jueves, septiembre 24, 2015
Sacralidad, honor y política
martes, septiembre 20, 2005
Más allá de la política (RES)
Más allá de la política
La vieja sabiduría recordaba que no hay moral sin metafísica, ni tampoco, en un ámbito más restringido, hay política sin metafísica, dependencia que tiene una profundidad que va mucho más allá de la restringida concepción cultural occidental que a lo máximo que llega es a una distinción entre el ámbito de la Iglesia y del Estado. Más allá de condicionamientos puramente humanos, la metafísica considerada desde esta perspectiva es además una metapolítica, que está en la raíz de la constitución no ya del estado sino del propio pueblo, que incapaces los vocablos griegos etnos, y mucho menos demos, de agotar el verdadero sentido de su expresión, precisa recurrir al término sánscrito de jana, cuya traducción correcta es: pueblo unánime.
Perdurable por encima de las diferencias y matices de las diversas tradiciones espirituales, este profundo sentido de las raíces estuvo también presente en la Roma clásica politeísta. La ley, decía Cicerón, no es una invención de los hombres, sino algo eterno; incluso en el tardío siglo XVIII aun quedaba un reflejo de esta noción en el pensamiento de Montesquieu, según el cual el Derecho no tiene su origen en la voluntad del monarca, ni en la del Parlamento, ni en la de los electores, sino las leyes son “las relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas”.
La sociedad y el estado cristiano medieval, cosmos ordenado con fundamento en una verdad metafísica, tenía una concepción simbólica del hombre, de la sociedad y de lo ultraterreno, capaz de dar un sentido de unidad a casi todo un continente en la época carolingia. La fides, el pacto vasallático de honor, permitió una unidad espiritual de la cristiandad no basada en una organización política , ni diplomática, ni militar, que permitió una armonía de pueblos diversos con lenguas y costumbres diversas, pero con clara raiz metafísica cristiana de su cultura y de su orden social. Diversos avatares ocurridos en el transcurso de los siglos: desviación de la cristiandad occidental de la auténtica raíz cristiana originaria en lo sucesivo mejor conservada en la Iglesia de Oriente ; inversión paulatina de las relaciones entre lo político y lo religioso, traducido en conflicto entre el Sacro Imperio y la Iglesia de Roma; confictos subsiguientes en el orden estamental; deriva progresiva de la función del estamento guerrero en aristocracia detentadora y acumuladora de privilegios de nacimiento y de fortuna, con demasiada frecuencia confundido con el orden tradicional; progresivo aburguesamiento del estamento artesanal y otros muchas cuestiones, teñidas frecuentemente de injusticias y atropellos, acabaron finalmente con un orden que aunque renqueante llegó hasta el siglo XVIII con el punto final de la Revolución Francesa.
La península ibérica excéntrica, al igual que las islas británicas, a la Europa continental, fue no obstante un microcosmos europeo que vivió análogas peripecias. Las diversas Españas tuvieron también su Imperator Hispaniae, basado en pacto vasallático de fidelidad que no en gendarmes, códigos penales, opresiones odiosas u ocupaciones militares. Progresivamente declinante el fundamento metapolítico cristiano, fueron apareciendo similares síndromes a los que ocurrieron en Europa: conversión del estamento guerrero en una aristocracia progresivamente depredadora y rapaz , militarización y burocratización de la Iglesia, en el caso español se podría hablar además de un proceso peculiar de policíaco-inquisitorial de no muy grato recuerdo; ocaso general que en caso español concluyó en la época renacentista con una expansión ultramarina perfectamente profana, que solo una burda apologética misionera podría hacer pasar por tarea religiosa sublime, a menos de considerar valiosos los aspectos más externos, intransigentes, exclusivistas y violentos de un cristianismo occidental ya considerablemente degenerado en el Renacimiento.
No obstante el sentido metapolítico de todas las sociedades y reinos cristianos medievales del microcosmos hispánico daba un sentido de unidad a sus gentes por encima de las diferencias culturales de sus diversos pueblos, que los hacía considerarse hispanos por encima de sus diferencias particulares. Sería engorroso acudir a los archivos de las diferentes universidades europeas, a los documentos diplomáticos, a las declaraciones de los reyes, a las manifestaciones literarias y a otras fuentes diversas para probar sobradamente el aserto, que acaso furibundos micronacionalistas del presente serían capaces de negar. Ciertamente que “in illo tempore” no se producían aberraciones y estrabismos que confundieran lo hispano con lo castellano, como, debido a profundas tergiversaciones de lo histórico, acaeció siglos más tarde.
Destartalado el antiguo régimen se tiró el agua de la bañera junto con el niño, es decir se finiquitaron legalmente las prerrogativas estamentales, la connivencia del trono y del altar, los cuerpos sociales intermedios, los fueros, las propiedades comunales, las manos muertas, el absolutismo y sus atropellos, aunque no ciertamente otros atropellos, y otras tantas cosas que detallan los libros de historia. Carente de metapolítica, es decir de un más allá de la política, la nueva sociedad está huérfana de fundamentos transcendentes, de verdades transhistóricas o de cualquier constante eterna, su única referencia es la opinión mayoritaria que en un momento dado consensúa la población, es decir el poder del pueblo como número o demos, la fuerza mayoritaria de la opinión momentánea de la población, la democracia liberal burguesa en suma. Reducida la política a si misma, puramente cuantitativa, sin referencias superiores, con supuestos meramente emocionales en el mejor de los casos, tal democracia es inhábil hasta para aprehender la noción de pueblo, la noción de nación, previas a la noción estrictamente política de estado, que curiosamente resultan de esta forma creencias u opiniones si no antidemocráticas si al menos ademocráticas.
Los problemas de la democracia moderna se asemejan a las paradojas de la teoría de conjuntos, que sagazmente investigó Bertrand Rusell, así aquella que dice: el conjunto de los conjuntos no es un conjunto. De manera similar se podrían formular toda una serie de cuestiones análogas: ¿ Toda la población consensúa su opinión mayoritaria?, ¿ Una parte de la población puede consensuar su particular opinión mayoritaria o particular pacto social? ¿Qué ocurre si la opinión mayoritaria de una población no coincide con la opinión que un grupo particular considera su opinión mayoritaria? ¿ En nombre de que consenso democrático se incluye o se desgaja una parte en un todo?, se podrían proseguir casi indefinidamente planteando una serie de cuestiones de este jaez de respuesta nada fácil, que evidentemente ya tenían in mente Rousseau y los padres de la Revolución Francesa, y por supuesto cualquier habitante de la península ibérica, evitemos adjetivos comprometedores, que sepa leer periódicos. Desaparecido el viejo fundamento metafísico se accede a unos extraños y arduos problemas de álgebra que la realidad cotidiana prueba que cuesta sangre abundante resolver.
Entre los problemas más peliagudos del contrato social destaca el imperio que pretende imponer el puro reino de la cantidad, el grupo de los números naturales; así se convierte en pedagogía heroica convencer a alguien imbuido de una certeza que el recuento de opiniones adversas anula la pertinencia de esa certeza tenida por verdad, ¿ le queda a la verdad alguna posibilidad frente al cómputo?, ¿hay que claudicar definitivamente y admitir que la única verdad es el cómputo triunfante de una opinión? ¿una pretendida verdad sin el refrendo de un cómputo favorable es por ello autoritarismo intorelable?. Entre los presupuestos para salir airoso de tales problemas se postula de manera optimista y angelical la tolerancia, incluso tolerancia frente a lo que se puede creer como error y como mal; pero se olvida frecuentemente la tolerancia no va más allá de considerar que pueden existir posiciones distintas o contrarias a la propia, pero no a considerar que estas últimas sean ciertas y válidas, por tanto en lo que atañe al fondo de la cuestión se puede decir que las espadas siguen en alto; esta noción posee una compleja mezcla de moralismo hipócrita tanto más irresoluble cuanto que la libertad de opinión da por principio cancha a cualquier libre expansión del egoismo, implicación perfectamente captada en su momento por el Marqués de Sade. Este moralismo entre ñoño y desquiciado, según la ocasión, contrasta vivamente con las viejas virtudes teologales y cardinales del cristianismo, que suponían una vida de esfuerzo, generosidad y vigilancia para estar en sintonía con las energías deificantes.
