CAPITULO II
CASTILLA COMO IDENTIDAD
HISTORICA Y CULTURAL
MANUEL GONZALEZ HERRERO
Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y diferenciado, como una nación original, crisol de cántabros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante noreste de la Península. Este pueblo desarrolla una cultura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un conjunto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, 'tentadas en la concepción fundamental castellana de que "nadie es más que nadie".
Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, a nivel incluso de su propio Estado castellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla post la corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. Este poder no responde a los tradicionales esquemas populares y democráticos castellanos sino que acusa una vocación imperial y señorializante.
Paulatina pero sistemáticamente se produce la cancelación de las instituciones castellanas y el vaciamiento de las formas culturales genuinas de este pueblo, aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla - falsa Castilla— por haberle secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es responsable el pueblo leonés, primera víctima de las estructuras seno, tales que le habían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y sucesivamente a los demás pueblos que se fueron incorporando al Estado español.
Por supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súbdito.
La autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones administrativas y políticas propias, descentralizadas del aparato del Estado, es un objetivo que los castellanos podemos debemos y necesitamos alcanzar. Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica —pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie devolverle su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recursos, el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y vital, y el disfrute efectivo de 1as libertades individuales y colectivas, acercando el poder al hombre, los cuerpos sociales, a los municipios, a las comarcas y a la Región.
Pero, para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido que, por prisa, impaciencia o mimetismo nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y contenido real. Aunque estos esfuerzos sean respetables y hechos de buena fe, dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la larga perjudiciales por la desilusión popular que el previsible fracaso de una autonomía inauténtica ha de conllevar.
Por ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es, trabajar para que el pueblo castellano recupere la conciencia de de su personalidad colectiva; para que ese sentimiento soterrado que tiene de que es castellano, aflore el plano lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo, una personalidad histórica y cultural, una comunidad humana definida. En seguida vendrá, por la propia naturaleza de las cosas, la afirmación y el consenso mayoritario de este pueblo para reivindicar su autonomía asumir las capacidades políticas necesarias para ejercer protagonismo y responsabilidad de sus propios asuntos, en constante y fraterna relación con todos los pueblos de España. La autonomía será el resultado de la conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio político para distraer su atención de los verdaderos problemas que le afligen.
¿Cuál es la tarea y cuáles son los objetivos que tenemos pendientes?
Trabajo constante orientado a la renovación cultural del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cultura castellana; defensa y promoción de dos los valores e intereses de la Región y, particularmente, por su 'justa marginación, los de la población campesina; democratización efectiva de la vida local; descentralización autonómica de los municipios; institucionalización de las comarcas por integración ,libre de poblaciones de mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales rurales. En una palabra, sacar a la Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la tarea, larga, difícil y a desarrollar de abajo a arriba, que nos conducirá al renacimiento de Castilla.
En este gran quehacer de restablecer nuestra comunidad regional, ie debe hacer lo posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los problemas ajenos a la Región en cuanto tal, es decir las cuestiones o tensiones de la política a nivel del Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra decadencia presente, para restaurar la Región —"área de vida en común" — deberemos esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y comunitario del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento de facción. Porque, en una palabra, necesitamos un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra sierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y tipos sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de nuestra colectividad.
La región es una realidad compleja, hecha de factores ,geográficos, históricos, antropológicos y culturales, y también económicos. Pero no es un hecho económico. El planteamiento técnico-económico, o tecnocrático, de la región, contemplada como mero marco más eficiente para la organización de los servicios públicos y de las relaciones de producción, no es sino una variante del centralismo político y administrativo y nada tiene que ver con una acepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico cultural del hombre y vía más efectiva para su liberación.
La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los antepasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace (o como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la "nación primaria", en el sentido humano y cultural, no ideológico, no politizado— con que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. En lo que nosotros llamamos un pueblo: una comunidad de hombres que viven juntos y que, por la conjunción Je una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad. Por eso las regiones no «pueden ser inventadas o fabricadas. He aquí una corrupción y falsificación del regionalismo. La región no es un simple espacio territorial: es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo, en otro caso se trataría simplemente de una nueva división administrativa del Estado, tan artificiosa como los departamentos o las provincias.
En España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular —para todos y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española, a medida que vaya adquiriendo la conciencia de su identidad— es particularmente grave. Nada tan distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres nacionalidades —Cataluña, País Vasco Galicia—, fundadas en la realidad de sus respectivos pueblos, con otra serie de regiones —por ejemplo, Castilla-León, Castilla Mancha— trazadas artificialmente con criterios políticos económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles debe recibir el mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, les debe reconocer idéntico derecho y oportunidad; sólo dependiente en cuanto a su realización, del grado de conciencia, voluntad madurez colectiva que vayan afirmando.
En lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las realidades populares. Sus partidarios la definen como "las nuevas provincias de la cuenca del Duero". Pero, sin duda la "cuenca del Duero" (Valladolid) es un artificio tan arbitrario centralista como la "región Centro" (Madrid).
Estimamos que hay una región leonesa y una región castellana que son dos entidades históricas y culturales, dos comunidad regionales diferenciadas. Su concreta delimitación y la ordenación de sus relaciones son cuestiones que competen al pueblo leonés y pueblo castellano y que ellos mismos deben solventar, sin que pueda darse por resultas "a priori" en virtud de opiniones de grupos o de imposiciones del aparato del Estado.
En este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente los movimientos regionalistas leoneses, que justamente reivindican personalidad del pueblo de León, y ofrecerles nuestra solidaridad y la voluntad de colaborar, cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en la recuperación de la identidad autonomía de las dos regionalidades.
En cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la cordillera carpetana—, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja, cunas indiscutibles del pueblo castellano componentes fundamentales de su personalidad colectiva; junto con las tierras castellanas del sur —de las actuales provincias de Madrid, Guadalajara y Cuenca que son tan castellanas como las del norte. También aquí, por lo que se refiere a la delimitación de estas cifras castellanas comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva con las de la Mancha, que integra otra región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos interesados, a través de un proceso serio de información y autoreconocimiento.
León, Castilla y La Mancha, es decir los países englobados en las arcas administrativas de León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, tienen en efecto serios problemas de identidad y límites. El proceso de restauración de estas regiones, como identidades populares, no puede sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbitrarias, que, una vez más, no serían sino manifestaciones del espíritu centralista y del desconocimiento y menosprecio de las realidades culturales y populares que integran España.
Pertenece a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego que ahora empiezan a despertar y a preocuparse por la búsqueda de su identidad resolver libremente sobre sí mismos y sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concienciación e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y aflorar las verdaderas entidades populares que subyacen bajo las superestructuras administrativas.
Con la invasión árabe y, especialmente, con las campañas del siglo VIII y la desolación que impone Alfonso I, el norte del Duero quedó convertido en un desierto. Se arruinaron las villas, los castros, las antiguas ciudades romano-godas. La tierra quedó yerma, la población huyó, replegándose sobre la cordillera del norte. Pasaban los años y la tierra no podía sostener a tanta gente. Un pueblo denso, pobre, hambriento y agobiado se amontonaba en los angostos valles cantábricos.
Como dirá más tarde, hacia 1255, el anónimo monje de San Pedro de Arlanza que escribe el Poema de Fernán González:
Eran en poca tierra muchos hombres juntados;
de hambre y de guerra eran muy lacerados.
Vivieron castellanos gran tiempo mala vida,
en tierra muy angosta, de viandas fallida,
lacerados muy gran tiempo a la mayor medida.
Esta miseria es la que aquellos primeros castellanos quieren sacudir cuando se deciden a emprender la gran aventura: salir fuera de las montañas cántabras.
Hacia el 814 se inicia la empresa. "En la era 852 —rezan los Anales Castellanos— salieron los foramontanos de Malacoria y vinieron a Castilla". Una masa de gentes atenazadas por el hambre y dispuestas a jugárselo todo, se desgaja de las estribaciones orientales de los Picos de Europa, bajan hacia el sur y el este, desalojan a los moros y empiezan a asentarse en las tierras y valles del norte de Burgos, en el alto Ebro, por Bricia, Villarcayo, Espinosa de los Monteros, Amaya, Valdegovia y Medina de Pomar; en la antigua Bardulia, que pronto se empezará a llamar Castilla.
