miércoles, mayo 31, 2006

Otra lección suiza. (¿Como favorecer el empleo juvenil?. Gaudencio Hernández, Diarío de Ávila 27 mayo 2006)

TRIBUNA LIBRE ¿Cómo favorecer el empleo juvenil?
GAUDENCIO HERNÁNDEZ

(El Diario de Ávila 27 mayo 2006)

Francia ha vivido una de sus conmociones so­ciales, entre las más dramáticas, desde el mayo del 68. ¿Cuáles han sido las causas? En los meses del otoño último los jóvenes desocupados de los ba­rrios periféricos desencadenaron una verdadera re­belión: miles de coches fueron quemados, comer­cios y almacenes saqueados; una guerra campal contra la policía.

La lucha juvenil perdió virulencia en Navidad y el Gobierno aprovechó para elaborar un plan de empleo para los desocupados jóvenes, factores de los desórdenes y habitantes dé verdaderos ghettos. ¿En qué consistía dicho plan? Creación de una nue­va manera de empleo juvenil, estos, desocupados,; podían ser empleados bajo un contrato libre que los firmantes podían rescindir sin compensación algu­na. El Gobierno de Villepin pensó en crear un buen sistema para hacer salir del círculo vicioso del de­sempleo a los jóvenes (no conseguían un empleo porque no tenían experiencia). No lo pensaron así jóvenes y estudiantes: Era la puerta abierta para el despido libre, en un país donde el trabajo fijo es el más protegido del mundo.'

Comenzó la lucha. El Gobierno de Villepin, con mayoría en el Parlamento, presentó su proyecto de ley para la correspondiente aprobación. Pero la ca­lle, los jóvenes desocupados, los estudiantes, los sin­dicatos, en manifestaciones sin fin durante meses, paralizaron los centros educativos superiores; las huelgas en distintos sectores afectaron á la econo­mía El Gobierno cedió y retiró la ley del Parlamento. Hoy propone una ayuda a los patronos que contra­ten a jóvenes en su primer empleo.¿Qué pensar? Los demócratas dirán que en de­mocracia los problemas deben solucionarse en el Parlamento. Los que organizan las manifestaciones masivas dirán que el sentir del pueblo es lo que cuenta. Un suizo diría que un conflicto así se resuelve por votación popular, es decir, por un referéndum.

Tal vez el silencioso, el neutro suizo tenga razón, pues ha encontrado una solución al empleo juvenil hace ya años. Hablo con conocimiento de causa; consejero social en los colegios de Ginebra, en su sección de «fin de escolaridad obligatoria». Mi rol consistía, entre otros, prever que ningún joven que terminaba la escuela, quedara en la calle sin ocupa­ción alguna. Todo joven debía o pasar al grado supe­rior o hacer un «aprendizaje en empleo» o repetir curso. Cada caso era sometido a estudio.

El «aprendizaje en empleo» es una fórmula típi­camente suiza (fórmulas parecidas existen en Ale­mania). El joven que no puede o no quiere seguir el colegio o escuela superior técnica puede hacer un aprendizaje de dos, tres o cuatro años (según la difi­cultad) en una empresa, por ejemplo, de mecánica, electricidad, informática, construcción... El patrón se compromete a poner a disposición del aprendiz sus talleres, una persona competente que le guíe en las prácticas y a pagarle un salario (reducido al prin­cipio); por el contrario, el aprendiz seguirá uno o dos días los cursos que el Estado organizará y el res­to de la semana trabajará en la empresa unos exá­menes intermediarios y finales le permitirán obte­ner el diploma correspondiente ;Terminado el con­trato, patrón y aprendiz quedan libres de obligaciones. El aprendiz habrá roto el círculo vicio­so del primer empleo, como ocurre en Francia

La experiencia dice que la mayoría dé los apren­dices encontrarán un empleo. El 70% de los oficios técnicos y comerciales siguen este camino. Con fre­cuencia vemos aun ministro federal en economía, un responsable de un banco, un director de fábrica que ha comenzado en un «aprendizaje en empleo». Tienen fama de ser los más seguros.

Claro, me dirán algunos, Suiza puede permitirse esta fórmula por ser un país rico. (¡Ah, los bancos no nos dejan ver lo bueno que la sociedad suiza puede tener!). No está ahí el problema; el sistema se im­plantó cuando Suiza era aún pobre y este tipo de formación cuesta menos al Estado que una escuela técnica a tiempo completo El gran reto está en con­cienciar al Estado, a los patronos y aprendices en la lucha por el bien común del país.

La adopción de esté sistema evitaría los ghettos de jóvenes desocupados en Francia y las dificulta­des (que se ven venir) para encontrar trabajo y falta de formación técnica de la juventud española.

jueves, mayo 25, 2006

La causa de los pueblos.(Isidro Juan Palacios, Ruvista Punto y Coma nº 4)

La causa de los pueblos

Isidro Juan Palacios

Todos los pueblos tienen derecho a su identidad, a guardarla como es, y a ser ellos mismos. Pero, ¿en nombre de qué podría condenarse la tendencia (natural) de los pueblos a la expansión? La solución no está en la imposición de un orden prefabricado, sino en la recuperación del arraigo (del Espíritu) por medio de un equilibrio, un equilibrio que podría formularse como “Imperio Cultural”, siguiendo la línea de Yukio Mishima. Ese equilibrio, ese Imperio del Espíritu es lo que aquí se propone como vía de realización de la Causa de los Pueblos.

El Imperio Matador

De los años en los que se ensalzaba la obra de los Imperios conquistadores y colonizadores, se ha pasado a la compasión, y más que eso, a la añoranza actual de las civilizaciones ahogadas sórdidamente o destruidas. Es la hora en que se pretende levantar a los muertos. Y es legítima esta posición, porque nadie puede censurar el recuerdo de pasadas herencias, su defensa, o incluso su reconquista. Los pueblos tienen derecho a ser ellos mismos, a buscar sus raíces y a cultivarlas. Pero creer, como lo hacen algunos, que esta fórmula es la única digna de respecto, significa caer en un nuevo modo de ser extremista. En el derecho que cada pueblo tiene a ser diferente, debería entrar tanto el reconocimiento de una propia voluntad defensiva de la simple existencia libre, como también debería ser reconocida (¿por qué no?) la vocación de un pueblo a expandir su diferencia. ¿Quién podría negarlo —en nombre de qué moral—, si el mundo ha sido hecho así, en permanente tensión, en continua fuerza, en constante hostilidad? Es cierto que la pérdida de nuestra diferencia nos puede venir por la imposición de un enemigo de gran empuje, pero cuántas veces la caída de un pueblo se ha debido a su merma de calidad interior, a la presencia de una traición frente a sí mismo, frente a su identidad...

Sea como fuere, lo que se pretende decir es que si Europa hoy se encuentra amenazada, si la Europa de los llamados países libres se halla colonizada culturalmente por la ideología del American way of life, hace bien en desear o vivir con empeño esa libertad; sin embargo, ¿quién puede lanzar anatemas contra USA por ser lo que es y extenderse? El problema no es tanto censurar a América, como el que Europa permanezca indiferente hacia su derrota interior; viva ignorando sus raíces; crea que el ocio hedonista y el nihilismo es su principal y más atractiva ocupación. Ser antiamericano visceral o psicológicamente es la peor de las defensas. Ser europeo, de vuelta hacia sí mismo, sin importar lo demás demasiado, es la mejor posición: la fuerza de la libertad.

Vencedores y vencidos

Si en algún nivel los principios morales, los de cortesía o de respeto, han quedado tachados, en la mayor parte de las ocasiones, ha sido en la dinámica histórica y a-histórica de los pueblos, constituidos, o no, bajo la forma de Imperios. Si los mayas o aztecas lucharon contra los españoles; si los ingleses hicieron la guerra a los chinos; si los americanos rompieron el hermetismo histórico japonés; si el tercer mundo padece todavía una sorda y encubierta colonización gracias a la omnipotencia del Nuevo Orden Internacional de la Información... es una partida de ajedrez que puede quedar siempre en tablas. Nunca como en estos casos, la “verdad” ha presentado dos caras. El Imperio azteca —sacrificador él— fue inocentemente sacrificado y su civilización borrada del mapa por los españoles, para quienes no existieron dudas de considerar su acción obra de fe y su conquista una hazaña digna de ser levantada orgullosamente. Los ingleses y los americanos no tuvieron escrúpulos en imponer una guerra por motivos estrictamente comerciales, como el caso de la guerra del Opio con China o la forzada apertura del shogunado japonés por la acción cañonera del almirante Perry. Ni la internacional de la comunicación ha tenido pesadillas para transgredir el “principio” de autodeterminación de los pueblos con su tapada colonización cultural, tal y como fuera denunciada por Indira Gandhi, Burguiba y tantos otros presidentes tercermundistas. En efecto, no hay moral en la historia: sólo vencedores y vencidos.

