miércoles, junio 26, 2024

"LA RIOJA Y SU BANDERA" Julia SAEZ-ANGULO

 Entre bromas y veras y hasta de cachondeo, comenzó la movida sobre la autonomía riojana, que continuaría hasta aprobarse por ley años más tarde.


Pero, al principio, ni hasta los propios paisanos tomaban en serio el asunto... no digamos cuando se planteaba antes que nada, el inventarse la bandera (actual), esa de los colorines.


En fin, para sentir vergüenza ajena; aparte de asco de una España que permitía esas y otras ignominias aun peores




"LA RIOJA Y SU BANDERA"


22-9-1977


Erase una vez una comarca que se llamaba la Rioja, y tras la democratización del país empezó a soñar con la autonomía como si fuera la panacea de todos sus males. La Prensa local empezó a airear el tema y los parlamentarios, partidos políticos, asociaciones de vecinos, asociaciones juveniles y autoridades provinciales empezaron a dar su opinión sobre el asunto.


Las provincias vecinas empezaron a tomarse un tanto a juerga lo de la autonomía de la Rioja, y el Diario de Burgos», por ejemplo, titulaba una información «La Rioja, rancho aparte. Hasta van a inventarse una bandera».


Porque ocurrió que la Diputación un buen día acordó que tenía que fabricarse una bandera, para lo cual convocó a todos los riojanos a que expusieran diversos modelos sobre la misma. Casi trescientos modelos llegaron a la Diputación, de los cuales se seleccionaron una docena como las más apropiadas. Ni que decir tiene que algunos de los diseñadores, como un periodista de «La Gaceta del Norte», ofrecieron hasta ocho modelos posibles. Todo ese «dossier» sobre banderas fue enviado —¡oh sorpresa!— a un técnico especialista de Madrid para que asesorase sobre la más conveniente, y el técnico no se limitó a elegir una, sino que tomando la mayoría del sentir de las propuestas confeccionó a su vez cinco modelos sobre los que ahora van a votar todos los riojanos mayores de dieciséis años.


La Diputación acordó también enviar papeletas de voto sobre la bandera a todos los abonados de la guía de teléfonos, y pidió a los no abonados de la Telefónica que enviaran su voto libremente.


Los grupos políticos empezaron a darse cuenta que se estaba folklorizando el tema de la bandera y que además era empezar la casa por el tejado, pues pedir una autonomía y empezar por la bandera, no parecía muy serio. Los políticos han empezado a sentir un poco de vergüenza y ya no quieren saber nada del tema. Pero el acuerdo de la Diputación ahí está y ha de seguir adelante. La votación ha comenzado y cualquier día de estos se decidirá la bandera de la Rioja para que ondee en los Ayuntamientos de toda la zona.


Lo malo es que la Diputación no pedía quorum para que se decidiera lo de la bandera, por lo que, como ha pillado en pleno desinfle del asunto, es muy probable que tan sólo unos tres mil votos decidan qué bandera ha de representar simbólicamente a la Rioja.


Por cierto que los cinco modelos definitivos son cuatro sobre los ríos de su geografía y un quinto un tanto tercermundista en cuanto que tiene tres barras de color verde y vino tinto, que arrancan de un triángulo.


El asunto de la bandera riojana no parece demasiado serio, con todos mis respetos a la Diputación da la provincia de la que yo procedo y a la que tanto estimo.


Lo serio es que el sentimiento de «patria chica» está muy arraigado en los riojanos, que sienten una identidad muy propia, pero ¿es esto suficiente para pedir una autonomía?


Lo que hay detrás de todo esto es que la Rioja —denominación más afortunada que provincia de Logroño— está muy quemada porque la región se ha visto estrangulada durante quinquenios por provincias limítrofes que gozaban de regímenes torales más eficientes en administración de la riqueza económico-social que la suya.


A estas provincias se sumaron polos de desarrollo que acabaron de yugular la capacidad de expansión económica de la Rioja. El capital riojano, incluso el que quería montar 'pastillas de café con leche de Logroño» se instalaba en solar navarro, que estaba tan sólo cinco kilómetros de la capital riojana. El polo da desarrollo les llegó tarde y cuando ya no tenía ningún sentido.


Los riojanos estiman que su región es rica, pero las inversiones no llegan a la misma, sufren un paro que no tendrían por qué sufrirlo con su capacidad económica y la infraestructura de Obras Públicas deja mucho que desear. Los riojanos pasan vergüenza cuando ven que tienen unas carreteras pésimas, mientras que sólo hay que ir cinco kilómetros de Logroño a Navarra o Álava para ver unas carreteras magníficas. Estos datos como ilustración y otros muchos más son los que tienen más que quemados a los riojanos. Que en el colmo de su descontento hayan caído «n lo anecdótico de una bandera, es sólo eso, una anécdota.


Julia SAEZ-ANGULO


https://www.march.es/es/coleccion/ar...--linz.R-57367

martes, junio 18, 2024

Menéndez Pelayo, revelador de la conciencia nacional española (Ernesto Jiménez Caballero)

  Menéndez Pelayo, revelador de la conciencia nacional española

Libros antiguos y de colección en IberLibro

Texto sobre Menéndez Pelayo de Ernesto Giménez Caballero, extraída de "Genio de Castilla, II parte" (Ver la I parte en: Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas )



(,,,) II MENÉNDEZ PELAYO


(Faro en la noche marina de España)


TIERRA Y MAR, DESDE CABO MAYOR


(…) Si el cine, que ha logrado ya hacernos ver —en unos minutos— el paciente proceso germinativo de una planta o un óvulo—, pudiera hacernos asistir a la secular formación de una roca abisal, quedaríamos pasmados al contemplar cuánto lento polvo, cuántos «apiñados terrones» (corpúsculos) se necesitan para que cristalicen mineralmente en peña: y que la piedra se hinche en roca, y la roca en cerro, y el cerro en montaña.


Del mismo modo, sería maravilloso presenciar —al ralantí— cómo, de la Tradición espiritual española en nuestra Edad Imperial —abrasionada y triturada por las catástrofes sísmicas de tres siglos y hundida en el mar del olvido—, pudo irse acumulando grano a grano, erudito a erudito, terrón a terrón, página a página, el túmulo ciclópeo que había de aflorar a superficie con la figura peninsular de Menéndez Pelayo. Emergida como triunfal arrecife, de la nada profunda y oceánica. Levantada sobre el mar como este Cabo Mayor: un ojo luminoso en la frente Menéndez Pelayo: faro nuestro, en la noche de España.