Estos hombres forman un pueblo pobre y rudo, pero dotado de una tremenda energía. Apresuradamente —las herramientas de trabajo en una mano y en la otra las armas— roturan las tierra baldías, levantan granjas, pequeñas iglesias y fuertes castillos, colonizan los yermos, repueblan las antiguas villas abandonadas. Son hombres libres: toman, rompen y labran la tierra para ellos mismos; se hacen pequeños propietarios y aprovechan colectivamente las grandes extensiones comunales que se reserva el grupo vecinal.
Castilla y su pueblo son uno de los fenómenos políticos y culturales más notables que se han dado en la historia. ¿Qué extraño pueblo es éste, desconocido, falto de medios materiales y rodeado de enemigos, y que, sin embargo, consiguen sobrevivir, afirmarse crear un estado? ¿Quiénes son los castellanos? ¿Qué es Castilla, un país, una etnia, una cultura diferenciada que aparece dotada de u impresionante dinamismo, no sabemos cómo y sin que venga acreditada por un pasado respetable?
Castilla es al principio una cosa insignificante, que, además, no tiene precedentes. Todos los estados o regiones de la Península y aún de Europa, tienen sus raíces en un pasado definido o son obra de fuerzas históricas diferenciadas y preexistentes. Pero Castilla es un fenómeno rigurosamente inédito. Galicia está marcada de antigua como una provincia romana. Navarra es el país de los vascones Cataluña aparece como una formación del imperio carolingio. León se declara heredero y continuador de la monarquía visigótica de Toledo.
Castilla es un ente original, una nación nueva. No tenía ni siquiera nombre. Castilla es un simple topónimo, la palabra con que empezó a denominarse la comarca, fortificada de castillos, en que se establecieron los primeros foramontanos.
Varias etnias —de estirpe fundamentalmente céltica, es decir europea, y que tenía muchos factores comunes —se funden para dar origen al pueblo castellano; cántabros y vascos, celtíberos y godos populares; esto es el elemento germánico popular, las masas visigodas de base que estaban asentadas y trabajaban en las tierras del cuadrante oriental de la meseta norte; gentes ajenas y hostiles al régimen señorial y clerical de Toledo.
Estas razas no se confunden o integran verticalmente, sino en proyección horizontal, para dar lugar a una sociedad básicamente, igualitaria, que es lo que constituye uno de los caracteres esenciales del pueblo castellano.
Todas estas gentes habían sido refractarias a la romanización, habían resistido el poder y la influencia cultural de Roma y, después de la monarquía visigoda, conservaban de hecho sus propias instituciones, poseían una común tradición de libertad y un elevado sentido de la dignidad de cada hombre, se organizaban en sociedades pluralizadas, en grupos humanos descentralizados y autonómicos, se reunían en asambleas populares libres para resolver las cuestiones judiciales y los negocios públicos; tenían, en mayor o menor medida, hábitos colectivos de aprovechamiento comunitario de la tierra, las aguas, los prados y los bosques.
Estos caracteres habrían de pasar a integrar la sustancia de la personalidad colectiva de la nueva comunidad histórica, del pueblo castellano. A mediados del siglo X este pueblo, dirigido por el conde Fernán González, conde de Castilla y Álava, de los castellanos y de los vascos, se proclama independiente y soberano.
Castilla dependía políticamente de León, pero era una nación diferente, otro pueblo, otra cultura y otra organización social. A medida que se avanzó hacia el Duero, y más aún en la Extremadura castellana —Soria, Segovia y Ávila—, la distancia espiritual respecto de León se hizo cada vez mayor, más insalvable. El anhelo profundo del pueblo castellano era apartarse del reino leonés y afirmar su "propia personalidad nacional. Fernán González entendió a su pueblo y movilizó su gran energía para la conquista de ese ideal. Fernán González, este hombre que parecía entre todos un fermoso castiello, fue la encarnación del espíritu nacional de Castilla.
El reino de León se había declarado continuador de la monarquía visigoda, heredero de las tradiciones y de las estructuras señoriales de la Toledo imperial. Era un estado vertical, soñador de la idea de imperio, una sociedad centralizada y duramente jerarquizada, es decir ordenada de arriba a abajo. Por el contrario, el pueblo castellano, formado por grupos de pequeños propietarios libres, integraba una sociedad horizontal, igualitaria y abierta, y por ello, mucho más fecunda.
Los castellanos son un pueblo inquieto y rebelde; una fuerza histórica renovadora al conservadurismo del reino leonés.
Se notaba en su misma manera de hablar. El dialecto de los castellanos era directo, resolutivo, cambiante, el menos conservador y arcaizante de los que se hablan en la Península. Y otro tanto sucede con el derecho y las instituciones de Castilla, que revelan también la capacidad creadora de este pueblo.
Los castellanos repudiaban la ley oficial de los godos, el romanizado Liber iudiciorum o Fuero Juzgo, que se aplicaba en León y cuyas leyes no estaban de acuerdo con sus costumbres. Los castellanos nombran ellos mismos jueces populares, por elección de los vecinos, haciendo caso omiso de la Ley de León, según la cual habían de ser designados por el rey o por sus funcionarios; y estos nuevos jueces populares fallan los litigios no con sujeción al libro leonés sino por fuero de albedrío, es decir con arreglo al buen sentido y a la equidad, en un procedimiento sencillo y directo, en un juicio alzado, sin los complicados trámites, formalidades y distingos del Fuero Juzgo.
La repudiación del Liber acredita la originalidad jurídica de Castilla entre todos los pueblos españoles, ya que el Fuero Juzgo regía no sólo en León y Galicia sino en Cataluña y en toda España musulmana, en las colectividades mozárabes. En Castilla, las sentencias de los jueces y los usos y costumbres populares son las fuentes de donde nace el derecho, que pasa a expresarse en los fueros comarcales.
La idea castellana de que "nadie es más que nadie" —principio esencial del espíritu castellano sirvió para crear dos instituciones sociales trascendentales: la caballería villana y el concejo.
La condición del caballero o noble está abierta a todos, no determina una clase cerrada. En Castilla basta tener un caballo y la armas de guerra para alcanzar la condición jurídica y social de caballero. Esta es la caballería villana o caballería democrática, un puerta abierta al valor, al esfuerzo y al mérito de cada hombre.
El concejo es la asamblea de todos los vecinos, hombres mujeres, ricos y pobres, altos y bajos, que gobierna democráticamente los asuntos de la comunidad.
Este es el pueblo castellano original. Un pueblo de hondas afinidades con los vascos. Como han dicho Menéndez Pidal, Luis Carretero Nieva y Anselmo Carretero Jiménez, Castilla es una protesta vascongada contra el reino leonés; protesta vasca —añada yo— que arraiga y toma cuerpo en los pueblos de las sierras celtíberas. El vasco —sentó con razón Unamuno— es el alcaloide d castellano; y, en efecto, es decisiva la influencia de los pueblos euskaldunes, de los vascos nuestros primos hermanos— en la creación del estado, de la lengua, de las instituciones y, en un palabra, de la personalidad histórica y cultural de Castilla.
La Castilla original y auténtica fue desnaturalizada. A mediad del siglo XIII, concretamente en la unión definitiva de las coronas d Castilla y León que se produce en 1.230 en la persona de Fernando I se inicia un largo proceso de falseamiento y anulación de personalidad castellana.
En esa unión de las dos coronas se ha querido ver una afirmación de la primacía de Castilla en la historia de España, una consolidación definitiva del poder castellano frente a los demás pueblos españoles.