Frente al “proselitismo”

Las causas de los pueblos no podrán resolverse u orientarse nunca en estos términos, en los que se pretende aplicar una moral, casi siempre la moral de quien, por razones de su fuerza, desea que el orbe, de una manera manifiesta o inconfesada, siga sus pautas individuales y unilaterales. La cuestión fundamental será entonces otra. El problema será más bien de equilibrio o de desequilibrio. Y es evidente que la causa de los pueblos estará siempre por la primera de estas expresiones y no por la segunda. Pues el equilibrio es lo único que puede matar a los imperialismos arrasadores y agobiantes. Es el principio que puede enlazar con la idea del “Emperador Cultural” defendida por Yukio Mishima, para quien la médula de la Cultura estaba en la cortesía, esto es: la paz entre quienes viven en belicosa tensión, sin renunciar a ella; el respeto por las formas y diferencias de cada identidad; el apego a lo interior y a las herencias..., Equilibrio, como lo entendieron los celtas con su concepción del Imperio Metafísico y que tuvo cierta respuesta en el Medioevo céltico-cristiano, en el que el eje de la unidad vertical no rompía la diversidad, sino que hacía vivir las múltiples diferencias en lo horizontal, en el arraigo, en la tierra. Equilibrio, en fin, como base que enseña a respetar y a respetarse ante todo, y en cuyo diccionario la palabra “proselitismo” sólo aparece secundariamente, autolimitada, desprovista de violencia, aunque no de espíritu de empuje.

El problema no es tanto censurar a América como que Europa permanezca indiferente a su propia derrota interior.

Elogio de la diferencia

Esto ya lo ha comprendido hasta la Iglesia Católica, la cual, al aceptar que otras formas de espiritualidad, como el Budismo, el Hinduismo o el Islamismo, pueden ser reconocidas como vías de realización e incluso de salvación, se ha visto curiosamente impelida a cambiar su tradicional modo y doctrina misionera. Y es que la llamada causa de los pueblos dice que Dios no tiene un solo pueblo elegido, sino que todos los pueblos lo son, haciéndose así, por lo tanto, merecedores de dignidad. Superar el provincianismo cultural, mirar el mundo desde una altura cósmica, nos enseña ahora que no sólo los hebreos fueron creados hombres, insuflados espiritualmente; también, y con razón, lo fueron los japoneses, cuyas islas se hicieron con manos de dioses; como, asimismo, los griegos que con sus primitivos juegos olímpicos evocaban la rememoración y reactualización mítica del paraíso terrenal; o los “pieles rojas”, tan hostigados por la codicia y el industrialismo. Nadie puede ser considerado inferior por su diferencia y forzado a una salvación dogmática que no entiende, por extraña. Cada pueblo, como cada ser humano, tiene dentro de sí mismo todo lo que necesita, adecuado a su personalidad desigualizada, y siente la propia llamada. La conclusión que plantea este tema de la cuestión de los pueblos es, por consiguiente, la del arraigo: marchar al reencuentro de las propias raíces y devolver al mundo de las ideologías la utopía de la homogeneidad, porque ésta, cualquiera que sea su signo, es siempre nefasta.

El Arraigo

La pérdida del arraigo de las actuales civilizaciones democráticas no es un problema materialista, sino espiritual.

Los pueblos antiguos no tenían establecida una diferenciación entre lo sagrado y lo profano. El Espíritu todo lo penetraba y lo impregnaba. Convivía con el hombre en la casa, en la caza, en la guerra, en la labranza y en la ceremonia religiosa. Era cierto que todos reconocían un más allá absoluto, innombrado e innombrable, silencioso, impresionante, estremecedor, pero el Espíritu salido de aquella distancia penetraba el mundo. Mediante tal arraigo del Espíritu, ya visible o invisible, los pueblos se vinculaban a la creación, se hacían inmanentes, y aprendían a apreciar los bosques, las fuentes y las grutas, a la vez que entendían lo que era la trascendencia y la muerte. El mundo era, así, una manifestación de comunidades de vivos y de muertos no quebradas.

La caída del arraigo

Con las revoluciones que han desacralizado la vida poco a poco, la presencia del Espíritu “ha muerto” y parece como si éste se hubiera desarraigado de la tierra, no por su voluntad, sino por la acción del hombre profano que, con su gesto, ha hecho nacer una suerte de trascendentalismo negativo, esto es, un mandar lejos al Espíritu, sin reconocerle cualquier posibilidad de intervención en la existencia cotidiana.

Pues bien, los pueblos que han sacado de sí ese Espíritu arraigado son los primeros que han perdido su ser y se han hecho etéreos, vacíos. Y desde los siglos XVIII y XIX son estos precisamente —y sobre todo los occidentales— los que han venido arremetiendo contra los pueblos de los campos, considerados antiguos, primitivos, incivilizados, pero curiosamente creyentes aún en la existencialidad del Espíritu anclado en la tierra. La conclusión es que existe un curioso paralelismo: la pérdida del Espíritu, que impregna todo, no apega o vincula más a la tierra; más bien, al contrario, separa de ella a quien vive bajo esta inclinación. Si la profanación del mundo, desacralizándolo, se hizo, consciente o inconscientemente, con la intención de disfrutar más de las cosas, pretendiendo transformar la vida en una especie de paraíso hedonista y ocioso, de feria, el resultado ha sido justo el contrario: la tierra se pierde, se rompen las raíces, nacen las civilizaciones sin arraigo —falsas—, las urbanizaciones, las ciudades que rompen con la naturaleza: los dragones que arrasan y gastan todo cuanto les sale o encuentran a su paso, ya sean paisajes, ya sean lobos, ya sean indios.

[Extraido de la revista Punto y Coma, nº 4]

miércoles, mayo 17, 2006

Fragmentos de: Pero ¿Que es el nacionalismo?. (Carlos Caballero Jurado. Revista Hespérides 14, 1997)

(A efectos de suprimir el texto por si se produjera algún tipo de reclamaciónse, se comunica que este texto se ha obtenido de la dirección http://nuevaderecha.ya.st/

Factores sociológicos
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• El papel de las masas. Uno de los rasgos que definen la modernidad es la aparición de las masas como sujeto activo de la Historia. En el mundo pre-moderno, sólo las élites (si se prefiere, las oligarquías) tenían un papel activo en política. Por otra parte, el individuo estaba fuertemente enraizado en una serie de comunidades (su familia, su gremio, su parroquia, etc.) En la actualidad, por el contrario, domina la figura del hombre atomizado, desvinculado, aunque se agrupe en grandes conjuntos humanos (las grandes ciudades, por ejemplo). Los sociólogos hablan a menudo del hombre actual como del hombre-masa. Pues bien, a estas masas sólo se les pueden dirigir mensajes simples hasta el maniqueísmo y emotivos hasta la visceralidad. Y éstas suelen ser las características de la propaganda nacionalista.

