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lunes, diciembre 01, 2008

Consideraciones sobre el nacionalismo castellano.Olegario Heras (Oppidum nº 3)

No es la primera vez que se publican textos de Olegario de las Heras en este breviario ( “La presencia germánica en Castilla”, Tierra y Pueblo nº 1 valencia 2003, “Un apunte sobre nacionalismo castellano” , Tierra y Pueblo nº 1, Valencia 2003) procedente de la revista Tierra y Pueblo de los llamados identitarios, que también continúan su actividad en http://www.asambleaidentitaria.com/, , con una revista internética denominada Oppidum, en que básicamente se continúan con los puntos de vista y tópicos de este grupo.

Como en otras ocasiones Olegario de las Heras aborda de manera fragmentaria, rápida, como en una especie de flash el tema del regionalismo, nacionalismo castellano o como demonios se le quiera denominar. Como en otras ocasiones da la impresión de que el autor lo sabe todo, pero en realidad se limita a señalar la indigencia intelectual de los grupos y asociaciones denominados castellanistas; su posición verdadera es relativamente enigmática, aunque deja demasiadas pistas para intuir su postura. Sería de desear que algún día pasara del breve artículo a un libro extenso donde nos comunicara todo el caudal de su sabiduría.

Intenta de una manera lógica examinar las posibles ideas encerradas en los partidos y grupos políticos que se reclaman de castellanismo de manera más o menos explícita; pero ¡ay! los partidos se caracterizan mucho más por programas, consignas y eslóganes que no por ideas verdaderas y profundas, y el militante es más hombre de fidelidades y obediencias que no intelectual, por amplias facilidades que se den para la pertenencia a ese conjunto. De una manera general acusa a las agrupaciones políticas castellanistas de historicistas; lo que hace sospechar que o bien no valora mucho la historia auténticamente castellana, o desconoce en profundidad el confuso potaje de lo que llaman Castilla los grupos políticos que menciona, que además poseen en efecto una ignorancia enciclopédica sobre lo que con cierto rigor se podría denominar castellano. Concluye que estos partidos o son una variante indistinguible de los partidos sucursalistas – ¿que diferencia existe hoy entre izquierda y derecha?-, o una repetición mimética de la logorrea progresista -¿qué partido no acude a ella cuando interesa?-, amen de las acusaciones de utopía - ¿que programa político no es una utopía o más sencillamente una trola?-; además de la clásica denuncia del apego romanticón e infantiloide a los buenos tiempos del pasado: fueros, consejos, mandato imperativo, juicios de residencia y demás antiguallas que al parecer hay que superar.

¿Cual es la alternativa sugerida frente a tanto desmán político nostálgico?: nación, pueblo, poder, biología, genes, sustancia étnica, instintos de pertenencia, destino, etc., etc. Es inevitable acordarse del doctor Rosemberg, pero no basta con aplicar un adjetivo bastante adecuado al contexto, es preferible, aunque sea someramente, mencionar los desvíos incursos en tales posiciones, desde un punto de vista de la Tradición.

1. La noción de pueblo en sentido radical solo la capta la palabra sánscrita “Jana” cuya posible traducción es pueblo unánime donde castas altas y bajas participan de una cultura unánime basad en una concepción metafísica de carácter sagrado, que es la que verdaderamente da lugar a los pueblos y a las culturas . Muy diferente de la noción biológica que pretende que lo alto viene de lo bajo, o sea el espíritu de la materia (ver el artículo “Cultura popular castellana” de este Breviario).

2. La Nación moderna está exenta de principios fundamentales metapolíticos, su fundamento es el conjunto de población con caracteres de pertenencia externos; lengua, espacio, organización política ciudadana, sistema legal, predominancia de fenotipos o genotipos según algunos y otros etc.; básicamente organizado en forma coercitiva de estado como manera de superar el caos. Las naciones modernas dieron buena muestra de lo que pueden dar de si con las millonarias matanzas del siglo XX (véase en este Breviario: “Más allá de la política” y “Unidad y diversidad”).

3. El poder temporal cuando no emana de la autoridad espiritual da lugar al fenómeno de la coerción y la violencia tan características del mundo moderno. Eso hace cuanto menos dudosas las acumulaciones de poder temporal como fundamento de cualquier despliegue de la libertad humana (véase en este Breviario: ”Miscelanea abulénsica 4…y libertad”).

4. El nombre originario de Castilla como condado y luego reino, posteriormente ampliado a los territorios de una corona y posteriormente –siglo XVI- confundido con la misma España, hacen difícil que el castellano tenga algo más que una vaga noción de español. Históricamente verdadera adscripción castellana no fue a una región sino a comunidades libres, imposible inventar ahora nacionalidades a la periférica (ver en este Breviario: “Fijando principios, en torno al federalismo castellano, Luis Carretero Nieva”, “Comunidades castellanas, Joaquim Pedro Oliveira Martins”, “Entrevista a Alfredo Hernández Sánchez”, “La concepción castellana de España. Manuel González Herrero”).

5. La liquidación progresiva de fueros y libertades castellanas ha llevado al actual estado de vaciamiento de lo que en otro tiempo fueron características peculiares castellanas, con la tentación de identificar a Castilla con grandes extensiones –igualmente vaciadas de de sus libertades históricas- en modernas y amplias entidades abstractas, artificialmente unidas en torno a criterios tecnocráticos que no históricos -Cuenca del Duero- o incluso una numerosa cantidad de provincias mesetarias. Caso justamente del articulista aquí comentado, con su característica castellanidad de Zamora, o sus amigas manchegas que claman por su castellanidad prístina, en definitiva la extensión vacía de caracteres diferenciadores como característica de Castilla, eso si con pretensiones de acumulación de poder, gran número de escaños parlamentarios y cosas de ese jaez (ver en este Breviario: “El engendro de Castilla y León. Manuel González Herrero”. “La personalidad de Castilla. Manual González Herrero”, “Reunificaciones temibles”, “La extensión”).

6. El caso particular del actual resurgir del regionalismo o nacionalismo leonés, mucho más pujante que el correspondiente castellano –por razones no resumibles en unas líneas-, lo despacha Olegario en unas palabras descalificadoras, diciendo que no buscan más que una mera táctica de aritmética parlamentaria; juicio bastante contradictorio con la proclamada exaltación de la búsqueda de poder, una de cuyas tácticas es justamente la aritmética parlamentaria. (Ver en este Breviario: “El Reino de León tras el año 1230. Ramón Chao Prieto”, “El regionalismo en tierras de León, Castilla y Toledo. Anselmo Carretero Jiménez).

7. Sorprende finalmente la creencia de Olegario en las virtudes del micronacionalismo -bien conocidas en España por su estilo preferente por la discordia- como fundamento de una futura Europa poderosa, al parecer con fundamentos biológicos y no metapolíticos. De su eficacia identitaria nos da muestra la predominantemente nacionalista Cataluña con la mayor tasa de inmigrantes islámicos, o ¿es que la futura Europa tendrá identidad islámica? (Ver en este Breviario: “Sacrilegios ante el altar del nacionalismo”).

8. Probablemente ante las crisis de todo tipo que se avecinan parece llegada la hora de la micropolítica, mucho más que de las peligrosas acumulaciones de poder, no parece haber otra fórmula para la “restitución” –como llamanen la tercera vía- de los poderes que asumió el estado nacional. Sin duda la más identitaria de las políticas actuales es la de una Suiza con ancestrales y medievales instituciones políticas –tan parecidas a las de la Castilla medieval- que ha afirmado claramente la preferencia nacional y no lo Francia de Gillaume Fayé (ver en este Breviario: “Las leyes sobre inmigración en Suiza. Gaudencio Hernández”. “La hora de la micropolítica de Robert de Herte”, “Miscelanea abulénsica 1. Ávila gallega”, “Manifestaciones evidentes e inconvenientes”).