La realidad es muy distinta. La nueva monarquía no es castellana, aunque comprenda el territorio de Castilla. En la larga relación de reinos que la componen —Castilla, León, Galicia Asturias, Extremadura, Toledo, Córdoba, Jaén, Sevilla, Granada Murcia—, ciertamente Castilla figura en primer lugar, sin duda porque fue la primera corona que adquirió Fernando III, pero no ha un predominio de Castilla sino que, por el contrario, son los ideales, instituciones esquemas sociales y espíritu señorial de la monarquía de
León los q u e imprimen su carácter a todo el conjunto del Estado. Ya lo dijo certeramente el ilustre historiador catalán Bosch-Gimpera: "Aquella monarquía, a pesar de llamarse castellana, era propiamente ajena a Castilla, representaba la tradición visigótica de la monarquía leonesa y polarizaba a menudo en torno a empresas extrañas al verdadero espíritu castellano, fuerzas que lo desviaban de la trayectoria de sus raíces".
La acción de los reyes de la nueva monarquía global se orienta a la descalificación del régimen popular castellano —la primera democracia que se había dado en Europa—, y a su paulatina suplantación por un régimen unitarista y señorial.
El Estado no es castellano ni se castellaniza. Simplemente cuesta el nombre de Castilla, pero su actuación es claramente opuesta al genio castellano. Rebasada la línea del Tajo, las grandes conquistas de Fernando III, la expansión por la Mancha, Extremadura, Andalucía y Murcia y los conflictos sucesorios, determinan la creación de enormes señoríos territoriales concebidos por los reyes en propiedad y jurisdicción a las grandes familias y a las órdenes militares, unas veces por vía de recompensa de servicios y otras como precio de su parcialidad en las discordias intestinas. Es decir, justamente el esquema contrario al planteamiento popular de la colonización castellana. La nueva monarquía exporta a esas fronteras —como más tarde a América— el sistema feudal propio de las estructuras del reino leonés, e incluso, lo que fue más grave para Íos castellanos, en el mismo solar y corazón de Castilla —como ha denunciado el maestro Sánchez-Albornoz— llega a otorgar a los nobles sistemáticamente villas, tierras y jurisdicciones, cercenando las comunidades populares, expropiando los poderes concejiles, absorbiendo las propiedades libres y, en suma, destruyendo la sustancia democrática del país.
La política de los reyes de León-Castilla, apoyada en los grandes señores, se orienta concienzudamente a restringir los derechos forales y la autonomía tradicional de las comunidades castellanas. Es un largo proceso que concluirá a fines del siglo XV con la destrucción de los concejos y la anulación del estado castellano pluralista, sustituido por la monarquía unitaria y centralizadora. La revolución comunera yugulada en 1.521 es, en uno de sus aspectos, el último y desesperado esfuerzo de los castellanos para recuperara los derechos y libertades de la antigua tradición democrática de Castilla.
Ese proceso de expropiación al pueblo castellano de sus viejas libertades, empieza a manifestarse por una serie de disposiciones de Fernando III y Alfonso X, de 1.231, 1.250, 1.256, 1.259 y 1.278, encaminadas a privilegiar a la nobleza urbana —los caballeros que tuvieron las mayores casas pobladas—, para la implantación de una oligarquía aristocrática, y a cancelar o restringir los derechos tradicionales del común. Así, el decreto de Fernando III, de 22 de noviembre de 1.250, dirigido al Concejo de Segovia —y que deriva directamente de las mismas prohibiciones ya impuestas en el Ordenamiento dado para la villa de Uceda (Guadalajara) en 1.231— ordena que los vecinos menestrales no puedan ser jueces —mando que los menestrales non echen suerte en juzgado por el juez—, es decir deroga en este particular el antiguo e igualitario uso foral de Segovia, acordado al derecho típico de la Extremadura castellana. Y a seguido, dicta esta importantísima disposición:
"Otrosí se que en vuestro Concejo se facen unas cofradías y uno ayuntamientos malos a mengua de mio poder e de mio señorio, e a daño de vuestro concejo, e del pueblo, ó se facen muchas malas encubiertas, e malos paramientos; mando so pena de los cuerpos, e d acuerdo avedes, que estas cofradías que las desfagades; et que de aqu adelante non fagades otras, fuera en tal manera para soterra muertos, e para luminarias, e para dar a pobres, mas que non pongades Alcaldes entre vos, nin coto malo. E pues que yo vos do carrera por ó fagades bien, e limosna, e merced con derecho: si vos a mas quisiesedes passar a otros cotos, o a otros paramientos, o a poner Alcaldes; a los cuerpos, e a cuanto oviessedes, me tornaria por ello."
Este notable documento, como el Ordenamiento de Uceda de 1.231, evidencia-que en la primera mitad del siglo XIII existían en Castilla unas cofradías, sociedades, juntas de menestrales sindicatos (hermandades) que celebraban reuniones públicas — ayuntamientos—, acordaban normas o leyes —cotos— de obligado cumplimiento y se regían por alcaldes de su elección. Estas asociaciones son las primeras de que se tiene noticia histórica en Castilla, el rey ordena radicalmente su disolución. Consta que no se trataba de sociedades o cofradías para fines piadosos, pues para este objeto —soterran muertos, hacen luminarias, dar a pobres- la real provisión las autoriza expresa y exclusivamente. Habían de ser, pues, corporaciones de oficios, es decir gremios, o bien asociaciones, ayuntamientos o hermandades para fines concernientes a la cosa pública. No sabemos, en todo caso, si se limitaba a una finalidad específica de tipo gremial, en defensa de intereses profesionales, o si tuvieron otros objetivos más amplios de carácter político y social, de apoyo a las libertades forales de la Comunidad, contradichas por la actividad regia; como así pudiera deducirse de los propios términos de la carta real, expresivos de que esas cofradías, ayuntamientos o hermandades se hacían a mengua de mio poder e de mio señorio. Su significación política se refuerza si consideramos el dato de que Fernando III justifica la orden de disolución de estas asociaciones con el argumento de que, además, se hacían a daño de vuestro Concejo e del pueblo.
Fernando III, escasamente agradecido, olvidó que debía el trono a los concejos castellanos y, en particular, a los de Avila y Segovia. A la muerte de Alfonso VIII de Castilla —abuelo materno de _Fernando— le sucede Enrique 1, tío de éste, como hermano de su madre, doña Berenguela. Cae el reino en poder de los magnates nobiliarios, bajo la tiranía de de la ambiciosa familia de los Lara, Alvaro, Fernando, y Gonzalo de Lara, hijos de conde Nuño de Lara, el primero tutor del rey, que tenía once años. Muere Enrique I poco después, en 1.217, y se proclama reina doña Berenguela, que combatida a la vez por los Lara y por Alfonso IX de León, demanda angustiosamente el apoyo de los concejos de la Extremadura castellana. Envía sus embajadores a Segovia. Los concejos elaboran, como solución del conflicto sucesorio, la fórmula política que juzgan más conveniente a los intereses del pueblo, en orden a la necesaria neutralización del poder de la aristocracia. En Valladolid doña Berenguela, inspirada por los concejos, renuncia sus derechos a la corona en favor de su hijo primogénito, Fernando III, y los pueblos le reconocen como rey. Las milicias de Segovia y Ávila sostienen eficazmente su causa frente a la nobleza y el rey de León. Las escuadras concejiles se imponen a unos y otros, reducen a prisión a su principal enemigo, Alvaro Núñez de Lara, y la autoridad de Fernando queda consolidada.
La política de prohibición de las hermandades populares castellanas —manifestación del que ahora llamaríamos derecho de asociación política— continúa insistentemente durante todo el siglo XIII. El decreto de disolución de las cofradías y ayuntamientos de Segovia, dictado por Enrique III, no debió tener plena eficacia, ya que seis años después,, el 22 de septiembre de 1.256, en los Ordenanzas de Alfonso X, encontramos de nuevo planteado el mismo problema de esas juntas, entendidas otra vez por el rey como ilegales y en detrimento de su poder y señorío, y retirada la orden de su disolución, en los mismos términos literales que en la pragmática fernandina.
La prohibición se reproduce en las Cortes de Valladolid en 1.258 y Jerez en 1.268, y hasta llega a incrustarse en el fuero de Sepúlveda, seguramente en 1.272, con motivo de su confirmación por Alfonso X, (título 206: Otrosí mando que en las cofradías de las aldeas no haya alcaldes ni juicios ninguno.)