En algún caso, es fácil apreciar cómo el nacionalismo se ha convertido en el elemento "religioso" de las sociedades modernas. En función de la nación (en vez de por servicio a Dios) se nos exigen sacrificios, incluso la vida. De la nación debe esperarse el consuelo y la ayuda. El culto a la nación es lo que nos une a los demás ciudadanos. El culto a la nación se celebra con grandes rituales (fiesta nacional, desfiles, etc.) El símbolo de la nación (la bandera) ocupa el lugar que antes ocupaban los crucifijos en oficinas, escuelas, etc. Y así sucesivamente. No es desde luego aventurado afirmar que el "nacionalismo" es la religión laica de los Estados modernos.
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Nacionalismo y patriotismo


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El nacionalismo es una idea que, personalmente, estimo que es absurda, aberrante y criminal. Es responsable de muchas de las desgracias que se han abatido sobre el mundo en la Historia contemporánea. Sin embargo, esto no significa que los pueblos, las naciones, no tengan pleno derecho a hacer valer, a defender, sus peculiaridades nacionales. Éstas suponen diversidad cultural y por tanto son enriquecedoras para el conjunto de la Humanidad. Pero de ahí a hacer de las naciones algo sacrosanto, a oponer a nación contra nación, por principio y como método, hay una abismal diferencia. La defensa de la diferencia nacional es algo positivo, éticamente justificable, pero el nacionalismo, verdadero "individualismo de los pueblos", es algo trágico. Cada día es mayor la concienciación a favor de la defensa de la bio-diversidad. De la misma manera, un gran proyecto para el futuro es la defensa de la etno-diversidad. Pero no creo en el cosmopolitismo, porque éste no es sino una justificación del mundialismo. El cosmopolitismo es nivelador, uniformizador, y no pretende crear una cultura universal que sea válida para todos los seres humanos, sino imponer una determinada cultura al resto de la humanidad. Actualmente, claro está, se trata del american way of life. El cosmopolitismo es la ideología orgánica de las multinacionales, así de simple, que pretende que en Bangkok y en Barcelona, en Helsinki y Johannesburgo, exista una misma cultura. Si las burguesías nacionales se apoyaron en el Estado nacional y el nacionalismo para crear los mercados nacionales, en la actualidad, en el mundo de la economía planetaria, el cosmopolitismo es la ideología que sustenta el proyecto de dar forma definitiva al mercado mundial.

El cosmopolitismo no es la antítesis del nacionalismo, sino su continuación lógica. De la misma manera que los nacionalismos laminaron las diferencias regionales en cada Estado, para crear el marco del mercado nacional, hoy las diferencias culturales entre los Estados nacionales tienden a ser abolidas en bien del mercado mundial. Se trata, simplemente, de un peldaño superior, pero en la misma escalera. La antítesis del nacionalismo no es el cosmopolitismo, sino el universalismo de la diferencia. Para quienes crean que la economía es el destino del hombre, nada habrá de negativo en el cosmopolitismo, desde luego. Si el progreso económico (con sus apoyaturas científico-técnicas) ya parece argumento lo suficientemente sólido para devastar el planeta, precipitándolo al borde del caos ecológico, con mucha más facilidad se admitirá que en nombre de ese progreso se destruya las identidades nacionales, presentadas como fetiches folclóricos de dudoso valor. La occidentalización queda así justificada, aunque en realidad sean muchos los que se niegan a aceptar las bonanzas de lo que denominan con el nombre de occidentoxicación (un concepto difundido por el imán Jomeini).

¿Existe una alternativa?

Hay que reaccionar, entiendo, contra la aberración que supone el cosmopolitismo, pero ¿es el nacionalismo la forma de hacerlo?

Si las denuncias de que la actual cultura es ecocida son ya admitidas por una parte importante de la opinión pública, también es cierto que, cada vez más, se subraya el componente etnocida de esa misma cultura occidental [6], en forma de una creciente sensibilización por la triste suerte que les espera a los pocos pueblos primitivos que aún subsisten.

No es extraño que ante el avance imparable de la mundialización de la cultura occidental haya muchos que piensen que el nacionalismo es, en definitiva, una forma viable de erigir barricadas contra ese proceso. Estudiemos este tema con algo más de detenimiento.

En primer lugar, espero haber demostrado, o al menos provocado la reflexión al respecto, que el nacionalismo es una ideología absoluta y genuinamente moderna, hija de la Ilustración y de la Revolución burguesa, compañera inseparable de los procesos de modernización. Cada uno es muy libre de pensar lo que desee sobre la Ilustración, la Revolución francesa o la modernización, pero para mí son tres fenómenos negativos. ¿Añoro el que la aristocracia haya perdido sus privilegios o que la Iglesia sea el grupo sociológico más influyente en una sociedad? En absoluto. ¿Me encantaría volver al Antiguo Régimen? Nada más lejos de la realidad. Simplemente se trata de que me hubiera gustado que la humanidad hubiera evolucionado en un sentido distinto, lejano de los valores individualistas y economicistas. No quiero que se les devuelvan sus privilegios a la Casa de Alba ni al arzobispo de Toledo, pero preferiría que mi mundo no fuera dirigido por brokers ni por la tecnoestructura de las empresas transnacionales de la que nos ha hablado Galbraith. No deseo la vuelta a las sociedades teocráticas, pero las actuales, basadas en el individualismo posesivo (en el yo y mis cosas por encima de todo) me produce entre náuseas y escalofríos.

Si es cierto que el nacionalismo es una ideología característica de la modernidad, ¿resulta lógico enfrentarse con ella a la modernidad?.

Cuando denunciamos el funcionamiento nivelador del cosmopolitismo olvidamos que ese mismo papel ha sido desempeñado, en un escalón algo más bajo y en una fase histórica anterior, por el nacionalismo. Fueron los Estados nacionales los que empezaron a ejecutar la política de destrucción de la diversidad cultural en el marco de sus fronteras. La Francia jacobina es el ejemplo más evocador, pero el mismo modelo ha sido utilizado en otros muchos casos.

Pero, a mi modo de ver, el principal peligro que hoy encierra el nacionalismo es el de continuar con su dinámica propia de enfrentar a una nación contra otra, en vez de tomar en consideración que hoy el gran problema no son los agravios históricos contra la nación vecina, sino la necesidad de combatir todas las naciones juntas contra el avance del cosmopolitismo. Hay tantos ejemplos que poner que podría llegar a aburrir. Los nacionalistas vascos consideran que su gran problema es el imperialismo español, como si una Euskadi totalmente independiente fuera a ser la mejor garantía de supervivencia de su cultura nacional. Más lejos de aquí, el espectáculo que nos han ofrecido las recientes guerras balcánicas no deja de ser desalentador. Los nacionalistas serbios se han empeñado en aniquilar a los nacionalistas eslovenos o croatas con una furia increíble. A un lado y a otro de la línea de frente se encontraban combatientes que tenían las mismas ideas [7]: deseaban defender su patria, mantener su cultura a salvo, etc. Incluso es fácil que uno y otros desearan para su país el que éste fuera más bien una Gemeinschaft que una simple Gesselschaft, por utilizar la terminología de Tönnies. Pero mientras ellos se destrozaban entre sí, el mundialismo avanzaba imparable (y utilizaba sus sangrientas disputas para deslegitimar no ya el nacionalismo, sino el puro y simple patriotismo y aún cualquier intento de defender el enraizamiento de los pueblos).Si hay algo cierto con respecto al nacionalismo, es que todo nacionalismo genera otro nacionalismo de signo contrario. Vascos y catalanes estuvieron perfectamente integrados en la monarquía hispana hasta que surgió el nacionalismo español y, en respuesta a éste, el nacionalismo independentista vasco y catalán. Pero el nacionalismo catalán, por ejemplo, ha generado como réplica el nacionalismo valenciano, que curiosamente se define más como anticatalán (los catalanes pasan a ser los polacos) que como anticastellano [8]. Pero la espiral no se detiene ahí: el nacionalismo valencianista ya ha alumbrado por reacción un pintoresco nacionalismo alicantino, el alicantinismo, defensor de algo tan surrealista como la alicantinidad. Si sólo se tratara de estas anécdotas no pasaría nada grave. España es hoy en día el solar donde pueden registrarse tantos fenómenos ideológicos estrambóticos que nada de especial habría en éste. Pero el problema es planetario. En la segunda nación más poblada del planeta, la Unión India, el nacionalismo indio, que cada vez adquiere más fuerza, conforme el país se moderniza, utiliza como una de sus señas de identidad las creencias hinduístas de la mayoría de la población; lógicamente esto supone enfrentarse con la minoría india musulmana (minoría en términos muy relativos, ya que aunque sólo suponga un 10% de la población, este porcentaje implica que son unos 100 millones de seres), con la minoría sij o con otras minorías, lo que, obviamente, ha dado lugar a la aparición de sus propios movimientos nacionalistas, exigiendo la independencia de los territorios en que éstas habitan (Cachemira, el Punjab, etc.). Si el nacionalismo ha demostrado tener tanta fuerza como para atomizar la antigua URSS, podemos preguntarnos si no lo tendrá también para hacer estallar a la Unión India. Luego lo que en España puede resultar anecdótico, en realidad es un fenómeno de la mayor transcendencia a nivel planetario.Todo nacionalismo genera, repito, un nacionalismo en sentido contrario, provocando una espiral infernal. Se abren permanentemente nuevos frentes de lucha, mientras se ignora el frente de lucha que debía ser el primordial: combatir el cosmopolitismo del american way of life.