Precisamente a mí me ha gustado en mis libros desde siempre, presentar a nuestras juventudes la Historia española con la imagen plástica de una Montaña. Hasta el vértice de 1492 todo fue en ella proceso acumulativo. A partir de esa fecha verticilar hay un momento —casi un siglo— que todo es majestad: cima: cumbre: “latet in majestate natura”. Pero ya desde 1588 —desde la derrota de la Escuadra Invencible— el mar se come nuestra montaña : el viento meteoriza picos, denuda laderas.


Diaclasas o fracturas internas (las guerras civiles) ayudan a desmembrar la sacra mole. Hasta que al llegar el fin del siglo XIX —con el derrumbe final del 98— todo es ya nada. Todo es un mismo nivel líquido. Una auténtica “liquidación”.


De igual modo: la conciencia «histórica» de España que fue ascendiendo, ascendiendo, desde Séneca, desde San Isidoro, Alfonso X, Lulio, Don Juan Manuel, hasta Nebrija, Vives, Cervantes, Mariana, Suárez, Arias Montano, Caramuel, Quevedo —fue ya desde Quevedo hundiéndose en un abismo cerúleo y misterioso : en el silencio de los siglos—. Pero de ese silencio abismal había de renacer —sedimentándose— piedra a piedra, palabra a palabra, lo que perderse no podía: esa misma conciencia hispánica.


¿Puede señalarse el año 1591 —tres años después del derrumbe de la Invencible— como el primer conato de “sedimentación renaciente” sobre lo que perecía? En ese año se publicó un libro de Juan Costa «De conscribenda rerum historia» que era ya la continuidad, en cierto modo, de aquel canto total de nuestro imperio que empinara por 1553 Alfonso García Matamoros: «De adserenda eruditione sivi de viris Hispaniae doctis».


No vamos a señalar nombre a nombre, libro a libro los sedimentos tradicionales del proceso acumulativo anterior a Menéndez Pelayo. Pero sí sus etapas esenciales. El siglo XVIII fue el de la crítica meteórica —casi ciclónica— contra la masa total del bloque español. Hielos, arrasamientos, lluvias, lágrimas, nuberos, ventolines, nieves, amarguras. Fundada España sobre el magna Eogénico de Roma y de una fecunda Monarquía gótica —se pretende en el siglo XVIII trasladar —derivar— esta sustancia nucleal, hacia aguas lejanas y extrañas, para que valiesen, sus detritus rocosos, como canalizadora escollera y protección de ajenos navíos, como puerto mercantil de hostiles pueblos.


Todo parece deshecho, pulverizado, criticado, en el siglo XVIII. Pero en lo hondo del mar trabajan las arenitas por hacerse un montón y el montón otra vez peña. Este doble proceso contrario de crítica y sedimentación (negativo y positivo) se da en cada uno de los componentes españoles de este siglo.


Así, mientras Feijoo en su “Teatro Crítico” (1726-60) deshace creencias populares y racionaliza (tritura) bases espirituales de esencia intangible, por otra parte «salva», como él mismo dice, «Historia y glorias de España».


Jovellanos (1744-1810) tiene esa misma teoría entre lo nuevo y lo tradicional. Y esa es la íntima tragedia de todas las almas hispánicas del siglo XVIII.

Pero es de ese siglo de donde arrancan las bases del futuro renacer.


A Forner —le debemos— frente a la erosión francesa, la fundamental «Oración apologética por la España y su mérito literario» (1786). A Fray Martín Sarmiento el sedimento de sus «Memorias para la Historia de la poesía y poetas españoles» (1775). A Ferreras su «Sinopsis histórica cronológica de España» (1700-1716). A Burriel la copia de dos mil documentos del pasado español.


A Mayans, los «Orígenes de la lengua española» (1737) salvando del naufragio neo-clásico y enemigo la reliquia preciosa del «Diálogo de la Lengua»), de Valdés.


A Flórez, la colosal acumulación de su «España sagrada» (1747).


A Cerdá, la impresión, la liberación textual, de esenciales clásicos olvidados (García de Matamoros, Sepúlveda, Moncada, Alfonso el Sabio, Jorge Manrique, Fray Luis, Gil Polo...).


A Juan Bautista Muñoz, le es deuda su aportación sobre, la «Historia del Nuevo Mundo» en los momentos en que se desencadenaba el temporal sobre la obra de España en América.


A Masdeu, el renacer futuro español le es deudor de su «Historia de la cultura española» (1783-1801).


A D. Luis Josef Velázquez sus aportes sobre la España pre-románica.


A Lampillas sus defensas creadoras de lo español, frente a los ataques neoclásicos de Betinelli y Tiraboschi. A los Padres Mohedanos su esbozo a un informe de una «Historia literaria de España» (1766-1791).


Al Padre Andrés y al Padre Arteaga sus audaces estudios sobre la Música de España.


A Hervás y Panduro la fundación de la filología comparada con su «Catálogo» de las lenguas de las naciones conocidas (1800-1805).


En Paleografía son D. Cristóbal Rodríguez, Terreros, quienes sedimentan lo que se perdía. En Diplomática, son Berganza, Salazar y Castro, Floranes, Vargas Ponce. En Numismática, Pérez Bayer. En Bibliografía y Bibliología, el P. Miguel de San José, Casiri, Rodríguez de Castro, Ximeno, Fuster, Latassa, Sempere Guarinos. En Legislación, Martínez Marina...


Junto a estos nombres de pórfido, los hay más humildes, pero no menos eficaces, que luchan y reaccionan con dureza de cuarzo, frente a implacables corrientes disolutivas. Así, frente a la concepción afrancesada de Nasarre al considerar la Novela cervantina se levantan las voces «líticas» minerales de Zavaleta, Nieto, Molina, Maruján. Frente a la desviación descastada sobre el Teatro español de los Montiano y Luyando, Clavijo y los Moratines, están las residencias apologéticas de Jaime Ducus, Romea y Tapia, Nipho, García, de la Huerta.


