... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (III)
III SENTIMIENTO RELIGIOSO
Pero cuando se piensa en el nacimiento de Castilla, no sólo hay que cantar el heroísmo de los hombres de hierro que crearon las líneas militares defensivas, con los torreones y las murallas de tantas resonancias épicas, ni tampoco basta con evocar la genialidad política del Conde por excelencia, creador y organizador de un pueblo de virtudes cívicas capaz de comprender el destino de la vida en orden a la historia. Castilla nace también a la sombra del monasterio. El monasterio es el compañero inseparable del castillo y la fe va siempre unida a la fortaleza, porque la fortaleza para la lucha, sólo se concibe con la fe y porque su triunfo es, a la postre, el ideal imprescindible del heroísmo. Se lucha, se resiste, se muere, para defender la fe y para ensanchar sus dominios. Sin este concepto ni se comprende ni se justifica Castilla.
El monasterio
Por eso desde que se inicia en las montañas limítrofes de Asturias la colosal cruzada, tras el jefe militar, tras las mesnadas del yelmo de hierro, camina el abad con sus huestes pacíficas, con su sutilísimo ejército espiritual de blancas cogullas. Y allá van las comunidades del Señor a construir, a colonizar y a poblar el gran desierto que ha dejado la invasión o las enormes llanuras y los páramos en los que nadie puso la planta. En torno a la cabaña, a la caverna, a la antigua ruina, cerca del lugar del sobresalto y el peligro, a veces junto a la misma fortaleza, el fraile coloca su campamento Ha saltado por encima de los baluartes rocosos, por entre las peñas y los ventisqueros, para poblar el nuevo territorio, para ser el primer ciudadano del Estado que nace. Intrepidez heroica que no es sólo de los varones. Porque también la mujer consagrada a Dios se lanza en pos de la aventura, y casi podría decirse que antes que nadie en los anales más remotos de Castilla, es una mujer abadesa la que se acerca a la frontera musulmana y funda con veinte compañeras un monasterio en la misma ribera del Arlanzón.
El monje poblador
Ansia heroica de fundar, de multiplicar las colmenas piadosas de la oración; mas todo ello para levantar, para construir, para trabajar. Porque el monje se establece con el mínimo ajuar doméstico y al día siguiente, tras del rezo matutino, cuando acaba de saludar el alba, ya empuña la azada o dirige el arado y hace fértil a la tierra. El abad, como en el caso de Vítulo en los albores del siglo IX, sabe dejar el báculo para coger la agujada, y al par que levanta basílica, planea la sementera y construye la despensa, el granero, el lagar, labra el huerto, fabrica el molino, hace fructificar la viña y el manzanar, o como Diego, obispo y abad de Oca, rompe las tierras, planta los viñedos, cuida del ganado y convierte el terruño árido en vergel de frutales. Este espíritu poblador arrastra tras de sí a las multitudes. Al amparo del monasterio se organiza el trabajo, la industria, la vida social. Del núcleo monástico surge la aldea, la villa, el municipio. Así se pobló Castilla, sin dejar por eso de tener atento el oído al riesgo y al combate de frontera, sin apego a aquel terruño, siempre amenazado; con un espíritu tenso, acostumbrado a la vida nómada que representaba el avance y la nueva población.
El monje y la vida social y política
Mas no fué sólo pobladora la ejecutoria del monasterio castellano. El monje supo alternar, incluso desde los comienzos de su ruda tarea constructiva, el ejercicio agrícola con la intervención en la vida social y política. El monje aparece, desde el primer momento, como consejero de príncipes y mantenedor del espíritu religioso del pueblo.
Maestro, mayordomo, notario, confesor, auxiliar de la jerarquía política, a veces hasta embajador. Fernán González en todas sus hazañas prefiere siempre la compañía de un monje de Cardeña como director, como capellán o como secretario. A los monasterios acudían los guerreros en busca de valor, de consejo, de garantía, de victoria, de tranquilidad para el alma y por último, de sepulcro para la hora de la muerte.