La ilegalidad de las hermandades populares —cofradías e ayuntamientos malos— se consagra también, como es natural, en las Partidas. Pero es curioso que en el propio código, Partida 2 , título I, ley 10, se reconozca que son tiranos, y así los califica, los que vedaron siempre en sus tierras cofradías e ayuntamientos de los omes.
Durante cien años, desde la mitad del siglo XIII a mediados del XIV, se registra en Castilla una prolongada tensión histórica en orden al poder, administración y gobierno de los concejos. La vieja tradición popular, igualitaria y comunera se enfrenta con una presión creciente en el sentido de la aristocratización de la autoridad, de la vinculación de cargos y oficios municipales a la clase nobiliaria, de la reducción de la intervención popular, de la supeditación del concejo al control de los poderes centrales del reino. La instrumentación jurídica para esta relegación de las fuerzas populares, creciente afirmación de la oligarquía nobiliaria y uniformación institucional del país, se logra mediante el desplazamiento de los fueros locales por el derecho regio, hondamente romanizado y hostil a las peculiaridades jurídica castellanas, y expresado, desde la segunda mitad del XIII, en el Fuer Real (1.252-1.255) y en las Partidas (1.256-1.263). Se mantiene la pugna social, siempre latente y muchas veces crítica, entre el estamento popular, los buenos hombres pecheros y la clase creciente de los privilegiados que no pechan y que, además, presionan para dominar en beneficio propio el régimen y administración de los concejos y asegurarse posiciones de ventaja en cuanto a la disposición de los recursos económicos del patrimonio comunal. Esta situación determinaba la natural resistencia y protesta del estado llano, y las constantes fricciones entre una y otra clase social desembocaban frecuentemente en desórdenes y revueltas con ocasión de las elecciones para los cargos concejiles.
Así las cosas, Alfonso XI, siguiendo su política decididamente oligárquica y centralista, encaminada a la anulación de las autonomías locales, dicta sus reales provisiones de 1.345 y 1.346 por las que sustituye el concejo vecinal por un órgano designado, de nombramiento real, el regimiento o ayuntamiento gubernativo, constituido por un pequeño grupo de regidores perpetuos extraídos en su gran mayoría, dos tercios, de la nobleza urbana, que se hace cargo de las funciones del antiguo concejo. Este nuevo régimen entrega el gobierno de las ciudades castellanas a la aristocracia local, es decir a una clase minoritaria, y sustituye por un sistema crudamente oligárquico la tradicional administración democrática. Con e tiempo y como consecuencia de la falta de participación popular auténtica en la dirección de la cosa pública, se llegará al abuso de que los cargos concejiles se usen, cedan y aun arrienden por los privilegiados patricios como si fueran bienes de su privada pertenencia.
La institución del regimiento designado —aristocratización del gobierno municipal por ministerio del rey— se inserta en el marco de la política general de robustecimiento del poder real, de centralización y uniformación jurídica y política, de cancelación de las autonomías y derechos locales.
La mentalidad romanista dominante —sin imaginación para entender el fecundo pluralismo castellano altomedieval— presiona a favor de un poder centralizado, en una sociedad homogénea. Alfonso XI, como hemos visto, mediante el nombramiento de los regidores perpetuos de designación regia, se adueña del régimen de los concejos. Pocos después, en el Ordenamiento de Alcalá de 1.348, establece el orden legal de la prelación de fuentes jurídicas: se aplicarán en primer lugar las leyes reales y sólo en segundo término, como derecho supletorio, los fueros municipales; sujetos éstos, en todo caso, a la potestad del rey para interpretarlos, corregirlos y enmendarlos. Las leyes de Toro de 1.505 consumarían la liquidación del regionalismo jurídico castellano, al imponer absolutamente la aplicación de los ordenamientos y pragmáticas reales y excluir los tueros y costumbres de la tierra.
Paralelamente, desde la segunda mitad del siglo XIV, se pone en movimiento otra institución que había de contribuir decisivamente al proceso centralizador: el corregidor.
El corregidor es un funcionario regio, nombrado generalmente de, la clase de los letrados, que se envía a algunas ciudades como delegado del rey, investido de amplios poderes gubernativos y judiciales, cual especie de juez y gobernador en una pieza. El corregidor empezó siendo una magistratura ocasional que se nombraba en algunos casos para corregir abusos, dejando en suspenso y sustituyendo la jurisdicción ordinaria de los alcaldes o jueces de fuero, normalmente por el típico plazo del año.
Los reyes tendieron a extender y generalizar el cargo. Como tropezaron con la resistencia de los pueblos castellanos, firmemente opuestos a estos funcionarios extraños que en su varas traían poderes omnímodos de los que frecuentemente hacían mal uso , procedieron los monarcas paulatinamente, en una política maniobrera y cautelosa de avances y retrocesos: ora enviando corregidores a ciertas villas, cada vez en mayor número, ora retirándolos en los casos de más radical contestación popular, ora obligándose —como Juan II por leyes dadas en las Cortes de Zamora, 1.432, y Valladolid, 1.442- a no proveer de corregidor a ninguna ciudad o villa sino a petición de la mayoría de los vecinos y moradores: por refrenar la codicia de algunos ambiciosos que desean tener nuestro poder y facultad de juzgar los pueblos. Leyes incumplidas por los reyes, según queja de las Cortes de 1.455.
Al cabo, y a pesar de las protestas de los pueblos por los grandes excesos que se cometían por estos funcionarios, el regidor terminó por arraigar como representación permanente de la autoridad real en la ciudad, titular efectivo de la jurisdicción y del gobierno locales: el más eficaz instrumento de la política de centralización.
La culminación de este tratamiento ortopédico de la vida municipal se opera bajo los Reyes Católicos, que, en 1.480, imponen la institución del corregidor a todas las ciudades y villas, con carácter general y definitivo. El Rey e la Reyna —narra su cronista Fernando del Pulgar— acordaron en aquel año de enbiar corregidores a todas las cibdades e villas de todos sus reynos, donde no lo avian puesto.
La oposición popular a este órgano extraño de poder vuelve a manifestarse con motivo de la revolución y guerra de las Comunidades. En los Capítulos que la Junta Santa de la Comunidad ordena en 1.520 y remite a Flandes para que sean confirmados por el ley, se inserta, en el cuadro de derechos y libertades que los comuneros reivindican, la petición de que "de aquí adelante no se provea de corregidores a las ciudades e villas destos reinos, salvo cuando las ciudades e villas e comunidades de ellos lo pidieren; es conforme a lo que disponen las leyes del reino."
El proceso de la historia de España ha conducido a una tal identificación de Castilla con el Estado español. Y, consecuentemente, se ha hecho responsable a Castilla de todos los errores excesos del Estado: del centralismo, del absolutismo, imperialismo, de la opresión de los pueblos españoles; de todo cuanto ha hecho, con desconocimiento de la rica variedad de pueblos y países hispanos, la monarquía de los Austrias, la de los Borbones, el jacobismo centralista del siglo XIX.
Como ha proclamado con entero acierto el Manifiesto Covarrubias, de la "Comunidad Castellana", se ha inventado u falsa imagen de Castilla como pueblo dominante e imperialista q ha sojuzgado a los demás de España, imponiéndoles por la fuerza lengua, su cultura y sus leyes. Falsa imagen castellana en la que creen muchos, en otras regiones y países españoles, y que tanto daño nos hecho a todos, al hacer más difícil la gran empresa del entendimiento y articulación de las Españas.
Castilla no es eso. No ha habido una hegemonía castellana ni centralismo de Castilla. Las instituciones e ideales genuinos de Castilla nada tienen que ver con el absolutismo ni el imperialismo. La tradición castellana es popular, democrática y foral, y se basa en respeto de la dignidad humana, de la libertad e igualdad ante la Ley del estado de derecho consagrado en los fueros.
Si Castilla es el primero de los reinos españoles que pierde s tradiciones, no es ciertamente por su voluntad sino después de haber sido vencida en la lucha comunera por esas libertades.