9 El destino al que está llamado todo hombre es alcanzar el estado de perfecta iluminación – que diría un budista-, la divinización o theosis –que diría un cristiano ortodoxo-, la liberación –que diría un hindú-, u otras expresiones análogas de otras Tradiciones; pero no parece que en ninguna de ellas se proponga la conquista del poder .



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CONSIDERACIONES SOBRE EL NACIONALISMO
CASTELLANO

Volumen I, nº 3
El e-zine identitario de
Asambleaidentitaria.com
Noviembre-Diciembre ’08



Abordar la cuestión del «castellanismo político»,término ambiguo y seguramente poco acertado, pero con el que quisiéramos abarcar el conjunto de movimientos, grupos, autores, e iniciativas de todo tipo que plantean o defienden propuestas o proyectos nacionalistas o regionalistas para Castilla en cualquiera de las concepciones que se tenga de ésta, es en los tiempos actuales una labor ingrata. Pero necesaria. Ingrata por lo infecundo de tantos esfuerzos de definición del llamado «hecho castellano». Necesaria porque la realidad castellana (de cualquiera de las Castillas que se tenga en mente) no es precisamente halagüeña. Hace algunos años, comenzábamos un muy modesto artículo sobre esta misma cuestión, constatando el enorme grado de indefinición del propio concepto de Castilla y llamando la atención con algo de ironía sobre lo estéril de los enfrentamientos que esta situación provoca entre los castellanos (pocos) conscientes de serlo. Todo sigue igual. Y seguiría probablemente igual durante largo tiempo si es que a este pedazo de Europa que todavía responde al nombre de Castilla (y cuya extensión y definición dejo al gusto del lector) le quedase mucho tiempo. La sentencia de Drieu La Rochelle sobre una Europa que acabará siendo devorada con la que finalizaba el artículo comienza a prefigurarse en el horizonte de nuestros pueblos.

Nacionalistas sin nación

«Nacionalistas sin nación y tradicionalistas sin tradición». Con esta certera fórmula definía un intelectual italiano a varias generaciones de militantes políticos cuyo discurso había girado alrededor del mito nacional pero que sentían insuficiente bajo todo punto de vista el marco nacional en el seno del que desarrollaron su acción política. Un sentimiento difuso de pertenencia, una voluntad de arraigo, un ansia de preservación en la historia que se siente como un oscuro mandato interior ha empujado a generaciones de europeos a luchar más por la «nación ideal» por la «nación mito» que por las naciones «reales» a la que cada uno pertenecía. En cierto sentido, y salvadas las distancias, sería el caso de Castilla. Basta leer la literatura regionalista o nacionalista, basta conversar con cualquiera que se identifique con un ideario castellanista para constatarlo. El «castellanismo político» posee una concepción de Castilla que se podría calificar de historicista. Su esencia se entiende como una secuencia. Las más de las veces en retro-proyección. Las menos como utopía a (re-)construir. Inacabables (y casi siempre muy escasamente documentados) debates sobre el Medioevo y la Modernidad, especialmente entre el castellanismo moderado, se alternan con proyecciones hacia el futuro de una sociedad sin clases (y casi sin géneros) entre el más radical. Es éste un planteamiento propio de nuestros tiempos: fascinados por el devenir, ignoramos lo estable. Y una nación, efectivamente, deviene. Pero sobre todo, es. Y éste es el primer pecado capital del nacionalismo castellano. Se ha debatido hasta la saciedad sobre qué era (es) y qué no era (es) Castilla, quién era (es) y no era (es) castellano, dónde da comienzo Castilla y hasta dónde alcanza, sin haber perdido un solo instante en intentar entender la categoría del objeto de ese debate, a saber, entender qué son un pueblo y una nación, entender cómo se formula la ecuación biología-cultura para dar a luz un ethnos productor de una firme autoconciencia y capaz de perdurar en la historia como sujeto (o objeto algunas veces) de lo Político. Mucho Fernán González, mucho Pacto Federal, mucha María Pacheco, (o mucho «todos y todas») pero apenas intentos de elaboración de un discurso teórico sobre los conceptos claves sobre los que se debe cimentar un proyecto político nacionalista: los conceptos de nación, de pueblo, de comunidad étnica. Una clarificación de esta naturaleza allanaría el camino de una alternativa política verdaderamente castellana. En realidad estos conceptos son molestos. Desazonan. Ahondar en su realidad aboca a horizontes» que la mayoría de «castellanistas» desconocen y algunos quisieran que continuasen «perdidos». Horizontes biológicos, etológicos, que dan razón de los instintos de pertenencia, de diferenciación, estructuración y cooperación social, que dan cuenta de la necesidad biológica de de estructuras familiares y clánicas sobre las que descansa la renovación y preservación del grupo, que explican los instintos territoriales que hacen connaturales al hombre realidades como el territorio propio y la frontera. Pero horizontes biológicos sobre los que descansa en última instancia el particular e irrepetible modo de manifestarse de un grupo humano dado. En el detalle, en el matiz está la peculiaridad. La diferencia. Pertenecer a un pueblo, a un grupo humano biológica y culturalmente homogéneo (independientemente de las condiciones de su formación, de los componentes sobre los que se ha construido en su proceso de etnogénesis), supone para un individuo actuar en el mundo a partir de unos parámetros determinados que en última instancia descansan sobre lo que el hombre en verdad es. Y el hombre es una realidad biológica, un ser que sólo puede aparecer en el seno de un pueblo determinado. El hombre en sí sólo es una entelequia. Comprender y situar en el centro del discurso ideológico y de la acción política la preservación de la sustancia étnica, es decir la coherencia y la cohesión genética, antropológica si se quiere, de un pueblo debe ser el primer de todo nacionalista. Y establecer, como insiste la antropóloga I. Schwidetzky, qué grupos humanos están en condiciones de integrarse, sin alterarlo, en su círculo reproductivo. Si cualquier nacionalismo cierra los ojos ante esta realidad sólo caben dos opciones. O es suicida o, simplemente, no es nacionalismo. Plantearse el problema étnico implica mirar a la Biología y a la Antropología. Y a la Psicología. Y a la Geopolítica. No sólo a la Historia. Que también. Para hablar del sexo de los ángeles es preciso saber qué son los ángeles por lo que es preciso dominar las Teologías cristiana, hebrea y mazdea. Y para hablar de sexo es preciso saber qué diablos es el sexo, para lo que es conveniente tener conocimientos de Biología, e incluso resultaría conveniente haber practicado un poco. Lo demás es, literalmente, construir castillos en el aire.

Nacionalismo como regeneración

Es una paradoja grotesca que un fenómeno tan extendido a nivel europeo como el nacionalismo se desarrolle dando la espalda a la realidad de la comunidad étnica, y a veces, incluso, contra ella. Si no se conoce en realidad qué es una nación, qué es un pueblo ¿Por qué (¿Por quién?) luchan los nacionalistas? A veces parece misterio un insondable. En realidad, no lo es tanto. Lo cierto es que se están utilizando algunos recursos vinculados al campo de lo instintivo para actuar más allá (o en contra) de la realidad biológica sobre la que descansa la realidad que conforma el pueblo. En efecto, los nacionalismos, y en esto el caso de «castellanismo político» sería paradigmático. En la actualidad, y en consonancia con el discurso de valores dominante, los dos grupos políticos «castellanistas» de mayor implantación (que, reconozcámoslo, no es demasiada), Tierra Comunera e Izquierda Castellana, que han hecho un mínimo intento de elaborar un planteamiento ideológico, están lastrados en su imposible acción nacionalista por la enorme dificultad (imposibilidad en verdad) de conjugar ideologías políticas centradas en el eje Individuo-Humanidad con la realidad del ethnos. Por un lado, Tierra Comunera, ha descendido prácticamente al ámbito de la reivindicación local o regional, ofreciendo unas alternativas, de apariencia más o menos socialdemócrata, intercambiables según la coyuntura con las de cualquier grupo de izquierda o derecha. Practica un discurso que oscila entre un sector regeneracionista bienintencionado (centrado en conseguir que el pueblo castellano tome conciencia de sí mismo y, dentro del marco sociopolítico vigente, se logre una mayor tasa de bienestar y desarrollo) y otro, más joven, pero más alejado de las posibilidades municipales de acción, y más radical en su modo de expresarse y, en realidad, más cercana al mundo de los anhelos que al de la política real. A nuestro juicio, y dejando aparte las reformulaciones ideológicas que consideramos esenciales y que hoy por hoy no vemos posibles en esta formación, Tierra Comunera precisa de una renovación táctica y estratégica que implique destacarse nítidamente de las sucursales locales de los partidos estatales si no quiere seguir languideciendo.