Frente al olvido de lo Heroico en el prosaico siglo XVIII el montañés Tomás Antonio Sánchez desvela la alucinante presencia del genio épico de España publicando el «Poema del Cid» entre otras «Antiguas Poesías Castellanas» en 1779.


Al llegar el siglo XIX, mientras los viejos restos de la montaña sagrada los arrastran vendavales críticos al fondo del mar, allá en lo hondo, lo hondo, prosigue (invisible todavía) el lento proceso sedimental de un alba nueva.


Böhl de Faber acumula el arrecife coralífero de su «Floresta de rimas antiguas castellanas» (1821-25), mientras D. Agustín Duran complementa esa reaparición de los Romances viejos con la publicación de su «Romancero» general (1828).


También Böhl de Faber publicó el «Teatro anterior a Lope de Vega» como el drama que pudiéramos llamar geológicamente hablando: eozoico. Primordial.


El proceso sedimentativo crece por momentos y el bloque rocoso donde va a erguirse el faro guiador de Menéndez Pelayo empieza a adivinarse bajo las ondas. Y ello es debido a la superfetación prodigiosa de las papeletas y apuntes de un acarreador magnífico: Bartolomé José Gallardo (1776-1852), con su riquísimo «Ensayo de una Biblioteca española de libros raros y curiosos...» Desde Gallardo a Milá Fontanals —lapso de una generación— cuajan nuevas aportaciones preciosas.


Pedro José Pidal (1799-1805) recupera el «Cancionero de Baena». José María Cuadrado (1819-1896) descubre los «Recuerdos y bellezas de España». Leopoldo Augusto de Cueto (1815-1901) revela las «Cantigas de Alfonso X el Sabio» y bosqueja fecundamente la «Poesía castellana del siglo XVIII». Fernández Guerra estudia a «Quevedo». Cañete a «Lucas Fernández». Cayetano Alberto de la Barrera redacta en 1860 el «Catálogo bibliográfico y biográfico del teatro antiguo español desde sus orígenes hasta mediados del siglo XVIII». Amador de los Ríos (1818- 1878) rejuvenece a «Santillana» y compila ya valientemente una «Historia crítica de la Literatura española».


Surgen los «cervantistas» para proclamar la eternidad de lo hispánico: Pellicer, Fernández Navarrete, Clemencín, Hartzenbusch, Tubino, Benjumea, Asensi, Pardo de Figueroa, Sbarbi, Vidart... Comienzan las contribuciones de los arabistas españoles con Gayangos (1804-1897), Codera (1836-1917)...


Y ya —con empuje incontenible— se sobreponen volúmenes y volúmenes, hasta 71, en la ingente masa de la «Biblioteca de Autores Españoles» (1846-1880), publicada por iniciativa de Aribau y Rivadeneyra.


Don Manuel Milá y Fontanals (1818-1884), maestro inmediato, cumple el último proceso de sedimentación tradicional. Y Menéndez Pelayo —con su recia mole corporal de tritón, sus barbas chorreantes de blanca espuma— surge, ¡al fin!, al aire hispánico.


Parece una Torre de Triunfo alzada sobre el mar. Parece un ojo luminoso —faro nuestro— señalando otra vez caminos en la noche. Hasta la hora de amanecer España.


***


Decía el montañés Antonio de Guevara en una de sus Epístolas que ya otro montañés, Santillana, afirmó ser «peregrino o muy raro el linaje que en la Montaña no tuviese solar conocido». Marcelino Menéndez Pelayo fue un montañés o cántabro puro. «Hijo de la Cantabria fuerte» —como él mismo se proclamó en una poesía—.


Aunque nacido en Santander (3 de noviembre de 1856) — «en la región... donde arrullara mi ondulante cuna — del mar profundo y del airado viento bronco silbido»—, Menéndez Pelayo procedía de las Asturias de Castropol por su padre, un Menéndez. Y del Valle del Pas, por su madre, Jesusa, cuyo apellido Pelayo otorgó al hijo como una ascendencia mítica de reconquistador astur.


Pedro Laín, en su excelente y serio libro sobre el Maestro, publicado por el Instituto de Estudios Políticos (1944), obsesionado con el problema biológico y culturalista de las «generaciones», ha querido precisar el linde histórico de nuestro cíclope.


Perteneció —según Laín— a una promoción de sabios que llama, afortunadamente, «regeneracionistas» (Cajal, Hinojosa, Ferrán, Ribera, Oloriz, Gómez Ocaña, Turró, Cossío...). Podía haber añadido otros aun más afines en la línea de resurgimiento tradicional, como Pérez Pastor (1842- 1908), Paz y Mélia (1842-1927), Rubio y Lluch (1856-1936). Y aun Rodríguez Marín (1855-1943).


Pero yo creo poco en las generaciones como entidades de eficacia histórica. Creo más en las semillas o genes cíclicos que todas las generaciones comportan. Cada cual somos semillas de una especie, de una constante en la Historia. Y al perecer —si hemos logrado dar nuestra cosecha fecundamente— dejaremos también semilla, tradición: espíritu, para ser continuada con ese ritmo cíclico que determina la vida misma: en el cielo con el día y la noche, en el año con la primavera y el invierno, en la ética con el bien y el mal, en la historia con las Ordenaciones y las revoluciones. En cada generación hay varias semillas. Pero no todas arraigan en cada lugar y tiempo. Pues una patria es, al fin, tierra. Y cada tierra especifica y selecciona sus semillas. Y las que son alógenas, descastadas o ininjertables, terminan por secarse y extinguirse.


Menéndez y Pelayo creía firmemente que la Historia caminaba por ciclos y no por generaciones.


Si no hubiésemos anteriormente mostrado cuáles fueron los antecedentes germinales de Menéndez Pelayo, su proceso geogénico o seminal, nos bastaría con indicar ahora que Menéndez Pelayo tiene más nexo con espíritus lejanos a su generación (los arriba citados, por ejemplo: Santillana, del XV, y Guevara, del XVI, precisamente por ser ambos de linaje o semilla montañesa y de «tempo» renacentista) que con cualquier «romántico» de sus propios coetáneos.


¿Quién dijo que Menéndez Pelayo fue un romántico ? ¿Y que Cantabria tiene mucho que ver con la infinitud atlántica, brumosa y antihumanista?