Castilla —concluye el Manifiesto— no ha sometido a los demás pueblos peninsulares ni les ha hipotecado su personalidad histórica Castilla no ha sido culpable sino víctima: la primera y más perjudicada del centralismo español.
Pero no sólo del centralismo político sino de un centralismo cultural: del centralismo de la cultura establecida en Madrid, de una cultura cortesana que ha desfigurado en todos sus aspectos geográfico, histórico, político, y cultural— el verdadero rostro d Castilla.
Los castellanos hemos de denunciar y rechazar la mitología falsificadora de Castilla. Una literatura centralista, como la de los escritores del 98, ignorante de las realidades de nuestro pueblo, ha sembrado y propagado la confusión y nos ha enfrentado, injusta gratuitamente, con los otros pueblos castellanos.
Ni Unamuno ni Ortega han entendido al pueblo castellano Castilla no ha paralizado a los demás pueblos hispánicos ni el espíritu castellano es centralizador; Castilla no puede identificarse con el Estado español ni ha habido un absolutismo ni un imperio
castellanos: Castilla no es la que ha hecho a España —que es obra de todos—; no es verdad que sólo cabezas castellanas tengan órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral, ni que Castilla sepa mandar y haya tenido voluntad de imperio.
A los castellanos no nos ha interesado nunca ni el mando ni el imperio. No es lo nuestro. La vocación castellana es humanista y el sentido de la vida de este pueblo, profundamente igualitario, conforme a su aforismo esencial de que "nadie es más que nadie".
El regionalismo castellano ha de proponerse como misión esencial la recuperación de la Castilla auténtica, la vuelta a las raíces genuinas del pueblo castellano, que dieron savia a la cultura, ,instrucciones y vida fecunda de este pueblo. Para que Castilla — todas las tierras castellanas, desde la montaña y la Rioja a las sierras itiberas— ocupen sencillamente un puesto igual y digno en la comunidad de los pueblos y países españoles: en una palabra, en la España de todos.
El reencuentro de Castilla con su propia identidad histórica y cultural es una cuestión de supervivencia del pueblo castellano como comunidad humana. La grave situación en que se encuentra Castilla, dada por la despoblación y el empobrecimiento, exige el planteamiento urgente de la recuperación de la conciencia de su personalidad y de su voluntad colectiva de continuar existiendo como pueblo.
En esta hora, ciertamente dramática por la gravedad de las dificultades con que se enfrenta Castilla, pero esperanzadora a pesar de todo, es justo recordar aquí con reconocimiento al padre del regionalismo castellano: Luis Carretero y Nieva, ingeniero y escritor segoviano, fundador de la idea castellanista. En 1.918, por encargo de la Sociedad Económica segoviana de Amigos del País, Carretero Nieva publica en Segovia un libro notable La cuestión regional de Castilla la Vieja (El regionalismo castellano), en el que se investiga la verdadera historia y naturaleza de Castilla y se propone formalmente e los castellanos, como objetivo, la creación de la Mancomunidad de Castilla por todas las provincias castellanas. Y, con Carretero y Nieva, a su hijo y continuador Anselmo Carretero y Jiménez, que ha consagrado toda su vida, con una constancia y fidelidad admirables, el estudio y defensa de los ideales castellanos.
Como conclusión y resumen de estas reflexiones cabe señalar esencialmente que Castilla no es el reino de tal nombre ni el Estado español. Castilla no es la que ha hecho a España, ni la responsable del unitarismo y de la opresión de los pueblos españoles.
El tópico de la Castilla imperial y expoliadora es un sambenito que la cultura centralista, seguida en este punto por los nacionalismos periféricos, le ha colgado gratuitamente al pueblo castellano.
Devolver a Castilla su verdadero rostro. El de un pueblo modesto y llano, de honda raigambre igualitaria y democrática. Una tierra no hegemónica, sino marginada y dramáticamente empobrecida.
Recuperar la conciencia de pueblo y sus señas de identidad. Rescatar la genuina tradición cultural castellana. Como condición de supervivencia colectiva y libertad.
Es el desafío histórico con el que nos enfrentamos los hijos de Castilla.
Castilla como necesidad
Colección Biblioteca de promoción del pueblo nº 100
Varios autores
Edita zero zyx S.A. Madrid 1980
Páginas 49-64
viernes, junio 17, 2011
Castilla como identidad histórica y cultural (Manuel González Herrero 1980)
lunes, noviembre 13, 2006
A la búsqueda de la identidad castellana (Inocente García de Andrés, Informativo Castilla , nº 4 y 5 , 1979)
A la búsqueda de la identidad castellana
«Perpetua pesadilla de los gobernantes visigodos fueron siempre los pueblos de las montañas cántabro-pirenáicas>, escribe Menéndez Pidal. Y uno de los más autorizados historiadores de la primitiva Castilla, Fray Justo Pérez de Urbel, escribe sobre el carácter originario del pueblo castellano: «Aquellos hombres son los descendientes de los cántabros rebeldes y los vascones, siempre indóciles a todo yugo. Por eso odiaban la ley de los godos contra la cual habían luchado sus padres cuando se las imponían los reyes de Toledo. La odiaban como un símbolo de servidumbre, como un yugo que estaban dispuestos a sacudir. El carácter apartadizo de aquellos foramontanos era un motivo de alarma en los centros de la corte. Ya en tiempos del Rey Ramiro I habían tenido la audacia de nombrarse a sí mismos sus jueces cuando estaba bien claro en la ley de los Godos que nadie podía establecer un juez, sino el rey o su representante».
Efectivamente, cántabros, vascones y refugiados de la vieja Celtiberia, que comparten con ellos, desde antiguo, un mismo espíritu de libertad, rechazan ahora a los musulmanes, como habían hecho anteriormente con los visigodos de Toledo; y se oponen, igualmente, a las pretensiones imperiales del reino neogótico astur-leonés, dando origen al pueblo castellano. Cántabros, vascones y godos populares hombres de la vieja celtiberia - se funden en «una gran simbiosis convivencial que habría de dar al mundo un nuevo y glorioso ente histórico que se llamaría Castilla».
Nace Castilla, pues, por el pulso de unas gentes que ven en la estrechez de las montañas del norte y se abren amino a la meseta y sierras el interior, por los valles de a cabecera del río Ebro: son los FORAMONTANOS.
El Foramontano pertenece a esa categoría de hombres que se enfrentan a lo desconocido y que se sabe arriesgado: la conquista de la meseta, tierra periódicamente hollada por la caballería mora en sus terribles «aceifas». Es hombre que lucha con una mano, mientras con la otra cultiva la tierra y levanta humilde casa. Cada primavera ocupa un alcor que inmediatamente se fortifica. La «presura» se convierte, así, en título de propiedad sobre los bienes abandonados por el enemigo y que se reparten entre todos por igual.
Estos hombres se movían impulsados por un instinto de libertad que se expresa en dos palabras: Reconquista y Fuero. El Foramontano se convierte tras abandonar la estrechez de intramontes, en un ciudadano libre a la vez que se va construyendo una patria libre.
Desde los valles de intramontes, Valles de Cabuémiga y Valderredible y por los puertos de Palombrera y el Escudo; desde el país de los vascones y por la Sierra Salvada y Puerto de Orduña, emerge el pueblo Castellano.
LOS VASCOS Y LOS CASTELLANOS
De tal magnitud fue la aportación de los vascones, que aquel puñado de valles y montañas de entre el mar y el Ebro que gobernaban Laín Calvo y Nuflo Rasura en un principio, y que después fueron Condado de Lara, estuvieron a punto de llamarse Bardulia o Las Bardulias y no Castilla. (El nombre de Bardulia procede de los Bárdulos, tribu primitiva de la que proceden -absorvidos ya por ellos los Caristios y los Autrigones-, los actuales vascos de las tres provincias).