Nacionalismo como coartada

Por su parte, las propuestas de Izquierda Castellana, son, simplemente, propuestas de Izquierda. Muy respetables, loables en algún (escaso) caso, pero radicalmente ajenas a la reconstrucción, defensa y al desarrollo en términos globales del pueblo y la nación castellanos: multiculturalismo, denuncia del capitalismo, del sexismo, de la xenofobia, del racismo, del fascismo... constatar que el discurso político que se levanta a partir de todos estos «contras» difícilmente puede basarse en una idea tan diferencialista, tan orgánica, tan supra-individual y ajena al concepto abstracto de humanidad como la de «pueblo» sería algo evidente si, como se ha dicho arriba, en Izquierda Castellana se hubiese meditado en serio sobre ella. En realidad, el nacionalismo castellano se utiliza como bandera de enganche, más o menos atractiva para la gente joven (¡Ay! ¡Ese melancólico apegarse al terruño oprimido, olvidado e injustamente calumniado como opresor!), encuadrada para una acción política cuyos objetivos trascienden varias galaxias el hecho nacional castellano. De hecho, no es más que una propuesta política mimética a la izquierda radical nacionalista vasca y catalana. Con sus mismos planteamientos contradictorios, sus mismos defectos y sus mismos problemas incapacitantes (¿Pero alguien en su sano juicio puede creer que el «antifascismo» es una prioridad hoy para la reconstrucción nacional castellana?) constituye una alternativa política que sigue de lejos a la realidad y que, incapaz de entenderla, asume nuevas posiciones a medida que los procesos y fenómenos sociales se van produciendo, fenómeno incomprensibles e inesperados desde sus planteamientos doctrinarios (como, sin ir más lejos, el propio nacionalismo, ese último refugio de los canallas, instrumento de alienación del capitalismo). Aun no entrando en absoluto en la categoría «nacionalista», cabría mencionar aquí a Unión del Pueblo Leonés. Bajo la coartada de la recuperación de la identidad leonesa (un fin, por lo demás absolutamente necesario para todo proyecto castellanista, tanto los que incluyen las tierras del viejo reino como los que las excluyen en sus propuestas) se ha levantado una aventura política análoga a cualquiera de los grupos regionalistas cuya relevancia política no va más allá de la aritmética del parlamento correspondiente. La incapacidad (en realidad la falta de voluntad) de UPL de poner las bases para una reconstrucción étnica (ni siquiera regional) leonesa, con las armas que le proporciona su representación política es la mejor prueba de los horizontes «políticos» de dicha formación. El victimismo anti-vallisoletano es suficiente para que vivan de él unos cuantos políticos y otros cuantos leoneses se acuesten todas las noches con una sonrisa en los labios.

Nacionalismo como fósil

Quizás el mejor ejemplo de la inadecuación a la política real de los planteamientos castellanistas lo ofrezcan los grupos que promueven el renacimiento de la Castilla condal (o real, que para eso se reunifica con León como reino). Más allá de la justicia de la argumentación histórica, más allá de constituir el mejor marco para el empleo de la táctica del victimismo anti-estatal y más allá de la vehemencia de don Anselmo Carretero y sus epígonos, lo que a priori supondría la gran baza (supuestamente) de esta propuesta, a saber, su clara definición de la esencia de lo castellano y de sus límites humanos y geográficos constituye a la vez su mayor hándicap antipolítico. Repartir credenciales de castellanía en virtud de un argumento geográfico-arqueo-institucional (usted es castellano porque vive en una comarca donde hace de medio siglo funcionaba una Comunidad de Villa y Tierra), puede ser romántico y dar argumentos para darle a la húmeda o a la tecla. Pero en absoluto político. Aparte de remitir a las consideraciones del inicio del artículo sobre la naturaleza de un pueblo, bastaría mirar al hoy de Castilla. Alguien con quien me une una relación muy especial, Teresa Inmaculada Cuenca Cabañas, lo decía hace años en un artículo: a día de hoy considerar que un señor deTarancón es castellano pero no lo es uno de Utiel, no es serio.

Qué hacer

A pesar de lo que pueda sugerir el encabezamiento del parágrafo, no voy a remedar a Lenin. Es imposible saber qué hacer si no se tiene absolutamente claro quien lo tiene que hacer. Éste es el primer paso. El nacionalismo castellano debe repensar los conceptos claves: el pueblo y la nación. Sin complejos y sin prejuicios. Sin esta clarificación sólo cabe irse a casa a ver pasar la Historia. Pero una vez establecido, cada nacionalista castellano deberá ser consciente de que elegir su nación es, precisamente eso: una elección, y por tanto una discriminación. Para un nacionalista su pueblo debe estar por encima de todo. No caben «solidaridades» que enturbien su acción. Ni compromisos con estructuras ajenas, y por tanto dañinas, para la nación. Ni monsergas sobre la humanidad. Si no se es capaz de asumir esto hasta las últimas consecuencias, no se es nacionalista. En política, como en la vida, la esquizofrenia es una patología devastadora. Tras clarificar el quién, es necesario definir lo más claramente posible el cómo. Las armas de la reconstrucción nacional. Y lo primero construir un discurso de la «no-escisión»: un pueblo es un ente biológico, es decir, orgánico. Una estructura compleja polifuncional y jerarquizada. El marxismo es inútil como andamiaje ideológico para la cohesión de un pueblo. Un marxista inteligente es consciente de ello. Un nacionalista debería serlo también.

Pero la lucha por la existencia de un pueblo, del pueblo castellano, exige que las construcciones ideológicas deriven en hechos políticos, y la política es poder. El discurso ideológico debe verse acompañado de un planteamiento estratégico encaminado alcanzar las mayores cuotas de poder y cuanto antes. El discurso ideológico debe haber identificado los enemigos del pueblo. Schmitt lo dejó claro hace ya largo tiempo: la política es la identificación del enemigo. Y si esto es muy criticable hacia el interior, es una realidad inapelable hacia el exterior. Y el pueblo implica frontera. Y la frontera, exterior. Hemos dicho arriba que no caben solidaridades. En política, sencillamente, no existen. Sólo existen alianzas. Y Castilla en la hora de la geopolítica global sólo puede aliarse con los pueblos con los que lo comparte todo: los Pueblos de Europa. Pero lo fundamental sigue siendo mirarse a sí mismo. Contemplarse con la mirada clara y comprender que es en la energía latente es en su propia composición étnica donde se encuentra la raíz de la voluntad mediante la que un pueblo puede conquistarse un destino. Y en la hora presente, conquistarse un destino equivale a sobrevivir.