Si algo fue Menéndez Pelayo, fue un humanista, un entusiasta de lo humano, amando a un Dios humanizado, «personal y vivo», y detestando todo lo nocturno y panteísta. (…)


Pues si estas tierras de la montaña —por sus rocas, su fauna y su mítica, están conectadas con el secreto mismo de Europa, Menéndez Pelayo, su hijo más genial, también estaba ligado, por secretas vetas de su sangre, a los filones prodigiosos de Grecia, de Roma y del prístino arianismo europeo. A un sistema histórico que se manifestó y se manifestará siempre como «permanencia» a lo largo de los siglos, con el divino nombre de Renacimiento.


Renacimiento... ¿de qué? Pues de algo imperecedero. Tan imperecedero como la fase medieval de la Historia; tan imprescriptible como las llamadas Edades Medias, esas épocas oceánicas donde naufragan los imperios humanistas.


La Historia no tiene más que dos tiempos : «Renacimientos» y «Edades Medias». Como tiene el cielo Día y Noche. Y el mundo Tierra y Mar. Y los estilos dos formas: Clasicismo y Romanticismo.


El propio Menéndez Pelayo proclamó «instintivamente« aquella «Santa ira» contra la Edad Media: «Ensalcen otros a la Edad Media: cada cual tiene sus devociones».


Si más tarde de cuando lo dijo (1881) suavizó su juicio fue porque comenzó a encontrar, el Medievo un proceso inevitable para el Renacimiento. Por eso él explicaba : «A la idea de Renacimiento (grande, necesaria y santa) sirvieron, cada cual a su modo, todos los grandes hombres de la Edad Media, desde el ostrogodo Teodorico hasta Santo Tomás».


Y es que los hombres en la historia se clasifican en dos clases: los «degenerativos», que buscan en todo Renacimiento una disolución medieval. Y los «regenerativos», que en toda medieval disolución perciben un aletear renacentista.


Menéndez Pelayo era de estos últimos. Resurgentista : altamirano. Con ímpetu de primavera en el más crudo invierno. En su alma cantaban alondras y verdeaban prados. ¿Era por eso un pagano, como él mismo se profesaba en arte? («en arte soy pagano hasta los huesos... pese a quien pese). ¿Era «demasiado griego», como le llamó con cierto recelo su propio maestro Milá?


No. Menéndez Pelayo rechazó la Edad Media con el mismo sentimiento con que subestimó sus dos más esenciales componentes; románticos y bárbaros: el Oriente (islámico) y el Occidente (germánico). Si más tarde rectificó su visión de lo arábigo y del germanismo, fue en la medida que ambos también prepararon el Renacer de lo Clásico, de Grecia y Roma cristianizadas, hechas catolicismo.


¡Lo Católico! He ahí donde Menéndez Pelayo cifra el sustrato de su europeidad.


Pero ¿cuál fue el Catolicismo de Menéndez Pelayo? Hasta los días casi de nuestro Movimiento puede decirse que ese Catolicismo suyo fue mal comprendido. Los reaccionarios, con visión partidista, enana y parlamentaria, quisieron utilizar ese su catolicismo como una especie de propaganda electoral, parroquial o casinera, para fines bien estrechos. Provocando en los escaños contrarios un sentimiento de repulsa que llegó a colocar la obra genial de Menéndez Pelayo en una especie de «Literatura rosa» sólo buena para seminaristas, doncellas y piadosos padres de familia.


Duro temporal que debió soportar, contra esa época mezquina en que había «tradicionalistas» para los cuales la Tradición genuina consistía en un pespunte de última hora con Londres y París por modestas conveniencias dinásticas. Y en que los «revolucionarios» pretendían hacer de España un paraíso terrenal, con semillas de Jefferson o Marx. Época ésa que el mismo Menéndez Pelayo apostrofó con aquellas inolvidables palabras: «Hoy presenciamos el lento suicidio de un pueblo que, engañado mil veces por gárrulos sofistas, empobrecido, mermado y desolado emplea en destrozarse las pocas fuerzas que le restan».


Pero el Catolicismo de Menéndez Pelayo era otra cosa bien distinta y más grandiosa que el ojo velado y encizañado de esas gentes no podían percibir.


Para Menéndez Pelayo su Catolicismo integraba las Clásicas Humanidades antiguas, plenas de Libertad y Alegría, con la más estricta observancia de las Verdades Reveladas en el Oriente de Belén. Y todo ello fundido por el genio unificador —«uni-verso»— de España.


Para Menéndez Pelayo esa «armonía suprema» la había ya encauzado en nuestra patria Cervantes con su novela, Vives con su Filosofía, Vitoria con su Teología...


El supo ver —como antes nadie— el secreto nacional del “Idealismo realista” característico del pensar español. Ese secreto que hizo a Fox Morcillo conciliar Platón con Aristóteles. Y al Vivismo: Reforma y Catolicidad. Y a Pereira, Sepúlveda, Gouvea, Vallés: la Escolástica con el Nuevo Método inductivo. El que quintaesenció la «Ciencia media divina» de Molina y Suárez. Ese mismo espíritu conciliar, mesurado, armonista —característico de nuestras mejores almas, de nuestro mejor estilo, de nuestro mejor lenguaje (Celestina, Valdés, Fray Luis Lope, Teresa, Cervantes) que aun hoy mismo, no digamos ya a nosotros, sino al propio Ortega con toda su aparente heterodoxia, empuja a unificar la Vida y la Razón, y a hablar de una Razón Vital, de un Quijote y Sancho en la metafísica española. Menéndez Pelayo no fue por ello un ecléctico como alguien que no le conoció y no nos conoció a los genuinos españoles, pudo pensar. Fue: un católico. Y por eso mismo, un corazón con «medida» espiritual, integradora. Menéndez Pelayo comprendió al Occidente inglés de un Hamilton y al Occidente alemán de un Hegel. Como también comprendió, siempre con amor, el Oriente de un Maimónides y el un Aben Tofail. Pero los comprendía —precisamente— porque su mente con antenas luminosas de faro podía tocar «todos los extremos» y coordinarlos en corona de luz : en esfera mística. Con fórmulas integrales que son las que informan toda su obra universa], potente, triunfal. ¡Sinfónica!


