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martes, enero 30, 2024

La Rioja es Castilla 5. La rioja en las comunidades de Castilla (por José María Codón, de la R. A. H.)

 


 La Rioja es Castilla (por José María Codón, de la R. A. H.)

4. La Rioja en las Comunidades de Castilla

 

Un momento estelar del castellanismo de la Rioja fue aquel singular fenómeno histórico de las Comunidades, en que la actual provincia de Logroño se dividió, al principio, en dos partes diferenciadas: el Oeste, acusadamente comunero, y el Este (la línea de Logroño y demás tierras del lado de acá del Ebro), realista.

 

La contienda de las Comunidades de Castilla fue una guerra civil entre castellanos. Ni el reino de Aragón, desde Cataluña a Valencia y Mallorca; ni Navarra, participaron en ella.

 

Esa guerra civil tiene dos fases clarísimas: la primera, de alzamiento nacional de repulsa contra los dignatarios extranjeros de “servicio a Dios”, afirmación de los ideales religiosos y castellanos y exaltación municipal de las comunidades de villa y tierra; la segunda, del movimiento antiseñorial, revolución popular y anarquía: fue el momento de la retirada de Burgos y Soria y de la pacificación de Logroño, que por estar junto a la zona de peligro de la invasión navarra y francesa, veía claro el contubernio que dirigía Francisco I de Francia.

 

Por eso la batalla de Villalar, noche negra en el cielo de la Castilla llana, no merece ni el nombre de tal. Fue una rendición sin lucha, una “rota incruenta”, pues de 16.000 hombres que pelearon no hubo ni una sola baja mortal, sólo algunos contusos y heridos leves. Eso fue Villalar: una batalla sin muertos.

 

Los logroñeses de ambos bandos eran igualmente castellanos. La zona comunera, del Oeste de la tierra, pese a pertenecer a las dos familias más importantes de Castilla, el Conde de Haro y el Duque de Nájera, se alzaron por la Comunidad, en Haro, Nájera y Anguiano, en 1521, con signo antiseñorial.

 

La zona fronteriza con Navarra, consciente del peligro de la invasión francesa, luchó, con todo heroísmo, particularmente Logroño, contra los navarros y los galos. En un principio fue Burgos, tan vinculado a la Rioja desde siempre, el que atizó el fuego. Habían llegado los ecos del grito de Dueñas, inspirado por Burgos. Esta ciudad, centro de agitación comunera al principio del levantamiento, contagió no sólo a la Rioja, sino a Vitoria, a las merindades de Castilla la Vieja e intentó con poco éxito incorporar al movimiento a la antigua Montaña de Burgos, hoy Santander. Burgos se atrevió a defender la postura de los rebeldes de Dueñas, en carta del 11 de Septiembre de 1521 que se conserva en la Biblioteca del Palacio Real.

 

El Condestable, en la primera fase de exaltación fue expulsado de Burgos. El que lo era todo en Burgos hubo de despedirse, rápido, de la Casa del Cordón. Entonces se sublevó su propio señorío de Haro y los comuneros llegaron a cercar su fortaleza de Briones. Pero el Condestable pesaba mucho en Castilla, sobre todo en la Rioja. Aquel Velasco dominó en pocos días la revuelta que estaba motivada en Haro, más que nada por el problema del aumento de las imposiciones y tributos, y ahorcó a los principales responsables.

 

El Duque de Nájera y Conde de Treviño, Manrique de Lara, otro gran general de Carlos I, vio también cómo por aquella fecha se sublevaba la vieja villa ducal, para protestar contra la tiranía de los señores y los impuestos, destituyendo los sublevados a los regidores y jueces del Duque. Los rebeldes ahorcaron a un hidalgo al servicio de los Manrique de Lara, tomaron dos de las tres fortalezas de los mismos e incitaron a la villa de Navarrete a que se apoderara las escrituras señoriales que les afectaban.

 

Pero al llegar a la tercera fortaleza ducal, la de la Mota, el gobernador del Duque supo resistir gravemente. El Duque de Mondéjar conminó a los comuneros de Nájera a la rendición en términos muy duros. La Junta comunera pidió auxilio a Burgos, pero sin tiempo para que llegase el mensaje, el Duque de Nájera se presentó ante los muros de esta población con dos mil hombres y aquellos comuneros de Castilla “de hosca frente y anchas manos”, sucumbieron a la superioridad de un ejército profesionalmente organizado y respaldado por las tropas castellanas que guarnecían la frontera navarra. Se ahorcó en Nájera a cuatro comuneros, entre ellos a dos bachilleres, uno llamado Carrillo.

 

En Anguiano, villa de abadengo, próxima a Valbanera, la comunidad se alzó “porque Dios permite que nos alcemos para redimirnos”. La rebelión, según Hurtado de Mendoza, fue extensa pero breve en la Rioja. Apenas duraron las sublevaciones de Haro, Anguiano y Nájera una semana. Los comuneros pusieron sitio a Logroño, pero pronto hubieron de levantarlo.

 

En Santo Domingo de la Calzada desertaron y se dispersaron los comuneros de Segovia, como se lee en la carta de García Casares al regente Cardenal Adriano. Ante el peligro de la invasión francesa, que se acercaba a Logroño, los riojanos se lanzaron a luchar a favor del Emperador, en sangrientos sitios y batallas de verdad.

 

De Navarra llegaron fuerzas por medio del Duque de Nájera y del de Falces, contra los comuneros, que apagaron los últimos destellos de la rebelión.

 

Aragón se opuso a una nueva leva de dos mil aragoneses para reforzar el ejército del Condestable.

 

Con todo ello terminó la guerra civil de los castellanos de Rioja comuneros, contra los castellanos de Rioja realistas y todos se unieron para defender el Reino, como veremos en el capítulo siguiente.

Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

jueves, diciembre 29, 2022

La Ley Perpetua de la Junta de Ávila (1520)

 

La Ley Perpetua de la Junta de Ávila (1520). Por Santiago González-Varas Ibáñez




Este proyecto es considerado por diversos autores como Joseph Pérez, José María Maravall o Consuelo Martínez como el precedente directo de la idea de Constitución, una proto-constitución o una verdadera Carta Constitucional, aunque el concepto no se crease hasta el siglo XVIII.

Se trata de un documento desconocido, pese a su importancia, en parte debido a que Carlos I se empeñó en no dejar rastro de este hecho histórico cuya relevancia no entendió. Eso sí, aquellos que lo conocen saben que los redactores de la Constitución Americana, 267 años después lo utilizaron en los debates de la convención de Filadelfia.

Al tiempo que situamos el origen de la idea democrático-constitucional en Castilla, estamos situando el origen de esa noción  a nivel internacional. Pone, la Ley Perpetua, la primera piedra en el edificio del Estado-Nación. También se ha afirmado que “es, sin duda, el documento de transición más avezado de Europa Occidental en ese momento; ni en Francia, ni en Inglaterra ni, por supuesto, en el centro y este de Europa se planteaba algo parecido”.

La Ley Perpetua de 1520 se redactó por los representantes de parte de las principales ciudades de la Castilla nuclear. Sus claves son, primero, su imposición al Monarca (su propia aprobación, no solo su contenido, era impuesta; de este modo, solo un nuevo proceso constituyente podía reformar su contenido). Segundo, se proclama la idea (desarrollada en los demás Estados europeos solo tras el siglo XIX) de separación o autonomía de las Cortes como Asamblea representativa de los estamentos y de las ciudades, a la que se dotaba de capacidad de co-gobierno con el Rey.

Tercero, está igualmente subyacente un modelo político basado en la fortaleza de las ciudades que a veces se compara con el modelo italiano del momento (se entiende así la amplia autonomía municipal a favor de Concejos elegidos por los propios vecinos). Cuarto, se proclama la independencia de los jueces y se postula un sistema de garantías judiciales a favor de la libertad y los derechos de los ciudadanos. Quinto, se postula el principio de mérito y capacidad para la provisión de puestos en la Administración y se establecen controles en el desempeño de estos oficios, con abolición de las prebendas. Sexto, se establece la supresión definitiva de los impuestos extraordinarios y se obligaba a la moderación del gasto por parte del monarca.

El protagonismo de la Ley Perpetua, igual que las revueltas de los comuneros a los que sirve de base, está en la burguesía y clases medias (abogados, médicos, etc. con una media de alfabetismo muy elevada para la época). Su ocaso (o en definitiva la derrota en 1521 en Villalar) significó la frustración del desarrollo industrial y el comercio de Castilla, territorio más poblado en su época dentro de la península Ibérica y uno de los más desarrollados de Europa, con un comercio especialmente floreciente. La feria de Medina marcaba el precio de los principales productos de consumo en Occidente, a modo del Wall Street de la época. Todas estas expectativas de crecimiento económico, latentes en la Ley Perpetua, quedaron frustradas. Este movimiento perseguía un orden económico en beneficio del desarrollo material del reino, de su producción y su comercio.

Otra idea de fondo, para comprender bien este texto, es el rechazo que suscitó en los distintos territorios españoles y en especial en Castilla, el hecho de que los cargos políticos se encomendaran a regidores de Flandes y otros lugares.

Destacable -de la Ley Perpetua- fue esa combinación entre un afán de progreso renacentista y la expresión de la tradición castellana. Está pesando la herencia de los grandes intelectuales de los tiempos inmediatamente precedentes (Alonso de Madrigal, nacido en Madrigal de las Altas Torres hacia 1410, etc.) pero en general están pesando las relaciones democráticas entre el pueblo y los reyes y una idea de municipalismo, como hechos singulares suscitados por la reconquista. La conexión con las Cortes de Cádiz es clara.

Este hecho, la Ley perpetua, abre la historia a una interpretación propia, profundamente democrática, cuando es claro que es aquella una expresión viva de formas democráticas genuinamente desarrolladas durante los siglos precedentes. Tomando dicha ley como eje, habría una tradición popular-democrática, en la raíz misma del mundo hispánico, que se manifiesta mediante este hecho y que se recupera con las Cortes de Cádiz de 1812. En el medio de este período histórico se incrustarían, pues, los absolutismos foráneos, de los Habsburgo y de los Borbones. En dicho período de principios del siglo XIX, las Juntas Provinciales, también las había locales y regionales, catalizan una resistencia popular. En septiembre de 1808 las Juntas Provinciales instituyen una Junta Central Suprema como órgano soberano de la nación formada por 24 vocales delegados de las Juntas Provinciales (queriendo, por cierto, también ahuyentar así cualquier asomo de federalismo, centralizando la resistencia contra el ocupante francés). La Junta de Sevilla afirma incluso que las Juntas Provinciales y la Central Suprema forman una república que tienen en depósito la monarquía.