Ante tal consenso mayoritario de la opinión del momento tampoco cabe argumentar acerca de ninguna verdad atemporal, ni del esfuerzo de generaciones imbuidas de un mismo espíritu, juzgadas como rémoras y antiguallas para la ilimitada independencia individual. Esto explica la poca aficción de los sistemas liberales vástagos de la Revolución Francesa al recuerdo del pasado, siempre siniestro y oscuro para ellos, así por ejemplo hay una frase del muy afrancesado presidente de la segunda república española D. Manuel Azaña que es toda una pieza de museo:” En el estado presente de la sociedad española - dijo - nada puede hacerse de útil y valedero sin emanciparse de la historia. Como hay personas heredo-sifilíticas así España es heredo-histórica”. Así no es extraño constatar como en el actual estado español cuya organización política se considera ufanamente como democrática, no se cuida demasiado el recuerdo del pasado, tal vez por considerase oscura caverna no iluminada por las luces del progreso; claro que cuando se ocupa en cuestiones como los planes de enseñanza de la historia del país o e las autonomías que la componen la cosa resulta aún peor: el sesgo, la ocultación, la interpretación forzada, las patrañas, la desconfianza, los malvados de turno o la proyección paranoica. Un caso paradigmático de confusión son los casos de Castilla y León y Castilla- La Mancha, nuevos entes creados ex-novo, de confusa y tergiversada historia inculcada con premeditación a los tiernos infantes, para mejor funcionamiento del aparato de consenso y tira como puedas, y cuya originalidad mendaz consiste precisamente en afirmar que estos entes carecen de particularidades, de historias que los singularicen y los arraiguen a una continuidad misteriosa de vida diferenciada e irrepetible, se trata por lo visto de entidades que desde el principio nacieron uniformes, sin diferencias ni matices, abstractas, con un vacío universalismo y aptas desde sus conmienzos para ser sustentáculos firmes de una no menos abstracta e ideal España, que por le camino que va parece mucho más de efímeros que no de eternos destinos. No faltan, claro está, enterados de última hora que aseguran que la conciencia histórica es mera erudición reaccionaria y rémora a la planificación tecnocrática y administrativa.
Espacio de la opinión sin trabas y del individualismo egoísta, apenas contenido por una predicación tartufesca de tolerancia ¿cómo puede funcionar el invento en realidad?. Con cínica brutalidad cortó por la sano Sieyès los problemas de los pequeños grupos, asociaciones, regiones, gremios, órdenes, cofradías y demás cuerpos intermedios del antiguo régimen el exponer ebrio de mando y poder en la sesión de la Constituyente de 7 de septiembre de 1789:.” Todo está perdido si nos permitimos considera a los municipios, a los distritos o a las provincias como a una serie de repúblicas unidas solamente bajo los aspectos de fuerza o de protección común. Francia no debe ser una reunión de pequeñas naciones que se gobiernen separadamente como democracias; no es una colección de estados; es un todo único”, esto fue posteriormente plasmado en el artículo 3º de la Declaración de los Derechos del Hombre: ”El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún individuo ni corporación puede ejercer autoridad que no emane expresamente de ella”( Bertrand de Jouvenel. El poder). Por tanto se acabaron, al menos sobre el papel, los problemas y paradojas de los conjuntos varios, la voluntad popular solo podía manifestarse en la Asamblea nacional. Todo esto había sido propugnado ya antes por Rousseau : “ cuando se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación total , la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general en relación a sus miembros y en particular en relación al Estado,entonces no cabe decir que hay tantos votantes como hombres , sino como asociaciones..; entonces no hay ya voluntad general y la opinión que domina no es sino una opinión particular. Importa, pues, que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado..”(J.J. Rousseau. Contrato Social. Colección Universal. Espasa Calpe 1929 p 44) . Por tanto suprimidos los antiguos cuerpos intermedios como órganos políticos y convertidos en meros órganos administrativos, descarnada la convivencia humana de sus próximos en espacio y el sentimiento, sin asideros el pensamiento y la vida en ningún principio transcendente, se propuso una nueva idolatría como sucedáneo de la vieja tradición, la opinión mayoritaria de aquel momento aceptó la nueva ficción de la nación, ente abstracto donde los haya, sede de la soberanía y la Asamblea nacional como órgano político. La primera excursión de la libertad moderna por los parajes de lo sin límite produjo vértigos espantosos que condujeron al paliativo de la igualdad; ante la angustia de la diferencia, juzgada como perturbadora y amenazadora, solo quedaba en espejo ilusorio de la igualdad, como si una de las dimensiones de libertad no fuera precisamente la posibilidad de ser desigual y distinto.
Difícil la concordancia de esos dos polos, se intentó probar con la argamasa de la fraternidad, entendida como camaradería humana, entendida como emoción y no como amor de fusión en la unidad divina. Eslóganes o como mucho postulados, la triada: libertad, igualdad y fraternidad, carecen de la jerarquía de un principio metapolítico. ¿ Prima la libertad sobre la igualdad o viceversa?, no es fácil resolver la cuestión, sobre todo teniendo en cuenta que la libertad en cuestión versa mucho más sobre las coerciones externas, sobre el libre despliegue de las pulsiones instintivas, o sobre el posible capricho puro y simple, que no sobre la liberación metafísica del yoga, del budismo o del monacato hesicasta. Postulado de relleno, nadie se platea en serio precedencias entre la fraternidad y las otras dos; menos aún cuando lo más que se habla hoy día es de la tolerancia, fácil de admitir cuando no comporta más que la admisión de la mera constatación de la diferencia, pero más peliagudo cuando de lo que se trata es de ponderar que ideas, posiciones y actitudes consideradas en el fuero interno como falsas, erróneas o peligrosas deben regir la sociedad y ser de obligado cumplimiento en virtud del consenso aprobado en un recuento de votos; naturalmente que como los principios son cada vez más evanescentes, por no decir inexistentes, parece que el invento, provisionalmente, marcha. Un ligero problema se presenta cuando una opinión perversa obtiene mayoría; basta acordarse para ilustración de desmemoriados y depreciadores de la historia que Hitler subió al poder cumpliendo los requisitos procedimentales parlamentarios.
Perdida la característica conformatoria del pueblo en su raíz, indisolublemente unida a la tradición espiritual, accedió a escena la nación moderna abstracta y de obligada adoración, respeto y temor; ídolo de horrible culto que exige vidas humanas cual Moloch sangriento, y que dio pronto buenas pruebas de lo que iba a ser su andadura histórica. La primera resistencia a la soberanía nacional de la Francia revolucionaria se aplastó con la primera guerra de exterminio genocida conocida en el occidente moderno, en la región de La Vendeé, con matanzas a granel muy anteriores a las de Auschwitz, Treblinka y Sobibor, aunque como los carniceros de aquel entonces se suponía que asesinaban en nombre del progreso y la libertad se fue notablemente indulgente, casi en grado de indulgencia plenaria, y se ocultó bastante el asunto. La evangelización de la buena nueva de la nación soberana se hizo igualmente con abundantes ríos de sangre, cosquillas de guillotina y sobre todo con las guerras napoleónicas que con sus democráticas levas populares convirtieron en juego de niños las guerras del siglo XVIII; el progreso se manifestó ante todo como progreso del poder, de la destrucción, de la muerte y de la sangre; a la España del XIX le tocó probarlo en propia carne. Democracia y violencia tuvieron en el origen un escandaloso devaneo que la espesa ignorancia de la historial y del pasado, cuidadosamente fomentada, cubre con un manto de respetabilidad.
Ya con vida propia y transcurrido algún tiempo, el abstracto fantasma de la nación soberana fue acogido en su culto por el fascismo, que no se sabe muy bien si en esto era demócrata y revolucionario, o más bien si la democrática Revolución Francesa era fascista, pues en esto de las opiniones ya no hay manera de tener criterios claros, sería conveniente en cualquier caso ponerlo a votación para salir de dudas.
Suprimidos los cuerpos intermedios fué establecida la libertad de opinión individual del ciudadano expresable mediante sufragio directo, pero con la condición restrictiva de que la soberanía nacional y la voluntad general reside en la Asamblea nacional, cualquiera que sea el nombre particular que ha recibido en las distintas democracias que en le mundo ha habido, pasándose a una inducción lógica y fatal: “ergo el ciudadano necesita agruparse en partidos para obtener posibilidad de mayoría”. Máquinas poderosas que adquieren cual Frankenstein vida propia, de costoso mantenimiento y con la voluntad delegada del ciudadano, aunque a veces más parece secuestrada, son finalmente los partidos, y más aún su aparato y sus líderes, los que verdaderamente deciden la aplicación de la política. Rigurosamente prohibida en nuestro país la votación individual si no es a través de partidos o agrupaciones, en flagrante contradicción con la libertad individual que en teoría debía de prevalecer en una democracia, mero flatus vocis, ésta es en realidad una verdadera partitocracia, que convierte en un camelo descarado todo el montaje institucional: opinión individual, división de poderes, independencia de la justicia ect.