No es plástica la obra de Menéndez Pelayo —aun cuando su pluma se impregnara del sol helénico, del relieve romano y de la sal y color del Mediterráneo.


La obra de Menéndez Pelayo es —además de lucífera-—: ¡musical! Otra cualidad etérea. Pero poseyendo la clave europea de lo «sinfónico». La capacidad coordinadora de toda discordancia. La melodía sidérea que llevan los astros por el cielo. Su obra es un concierto —pitagórica y beethoveniamente hablando.


Hay en esa obra un motivo central que es: la fe. Y una modulación de ese motivo, que se adapta a lo que toca, con tempo musical: ya alegre, vivaz; ya andante y majestuoso.


Tomad un trozo cualquiera de esa prodigiosa partitura de su obra roquera, montañesa y sinfonial. Si se examina con fervor y microscopio, como un esquisto de cuarzo, descúbrese en el acto, junto a una pura y rica geometría de estrellas, ecos inefables y perfectos de música planetesimal y cósmica. Rumor elemental.


Dicen que toda filosofía es una aclaración del mundo. Y que Menéndez Pelayo fué sólo un historiador y no filósofo.


Menéndez Pelayo fue algo más que filósofo e historiador: un vidente o faro. Poeta: en su sentido originario y religioso. Toda la obra de Menéndez Pelayo es un maravilloso Poema de España para explicar el mundo.


No explica España desde fuera, con postulados teóricos y pedantes. Sino que, a través de España, ve el mundo. "Y lo ve como sólo podían verlo los ojos milenarios del que había integrado, año tras año, siglo tras siglo, la experiencia acumulada de visiones anteriores. La Historia es para él un anteojo divino. Al fin y al cabo ¿qué es un faro en la noche sino un eje de luz sobre el que gira el mundo mientras él escudriña todos los puntos cardinales? Inmoble en su roca, consolidado a esa base firme por Dios creada, Menéndez Pelayo representa en el acaecer de España un proceso secular de videncias y sapiencias anteriores, que buscaban salvación y renacimiento.


Sin Menéndez Pelayo no hubiera amanecido España para nosotros. Todas las tentativas de llegar a puerto habrían, una vez más, naufragado. Como naufragarán el día que deje de entenderse la música y su luz: su mensaje. Música y luz que nos guiaron y nos guían.


A Menéndez Pelayo debimos nuestra victoria.


Victoria que puede malograrse.


Pero aunque esa victoria un día envejezca o se quiebre o se traicione, ¡sabedlo!,- ¡oh esperanza cierta!: ¡no importa ya!


Porque la máxima revelación que el Maestro nos ha confiado no ha sido sólo esa de continuar su obra sobre «superficie ya histórica y actuante». Sino ante todo: el saber que, aun derruido nuestro esfuerzo, este esfuerzo ¡no perecerá ! No se aniquilará. Reducidos a polvo, a arenilla, a pura miseria mineral —otra vez «la Historia saldrá de la no Historia)— como también decía el gran Unamuno. Otra vez comenzarán las acumulaciones invisibles bajo el agua, la unión de nuevos camaradas que nos prosigan y perpetúen. Y afloren, al fin, en nuevo amanecer los brazos erguidos de sus torres, de sus faros —en la medieval noche implacable y envidiosa de la espuma y de la galerna.


Un pueblo es como una montaña: un ciclo de morir y de resucitar. De ansias y heroicidades indecibles.


El genio que Menéndez Pelayo acumuló, era inmortal. Y no podía sucumbir definitivamente. Por eso emergió, roquizo, en él. Y con él, y tras él: en nuestra actual España.


Si esta España que es la continuidad de ese genio —otra vez el mar la hunde en sus simas y otro oscuro romanticismo con sus Orientes y Occidentes extremos brama en la noche—, ¡esperanza! Nos sabemos inmortales. Dios —nuestro Dios católico y eterno—, que es Resurrección, está con nosotros. E impele ya nuestro espíritu. Y el Espíritu no muere. Es santo. Y tiene forma de paloma para volar, al aire azul, tras todo diluvio por universal que sea. El Espíritu —hecho otra vez Tradición, semilla fecunda, sedimento vivo— consolidará nuevas rocas. Y las rocas —ya lo sabéis—-, como los corazones, ascenderán siempre hacia el cielo. ¡Siempre hacia arriba!

ERNESTO JIMÉNEZ CABALLERO


ERNESTO GIMÉNEZ CABALLERO.

domingo, junio 09, 2024

GENIO DE CASTILLA ( Ernesto Giménez Caballero)

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

Libros antiguos y de colección en IberLibro

(Ante la duda, enviamos el artículo, advirtiendo de los consabidos tópicos y extravagancias del sr Giménez Caballero)


GENIO DE CASTILLA


Por Ernesto Giménez Caballero


I ORIGEN CÁNTABRO DE CASTILLA (Visto en Santander)


Castilla existe —según los fastos tradicionales— hace mil años. Y existe —según esas efemérides— desde que el conde Fernán González, por tierras burgalesas, independizándose de los reyes astúricos, erigió aquel mojón de Amaya hasta Fitero en reino.


Todo cuanto celebre en España un hecho castellano deberá ser tenido como sacro. Y cualquier conmemoración de Fernán González en un ideal como el nuestro, esencialmente unitario y continental, de tierra firme —es decir, castellano— merece la gratitud más profunda de todo profundo y genuino corazón de España.


***

Ahora bien: puestos a exaltar la mística de Castilla, puestos a aclarar el misterio del castellanismo, no sería oportuno —hoy más que nunca y antes de que sea tarde— el preguntarnos: ¿Pero de veras existe Castilla sólo hace mil años ? ¿Pero es cierto que Fernán González fue su único fundador?


La verdad es que Castilla existió mucho antes de Fernán González. Y que Fernán González no fue sino un Alzado o Pronunciado para continuar la misión histórica de Castilla, frente a unos reyes que, olvidados de tal misión, se habían inmovilizado, neutralizado, en la primitiva Castilla cántabra. Frente al parón burocrático y pacifista de la Monarquía asturleonesa, Fernán González representó el Caudillo que intenta y logra renovar una máquina reconquistadora que no funcionaba.