No entramos en los típicos debates acerca de si “era mejor” Carlos I, o la Ley Perpetua. En el fondo contrastan dos modelos cuyo desenlace no es fácil adivinar. El primero, regio, centralizador, fortalece la idea de Estado. El segundo se apoya más en la suma de Comunidades, a modo (posiblemente) de la Italia o la Alemania de la época. Lo que sí es cierto es que Castilla quedó marcada a partir del ocaso de esta Ley perpetua y de sus promotores: contrastando con el enorme progreso comercial de Castilla antes de Carlos I, a partir de entonces el desarrollo económico se hizo en Flandes y Alemania, los palacios en Italia…

No queda claro qué consecuencias finales se habrían producido de haber vencido la Ley Perpetua. Todos estos debates quedan fuera del objeto de este ensayo cuyo propósito es otro, esto es, simplemente, exponer la definición de la democracia española tomando como base sus referentes democráticos. Sin duda la ley Perpetua es uno de ellos.  Debemos realizar en todo caso pensamientos constructivos, sin caer en un extremo (la ignorancia de la Ley Perpetua como elemento democrático) o en el contrario (denostar la obra internacional del Emperador Carlos I). Para ampliar informaciones puede acudirse a mi reciente libro “El arraigo de la democracia española”, editorial Dykinson Madrid diciembre 2022.

 

martes, junio 14, 2011

Las nacionalidades españolas II (Luis Carretero Nieva , Mexico 1948)


Como táctica de algunos grupos políticos, se ha señalado la existencia en la península de cinco nacionalidades; cuatro de las cuales (Portugal, Vasconia y Cataluña) figuran en nuestra clasificación repartidas entre tres grupos de ella. Pero los patrocinadores de esta división peninsular, hecha con fines exclusivamente de partido, han inventado una cuarta nacionalidad que han denominado España, sin ningún fundamento científico y sin tener en cuenta que dentro de esa nacionalidad, tan arbitrariamente denominada por servir a intereses pasajeros y mezquinos, hay un conjunto de nacionalidades bien definidas y alguna de ellas tan diferenciada y de tan extraordinaria personalidad como Andalucía. La voz España tiene una significación geográfica, equivalente a Iberia, y alcanza a toda la península; incluso Portugal, según criterio y deseo del gran portugués y español ejemplar Oliveira Martins, de acuerdo con las conocidas palabras de Camoens sobre la condición española de los portugueses, esa "gente fortíssima de Espanha". Corresponde a una comunidad de pueblos, ninguno de los cuales es más que otro del conjunto; no hay ningún país dentro de la península a quien corresponda el adjetivo español con más derecho que a otro cualquiera de los demás; es de todos o no es de nadie. Y ni porque convenga a los nacio­nalistas unitaristas, ni porque convenga a los nacionalistas particularistas, ni aun porque unos y otros se pusieran de acuerdo, no hay ninguna nacio­nalidad peninsular que sea más española que las demás. En rigor, el adjetivo español es más adecuado para calificar a toda la península que el de ibérico% pues si lo ibérico es siempre español, no todo lo español es ibérico.

Las diferencias nacionales dentro de España han nacido de una población primitiva muy variada, que en cada época recibe invasiones de distinto género, de las diferencias de influjo de los elementos exóticos, de la mayor o menor permanencia de los peninsulares autóctonos, distintos pero con gran­des rasgos comunes, de la influencia del medio geográfico y de la evolución, principalmente de la evolución económica, lo que Oliveira Martins expresa así: "Fueron las instituciones nacidas de elementos de origen exótico, romano y luego germánico, las que en España sustituyeron a la tribu, esa forma de agregación de aldeas, subsistente aún en la cabila y, entre nosotros, anterior a la ocupación romana. La adopción de una civilización extraña dio a la sociedad peninsular un aspecto distinto del que hubiera tenido si espontáneamente, hubiera desenvuelto de un modo aislado los elementos propios de su constitución etnogénica". Es muy cierta esta observación, aun cuando tengamos que aclarar que no va fundamentalmente con el País vascongado ni con Castilla, donde las instituciones no han sufrido el mismo intenso influjo extranjero que en el resto de España, de modo que por su diferencia con las demás regiones españolas, por su oposición al contenido romano y germánico del Fuero Juzgo, el caso vascongado, castellano y aragonés comu­nero confirma el punto de vista de Oliveira Martins.

Los pueblos del grupo que llamamos vasco-castellano se caracterizan porque en ellos sobrevive, predominando, el elemento primitivo ibérico, por­que han tomado muy poco de los invasores, que, a la postre, son absorbidos por el pueblo original, como les ocurre a los celtas en las tierras altas del Duero, al oriente del Pisuerga, si es que alguna vez dominaron por completo ese país; pero no les pasa así al occidente de dicho río, en León, Galicia y Portugal. El segundo grupo, astur-galaico-leonés, y el tercero, catalán, toman muchísimo de los invasores, celtas o romanos o godos, o sea de Europa, y con ello el espíritu del invasor se sobrepone al de los pueblos primitivos; y la diferencia entre Cataluña y el grupo leonés es que al occidente persiste la influencia de la cultura goda más que en Cataluña, donde una reacción posterior crea instituciones distintas de las leonesas.

El proceso de creación de las nacionalidades que se definen en la Edad media marca una gran diferencia del grupo vasco-castellano con el leonés y con el catalán. El del grupo vasco-castellano es de conservación de una herencia prerromana, mientras que el de Asturias, Galicia, León y Portugal, de una parte, y el de Cataluña, de otra, son procesos de formación de unas nacionalidades e instituciones populares frente a dominadores extraños, es­fuerzos de emancipación que crean nuevos pueblos con deseos de sacudir las instituciones feudales traídas de Europa y establecer en su lugar • una organización más en consonancia con el carácter peninsular.

Las nacionalidades del grupo vasco-castellano lo son fundamentalmente de persistencia de los elementos primitivos; su proceso es de conservación al amparo de circunstancias favorables. Las del grupo astur-galaico-leonés y las del catalán, son resultado de un proceso histórico magnífico, desarrollado en circunstancias contrarias, comenzado durante la dominación romano-goda y acentuado vigorosamente con la llegada de los árabes. Si los españoles en general deben a la venida de los moros muchos de sus mejores bienes cul­turales, las gentes del grupo vasco-castellano-aragonés tienen que agradecer la conservación de sus libertades primitivas a la destrucción del poder godo por los musulmanes. Galicia y Cataluña, merced a la situación creada por los agarenos, pudieron arrebatar libertades a los señores de origen europeo y permitir a las gentes dominadas como muchedumbre servidora moldearse como nacionalidad.

Ya nos encontramos con los musulmanes de España. Su llegada no es una dura conquista militar. Las clases dominantes de las monarquías me­dievales, descendientes y sucesoras de los godos, que se tienen a sí mismas por tales, desatan su rencor contra los musulmanes y abominan del conde don Julián a quien llaman traidor; pero el conde don Julián, como caso raro, no es godo y ninguna fidelidad tiene que guardar a estos extranjeros. De un modo u otro, con traición o sin ella, los musulmanes llegan a España y se extienden por toda la península rápidamente. Son bien recibidos, y ellos entran con benevolencia, como lo prueban las capitulaciones de Mérida y de Toledo, que cumplen, y el pueblo español no padece violencia, Los musulmanes tratan en general con respeto a los cristianos que quedan en su territorio, los mozárabes, y les dejan sus organizaciones y sus templos. Crean la portentosa civilización de Córdoba y el prestigio que adquieren en el pueblo, que toma sus usos y modales y acepta, desarrollándola con pro­fundo carácter nacional, su refinada cultura, es tan grande, que todavía queda un recuerdo remoto de admiración entre nuestras gentes poco letradas, que cuando descubren una cosa vieja hermosa dicen que es obra de moros; y tan pacífica es la convivencia con los agarenos que para incitar al puebla contra ellos hay que acudir a la pasión religiosa, acuciándole contra el infiel, ya que no siente ningún odio contra el moro. Es interesante recordar la presencia de los moros junto a los navarros en la batalla de Roncesvalles y la circunstancia de que los dirigentes navarros eran los únicos gobernantes españoles sin vínculos con los germanos.

En Cantabria y en el País vasco, libres de godos y rebeldes a todo gobierno forastero, incluso al musulmán, van apareciendo las agrupaciones nacionales, mientras que godos de toda España, refugiados en las montañas. de Asturias y León, se reorganizan para recobrar el imperio visigodo de Toledo. En Asturias las instituciones de gobierno musulmán son muy débiles y pocas las tropas, por lo que los grupos godos ganan fácilmente los peque­ños combates de Covadonga y pueden establecer su poder en Cangas de Onís y después recuperar un territorio que comprende a Oviedo. Los astures del norte de la cordillera, y los del sur, intervienen apenas en la empresa. En este nuevo reino, que nace en las montañas asturianas para pasar después a León y esparcirse por el sur, los gobernantes son antiguos magnates rudos y su designio conquistar de nuevo, es decir reconquistar, el imperio visigótico para las oligarquías eclesiástico-militares. A este nuevo reino, que nada tiene que ver con Castilla, se le llama astur-leonés, neogótico o de León pero ni la denominación de asturiano, ni la de leonés significan otra cosa que una designación geográfica. Cuando este Estado nace, apenas tiene pueblo que se crea después por la emigración de los mozárabes.

Por el lado opuesto de la península, los musulmanes habían pasado el Pirineo y llegado a Narbona, pero los condados que fueron feudatarios del imperio franco, en el norte de Cataluña, conquistan la independencia y con ella aparecen unos estados pequeños regidos también por gentes germanas.

Entre uno y otro territorio quedan una serie de comunidades primitiva., cántabras, vascas y celtíberas, que, unas veces relacionadas con los reyes neogóticos leoneses y otra con los moros, siguen con bastante independencia y con sus antiguas organizaciones populares. En el país vasco del Alto Arágón estas comunidades se ponen bajo la dirección de antiguos condes francos.

De este modo se forman una multitud de pequeños Estados, pero de dos maneras: unos pueblos, los que no han sido dominados plenamente por romanos y godos, aunque unos y otros hayan conseguido establecer para su seguridad y sus comunicaciones destacamentos militares en el territorio, si­guen con sus gobiernos tradicionales; en otros son los señores godos o francos los que dominan el suelo y lo repueblan después. Dentro de cada uno de estos Estados, ya como dueños o bien como siervos, hay unas sociedades populares de distintas raíces étnicas que viviendo largo tiempo bajo condiciones geográficas, relaciones de producción y regímenes políticos que varían de un lugar a otro originan la multitud de nacionalidades que cubren el suelo español.