La actual España tras borrascosa singladura política de restauraciones, dictaduras y dictablandas, guerras y paces, repúblicas y monarquías, literalmente triturada su antigua tradición, llega exánime a un régimen parlamentario y monárquico, estatal y autonómico, vástago reconocible de la Revolución Francesa aunque con originales cabriolas y contorsiones: no se quiere unitario pero tiene miedo de ser federal, no nación de naciones ni nación uniforme, se quiere democracia pero es partitocracia, tal vez se llama España pero con vergüenza pudorosa se alude a ella como estado español, adjetivo este último no se sabe bien si calificativo o despectivo, se pretende monarquía de derecho pero es república de facto o tal vez 17 repúblicas pese a la corona. Curioso régimen que con cierta nostalgia de algunos cuerpos intermedios del pasado, los reanima dotándoles de modernas instituciones estatales o paraestatales como son las autonomía, que lejos de la antigua concepción foralista, concreta y diferenciada están transidas de un unitarismo uniformizante celoso y sin fisuras propios del estado moderno, y además, signo fatal de los tiempos, acordes en esto con el nuevo estilo de radicalización micronacionalista acaso un poco tercermundista y africana, no tratan tanto de ser parte armónica de un conjunto, sino que, tras vagas proclamas solidarias, acarician algunas de ellas el sueño de convertirse en nuevos estados modernos, más pequeños pero estados al fin y al cabo, con todas las características de soberanía, fiera independencia y demás contradicciones de estos nuevos vástagos de la Revolución Francesa; el problema es que, como bien nos enseña la electrostática, las cargas del mismo signo se repelen. Carentes de un principio metapolítico de unión, inexistente desde hace siglos, sin ningún deseo de adorar al ídolo estatal español, sino más bien a su particular y pequeño ídolo nacional, salvo en el tamaño en todo idéntico al anterior, aparecen en toda su crudeza los irresolubles problemas que plantea la moderna democracia como consenso mayoritario de opiniones, bien distinto del fundamento ecuménico de la vieja tradición espiritual cristiana. Eliminada la profana idolatría del estado nacional, a la que se agarran desesperadamente los devotos de la anterior creencia, nada dice la teoría de la democracia acerca de si un conjunto de personas debe ser más o menos grande; la unión de los pueblo y los reinos de España en el pasado tuvo su raíz en fundamentos muy distintos, es por lo tanto una peligrosa ilusión pensar que con solo un deseo emocional van a volver los tiempos del pasado, cualquier tregua de consenso opiniático mayoritario de votos no será probablemente más que un espejismo transitorio.
Un ejercicio de la política democrática que aspire a ser honesto está pleno de dudas, de incertidumbres y de tensiones, por lo que lejos de ser una panacea las mentes más agudas lo han considerado más un medio que no un fin y menos aún un ídolo mayestático intocable y se han limitado a evaluarlo por vía negativa, así se recuerdan las opiniones de Aristóteles o de Winston Churchill en el sentido de que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos. La moderna democracia liberal surgió en medio de sangre, crímenes y violencia, justificada, no faltaría más, en nombre de altos designios de evolución y avance; sin embargo los medios no dejan hoy día de presentar la democracia como un compendio virtudes ejemplarizantes y tiernas hasta el lagrímeo, capaces de acabar con todo tipo de maldades humanas: delicadeza humanitaria y melindrosa, desprendimiento generoso, mansedumbre de cordero lindante con el puro masoquismo si terciara el caso y alguna que otra más; la noción exigente de la vieja virtud como esfuerzo por y apertura a la perfección, queda sustituida por el consenso mayoritario de opiniones políticamente correctas, transmutación prodigiosa que prueba entre otras cosas los milagros de las sugestiones mediáticas. Así las cosas, y desde una perspectiva una tanto retro claro está, parece por tanto ineficaz e hipócrita, cuando menos, la apelación a la democracia como lo opuesto al tiro y la bomba, y donde naufragó un sentido moral transcendente parece ingenuo que vaya a hacer mella una apelación convencional y tartufesca a la tolerancia, pero naturalmente el discurso y sermoneo del moderno líder político no da para más. Queda, claro está, la apelación, moralista y severa a la par, al derecho, reverencia y homenaje a un juridicismo romanista nada raro en un pais de estirpe latina, pero el derecho no puede hacer buena a las personas, no va a la raíz de la maldad humana, en el mejor de los casos puede tan solo prevenir alguna porción de mal.
Laico, profano y descreido y sin la menor idea de la vieja organización federal popular de instituciones como las comunidades de Villa y Tierra de la vieja Castilla foral del medievo, o en otro sentido la federación de coronas catalano-aragonesa , el moderno ciudadano demócrata cree que por encima de todo prima la soberanía nacional grande o pequeña pero una e indivisible, suma , según cree, de los bienes individuales; muy distinto del orden medieval del bien en el Reino de la vieja Castilla, en que el primer bien era el hombre concreto responsable de un destino breve en la tierra y dilatado en un más allá definitivo que daba un sentido a su actividad como arte de vida, organizada frecuentemente en gremios o cofradías, ampliada su convivencia social por una participación real, que no meramente electoral, en el consejo del municipio, luego en el consejo de la villa a la que pertenecía el municipio, y solo al final en el Reino de Castilla, de manera que lo que quedaba como ámbito político más extenso era el residuo de espacios más íntimos y cercanos, es decir una resta y no una suma como ahora su pretende con el moderno estado abstracto. El Reino era demás concreto, personal, autoridad primera pero de profundo sentido simbólico y limitada por fueros, bien distinto de la nación abstracta, soberana celosa de los cuerpos intermedios más pequeños y tirana encadenadora del sometimiento sin límites al recuento opiniático mayoritario acertado o erróneo, y si esto fallara a la policía.. Si se entendiera esto, acaso se entendería también que las antiguas comunidades castellanas tenían una buena dosis de autodeterminación, turbadora palabra para el moderno ciudadano, antes claro está que magnates, dignatarios eclesiásticos, príncipes ,monarcas y demócratas jacobinos acabaran con el foralismo castellano a lo largo de dilatados siglos, vendiéndonos de paso la moto de unos extraños castellanos que nunca opusieron sus fueros frente al romanismo jurídico leonés, que nunca fueron paticularistas frente unitarismo uniformizante leonés, que nunca reclamaron sus libertades frente a las imposiciones de una monarquía autocrática; en definitiva el precioso esperpento de un castellano centralista cual emperador chino, autoritario como sargento prusiano, autócrata cual zar, déspota sin ilustración, tirano cual sultán en su harén, universalista exento de particularismos sensatos y de cepa eminentemente charra, manchega, pucelana o sanabresa según los casos y las añadas.
Incluso en autonomías de moderno y apaciguador diseño como Castilla y León, Madrid o Castilla-La Mancha, confuso potaje creado mucho más en virtud de los intereses del estado nacional y soberano español, al socaire de una mengua y pérdida casi absoluta de conciencia historica de pertenencia a diferentes diversidades regionales o peor aún reducidas estas a una mera, lejana, vaga y abstracta españolidad idónea para manipular desde Madrid, que no como restauración de cuerpos forales tradicionales intermedios, se manifiesta recientemente en una pequeña parte de sus jóvenes, normalmente adheridos a partidos minúsculos de sospechosa adscripción y financiación y no pensantes por cabeza propia, un efecto mimético de lo que ocurre en otras autonomías del estado más beneficiadas por el actual régimen autonómico, y lastrados sin duda por la considerable ignorancia de la historia y la sugestión inherente a la moderna ideología democrático-jacobina claman idolátricamente por una Castilla abstracta, onírica ,soberana, única e independiente. opuesta con odio tipificado de consigna borreguil y trivial al ídolo estatal español. Se llega a proponer sin vergüenza que constriña y sonroje la Gran Castilla o la gran pesadilla, que, mucho antes que Milosevic y su Gran Serbia, propuso D. Nicolás Sánchez Albornoz, impenitente centralista muy en línea con un unitarismo jacobino aterrorizado y espantado de diferencias y libertades. El bagaje cultural escaso y la distorsionada educación recibida por estos jóvenes, e incluso no tan jóvenes, no les permite apreciar siquiera que, aunque con un habla común que tardó siglos en extenderse y desplazar a las lenguas autóctonas, ese nuevo ídolo abstracto que adoran, esa extraña entelequia uniforme y falaz que se insiste torpemente en llamar Castilla, conglomerado de terrenos formado mayoritariamente por territorios básicamente leoneses de la cuenca media del Duero (Duerolandia), además de ser un eslogan falangista y franquista heredado a su vez de la burguesía cerealista y la mesocracia vallisoletana del XIX, por mucho que alardeen de progresismo sus corífeos, contiene regiones que históricamente representan no ya cosas distintas sino incluso perfectamente opuestas en muchos aspectos: León; el Pais Toledano (antiguo reino de Toledo que incluía la Mancha) y la Castilla propiamente dicha.
