Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas
"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA
De lo temporal a lo eterno
ALLA van diez siglos castellanos, como diez patriarcas de la Escritura entre rebaños bíblicos; como diez guerreros de «La Ilíada», entre carros homéricos; como diez ángeles de Anunciación, entre un batir de alas y con la salutación celestial: «¡Ave, María!»
Custodios de Glorias y Legionarios de Quimeras, sólo pueden contemplarlos los visionarios y sólo oírlos en éxtasis. Mas sus pasos por el suelo claman al cielo y dan vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos... El Milenario de Castilla es el Evangeliario de España.
La ecuación entre cielo y suelo preside todo el Génesis castellano. Del concepto de vida terrenal, pobre, mísera, sin alas ni galas, surge la conciencia de vida espiritual, alada de ascetismo, engalanada de inmortalidad.
Del clima terrenal, el clima moral. Como anota Menéndez y Pelayo, Castilla no sensibiliza lo espiritual, sino que espiritualiza lo sensible. En Castilla, lo temporal se unge de eterno.
La leyenda y la Historia
En el Génesis nacional, flotan las nieblas aborígenes en una masa de asteroides; hasta que cristaliza Fernán González, sol del sistema planetario. La Historia y la Leyenda se lo disputan, reinas enamoradas de este primogénito de la Gloria, que embriaga a los historiadores con el licor de los poetas y pone en los romances el acento genuino del testimonio.
En él se dan los atributos de soberanía, gobierno y mando, en sus tres dimensiones castellanas. «La Fe», a cuyos impulsos misioneros mete el estandarte cristiano morisma adelante, desde el Arlanza al Duero, desde Giafar hasta Almanzor. «La Patria», por cuyas grandezas sufre el desvío de los pueblos y el poderío de los reyes, desde las revueltas de Roa y Osma a los expolios que le imponen Ramiro II, de León, y Sancho el Craso, de Navarra. «El Honor», príncipe del Deber, que encarna en el Protocaballero castellano, fundador de Castilla, precursor del Cid, maravillas de Leyenda y prodigios de Historia, en diez siglos que son Decálogo de la Raza.
«El juicio de Dios»
Fernán González, irritado, despacha al mensajero de Sancho Abarca, estrujando la carta real, donde se le apremia en tributos y se le humilla en trato. Y, a caballo, frente a las huestes castellanas, entra por campos de Navarra, como un río en desborde. El rey acude con los suyos, más numerosos. Ambos Ejércitos se acometen con furia igual. Y, desde la mañana a la noche, la sangre entinta armas y hombres.
Mas la victoria está indecisa. En la tregua que impone la oscuridad, las tiendas del conde y del rey celebran consejo apremiante. ¿Hasta cuándo proseguir la terrible matanza ambas huestes? ¿Para cuándo el combate personal de sus caudillos, la decisión del «juicio de Dios»?
De la tienda del conde a la del rey cruza, entre hachones, Tello Núñez, con el cartel de desafío. De la del rey a la del conde, un reguero de luces y soldados lleva el asenso del monarca.
A la aurora, clarines, atambores. Ambas huestes, en línea de batalla, banderas al viento. Ambos jinetes, lanza en ristre, se acometen, espoleando los caballos. La acometida es tan furiosa que caen los dos a un tiempo, derribados y malheridos. El rey muere allí, sobre el campo. El conde, no sólo se levanta, sino que pide y monta otro corcel y acude valerosamente contra el vengador del rey, un bravo noble tolosano, a quien del primer bote de lanza deja sin vida.
Alaridos de victoria en los del conde. Silencio en las filas del rey. Fernán González, doblemente vencedor, otorga al enemigo la gracia de una retirada portando los cadáveres de sus príncipes. Y en viendo cómo los del rey se alejan, con las banderas abatidas, el conde aterra con el guantelete el mandoble, lo alza, entre sus banderas desplegadas, y proclama a los cuatro vientos el «juicio de Dios».
—¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Adelante con la victoria! ¡Dios lo quiere!
El vado de Carrión
Ayer, navarros; hoy, leoneses. Castilla, la menor, está fraguando su grandeza, en una rotación militar y política, con las artes del Romancero:
«Castellanos y leoneses
tienen grandes divisiones.
El conde Fernán González
y el buen rey don Sancho Ordóñez,
sobre el partir de las tierras
y el poner de los mojones.»
Apenas frente a frente, tiemblan furiosos y coléricos. Se insultan con dicterios terribles. Echan mano a las espadas. Los monjes intervienen pidiendo tregua.
«Pónenlas por quince días,
que no pueden por más, non,
que se vayan a los prados
que dicen de Carrión.»
Si mucho madruga el rey, partiendo de León, no duerme el conde, partiendo de Burgos. Se juntan en el vado de Carrión, y al pasar el río, el conflicto
«Los del rey, que pasarían,
y los del conde» que non.»
Aquí el Romancero castellano da «el do» de pecho épico-lírico, entre crónica de testigo y epopeya de invención:
«El rey, como era risueño,
la su mula revolvió;
el conde, con lozanía,
su caballo arremetió;
con el agua y con la arena
al buen rey ensalpicó.»
¡Quién oyera al monarca, demudado, iracundo, fiero, amenazar de muerte al conde! ¡Y quién al conde, osado, replicar que el rey no cumple las pactadas treguas!
«Así hablara el buen rey:
— Yo las cumpliré de grado.
Pero respondiera el conde:
— Yo de pies puesto en el campo.»
Entonces, ante la firmeza del conde, enérgica, compacta, vertical, como un monolito, el rey no quiere pasar el vado de Carrión y se vuelve a sus tierras «enojado malamente».
«Grandes bascas va haciendo,
reciamente va jurando
que había de matar al conde
y destruir su condado...»
CRISTOBAL DE CASTRO
Iglesia de San Esteban, que fue primera catedral de Burgos
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