«Cómo somos omnes de fuerte ventura!». Era verdad. La Castilla del «antiguo dolor», aun a trueque de otros muchos sacrificios, iba a ser venturosa. No podía continuar aquella situación de anarquía en que a cada paso había un conde que dividía todo el territorio logrado con sangre, en pequeñas taifas. Castilla debía empezar a ser una. A la vez que un genio militar, necesitaba un genio político. Y allá en el sur, en la tierra surcada de arroyos y poblada de robles, dominando la majestuosa cuenca del Arlanza, surgió un día un formidable castillo y una iglesia dedicada a San Millán. Desde allí se divisaba en la lejanía la tierra fuerte arrancada a los árabes y colindante con las riberas del Duero.



El adalid


En aquel castillo se educó el adalid. Había pasado la niñez en la montaña entre pastores y conocía todas las asperezas del lugar y del clima. Los corceles sabían de su agilidad y destreza y los riscos y la espesura habían experimentado su arrojo y denuedo cuando clavaba el venablo en el fiero jabalí. Era alto, robusto, rubio y pulido. En el semblante le brillaba la arrogancia y el donaire. Con razón un monje le había profetizado: «Será por todo el mundo temida la tu lanza». Pero a la par, en la ausencia del padre, su madre, la condesa de Lara, ejemplar recio y austero de mujer de Castilla, le había ido afincando en el alma los sentimientos religiosos, y su tío Núñez González, viejo y experimentado político, le había despertado la conciencia de su misión. Bravo resultó el mozo, enérgico, prudente y sin miedo. Cuando desde la altura del Picón de Lara contemplaba la tierra de los castillos, el pecho le rebosaba de ambición. ¡Si él unificara aquellos dispersos condados; si los unificara bajo un solo mando; si fuera señor de un Estado fuerte, frontero a las tierras que aún quedaban en poder del Islam, otra sería la fortuna de la naciente Castilla y otro el trato del rey leonés qué los miraba como vasallos!...


Aquel sueño político de la mocedad fue luego la realidad plena de una vida. En aquel Conde de Lara, flamante mancebo en el primer tercio del siglo X, encontró al fin Castilla su caudillo. Era hijo de Gonzalo Fernández, el conquistador de la línea del Duero y de Munadonna, la condesa por antonomasia, «la más condesa de todas». Se llamaba Fernán González.


Cuando se examina y medita la historia del adalid castellano se admira en verdad el jefe militar, pero aún más sorprende el genio político. Porque que Fernán González, criado y educado para la guerra, sintiera el espíritu de milicia de su pueblo y no tuviera una arruga en el corazón, es obvio en la semblanza de un hombre para quien el batallar era como una necesidad espiritual, como un quehacer innato en su temperamento. Por algo el monje de Arlanza le llamaba «guerrero natural» o «héroe de humano corazón y de pechos granados», y en verdad que cumplió con su destino de campeón de la cristiandad. Porque si no tuvo que ensanchar más sus dominios, los unificó y robusteció, haciéndolos inaccesibles a las arremetidas de la algara cordobesa. Frente a los moros nunca padeció adversidad la estrategia del Conde castellano, que llegó a ser el brazo derecho de la Reconquista. De su bravura supieron muy bien las huestes de Abderramán ante los muros de Osma, en los campos de Hacinas y ante el castillo de Simancas.



Fernán González, politico


Pero Fernán González fue esencialmente un político astuto, hábil, tenaz y enérgico. Su propósito capital fue crear un Estado. Y este empeño alcanza la máxima dimensión histórica porque, si para el siglo X lo preciso era una Castilla independiente, aquel nuevo Estado representaba nada menos que la primera célula nacional de España, a cuya hegemonía habrían de soldarse después los demás grupos peninsulares. La primera etapa en la construcción de este Estado fué unificar los pequeños territorios condales, bajo la preponderancia del de Lara. Por eso ya en el 931 se empieza a deslindar el condado por hacer como un recuento de fuerzas, por determinar el territorio inicial para la gran aventura. Y ciertamente que aquella heredad responde, porque se alistan cerca de setenta villas bajo el dominio de Lara. Este poder le lanza con astucia a llamarse «conde de Castilla» a emular el título de los reyes, proclamándose «conde por la gracia de Dios». Y la Castilla dispersa se le agrupa y los pequeñas taifas desaparecen y la política unificadora de Fernán González alcanza su plenitud. Es ésta una etapa de hábil gobierno, de diplomacia, de conciertos matrimoniales, de fundación de abadías, de prestación militar de servicios a la Corona, de imposición de prestigio y personalidad.