Parece que entronizada la idea de estado nacional soberano orgullosamente independiente, se desprecia como antigualla, cuando no con miedo y escalofríos, el fraccionamiento del poder en los escalones organizativos intermedios, dedicados en el mejor de los casos a meras funciones administrativas y de intendencia. A este respecto sorprende por lo inusual la opinión del eminente escritor Salvador de Madariaga vertida en el diario “Excelsior” de Méjico allá por el año 1958:
«No considero que el sufragio universal directo sea condición esencial ni del liberalismo ni de la democracia. Estimo que el sufragio universal directo no pasa de ser un mecanismo sociológico-político que cabe adoptar o rechazar sin tocar para nada a los principios. A mi ver, el sufragio universal directo sólo puede funcionar bien en comunidades pequeñas, y, por tanto, hay que limitarlo al Municipio. Pero en cambio, este Municipio, hoy privado de vitalidad política por la centralización, debe asumir amplios poderes que hoy usurpa el Estado central y, en particular, la iniciativa en cuanto a los impuestos, de modo que los organismos más vastos, como la provincia, la región o el Estado federal, recibieran sus fondos del Municipio, y no como hoy, al revés. Los Municipios serían, pues, Estados casi soberanos, lo que sitúa la limitación del sufragio directo al Municipio en su verdadera perspectiva, ya que el ciudadano gana en poder de gestión inmediata casi todo lo que pierde en amplitud de ese voto teórico y más bien vacío que ejerce cada cinco años, y que apenas si consiste en otra cosa que el meter el boletín en una urna. Estimo también que la nación no es la suma aritmética de sus habitantes, sino la integración de sus instituciones y que, por consiguiente, los Municipios, una vez constituidos, no deben quedarse - como hoy sucede- al margen de la corriente vital que va del ciudadano al Estado federal. Porque hoy esta corriente los rodea y aísla de la vida nacional, reduciéndolos a la administración de tranvías y alcantarillas. Los individuos sueltos eligen hoy el Parlamento y el Gobierno sin consideración alguna para con el parecer municipal, parecer que en el plano de las instituciones políticas se me antoja más importante y más competente que el del individuo. Mi crítica apunta a la usurpación por los partidos de una función que en realidad incumbe a los Municipios. Los partidos son abstractos e ideológicos, mientras que los Municipios son concretos y empíricos. El ciudadano que viera limitado su sufragio al Municipio, puesto que éste quedaría elevado a una cuasi soberanía, tendría que aplicarse mucho más de lo que hoy hace para seguir de cerca la vida municipal. Si, para concretar, aplicásemos este sistema a España, los ciudadanos elegirían los concejos; éstos, los concejos de comarca; éstos, los doce Parlamentos' uno por cada región o país, y los doce Parlamentos elegirían un Senado nacional que se ocuparía tan sólo de los asuntos cuyo interés abarcase a la nación entera. No alcanzo a comprender por qué ha de escandalizar este esquema a los liberales demócratas. Por tanto, eliminaría los dos males más graves de que adolece el sistema actual: los «slogans» y el alto costo de las elecciones, que supeditan la vida política al dinero.
(Jorge Juseu . Monarquía a la española. Instituto de Estudios Políticos. Madrid 1971)
Son estas curiosamente opiniones de un gallego que tienen sin embargo una clara concordancia con la organización comunera y local de la vieja Castilla medieval, organizada de abajo arriba, muy distinta en esto de las entelequias autónomicas de reciente creación: Castilla y León, Castilla –La Mancha y Castilla de los Coches-cama y de los Grandes Expresos Europeos, dotadas de parlamento único y soberano, de territorios homogeneizados sin distinción de peculiaridades ni de historia, de partidos políticos, normalmente sucursalistas, con poderosos aparatos y líderes que se arrogan la verdadera participación popular, de consejeros o viceministros muchos y abundante recua administrativa pagada obligatoriamente por el sufrido contribuyente.
Sería una ingenuidad, por otra parte, pensar que hoy día el personal tenga verdaderamente un serio interés en algo que vaya más allá de una testimonial democracia de representación, que apenas exige algo más que el esfuerzo de depositar una papeleta en una urna cada lustro poco más o menos, lo que rara vez ocasiona hernias. Frente a eso una auténtica democracia de participación, que comprometa en la gestión de la cosa pública, exige poner al servicio del interés general un tiempo, esfuerzo e ilusiones que la inmensa mayoría de la gente prefiere hoy día dedicar a sus propios intereses y complacencias individuales, por lo que diluida la responsabilidad en un acto formal y dilatadamente espaciado de mera elección de opiniones de personas o grupos que en la inmensa mayoría de los casos no conocen, la solidaridad social y la comprensión de los deberes colectivos se resienten cada vez más de una elasticidad mínima, por no decir de una disminución patente. Sin contar con la cada vez más extensa pérdida de principios, que difícilmente puede evocar fines o metas que vayan más allá de indicadores cuantitativos de acumulación material o de satisfacción de necesidades o deseos más o menos esenciales, muchos de los cuales empiezan a ser ampliamente cuestionables en las sociedades occidentales desarrolladas ante un entorno mundial de escasez y deterioro creciente. El pasotismo liga tan poco con sacrificio y molestia como agua con aceite.
El hombre de partido y mucho más el líder se beneficia a corto de esta situación: le permite aspirar a cargos; la papeleta le justifica ante el pueblo; el derecho constitucional le otorga una soberanía que le libera de cualquier compromiso o promesa previa, considerado ya como una antigualla definitiva el mandato imperativo de antaño; accede a la categoría de administradores de recursos humanos (a dedímetro); protagonista deseado de la prensa del corazón; cultivador esforzado del narcisismo y la vanidad en cuanto medio se le pone a tiro, y también, last but not least, gestor de unos presupuestos monetarios que para si quisieran las más grandes multinacionales. Si resucitaran los antiguos caciques de la época de la Restauración decimonónica se quedarían de un color pálido, tirando a verdoso cianótico, de envidia cochina al ver el estatus de los parlamentarios, consejeros, presidentes, cargos y carguitos autonómicos; posiblemente no entenderían bien el paso que va de la pequeña aldea al pueblo soberano (y autonómico). Se comprende pues que toda política que aspire más a una verdadera participación popular y por tanto a una democracia más directa que no a la intermediación y manipulación de los partidos, se mire miedosa y recelosamente como una atentado alevoso al Establishment; los partidos, sus aparatos y sus líderes acaban por considerar sus ideologías, sus carreras, sus prebendas y sus expectativas, ¡oh paradoja!, como más importantes que el pueblo mismo, pese a la propaganda y a las protestas de tierno amor por la plebe..
Ciertamente hay que reconocer que centrar la vida política en el sufragio directo del municipio y la comunidad es una proposición políticamente incorrecta perfectamente opuesta a la trayectoria de la vida política desde hace más de doscientos años. El municipio ha sido zarrapastrosa cenicienta entre las administraciones públicas, que recogía los mendrugos que se dignaba arrojarle su majestad el Estado muy soberano. Las elecciones tan solo eran para ocuparse de algunas actividades bastante corrientes: recogida de basuras, agua, veterinaria, pavimentación de calles, mercados de abastos, alguaciles, licencias de circulación, cementerios y otros menesteres poco dignos de cualquier hidalgüelo con ínfulas que se precie. Reclamar el orden municipal, comunero y foral parece un atentado a la Real Politik de altos vuelos: liquidación de los recursos planetarios, alteración mundial del clima, mundialización de la especulación financiera y de la usura, descomunales monopolios y oligopolios como ejemplo de libre concurrencia capitalista que, eso si, solo buscan la libertad de elección del consumidor, circuitos grandiosos de economía negra, comercio de armas y droga, altos dividendos por encima de todo, contaminación, financiación de la desestabilización y el terrorismo internacional, crímenes de estado, robos, prevaricaciones y cohechos a gran escala, entronización de las internacionales de la opinión política y de los círculos transnacionales y opacos del poder mundial, sugestiones y mentiras mediáticas de ilimitada expansión y otros números circenses de alta calidad estética que convierten la reivindicación de la inmediatez local y comunera en sosa paletería de aburridos y retrógrados ciudadanos, adornados aún con el pelo de la dehesa, rémora intolerable a la mundialización total de la golfería, que poco o nada tiene que ver con la universalidad humana.
Alguna cosa más se encuentra en el rincón de opiniones lúcidas y curiosas, tal las ideas de base para un posible Estatuto de Autonomía para Castilla y León del doctor Bañuelos, un médico vallisoletano no exento de intuiciones sobre instituciones tradicionales del pasado; tributario eso si como buen vallisoletano de un estrabismo óptico relativamente moderno que consiste en confundir el antiguo Reino de León y el antiguo Reino de Castilla en una macedonia de territorios de la cuenca del Duero medio, fundamentalmente leoneses, que se denomina convencional y tópicamente Castilla y León, algo así como si se dijera Alsacia y Lorena, el gordo y el flaco, caperucita y le lobo, Martes y Trece o Blancanieves y los siete enanitos, denominación que frecuentemente se abrevia aun más y queda reducida al solo nombre de Castilla, y de los que se considera como meollo la leonesa región de Tierra de Campos, con la muy leonesa ciudad de Valladolid como la capital natural y colmo de la castellanidad, macedonia enrevesada a la que la denominación de Duerolandia haría mucho más homenaje y honor a la verdad; macedonia por cierto a la que muchos añaden recientemente el sirope del Reino de Toledo y la Mancha para delicia de modernos gourmets micronacionalistas. Es ciertamente comprensible que en los años treinta en pleno apogeo de una Castilla irreal e idealizada de Unamunos y Azorines; no menos que de los discursos euclídeo-geométricos ortegianos que titulaban castellano lo que en realidad es leonés, fielmente seguido en eso por su vallisoletano discípulo Julián Marías; así como, no lo olvidemos, época del conspicuo y vallisoletano falangista Onésimo Redondo, intitulado, ¡ oh misterio!, “caudillo de Castilla”; así como de sus no menos famosas, duras y violentas J.O.N.S., se llegara finalmente a creer en uniformidades históricamente inexistentes, en falacias y bulos que la ignorancia, el engaño y la propaganda parecen haber asentado con fatalidad en las molleras medias. Acerca de lo cual vienen que ni pintadas aquellas palabras que ponía Antonio Machado en boca de Juan de Mairena:
Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se acepta como una fatalidad,- al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.