El grupo de nacionalidades que conserva más que ningún otro las cualidades de las gentes anteriores a la llegada de fenicios, griegos, cartagi­neses, romanos, godos y musulmanes es el formado por Vasconia, Castilla, Navarra y Aragón, procedentes de la conjunción, con fusiones parciales, de tres pueblos de diferente raza, cántabros, vascos y celtíberos; hoy con dos lenguas distintas, pero con una, la llamada castellana, general para todo su territorio, sin diferencias dialectales notables; que han pasado por vicisi­tudes muy semejantes, y sobre todo, que, por esas vicisitudes, han creado y conservado durante siglos unas organizaciones sociales y políticas de inde­pendencia de pequeñas comunidades, con constituciones internas de gran sentido democrático. Núcleo importante de este grupo es el celtíbero, común a Aragón y Castilla, y acaso a una parte del sur de Navarra, pero los pueblos cántabro y vasco penetran y se difunden por este territorio en repetidas ocasiones, lo que hace difícil señalar las fronteras de cántabros, vascos y, celtíberos. Un terreno tan típicamente celtibérico como Soria está cuajado de nombres vascos (Urbión, Garray, Baraona...), lo que ocurre también en Segovia y Burgos, y mucho más en Logroño, aunque muy poco en el país cántabro de Santander. El carácter prerromano de Castilla, así como la difusión de los vascos por su territorio en los primeros tiempos de la na­cionalidad medieval han sido ya señalados por don Ramón Menéndez Pidal, de quien copiamos los siguientes párrafos: "Castilla nace sobre antigua po­blación de cántabros, várdulos, autrígones y otros pueblos los más tarde romanizados en la Península y con menos intensidad, tanto que a algunos de ellos nunca llegó la romanidad y conservan hasta hoy la lengua ibérica. Por el contrario, el reino leonés surge sobre tierra completamente romanizada , a la que servía como eje la gran arteria que desde Cádiz, Híspalis y Emerita atravesaba de sur a norte todo el territorio de los astures". "...en León sabemos que se continúa el estado visigodo tan romanizado, mientras que en Castilla domina la población cántabra, menos romanizada". "La tierra al sur de León se repuebla principalmente, en parte con colonos gallegos y asturianos, y en partes con gentes mozárabes venidas de las regiones de ToledoI, de doria y hasta de Córdoba misma. La tierra al Sur de Castilla ti repuebla sobre todo con emigrados vascones. Ambas repoblaciones, de fondo étnico tan diferente, son caracterizadoras".

En este grupo de Vasconia, Castilla y Navarra y Aragón ha de recoger­se un hecho que, al definir relaciones sociales y económicas, define también normas de vida, sentimientos, aspiraciones y caracteres comunes. Son pueblos que durante siglos han prolongado en cierto modo el sentido de las comuni­dades primitivas, en cuanto a propiedad de la tierra y de los elementos naturales de producción, que ha estorbado el arraigo del feudalismo europeo llegado a este país por Navarra, donde cuaja algo, así como en el Norte de Aragón, pero que en el País vascongado, Castilla y el Bajo Aragón, más exactamente el Aragón comunero, del fuero de Sepúlveda, apenas asoma la cabeza en algunas formas políticas, que en Castilla son obra principalmente de los potentados leoneses llegados al país como consecuencia de la unión definitiva de las coronas.

Veamos cómo estaban constituidos el pueblo y los poderes de Castilla. En cuanto al poder real, es muy claro el apartado segundo del Fuero Viejo de Castilla, que no rigió en León. El rey tiene estas facultades y tributos: justicia, moneda, fonsadera y suos yantares. Justicia es la facultad de ejer­cerla en última instancia, pero con arreglo al fuero de origen; el intento de violar esta justicia peculiar de cada pueblo castellano es causa de la primera protesta de Castilla, que no acepta, ni observa nunca, el Fuero Juzgo, o sea la legislación romano-goda que le quieren imponer los reyes astur-leoneses. Moneda es la facultad de acuñarla y un tributo que lleva su nombre. Fon­sadera es la guerra; ir al fonsado es ir a la guerra, que el rey declara y dirige como capitán general, siempre con las limitaciones impuestas por los distintos fueros de la federación. Las tropas de cada comunidad van a la guerra con sus propios capitanes y siguen el pendón de su concejo. Y "suos yantares" quiere decir el sostenimiento de la casa y oficios del rey.

La exposición de los caracteres de la vieja Castilla y de sus instituciones es materia para un trabajo que no cabe en los límites de este "Suplemento". Sin embargo, diremos lo más esencial para el conocimiento y la evolución de la personalidad nacional de Castilla. En realidad el régimen castellano era esencialmente igual al régimen foral de los vascos, que ha sido tema de muchos estudios. En su examen aparecen dos formas: las constituciones eminentemente republicanas y las que han modificado ligeramente la forma republicana, por delegación del poder en un patrono de elección y remo­vible. No corresponde una de estas formas exclusivamente al país vasconga­do, ni la otra es peculiar de Castilla; pues el régimen de patronazgo aparece en Vizcaya, mal llamada señorío, porque no es ningún señorío feudal, sino una behetría, así corno en el país castellano de las merindades de Burgos Santander; al paso que el régimen republicano es el genuino de Alava Guipuzcoa y el país castellano de Soria, Atienza, Madrid, Sepúlveda, Segovia, Cuenca, etc., que se extiende en Aragón por Calatayud, Daroca, Albarracín y Teruel.

Hay, pues, en Castilla dos zonas que marcan diferencias claras en su organización, hecha en cada una de ellas para asegurar la democracia, pero por métodos diferentes, debidos a diferentes circunstancias. Estas dos zonas son: el país comunero, o de las comunidades o universidades, llamado por los historiadores Castilla del Duero, que llega hasta el Tajo y el Júcar; y el país de los condados, las merindades y las behetrías, llamado Castilla Vieja (así, sin artículo). El país comunero se extiende por las provincias de Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Avila, Madrid, Guadalajara y Cuenca; y pudiéramos decir de él que está organizado a la guipuzcoana, pues sus instituciones son repúblicas como las hermandades de Guipuzcoa y las cofradías de Álava. Del otro podríamos decir que está constituido a la vizcaína, pues sus organizacio­nes tienen analogía con las de Vizcaya. Este segundo país, en el que las juntas populares tienen plena acción, aun cuando la forma republicana no sea tan pura como en las comunidades, universidades, hermandades y co­fradías, ocupa terrenos de Santander, Burgos, Logroño y Soria.

En su "Historia de la Civilización ibérica", dice Oliveira Martins: "...al final del siglo XI, es tal la importancia y la fuerza de las repúblicas concejiles, que los reyes han de inclinarse ante ellas y acatar la preferencia de la autoridad de los magistrados populares sobre los merinos y funciona­rios de la corona". Y después cita las siguientes palabras de otro ilustre historiador, el gallego Colmeiro: "Parecía Castilla una confederación de repúblicas trabadas por medio de un superior común, pero regidas con, suma libertad, y en las cuales el señorío feudal no mantenía a los pueblos. en penosa servidumbre". Y don Pedro Pidal, el paladín de la unidad católica, en España, escribe: "La constitución de Castilla, y aun de toda la España cristiana, era por este tiempo, digámoslo así, federal; una multitud de pequeñas repúblicas o monarquías, ya hereditarias, ya electivas, con leyes, costumbres y ritos diferentes, a cuyo frente estaba un jefe común". "En: Castilla había en efecto varias clases de gobiernos: uno era el de las Comunidades o Concejos, especie de repúblicas que se gobernaron bastante tiem­po por sí mismas, que levantaban tropas, ponían pechos y administraban justicia la a sus ciudadanos". En el caso de Pidal merece que se afirme el rigor que sus palabras vacilantes pueden quitar a la verdad. La palabra federal es improcedente usarla corno imagen que forme un conocimiento aproximado, cuando significa la esencia y la forma de la vieja constitución castellana: y lo mismo hemos de decir en cuanto a que las comunidades sean una especie de repúblicas, cuando son verdaderas repúblicas.

Esta constitución es propia del país castellano, del país vasco y de la parte de Aragón regida por el fuero de Sepúlveda, o sea el Aragón comu­nero, pero no lo es de las restantes partes de la España cristiana, aun cuando en la comarca leonesa de Salamanca y en la catalana de Tortosa hay unas instituciones que tienen una analogía de nombre y un parecido en ciertos aspectos. Por el rey aragonés Alfonso I el Batallador que en Salamanca tuvo muchos partidarios se trató de extender al país la institución comunera, pero inmediatamente pierde sus condiciones características y no queda más que una de las muchas comunidades de tierras y pastos que hay en España, pero sin función política ni facultad de gobierno. Otro intento con el mismo resultado contrario se hace en Cáceres y Plasencia. Hay indicios de que quiso llevarse esta institución a Valladolid, donde también quebró... En Cataluña existe la Universidad de Tortosa, tal vez sobre una reminiscencia ibera, pero muy adulterada por la intrusión de un señorío eclesiástico-militar. Las comunidades se llaman sinónimamente en Castilla universidades; en Alava, cofradías, y en Guipuzcoa, hermandades.

Joaquín Costa dice que las comunidades de Castilla y Aragón son ma­teria digna de estudio y que sigue aun por estudiar, y otro aragonés, don Vicente de la Fuente, el erudito hijo de Calatayud, el que más ha profun­dizado en el estudio de las repúblicas comuneras, afirma que la famosa libertad aragonesa no era verdad más que en el país de sus cuatro comuni­dades, o sea en el regido por las normas del fuero castellano de Sepúlveda, y que en el resto de Aragón solamente eran libres, si bien lo fuesen hasta la anarquía, unos dos mil individuos y los hermunios de algunas ciudades.

El régimen autonómico, federal y democrático de Castilla se funda en la comunidad, por encima de ella está el rey, como poder federal, y por debajo de ella el municipio. La merindad es una comunidad algo adulterada, que por estar amenazada por un feudalismo inmediato, pacta con un poderoso una función de patronato.

Mucho se habla de las comunidades de Castilla, pero las gentes no pasan de una invocación o enunciación repetida y confusa. Siguiendo a la Fuente y con lo que conocemos de ellas podemos decir que son instituciones republicanas que gobiernan un territorio, tan amplio a veces que la de Sego­via media más de 15o kilómetros de norte a sur. Sus caracteres esenciales se pueden restituir así:

Disponer de un territorio extenso que sirva de asiento a una sociedad necesitada de funciones políticas mucho más amplias que las correspondien­tes a la vida municipal.

Tener soberanía plena sobre ese territorio con ausencia de todo poder señorial.

Ejercer el poder por emanación del pueblo.

Tener fuero y jurisdicción única y común para todo el territorio.

Tener en el territorio comunidad en la posesión y uso de las fuentes naturales de producción.

Tener autoridad sobre los municipios del territorio.

Ejercer el derecho de medianeto.

Tener ejército con pendón y capitanes propios.

Tener una ciudad como capital o sede permanente.

Todo lo dicho se comprende fácilmente y sólo falta una aclaración sobre el medianeto, que es la función de dirimir contiendas entre los municipios de la comunidad. Tal función está ya consignada en el fuero de Nájera, aun cuando Nájera no era una comunidad plena, y se ejecutaba en el puente. El fuero de Sepúlveda manda que se realice en el pueblo de Revilla Concejera, hoy Consuegra de Murera. Como puede verse son las condiciones de una república completa, aunque federada, de las que hoy se constituyen.

En cuanto a las corporaciones de gobierno hay alguna variedad de unas a otras comunidades y algunas alteraciones introducidas por los reyes co­munes a León y Castilla después de la unión de las coronas. Vamos a tomar como ejemplo la de Segovia, porque, según la Fuente, era la preponderante y mejor gobernada de Castilla, porque todavía en 1936 había una junta que administraba sus bienes, reliquias del cuantioso patrimonio comunero en siglos pasados, y porque, como la de nuestro nacimiento, nos es más conocida en su funcionamiento histórico.

La comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia no tenía fuero escrito, 'semejantemente a como Inglaterra no tiene constitución, y, con raíces secula­res en el pueblo, se regía por la costumbre. El país, administrado desde la Ciudad, se divide en sesmos, que son simples circunscripciones electorales, para designar procuradores sesmeros, que representan á la Tierra, nombre con que se designa el territorio de fuera de la Ciudad. Estos sesmeros son los que todavía en 1936, en número de uno por sesmo y bajo la presidencia del alcalde de Segovia, formaban la Junta de la Comunidad.

Los organismos eran estos: El Regimiento o Junta de regidores, electi­vos, que viene a desempeñar las funciones de gobierno; el Concejo de la Ciudad, llamado así por residir en ella, pero que se compone de todos los regidores reunidos con los sesmeros, elegidos a dos por sesmo, y desempeñaba las funciones de autoridad máxima, cuando no está reunido otro órgano más alto que es la Junta de cuarentales. Las atribuciones del Concejo eran tan amplias, que en 1297 escribe y promulga la carta puebla de El Espinar. Por cierto que causa estupor al culto historiador leonés don Julio Puyol, autor de un estudio sobre ella, quien, poco atento a la constitución interna de Castilla, se asombra de que un concejo pueda usar de la facultad real de poblar y dar fuero, olvidándose que ese concejo no era el órgano rector de un municipio leonés, sino de una comunidad castellana. El señor Puyol se pregunta cómo un municipio puede dar fuero a otro municipio, pero ya liemos visto que el Concejo de Segovia no es representación y gobierno de un municipio, sino de lo que hoy llamamos un estado federado, con autoridad sobre los municipios de su territorio. Lo curioso es que la ratificación de esta naturaleza y de esta autoridad puede verse en un interesante librito de que es autor el propio señor Puyol, en el que se reproduce una orden del Concejo de Segovia -que manda a todos los municipios de la Tierra que formen hermandades. Puyol, obsesionado por la idea común de que los reinos de León y Castilla al unirse las coronas fundieron los pueblos y uni­ficaron sus constituciones, olvida que después de tal unión todavía se cele­braban cortes separadas y que aun más tarde, cuando las cortes eran comunes, se legislaba separadamente para todo el reino de León, por un lado, y para Castilla con el País vascongado, por otro; que León formaba una unidad política homogéna con Asturias, Galicia y Extremadura con instituciones generales para todos esos reinos distintas de las castellanas; tanto que cuando Primo de Rivera legisló sobre el foro, impropiamente llamado gallego, lo hizo para todo el antiguo reino ; es más, tuvo que incluir dentro del vigor de su ley a los dos partidos judiciales del occidente de la actual provincia de Santander, que fueron leoneses, y excluir de la provincia de Valladolid a los de Peñafiel y Olmedo, que fueron de Castilla. Exacta permanencia milenaria de unos límites históricos. El Consejo de Segovia no abusa, como pretende Puyol, de la debilidad de la monarquía en aquellos días. Puebla El Espinar porque tiene autoridad para ello, puesto que en el país comunero de Castilla la tierra y la facultad de poblarla no es del rey sino de la comunidad.

La Junta de Cuarentales se compone de todos los regidores, juntos con todos los sesmeros y con unos diputados elegidos por los sesmos que se lla­man cuarentales porque sumados a los anteriores completan el número de cuarenta.

Hay gran funcionario electivo, cuyas funciones no entramos a de­tallar, que se llama Procurador general de la Tierra;

La elección es por vecinos con casa abierta, lo que los vascos llaman por voto fogeral y los catalanes per focs, en los pueblos. En la Ciudad, que es una población eminentemente industrial y sin agricultura, cada ve­cino vota dentro de su gremio, aunque no tenga casa abierta, lo que hace más universal el sufragio; pero además había cuatro grupos por razón de nacimiento o linaje: el linaje de Díaz Sanz y el de Fernán García de la Torre, donde estaban los segovianos de ascendencia originaria en el país, cualquiera que fuese su condición económica, pues la política era una sola; la "nación de los montañeses" (originarios de Burgos y Santander) y la "nación de los vizcaínos" (por la enorme cantidad de Segovianos que (des­cendían del país vasco). Esta nación de los vizcaínos, que era la prepon­derante entre el pueblo, se reunía en el atrio de la iglesia de la Trinidad y se distinguía por ser la propulsora del segovianismo, la cultivadora de las costumbres locales, la animadora de todas las fiestas, la primera en protestar por cualquier contrafuero. Un pelaire de esta nación de los vizcaínos es el que capitanea las asonadas iniciales del alzamiento de los "popular,. más comúnmente llamado de los "comuneros". Pero, además, en una rela­ción de personas que representan en un acto a los linajes de Díaz Sanz y Fernán García de la Torre nos encontramos también con muchos nom­bres vascongados.

En las repúblicas comuneras todos los ciudadanos eran iguales, sin distingos de riqueza, linaje o creencia según el precepto del Fuero de Se­púlveda que dice que todas las casas "también del rico como del alto, como del pobre como del bajo, todas hayan un fuero"; y el que manda: "si algunos ricos- ornes, condes o podestades, caballeros o infanzones de mío regno o dotro, vinie­ren a poblar Sepúlveda, tales caloñas hayan cual los otros pobladores"; y otro: "que cualquiera que viniere de creencia, quier sea cristiano, moro o judío, venga seguramientre". Una restricción conocida es que (en Sepúlveda) para ser alcalde o juez se había de ser caballero, entendiendo por tal al que mantenía caballo de silla de un modo efectivo, que no era condición de honor de casta o linaje, por lo que el hijo de caballero que no tenía caballo no era tal, y el ciudadano que lo adquiriese caballero era.

En varias comunidades y en varios momentos aparece un señor, señor de la villa dice el Fuero de Sepúlveda. La misión de este funcionario ha sido estudiada y definida como un delegado del rey para el cuidado de los asuntos concernientes a las escasas facultades reales, pues ni aún en la fon­sadera o guerra tenía función, ya que las tropas comuneras, aun cuando bajo el mando supremo del rey, van mandadas por los capitanes nombrados por el concejo de la comunidad y siguen el pendón concejil. En ninguno de los muchos acuerdos que se conservan de las juntas de concejos comuneros se ve rastro de intervención del señor, ni para proponer, ni para aprobar, ni para vetar, ni para nada; ni se le cita a juntas, ni acude, ni da órdenes a nadie. Tampoco los señores vascos, como por ejemplo el de Vizcaya, eran, ni mucho menos, señores feudales.

Paral evitar la creación de personajes poderosos, o de predicamentos personales que pudieran amenazar el buen funcionamiento de la democracia, los documentos emanados del Concejo de la Comunidad de Segovia no llevan la firma de ningún alto funcionario o personaje, sino que para con­servar e1 prestigio del concejo como tal, sin vinculación con persona al­guna, van firmados por tres testigos vecinos de la Tierra, que no de la Ciudad, quienes según usanza dan fe de que el concejo se ha reunido y acordado lo que en el documento se contiene; norma muy democrática, de perspicaz precaución frente a la posible creación de oligarquías, que el concejo observa escrupulosamente, incluso en las órdenes que se transmiten a los municipios del territorio.

El suelo es propio de la Comunidad y común para todos sus vecinos, aun cuando existe también la propiedad privada, y hay también bienes pro­pios de los municipios, por cesión de la Comunidad para sustentación de su vida económica, como se ve en las cartas pueblas de El Espinar, en que la Comunidad de Segovia al crear el municipio le cede gratuitamente pinares, y como en el caso de la dehesa de Valdechinchón, cedida tam­bién por la Comunidad gratuitamente al , municipio de Chinchón a peti­ción de sus vecinos. Aguas, bosques y pastos pertenecen a la Comunidad, así como el subsuelo ("salinas, venas de plata e de fierro e de cualquiere metallo"). Ciertas industrias, como caleras, tejares, etc., son propiedad de los concejos municipales. Anejo a la propiedad del suelo, es el derecho de la Comunidad a poblar. Estas dos condiciones excluyen la presencia de todo señorío extraño al propio pueblo.

Las comunidades no se crean por ningún acuerdo de cortes, ni por pragmáticas reales: los condes de Castilla las encuentran ya formadas cuan­do ensanchan el condado. Según algunos autores son anteriores a la llega­da de los romanos a España; según nuestra modesta opinión son institu­ciones de origen celtibérico.

Su aparición, al constituirse el condado, no es un proceso de creación, sino de reconstrucción, y su plenitud se alcanza a medida que va corrién­dome hacia el país menos romanizado. El fuero de Logroño contiene liber­tades pero no apunta en él la idea de la comunidad; en el de Nájera ya asoma una dle las funciones típicas de la comunidad: el medianeto o facul­tad de poner paz entre las aldeas del territorio; en el de Miranda aparece la autonomía judicial, pues exime a Miranda de los merinos de Castilla y Alava; en el de Burgos, las aldeas ya están agregadas a la ciudad, ya hay un territorio sobre el que formar un estado autónomo; por fin, en el fuero de Sepúlveda, en el contenido político que no está contaminado de los in­ flujos francos que por mediación de Navarra llegan hasta Sepúlveda, te­nemos ya la constitución de una de aquellas repúblicas que, en Castilla y en Aragón, se llamaron comunidades o universidades.

Tenemos en el país vasco-castellano-aragonés dos fueros generales muy interesantes que alcanzan gran extensión. El de Logroño, que es un fuero municipal para pueblos que pertenecen a una comunidad autónoma cons­tituida de cualquier modo; y el de Sepúlveda, que es una constitución te­rritorial en que se asientan las bases de gobierno general y las de forma­ción de los municipios del territorio. El primero se encuentra en pueblos como Santo Domingo de la Calzada, Briones, Peñacerrada, Medina de Po­mar, Frías, Santa Gadea, Salvatierra, Orduña, Vitoria, Tolosa, Arcinie­ga, Lasarte, Azpeitia, Elgoibar, Castro Urdiales, Laredo, etc. El segundo lo recibe Teruel de manos de Alfonso II de Aragón, en toda su integridad; los de Calatayud, Daroca y Cuenca son el fuero de Sepúlveda con muy ligeras variaciones de redacción ; la Comunidad de Segovia se rige por nor­mas consuetudinarias coincidentes con el fuero sepulvedano.

Las cortes no aparecen en Castilla hasta tarde, después de las de Ara­gón y León, pues como la autoridad y casi todas las funciones públicas están en manos de las comunidades, no hay apenas en el reino cuestiones de interés general. Cuando nacen, con Alfonso VIII, son eminentemente populares; el rey convoca solamente a las ciudades y a los enviados de ca­da ciudad, pues no hay un clero ni una nobleza que intervengan en el gobierno; aquél no solamente no interviene sino que los clérigos, según cos­tumbre generalizada, no ocupaban puestos en los concejos de Castilla, e incluso hay documentos reales que sancionan esta costumbre. Según el Fuero de Sepúlveda tampoco pueden ser abogados en los pleitos. En esto se encuentra nueva coincidencia entre Castilla y el País vascongado, pues los clérigos tampoco podían ser procuradores en las Juntas guipuzcoanas. El carácter laico del fuero sepulvedano está claramente manifiesto en este otro precepto que prohíbe "que ninguno non haya poder de vender ni de dar a los cogullados raíz, ni a los que dejan el mundo".