Si he insistido hasta la saciedad en que el nacionalismo es un fruto de la modernidad, es porque creo que en el mundo pre-moderno existía una noción, la de Imperio, que constituye un modelo político alternativo del mayor interés. Por desgracia, las limitaciones del lenguaje le han jugado una mala pasada a este concepto, y hablar elogiosamente del concepto de Imperio sugiere inmediatamente que se pretende defender el imperialismo. Cuando hablo de Imperio no me refiero, desde luego, al imperialismo que conocemos, en el que una potencia conquista, domina, explota y si puede aniquila culturalmente a otras. Me refiero, por ejemplo, al modelo existente bajo Carlos V, quien ostentaba la soberanía sobre territorios de la mayor diversidad cultural, y en el que era compatible la existencia de un proyecto histórico común con el respeto escrupuloso a las peculiaridades y leyes propias de los territorios integrados en el conjunto [9].

El nacionalismo ha supuesto consecuencias inesperadas (y catastróficas) para muchos que en él se han apoyado como palanca fundamental. Repasemos algunos casos. Durante la segunda guerra mundial, por ejemplo, Hitler desarrolló una política exterior absolutamente nacionalista. Cuando, por poner sólo un ejemplo entre otros muchos posibles, en enero de 1941 tuvo que elegir a quien apoyar en Rumanía, pudiendo optar entre la Guardia de Hierro o el mariscal Antonescu, se decantó por este último, ya que al no tener tras de sí ningún partido político que le apoyara, podría ser un títere en manos alemanas, y al no pensar el Mariscal en ningún proyecto revolucionario para su país, sería más fácil para los alemanes el controlar la economía rumana (cuyo petróleo era vital para la maquina de guerra hitleriana). Si Hitler no hubiera sido un nacionalista, sino coherente con el universalismo de su ideología, lo lógico hubiera sido apoyar a la Guardia de Hierro, más afín a su cosmovisión que la ideología (o carencia de ella) de Antonescu. Sin embargo, en 1944, cuando el Ejército rojo se hallaba en las puertas de Rumanía, un golpe de Estado de opereta bastó para defenestrar a Antonescu (que no tenía tras de sí ningún apoyo de las masas) y el cambio de régimen fue acompañado por la irrupción en tromba del Ejército rojo en los Balcanes, provocando que Rumanía y también Bulgaria pasaran, de ser naciones integradas en el Eje, a enemigas de Alemania, mientras que la Wehrmacht se veía obligada a retirarse a toda prisa de Grecia y todo el sur de Yugoslavia, y el avance soviético permitía que estallara una rebelión antialemana en Eslovaquia, a la vez que en Hungría se volvía a poner en marcha una conspiración para sacar a ese país del Eje. En 1941 Hitler actuó como un nacionalista (puso los intereses de Alemania por encima de todo al decidir cómo actuar en la crisis rumana). A la larga, esa política resultó funesta para él, para Alemania y para otras muchas naciones.

Otro buen ejemplo nos lo daría el conflicto árabe-israelita. Dejando de lado otras consideraciones, sorprende que todo el mundo árabe sea incapaz de unirse frente a un Estado de dimensiones casi liliputienses. Hay muchas otras razones que explican la situación, desde luego, y conozco muchas de ellas, pero debe llamarse la atención sobre el hecho de que los sirios, por ejemplo, no sólo detestan a Israel, sino que consideran que los nacionalistas palestinos son unos traidores, ya que Palestina no debe ser un Estado independiente, sino lo que históricamente ha sido, es decir, una provincia de Siria. Por las mismas, odian también a los nacionalistas libaneses (Líbano es también parte histórica de Siria) o a los nacionalistas jordanos (Jordania no es sino el hinterland de Palestina y, por tanto, también forma parte histórica de Siria). Obviamente, muchos nacionalistas palestinos detestan a Siria o a Jordania, a las que acusan de tratar de absorberles, de la misma manera que los que se autotitulan como nacionalistas libaneses (sin poder renegar de su cultura árabe, aunque en muchos casos sean cristianos) incluso se muestran partidarios de apoyarse en Israel contra los sirios. Sirios contra palestinos, libaneses y jordanos, sin olvidar a los iraquíes [10]. Y viceversa. El resultado está a la vista: todos detestan a Israel, y a los Estados Unidos, pero de hecho se enfrentan entre sí con tanto empeño que Israel sigue manteniéndose en el lugar que ocupa y los EE.UU. siguen siendo la potencia hegemónica en la región.

Estos serían dos ejemplos, entre otros muchos, de los sinsentidos a que puede conducir basar una estrategia política en el nacionalismo. Y estas son algunas de las razones por las que la formulación de una alternativa política para el siglo entrante, en mi opinión, debe empezar por defenestrar de su discurso el recurso al nacionalismo.

Notas

[6] Se ha tratado de bautizarla con muchos nombres, desde el de "Coca-Colacultura", hasta la "Cultura del McDonald’s"; pero en realidad el nombre más apropiado, aunque a muchos occidentales nos pese, es el de cultura occidental.

[7] Por supuesto excluyo aquí a los asesinos y criminales que bajo la excusa nacionalista han dado salida a sus más bajos instintos.

[8] Por mucho que el nacionalismo de Unión Valenciana sea presentado como esperpéntico, el hecho es que es el único que ha obtenido cierto apoyo electoral, mientras que los nacionalistas valencianos pancatalanistas constituyen un fenómeno político irrelevante en cuanto a eco entre los electores.

[9] Una de las singularidades más chocantes de los que en España se han considerado nacionalistas españoles, por ejemplo, los franquistas, es la de considerar que, con los Austrias, España alcanzó su apogeo, para, a continuación, ignorar el modelo en que se basó ese apogeo. Así, de manera insistente se hablaba en tiempos del franquismo de las glorias de Carlos I de España y V de Alemania (ignorando el hecho de que un titulo de Emperador, obviamente, es de más rango que el de Rey, de manera que lo lógico es llamarlo Carlos V de Alemania y I de España...), de Felipe II y aun de los restantes Austrias, pero no se quiso entender que en esa época los monarcas Habsburgos españoles respetaban escrupulosamente la existencia de peculiaridades legales que diferenciaban entre sí a sus reinos hispánicos. Esos mismos nacionalistas españoles del modelo franquista, que presentan a los Borbones como una dinastía extranjera que trajo la decadencia a España, ignoran que fueron esos Borbones los que acabaron con esas peculiaridades estatutarias de los reinos hispánicos (algo que heredaba el franquismo) y mientras se les llenaba la boca con el "España una" ignoraban que hasta las Cortes de Cádiz (las denostadas Cortes de Cádiz) ni un sólo documento oficial de la Corte de la Monarquía católica habló jamás de España, sino que siempre se empleó la formula de "las Españas...".