Pues bien nuestro buen vallisoletano, el doctor Bañuelos, no dejó de tener, pese a su síndrome castellano-leonés de estirpe genético-taratológico-pucelana, más corriente e incurable de lo que parece, una considerable penetración de lo que podría ser una organización política popular y concreta:
Por estas mismas fecha, mayo de 1936, el doctor Bañuelos presentaba lo que denominó las “bases políticas y administratívas”, las cuales venían a ser el borrador de un Estatuto que no llegó a ver la luz, porque poco tiempo después estallaba la guerra civil y todos los procesos autonómicos quedaron detenidos bruscamente. No obstante, por su interés, merece la pena su reproducción (recogido por Orduña E. en El regionalismo ... op. cit):
"PRIMERA. Castilla y León se constituyen en región autónoma para defender a España y su imperio espiritual y para defender sus derechos, en régimen de igualdad, con las demás regiones autónomas de España.
SEGUNDA. En la región autónoma castellano-leonesa seguirán, como hasta hoy. las provincias con sus límites actuales y administración provincial autónoma dentro de la región.
TERCERA. Para evitar gastos de nuevos organismos burocráticos, las diputaciones provinciales, que recibirán desde la promulgación del Estatuto el nombre de consejos provinciales castellano-leoneses, deliberarán reunidos, en primavera y otoño, durante el menor número posible de días, con el nombre de Asamblea de los Consejos de Castilla y León.
CUARTA. De todas las provincias se nombrará un representante, que reunido con los de las otras provincias, constituirán el Consejo Supremo Permanente de Castilla y León.
QUINTA, La Asamblea de los Consejos de Castilla y León celebrará sus reuniones cada año en una provincia bien en la capital o en una ciudad que no sea la capital,
SEXTA. Sus acuerdos o leyes serán vigilados en su cumplimiento por los consejos provinciales, y se recurrirá ante el Consejo Supremo en caso de incumplimiento o duda.
SEPTIMA. El Consejo Supremo de Castilla y León residirá en una ciudad del centro de la región, capital de provincia o no, y en lugar que sea de fácil acceso para todos los habitantes de la región.
OCTAVA. Las atribuciones del Consejo Supremo de Castilla y León serán vigilar el exacto cumplimiento de las leyes castellanas, así como también ser depositario de los poderes transferidos por el poder central y mantener las relaciones oficiales con éste.
NOVENA. Castilla y León reclaman para su Consejo Supremo las mismas atribuciones políticas concedidas a la Generalidad de Cataluña. Y para la Asamblea de consejos castellano-leoneses, los mismos poderes legislativos que se han otorgado al Parlamento catalán.
DÉCIMA. Para los efectos de orden público, el Consejo Supremo de Castilla y León su presidente gozarán de iguales poderes que el presidente y la Generalidad de Cataluña.
UNDÉCIMA, Las provincias castellanas y leonesas, que serán autónomas dentro de la región, elegirán sus consejeros provinciales por circunscripciones de 25.000 habitantes cada una, al fin de que dentro de cada provincia sean árbitros de sus destinos las diferentes porciones de la misma, que pueden tener intereses particulares y distintos,
DUODECIMA. Los ingresos de cada provincia, con arreglo al acuerdo que se llegue con el poder central, serán administrados por cada provincia castellano-leonesa libremente, excepto el 1 0 ó 20 por 1 00 que se podrá, por acuerdo de la Asamblea de los Consejos de Castilla, destinar a obras comunes.
DECIMOTERCERA. De la realización de esas obras en cada provincia se encargará cada Consejo provincial, con su personal actual, para evitar nuevo persona burocrático”.
(Historia de Castilla y León. Editorial Ámbito. Valladolid 1986. Pp74-76)
Prescindiendo del punto séptimo donde el muy picarón del doctor Bañuelos insinuaba veladamente la capitalidad para su Valladolid natal, como la realidad confirmó después para un engendro político-administrativo notablemente peor que el ideado por nuestro personaje, no dejan de ser notables muchas de sus propuestas, que recuerdan más la medieval organización de las comunidades de villa y tierra castellana que no al régimen autocrático, señorial, oligárquico y neogótico leonés finalmente extendido a toda la península con el falso adjetivo de castellano, algo así como la figura del toro bravo que adorna los campos del solar patrio, que lanza un guiño cómplice que podría entenderse como que todo español es torero, cuando lo que ocurre más bien es que hay mucho camaleón vestido de torero. La referencia retórica al imperio espiritual de España en plena segunda República se nos antoja una reminiscencia del lenguaje de los fascismos de los años treinta, bien presentes en las tierras vallisoletanas, a menos que fuera una improbable insinuación de una dimensión diferente. Es singular no obstante la defensa de autonomía y prioridad la provincia, en el caso castellano heredera más o menos fiel de la antigua comunidad de villa y tierra, y posteriormente de la región, con un orden claro de las preferencias humanas y financieras que privilegian lo próximo, concreto y particular en detrimento de lo lejano, abstracto y general; destaca igualmente el deseo minimizar el número y coste del personal administrativo, así como el número de reuniones político-administrativas, atribuciones y dotaciones financieras del ámbito superior de la región; tiempos aquellos aún poco keynesianos donde no era mucha la fe en las virtudes del déficit presupuestario, de la inflación del estado y sus servicios y de los empleos camelo. En suma algo perfectamente opuesto a lo que son hoy las autonomías. No es tan imaginativa y tradicional sin embargo la comparación envidiosa con Cataluña, producto tal vez de una constelación psíquica de celos más que de un programa político autóctono o peor aún miedo a un separatismo insistentemente atacado por la burguesía harinera, cerealista y agraria vallisoletana desde el siglo XIX, origen de fantasmas, pesadillas y embrollos varios como aquellos que decían que la leonesa Tierra de Campos y Valladolid eran el no va más de Castilla y abanderadas de la españolidad más rancia, único contenido al parecer de tal Castilla de pacotilla, contra el separatismo pérfido; este aspecto parece más una referencia a rivalidades futboleras que no a un programa político serio. Se hecha en falta por otra parte cualquier referencia a las garantías forales, pero eso ya es una flor de difícil fructificación en el clima pucelano por razones históricas que ya pocos comprenden.
Incógnita esencial no despejada era el posible encaje de una organización regional popular y con una cierta dosis comunera y tradicional en una república laica, centralista y jacobina como fue la segunda República española. Problema homeomorfo al encaje de las actuales autonomías en el estado central, de connotaciones similares a las paradojas de la teoría de conjuntos anteriormente mencionadas. Esto conecta también directamente con la inquietud platónica acerca de la fragilidad e imposible estabilidad de la doxa u opinión como fundamento verdadero del ser y su conocimiento. El desperezamiento de diversos pueblos europeos y su difícil convivencia y encaje dentro de los moldes del estado nación de moderna factura democrática hace pensar que acaso haya pasado ya la oportunidad histórica y el tiempo de estos; claro que menos juego dará aún una federación continental europea diseñada por altos ejecutivos, poderosos financieros y diplomáticos con caché, el phoedus o pacto puramente pragmático, comercial, genéricamente humano, horizontal y convencional: autopistas muchas y destinos pocos, euros devaluados, banco central de desconocida legitimidad democrática, política monetaria a cargo de no se sabe quien, bolsa de valores, ficticios en su mayor parte, supresiones aduaneras a favor de aduana única para un conjunto sin rostro, amagos de eurodemocracia y europartitocracia, boletines oficiales de directivas tiranas, proyectos Leader de caprichoso favor, subvenciones a la desaparición de aparatos productivos, asalariados que no artistas de trabajo y vida, educaciones tecnocráticas con su Erasmus incluido, lenguas varias y ninguna verdad esencial y superior que enunciar, y mercachiflerías diversas; esto sería en definitiva llevar el mismo juego del estado nacional a un nivel puramente cuantitativo más amplio y extenso pero a la postre un intento fútil y destinado en no mucho tiempo a idénticas dificultades y fracasos, o probablemente mayores. Misteriosamente parece cerrarse un ciclo en el que el final parece aproximarse al principio. Una última esperanza cabría concebir si acaso se pudiera retornar al fundamento metapolítico que dio origen a Europa, pero todo un curso de acontecimientos desgraciados cavaron un abismo de distancias de casi imposible superación. Babel de desencuentros, necedades y cobardías, Europa parece estar abocada a su final por falta de principio. (Los cielos y la tierra pasarán…Luc. 21,33).
miércoles, agosto 10, 2005
Unidad y diversidad (RES)
UNIDAD Y DIVERSIDAD
La naturaleza universal del hombre no puede ser aprehendida en virtud de características externas, sino en virtud de características internas, de manera que frente a la extensión , la dispersión y la multiplicidad lo verdaderamente universal es intensidad, concentración y unicidad; así la universalidad del Sacro Imperio romano germánico de occidente no estaba basada en lazos materiales, políticos o militares sino en un lazo inmaterial, ideal y espiritual que era la fidelidad; un entramado de fidelidad que era cimiento de unión de comunidades múltiples y diversas; situación que permitió la existencia de una civilización medieval tradicional relativamente estable donde pudo coexistir la unidad y la jerarquía con una amplia medida de diversidad, de libertad y de independencia. Ausente en su fundamento la organización externa en materia política, militar o económica la soberanía del emperador estaba basada en una acción de presencia, no en una acción directa, en términos taoístas se llamaría wu-wei, obrar sin obrar, algo desde luego solo concebible un una civilización tradicional fuertemente impregnada de un sentido espiritual, y cuya eficacia fue mucho más a nivel simbólico que a nivel real.