Verán los catalanes que nos lean que no son estas las leyes que, tilda­das de castellanas, llevó a Cataluña la monarquía española cuando dictó el Decret de Nova Planta.

Una observación interesante para quienes discuten los perjuicios que las autonomías pueden acarrear a la cordialidad entre pueblos: aun cuando las comunidades tenían ejércitos estables y numerosos, con capitanes pro­pios, y aun cuando no escaseaban los conflictos entre ellas, jamás acudie­ron a las armas, al contrario de lo que ocurría con los señores feudales poseedores de mesnadas.

En el país del norte de Castilla —Castilla Vieja— poblado por cántabros, la constitución en su origen es en comunidades parecidas a las celtí­beras, pero los azares de la Edad media y su mayor proximidad a los focos de feudalismo hicieron que los cántabros modificaran su organización por necesidades de defensa, de lo que nació la behetría, por la cual los habi­tante', de un poblado tomaban un defensor con honores de señor, pero con la facultades estipuladas y con la seguridad para el pueblo de que, podía destituirlo y cambiarlo cuando quisiese, hasta "tres veces en un día" como reza la frase ritual que se ha hecho clásica. Las behetrías se reunían en un conjunto denominado merindad, donde actuaba un merino o juez nombra­do por el rey. Como se ve, salvo estas diferencias debidas a la presencia cercana del feudalismo y a la necesidad de protegerse contra él, la cons­titución política de todas las nacionalidades de este grupo se cimenta, a lo largo de la historia, en los mismos principios.

Las comunidades han sido atacadas de varios modos: Por división en otras más pequeñas; por segregación de aldeas o municipios de su jurisdic­ción; por donaciones en señorío a obispos, monasterios o nobles, cuando no a funcionarios ennoblecidos, caso este muy frecuente por despojo por la realeza de las facultades de elección y nombramiento que correspondían al pueblo; y, finalmente, por incitación al nacimiento de oligarquías entre sus propios ciudadanos, como en el caso de la Comunidad de Ávila que se repobló con muchos nobles leoneses provenientes de Asturias y de la comarca salmantina de Bracamonte, los cuales crearon unas oligarquías que terminaron por ahogar a la democracia comunera, convirtiendo a Ávila en Ávila de los Caballeros.

La historia del pueblo castellano es en esencia durante siglos la de las vicisitudes de sus comunidades populares, que los castellanos defienden contra los reyes, los nobles y la Iglesia. Los ataques a las repúblicas comu­neras, descarados o encubiertos, son mayores por parte de la monarquía después de la unión de las coronas de León y Castilla, mientras que los gobernantes a quienes deben apoyo han sido condes o reyes privados de Castilla y el País vascongado. Imposible sería exponer dentro de los lími­tes de este trabajo una historia de las luchas de las repúblicas comuneras contra sus poderosos enemigos; por lo que nos limitaremos a mencionar algunos episodios notables.

Fernando III, el período rey del poderío definitivo de la unión de lascoronas, afirma su propósito de poner coto a los abusos de la legislación foral. Para el monarca es un abuso que castellanos y vascos se rijan porunas leyes que le impiden la absorción del poder. Pero va demasiado lejos,despertando la resistencia de Castilla, y al final de su vida, y a requerimiento de Segovia, en 1250, hace esta confesión: "et yo bien conozco et esverdad que cuando yo era niño aparté las aldeas de las villas en algunos lugares. Et a la sazón que yo esto fiz non paré en tanto mientes". Esto de apartar las aldeas de las villas podrá parecer a algunos cosa sin importan­cia, pero la tiene tan grande que es nada menos que destrozar los estado, republicanos que se llamaban Comunidades de Villa y Tierra.

No solamente se declara el propósito de destruir la organización del Estado Castellano, para reemplazarla por la del neogótico astur-leonés, es que se escriben el Septenario de Fernando III y las Partidas de Alfonso el Sabio, verdaderos tratados de monarquía unitaria y teocrática, trabajo aca­démico de diestros maestros y de hombres muy sabios, pero concepción del Estado, de sus instituciones, del poder y de la función real totalmente con­trarios al Estado, instituciones, poder y función real primitivos de Castilla. No se trata de difundir por los reinos las ideas y constituciones de Casti­lla, como quieren hacer creer los que hablan de una supuesta hegemonía castellana, sino de destrozarlas en la misma Castilla. ¡Singular hegemonía ésta! Más penetrante es el señor Bosch-Gimpera cuando dice que "Castilla queda ofuscada y en adelante, aunque siga hablándose de Castilla v esta se con el tiempo se convierta de nombre en el país hegemónico, se trata de una Castilla que sigue la herencia leonesa", pues --aclara en otro lugar — "la monarquía leonesa-castellana se organiza con predominio de la leonesa, de tradición visigoda, y no de acuerdo con la primitiva tradición castellan, más democrática y popular, representada por Fernán González y el Cid".

La resistencia de los castellanos es tan grande que Alfonso el Sabio no logra su propósito. Sin embargo, no desaprovecha medio ni ocasión para destruir la democracia comunera: En 1256, contra fuero y costumbre, da privilegios a los nobles segovianos, para crear dentro de la Comunidad una oligarquía nobiliaria. En 1259, siempre a costa de la Comunidad, da privilegios a la Catedral y al Cabildo. Y en 1287 toma para si el sesmo de Manzanares, disputado a la Comunidad de Segovia por la de Madrid.

Alfonso XI vuelve a la agresión contra el estado foral castellano, deci­dido a implantar definitivamente el criterio neogótico; pero, pese al Orde­namiento de Alcalá, no lo consigue, ya que si logra dar vida a las Parti­das en Castilla es después de los fueros y de la costumbre. Este monarca no ceja en su empeño de corroer las instituciones populares castellanas y es muy natural que apuntase a las más ejemplares, como eran las de Se­govia. No modifica nada constitucional ni suprime atribuciones, pero acu­de a un artilugio: el de nombrar por sí los funcionarios principales, cuales regidores y alcaldes, tomando el eterno pretexto (le todos los totalitarios del poder: el de evitar discordias y conservar el orden; y esto precisamente en la comunidad que tenía la mejor reputación de austera, fuerte y bien gobernada. A la vez que pretende minarla con la argucia elegida, quiere cimentar una oligarquía aristocrática, por lo que escoge los personajes entre los linajes de Díaz Sanz y de Fernán García de la Torre, cuando ni tales linajes ni nadie tenían prerrogativas en aquella organización popular.

Pero al rey le fallan los propósitos gracias al arraigo que entre los segovianos tiene su comunidad, a su ingenio y a que allí no había una aris­tocracia poderosa. La comunidad acuerda, al correr de los tiempos, aumen­ta, a cuarenta —los cuarentales— el número de los apoderados con voto en su gobernación, con lo que los dieciséis de nombramiento real quedan en minoría. Por otra parte, estos regidores y alcaldes de merced, como así se les llama, se dan cuenta de la firmeza del pueblo y no se apartan de la nor­ma democrática.

Isabel I es, para la Comunidad de Segovia, la promesa de una inme­diata confederación con Aragón y es la satisfacción de una política con ese Estado que es tradicional en la Castilla celtibérica. Sin poner mientes en derechos sucesorios, que importan a la dinastía pero no le importan al pueblo, atendiendo solamente a su criterio político, esa razón montada, la Comunidad de Segovia proclama reina de Castilla a Isabel en 13 de di­ciembre de 1475. Al día siguiente presta la nueva reina su juramento foral; mujer de mucha castidad y de talento, de altas miras en muchos meneste­res, y de moral incongruente en otras ocasiones y conductas, ningún res­peto guarda a lo jurado, y así, muy pocos años después, toma 1,200 ciu­dadanos segovianos de los sesmos de Casarrubio y Valdemoro para con­vertirlos en vasallos de los Marqueses de Moya, sus favoritos.

Con Isabel acaba la monarquía astur-leonesa para que nazca otra ma­yor, la monarquía española, con carácter de imperio y con herencia de todo el ideal de la llamada, tan acertadamente, reconquista; monarquía que no solamente hereda los designios de sus antecesores sino que los acre­cienta. Esta monarquía nada toma de los ideales políticos y sociales del viejo Estado castellano, ni de las instituciones adecuadas a la realización de tales ideales; por el contrario, Castilla recibe de ella repetidas acometidas encaminadas a destruir su naturaleza íntima. Y si, repetimos, después de estos ataques obstinadamente continuados, ninguna de las cualidades subs­tanciales de Castilla pasa a los restantes países de la monarquía, salvo la lengua, ¿dónde está la tan cacareada hegemonía de Castilla?

Antes de avanzar más en el desarrollo de las vicisitudes por las que ha atravesado la nacionalidad castellana, observemos algunas dificultades que nos pueden estorbar en nuestra marcha. La más importante la vamos a encontrar en la historia clásica, y más todavía en los historiadores. La estimación de la condición social que ocupan les convida a considerarse li­gados a las clases poderosas, creencia que les hace pensar, como obligación patriótica, en la necesidad de colocar la dirección del país en las manos de las aristocracias tradicionales, lo que exige que tales aristocracias aparezcan como connaturales con el país, y por tanto que la monarquía re nacida en Covadonga sea aceptada como directora de una empresa del pueblo español en pretensión de su independencia. Quieren también hacer ver que el Estado español, creado por los godos se nutre de substancia española, y atiende al servicio del pueblo y de las aspiraciones nacionales. Así, para defender la supuesta condición hispana de las dinastías neogóti­cas, acuden a la argucia de acusar a la Casa de Austria de extranjera y creadora del absolutismo y de la intransigencia religiosa. Pero la Casa de Austria no es más extranjera que sus antecesoras; no había ideado la mo­narquía absoluta, que ya estaba concebida en las Partidas, y que se había tratado de consolidar por los reyes, desde Alfonso XI hasta Isabel I; ni en­tabló la lucha contra las instituciones forales, ya perseguidas de antiguo; ni estableció la inquisición, que ya había instaurado Isabel la Católica; ni fué ella la que entremetió al clero en la gobernación del país, pues ya estaba dentro desde la venida de los clunicenses. Lo que sí es cierto es que nues­tra democracia es española y que su destrucción nos ha venido de Europa.

Claro es que, para hacer ver este acomodo de la monarquía al país estorba el recuerdo de la democracia de Castilla; y para anular este re­cuerdo y que no deje rastro es muy útil contar una tradición falsa; así, unos por errores que les han imbuido y otros porque la mentira se acomo­da a sus conveniencias políticas, han logrado meter en la conciencia po­pular dos grandes embustes: El de que, al quedar en una sola cabeza las coronas de León y Castilla se habían fundido los dos Estados y los dos pueblos; y el de que Castilla había tomado sobre sí la tarea de crear el Estado español y la nación española; lo que quiere decir, ya que la corona es común a los Estados de León y Castilla, que los reyes comunes habían tirado por la borda la tradición y los criterios políticos de la monarquía neogótica para aceptar la tradición política, la constitución interna, las condiciones económicas y los criterios sociales del pueblo castellano.