[10] La guerra del Golfo fue, al respecto, de una extraordinaria elocuencia. Aunque en Siria e Iraq están en el poder los panarabistas socializantes del partido Baas, obviamente los sirios consideran que en el proyecto panárabe el lugar central corresponde a Siria, mientras que los iraquíes lo atribuyen al Iraq. Moraleja: los sirios no dudaron en aliarse con los norteamericanos contra los iraquíes, incluso enviando tropas a combatir codo con codo con los soldados norteamericanos...

jueves, mayo 11, 2006

ELIMINACIÓN DE LEÓN Y DE CASTILLA DEL MAPA NACIONAL DE ESPAÑA. (Anselmo Carretero)

ELIMINACIÓN DE LEÓN Y DE CASTILLA DEL MAPA NACIONAL DE ESPAÑA. LOS EMBROLLOS CASTELLANO-LEONÉS Y CASTELLANO-MANCHEGO.DESTAZAMIENTO DE CASTILLA Y OCULTACIÓN DE LEÓN

En el actual mapa político de España hay tres regiones histórico-geográficas ausentes a pesar de su antigüedad e importancia. Dos de ellas, Castilla y León, figuran entre las más viejas de la historia de España -y aun de Europa- en cuyo desarrollo desempeñaron, desde hace más de mil años, distinto y relevante papel. La tercera, el antiguo reino cristiano de Toledo (Castilla La Nueva, o País Toledano para evitar confusiones), surge en el siglo XI con la reconquista cristiana de la antigua capital visigoda. Increíblemente, estas tres nacionalidades o regiones históricas han sido desplazadas del mapa peninsular por artificiosas entidades político-administrativas de nueva y atropellada creación: las recién bautizadas «Castilla y León» y «Castilla-La Mancha», y las de Cantabria y La Ríoja -provincias de Santander y Logroño- que han preferido la autonomía uniprovincial a la incorporación al conglomerado castellano-leonés. El antecedente político de la nueva entidad que lleva el nombre compuesto de «Castilla y León» está en una ficticia región compuesta de provincias leonesas y castellanas, en torno a Valladolid, presentada como «Castilla la Vieja» a mediados del siglo XIX por los caciques cerealistas de la llanura del Duero medio para la defensa política de sus intereses, enfrentados ocasionalmente con los de la burguesía industrial catalana. Concepción que encontró inesperado apoyo, años después, en ilustres escritores de la «generación del 98», creadora espiritual de la «inmensa llanura de Castilla la Vieja» y de la «Castilla que nunca vio el mar» (29) (dos grandes mistificaciones histórico-geográficas que han sembrado al voleo por todo el mundo el error y la confusión); y que en la Guerra Civil fue exaltada e impuesta doctrinalmente por la Falange vallisoletana (Onésimo Redondo, «Caudillo de Castilla») como la gran Castilla madre y capitana de la España imperial. Es, pues, un invento político, concebido originalmente para la defensa de intereses oligárquicos, y una entelequia literaria en total contradicción con la realidad histórica y la geografía regional.

Ya hemos visto que Castilla y el romance castellano nacieron en las montañas de Cantabria, la <,Montaña baja de Burgos», el «pequeño rincón» del Poema de Fernán González situado entre el Mar Cantábrico y el Alto Ebro, llamado después Castilla Vieja. En este baluarte montañoso pudieron los foramontanos cántabros - primeros castellanos - defender victoriosamente su independencia frente a los moros y a los reyes de León. La llanura de los Campos Góticos nunca fue Castilla, ni pudo haberlo sido. Tan leonesa es esta Tierra de Campos que Oliveira Martins, con profundo acierto, la llama «base geográfica del reino de León», idea anteriormente expuesta con otras palabras por el gallego Manuel Colmeiro.

Los defensores de la invención castellano-leonesa insisten mucho en identificar este híbrido engendro regional con la cuenca del Duero, lo que, tanto desde el punto de vista histórico como del geográfico, es absolutamente imposible. Castilla tuvo su asiento geográfico original en las montañas que vierten sus aguas en la costa cantábrica y en los valles del Alto Ebro. Los castellanos tardaron mucho tiempo en poder beber agua del Duero; después, rebasaron éste y se extendieron por las tierras del Alto Tajo, y más tarde por las del Alto Júcar. La cuenca del Duero es castellana en su primera y más alta parte, pero en mayor extensión es leonesa, y también es portuguesa; como la del Ebro es castellana, vascongada, navarra, aragonesa y catalana; la del Tajo, castellana, toledana, extremeña y portuguesa; y la del Júcar, castellana, manchega y valenciana. Identificar el territorio castellano con la cuenca del Duero es otra de las grandes falacias que en muchas mentes van unidas al nombre de Castilla.

La creación de la híbrida y artificioso entidad regional de Castilla y León, así como la de Castilla-La Mancha, son decisiones políticas erróneas por muchas razones.

La sola enunciación de los nombres, de estas dos nuevas entidades: Castilla y León y Castilla-La Mancha, pone de manifiesto que Castilla ha sido mutilada y que importantes porciones de ella han sido anexionadas a sus vecinos, los antiguos reinos de León y Toledo. Hecho que, tan escuetamente aseverado, resulta a primera vista inexplicable, dada la destacada personalidad de Castilla en la historia, la cultura y el conjunto todo de la nación española.

Ni el pueblo de León ni el de Castilla han manifestado espontánea, explícita y conscientemente su voluntad de liquidar estas dos milenarias regiones o nacionalidades históricas para aglomerar ambas en otra de nueva creación. Al contrario, se les está empujando a ello contra una gran inercia popular, cuando no manifiesta oposición, que los promotores del invento han procurado ocultar o superar.

En las provincias de Santander, Logroño y Segovia, la oposición al híbrido conglomerado castellano-leonés ha sido tan grande que, por no ingresar en él, prefirieron recabar la autonomía uniprovincial de Cantabria, la Rioja y Segovia, para salvar así su comarcal personalidad castellana, cosa que a Segovia le fue denegada.

En muchos aspectos se ha procedido con injustificada prisa, para llevar a cabo la fusión castellano-leonesa antes de que los pueblos de Castilla y León, mejor informados, puedan recobrar respectivamente su conciencia comunitaña.

Se intenta convencer a los leoneses y a los castellanos de que deben considerar la autonomía de tal conglomerado, como medio para despertar la conciencia de su personalidad regional y defender ésta. Es decir, que el mejor porvenir regional de Castilla y de León está en que ambos pueblos renuncien a sus respectivos orígenes, historias y futuros en el conjunto español en aras de una nueva, inventada y confusa región. ¡Peregrina manera ésta de «recuperar la identidad perdida»! Y se produce así, contra un verdadero renacer de los pueblos de León y Castilla, precisamente cuando a todas las demás regiones o nacionalidades de España se les reconoce el derecho a defender y desarrollar su personalidad colectiva y se ponen en marcha con tal fin los correspondientes procesos autonómicos.

Para fraguar este desaguisado nacional, se ha aprovechado la triste herencia de apatía, ignorancia y confusión dejada por la dictadura franquista tras cuatro décadas de adoctrinamiento oficial, durante las cuales se ha secuestrado a estos pueblos su memoria histórica y con ella su conciencia de colectividad, en mayor grado que en otras partes de España.

Si estos proyectos se llevaran a cabo definitivamente, en el mapa de las nacionalidades o regiones de España dejarían de existir, como tales y con personalidad propia, León y Castilla (y con ellas el antiguo reino de Toledo), entidades histórico-políticas de las más antiguas e ilustres del pasado nacional hispano, surgidas hace más de mil años y vivas hasta la Guerra Civil en la memoria de los españoles, no obstante la presión cultural y política ejercida durante siglos sobre ellos por regímenes unitarios y centralistas. Y todo al margen de los respectivos pueblos, que no fueron consultados, ni siquiera previamente informados, sobre las consecuencias de tan trascendental decisión, y aun con su oposición mayoritariamente expresada.

Quienes a espaldas de los respectivos pueblos impulsan la fusión castellano-leonesa, violan el principio básico de la España de las regiones, que reconoce a todas ellas el indiscutible derecho de defender y desarrollar su personalidad dentro del conjunto español.

No son consecuentes, además, con uno de los propósitos democráticos de la regionalización: el de reforzar la democracia acercando el gobierno a los gobernados. Una gran región castellano-leonesa (vasta en su extensión geográfica y una en su estructura, no obstante su heterogeneidad natural), resabio del centralismo unitario, aleja tanto a los leoneses como a los castellanos del gobierno de sus respectivas regiones, para someter el conjunto a un nuevo centralismo vallisoletano que, por más estrecho y concentrado, resulta más absorbente que el hasta ahora ejercido sobre toda España desde Madrid.