Ya antes de Fernán González (923-970) existió la palabra Castiella (Castilla). Parece ser que un documento árabe del 759 la cita. Y otro castellano del 801. Y que fue el nombre genérico —o mejor dicho, pronominal— de Bardulia. (Bardulia quae nunc appellatur Castella.) O sea: aquella, zona desde Pancorbo a las fuentes del Ebro que —formando parte del ducado de Cantabria— quedara unida a la Monarquía, asturiana por Alfonso el Católico (739- 757) y cedida en gobierno a Condes (a lo que llamaríamos en términos germánicos recientes: Gauleiters).


Uno de esos Condes fue Fernán González, de auténtica estirpe aria, el cual, desesperado ante la crasa marcha de su rey, Sancho el Craso, provocó el levantamiento de hace mil años, que habría de dar renovado vigor a la misión reconquistadora, unitaria y continental de Castilla. Fernán González inicia la genial línea de caudillos que se proseguiría en el Cid, Giménez de Rada, el Cardenal Albornoz, Alvaro de Luna, Cisneros —en la etapa ascendente de España—. Y luego en la trágica del siglo XIX, con todos aquellos generales de los pronunciamientos. Hasta D. Miguel Primo de Rivera, quien habría de preparar —a través de su hijo José Antonio— la posibilidad de que un Caudillo como Franco renovase en positivo, doctrinalmente, la línea, otra vez creadora y auténticamente castellana de Fernán González. Castilla, cronicalmente, existe hace mil años, desde Fernán González. Pero Castilla, continental-mente, con sentido histórico, existió desde Pelayo. Existió desde la Monarquía visigoda. Existió desde el Imperio romano. Existió desde la Prehistoria celtibérica. Y existirá siempre, mientras no se la trague el mar. Porque Castilla es el numen de una realidad eterna. Castilla es el genio terráqueo frente a la idea marina del mundo. Castilla es un concepto telúrico y divino. A Castilla la fundó Dios.


Desde que en la creación geodinámica del mundo apareció sobre las aguas diluviales del occidente europeo una vasta emergencia primaria de tipo piramidal, que —truncada en forma de meseta —habría de enlazarse en la época terciaria, a lo que se llamarían Cordilleras Pirenaica al Norte y Penibética al Sur, desde entonces y primigeniamente comienza a existir Castilla. (Por eso tiene razón el santanderino Luis Santamarina al señalar videntemente un elemento autóctono y permanente en el genio de Castilla.)


Castilla: Recuerdo siempre en el acantilado santanderino los tremendos espectáculos dramáticos que gusto presenciar. Por horas y horas he permanecido suspenso ante los embates de la mar atlántica cuando quiere seducir al litoral montañés. Con apariencia de caricia cada ola, y de besos sus espumas, y de abrazo cada infiltración por las calas, quedan cubiertos una vez y otra roquizos farallones, cabos peñascosos, arrecifes que —como nuevos Ulises— resisten virilmente a las saudosas sirenas. Yo no sé cómo la gente encuentra dulce y sosegado el paisaje de este borde marino de España. A mí me ha parecido un paisaje de infierno y de agonía. Paisaje desesperado. La lucha de Ormuz contra Arimán, del Mal contra el Bien, de las Tinieblas contra la Luz, es nada comparable a la lucha porfiada y feroz de la mar atlántica contra este sistema continental. Oleadas tras oleadas, incansables, inextinguibles. Fluidez y fluidez contra lo sólido. Masas de agua contra líneas sucintas de peñas. En tiempos de la invasión de Europa me daba la impresión de presenciar lo que debía ser en aquellos instantes las avalanchas bolcheviques, una tras otra, contra el litoral de las líneas europeas en el Este. Así se explica que, en esa lucha milenaria del Mar y Terrazgo en Santander, se haya producido cierto paisaje híbrido, fronterizo, donde no se sabe cuándo empiezan los montes y terminan las aguas. Esteros, calas, puntas, ensenadas, bahías, conchas, forman tal laberinto de encarnizada batalla, que cuando se oye gemir al viento entre pinedos, eucaliptus; y llorar las olas sobre playas —y todo envuelto en tiniebla, como vaho de sangre cósmica—, el alma se aterroriza y, al comprender el drama ineluctable, siente ganas de salir corriendo.


Esa lucha que las litorales vanguardias montañesas de Castilla vienen desde milenios sosteniendo contra el bloqueo de la mar inmensa, esa ha sido, es y será siempre la contienda específica de Castilla en la historia: luchar contra las oleadas disgregadoras, contra las rías infiltradas, contra el separatismo en islotes. Misión de tierra firme. Misión pontifical: de servir como puente entre los aislamientos que la mar provoca.


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Contemplando las rocas de Cabo Mayor, yo pensaba: «¿Qué más castillos naturales y primordiales sino estos peñascos?» Por eso el islote costero y el palafito fueron los primeros castillos de Castilla. Aun hoy, el hórreo de las campiñas agónicas del litoral cántabro nos muestra su vocación «pontifical» originaria, de castillo salvador, de puente sobre desaparecidas aguas. Hincados los hórreos sobre lajas graníticas son las vejísimas Arcas, de Noé que salvaron del diluvio a los primitivos castellanos palafitícolas de España, y que hoy ya, a falta de humanos inquilinos, salvan aún sus víveres y cosechas.


En ese mismo sentido de castil primigenio —de castro eminente sobre la plana— hay que considerar las «Cuevas rupestres» erguidas sobre castellones. Y luego los «cerros fortificados» y los «talayots» de las poblaciones ibéricas. Toda emergencia pétrea y defensiva que valga para enlazar —pontificalmente— la tierra firme, eso es un «castillo». Y su sistema militar, una «castilla».


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Por eso Castilla no es sólo una zona privativa de España. Allí donde sobre un altiplano o llanura se organice un sistema frontal y guerrero para «avanzar en tierra firme» y unificar razas, pueblos, naciones y fundir un continente, allí existe una «Castilla».


Castellana fue Roma. Castellana fue la cultura céltica con sus «Brigas» o castillos originadores de regiones y ciudades, como Brigantia (Brianza), de donde salieron en el medievo los «bringantes» o bandidos; Arcobriga, Segobriga, Conimbriga. Castellana fue la cultura germánica de los «burgos». Castellana fue la l'Ille de France, Castilla primorgánica de la nación francesa. Castellano fue el impulso mahometano de las llanuras arábigas. Castellana fue Prusia. Castellano es quizá el sentido que hoy va tomando la expansión americana de los Estados Unidos. Y la de Rusia.