La falsificación ha llegado al extremo de colocar el centro nervioso del pensamiento y la voluntad castellanos en la Tierra de Campos, los Campos Góticos, país no castellano que conserva la tradición leonesa y que no ha tomado de Castilla más que la lengua y el nombre, impropiamen­te aplicado y generalmente aceptado; donde viven unos grupos caciquiles que sustentan el ideal del unitarismo imperial, mismo que Castilla repudió al hacerse independiente, y que se consideran los definidores de España y creen que sus criterios tienen que ser aceptados y obedecidos por todos los españoles. Estas oligarquías están dirigidas por unos hombres que han sido motejados de torpes y burdos, pero que, por el contrario, han demostrado tal destreza política que, unas veces so pretexto de los estatutos regionales y otras con el achaque de la reforma agraria, pusieron a la república en más de un aprieto e indujeron a un distinguidísimo republicano a componer un discurro, tan nutrido y adornado de bellezas literarias, como desquiciado en materia política e incongruente con la historia de Castilla.

A todo esto la confusión anda a la orden del día en los libros de his­toria. No distinguen una comunidad de un municipio; revuelven el con­cepto de concejo, órgano rector, con el municipio y con la comunidad, cosas regidas; una institución que es privativa de León o de Castilla la hacen común a ambos países. En tal estado de cosas, la historia de Castilla está por escribir, pero puede escribirse, pues afortunadamente hay en los archi­vos una documentación muy rica y enseñadora que se puede estudiar para reconstruir hechos e instituciones. El examen tan sólo de unos cuantos do­cumentos, segovianos en su mayor parte, y su cotejo con hechos conocidos nos ha llevado a una visión de Castilla tan en desacuerdo con los clásicos.

Veamos cómo Castilla sigue fiel a su fe democrática y a su ideal au­tonómico y cómo los sostiene a través de los tiempos. En el alzamiento que generalmente se llama con impropiedad de los' "comuneros de Casti­lla" y que algunos autores llaman de los "populares" tenernos buenas prue­bas. Para unos, este alzamiento es una aspiración nacionalista; para otros, es un movimiento social; para el de más allá, un estallido de contienda entre nobles. Todo este enredo es el resultado de confundir países, pueblos e instituciones.

Ferrer del Río escribe un párrafo que copiamos porque nos lleva de la mano a comprender este lío: "Sin que redundara en provecho de ellas (se refiere a las comunidades) hubo además trastornos en Galicia. Badajoz y Cáceres se agitan también por aquel tiempo : mas como el elemento popular estaba poco desarrollado en Extremadura, su levantamiento vino a ser una lucha de nobles entre nobles; lo mismo que en Andalucía, donde Ubeda, Jaén, Baeza y Sevilla fueron teatro de sangrientas escenas promovidas por los bandos de Carvajales y Benavides, de Ponces de León y Guzmanes. Nin­gún apoyo directo sacaron las ciudades castellanas de la convulsión de las poblaciones extremeñas y andaluzas; tampoco salió de ellas robustecido el poder del trono, porque en los disturbios de los magnates no se trataba de obedecer, sino de quién había de mandar, y así la autoridad real perdía y el pueblo no ganaba. Y es cierto que, predominante la dependencia feudal entre los andaluces y extremeños, alzados los castellanos en defensa de sus fueros municipales, pudo decir exactamente un contemporáneo de aquellas turbaciones que desde Guipuzcoa hasta Sevilla no se encontraba población donde fuera acatada la voz de Carlos V".

Después de la observación que hay que hacer a Ferrer del Río, como a muchos historiadores y tratadistas políticos, de confundir las cuestiones al tomar por municipales a todos los fueros castellanos, hay que extender a todo el reino leonés su observación sobre Extremadura y Andalucía, que no son otra cosa más que la prolongación por el sur de España de este reino leonés, en su organización social y política y con sus órganos adecuados qua son los tradicionales del reino neogótico. Por eso, y porque en el viejo reino leonés, naturalmente que con Asturias, Galicia y las tierras de entre Pisuer­ga y Cea, el elemento popular tenía también poca importancia, aunque más que en Andalucía, las cosas, con muy poca diferencia, se desarrollan como en el Sur. En León es una contienda entre Guzmanes y Lunas; en Zamora, salvo que el obispo siente la causa con fervor, es también una rencilla del Obispado con la casa de Alba de Aliste; en Valladolid, es entre el Conde de Benavente, Girón y el Almirante; Palencia, incluso los vecinos de la ciudad, lucha con los imperiales y contra los populares porque su señor, el obispo, es partidario del emperador, y con el emperador van los vasallos del de Benavente, del de Alba de Aliste, etc.; de tal modo que el ejército vendedor en Villalar estaba compuesto en su parte más importante de vasa­llos de los señoríos leoneses, sin la costumbre ni el gusto consiguiente por el ejercicio de las libertades de las constituciones castellanas y vascongadas. Únicamente en Salamanca y en Medina del Campo el movimiento es demo­crático, tal vez por influjo de la Universidad en aquélla y por la condición mercantil de Medina.

Pero en Castilla y el País vasco la rebelión es claramente contra el imperio, francamente por la democracia y la autonomía. Las diferencias den­tro de Castilla y el País vasco son solamente de táctica y la única ciudad que disiente es Burgos; pero Burgos quiere la autoridad para sí, rechazando los poderes extranjeros, y es autonomista, ya que pretende la restauración del gobierno de su tierra por ella misma repudiando los poderes centrales y de 'señores. La petición de Burgos es que se devuelvan a su concejo los castillos dados a señores y que se le restituyan los territorios de la jurisdic­ción de Lara que se le habían arrebatado. En suma, quiere reconstituir su estado propio, pero su táctica es la de pactar con el emperador que accede a las peticiones burgalesas, ante cuyo triunfo Burgos escribe a las demás ciudades que ya no tiene objeto el alzamiento.

Donde el movimiento alcanza una madurez política y social definida es en Toledo, Madrid y Segovia, donde, además, el principio de solidaridad recibe todo el valor que necesita en aquellos momentos incluso imponiéndose " a ciertas ambiciones particulares, tanto que Madrid y Segovia presentan pe­ticiones incompatibles, pues una y otra comunidad exigen para sí el sesmo de Manzanares, que conservaba en su poder el Marqués de Santillana, pero esta petición no es obstáculo para una colaboración muy estrecha en cuanto a la gran aspiración nacional. En los momentos en que comienzan los Sucesos de Segovia, están reunidos 'en El Espinar Juan Bravo, el capitánsegoviano, Juan de Padilla, el toledano, y Juan de Zapata, el madrileño, yallí definen clara y atrevidamente su ideal nacional, que alarma al cardenalAdrlano, quien dice a Carlos V poco más o menos (pues recordamos dememoria): Los nobles se van apaciguando y puede restaurarse la autoridadde vuestra majestad. Lo peor del caso es que la Comunidad de Toledo, deacuerdo con la de Madrid y con la de Segovia, han decidido no reconocera los representantes de vuestra majestad, ni al propio emperador, pues dicenque Castilla no necesita ni de emperadores ni de imperios y que paragobernarse le basta con sus repúblicas tradicionales como lo está haciendo Italia.

Estos capitanes saben que nada tienen qué hacer ni con la reina Juana, ni con el cardenal Adriano, ni con el Conde de Benavente, y saben que muy poco tienen que esperar de los populares del viejo reino de León, salvo de Medina del Campo, población mercantil, municipio sin comunidad de terri­torio, pero que tiene mucho trato y mucho de común con las repúblicas hanseáticas y un prurito de independencia que se expresa con el lema de su escudo "Ni al rey oficio, ni al Papa beneficio". Juan de Zapata no va a, Villalar, pues opina que el contactó con oligarquías imperiales, o con comar­cas de gran fidelidad monárquica es menos conveniente que encastillarse en su república madrileña.

Fuerte, muy fuerte, es el movimiento en Alava y Guipuzcoa. Las tropas alavesas del Conde de Salvatierra son las más disciplinadas de todos los ejércitos comuneros, pero el movimiento es más definido en sus fines políticos y en su raíz popular en Guipuzcoa, dirigido por los gamboinos y determi­nado con claridad en las actas de Tolosa.

En resumen: el movimiento es democrático y nacional en Castilla y el País vasco; es una aspiración de abrirse paso del incipiente capitalismo mercantil en Medina del Campo; es un estallido de ambiciones y rencillas entre nobles en el resto del país alzado.

En relación con esto podemos hacer dos observaciones referentes al País vasco. Una, que el primer movimiento nacionalista en esas tierras esel de los comuneros alaveses y guipuzcoanos. Otra, que las discordias entreoñacinos y gamboinos no son, como dicen algunos, por espíritu de banderíapor causas baladíes, sino que son episodios de la gran lucha universal y eternaentre la dominación y la libertad de los pueblos. Vayan algunas pruebas, osi se quiere, ensayos de pruebas. En la guerra de las Comunidades, los gamboinos son los comuneros, los defensores de la idea de libertad, del derechopopular y de la autonomía para realizarlos. Los oñacinos están con los poderesaristocráticos y con los reyes. Iñigo López de Recalde, que es oñacino, seeduca en Arévalo en la corte de Isabel la Católica, modesta, más bien pobre, casi miserable, pero de ampulosa pretensión de grandeza y ambiciones. Y López de Recalde afirma su apego a la majestad real cayendo herido en el sitio de Pamplona al servir voluntariamente al rey regente de Castilla Fer­nando de Aragón, pues es sabido que Isabel no logró hacer la unidad de España. Tenemos datos de que en tiempos muy anteriores a estos los gamboinos ya se habían manifestado como populares.

martes, enero 18, 2011

Las Comunidades Castellanas en la Historia II (Luis Carretero Nieva 1922)

Las Comunidades Castellanas
en la Historia y su estado actual


Lema: Nájera —Segovia --Calatayud

En su notabilísimo libro El Colectivismo agrario en España, dice el inolvidable Joaquín Costa: «..... hubieron de constituirse Comunidades de tres, de siete, de veinte, de hasta ciento cuarenta y ciento sesenta pueblos, con honores ya de provincia, como la Comunidad de Teruel, como la de Ávila, como la de Segovia, con sus patrimonios en tierras y bosques, su administración, sus ordenanzas, sus juntas, sus tribunales, y de, las cuales quedan aún no pocas en funciones, lo mismo que en la Edad Media, materia digna de estudio y que sigue aún por estudiar». Impórtanos mucho la declaración de un hombre de los prestigios del ilustre aragonés y de ella hemos de sacar dos afirmaciones que se pueden expresar hoy con la misma fuerza que cuando se escribieron, pues en muy poco 'o en nada ha cambiado el estado de la cuestión, si, por añadidura, observamos que los notabilísimos estudios de don Carlos de Lecea sobre la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia no eran desconocidos por el insigne hijo de la ciudad de Monzón, puesto que en más de una ocasión alude a los mismos, queda en pie su sentencia de que la im, portancia suprema de esta materia es digna de un completo estudio y es además, necesario que, a los esfuerzos ya hechos, se agreguen otros muchos en un campo más amplio que él, que el venerable Cronista de Segovia, por precisión de los loables fines de su trabajo, tenía forzosamente que concretar.