Ahí está la provincia de Soria en el conglomerado castellano-leonés, con menos de cien mil habitantes, absorbida política, administrativa y culturalmente por la ciudad de Valladolid, muchísimo mayor que ella y de tan diferente tradición nacional. Por este camino las tierras numantinas perderán en pocas generaciones su milenario condición castellana. Y ello en un régimen constitucional que para comenzar proclama su voluntad de proteger la cultura y las tradiciones de todos los pueblos de España.

No olvidemos que esta idea de una gran región castellano-leonesa centrada en la Tierra de Campos responde originariamente a un pensamiento oligárquico del siglo XIX que desarrolló e hizo suyo el franco-falangismo.

Lejos de contribuir a resolver de la manera más natural y sencilla la cuestión de las autonomías para todas las nacionalidades o regiones de España (en total las quince tradicionales de nuestra historia nacional), (30) estos artificiosos proyectos han creado mayores complicaciones y suscitado nuevos pleitos nunca antes planteados, entre ellos el profundo descontento y la amargura de muchos leoneses y castellanos que se sienten defraudados. Es de justicia reconocer que en este confuso ambiente de apresuramientos, improvisaciones, maniobras políticas y actitudes demagógicas en torno a la tramitación de algunas autonomías, no han faltado advertencias muy oportunas y plenas de sensatez, que desgraciadamente no han sido escuchadas con la atención que merecen.

He aquí algunas:

Las autonomías expresan el respeto a la personalidad y el derecho al autogobierno de todos los pueblos que componen España.
Los procesos autonómicos tienen en general una dimensión histórica que obliga a verlos con amplia perspectiva.
Podrían ser desastrosos para los países afectados si se hiciesen a la ligera.
En asuntos tan graves, es preciso evitar toda demagogia, así como el incurrir en planteamientos precipitados o excesivamente simplistas que pueden llevar a un sentimiento de frustración después de las autonomías.
En la cuestión de las autonomías hay que respetar la conciencia colectiva.
No se puede jugar con los países por motivos electorales.
El gobierno ha colocado al país en la pendiente de las autonomías de mala manera... creó así problemas ficticios de los que ahora se da cuenta .(31)

Hemos dicho repetidamente que Castilla ha sido la gran víctima del centralismo estatal español. Y sigue siéndolo más que ninguna otra región. víctima material y víctima espiritual. Porque si la ruina económica causada a los pueblos castellanos por el Estado español es a todas luces manifiesta en la desertización de sus campos y el mezquino desarrollo de sus industrias, el daño moral producido por el unitarismo centralista ha sido aquí más grave que en otras partes de España; hasta el grado de que, cuando la mayoría de los pueblos hispanos obtienen la autonomía de sus respectivas regiones para asumir su propia identidad y su destino dentro del conjunto español, Castilla es eliminada del mapa de la Península Ibérica, dividida en pedazos que sugieren grandes escombros históricos. Tales son:

1. El compuesto por las actuales provincias de Burgos, Soria y Ávila, que han sido agregadas al antiguo reino de León (provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia) para formar un coglomerado castellano-leonés, predominantemente leonés.
2. El integrado por las provincias de Guadalajara y Cuenca, que unidas con las de Toledo, Ciudad Real y Albacete forman otro conglomerado castellano-manchego,
predominantemente manchego.
3. El territorio de la actual provincia de Santander, que con el nombre de Cantabria ha recibido un estatuto de autonomía regional uniprovincial.
4. La actual provincia de Logroño, que también ha obtenido su autonomía.

El territorio de la actual provincia de Madrid (excluido el de la capital), que en su mayor parte es históricamente segoviano y en porción menor fue tierra de Guadalajara, pasó a ser asiento geográfico de una nueva región autónoma al servicio de la capital.




Todas estas invenciones, que llevan a la eliminación de Castilla como nacionalidad o región histórica, son también dañinas para las regiones (antiguos reinos) de León y Toledo, cuyas respectivas personalidades quedan artificiosamente deformadas en las confusas entidades políticoadministrativas castellano-leonesa y castellano-manchega.

Suele ponerse en duda la naturaleza castellana de las tierras santanderinas alegando que la Montaña cantábrica tiene características propias que la distinguen de las otras tierras castellanas, lo que, sin duda, es verdad, y en nada merma la castellanísima condición de la Montaña por antonomasia. Cosa análoga ocurre con la Rioja. También los macizos pirenaicos de las actuales provincias de Gerona, Huesca y Navarra son muy diferentes del delta de Tortosa, la estepa de los Monegros y la ribera de Tudela, y no por ello dejan de ser, respectivamente, tan catalanes, aragoneses y navarros como éstas. Y dentro de la provincia de León encontramos partes geográficamente tan distintas como Sahagún de Campos, el Páramo, el Bierzo y las Fuentes del Esla; todas, por historia y estirpe, radicalmente leonesas. La oposición de Cantabria y la Rioja a incorporarse al conglomerado castellano-leonés, lejos de dañar su castellanía, la afirma. Al mantener la propia identidad de cada una, las convierte en reductos castellanos y posibles bases de un auténtico renacer de Castilla.

Argumento muy utilizado en pro de la creación de una nueva entidad regional castellano-leonesa - discordante con la diversidad geográfica y el pluralismo histórico de los reinos de León y Castilla- es la «conciencia castellanista» de la mayoría de los habitantes de la Tierra de Campos. Razón que se reduce a un error de nomenclatura - abusiva acepción histórico-geográfica del nombre castellano- y a una confusión de identidades; pues lo que muchos de ellos entienden por tierras de Castilla y tradición castellana son tierras y tradición completamente leonesas. Y cosa semejante puede decirse de la «conciencia castellanista» de algunos toledanos.

De aceptar esta consideración habría que proponer la creación de una entidad con todos los territorios de los antiguos reinos de León Castilla y Toledo (provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia, Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Madrid, Guadalajara, Cuenca, Toledo, Ciudad Real y Albacete); gran región nominalmente castellana, pero en realidad un vasto, heterogéneo y variopinto conjunto.

Que la «conciencia castellanista» de los promotores del conglomerado castellano-leonés carece de raíces hondamente castellanas, lo demuestra la tranquilidad -y aun la sensación de alivio- con que acogieron la no incorporación de la Montaña y la Rioja, comarcas sin las cuales los mas conscientes castellanos no pueden concebir una auténtica Castilla.

Secuestrada la memoria de su pasado histórico y perdida la conciencia de colectividad nacional, los pueblos de León y Castilla - salvo pocas excepciones- se hallan hoy sumidos en un estado de ignorancia y confusión en torno a la cuestión de las autonomías regionales que se manifiesta en todos los sectores sociales y grupos políticos, donde se dan las mayores contradicciones. Así, abundan las personas de izquierda que mantienen concepciones históricas y geopolíticas originalmente promovidas por las oligarquías reaccionarias e impuestas en 1939 por el falangismo, y no faltan otras más conservadoras, opuestas al conglomerado unitario castellano-leonés, que defienden el derecho de los pueblos de León y Castilla a sus respectivas autonomías.

¿Cómo ha sido esto posible? preguntamos de nuevo; y topamos siempre con las mismas respuestas:

La enseñanza de una historia tergiversada a base de ocultamientos y mistificaciones, el adoctrinamiento y el obscurantismo dictatorial y la desinformación sistemática han mantenido al pueblo español durante cuarenta años en la ignorancia de gran parte de su pasado nacional, al grado de que, a pesar del progreso científico de los estudios históricos, la generalidad de los españoles sabe hoy menos sobre la realidad histórica nacional de León y de Castilla que cuando Menéndez Pidal publicó las primeras ediciones de Los orígenes del español (1926) y La España del Cid (1929) o el padre Serrano El obispado de Burgos y Castilla primitiva (1935).
La presión política y administrativa ejercida por el poder central mediante una división provincial, arbitrariamente decretada.
El aislamiento mutuo de las tierras castellanas, propiciado por un sistema ferroviario que las ha obligado a la comunicación con Madrid o a depender de centros económicos y culturales no castellanos.
La falta de una universidad auténticamente castellana, cuyo vacío han cubierto en parte, con su propio criterio, las universidades leonesas de Salamanca y Valladolid.
Las maniobras políticas de grupos oligárquicos que siempre han aspirado a dominar el gobierno de una nueva gran región castellano-leonesa.