Castilla frente a León


Cuando hay ya un solo conde «totius Castellae» comienza el trance difícil. Castilla se enfrenta con León. Es verdad que el reino leonés, sucedáneo del primitivo núcleo asturiano, había cumplido con su misión providencial. Ante la historia nada puede aminorar el honor inmarcesible de haber sido el primer baluarte de la Reconquista, el primer germen de la resistencia, el primer reducto mantenedor de la civilización cristiana cuando toda la península naufragaba en la invasión agarena. Pero aquella monarquía agotó sus primeros impulsos en la restauración de lo visigótico. Lograda la necesaria estabilidad, constituido el reino, apoyada su defensa en los recursos geográficos naturales, sucedió una etapa en que la prístina ambición reconquistadora sufrió una merma considerable.


Hacía falta una más amplia concepción política, fundada en la gran empresa de arrebatar al Islam con la mayor prontitud el solar patrio invadido y crear sobre nuevos moldes un espíritu nacional. Por eso, en el caso de Fernán González no es un vulgar separatismo, no es un afán particularista el que liga con León. Nos atreveríamos a decir que se enfrenta lo auténticamente nacional con lo que es una herencia gótica. Fernán González no obedece a una mera ambición de mando. Es intérprete fiel de un pueblo que, ante la alarma de la frontera, ha cuajado su temperamento recio y viril, su sentido de la vida y de la muerte, su concepto de la libertad y de la justicia. Se siente llamado a una misión histórica: la de iniciar el camino hacia una unidad superior, imponiendo la hegemonía castellana, porque la estima más nacional y políticamente más útil para consumar la gran tarea guerrera de la Edad Medía. Su rebeldía es la santa rebeldía de la España que nace y que quiere ser como es Castilla.


Por eso el astuto Conde no admite reparos ni remilgos. Quiere, por el momento, la independencia de los suyos y está dispuesto a la lucha frente a quien sea. No le importa caer vencido y prisionero ante el rey de León. Ni volver a la prisión en poder del monarca de Pamplona. Su mujer, sus hijos, sus magnates, su pueblo, le serán fieles con tenacidad sin ejemplo. Bastará su efigie para seguir gobernando Castilla y los suyos continuaran teniendo a raya el poder del Islam. Esperará quince años. Pero vencerá. Llegará un día a ser hacedor de reyes, y su tierra, aquella tierra amorfa y dividida será libre, estará poseída de la conciencia de su poder, será la «Castella bellatrix», terror de la morisma, y habrá quedado ya ancha y una. Desde Cantabria y Vasconia, las Asturias de Santillana y las fuentes del Pisuerga hasta la línea fuerte del Duero, la gran Castilla independiente es ya una realidad.



El nuevo concepto nacional


Se ha creado una gran raza de hombres libres. He aquí el significado más hondo de la política de Fernán González. Una raza a la que el vivir de frontería, a la que una vocación de perpetua milicia había liberado del apego a la tierra y de los compromisos sociales.


Una raza que cobraba aristocracia al defender castillos en la linde o repoblar ciudades de vanguardia. Una raza, en fin, que sentía al amparo de su Conde, mantenedor de las viejas costumbres nativas, la elevación del trabajo, el respeto a la dignidad humana, la recompensa del esfuerzo heroico y la solidaridad ante el enemigo y el peligro común.