Olegario de las Eras

http://www.asambleaidentitaria.com/,

lunes, noviembre 20, 2006

La presencia germánica en Castilla (Olegario de las Heras. Tierra y Pueblo nº 1. Valencia 2003)

LA PRESENCIA GERMÁNICA EN CASTILLA

Olegario de las Heras

Tierra y Pueblo nº 1, Valencia 2003



«Huar ik im, midzani ik im, dzar is ains Gutiksland»
(Allí donde yo esté, mientras yo esté, eso es una tierra goda)
Aforismo visigodo

«Llevo a Castilla en la planta de mis pies»
Rodrigo Díaz de Vivar

«Buscaba celtas... y encontré germanos»
Miguel Serrano

Ruy Díaz ha salido de Valencia junto a sus gentes de armas. Se dirige al encuentro de Alfonso, rey de Cas­tilla. Cuando ambos hombres de di­visan, Rodrigo se adelanta junto a quince de sus caballeros y descabal­ga. El Poema narra la escena que se desarrolla a continuación: «...el que en buen ora nadó; / los inojos e las manos en tierra los fincó / las yer­bas del campo a dientes las tomó» (1). El gesto ritual germánico que ejecuta Rodrigo Díaz, un gesto de aceptación de la superioridad jerár­quica del monarca, es comprendido y celebrado por todos los presentes. Un caballero germano reconocía como su señor a un rey germano ante una corte germana y una Gefolge de gue­rreros germanos que regresaban del exilio. Visigodos. Tales eran y por tales se tenían.

La conciencia gótica de los pueblos de los diferentes reinos de España es una constante que casi ha llegado a nuestros días. Saavedra Fajardo redactó su Corona Gótica, castellana y austriaca con el fin de ofrecer argumentos para una alianza entre dos naciones pobladas por go­dos: Suecia y la España de los Aus­trias. Mucho antes, en el siglo XIII, Jiménez de Rada comenzaba su na­rración de los avatares de la historia castellana, que tituló Historia Góti­ca, con la salida de los godos de la «Isla de Scania». Esta conciencia se ha reflejado en diversos elementos socioculturales, comunes al conjunto de España, pero especialmente carac­terísticos de la sociedad castellana. En realidad, la percepción que ésta tuvo de sí misma es un hecho que habla por sí solo de una presencia efectiva del elemento germánico en ella. Un reciente estudio sobre algu­nos aspectos del «goticismo», discu­tible quizá en algunos extremos, pue­de verse en Stallaert (1998).

El Occidente europeo sufrió una trasformación profunda a causa de las invasiones germánicas que sellan el final del Imperio de Roma. Estruc­turas político-sociales caracterizadas por la mentalidad y el derecho ger­mánicos se levantan sobre las ruinas de las antiguas provincias occidenta­les. En Hispania, tras muchas vicisi­tudes, los visigodos, se hacen con la práctica totalidad de la Península. Su reino caerá el 711 por efecto de las armas musulmanas y de la miopía política. Es historia conocida.

Desde el mismo momento en el que la ciencia histórica se enfrasca en el estudio de los reinos cristianos altomedievales la presencia en todos los ámbitos de la vida de rasgos de origen germánico hizo evidente que no se había producido ninguna cesu­ra importante entre el reino godo y las nuevas estructuras septentriona­les. El acuerdo entre los historiadores sobre esta cuestión era general, sólo se discutía sobre cuestiones de deta­lle. Sin embargo, en la década de los 70, dos medievalistas, Abilio Barbe­ro y Marcelo Vigil, publicaron una serie de trabajos, entre ellos los más conocidos son los publicados en 1974 y en 1979, sobre el fin del mun­do visigodo y los inicios de los pri­meros núcleos de resistencia cristia­na en el norte astur-cántabro. Su te­sis, que gozó de un éxito inmediato, en realidad por razones más bien ex­tra-académicas como subraya García Moreno en la introducción al libro de Novo Guisán (1992), sostenía, entre diferentes cuestiones, que astures, y cántabros jamás fueron sometidos por los visigodos y que tras la des­aparición como poder dominante en la península de estos últimos se for­marían núcleos de resistencia de tra­dición indígena al poder islámico. Esta tesis, que como hemos dicho gozó de mucho predicamento, está hoy totalmente desechada. Los traba­jos de Besga Marroquín (1983) y Novo Guisán, antes mencionado, han supuesto su carta de defunción. Los godos conquistaron el norte y crea­ron allí los ducados de Cantabria y Asturias. Del primero nos informan, por ejemplo la Crónica Albeldense o la redacción rotense de la Crónica de Alfonso III. Del segundo las fuentes son más antiguas: el Cosmógrafo de Rávena o San Valerio del Bierzo. Por otra parte, el registro arqueológico testimonia una notable presencia vi­sigoda en la región astur-cántabra durante los siglos de existencia del Reino de Toledo: de necrópolis a cecas (Pésicos), de restos arquitectó­nicos a las típicas pizarras visigóti­cas, el registro nos habla de la pre­sencia goda. Territorios controlados políticamente por la aristocracia visi­goda, Asturias y Cantabria sirvieron de refugio a millares de germanos que subían no sólo desde los Campi Gothorum (Sánchez Albornoz calcu­ló un primer asentamiento en estas llanuras de unos 60.000 germanos), sino desde todo el desaparecido reino: «...(los hispanovisigodos) diri­giéndose fugitivos a las montañas
sucumben de hambre» podemos leer en la Continuatio hispana del 754 o también en la Crónica de Alfonso III ya mencionada «entre los godos que no perecieron por la espada o de hambre, una parte se acogió a Fran­cia, pero la mayoría se refugió en esta patria de los asturianos». Las fuentes musulmanas (Al Razi, el Aj­bar Ma^ymu'a, Ibn'ldari, etc.) narran los mismos acontecimientos. Los numerosos hidalgos de la zona en la Edad Moderna, sucesores a través de los infanzones, de los filii primatum visigodos; la toponimia, tanto en su aspecto positivo, que prueba inmi­graciones colectivas, como en el ne­gativo, que explica la desaparición de topónimos germánicos en el valle del Duero; la temprana presencia de nombres godos y la pronta aparición en la región de instituciones de estir­pe germánica, sólo explicables a tra­vés de la inmigración visigoda, son los argumentos clásicos que para Sánchez Albornoz (1966, 152-154) avalan la realidad de la migración gótica hacia el norte. Allí los godos reconstruirán sus estructuras políticas según sus usos tradicionales.

Efectivamente, el proceso recon­quistador y repoblador que se inicia en el lado septentrional de los mon­tes expande un ente político esencial­mente germánico y un pueblo étnica­mente germanizado. El reino oveten­se pronto recrea las instituciones po­líticas de la desaparecida corte tole­dana, en el ámbito de lo ideológico, lo institucional y lo «espacial»: Ban­go Torviso (1992, 303-4) escribe acerca de la arquitectura «prerrománica astur»: «En líneas generales, se puede afirmar que los espacios arquitectónicos de los edifi­cios y los aspectos sociales que ex­plican su funcionalidad son los mis­mos que se codificaron en el arte tardo-romano de la Hispania gober­nada por los reyes godos de Toledo. Es en este sentido que prefiero hablar más unitariamente del arte medieval prerrománico y considerar­lo, como he hecho en alguno de mis últimos trabajos, como la prolonga­ción del ordo gothorum. Esta tradi­ción no se agotará hasta que sea su­plantada por el arte románico».

El pequeño núcleo neogótico pronto se estabiliza y comienza el lento regreso hacia el sur de las espa­das y los arados germánicos. Escribe Sánchez Albornoz (1978, 48): «Es notorio que la repoblación de la zo­na portuguesa se hizo por gallegos, suevo-godos y algunos mozárabes; que el reino de León se pobló por astures, algunos godos, algunos ga­llegos y muchos mozárabes. Y que repoblaron la Castilla condal, vasco­cantábricos, las masas godas refu­giadas al norte de los montes y un puñado de mozárabes. La toponimia y el habla de cada una de estas re­giones comprueban esas realida­des». Sólo indicaremos que hay co­mún acuerdo en el goticismo de los mozárabes que migran hacia el norte, de lo que hay abundantes testimonios en las fuentes musulmanas, y en el carácter germánico, atestiguado por la antroponimia, de muchos repobla­dores «gallegos» y «asturianos».

No obstante, ¿Qué hombres y qué tipo de sociedad son los que se están expandiendo sobre las tierras que se extienden desde las costas del Cantábrico hasta el Duero? En reali­dad, todos y cada uno de los elemen­tos políticos, sociales y culturales que aparecen ante nuestros ojos nos remiten al inmediato pasado visigo­do.