Se tiende a olvidar o a ocultar frecuentemente que desde el momento del nacimiento del Imperio de Occidente con Carlomagno, estuvo aquejado de una afección maligna que se podía denominar faústica, afección típicamente occidental como recuerda O. Spengler, una variante de una universal tendencia política a la codicia de poder y ventajas. Así en el debe de este imperio, como en todos los habidos, figuró pronto la guerra de expansión y conquista frente a sajones, ávaros, wendos o magiares entre otros, que desde una concepción monista de la verdad podía tener una explicación como misión, aunque ciertamente teñida de violencia; no así el caso de la guerra de invasión y conquista de territorios del imperio romano de oriente, cristiano mucho antes que existiera ningún imperio occidental. Ya la propia fundación del Imperio de Occidente se realizó en buena medida frente al Imperio de Bizancio, se reclamó una nueva fuente de legitimidad religiosa dogmática y jurídica, frente a la Ortodoxia de Oriente, alentada políticamente por el emperador desde el concilio de Francfort hasta llegar con las novedades dogmáticas occidentales al Cisma, impropiamente llamado de Oriente, puesto que las novedades fueron introducidas por los occidentales y en sus primeros momentos con la oposición del entonces Obispo de Roma a las pretensiones heterodoxas imperiales. Humus adecuado para la incubación del espíritu faústico, la tradición fue siempre frágil en Occidente, incluso en la Edad Media.
Desaparecidos paulatinamente los fundamentos espirituales tradicionales o verticales, por así llamarlos, de la soberanía, y reducida ésta a una dimensión secular, laica, material u horizontal, es decir la del estado moderno, surge inevitablemente debido a la inversión de las direcciones una intervención política directa que tiende a la uniformización, a la nivelación, al centralismo y al absolutismo con la consecuencia de la supresión de autonomías, de derechos, fueros, privilegios y la desnaturalización étnica. Perdido progresivamente el fundamento sagrado y celeste del orden humano y reducido a medidas puramente humanas, subjetivas, y conjeturables, avanza un progresivo desorden o entropía social que tiene curiosas manifestaciones, junto a una creciente metástasis de estados nacionales y micronacionales se produce una creciente laminación uniformizadora que elimina la diversidad de pensamiento, de mercados, de vestimentas, de alimentos, de razas, de plantas, de animales, en suma avance imparable hacia el desmadre y el caos. Se presentan así dos aspectos aparentemente opuestos de dispersión y uniformización , pero perfectamente coherentes en el fondo , no pretendiendo la globalización mundialista otra cosa que una pura reducción cuantitativa y economicista, para la que resulta un obstáculo hasta los últimos y endebles baluartes de justicia distributiva que mantenían hasta el momento los viejos estados nacionales. La propia guerra que de acuerdo con las teorías evolucionistas y progresistas debería desaparecer, ha progresado por el contrario muchísimo, cualquier guerra de la que la humanidad conserva memoria empalidece ante las guerras del siglo XX, y la propia globalización que se pretende fin de la historia no parece sino que va a universalizar el fenómeno de la guerra en alguna de las variadas formas de guerras o guerrillas de secesión, de narcotráfico, de revolución o de terrorismo. Algún cándido, sin duda poco versado en la Biblia y el Apocalipsis, suspira por un estado moderno, laico, secular y global o pseudouniversal como colofón final.
Sumergidos una civilización reducida, en el mejor de los casos, al horizonte de la razón instrumental no se tiene perspectiva suficiente para contemplar otras dimensiones del ser y la política como tantas otras cosas se enfoca con una óptica distorsionada que fue certeramente expresado por Nicolás Berdaieff, y que de alguna manera serán el leit motiv de estas reflexiones:
La política no es real en el sentido último, metafísico, de esta palabra, no llega hasta las raíces del ser; la política permanece en la superficie y no crea sino una apariencia de ser.
(N. Berdaieff. El sentido de la creción. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires1978, p335)
No faltará naturalmente los rechazos contundentes de esas afirmaciones y se echará mano de ese coloso poder que es el estado, como prueba irrefutable de la pesada realidad que es la política. No solo se ponderará su realidad sino su bondad, ¡manes de Hegel!, el estado como realización del espíritu absoluto. Sin llegar a esos extremos sino con una especie de buen sentido se justifica a veces de una manera un tanto neutral y abogadesca al estado como sustentador del bien común, cuyo calado no es tan profundo como a primera vista pudiera suponerse; de nuevo Berdaieff en sus agudas observaciones acerca del estado desde un punto de vista ético, da un contrapunto poco convencional:
El estado por su origen, su esencia y su fin no está más animado por el pathos de la libertad, que por el del bien, o por el de la persona humana, aunque tenga relación con ellos. Representa ante todo el organizador del caos natural, cuyo pathos es el orden, la fuerza, la expansión, la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene de una manera coercitiva un mínimo de bien y justicia, no lo hace nunca porque sea naturalmente bueno o equitativo – estos sentimientos le son extraños –sino únicamente porque sin ese mínimo, se produciría una confusión general, que amenazaría con disociar las entidades históricas; porque peligraría de perder él mismo toda potencia y toda estabilidad. El principio del Estado es ante todo la fuerza y la prefiere al derecho, a la justicia y al bien. El acrecentamiento de su potencia es su destino, lo encadena a las conquistas, a la extensión, a la prosperidad, pero peligra también de llevarlo a su pérdida. En el conflicto de las fuerzas reales y del derecho ideal, el Estado opta siempre a favor de las primeras, y no es el mismo más que la expresión de sus correlaciones. No puede revestir ninguna forma ideal,- todas las utopías que lo sugieren están viciadas en su base -, no es susceptible más que de mejoras relativas, y estas están ligadas a los límites que se le impone. El estado aspira siempre a transgredir sus límites y a llegar a ser absoluto, sea bajo la forma de monarquía, de democracia o de comunismo .
(N. Berdaieff. De la destination de l´homme.Essai d’ethique paradoxale. L’Age d’ Homme. Laussane 1979 pp 253-254)
De forma que el estado moderno, sea cual sea, en cuanto bien común, es sencillamente un mal necesario, algo convenientemente ocultado por políticos, funcionarios y nacionalistas de vario pelaje, ese monstruo frío que muy en el fondo vislumbra certeramente el pueblo. Así que paradójicamente el bien común es un mal menor, el bien un mal, pero en nuestras latitudes saturadas de numerosos nacionalismos idolátricos se pretende, a manera del timo de la estampita, vender la moto de que el estado, surgido en el parto de la violencia, es la culminación feliz de la nación o micronación que se quiere fieramente independiente y capaz de suministrar una especie de anticipo jubiloso del paraíso, lo que deja patidifusos a los irreverentes que no aman locamente naciones ni menos aún estados.