Así nació políticamente Castilla. Cuando a la hora postrera de su vida, Fernán González ya no quería llamarse Conde, sino tan sólo «siervo de Dios», el sueño de su juventud estaba logrado. Castilla era el primer núcleo potente de la unión de España. Había atesorado todas las virtudes necesarias para superar en los siglos futuros la lucha contra el Islam y había creado el tipo, el carácter, el ideal del hombre hispánico. Todo ello lo ponía el Conde al servicio de Dios, con un criterio religioso de la vida que nunca se borraría del alma castellana. Desde entonces los viejos castillos de las líneas estratégicas fueron como las vértebras del gran cuerpo imperial de España, que había de desarrollarse al terminar la Reconquista.

MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (I)

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (I)


Discurso pronunciado por el Excmo. Sr Ministro de Educación Nacional, D. José Ibáñez Martín, en los Juegos Florales celebrados en la ciudad de Burgos el día 6 de septiembre de 1943, de los que fue mantenedor.


(…)


I. LOS CASTILLOS


Cuando España paró en seco a la horda árabe e hizo posible que la Europa medieval fuese cristiana, allá, en la línea fronteriza, el reino diminuto de la resistencia contra el Islam se extendió pronto por las montañas y riscos, donde no lograron siquiera penetrar las águilas de Roma. Recortaban en el horizonte sus crestas nevadas los macizos .de Reinosa. Clavaban sus picos en las nubes los altos de Pancorbo. Desde allí incitaba a la codicia la tierra brava y llana que redimiría de una vida pasada entre peñas y ventisqueros. En aquella linde entablaban cotidianas escaramuzas los jinetes dé Córdoba y las huestes de la Cruz. De allí había que descender para garantizar la continuidad de la Reconquista y la existencia misma del baluarte aislado entre el oleaje invasor. Y allí, bajó el heroísmo de los guerreros del siglo VIII, a vivir en constante alarma defendiendo la frontera. Fué preciso alzar un centinela de piedra. Este centinela se llamó Castillo.



La primera línea


Cuando el siglo IX alborea, apunta también la edad los castillos. Porque muchos, con su maciza mole de piedra coronada de enhiesta dentadura, forman como una línea estratégica, como una barrera de fortalezas que se abrazan a la montaña. Y si en las abruptas sierras astures España salvó a Europa de la invasión, en la primera línea de castillos, la que iba desde Oca hasta Amaya, se estrelló ya para siempre el empuje de las huestes del profeta. El símbolo supremo de nuestra alta Edad Media es el castillo. Y no un puro símbolo militar. Porque el castillo avanza y con él va naciendo una vida y una civilización nueva. Es Castilla la gran célula vital que teje su trama de fortalezas bélicas y de monasterios. En efecto, a la par que en la montaña se alza el castillo erizado de lanzas guerreras, a la mansedumbre del valle osan descender hombres de paz con otro designio. Y los valles se pueblan a la sombra defensiva de la fortaleza, pero también bajo el amoroso cobijo espiritual de la basílica y la abadía. Diríase que son la línea estratégica del espíritu y de la civilización.


Allá van los frailes con sus blanquecinas vestes, cubiertos con la puntiaguda cogulla, a crear pueblos, empuñando el arado y abriendo sementeras para los primeros trigales en que ya siempre será fecunda la tierra castellana. El primer labrador de aquella heredad conquistada con sangre fué el monje. Y allí, tras la sementera, nació la aldea y la villa, y la ciudad, pobladas por la gente heroica que gustaba de vivir en arrogante alarma, en perpetua vigilia de combate, atenta al clarín que desde la fortaleza anunciara la presencia del enemigo. Hacía falta organizar aquella vida y surgió también el jefe, el conde, que unía a la par el mando militar y la jerarquía política. En el siglo IX hay ya un conde en aquella primeriza Castilla. Se llama Rodrigo. Es el señor del pequeño Estado en que se han reunido los primeros castillos, los primeros monasterios, las primeras aldeas. Pequeño Estado que vive dependiente de la monarquía astur, pero que por ser vanguardia de la Reconquista, nace con otro temple, con otro carácter, con ambición de aventura, con ansia indomable de combate, con altanería y afán de libertad e independencia.