Frente a algunas sugestiones en contra, la investigación antropológi­ca ha determinado de forma incon­testable el carácter nórdico de las poblaciones góticas asentadas en la meseta. Escribe llse Schwidetzky (1957, 160, 161): «No obstante, en función del material de que dispone­mos puede concluirse: los visigodos hispánicos, cuyos restos se nos han conservado en los cementerios de Castilla, presentan el mismo carác­ter antropológico que las poblacio­nes germánicas de los Reihengraber (sepulturas en hileras) de la Europa central y nórdica y que la población del territorio de origen gótico. A pri­mera vista esta conclusión podría parecer sorprendente. Pero tras un examen más atento, no está en nin­gún modo en contradicción con la historia del pueblo visigodo». En una muy detallada investigación poste­rior, Varela (1974-5) llega a una con­clusión semejante; en las páginas 152-3 podemos leer: «...se comprue­ba que el tipo más frecuente en las necrópolis visigodas es el nórdico de las sepulturas en hileras, cuya pro­porción es del 56,50 % (...) medite­rráneo grácil el 20,76% y el croma­ñoide con 12,25% (...) el braquimor­fo curvooccipital y el mediterráneo robusto con el 6,71% y 3, 78% res­pectivamente. Estos porcentajes con­trastan con los obtenidos por Pons en los hispanorromanos de Tarrago­na, sobre todo por la ausencia de ejemplares nórdicos en la citada po­blación»; en cuanto a las compara­ciones con otros grupos afirma: «Los resultados obtenidos por este método ponen de manifiesto que los visigo­dos españoles se aproximan más a los grupos nórdicos que a los medi­terráneos, no sólo por el grado de las desviaciones sino por el sentido de las mismas (...) las series nórdicas que muestran una mayor semejanza con los visigodos españoles son las poblaciones de Mitteldeutsche y de Südwetdeutsche». Lamentablemente, como el propio Varela señala, hacen falta estudios que valoren la trascen­dencia en la población española pos­terior de «esta importante influencia de los grupos nórdicos durante el periodo visigodo» (2). Sin embargo, es posible que el avance de la inves­tigación nos confirme este extremo: Especialistas de la Universidad de Barcelona están estudiando sepultu­ras excavadas en roca de tradición visigoda halladas en el norte de Cas­tilla datables, en principio, en los siglos VIII o IX, correspondientes a individuos de elevada estatura (Varela ha constatado que los indivi­duos de las tumbas visigóticas pre­sentaban una media de estatura supe­rior, por ejemplo, a los escandinavos de aquella época). Sin embargo, sí que podemos inferir una presencia masiva del tipo nórdico en las tierras de Castilla y León durante los primeros siglos de la reconquista: numero­sas miniaturas o frescos (¡San Isido­ro!) nos muestran retratos de perso­najes de todas las clases sociales del reino con los cabellos rubios o casta­ños y los ojos claros; la piel es siem­pre clara y sonrosada. Igualmente, no son raras en los textos descripciones de personajes con estos rasgos. Y es de sobra conocido el valor que se les concedía en la sociedad castellano­leonesa. Pero no sólo esto: las fuen­tes musulmanas, muy detallistas a este respecto, nos retratan una pobla­ción septentrional, y no sólo a la no­bleza, notablemente rubia y blanca. Estas gentes no eran sino los descen­dientes de los nórdicos enterrados en las sepulturas visigóticas.

En cuanto a la sociedad que van forjando estos hombres, comenzare­mos nuestro breve repaso citando in extenso algunos párrafos escritos por Antonio Hernández (1982, 31-5) en los que coteja la sociedad visigoda y la castellanoleonesa, en las dos ver­tientes cortesana y popular, resu­miendo de manera clara y amena los enormes paralelismos entre «ambas» sociedades: «Los visigodos (...) no identificaron jamás la idea de pueblo (volk) con un determinado país. Pri­mera semejanza con los castellanos que jamás identificaron a su reino con un determinado paisaje o unas características geográficas, sino con una forma de ser, de vivir, de enten­der la vida (... ) Nunca se habló de un rex Hispaniae sino de un rex Got­horum. Este apego a la propia nacio­nalidad como carácter racial se ma­nifestaba en el importante papel que desempeñaban los vínculos deriva­dos de la comunidad de sangre. El grupo familiar y gentilicio, como después en Castilla y León, tenía una gran cohesión interna y estaba en la base de la organización política del pueblo visigodo. Comprendía a las personas descendientes por línea masculina de un mismo tronco (Sippe), lo cual suponía una unidad de intereses en sus relaciones con los miembros de otras sippes y daba a estos grupos familiares cierta enti­dad jurídico-pública. Esta entidad se basaba en el respeto del principio que otorgaba igualdad jurídica a todos los miembros de cada uno de ellos y que excluía toda enemistad entre los mismos, debiendo todos los componentes de la sippe vengar con­juntamente la ofensa inferida a uno de ellos por un miembro de otro gru­po gentilicio. Nada más lejos del de­recho romano vigente entre los his­panos desde hacía ya varios siglos, proclive a los tribunales antes que a la espada; y nada más cerca de las costumbres y normas que volveremos a ver prácticamente calcadas en León y Castilla: la hidalguía como sentimiento de ser, no sólo "hijo de sus obras", hijo de algo, sino más bien como ser hijo de alguien, senti­miento de clan que se extiende más allá de la propia persona para al­canzar a ascendientes y descendien­tes, laterales y colaterales, cónyuges y criados e incluso animales y cosas. Este sentimiento de pertenecer a un tronco común al que pertenecen los que por línea paterna llevan el mis­mo gentilicio, comporta entre los castellanoleoneses, como entre los godos, una serie de obligaciones y modelos de conducta que llevan a ese orgullo y soberbia castellanos: venganzas, desafíos, odios que dura­ban generaciones enteras, enemista­des familiares convertidas en verda­deras guerras de bandería, tan típi­cas en nuestra historia y reflejadas de modo harto elocuente en el Ro­mancero y los Cantares de gesta (La Afrenta de Corpes, Bernardo de Car­pio, Los Siete Infantes de Lara, etc.)».

«Junto a los vínculos de sangre, los vínculos de fidelidad. En virtud de ellos una persona, voluntariamen­te, pasaba a depender de otra, de la que recibía protección en caso de necesidad, a cambio de prestarle un juramento de fidelidad que le obliga, sin perder por ello su condición de hombre libre, a seguirle y a luchar a sus órdenes, recibiendo manutención y ropa. De esta forma los visigodos poderosos se veían rodeados de gru­pos de fideles que recibían el nombre germánico de gefolge o gesiende. He aquí otra costumbre seguida por los castellanos y de la cual tantos y tan­tos ejemplos tenemos en nuestra his­toria. ¿Qué otra cosa eran las mes­nadas de los condes de Castilla, le­vantadas por todos los infanzones que les debían lealtad? Precisamente la palabra mesnada significa "los que comen pan en la mesa de su se­ñor"».