Todas éstas y otras ya mencionadas en páginas anteriores, son razones que explican la carencia de un pensamiento, una conciencia y una voluntad política castellanas cuando Castilla más necesitada está de ellas, porque lo que hoy se halla en juego es su propia existencia como entidad con personalidad y derechos propios en el conjunto español.

Y con Castilla corre suerte pareja lo que fue insigne reino de León.

Decía Machado, por boca de Mairena:

Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se acepta como una fatalidad,- al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.

A mediados del siglo XIX, la burguesía agraria de la meseta del Duero medio, deseosa de asegurar sus negocios, defiende el proteccionismo aduanero (que, de otra manera y por otros intereses, también defendía la burguesía industrial catalana), utilizando para ello la prensa regional. Se alza el nombre de Castilla la Vieja, o simplemente Castilla, bajo el cual se incluyen las cinco provincias leonesas y las castellanas de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila. Surge así un «regionalismo castellano viejo», o simplemente «castellano» y se inventa la región castellano-leonesa, que se procura identificar con las tierras de la cuenca del Duero. En 1859, el Norte de Castilla (diario portavoz de los terratenientes y negociantes trigueros, fundado de 1856) declara que Valladolid es la «capital de Castilla la Vieja». El embrollo castellano leonés y la «llanura» de Castilla la Vieja ya tienen carta de naturaleza. El hecho ya está señalado y convertido en bandera.

Años después, la pérdida de los últimos restos de lo que fue gran imperio español conmueve a los sectores más vivos de la nación. Las conciencias más despiertas de España emprenden una dolorosa labor introspectivo. Los escritores de la «generación del 98» buscan acuciosamente las entrañas de lo español con el noble propósito de promover una regeneración nacional y -con notables excepciones- creen hallarlas en esa vasta <,Castilla» que consideran madre de la nación española. Es la «Castilla» de Unamuno: la «inacabable llanura», la del «espíritu centralizador», «verdadera forjadora de la unidad y la monarquía españolas», la que impuso en España «un monarca, un imperio y una espada», según cantaba Hernando de Acuña, el vate de Carlos V. La «Castilla» de Ortega: la plana meseta en cuya geometría «no hay curvas», la del rey leonés Alfonso VI (a la que los castellanos oponían su «terco parlicularismo» con «el pelo de la dehesa»). La Ancha es Castilla - y larga -. Va desde la cornisa cántabra -más allá de Aguilar de Campoo es la Montaña- hasta las cumbres de Guadarrama, en cuya vertiente meridional ya está la tierra de Madrid, la Sierra, y cuando la llanura, la Mancha. Llega a la raya de Portugal por predios salmantinos y zamoranos, y extiende sus dimensiones a los linderos del propio Aragón. Pues es aquí, en tan señalada extensión, donde situaremos nuestros itinerarios, haciendo punto y aparte con Logroño, porque no es Castilla, sino Rioja, con propia personalidad, y con Santander, que tampoco resulta lo estrictamente castellano, y sí la Montaña, Cantabria, también con especial definición toponímica. En cambio, restaremos de la región leonesa a Palencia, a Valladolid, a Zamora y a Salamanca, las dos primeras castellanas hasta los tuétanos, y las otras dos, en su mayor parte.

Los miles de lectores, extranjeros y españoles, de las muchas ediciones de esta obra, recomendada por el gobierno español para información de turistas, que se hayan atenido a lo aquí escrito, habrán «aprendido» que la provincia de Santander no es Castilla, sino Cantabria o la Montaña; que la de Logroño tampoco lo es, sino la Rioja; que las provincias de Palencia, Valladolid, Zamora y Salamanca hay que rescatarlas de la región leonesa, porque las dos primeras son castellanas (hasta los tuétanos), así como las otras dos (aunque no tanto); y deducido que el único territorio que perteneció al antiguo reino de León es el de la mera provincia de este nombre; y que las tierras castellanas del Alto Tajo y el Alto Júcar no son Castilla -ni siquiera las de la actual provincia de Madrid que hasta mediados del siglo pasado fueron segovianas -, porque todas ellas están al oriente de las crestas de Guadarrama. Mayor confusión y cosas más peregrinas no caben en tan pocas líneas. Con el mismo arbitrario criterio que le ha servido para delimitar así el ámbito geográfico de Castilla, su autor podría afirmar que Córdoba y Sevilla no son Andalucía, sino Bética; y que tampoco es andaluza Málaga, porque está al sur de la cordillera Penibética; ni Almería, porque tiene propia personalidad levantina.

El embrollo ha aumentado mucho desde la instauración de los regímenes autonómicos de «Castilla y León» y <,Castilla-la Mancha», donde las burocracias culturales al servicio de los gobiernos autónomos han emprendido la tarea de crear una conciencia comunitaria en estas nuevas regiones. Con tal fin ha sido preciso publicar geografías delimitadas por los nuevos contornos regionales, y escribir (o inventar mediante adecuados arreglos u omisiones) historias ajustadas a las recién concebidas entidades político-administrativas. En otras palabras, invirtiendo el curso natural del acontecer histórico se escriben estos libros desde el presente hacia el pasado, procurando que el relatado ayer explique o justifique el hoy autonómico arbitrariamente establecido. Así se han escrito geografías e historias de «Castilla y León» en las que no figuran las provincias de Santander, Logroño, Madrid, Guadalajara y Cuenca. ¿Se atrevería alguien a escribir una historia de Cataluña de la que estuvieran ausentes Lérida y Gerona o una Galicia sin la Coruña y Pontevedra? En tales libros nada podrá en verdad aprenderse del nacimiento de Castilla en el las luchas por la independencia de Castilla de la monarquía asturleonesa, auténtica epopeya nacional de «los pueblos castellanos»-, ni del nacimiento del idioma castellano sobre el mismo solar vasco-cántabro, y el avance hacia el centro de la Península de la cuña lingüística castellana; ni de la Tierra de Campos como base geográfica del reino de León; ni del bable astur-leonés que se habló en todo el territorio de Asturias, el País Leonés y Extremadura; ni de la aparición de las Glosas Emilianenses en la Rioja, patria también de Gonzalo de Berceo; ni de san Millán de la Cogolla como patrón de Castilla; ni del rechazo del Fuero Juzgo, legislación fundamental de la corona de León, por los castellanos y los vascos; ni de la condición radicalmente leonesa de Alfonso VI (primero de este nombre en Castilla), de su hija doña Urraca y de su nieto Alfonso VII, el Emperador de León por antonomasia; ni de la fundación de Valladolid por el conde Pedro Ansúrez, en su tiempo el personaje más poderoso y destacado de la corte de León; ni de la creación de la Universidad de Salamanca por el leonesísimo monarca Alfonso IX, que no reinó en Castilla; ni de las Cortes leonesas (no castellanas) reunidas por este rey en la ciudad de León en 1188, primeras de España y aun de Europa; ni del Fuero de Sepúlveda, primero y tipo de los que rigieron en todas las tierras comuneras de Castilla (Soria, Segovia, Ávila, Atienza, Cuenca ... ) y de Aragón (Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín); ni de la total diferencia entre las milenarias comunidades (o universidades) de ciudad (o villa) y tierra de Castilla y Aragón, y la efímera guerra llamada de las «Comunidades de Castilla» que abarcó la mayor parte de España; ni de la solidaridad que durante muchos siglos unió a los leoneses con los asturianos, los gallegos, los portugueses (hasta el XII) y los extremeños, por un lado, y a los castellanos y los vascos, por otro; ni de tantas otras cosas importantes propias de León que se ocultan como tales o se califican erróneamente de castellanas.

En tales historias se pasa rápidamente sobre los siglos IX, X, XI y XII, los más propiamente leoneses y castellanos, para presentar a partir del año 1230 las historias de León (sin Asturias, Galicia ni Extremadura) y de Castilla (sin el País Vasco) como si se tratara de una sola y mezclada entidad «castellanoleonesa,>.