Nacimiento de Burgos


Aquella primera Castilla, «la del antiguo dolor», la que al decir del poema era «pequeño rincón cuando Amaya era cabeza», siguió ampliando, en incesante batalla, su ámbito estratégico. Paso a paso avanzaban los castillos como gigantescos soldados de un ejército de fantasmagoría. Sobre la primera línea, el siglo IX acusa ya en sus postrimerías una segunda que se apoya en el Arlanzón. Hacia el sur se ha corrido la frontera de la lucha y hacia el sur ha avanzado también el enjambre laborioso de los monjes, labriegos y pobladores, de las aldeas y de los burgos. El Conde don Diego Rodríguez Porcelos cabalga, lanza en ristre, desde los altos de Pancorbo extendiendo hacia abajo la intermitente muralla castellana. Y en la punta de la línea, para cerrar un trecho desguarnecido, acaso por mandato del rey astur, temeroso del peligro, la barrera se cierra con un imponente castillo, sobre cuya torre más alta ondea airoso el pendón.


Es el año 884. En la cúspide de un cerro, la nueva fortaleza se mira en las aguas del Arlanzón y su enseña flamante llama a poblar el reducto fronterizo. Allí acude piadosa la legión monacal. Allí viene la turba campesina a hendir de sementeras la falda de la loma. Allí el Conde victorioso descansa y se labra albergue y residencia. Acaba de nacer una ciudad. Una ciudad fecunda, ansiosa de sentirse madre de paladines. La ciudad, nervio y eje de la segunda línea de castillos. La que, altiva, quiere sentirse rival de León y promete ser capital y corte del pueblo que nace. Burgos es el segundo parto de Castilla, la cabeza de la línea que por Muñó, Pampliega, Castrojeriz y Villodrigo, se comunica a las orillas del Arlanza. Glorioso parto y magnífica ejecutoria, porque desde su nacimiento fué predestinada para la hegemonía. Burgos es la antonomasia de Castilla. Por eso es inexcusable sentir ahora la emoción de su nacimiento, cuando venimos a conmemorar el de Castilla en el momento cumbre de su esplendor, cuando no es ya incipiente estado sin libertad, sino robusta nacionalidad independiente (siglo IX).



Castillos junto al Duero


Pero falta la tercera línea de castillos. Un brío combativo los multiplica hacia el mediodía a medida que avanza el siglo X. El Arlanzón retrata ya un reguero de ásperas fortalezas erizadas de torres y de almenas. Y aun siguen surgiendo más abajo nuevos baluartes, porque un caudillo audaz, el conde Gonzalo Fernández, ha empujado a la horda cordobesa hasta las mismas orillas del Duero, San Esteban, Osma, Gormaz y Alcubilla: he aquí jaloneados los contornos agrestes de aquel foso por vigías de piedra que otean los accesos y los vados, que atalayan la ondulante llanura, desde la ribera izquierda hasta las sierras carpetanas, que, como el cazador, adivinan los movimientos de la presa aun bajo el disfraz de los robledales y los enebros.


Ya está Castilla en pie en su primera expansión territorial. Pero esta Castilla todavía no es Castilla. La ruda y tosca concentración de fortalezas y conventos, de aldeas y pueblos, aún no se ha definido como estado unificado. A aquellos núcleos dispersos que milagrosamente resisten el asalto constante y la «razzia» del más fiero y poderoso de los califas del Islam, les falta unidad de mando y de gobierno, espíritu común de nacionalidad. Se necesitaba un hombre. Y aquel hombre providencial había de surgir inmediatamente, dotado por la largueza divina de todas las condiciones que requiere un caudillaje. Surgía en el instante en que, atrincherada en su tercera y más atrevida línea de fortalezas, «ancha» era ya Castilla, y precisaba de toda su potencia para defender la vanguardia de la Reconquista.