¡Oh!, qué tupida trama es la que une la historia de la Castilla naciente con los muros y los claustros de Cardeña, de Oca o de Arlanza. De allí partían los Condes para la guerra, después de recibir los estandartes y la bendición solemne del abad. Allí se respira todo el hálito de aquella raza belicosa, que humillaba primero ante el altar su orgullo y su audacia para batallar luego en nombre de Dios. Allí resonaron muchas veces las encendidas palabras litúrgicas: «¡Que por la victoria de la santa cruz terminéis felizmente la jornada que hoy comienza y volváis con los ramos floridos de vuestros triunfos!».
Todo habla de religiosidad y de bravura, de trompa épica que clama legendarios versos, como los que tantas veces recitara el fervoroso poeta encogullado del poema de Fernán González cuando desgranaba bajo las arcadas románicas de Arlanza, como un aeda de otros tiempos, el salmodado ritmo que había de electrizar para el combate o para la unidad de la Patria, las almas castellanas.
El monje, formador del pueblo
Al compás de este influjo social y político—el monasterio—ejerció otra misión, aún si cabe más trascendental. En el Estado naciente era inexcusable la tarea educadora. Fueron los monjes los formadores del pueblo. De los niños y de los grandes. Al calor de la escuela monástica salió templada la nueva juventud de Castilla. El monje que muchas veces hubo de trocar el arado por la espada cuando se acercaban en plan de «razzia» a su propio claustro las hordas del califa, sabía cómo había que educar a los hombres con fortaleza para la lid. En los monasterios se forjó la flor y nata de los caballeros. Fueron los monjes los mejores tutelares de los héroes. Cantando hazañas educaban el espíritu bélico de los niños, cuando eran mozos los exhortaban a la pelea, cuando eran hombres velaban su sueño postrero, recogían sus despojos, oraban por sus almas y escribían en piedra o en pergamino sus gestas. Todo el aprendizaje para la vida de aquella raza heroica fué monacal. Se educó para la guerra, para la política, pari la agricultura, para la industria, para el trabajo, bajo la bondad pacífica del fraile, su mejor tutor y compañero. Pero sobre todo se educó en la sólida piedad cristiana, porque aquel monje que unas veces empuñaba la lanza, otras el arado y la azada, otras el palaustre y otras el estilo y la pluma, era, ante todo, un alma consagrada a Dios. Y la misión primordial fue la apostólica. Ellos fundaron las parroquias y las iglesias rurales, ellos tenían a su cargo la cura de almas y la formación cristiana del pueblo. Austeros, santos, avezados a la práctica dura de la pobreza y de la mortificación, hicieron gala de la caridad como una virtud necesaria para la vida social y política. Y en aquella su laboriosa colmena siempre hubo amor pare el desvalido y siempre el pobre encontró asilo y hospedaje.
El monasterio, foco de cultura
Fueron, en fin, los monasterios en la Castilla naciente el refugio sagrado de la cultura y del arte. Bajo los claustros pacíficos, en el amoroso cobijo conventual, el románico tejió todos sus primores. No importaba el vivir en la línea misma de la guerra. La fortaleza del alma siempre triunfaba de las ruinas y de la devastación y sobre los despojos de la contienda otra vez volvía la mano amorosa del fraile a cincelar capiteles como si los labrara para la eternidad. Allí anidó también la cultura. Allí surgieron las escuelas, los escritorios y las bibliotecas. Allí se escribieron los anales y los cronicones.
Mientras la azada abría la sementera, y la basílica y el claustro se ornaban de arcadas y columnatas; mientras rugía la guerra en la frontera cercana, el estilo y la pluma anserina, teñidos en la tinta eterna de la redoma mágica, grababan en el pergamino o en el cartulario caligrafías torneadas o miniaturas policromas.
Tal fue la ejecutoria del monasterio castellano. Tal su grandeza histórica colosal en la creación y pujanza de aquel pueblo llamado a ser el rector de los destinos de España. Castilla debe a los monjes de aquella edad el tenaz sentimiento religioso que forma parte de su sustancia y de su ser, sentimiento religioso que, por arrancar de tales y tan profundas raíces, ha sido y será siempre sostén del espíritu nacional. Jamás podrá ser entibiado, ni desplazado de nuestra entraña. Tarea inútil la de los sectarios que quieran arañar la corteza de nuestra fe. Castilla, la madre de nuestra Patria, es ante todo consustancial con el espíritu cristiano, y destruirlo sería lo mismo que renunciar a su más valiosa herencia y anular su personalidad histórica y social.
No hay comentarios:
Publicar un comentario