La presencia vasca en el nacimiento y desarrollo de Castilla se hace presente y patente en multitud de topónimos y en otros tiempos onomástica de clara raíz euskérica, hasta las riberas del Duero y las estribaciones de la Demanda: Bascones, Vasconcillos, Villaváscones, Bascuñana, Zayas de Váscones etc., por tierras de la Rioja, Burgos, Palencia o Soria que denotan la presencia y acción repobladora de grupos humanos procedentes de aquellas montañas.
De la fraternidad entre la más auténtica Castilla y el Pueblo Vasco hemos de destacar una fecha esencial. Se trata del año 1200 en que los guipuzcoanos, disgustados con los reyes Navarros, ofrecieron a Alfonso VIII el Señorío de su Estado, que el rey castellano aceptó, quedando así unidos a la Corona de Castilla. Y hemos de destacar que esta unión, no sólo fue pacífica y libremente aceptada por los guipuzcoanos sino propuesta por ellos. Es una fecha y un hecho importante de resaltar, para el mutuo conocimiento de ambos pueblos y su más auténtica tradición que se niega a reconocer los que tachan a los castellanos de imperialistas y quieren provocar, a un mismo tiempo, y mediante el falseamiento de la verdadera historia, el separatismo vasco y su enfrentamiento a Castilla. Se trata, en esta fecha, sólo de Guipúzcoa -debemos subrayar- pues Álava estuvo unida a Castilla ya desde el nacimiento de ésta, en el que tuvo parte importante, siendo Fernán González Conde de Castilla a la vez que Señor de Álava.
Los Fueros e Instituciones Castellanas, Merindades y Comunidades de Villa y Tierra son clara expresión de este parentesco de los pueblos castellanos y vascos.
En el momento en que escribo estas líneas, veo y oigo en el programa «raíces» de TV española, tocar unidos Chistu vasco y Dulzaina castellana en una fiesta del País Vasco. En ella participa el maestro Marazuela que insiste en este parentesco de los pueblos vasco y castellano y sus más simbólicos instrumentos musicales.
Continuará
García de Andrés
Castilla nº 4 julio 1979
CANTABRIA CUNA DE CASTILLA
La Cantabria de intramontes y costera que en los S. VIII y IX había acogido a los otros cántabros foramontanos y con ellos igualmente a los pueblos de la vieja Celtibéria ante la dominación árabe, sale finalmente de los angostos valles.
Las viejas crónicas rezan así: «En 814, salieron los foramontanos de Malacoria y vinieron a Castilla».
Es a principios del S. IX, pues, cuando se da una partida general de gentes. Malacoria, probablemente, haya que identificarla con Mastuerras, lugar próximo a Cabezón de la Sal y Cabuérniga.
Desde los Valles a las Merindades
Los cántabros que habían mantenido durante un siglo su Independencia al otro lado de los montes, preceptores de aquellos otros grupos de godos populares pobladores de la vieja Celtiberia tan unida en espíritu a vascones y cántabros, salen con ellos de las montañas. En las Merindades se funden cántabros, vascones y godos populares. Allí se hace la primera Castilla. Luego, Cantabria cederá su papel primordial en la formación de la Castilla que se va extendiendo hacia el sur, saliendo de los Valles de las Merindades hacia la Bureba. Castilla que afirma definitivamente su personalidad con la fundación de Burgos cabeza y posterior llegada hasta las márgenes del Duero.
La vieja Cantabria nutricia pasará a segundo término, siguiendo en todo, sin embargo, unida a los ideales y al ser de Castilla. Debe existir una razón que explique porque el ámbito de Castilla se extiende en seguida a todas las comarcas montañesas Y ella ha de ser la de que siempre los condes castellanos sentían como solar de sus antepasados -como era en realidad- los valles y las montañas de Santander. No se puede soslayar el hecho de que el Conde Fernán González de Castilla llamase antepasado suyo a Nuño Nuñez, el de los Fueros de Brañosera. Ni pensar que no tenga fundamento alguno la vieja tradición que hace transcurrir la infancia del Conde muy cerca del Mar Cantábrico, tampoco podemos olvidar que los condes castellanos tienen propiedades en los valles de intramontes, indicio de un arraigo secular en el viejo solar de Cantábria, cuna, sin duda alguna, de la esencia de Castilla.
Castilla marinera
Castilla creó enseguida su marina. Antes que la flota comercial nació en Cantabria, la pesquera. En, documentos del S. XII consta ya la pesca de la ballena, desembarcada en Santoña. A finales del mismo siglo Santander Y Castro Urdiales eran puerto donde transitaban paños, cueros, armas y otras mercancías. Roy García de Santander, «el primer marino castellano que navega en mares del sur», participa con sus naves en la toma de Cartagena. La Marina de Castilla se consagra definitiva en 1248, con la toma villa por la flota cantábrica (de naves castellanas, vizcaínas y guipuzcoanas) al mando del Almirante Ramón Bonifaz, ciudadano burgalés Este triunfo determinó creación del Almirantazgo de Castilla, instalado en Burgos con jurisdicción sobre los puertos de la costa castellana: San Vicente de la Barquera, Santander, Laredo y Castro Urdiales. Estas cuatro villas de la costa de la Mar de Castilla, mantuvieron intenso comercio europeo.
La solidaridad de castellanos y vascos en las empresas marítimas se manifiesta solemnemente en la Carta de Hermandad concertada en Castro Urdiales en 1296. Los marinos castellanos y vascos estaban entonces tan unidos, que los franceses llamaban «basques», a todos los navíos del litoral vasco-castellano.
El desarrollo del comercio lanero de Burgos motivó la creación de la «Universidad de Mercaderes», que tenía cónsules en las plazas flamencas. Así nació el Consulado de Burgos, creado como centro del comercio marítimo de Castilla y Vizcaya. El hecho de que el Consulado del Mar se estableciera en Burgos se debió a que, entonces, Santander no tenía importancia administrativa. La provincia de Santander es de moderna creación y Montaña de Burgos. se llamó durante siglos a la después Montaña santanderina o Cantabria.
El nombre castellano todavía no se había desnaturalizado, y en aquellos tiempos a nadie se le hubiera ocurrido decir que Castilla no se asomaba al mar.
El montañés Juan de la Cosa y el guipuzcoano Juan Sebastián Elcano fueron no solamente figuras destacadas de la época de las grandes navegaciones hispánicas, sino también continuadores de una tradición marinera vasco-castellana que ya contó notables hazañas en los siglos medievales. Tradición hoy casi olvidada de la Castilla cantábrica, montañesa y marinera, de la del escudo de Santander con su barco y su castillo. Tradición marinera de Castilla que conserva en un edificio burgalés del Consulado del Mar, un ancla esculpida en piedra, símbolo venerable de la Castilla cantábrica y marinera.
Inocente García de Andrés
Castilla nº 5 septiembre-octubre 1979
viernes, septiembre 15, 2006
LA PERSONALIDAD DE CASTILLA (Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983)
LA PERSONALIDAD DE CASTILLA
Como es sabido, los pueblos castellanos se separaron en el siglo x de la monarquía leonesa para afirmar su personalidad nacional y crear su propio Estado, expresión política de una nueva, original y renovadora comunidad histórica: Castilla.
León y Castilla -por sus orígenes, constitución e historia- son dos identidades, dos etnias diferenciadas, de gran significación e importancia en el conjunto español, y que, a través de los tiempos y a pesar de su integración en una sola estructura política estatal -la Corona de León y Castilla o de Castilla y León, germen del Estado español-, han mantenido hasta el presente su propia individualidad.
León y Castilla son dos pueblos, dos reinos, dos regiones históricas diferenciadas. Puede :defenderse racionalmente que esas dos regiones convenga o no que se junten o integren en una sola circunscripción u organización administrativa, por razones políticas o por cualquier otro tipo de argumentos. Pero nunca se podrá negar, razonablemente, que León y Castilla son dos entidades históricas diferentes.