«El órgano esencial de la vida política de los visigodos era la asam­blea de hombres libres capaces de combatir (Thing o Ding); esta asam­blea tenía poder judicial y en su seno se debatían todos los problemas im­portantes de la comunidad y a ella tenían acceso las mujeres en repre­sentación de sus maridos, padres o hijos muertos o ausentes ¿No es esto antecedente exacto de los célebres "concejos abiertos" de la Castilla condal?». Acerca de la asamblea ju­dicial rural asturleonesa escribe Sán­chez Albornoz (1978, 77-78): «¿Contribuyeron a su formación la asamblea germánica y el conventus publicus vicinorum (propio de la Hispania visigoda)? (...) creo haber demostrado que los iudices hispano­godos se hallaban asistidos por audi­tores o jurados, siguiendo probable­mente la tradición germánica; y no es aventurado suponer que en la zo­na donde los godos se asentaron ma­sivamente, con otras muchas tradi­ciones visigodas perduraría la cos­tumbre de congregarse para resolver sus problemas judiciales menores (...) los emigrantes habrían llevado estas prácticas al norte en el siglo VIII y los repobladores las habrían luego llevado al valle del Duero» y más adelante «Las leyes leonesas presentan a los ciudadanos de León, pertenecientes a la nueva clase de los hombres libres que estudiamos, admitidos a pruebas judiciales de abolengo germánico y les otorgan derecho de venganza, en la España cristiana probablemente de origen visigodo. Y es precisamente en los fueros otorgados a los municipios en lo que se agruparon los hijos y los nietos de los pequeños propietarios libres asturleoneses donde Ficker e Hinojosa han encontrado huellas más claras del derecho germánico en España. Será por ello aventurado negar que entre los boni homines que la repoblación creó en el reino leonés figuraron muchas familias de sangre gótica» y «Muchos textos nos demuestran en efecto que en el con­cilium y ante los boni homines se hacían las donaciones y las conpra­ventas, se nombraban los ejecutores al uso germánico y se acordaba todo género de contratos» (Sánchez Al­bornoz 1978, 77-78; 174 y 181-182). En este ámbito del derecho los godos populares de la meseta practicaron lo que luego sería llamado por los cas­tellanos fuero de albedrío o derecho consuetudinario, interpretado por un juez popular o mejor dicho dos: los guzmans (literalmente los "hombres buenos") y "hombres buenos" llama­rían luego los castellanos a sus jue­ces (los célebres "bisjueces"). Los usos jurídicos germánicos que apare­cen en Castilla, repudiados por el Fuero Juzgo, una compilación esen­cialmente de derecho romano, eran, entre otros, la responsabilidad penal colectiva, extendida a los parientes o conciudadanos del ofensor; la ven­ganza privada, la prenda extrajudicial y otras formas de tomarse la justicia por sí mismo, sustrayéndola a la au­toridad pública; el duelo judicial; los compurgadores o conjuradores que acompañaban a quien debía justifi­carse mediante juramento y juraban con éste no siendo necesario el cono­cimiento el hecho objeto de tal justi­ficación etc. Estos usos no aparecen sólo en la Castilla condal sino en la totalidad del Reino leonés.

Pero sigamos a Antonio Hernán­dez en su comparación de ambas so­ciedades: «En cuanto a la vida fami­liar, los visigodos eran celosísimos guardianes del honor conyugal, no circunscrito solamente a los dere­chos del varón sino a los de la mujer. No es necesario aportar prueba al­guna (la Historia habla) para com­probar la importancia y la gravedad de todos los asuntos relacionados con la fidelidad conyugal entre los castellanos de los primeros siglos; pundonor que, pasando por las Parti­das, con terribles penas para el adul­terio, llega hasta el siglo de Oro de la literatura de Castilla; recuérdese el ya proverbial "honor calderonia­no" que ha llegado hasta nuestros días. La severidad de las leyes visi­godas para defender la familia está bien patente: se imponía la pena de muerte por el uso o la entrega de drogas para causar el aborto. En cuanto a la aplicación del derecho de gentes, en el que Castilla y León destacarían por su humanismo, tene­mos antecedentes en las disposicio­nes del rey Wamba en su expedición a Septimania tras la rebelión del du­que Pablo, donde castigó severamen­te a los soldados culpables de sa­queo y ultrajes y ordenó circuncidar a los violadores de mujeres».

«Por contraste, los visigodos eran extraordinariamente tolerantes en materia religiosa. Pocos pueblos han merecido mejor el calificativo de tolerantes: un visigodo fue el que increpó a Gregorio de Tours, pro­bándole que era deber de cristianos tratar con respeto lo que para otros era objeto de veneración, incluso los ídolos de los gentiles. Mientras per­manecieron en el arrianismo jamás intentaron entrometerse en los asun­tos doctrinales católicos (..) Esta tolerancia es norma en todo el Reino de Castilla y León desde el siglo VIII al XIII, llegando incluso a titularse Alfonso VI y Alfonso VII como Em­peradores de las Tres Religiones».

«Por lo que respecta a la orga­nización social, los visigodos eran un pueblo de ganaderos y agriculto­res. Entre las clases populares del norte (la meseta), la propiedad pri­vada apenas estaba desarrollada, no así entre las clases altas que se asen­taban principalmente en la Corte de Toledo y que eran propietarias de grandes latifundios. De ahí vendría después la separación clasista (que no racial o nacional) entre leoneses y castellanos, latifundistas lo prime­ros y comunales los segundos, como veremos detalladamente más adelan­te, aunque descendientes de godos eran tanto unos como otros, en bue­na parte». En realidad, no podría hablarse en justicia de una frontera geográfica neta entre una Castilla popular y un León señorial: sólo ca­bría hablar de una mayor intensidad de la presencia de unas estructuras socioeconómicas o políticas determi­nadas en momentos y espacios deter­minados. Castilla conoció los señorí­os, laicos y eclesiásticos y León mu­chas comunidades con instituciones comunales. Basta ojear los trabajos, ya clásicos, de Sánchez Albornoz, Julio González, Julio Valdeón, Sal­vador de Moxó, Emilio Mitre y tan­tos otros.

«La unidad económica de habi­tación era la aldea o marca cuyos miembros poseían colectivamente el ganado y las tierras, los cuales se sorteaban periódicamente entre los miembros de la marca para su apro­vechamiento particular; sólo la casa y el huerto situado alrededor de ella eran propiedad privada y enajenable de cada uno. Los pastos, los montes y los bosques eran propiedad comu­nal (Allmende) y de aprovechamien­to colectivo. También las faenas agrícolas se realizaban colectiva­mente ¿Cabe encontrar algo más parecido al sistema que luego des­arrollarían los primitivos castellanos al comienzo de la Reconquista?». Sánchez Albornoz (1978, 167-72) sostiene que estos sistemas comuna­les de trabajo tienen su origen en el «sistema germano de explotación coactiva de los campos de labor y de aprovechamiento colectivo de la All­mende», aludiendo a su pervivencia en algunos lugares de Castilla (Comarca de Riaño o Zamora) en el siglo XIX.

«En el orden económico, los visigodos aportaron notables mejo­ras en la agricultura y la ganadería en los lugares en los que se estable­cieron, como por ejemplo la intro­ducción de la alcachofa, desconoci­da en la Hispania romana y que ellos trajeron consigo; el cultivo del man­zano para al fabricación de sidra, la explotación intensiva del trigo y, por último, la mejora y aumento de la cabaña ganadera, que floreció a partir del siglo V. Se desarrolló mu­chísimo, en efecto, la ganadería la­nar (tan importante en la economía de la primitiva Castilla y herencia directa de la economía goda popu­lar), y nos consta el hecho de que ésta pasó a ser, precisamente en aquel momento, transhumante, aban­donando su antigua categoría esta­bulada, única en la Hispania roma­na. Fundamentalmente enfocada a la producción lanar mientras que la de cerda, que también alcanzó mucho más auge que durante el periodo ro­mano, lo estaba a la alimentación. Grandes rebaños transhumantes y cría doméstica de cerdos para con­sumo familiar: otra herencia que los castellano leoneses recogieron de sus abuelos visigodos. Dedicaron al ga­nado caballar una especial atención por su utilidad bélica ya que todo godo libre que pudiera mantener un caballo entraba a formar parte de los cuerpos montados: un clarísimo antecedente de lo que después en Castilla se llamará caballería villa­na».

Estos sencillos apuntes delinean, efectivamente, una transición sin so­lución de continuidad entre las co­munidades visigodas y el pueblo cas­tellanoleonés. Pero son más y de di­ferente orden los testimonios que encontramos de la presencia germá­nica. La arqueología nos habla de la pervivencia de estilos en artes meno­res, de la perpetuación de costumbres funerarias o de los estilos arquitectó­nicos: el ya mencionado arte asturia­no, las iglesias rupestres (aunque éste es un tema espinoso) o la posible da­tación posterior a la conquista musul­mana de algunas iglesias visigodas.