El origen de esa imparable tendencia está en la misma noción de pueblo, que desde un punto de vista tradicional es la prolongación en la tierra de un orden celeste de derechos y deberes fuera de los cuales ningún sentido tiene el pueblo ni el hombre; pero liquidado el sentido tradicional y emergiendo un sentido meramente profano que ningún resquicio deja al orden trascendente, el pueblo pasa a ser colectivo definible y cuantificable por caracteres de inclusión o exclusión, lo interno externo, lo universal particular, la herencia espiritual genes biológicos, la fidelidad y el respeto coerción legal, es decir el pueblo tradicional, o jana en sánscrito, se convierte en demos, en moderna nación o nacionalidad, pero es dudoso que ningún moderno entienda ya de que se habla. El punto de vista nacionalista íntrínsecamente ligado a la exclusión es un permanente foco de discordia actual o potencial, según el momento y la historia corrobora bien la ejecutoria violenta del nacionalismo como invento moderno:
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En todo caso los Estados disimulan tras ellos las naciones, con sus interese y sus fracasos, sus amores y sus odios respectivos. La nación representa incontestablemente un valor superior al Estado que no tiene más que una significación funcional, en relación con la formación, la protección y el desarrollo de la primera. Pero el valor nacional, como todos los otros valores, puede desfigurarse y pretender una significación suprema y absoluta. Llega a ser entonces nacionalismo egocéntrico, enfermedad de la que todos los pueblos están más o menos aquejados y que execra a todas las naciones salvo la suya, tiende a apoderase de la totalidad de los valores. Incluso reconociendo el valor de la nación, la ética debe pues condenar la aberración del nacionalismo, comparable a las del estatalismo, del clericalismo, del cientifismo, del moralismo, del esteticismo, que ofrecen todos formas de idolatría. En todo caso, si debe condenarlo, debe pronunciarse también contra la mentira que se le opone: el internacionalismo. Las naciones, en tanto que valores positivos, forman parte jerárquicamente de la unidad concreta de la humanidad que engloba su diversidad
(N. Berdaieff.Op Cit. Pp 261-262)
Nuestro país, destinado acaso a convertirse pronto en unos segundos Balkanes ,suministra una privilegiada atalaya para observar el imparable fenómeno de nacionalismos y micronacionalismos , estados y microestados, que a falta de una perspectiva tradicional y cíclica de la historia se convierte en un enigma que no aciertan a explicar ni la economía, ni los credos religiosos, ni la perspectiva evolucionista y progresista, ni la estatalista, ni la emoción aterrorizada del buen pueblo. Pero quizá el fenómeno más interesante no son precisamente los denominados nacionalismos periféricos, que la propaganda y los medios ponen cotidianamente en el punto de mira del ciudadano, sino más bien lo otro. ¿ Y que es lo otro?, lo otro es lo que en lenguaje periodístico se ha denominado: lo que queda de España, ese conjunto de retales no muy bien definidos que son Castilla, León, Extremadura, Murcia y otras. Fijándose en Castilla como retal objeto de atención preferente, llama la atención su extraordinaria laminación y uniformización debida al moderno estado español, nada extraño si se tiene en cuenta que el 60% o 70% de los castellanos viven en Madrid, capital del estado. Una primera impresión superficial, que a base de repetirse se ha convertido en tópico, se expresa en el sentido de que el castellano no es nacionalista, es bastante apolítico, es universalista y poco localista etc. Todos estos atributos son muy relativos y en la mayoría de los casos encierran una componente sofística poco acorde con la verdad.
La componente nacionalista del castellano medio poco tiene que ver con el ardor de neófito de los nacionalismos periféricos emergentes, se trata de una vaga admisión de su carácter de español, es decir perteneciente al fin y al cabo a un estado moderno llamado España del que se considera más sujeto paciente que otra cosa, por tanto político a su pesar que con un cierto tono escéptico admitiría en la mayoría de los casos algunas sentencias de Berdaieff:
La política rodea la vida humana como una formación parasitaria que le succiona la sangre. La mayor parte de la vida política y social de la humanidad contemporánea no es una vida ontológica real, es una vida ficticia, ilusoria. La lucha de partidos, los parlamentos, los mítines, la propaganda y las manifestaciones, la lucha por el poder: todo esto no es la verdadera vida, no guarda relación con la esencia y los fines de la vida, es difícil penetrar a través de todo esto para llegar al núcleo ontológico
(N. Berdaieff. Una nueva Edad Media. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires 1979. p164 )
Así el momento solemne en el que el pueblo castellano delega su representación en un partido con su papeleta, que no otra cosa es la democracia moderna, se cumple como quien rellena una quiniela, pero con bastante menos espectativas por un posible premio. Un partido de fútbol le presenta bastante más interés que un debate parlamentario de partidos, una serie televisiva medianamente pasable más que una campaña electoral y un concierto de rock más que un mitin. Y en el fondo de su corazón detesta pagar impuestos para el mantenimiento del estado español. La constitución, suponiendo que la conozca, le deja bastante frío, en el mejor de los casos le puede atribuir el mismo valor que al código de la circulación:
Ninguna legitimidad tanto de las antiguas monarquías como de las jóvenes democracias, con su teoría del pueblo soberano, ha conservado su imperio sobre las almas. No se cree ya más en una forma jurídica o política, y nadie daría más de medio copec por una constitución
(N. Berdaieff. Ob Cit. P70)
En lo que se refiere a universalismo, se trata en la mayoría de los casos de una confusión con la homogeneidad uniformizadora de la globalización, a la que propenden todas las naciones y megápolis, la pseudouniversalidad de coca cola, Mc Donalds y Eurodisney. En ese sentido se trata de evitar todo lo que suene a autóctono, mirado con un cierto complejo de inferioridad, resultando en efecto el castellano al revés que el andaluz un pueblo muy poco folclórico y típico; solo como ejemplo la Comunidad de Madrid acaba de rechazarun ofrecimiento de una notable agrupación musical para enseñar en las escuelas a los niños una sola canción y una sola danza del rico folclore madrileño; se incurre pues con facilidad en aquel dicho de Oscar Wilde de que nadie puede interesar a los demás si no es genuino. El castellano como otros tantos pueblo de Europa occidental fue perdiendo a lo largo de los siglos el sentido tradicional de la universalidad, con episodios de feroz exclusivismo como las cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión, la secularización y el pragmatismo hedonista.
El castellano medio, incluido el madrileño, es por el contrario empobrecedoramente localista en demasiadas ocasiones, debido en buena parte a su laminación y despojo por parte del estado moderno, que comenzó mucho antes que en otras regiones, y sufre así un extraño síndrome de Estocolmo con relación a su raptor; en lugar de considerarse como pueblo y como individuo parte de España, se considera directamente español, de lo que se deducen comportamientos y pensamientos no siempre simpáticos y amistosos; en su opinión todos deberían ser igual que él; así por ejemplo un catalán o un gallego debería ser lo que el considera ser español y no hablar más que español, que en su estrechez ignora que es básicamente castellano, en lugar de sus lenguas vernáculas.
En medio de este fin de fiesta, no han dejado de presentarse voces de alarma que alertan acerca de la conveniencia de que Castilla esté presente y alerta en medio de la arrebatiña generalizada para llevarse su parte; lo que desde un punto de vista económico no deja de tener su lógica, probablemente mayor que la de aquellos que dan por supuesto e inevitable que en una lucha por la liquidación y finiquito, las regiones más fuertes económicamente hablando y más pobladas tienen todas las condiciones para llevarse lógica y fatalmente la mejor parte del pastel.
Pero lo más curioso no son estas lógicas implacables de lucha por el poder y la ventaja, sino los que las propagan. Suele tratarse de pequeños partidos políticos que surgidos en Castilla, aunque no todos, tienen una indeleble marca de origen que los identifica a cien leguas. Inhábiles para una identificación medianamente aceptable de lo que es Castilla, y tributarios de la uniformización estatal española, proponen amplias tierras para definirlas sin anclajes históricos que valgan, en base a una lengua común, al tópico de la parda meseta surcada de churras y merinas y a la convivencia secular de pueblos; recuerdan en sus argumentos los patéticos discursos de fin de año de aquel general gallego que con voz temblorosa y aflautada hablaba de la unidad y hermandad de los pueblos de España. Dan pues amplia razón a los periodistas que hablan más de lo que queda de España que no de Castilla, de Extremadura o de la Rioja. Y al igual que a su modelo a esta especie de neofranquismo castellanista o pancastellenista de nuevo cuño le surgen sus separatismos, cantonalismos y demás herejías: así leoneses que reclaman su herencia cultural, cántabros que ni soñando quieren tener su capital en Valladolid, riojanos que idem de lienzo y otras mil batallitas de aburrida enumeración. Proponen con entusiasmo Castilla nación, o Castilla comunera, desconociendo la mayor parte el significado de este adjetivo, otros Castilla fieramente independiente y otros una, grande y libre; tienen sin duda miedo a ser pocos o a ser poco extensos. Todo ello, para más inri, en medio de los pueblos políticamente más escépticos de la vieja piel de toro.
Extrañamente coincidentes algunos de estos pequeños partidos con los nacionalismos periféricos, hasta el punto de haber sido acusados de estar financiados por aquellos, proponen sin pudor una lista de las características nacionales castellanas, entre las que no dejan de incluir la singularidad de la lengua, que en este caso no se trata de una lengua postergada, sino de una lengua de extensión mundial hablada por unos 400 o 500 millones de personas. Al carecer propiamente de enemigo al que atacar, mecanismo paranoico y sádico que al parecer da buenos resultados en otros nacionalismos, no proponen sino las consignas de una España en pequeñito, o de lo que queda de España, pues estrictamente hablando su difusa idea de Castilla no significa nada, triviales discursos con toque de victimismo, y por supuesto, como partidos que son, homilías para que les voten con objeto de realizar sus inanes propuestas. Naturalmente el personal ya de por si poco propicio a la política, los acusa de insoportables y palizas, les aconsejan que se abstengan de hacer aburrida e insulsa propaganda partidaria, que se marchen con la murga a otro sitio a dar la lata, e incluso no faltan los que con razón les dicen que son más castellanos que ellos y que saben mejor que ellos lo que es Castilla. Víctimas de su agitación y ofuscación partidaria, no acaban de entender por que no los votan masivamente y porque no se engrosan sus filas con entusiastas seguidores; curioso desconocimiento del pueblo que en teoría quieren representar.