Desde su aparición en la escena histórica -como viene predicando, con rara y admirable constancia, Anselmo Carretero y Jiménez- Castilla y León son dos nacionalidades, no sólo distintas sino procedentes de troncos enteramente diferentes. El reino de León nace cuando los reyes de Asturias, en el siglo x, dejan Oviedo y trasladan la capital a León, al lugar, donde estuvo el campamento romano de la Legio Séptima Gemina, a la entrada de la llanura de Campos, los Campos Góticos de sus antepasados. Tiene, pues, sus orígenes en la Reconquista iniciada en Covadonga, de carácter predominantemente visigótico. Castilla nace en el «pequeño rincón» donde los montañeses cántabros, aliados con sus vecinos los vascos, defienden su independencia frente a los, moros y a los reyes -de León, como sus padres la habían defendido frente a los de Toledo y sus abuelos frente a las legiones de Roma. Sus raíces y sus orígenes sociales son, por lo tanto, predominantemente autóctonos. León y Castilla, desde sus comienzos altomedievales, representan en la historia ' , de España estirpes y tradiciones, estructuras sociales y económicas, instituciones políticas y concepciones e ideas diferentes, y en muchos aspectos antagónicos. Al aparecer los castellanos en la escena peninsular -foramontanos cántabros que comienzan a balbucir un nuevo romance, a llamar a su país Castilla y a considerarse castellanos, la monarquía astur-leonesa seguía su original designio de restaurar para las oligarquías hispano-godas el imperio de Toledo.
La Castilla originaria, que rompe con la tradición neogótica, clasista y jerarquízame de las estructuras del reino leonés, se caracteriza esencialmente por su condición más popular y libre. Castilla es, como se ha dicho con frase brillante, un islote de hombres libres en una sociedad feudal. Es lo que permitió a Salvador de Madariaga definir así el acceso español al europeismo: «Entrar en Europa quiere decir adoptar las instituciones europeas, y en particular, las liberales y democráticas que ya eran naturales y espontáneas en Castilla en la Edad Media» (España. Ensayo de historia contemporánea; Madrid, 1978, edición doce, página 577).
Castilla se diferencia de León por la lengua,,por el derecho y por la organización institucional. La lengua: el castellano, asombrosamente innovador, frente a la arcaizante lengua, leonesa, progresivamente empujada hacia occidente. Todavía en el siglo xIII, en Valladolid y Tierra de Campos hablaban leonés, cuando ya en Cuenca se hablaba en castellano.,El derecho: los castellanos rechazan el Fuero Juzgo, el romanizado código visigodo, y se rigen por su derecho consuetudinario local, aplicado por jueces de elección: popular. Las instituciones: de signo y tendencia democrática, comunera y foral; con vocación hacia formas sociales igualitarias, horizontales y abiertas.
Veamos lo que dicen al respecto los más reputados historiadores españoles:
a) «Castilla fue un pueblo de hombres libres, medianos y pequeños propietarios, agrupados en pequeñas comunidades rurales también libres, y fueron en ella excepción las clases serviles. La presencia en tierras leonesas de una aristocracia laica y clerical importante, explica su diferencia con Castilla.»
«La existencia en Castilla de una larga serie registrada de aldeas libres habitadas por libres propietarios, en función del talante castellano y de las circunstancias históricas en que vivió el país, produjo la singular sociedad castellana de la que muchas veces me he ocupado. Como los pequeños propietarios de tierra galaico-portugueses y del reino de León strictu sensu, sufrieron los de la Castilla condal el gran tirón de la ventosa clerical y nobiliaria. Pudieron, sin embargo, defenderse de ella mucho mejor que los primeros y mejor también que quienes moraban en la zona leonesa. Los condes de Castilla, necesitaron de ellos para mantenerse libres frente a los reyes de León y frente a los califas de Córdoba. La clerecía y la aristocracia no habían triunfado en tierras castellanas como en las galaico-portuguesas y ni siquiera habían medrado como en las legionenses. Y muy pronto cristalizaron en Castilla instituciones que ayudaron a los pequeños propietarios libres a mantener su primitivo status jurídico.»
«La lejanía de la corte y el peligro de la lucha apartaron de Castilla el mayor caudal de la corriente inmigratoria mozárabe y alejaron -de ella a los grandes magnates de las dos aristocracias. No sufrió así intensamente el contagio de la decadente mozarabía ni la prepotencia de los grandes señores, de la iglesia o de la aristocracia. Continuó siendo tierra de hombres libres agrupados en pequeñas comunidades rurales'.»
«Fue, por tanto, en tierras castellanas donde se inició una sensibilidad política de signo popular frente a la ya cargada de esencias señoriales de León. Los condes de Castilla necesitaron de la asistencia entusiasta de los moradores en su condado para mantenerse frente a los reyes leoneses y para defenderse de los duros ataques musulmanes, y no mermaron sino que aumentaron las libertades de los campesinos castellanos. Los infanzones o nobles de sangre del país no se trocaron en
grandes señores, sino que siguieron siendo a modo de caballeros rurales. De entre los pequeños propietarios no nobles se decantó una nueva clase social: la de los caballeros villanos». (Claudio Sánchez Albornoz.)
b) «Castilla llevaba muy a mal el tener que peregrinar en alzada a León, porque propugnaba en general la legislación del Fuero Juzgo, prefiriendo regirse por sus costumbres locales. Castilla se rebeló contra León y rechazó el Fuero Juzgo, para aplicar su derecho consuetudinario local, y al romper con una norma común a toda España, surge como un pueblo innovador y de excepción.» (Ramón Menéndez Pidal. )
c) «En lugar del aristocratismo romano-visigótico de las castas dominante, en Castilla nos sorprende una democracia igualitaria; en lugar de la propiedad señorial de nobles y prelados, una repartición del suelo en propiedades familiares, con comunidades de bosques y aguas; en lugar de la legislación romano-visigótica o Fuero Juzgo, los fueros de la repoblación, y a falta de ellos, los usos y costumbres tradicionales; en lugar del centralismo unitario, la federación de pequeñas comunidades libres.» (Fray Justo Pérez de Urbel.)
d) «El pueblo castellano,; de sangre vasca y cántabra, se conforma en una sociedad abierta, dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que avanza. País revolucionaria, sin clases sociales cerradas, en que el villano puede elevarse fácilmente a caballero y llegar a la riqueza si le ;favorece la suerte del botín.» (Jaime Vicens Vives.)
e) «Etnicamente había en Castilla elementos bárdulos y vascones que no existían en León, y en su repoblación habían intervenido poco los elementos mozárabes,, que acudieron al territorio leonés, menos expuesto. Socialmente en Castilla no hubo los grandes magnates que ' en León, y su secuela de servidumbre, sino pequeños infanzones y hombres libres, agrupados en pequeñas comunidades, que no tardaron en gozar de autonomía. Jurídicamente los leoneses eran aferrados a la tradición visigótica y a la ley escrita del Fuero Juzgo; mientras los castellanos concedían la primacía a las costumbres', al fuero llamado de albedrío, que permitía sentenciar por fazañas o jurisprudencia de, jueces venerados, que transmitiéndose por tradición oral, podía aplicarse en casos análogos. Les irritaba, además, tener que acudir a León para dirimir sus pleitos.» (Ferrán Soldevilla. )
Registremos también, por último, la lúcida reflexión que hace Fernando Sánchez Dragó sobre lo más esencial y hondo de la entidad castellana, en las conversaciones publicadas en Más allá de la memoria (Bel y Molinero; Burgos, 1981,;,pág. 160):
«En Castilla existe un tribalismo, un tribalismo que se traduce en esa atomización de la que a su vez se deriva un,pluralismo que no existe en otras partes. De hecho, Castilla es el gran reducto de lo foral. Los condes castellanos son los que esgrimen este foralismo frente a los reyes' de León,~que es la primera forma de democracia, la primera forma de manifestación política popular que se conoce en Europa. Existen también, por supuesto, en el País Vasco, en Aragón..., pero yo creo que la esencia, el cogollo del foralismo es castellano. Aquí subsisten, conservados como en ninguna otra parte, los usos y costumbres. En ningún sitio están tan vivos ni tan sentidos. Y el folklore y las, fiestas tradicionales se mantienen con un arcaísmo que sólo se encuentra en Castilla. Pues bien, frente a la tendencia centrípeta representada,,por el imperialismo de lo astur-leonés, Castilla significa lo comunitario. Esto es un rasgo fundamental para la definición de lo castellano. Hay en Castilla un sentido esencial de comunidad en los pastos, en las minas, en los bosques, en las aguas..., lo que da lugar a una estructura jurídica, organizativa y legal diferente de las otras partes de España a lo largo de la historia. Y luego, también, junto a ese nomadismo y este foralismo, yo diría que hay otro elemento imprescindible para entender qué es Castilla, y ese elemento es lo autóctono, ese sentido, como decía antes, de pervivencia de los pueblos primitivos hispánicos frente a las superposiciones romanas, godas y europeas.»