Unificación: pontificación. De ahí que el máximo representante que tuvo hasta ahora, el sentido castellano en el mundo, Julio César, se llamase «Pontifex Maximus». El que logró tender «puentes» entre todos los islotes raciales y tribales de la Europa augustal. Y aun hoy recibe el calificativo de «Pontífice» el Jefe de la Iglesia, cuya suprema tarea es la de «enlazar corazones universalmente» : unir lo diverso en las almas del orbe. Por lo que «pontifical» quiere decir «católico». Todo castellanismo, todo unitarismo —quiéralo o no— lleva un fondo católico : universal.


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Ahora bien: si Castilla existió en España desde épocas telúricas, geogénicas y tectónicas, ¿ desde cuándo existió lo «castellano», esto es, la «conciencia histórica de Castilla en España» ?


Nosotros creemos que desde la cultura altamirana y cantábrica. Desde el limen histórico. Pero, para atenernos a datos precisos, sabemos que en las poblaciones celtibéricas que encontraron los romanos al llegar a España (siglo III… (*) castellano enhiesto. Cuando Floro define la Celtiberia: «Id est robur Hispaniae», ha definido la tierra, «robliza» que habría de proseguir en la Historia la misión cesárea y materna de Roma misma.


La romanización de España fue, en rigor, una castellanización intensiva. Roma potenció, hasta los tuétanos, el innato genio de Castilla. Por eso, Castilla sería siempre en la Historia el sucedáneo filial de lo romano.


Cuando los visigodos, caída Roma, continuaron la labor pontificial y continental del Imperio, encontraron en España su sede más congrua. De ahí que el germanismo en España tomase en seguida caracteres tradicionales, hasta el punto de surgir en esa, época nuestra Monarquía católica.


Y es que «Celtiberia-Roma-Germania» (culturas las tres continentales) habían nacido para entenderse. Contra el mismo enemigo común: afroasiático y piratesco.

La guerra contra el cartaginés la realizó Roma en España. La guerra contra el árabe -sucesor del cartaginés— la realizaron en España los visigodos españolizados. Desgraciadamente, la hecatombe del Guadalete hizo retroceder Castilla a su límite litorálico y primerizo : las breñas cántabras.


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La Reconquista, iniciada por Pelayo con la «avalancha agarena», marca el primer renacimiento español.


Porque hora es de advertirlo a todo el mundo: «renacimiento», en España, así como en Europa, quiere decir «reconquista». Quiere decir «liberación de tierra firme». Quiere decir «política continental». Genio de Castilla.


Toda Edad Media es un «puente» entre una etapa «continental» de Europa y la «reconquista de esa cultura» cuando se ha perdido. Toda Edad Media es siempre un puente para un Renacimiento.


El Renacimiento «histórico» en España no empieza en el siglo XV, como dicen las historias. En el siglo XV —1492— «termina» con la reconquista de Granada.


El Renacimiento «histórico» empieza con Don Pelayo, en la Castilla montañosa de Cantabria, en el año 719, ocho años después del Guadalete, ocho años después de la pérdida de España. La Edad Media española —el puente entre 719 y 1492— fue, simplemente, el avance de los castillos, el avance de los frentes: una marcha triunfal hacia el renacimiento total de España.


Ese avance fue primero del castillo montañés al leonés. Luego, con Fernán González y el Cid, a la línea del Duero. Luego, con Alfonso VI, a la del Tajo. Con San Fernando (siglo XIII), hasta la del Guadalquivir. Finalmente, con los Reyes Católicos se «restituye, la situación inicial» : el «Estado unitario» de la España de Recaredo.


A partir de ese momento la «línea castellana» franquea el mar y «echa el puente» sobre África y América, fundándose la «Novísima Castilla» de Colón.


Sinteticemos. Hubo, por tanto : 1) Una Castilla geológica ; 2) Una Castilla prehistórica; 3) Una Castilla celtibérica ; 4) Una Castilla romana, y 5) Una Castilla visigoda, que logra el Estado unitario de España.


Al perderse ese Estado unitario, su reconquista plasma: a) La Castilla roquera de Pelayo; b) La Castilla vieja del Duero; c) La Castilla nueva del Tajo y Guadalquivir, y d) La Castilla novísima e imperial por tierras africanas y de América.


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La nueva Edad Media que con los nombres de «barroquismo» y «romanticismo» anegaría la «tierra firme» del Imperio castellano, comienza desde que las «potencias marítimas» ponen cerco a ese Imperio y poco a poco lo van liquidando), reduciendo a «líquido», a «fluidez», a espuma. A nada.


Desde finales del siglo XVII hasta el 18 de julio de 1936 la imperial Castilla retrocede a límites tan estrictos, que vienen a coincidir casi justamente con los primigenios o geológicos, con la Castilla del alzamiento tectónico al crearse la tierra. Ya he hecho observar este fundamental fenómeno otras veces; pero no está de más el recordar que la Castilla «alzada» el 18 de julio del 36 (pirenaico-montañesa, galaico-leonesa, burgalesa y penibética) fue la misma de la época primaria en la formación geofísica de España.


Ahora bien : del mismo modo que en los anteriores «plegamientos» de Castilla no pereció nunca el «genio castellano», así tampoco desde el siglo XVII hasta nosotros.


En el medievo fue la Iglesia, con sus monasterios y sus cultos «ecuménicos», la sostenedora de la «idea castellana», alentando la Reconquista y levantando huestes heroicas y épica poesía. El culto de Santiago fue el más característico de esa etapa medieval. Santiago, de ser un apóstol oriental, un pobrecito pescador de origen semita, pasó poco a poco a constituir, bajo el efluvio creador del genio castellano, un Santo caudillal: ario y matamoros. Símbolo de la nueva unificación, no sólo de España, sino del Continente; pues a través de su Vía láctea, de su «caminito», logró recuperar la conciencia continental», perdida desde la liquidación del Imperio romano. Respecto a nuestro país, Santiago, con su grito famoso de «¡Cierra, España!», como un San Jorge castellano, enarbolando la Cruz romana, y con sus galaicas rubias barbas de Patrón solar y celeste, representó por siglos el clamor de «unidad» contra la disgregación: representó la consigna de «cerrar» la brecha abierta en el Guadalete. Brecha que fue al fin cerrada con la toma granadina de 1492. Por lo que desde entonces el culto de Santiago quedó reducido a otras proporciones menos perentorias y dramáticas.