Por su parte, la diplomática documenta un gran predominio de la antroponimia germánica entre los castellanos y leoneses de los prime­ros siglos: alrededor del 50% de pa­tronímicos reflejados en documentos civiles, subiendo hasta el 90% en las clases altas, siendo harto sabido que sólo a personas de origen germánico se les daba un nombre de ese tipo, aunque los de origen latino, griego, etc., podían corresponder en muchos casos a germanos (son numerosos los documentos en los que se especifica que un godo con nombre germánico es conocido también por otro latino). Los documentos están firmados o mencionan a hombres de todas las clases sociales que se llaman Frede­nando, Godosteo, Soario, Ruderig, Sinderedus, Gundisalvus, Ulfilas, Ibbas, Uldila, Sisbert, Segga, Granis­ta, Wildigern, Liuva, Argimund, Fro­ga, Afrila, Guldimir, Ricimir, Akhila, Sintharius, Geila, Floresindus, Gu­discalcus, Ranosindus, Argebald, Gundefred, Eldigis, Wiliesind, Wal­demir, Recaulfo, Idulfo, Ervigio, Fa­vila, Fruela o a Alonso, Alvaro, Ber­mudo, Gonzalo, Guerra, Guardia, Ramiro Manrique... pero también a Ermenesinda, Elvira, Urraca, Matil­de, Benilde, Alodia, Berenguela, Brunequilda, Gasuinda, Ingundis, Goisvinda, Gosuinda, Hiduarens, Ringuntis, Ermenberga, Hildoara, Hilda, Liuvigoto, Teudigoto, Cixilo, Egilo, Ello, Elduara, Giselawara, Monnia, Ginta, Glarea, Adergoto, Anderquina, Guntroda, Flagina, Ar­gilo, Gutina... nombres visigodos de infanzones, campesinos, iudices o monjes.

Pero la documentación diplomáti­ca ofrece una información sobre la presencia visigoda en el origen de Castilla o León de tal magnitud que apenas podría describirse. Un botón de muestra: Los títulos de infanzonía que se concedían desde la corte de Oviedo a los descendientes de los filii primatum visigodos, condes de las ciudades o jefes de marcas o al­deas de Tierra de Campos, son, por ejemplo, muy numerosos en la Casti­lla condal. En tiempos de García Fer­nández unos 600. Siendo los infanzo­nes un grupo minoritario entre los godos podemos hacernos una idea de la importancia del elemento visigodo en la pequeña Castilla de ese mo­mento.

La toponimia nos ofrece una enorme cantidad de nombres de po­blaciones que denotan un origen eti­mológico gótico formados a partir de los términos burg, godo, guz o antro­pónimos germánicos. Hernández (1982, 59-60) proporciona más de un centenar distribuidos por el triángulo que forman las provincias de Santan­der, Salamanca y Soria. Frente a este número, por ejemplo, sólo son once, y circunscritas, salvo dos excepcio­nes, a los rincones nororientales de las provincias de Burgos y Palencia, las poblaciones que por su nombre delatan el origen vascón de sus repo­bladores. No obstante, la toponimia y la antroponimia documentan la pre­sencia de cierto numero de elementos vasco-navarros ( esencialmente nava­rros) en la Extremadura castellano­leonesa (grosso modo las tierras al sur del Duero hasta las sierras) con­centrados especialmente en la pro­vincia de Ávila. Vease por ejemplo Villar (1986, 103-116). Sin embargo, su numero es en verdad pequeño, y en él se incluyen ademas los de ori­gen riojano, resultando discutible la adscripción vascona de algunos de ellos.

En otro campo Hernández nos proporciona una interesante indica­ción relativa a las danzas de espadas o del paloteo, muy comunes en las tierras castellanas, especialmente en la septentrionales, y que para etnólo­gos alemanes (Hernández 1982, 65­66 y notas 16, 17 y 18) serían danzas germánicas de carácter guerrero, idénticas a las que aun se conservan en las islas de Frisia y de Islandia y cuya preservación entre las comuni­dades rurales visigodas y castellano­leonesas es lógica por razones socia­les y culturales y que resulta imposi­ble por razones de la misma naturale­za que fueran patrimonio de los pue­blos célticos del norte peninsular.

Pero uno de los elementos cultu­rales en los que se hace más visible la huella germánica es en la épica. Los cantares de gesta son, en verdad, cánticos guerreros y leyendas tradi­cionales góticas. Se sabe que se can­taban ya en el siglo IX. Cantos heroi­cos tradicionales pertenecientes a un pueblo nuevo. En realidad, cantos tradicionales pertenecientes a un pueblo antiguo, el godo, que perdura en sus descendientes biológicos cas­tellanos y leoneses. Estos cantos na­rran las hazañas de los héroes anti­guos y de los presentes. Se recuerdan los antiguos: los Carmina Maiorum de los que habla San Isidoro (Menéndez Pidal 1969, 26-27) y se componen otros siguiendo patrones semejantes. Escribe Menéndez Pidal (1974, 19 y ss.) «...conviene suponer para la épica castellana esos mismos orígenes germánicos (que la épica francesa) (...) Tácito nos habla de antiguos cantos de los germanos que servían de historia y de anales al pueblo, y nos indica dos asuntos de ellos: unos celebran los orígenes de la raza germánica, procedente del dios Tuistón y de su hijo Mann (esto es una epopeya etnogónica); otros cantaban a Arminio, el libertador de la Germania en tiempos de Tiberio (una epopeya enteramente histórica). Más tarde, el uso de estos cantos narrativos está atestiguado respecto a varias de las razas germánicas que se establecieron en territorio del Im­perio romano: lombardos, anglosa­jones, borgoñones y francos. Por lo que hace a los establecidos en Espa­ña, la existencia de estos cantos está afirmada por testimonios diversos (...) En apoyo de este presumible en­tronque de la epopeya castellana con las leyendas de la edad visigoda, no­taremos que la sociedad misma re­tratada en esa epopeya tiene un ca­rácter fuertemente germánico que enlaza a su vez son las instituciones y costumbres de los visigodos, reto­ñadas en los reinos medievales. En la épica castellana el rey o señor, antes de tomar una resolución con­sulta a sus vasallos, clara manifesta­ción del individualismo germánico. El duelo de los dos campeones reve­la el juicio de Dios, y se acude a él tanto para decidir una guerra entre dos ejércitos como para juzgar sobre la culpabilidad de un acusado. El caballero, en ocasiones, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre propio que la distin­gue de las demás. Se cortan las fal­das de la prostituta como pena infa­mante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagra­do de una iglesia. Y así otros muchos usos. Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más significativas cos­tumbres germánicas se constituyen como el espíritu mismo de la epope­ya». Y a lo largo de varias páginas deliciosas Menéndez Pidal señala la presencia en la epopeya castellana todos los rasgos psicológicos y socia­les que Tácito hace propios de los hombres del Norte: embriaguez, su­ciedad o pereza, pero también inde­pendencia indomable, castidad y fi­delidad; su sistema de congregar la hueste o el ardor belicoso en presen­cia de la mujer; los consejos de los hombres de armas y el gusto por lle­gar tarde; la venganza obligatoria para todos los parientes y la inexis­tencia de perdón para el adulterio: El acto ritual infamante de desnudar a la mujer adúltera en público que Tácito describe, resuena en los versos del romancero: «Yo te cortaré las faldas por vergonzoso lugar /por cima de las rodillas un palmo y mucho más». Una valoración reciente de las ideas de Menéndez Pidal sobre el origen de la épica castellana puede verse en Millet (1998 11-28).