Notas

28. Castilla la Vieja se ha denominado oficialmente, desde la división provincial de 1833 hasta el actual barullo, al conjunto de las seis provincias castellanas de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila, y así consta en los textos de enseñanza escolar, los mapas y atlas geográficos, las enciclopedias (véase p. ej. el tomo XII de la enciclopedia Espasa) y las estadísticas oficiales. Quedan fuera de ella las provincias castellanas de Madrid, Guadalajara y Cuenca, que con las de Toledo y Ciudad Real forman la también confusamente llamada Castilla la Nueva.
29. Sin propósitos políticos y menos aún reaccionarios, pues aquella <,generación», domina por nobles inquietudes, estuvo liberalmente abierta a todos los horizontes intelectuales. 30. No incluimos - aquí y ahora- a Portugal 31. Opiniones del secretario del PSOE, Felipe González, expuestas públicamente en diversas oportunidades entre 1973 y 1980.


(Anselmo Carretero y Jiménez. Los Pueblos de España. Editorial Hacer. Colección Federalismo. Barcelona 1992. Páginas 378-388)

jueves, mayo 04, 2006

LA CUESTION DE MADRID (Antonio Ruiz Vega)

LA CUESTION DE MADRID
(Antonio Ruiz Vega)

Junto al problema del mapa, que es irresoluble, que sólo se puede solucionar mediante una dinámica determinada y en todo caso en un momento de auge del movimiento, no de decadencia como es el actual (1), hay otro problema que es el de Madrid. Curiosamente es uno de los lugares donde surge de vez en cuando un cierto fermento nacionalista. Esto acaba trayendo problemas.

La verdad, para ser absolutamente sincero, uno no acaba de comprenderlo.

Cierto que teóricamente Madrid es castellano, fue Comunidad de Villa y Tierra y que parte de la actual provincia es históricamente segoviana. Pero es imposible no reconocer que la realidad actual de la ciudad y provincia nada tiene ya que ver con eso. Madrid es una ciudad española, que mantiene ciertas señas de identidad madrileñas (localistas) que no tienen mucho de castellanas porque cristalizaron cuando Castilla ya no existía como tal. En todo caso su monstruoso crecimiento ha vaporizado todo aquello. Ahora mismo la ciudad es, como quería Machado, rompeolas de las Españas y hasta de las Américas y por sus calles deambulan asturianos, gallegos, andaluces, 200.000 vascos, catalanes, valencianos… y muchos castellanos. Todos ellos están en su casa, que nadie juegue a otra cosa. Ciertamente la bomba de implosión que ha resultado ser Madrid atrajo hacia sí a buena parte de los habitantes de ambas mesetas (dejándolas como están: en cuadro), y por eso la colonia soriana, segoviana, burgalesa, abulense, etc. es muy nutrida. Es en ese sentido correcto afirmar que en Madrid “hay” una ciudad castellana (o varias) pero no lo es el decir que Madrid “es” una ciudad castellana. Mantenerlo es, de momento, mentir, y en segundo lugar ir preparando el pogrom, la limpieza étnica.

El problema de Madrid es otro y hay que decir que en una España verdaderamente federal o confederal Madrid no pasaría de ser un Washington de 200.000 0 300.000 habitantes. Su hinterland no da para más.

Madrid, o mejor dicho lo que Madrid representa, ha sido uno de los verdugos de Castilla.

Supongo que será un problema de talante, pero lo mismo que no entiendo que un señor que lleva 30 0 40 años viviendo en Cataluña o en Bilbao no se integre de una buena vez allí (de todos modos sus hijos lo harán) no comprendo que un señor que vive y va a seguir viviendo en Madrid se siente castellano. La pregunta es, me temo ¿contra quién?.

La cuestión básica es la del respeto y esto sirve si hablamos de España en general o si nos referimos a Castilla. Una cosa es, por ejemplo, que un grupo de segovianos acuda a Burgos a petición de otro grupo de burgaleses, a ayudarles a algo concreto y otra muy distinta es que llegaran (ya sé que es impensable) a imponerles algo o a decirles qué deben hacer o cómo deben hacerlo. La estructura federal o confederal parece estar pensada para Castilla. Todos somos o debiéramos ser castellanos, pero cada uno se imbrica en Castilla de un modo orgánico, a través de su comarca, de su provincia, etc.

Este es otro tema, el de las provincias. Es cierto que hay lugares donde la división provincial fue arbitraria y cercenó comarcas naturales, etc. Pero en el caso de Castilla, y pese a que existan separaciones que no se corresponden con la realidad histórica, lo cierto es que básicamente coinciden con un sentir popular, tienen una unidad territorial. Ya sabemos que Santander y Burgos formaban antaño la misma tierra o que otro tanto hacían Logroño y Soria o que muchas comunidades segovianas se incluyen ahora dentro de la provincia de Madrid, pero el sentirse “soriano”, “segoviano” o “burgalés” es una realidad, tiene una tradición, mantiene unos hechos diferenciales constatables y evidentes. En Castilla no tendría sentido algo que por lo visto sí lo tiene en Cataluña, que es la eliminación de los límites provinciales.

Pero en el fondo de muchos de estos razonamientos unitaristas, y me refiero a los sinceros, no a los que son pura nostalgia falangista de la Pequeña España, es el convencimiento de que sólo una Castilla Unida podría solucionar los graves problemas que tiene esta tierra. No creen, íntimamente, que sea posible reivindicar y arbitrar soluciones en una estructura federal, descentralizada, cuando la historia está llena de ejemplos de cómo países que tienen esta forma de administrarse (Suiza, Estados Unidos, Alemania), son capaces de funcionar exitosamente y hasta de erigirse como potencia hegemónica.

La Castilla del futuro debe nacer, primero, en los corazones de los castellanos (algo parecido a lo que decía Buenaventura Durruti, aunque fuera leonés: “Porque nosotros llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones”) y debe luego extenderse de modo orgánico por los lugares donde vivan, irradiando laboriosidad, amor a la tierra, conocimiento de las costumbres de nuestros mayores. Coordinar luego la acción de estos núcleos de buenos castellanos sería una labor a posteriori y en el fondo bastante secundaria. Hay que hacer Castilla desde abajo, desde la tierra, en contacto con sus paisajes y sus hombres, no desde un despacho ni desde un comité. Todo esto lo teorizó mucho mejor don José Tudela que decía “En Castilla, lo que no haga el pueblo quedará sin hacer”. Y esto no es localismo, sino todo lo contrario, el estudiar lo cercano con una proyección primero castellana y luego universal debiera ser la motivación principal de todo intelectual castellano, si es que queda alguno.

Hay tanto por hacer, y es tan apasionante hacerlo, que perder el tiempo elucubrando por las alturas me parece infructuoso y patético.

Y en este ser castellano debe de haber no sólo respeto (este debiera darse por supuesto) sino incluso amor por otras nacionalidades. Sentirse castellano no debiera ser óbice para extasiarse ante lo gallego, lo vasco, lo catalán, lo extremeño, lo lusitano, lo asturiano. Tienen tanto que enseñarnos…

Que no tenga que volver un poeta sevillano a advertirnos que despreciamos cuanto ignoramos. Que desde ninguna gran urbe venga nadie a reclutarnos como cipayos del españolismo contra otros pueblos ibéricos.Y que cada uno se examine a sí mismo. Admitiendo mi pereza invencible y mi desorganización permanente, algo he hecho en los últimos veinte años. Si los que tanto pían hicieran otro tanto, en poco tiempo tendríamos algo parecido a la GRAN ENCICLOPEDIA VASCA, en cuanto a recopilación de nuestras señas de identidad. Eso sí que sería un paso decisivo en la reivindicación castellanista. Pero antes que reivindicar y engolar campanudamente la voz hay que hacer los deberes…

Nota

(1) Piénsese qué hubiera sido del País Vasco si antes de ponerse a luchar por un estatuto, por la recuperación del idioma, de las tradiciones, etc. hubiera puesto delante la cuestión del mapa. Allí sigue siendo un problema irredento la adscripción o no de Navarra y de las tres provincias vascofrancesas, pero eso no ha impedido avanzar hasta donde ahora están. El caso de Cataluña es similar. Su “programa máximo” incluye, además de Levante y Baleares, la Occitania francesa, Cerdeña (donde hay zonas donde se habla catalán) y hasta para algunos Nápoles. Pero eso no les ha despistado del tran tran diario de hacer patria y ahí están.