Castilla, en efecto, por su propia naturaleza histórica y cultural, no ha sido nunca un todo uniforme y homogéneo, sino más bien un rico y variado mosaico de pueblos, países, comarcas, territorios, con personalidad, tradiciones sociales y populares e instituciones propias, unidos por lazos de tipo que hoy llamaríamos confederal.
Desde ese primer cimiento que fue Castilla Vieja -como canta el Poema de Fernán González-, Castilla fue creciendo por la incorporación de nuevas entidades territoriales que en todo caso, y dentro de esa espléndida diversidad, siguieron manteniendo una sustancial identidad institucional y cultural. Por eso, sin duda, el poema habla una y otra vez, en plural, de los pueblos castellanos.
(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 25-31)
viernes, agosto 11, 2006
Castilla como identidad (Memorial de Castilla, Manuel Gonzalez Herrero , Segovia,1983)
Castilla como identidad
Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y diferenciado, como una nación original, crisol de cántabros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante noreste de la Península. Este pueblo desarrolla una cultura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un conjunto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».
Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, a nivel incluso de un propio Estado castellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. Este poder no responde a los tradicionales esquemas populares y democráticos castellanos, sino que acusa una vocación imperial y señorializante.
Paulatina pero sistemáticamente se produce la cancelación de las instituciones castellanas y el vaciamiento de las formas culturales genuinas de este pueblo, aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla -falsa Castilla- por haberle secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es responsable el pueblo leonés, primera víctima de las estructuras señoriales que le habían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y sucesivamente a los demás pueblos que se fueron incorporando al Estado español.
Por supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súbdito.
La autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones administrativas y políticas propias, descentralizadas del aparato del Estado, es un objetivo que los castellanos podemos, debemos y necesitamos alcanzar. Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica -pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie-, devolverle su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recursos, el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y vital, y el disfrute efectivo de las libertades individuales y colectivas, acercando el poder al hombre, a los cuerpos sociales, a los municipios, a las comarcas y a la Región.
Pero, para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido que, por prisa, impaciencia o mimetismo, nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y contenido real. Aunque estos esfuerzos sean respetables y hechos de buena fe, dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la larga perjudiciales por la desilusión popular que el previsible fracaso de una autonomía inauténtica ha de conllevar.
Por ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es trabajar para que el pueblo castellano recupere la conciencia de su personalidad colectiva; para que ese sentimiento soterrado que tiene de que es castellano, aflore al plano lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo, una personalidad histórica y cultural, una comunidad humana definida. En seguida vendrá, por la propia naturaleza de las cosas, la afirmación y el consenso mayoritario de este pueblo para reinvindicar su autonomía y asumir las capacidades políticas necesarias para ejercer el protagonismo y responsabilidad de sus propios asuntos, en constante y fraterna relación con todos los pueblos de España. La autonomía, o será el resultado de la conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio político para distraer su atención de los verdaderos problemas que le afligen.
¿Cuál es la tarea y cuáles son los objetivos que tenemos pendientes?.
Trabajo constante orientado a la renovación cultural del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cultura castellana; defensa y promoción de todos los valores e intereses de la Región y, particularmente, por su injusta marginación, los de la población campesina; democratización efectiva de la vida local; descentralización autonómica de los municipios; institucionalización de las comarcas por integración libre de poblaciones de mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales rurales. En una palabra, sacar a la Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la tarea, larga, difícil y a desarrollar de abajo a arriba, que nos conducirá al renacimiento de Castilla.
En este gran quehacer de restablecer nuestra comunidad regional, se debe hacer lo posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los problemas ajenos a la Región en cuanto tal, es decir las cuestiones o tensiones de la política a nivel del Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra decadencia presente, para restaurar la Región --«área de vida en común»- deberemos esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y comunitario del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento de facción. Porque, en una palabra, necesitamos un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra tierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y grupos sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de nuestra colectividad.
La región es una realidad compleja, hecha de factores geográficos, históricos, antropológicos y culturales, y también económicos. Pero no es un hecho económico. El planteamiento técnico-económico, o tecnocrático, de la región, contemplada como un mero marco más eficiente para la organización de los servicios púbicos y de las relaciones de producción, no es sino una variante del centralismo político y administrativo y nada tiene que ver con una concepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su liberación.
La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los antepasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace (o, como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la «nación primaria», en el sentido -humano y cultural, no ideológico, no politizado- con que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. Es lo que nosotros llamamos un pueblo: una comunidad de hombres que viven juntos y que, por la conjunción de una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad.
Por eso las regiones no pueden ser inventadas o fabricadas. He aquí una corrupción y falsificación del regionalismo. La región no es un simple espacio territorial; es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo. En otro caso se trataría simplemente de una nueva división administrativa del Estado, tan artificiosa como los departamentos o las provincias.
En España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular -para todos y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española, a medida que vayan adquiriendo la conciencia de su identidad- es particularmente grave. Nada tan distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres nacionalidades --Cataluña, País Vasco y Galicia-, fundadas en la 'realidad de sus respectivos pueblos, con otra serie de regiones -por ejemplo, Castilla-León, Castilla-Mancha- trazadas artificialmente con criterios políticos o económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea e inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles deben recibir el mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, se les debe reconocer idéntico derecho y oportunidad; sólo dependiente, en cuanto a su realización, del grado de conciencia, voluntad y madurez colectiva que vayan afirmando.
En lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las realidades populares. Sus partidarios la definen como «las nueve provincias de la cuenca del Duero». Pero, sin duda, la «cuenca del Duero» (Valladolid) es un artificio tan arbitrario y centralista como la ,«región Centro« (Madrid).
Estimamos que hay una región leonesa y una región castellana, que son dos entidades históricas y culturales, dos comunidades regionales diferenciadas. Su concreta delimitación y la ordenación de sus relaciones son cuestiones que competen al pueblo leonés y al pueblo castellano y que ellos mismos deben solventar, sin que puedan darse por resueltas «a priori» en virtud de opiniones de grupos o de imposiciones del aparato del Estado.
En este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente a los movimientos regionalistas leoneses, que justamente reivindican la personalidad del pueblo de León, y ofrecerles toda nuestra solidaridad y la voluntad de colaborar, cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en la recuperación de la identidad y autonomía de las !dos regionalidades.
En cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la cordillera carpetana--, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja, cunas indiscutibles del pueblo castellano y componentes fundamentales de su personalidad colectiva; junto con las tierras castellanas del sur -de las actuales provincias de Madrid, Guadalajara y Cuenta-, que son tan castellanas como las del norte. También aquí, por lo que se ,.refiere a la delimitación de estas tierras castellanas comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva, con las de la Mancha, que integra otra región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos interesados, a través de un proceso serio de información y autoreconocimiento.
León, Castilla y la Mancha, es decir los países' englobados en las áreas administrativas de León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, tienen en efecto serios problemas de identidad y límites. El proceso de restauración de estas regiones, corno identidades populares, no puede sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbitrarias, que, duna vez más, no serían sino manifestaciones del espíritu centralista y del desconocimiento y menosprecio de las realidades culturales' y populares que integran España.
Pertenece a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego -que ahora empiezan a despertar y a preocuparse por a la búsqueda de su identidad- resolver libremente sobre sí mismos y sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concienciación e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y aflorar las verdaderas entidades populares que subyacen bajo las superestructuras ,administrativas.
Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, 2ª edición aumentada. Segovia 1983, pp. 13-22