Hay otras variantes que más que nacionalismo pretende ejercer un vetusto izquierdismo a nivel local, reconociendo su progresivo desahucio a niveles más extensos, aunque curiosamente su definición territorial no deja de coincidir con el neofranquismo pancastellanista de los otros minipartidos; las propuestas por este lado además de los consabidos intentos de conseguir votos, se centran en la vieja propuesta de la socialización de los medios de producción, la igualdad económica, la exaltación proletaria y programas redentores y salvíficos del mismo jaez, amen de abundantes descalificaciones como vil reaccionario y fascista, adjetivo este último comodín y polisémico donde los haya, a los que no son partidarios de sus eslogans:
La socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. No encontrareis en lo económico nada que tenga que ver con los fines, no con los medios de la vida. La socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. La igualdad económica no es el fin de la vida. Y tampoco el trabajo material organizado y productivo, que el socialismo diviniza. La divinización socialista del trabajo material, con desprecio de sus valores cualitativos, proviene del olvido del fin y del sentido de la vida. Si el socialismo ha tomado tanta importancia en nuestra época es porque los fines de la vida humana se han oscurecido, han sido reemplazados definitivamente por los medios de la vida.
(N. Berdaieff. Ob Cit. P154)
En cualquier caso todos estos micropartidos: nacionalistas e izquierdistas ignoran o quieren ignorar la tragedia histórica castellana, la liquidación inaugural de sus fueros peculiares por el estado absolutista, que por lo visto era el progreso de la secularidad y el abandono de la tradición medieval ; atrapados por su idea recidiva de ser una nación moderna con su estado ad hoc y su inevitable uniformización, dominado por la derecha o por la izquierda, que poco importa ya eso en la época del pensamiento único, no comprenden que la persecución partidista del poder no añadirá más que nuevas discordias, confusión y trivialidad. De la misma forma que ante los enormes riesgos que presenta la economía gigantesca y globalizada de colapsar a millones de hombres, como puede ocurrir si fallara el suministro eléctrico a una megápolis millonaria durante una semana , se propuso la idea de una reducción de la economía a una escala humana, como fue la idea de Schumacher en su conocida obra “ Lo pequeño es hermoso”, desarrollo de consecuente de una ética budista de la economía; así la restauración del viejo concejo popular, de los fueros, de los pactos (phoedus), podría ser una reducción de la política a escala humana, una ayuda a los fines del hombre y no una subordinación de este a los partidos, a los estados y a las organizaciones y poderes supranacionales. Sería además una importante labor de ecología cultural antes de que se pierda definitivamente entre estados, partidos, diputados, programas, componendas, boletines oficiales, arribistas, sinvergüenzas y otros hasta la noción de lo que fue la Castilla comunera medieval.
ANEXO
La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos
Anselmo Carretero y Jiménez
Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977
Páginas 141-143
Los unitaristas han de considerar artificioso y aun nocivo avivar en castellanos leoneses y toledanos las adormecidas conciencias de sus respectivos grupos nacionales, puesto que para ellos todo avance hacía la homogenización y el unitarismo ya es, por sí solo, un progreso. Opinión contraria a la de quienes creemos que la variedad en la unión y la armonía es más rica que la nivelación uniformadora y que toda personalidad colectiva es en principio respetable.
Por otra parte hemos visto que diversidad y pluralismo son condición natural de España; por lo que tanto los que preferirían la España una como quienes estamos identificados con la varia debemos aceptar las autonomías regionales por más adecuadas que el unitarismo a la tradición del país y a su propia naturaleza. Descentralización que ha de regir en toda España para evitar su funesta división en dos bloques discordantes: uno de pueblos con autonomía interna, otro totalmente gobernado por el poder central.
Para que la federalización de España tenga las consecuencias venturosas que de ella cabe esperar será, pues, necesario que todos sus pueblos asuman con entusiasmo el gobierno de sus propios asuntos. La falta de conciencia colectiva y de apetencias autonómicas observable en algunas regiones de España, lejos de indicar firme patriotismo - como los unitaristas creen o aparentan creer- es síntoma de postración, que nunca la sumisión y la modorra han indicado vigor y buena salud. La autonomía de las regiones que no luchan por ella (Asturias, León, Extremadura, La Mancha, Murcia, Castílla ... ) es un aspecto muy importante de esta cuestión sobre el cual ha dicho Madariaga palabras muy atinadas: «Hemos alcanzado un punto en la evolución política de España -escribía don Salvador en 1953- en el que la autonomía es ya necesaria no sólo a los países que la piden sino, quizás aún más, a los que no se dan cuenta de que les hace falta».
Se ha dicho repetidamente que el federalismo no se asentará firmemente en España mientras no arraigue en Castilla. Más cierto y obvio es afirmar que el federalismo que la nación española necesita requiere a su vez que todos los pueblos que la componen tengan conciencia de su personalidad colectiva.
Conciencia que no se trata de crear artificialmente en Castilla, que vivísima la tuvo hace ya más de un milenio -no conocemos ninguna epopeya que narre sucesos acaecidos en el siglo X en la que la comunidad nacional ocupe un lugar tan protagónico como el que en el Poema de Fernán González tienen Castilla y los pueblos castellanos -, sino de rescatarla del olvido y la mistificación histórica, lo que, ante todo, requiere deshacer el confuso embrollo en que se han envuelto las historias de los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo, poniendo en claro la particular de cada una de estas regiones.
Mientras se sigan confundiendo los nombres de Castilla, León y Castilla la Nueva, y con ellos los pueblos, países y entidades históricas que a cada uno corresponden, la cuestión federal del Estado español estará, desde el arranque, mal planteadas.
Aunque en menor grado que los catalanes y los vascos, muchos son los pueblos de España que poseen los elementos básicos de una nacionalidad, principalmente una larga historia propia. En sus entrañas están latentes el sentimiento y la conciencia de comunidad nacional, prestos a desarrollarse en cuanto las circunstancias les sean propicias. Bastaría, por ejemplo, que el pueblo leonés conociera claramente el asiento geográfico de su región y su particular historia para que de manera natural se despertara en él la conciencia de su ser, hoy generalmente confundido con el de Castilla. Y presentamos en primer lugar este ejemplo de la región leonesa por su gran significación. Entre todos los pueblos de España probablemente es el leonés el más llamado a afirmar la conciencia de su nacionalidad histórica; España entera, y no sólo él, lo necesita para resolver cabalmente uno de sus mayores problemas. Por la amplitud del país -de la Liébana a la Sierra de Gata y del Bierzo a Béjar-, la variedad de sus comarcas -la Montaña de León, el Bierzo, la Tierra de Campos, la Sanabria, la Tierra de Sayago, la Tierra del Vino, el Campo de Salamanca, la Berzosa, la Sierra de Francia...- y la belleza de muchas de ellas, y su prominente lugar en la historia de España, la región leonesa es una de las más destacadas de nuestra patria.
Considerado en su conjunto regional, León desempeñó durante los siglos más duros de la Reconquista un papel de primer orden en la historia peninsular. Seria imposible imaginar el Medioevo español sin la participación leonesa. Por su actividad en aquéllos tiempos y en siglos posteriores, la corona de León fue entre todos los estados peninsulares la entidad politica que mayor influjo ejerció en el destino de la nación española, realidad histórica mucho más importante de lo que generalmente se cree.
El mejor servicio que León podría prestar a Castilla y a España entera para la solución definitiva de la cuestión nacional por excelencia no es propugnar esa confusa y confundidora región castellano-leonés-manchega, a contrapelo de la historia, la geografía y los intereses de los respectivos pueblos, sino recobrar su propia y singular personalidad otrora sobresaliente en el conjunto de las Españas y hoy más caída en el olvido que ninguna. Empresa aún más ardua para los leoneses que la acometan que la -con análogos propósitos en cuanto a Castilla- ya iniciada por algunos castellanos.
Por otra parte, no sólo confuso y confundidor en el panorama político de las Españas es, en efecto, ese criterio de mezclar en un conglomerado castellano-leonés regiones y pueblos geográfica e históricamente tan distintos, sino también injusto, grandemente injusto, en lo referente a la organización estatal. No podemos comprender -si no es por grave carencia de sentido político o por inconsciente complejo de inferioridad- como, cuando se intenta resolver el problema de las autonomías de los pueblos de España en un gran Estado español que, sin unificarlos, una a todos ellos en pie de igualdad-, cuando asturianos, aragoneses, valencianos, andaluces, canarios... reclaman su propio gobierno interno con los mismos derechos que catalanes, vascos o gallegos -lo que debe concretarse en la igual composición de un senado o cámara federal-; un grupo de leoneses y castellanos comience por proponer que el peso de los votos de sus respectivos pueblos o regiones sea la mitad -o la tercera parte si se incluye a Castilla la Nueva- del de los demás integrantes de la Unión, puesto que juntos formarían una sola entidad politicogeográfica, no obstante la importancia y la personalidad histórica de cada uno de ellos.