Pues bien: desde el siglo XVII, en la nueva Edad Media; barroco-romántica hay también gritos para «consolidar» o «cerrar» de algún modo la nueva liquidación hispánica. Los índices espirituales más preclaros de los siglos XVII a XIX representaron esa ansia consolidadora. La dinastía borbónica, a pesar de todo «continental», se esforzó, como mejor pudo, por detener la sumersión española. Sus hombres espirituales más representativos —como Feijóo, Jovellanos, Cadalso, Larra— fueron verdaderos islotes de agonía en el océano circundante. Así como los Caudillos de los «pronunciamientos». Todos quisieron contener lo incontenible. Pero su fracaso no quita trascendencia a su heroísmo de peñascos solitarios resistiendo el estallido de las olas.


Precisamente de esa corriente castellanista «islotizada» que acabo de señalar surgió la llamada «generación del 98», fecha de la última «liquidación» colonial.


A la generación del 98 se le puede negar todo, menos un gran mérito: el de haber revivido poéticamente la «mística de Castilla».


Costa predicó el «cirujano de hierro» (el Caudillaje) desde su páramo aragonés. Como Marías Picavea predicaría la «regeneración» tajante tras el desastre colonial. Sueños políticos de Cánovas, Maura, Vázquez de Mella. Cossío, el institucionista, tiene nombre santanderino. Ángel Herrera lleva a Santander su acción pedagógica católica. Ganivet regeneró el idealismo de Castilla desde su encanto granadino. Cajal logró un enlace continental por su genialidad científica. Menéndez Pidal, con su escuela, reveló la grandeza épica de Castilla y el secreto de la lengua castellana. Hinojosa precisó su Derecho germánico y europeo. Unamuno bajó de Cantabria a vivir y soñar la magia áurea de Salamanca. Galdós vivió mucho en el Santander de Pereda. Bonilla San Martín desempolvó con Vives el sentido del Renacimiento español. Maeztu anunció la crisis de lo liberal y lo regional. Baroja, abandonando la estrechez vasca, se recorrió paso a paso la vida profunda y psicológica de España. «Azorín» desveló el «alma castellana» a través de sus misteriosas ciudades viejas y de sus tipos anónimos y sus clásicos olvidados. Valle-lnclán cantó las guerras carlistas con más sentido tradicional que lo hiciera Galdós en sus liberizantes Episodios Nacionales. Benavente recuperó la tradición del «ingenio» dramático del Teatro clásico. Rubén Darío, desde Nicaragua, tendió el único puente lírico, desde la perdida de América, con España. Antonio Machado hizo reverberar de significación honda las parameras sorianas, y su hermano Manuel, el secreto andaluz. Juan Ramón Jiménez depuró la poesía de Castilla como un orfebre mudéjar, dejándola en piedra y cielo. Pérez de Ayala resucitó la clave de Asturias en la estela de «Clarín». Y Palacio Valdés. Marañón abordó temas tan castellanísimos como el de Don Juan o el de Enrique IV. Salaverría cantó los paladines iluminados. Eugenio d'Ors, recreando el genio castellano de Boscán, hizo hablar a Cataluña la prosa más hermosa del tiempo. Ortega y Gasset, estremeciéndose egregiamente al recorrer en su automóvil los castillos de Castilla, atisbo el genio de Roma en España frente a la irritante anarquía del feudalismo.


La generación del 98 y su contorno posterior contribuyó eficaz y honradamente a crear un clima histórico y moral, donde nosotros aprendimos el camino del 18 de julio del 36. No olvidemos que de esa época del 98, en estrictez coetánea, fue Menéndez Pelayo el taumaturgo del genio castellano de España, como ahora veremos.


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Castilla existe desde el principio de los tiempos, y existirá mientras la Mar no se la trague.


Y digo «la Mar» — y no «el Mar»— porque, como afirma el pueblo marinero con su instinto milenario, la Mar es femenina. (Mar alta, mar gruesa, picada, brava; alta mar; hacerse a la mar; «quien no se arriesga no pasa la mar»; la mar de grande»...)


Ya los antiguos concibieron la mar como mujer. Era Tálasa, la madre de Venus. Pues de la Mar nació Afrodita, diosa del amor y del engaño. Los romanos pintaban a la Mar como una fémina remando, seguida por un delfín. ¿ Qué más símbolo de la Mar que la fascinante y pérfida sirena ? Por eso, todos los pueblos hechos por la Mar son, como ella, engañadores, pérfidos, implacables.


Castilla en sí misma —con sus oleajes de otero y sus ondulados camellones de gleba— parece un mar petrificado. Pero petrificado: firme, sin insinuaciones. Viril. En ese mar viril y castellano, sus naves, como El Escorial, están ancladas en eternidad y sin naufragios.


Y es que los pueblos, desde que el mundo es mundo, se dividen en los que viven sobre el Mar y los que pisan terreno firme. Y la lucha entre ellos es tan ineluctable como la que yo veía aterrado este verano, horas y horas, en el litoral santanderino: mar océana contra peñascos continentales.

El genio de Castilla triunfó el 18 de julio del 36 porque triunfaba en Europa la idea de unificación y continentalidad. Pero inundaciones asiáticas y otros anegamientos acechan otra vez, preparando una nueva Edad Media, un desmenuzamiento de la tierra firme, un aislamiento en arrecifes estancos y feudales sobre el gran hecho castellano de Europa.


* * *

Por eso, potenciar el genio de Castilla —unitario, continental y unificador—, conmemorar la figura ensanchadora y liberadora de Fernán González, constituirá siempre una fe de vida, una voluntad de persistencia histórica, un ansia de eternizamiento.


Podrán cercarnos, islotizarnos y desmenuzarnos otra vez. Pero el genio de Castilla sobrevivirá. Y triunfará de nuevo.


Porque el genio de Castilla —fundado por Dios para luchar contra el fluido infinito romántico— es sacro. Es imprescriptible y perenne. (…)


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(*) Parece faltar al menos una línea en el texto original