No es posible improvisar para los efectos de un certamen una visión completa de lo que eran las Comunidades de Ciudad y Tierra, pues lo único accesible en el día de hoy, es resumir lo que acerca de ellas se conoce, haciendo votos porque las iniciativas de la corporación que tuvo el laudable acierto de enunciar este tema, sean las suficientes para que un ejército de investigadores penetre en los archivos, rebusque datos y juicios en los libros publicados, compulse opiniones y extirpe un sin fin de confusiones que, por desconocimiento tan grande que tenemos acerca de la vida interna histórica del pueblo español y de las instituciones que ha producido, acumule sobre la ignorancia el error.

La bibliografía de que se dispone en este tema es muy corta, pues, aparte del meritísimo trabajo de D. Carlos de Lecea y del muy digno de tenerse en cuenta del Sr. Viteri sobre historia de la Comunidad de Villa y Tierra de Coca (La Cuadrilla de Nuestra Señora de Neguillán), los brevísimos, pero extraordinariamente notables estudios de D. Vicente de la Fuente, Las Comunidades de Castilla y Aragón bajo el punto de vista geográfico y Las Comunidades de Aragón bajo el punto de vista político y económico, hechos con todo celo científico y con todo el cariño de un hijo de Calatayud hacia su tierra, apenas nos encontramos más que ligeras referencias de distintos autores y vernos, no solamente en diccionarios enciclopédicos, sino hasta en tratados de historia de reconocida fama, conceptos de sus autores que demuestran la confusión enormísima que existe en esta materia y la poquísima atención que se ha prestado a su estudio, tanto más cuanto que no es imposible, ni aun siquiera tan difícil como otros temas históricos.
Esas mismas confusión y perplejidad son ostensibles en la opinión y el ambiente del día que relacionan la institución de las Comunidades de Castilla con el movimiento de los comuneros, pero esta confusión se desvanece rápidamente tan pronto como se dan los primeros pasos en el estudio de las Comunidades de Ciudad y Tierra. Tanto Vicente de la Fuente (Las Comunidades de Castilla y Aragón, página 1ª), como Carlos de Lecea (obra citada, páginas 116 y 117), no dejan lugar a la menor duda acerca de distinción y falta de relación entre el alzamiento y estas instituciones. Por otra parte, la institución de las Comunidades de Ciudad y Tierra es cosa privativa de Castilla, que nada tienen de común con la historia de Galicia y Asturias, poquísimo, y esto circunstancial, con la del reino de León (1). En cambio, esta institución es cosa común a los reinos de Aragón y de Castilla y tiene, según la Fuente (Vicente), íntima relación con las Merindades de Navarra (2), que también tuvo Castilla en Cantabria, Burgos y la Rioja, es decir, que las Comunidades de Tierra son institución característica de los reinos de Aragón y de Castilla, siendo una condición histórica común a estas dos nacionalidades. En cambio el levantamiento de los comuneros es un hecho en el que intervinieron Extremadura, Castilla, Andalucía, León, Murcia, Castilla la Nueva, y según Altamira (Historia de España, Tomo III, páginas 24 y 25), hasta cooperaron Guipúzcoa y Cataluña (3), es decir, países

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(1) Las Comunidades de Ciudad y Tierra no aparecen al occidente del río Pisuerga, ni las hay en sus orillas. (N. del A.).
(2) Se trata de distritos con la plenitud de funciones gubernamentales, no de la simple autoridad judicial de un merino, (N. del A.).
(3) El pueblo de Zaragoza, sabedor de que los caballeros de Aragón enviaban 2.000 hombres al Condestable, se alborotó y los desarmó diciendo que Aragón no debía contribuir a quitar sus libertades a Castilla. El alzamiento de los comuneros fue una lucha por libertades políticas contra prerrogativas de poderes y clases, por lo que tales poderes y clases pudieran tener de opresoras, o por su actuación en tal concepto, sin aspiraciones de conservación ni depuración de instituciones, por lo que estas pudieran tener de genuinas, o de características nacionales o regionales, que diríamos hoy, y que no eran comunes a los distintos países sublevados, ni aun siquiera a los regiddos por una misma corona. No queremos recordar este hecho sin recordar también la acción heroica de Medina del Campo en obsequio de los comuneros segovianos, sus colegas de rebelión.
Queremos con esta nota significar que la protesta comunera es manifestación del malestar general de España ante deprimentes abusos sin que en el mismo aparezca ningún anhelo de manifestación ni afirmación de personalidades regionales, ni muchísimo menos de la definición de unidad nacionalista. El movimiento no era nacionalista como alguien pretende, sino político y social. Si Carlos en vez de cargar sus vejaciones contra el pueblo, lo hubiera hecho contra las aristocracias, el pueblo hubiera sido su aliado y las aristocracias sus enemigos.
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que tuvieron la institución de las Comunidades con países que las desconocieron (1).


Contribuye a alimentar esta confusión la facilidad con que se aplica un mismo vocablo para designar a la vez cosas que son fundamentalmente distintas; así por ejemplo, se llamaron Universidades también a las Comunidades de Ciudad y Tierra, y tanto se decía La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia como la Universidad de la Tierra o la Universidad de la Tierra de Soria, o la Universidad de Teruel. Universidad de los Mercaderes se llamaba también al Consulado de Burgos y Universidades se llamaban, cual en el día de hoy, a los Estudios, como el famosísimo ele Salamanca fundado por Alfonso IX de León, para que sus súbditos no tuviesen que salir a estudiar fuera del reino leonés.


Por otra parte, Comunidades se llamaron con frecuencia a los alzamientos populares, no solamente en España, sino en toda Europa, y por eso no nos debe de extrañar que se

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(1) No andan muy acertados los que ven en el levantamiento de los comuneros un acto de solidaridad particular entre las actuales regiones de León y de Castilla la Vieja. Mientras, para ayudar a los comuneros, pueblos de Cataluña, se sublevaban en favor de éstos, armas palentinas nutrían las tropas enemigas, al paso que Murcia daba esforzados rebeldes. Los entusiasmos populares se enardecían en ciudades como Toledo extrañas a la cuenca del Duero. La razón de que las tropas comuneras tomasen como teatro de sus luchas las tierras inmediatas a Valladolid, no, fue el que en esa comarca estuviese el centro directivo y exaltador del movimiento, sino precisamente todo lo contrario; que era allí donde estaba la sede del poder centralizador contra el que se luchaba y allí sus personajes, en Tordesillas la reina Juana, y en Valladolid los delegados de Carlos. Más de un historiador considera como una torpeza de la dirección del levantamiento el haber llevado la lucha al campo enemigo, es decir, a tierras de Tordesillas y Valladolid, en vez de haberse hecho fuertes los comuneros en sus posiciones de Toledo, Segovia, Madrid, etc., donde por su cuenta hubieran podido organizar un nuevo régimen de gobierno de España(N. del A.).

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diga que alzó Comunidad una comarca como la de Toledo que tuvo su Comunidad de Ciudad y Tierra, ni aun siquiera que se diga que alzó Comunidad una ciudad como Valladolid que no tenía Comunidad de Ciudad y Tierra. (La Fuente, obra citada, página 27). Queda, pues, deslindado el campo entre los alzamientos designados por insuficiencia de lenguaje con los nombres de Comunidad, alzamientos tan frecuentes en la historia medieval, así como las coaligaciones o Hermandades que se constituyeron en el desarrollo de esos alzamientos, con la institución de las Comunidades. Es obvia la diferenciación entre un alzamiento que es un episodio y una institución que es permanente; y las Comunidades de Tierra se nos aparecen como una institución de poder gubernamental, si bien este poder está supeditado a más altos poderes. Para corroborar esta superflua distinción, recordemos que hay documentos que al alzamiento de las Germanías valencianas, le designan también con el nombre de Comunidades. (Altamira, obra citalla, Tomo III, página 72).

Tampoco se ha de confundir la institución de las Comunidades de Ciudad y Tierra con una mera coparticipación en la propiedad de bienes, punto que se aclara en varios pasajes del magistral libro de D. Carlos de Lecea, ni con los pactos en que se ponían en propiedad y uso común esos mismos bienes, pues este caso, repetido en la historia del pasado y en los fenómenos del presente, se da igualmente en países que jamás tuvieron la institución de las Comunidades de Ciudad y Tierra en su constitución política y había comunidad de bienes designada con tal nombre donde la institución castellano-aragonesa jamás existió, tanto en España como fuera de España y lo mismo entre entidades individuales y colectivas de orden muy distante del correspondiente a la constitución política de los pueblos.

Aun cuando después insistamos sobre la distribución geográfica de las Comunidades de Ciudad y Tierra, necesitamos anticipar al lector que estas corporaciones se asentaban en el sur de Aragón, en el sur de Castilla la Vieja, en el noreste de Castilla la Nueva y que en el norte de Castilla la Vieja y en el país vasco-navarro se asentaba la institución de las Merindades. Dejemos sentado también, pues sobre este punto hemos de insistir, que en el reino de León sólo ha dejado huella la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Salamanca.

Sobre el origen de estos organismos, dice el Sr. Lecea que nacieron «... en los tiempos más remotos de la Edad Media, sin que su creación se deba a ningún precepto legal de los Monarcas ni de las Cortes», a lo que añade seguidamente que los reyes, al encontrarlas formadas y al comprender su utilidad para la reconquista y más aún para la reorganización social y administrativa tan convenientes entonces, las admitieron y se ampararon de ellas como elemento valiosísimo en el régimen del Estado, continúa el ilustre Cronista de Segovia diciendo que la necesidad engendró esos organismos misteriosos en su origen como suele ser todo lo que es fuente de vida y que apenas dan señales de su existencia en los primeros tiempos de la reconquista. De las palabras del señor Lecea se deduce que en los comienzos de la Edad Media poco se sabe de las Comunidades de Tierra, pero es que toda esa época histórica está por conocer; se sabe que entonces las había, pero el libro del Sr. Lecea nos deja preguntar si al haberlas ya en el principio de la Edad Media no es posible que existiesen con anterioridad a esa época, y por otra parte, ese desconocimiento de los orígenes deja todavía la duda de si fueron anteriores a los Concejos, como en otro aspecto debemos cae investigar, si el Concejo y la Comunidad son simultáneas, o si el Concejo es característico de un país y la Comunidad lo es de otro, pues todo es posible, aun cuando ambos organismos puedan existir coetáneamente. La Fuente dice que datan del siglo XI, por lo menos. Fijémonos bien en esta puntualización de «por lo menos».


Tenemos hasta ahora una institución que no se cree por ninguna decisión de los altos poderes gubernamentales, que es, por el contrario, producto espontáneo del país y cuya antigüedad es tan grande, que no se puede precisar la época de su aparición.


Recordemos ahora la teoría del gran Joaquín Costa que otras autoridades han recogido, desarrollado y extendido. Según esa teoría, ni el imperio romano, ni los godos, ni los
árabes, destruyeron totalmente en sus dominaciones respectivas las modalidades características de los primitivos pueblos españoles (Estudios ibéricos, Costa). «El Imperio no pasó su rasero nivelador por la península; no destruyó la vida local, ni las instituciones nacionales de los iberos... salváronse los antiguos feudos territoriales, verdaderos Estados con millares de siervos».

El ya tantas veces citado D. Vicente de la Fuente, en su magnífico estudio de la distribución geográfica de las Comunidades de Ciudad y Tierra, nos ha dejado perfectamente señalado el territorio que éstas ocupaban. Fijémonos en una coincidencia que a nuestro juicio es muy digna de tenerse en cuenta: la de que el territorio ocupado por la confederación quíntuple de los pueblos arévacos, asentada sobre terrenos que hoy están repartidos entre Aragón y Castilla, está todo él incluso en la zona en que se desarrollaron y nacieron las típicas Comunidades de Ciudad y Tierra, o las Merindades.

La confederación de los cinco pueblos arévacos que tenía su capital en la inmortal Numancia, la formaban: los arévacos propiamente dichos de Soria y Segovia, los más occidentales de la confederación, los turmódigos de Burgos y los titos, bolos y lusones, situados entre Guadalajara, Calatayud, Teruel y Cuenca. Con los arévacos de Numancia estaban los veros de la provincia de Logroño. La zona de esta confederación no encerraba la totalidad de las provincias actuales de Zaragoza, Guadalajara, Teruel y Cuenca, y constituía un territorio unido encerrado en un polígono.


Pues bien, en ese territorio se alzan Calatayud, Albarracín y Daroca. En él están también Segovia, Sepúlveda, Soria; Atienza y no comprende a Salamanca ni a Toledo. Si se tiene por otra parte en cuenta que las Comunidades de Salamanca y de Toledo, a pesar de la gran importancia de la primera, es discutible que tuviesen en toda su plenitud el carácter de las otras instituciones de la misma denominación y que la creación de las mismas sea mas bien una copia 'por conveniencias: políticas de aquéllas, hemos de concretar el manantial de estas instituciones a la tierra de la cofederación de los arévacos.


Todo ello indica que la institución de las Comunidades de Tierra, por lo desconocido de su antiquísimo origen, por ser fruto espontáneo del pueblo y no resultado de ninguna decisión de los altos poderes, y por aparecer en su mayor carácter y pureza en la tierra de la confederación de los arévacos, son una supervivencia llegada hasta el día de las instituciones arévacas, si bien se haya extendido con ciertas adulteraciones, como ocurre en toda copia, a otras regiones. El hecho de que dos reinos políticamente independientes, como Aragón y Castilla, la tengan que aceptar en una tierra que ambos se repartieron al formarse y el otro hecho de que no todo Aragón, ni toda Castilla, tengan Comunidades, sino que unas y otras están en terrenos contiguos, parece indicar que ambas monarquías tuvieron y creyeron prudente respetar lo que aparece como floración natural de ese país común.

Ni en Aragón ni en Castilla aparecen Comunidades al norte del Ebro; no las hay tampoco en el sur del reino de Toledo (o Castilla la Nueva). Madrid, encerrado entre Guadalajara que llegaba a Daganzo y Segovia que alcanzaba a Alcobendas y por el Condado de Chinchón hasta Ciempozuelos y Seseña, apenas tenía territorio en que asentar su Comunidad. Parece ser que la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Toledo, sólo duró algún tiempo, pero no arraigó con fuerza en el país. En Castilla la Nueva sólo se consolidó esta institución en las tierras del noreste, en comarcas de abolengo arévaco y en las extensiones de éstas, pues las Comunidades tendían, como todo poder, a ensanchar sus dominios. En el país de los vacceos no hay noticias de que hayan existido Comunidades y algunas comarcas que aún hoy conservan bienes, tuvieron solamente Comunidad de propiedad y uso, pero no la institución política, lo mismo que ocurrió en multitud de países españoles y extranjeros,

Las cuatro grandes Comunidades aragonesas eran las de Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, sobresaliendo entre todas la primera, que constaba de seis sesmos divididos por ríos: Jalón, Jiloca, Ibdes, Ribota, Manubles y Miedes. La de Daroca se componía de ciento diez pueblos, entre los que había nueve villas, que no por ser villas se eximieron, sino que siguieron por su voluntad perteneciendo a la Comunidad. Teruel tenía ochenta y dos pueblos. La menos importante de las cuatro Comunidades de Aragón, era la de Albarracín (1).

En Castilla, la institución de las Comunidades se desarrolló más que en Aragón en número y extensión. Las cinco sobresalientes son las de Soria, Sepúlveda, Segovia, Arévalo y Ávila, en Castilla la Vieja, siendo menos importantes las de Guadalajara, Atienza, Madrid, Molina y Cuenca. La de Guadalajara, en la Edad Media, no llegó a funcionar plenamente; la de Atienza, sólo tenía unos cuarenta pueblos; la de Molina, no era propiamente una Comunidad sino un señorío o behetría con ciertas condiciones; la de Cuenca, sólo tenía cincuenta pueblos.

La Comunidad más septentrional de Castilla la Vieja era la de la Villa y Tierra de Ocón, en la provincia de Logroño, tocando casi al Ebro, en la parte noroeste del partido de Arnedo; pero de ella, como de otras de las provincias de Segovia y Soria, apenas hay noticias. De mucha extensión era la Comunidad de la Villa y Tierra de Cuellar, pero de ésta, como de las de Coca y Pedraza, no dice nada la Fuente, acaso por no reconocer en su constitución la plenitud de las funciones políticas y creerlas más bien meras instituciones de condominio de bienes; pero no es de extrañar en esta materia que autores muy doctos desconozcan un antecedente o le interpreten con error. Lo mismo puede ocurrir con relación a las Comunidades de Fuentidueña, Ayllón, Caracena y otras. La Comunidad de Ávila, que se distinguió siempre por su desastrosa administración y por sus oligarquías internas, tenía doscientos diez pueblos.

La Comunidad de Salamanca fue extraordinariamente extensa y rica, llegando a contar novecientas cincuenta y dos poblaciones, pero los datos indican que sus fines y funcionamiento en el orden político, distan mucho de ser lo que eran las Comunidades de Aragón y Castilla.

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(1) La Comunidad de la Ciudad y Tierra de Teruel, no conserva hoy bienes forestales; en cambio son muy importantes los que hoy posee la Comunidad de Albarracín. (N. del A.) .

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A todo esto, tanto la Fuente, como Lécea, se preguntan: ¿Qué eran las Comunidades? La Fuente renuncia a definirlas y se limita a describirlas con estas palabras: «Dábase, pues, el nombre de Comunidad en el siglo XII, al régimen particular de un territorio, del cual era señora una ciudad o villa realenga e independiente, formando, por concesión del monarca, un pequeño estado, con su fuero propio y mancomunidad de obligaciones, derechos e intereses, especialmente en materias de pastos y represión de delitos. El territorio se daba al Concejo de aquella ciudad o villa, como se daba un territorio a un conde, o ricohombre, a un obispo, o a un monasterio así los aldeanos que poblaban el territorio de esas Comunidades, en las cuales el señorío o dominio radiacaba en la ciudad o villa, dependían del Concejo de aquélla y tenían en el siglo XII que salir respectivamente, nobles y pecheros, en pos del pendón de la villa, pues eran colonos del territorio concejil. Podían ellos entrar con los ganados en el territorio de la villa, y los ganados de la villa podían pastar en todos los términos de las aldeas como en terreno propio.»

En la Edad Media aparecen estas Comunidades como pequeños estados, es decir, que no hay para qué incluir en este estudio brevísimo las asociaciones que careciesen de esta condición. La condición de pequeños estados que la Fuente atribuye a las Comunidades, viene confirmada según las citas de Lecea por otras opiniones corno las de Pidal y Colmeiro. Colmeiro emplea exactamente la misma frase que la Fuente diciendo: «así se formaba un pequeño estado». El Sr. Pidal, en referencia que hace de él el Sr. Lecea, dice: «La constitución de Castilla, y aun de toda la España cristiana, era por este tiempo, digámoslo así, federal; una multitud de pequeñás repúblicas y monarquías, ya hereditarias, ya electivas, con leyes, costumbres y ritos diferentes, a cuyo frente estaba un jefe común». El mismo autor dice también: «En Castilla había; en efecto, varias clases de gobiernos: uno era el de las 'Comunidades o Concejos, especie de repúblicas que se gobernaron bastante tiempo por sí mismas, que levantaban tropas, imponían pechos y administraban justicia a sus ciudadanos.»

Hay, pues, varias formas de organización política y una forma de feudalismo concejil, según la Fuente, pero que acaso más acertadamente debamos denominarle comunero o, mejor todavía, de Tierra o regional (1) por tratarse de instituciones de gobierno regional inconfundible con el estrictamente local o municipal, que no está analizado al estudiar los realengos,abadengos, solariegos y behetrías. El Sr. Lecea elogia la institución comunera diciendo: «que la monstruosa división de los territorios que se ganan al enemigo en realengos, abadengos, solariegos y behetrías, sin que el elemento popular, sostén de la patria, tenga la libertad de acción indispensable para vivir y mantener a todos (Obra citada, página 102) dará al traste muy luego con el naciente reino. Vemos en las palabras del Cronista de Segovia que en el feudalismo comunero hay un deseo de atender a la libertad de vida del pueblo, a darle intervención en su gobierno directamente y por eso hay una diferencia fundamental entre la organización sobre la base de las Comunidades y aquellas otras establecidas sobre el poder de un abad, un obispo o un conde y no pueden ser consideradas como comuneras las comarcas sujetas a un señorío de ajenas personas, aun cuando gozasen del beneficio de poseer y usar mancomunadamente algunos bienes, pues es necesaria la mancomunidad de intereses, derechos y deberes políticos y la intervención en el gobierno de los mismos.


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(1) El tan decantado municipalismo localista de Castilla, es una condición histórica genuinamente leonesa que se hace ostensible en ciudades como Valladolid, Palencia, Zamora, etc., eminentemente leonesas que jamás conocieron la institución política, de gobierno, de las Comunidades de Ciudad y Tierra y que en sus manifestaciones actuales proceden lógicamente con arreglo a su espíritu histórico. El entramado de la organización política de Castilla, obedece a base fundamentalmente distinta que exactamente se expresa en la palabra moderna regionalista por ser gobierno, no de la ciudad o del municipio, sino de la región dentro del Estado. Del mismo modo la Merindad de la Rioja, no era el gobierno de la Ciudad de Santo Domingo de la Calzada, sino el de todo el país del río Oja. Los municipalistas castellanos viejos sostienen teorías discordantes con la constitución histórica de su país. (N. del A.).

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Luis Carretero Nieva

Las Comunidades Castellanas.

Segovia 1922 (páginas 17-279