Pero otra aproximación al mun­do de la épica nos puede revelar otros aspectos para muchos quizá inesperados. Ana Ma Jiménez Garni­ca llama la atención en su introduc­ción a la traducción del Cantar de Valtario de Luis Alberto de Cuenca (Madrid 1998), poema muy relacio­nado con el castellano de Gaiferos, sobre la coexistencia de dos mundos en conflicto en el poema, el pagano y el cristiano. Valores de ambos mun­dos se contraponen y algunos de los protagonistas aparecen caracteriza­dos con los rasgos definitorios de los grandes dioses del panteón germáni­co (Wotan Tiwaz..) Pero lo más no­table sería, según Jiménez Garnica que «...bajo el aparente carácter profano de Waltharius, la atención se centra en el héroe y en su conflic­tivo proceso interno de espirituali­dad, lo que es rasgo común a la épi­ca germánica y causa de su específi­co carácter trágico y fatalista (...) para regresar a su patria tiene que superar una serie de disciplinas psi­cológicas y físicas que le capacita­rán como futuro monarca». Además, Waltharius parece reunir en su perso­na una «síntesis trifuncional»: tras la batalla ejecuta actos rituales germá­nicos a divinidades correspondientes a los tres ámbitos funcionales. En definitiva, estamos ante una poesía que en palabras de Menéndez Pidal (1974, 28) tuvo «que nacer entre los descendientes de los germanos esta­blecidos en España, los que ocuparon aquellos Campos Góticos, en cuyo límite oriental surgen las pri­meras manifestaciones épicas cono­cidas» y que, mostrando un mundo de valores germánicos, fueron quizás el refugio de una sabiduría que ape­nas podía transmitirse por otros me­dios.

Pero la herencia germánica en Castilla no se agota en los campos que hemos mencionado hasta ahora. La etnología, la antropología social, que documentan la pervivencia en el folclore y los usos sociales de ritos y costumbres de raigambre germánica, y sobre todo la lingüística son cam­pos que no hemos abordado (salvo la mención a danzas o topónimos y an­tropónimos), dado que esperamos tratarlos, junto a un análisis detallado del derecho consuetudinario germá­nico, en un próximo trabajo.
Con todo, nuestro objetivo ha sido únicamente llamar la atención no sólo sobre lo inmenso de la huella germánica en nuestro pueblo, sino sobre todo, como alguien ha escrito ya, sobre el germanismo como «alcaloide de lo castellano», como eje, como Irminsul, alrededor del cual se despliega en todas direccio­nes aquello que sólo cabe definir con su propio nombre: Castilla.

Olegario de la Eras

Notas:

1.Poema de Mio Cid, Introduc­ción y notas de Ángeles Cardona de Gibert y Joaquim Rafel Fontanals y versión modernizada de Maria Juana Ribas, 128 edición, Barcelona 1982, pp. 288, versos 2020-2022.
2. No obstante, es preciso señalar que en los últimos decenios se ha revisado el conjunto de necrópolis atribuidas a los visigodos, eliminán­dose un cierto número de ellas, ya que se ha establecido su carácter tar­dorromano y su cronología anterior al asentamiento de los germanos, las cuales presentan un ajuar militarizan­te pero no son atribuibles en ningún caso a los visigodos (García Moreno 1989, 79). No sabemos en qué medi­da este hecho podría afectar a los porcentajes que ofrece Varela, en todo caso es posible que de aquí sur­giera un aumento proporcional del tipo nórdico aunque por ahora no es posible afirmar nada con seguridad.

Referencias

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Un apunte sobre el nacionalismo castellano (Olegario de las Heras. Tierra y Pueblo nº 1 , Valencia 2003

Interesantes consideraciones acerca de lo castellano desde un punto de vista europeo, con una insuficiente consideración de la noción de federación en su sentido originario y tradicional -o acaso confereración - y su incompatibilidad con el concepto moderno de nación. Referencia tangencial dela autor a la noción de máximo autogobierno regional en palmaria contradicción por otra parte con su consideración cuasi-vergonzante de una suficientemente conocida Gran Castilla donde Zamora es una parte de Castilla (vease su artículo la presencia germánica en Castilla); curioso planteamiento en donde un posible planteamiento desde una perspectiva leonesa de autogobierno y federación a la vez es excluido de entrada.




UN APUNTE SOBRE EL NACIONALISMO CASTELLANO

Olegario de las Heras

Tierra y Pueblo nº1

Valencia, enero 2003



Pocos testimonios son tan gráfi­cos acerca de la problemática nacio­nal castellana como que el mismo programa electoral del principal gru­po nacionalista castellano (Tierra Comunera - PNC) comience con una frase como esta: «Castilla como na­ción es una realidad difícil de definir, tanto desde un punto de vista geográ­fico, como histórico o político». En efecto, es difícil encontrar otro ejem­plo en el que la controversia sobre todos y cada uno de los elementos que definen la especificidad de una nación sea tan áspera, tan enconada y presente unas posiciones tan radical­mente opuestas; no es fácil hallar otro caso, en el cual parte de los inte­grantes de ese pueblo no quieran ser­lo, parte no sepan que lo integran, parte les niegue al resto su pertenen­cia a él y al grupo restante le dé exactamente lo mismo el ser parte integrante de él como el no serlo. No obstante, no se trata únicamente de que la percepción que los castellanos de hoy tienen de su propia nación dificulte la articulación de una alter­nativa política «castellanista», sino que el mismo devenir histórico de Castilla, en su tremenda compleji­dad, que la hizo crecer desde los pe­queños núcleos septentrionales hasta el Imperio mundial, para después volver a verla replegarse sobre sí misma, no ha facilitado la vertebra­ción de una conciencia nacional. Más bien todo lo contrario. Estando así las cosas creemos que..., y en este momento del escrito debería comen­zar la consabida exposición de argu­mentos de naturaleza histórica, étni­ca, sociopolítica, económica, psico­lógica... que justificarían la particular concepción de Castilla del abajo fir­mante y que junto a un poco de victi­mismo, un poco de comuneros y al­guna llamada a las inversiones, pú­blicas o privadas, y a la solidaridad, sin precisar muy bien de quien y con quien, constituyen el esquema de la mayoría de los trabajos que sobre el hecho nacional castellano hemos leí­do en los últimos veinte años. Y, créanme, ya van siendo unos cuan­os. Y no han variado nada. Claro que la realidad cotidiana de Castilla sí que ha variado. A peor. Por su­puesto. Con lo que ¡Hala! ¡Venga! más victimismo, más comuneros y más peticiones de inversión... ¡Viva Padilla!

Sin embargo, los castellanos no podemos olvidar que nuestros problemas actuales (muchos y de muy variados órdenes, no estamos para bromas), que compartimos con la mayoría de pueblos europeos, sólo pueden afrontarse desde una posición política de poder. Y desde al menos el siglo XIX la mayoría de los esta­dos-nación europeos no han sido en­tes políticos soberanos. Y en la ac­tualidad Castilla (o Murcia o Catalu­ña) no es sino una sub-región de un territorio administrativo de tamaño medio (conocido como «España») que forma parte de un enano político llamado «Unión Europea». Y lo de­más son historias. O concebir la Polí­tica como un medio para ganarse un sueldo como concejal o como diputa­do, lo que por otra parte, en fin, constituye una aspiración tan legíti­ma como cualquier otra. Pero que nadie nos insulte la poca inteligencia que puedan atesorar nuestras ya esca­sas neuronas (los años y el Valdepe­ñas son implacables) pretendiendo que con los poderes de que disponen Valladolid, Toledo, Logroño o San­tander (o Madrid en cualquiera de sus gobiernos) por mucho que se re­orientasen sus objetivos, se iba a in­cidir en las raíces de los problemas que nos afectan a todos los europeos y que tienen su origen en la actual situación de sometimiento político de nuestro continente. Y hablamos, por ejemplo, del orden económico de libre mercado, del control de los sis­temas económicos por parte de las corporaciones financieras, del con­trol político-militar de los cinco con­tinentes por parte de una única super­potencia, de los procesos encamina­dos a la homogeneización étnica y cultural de todos los pueblos de la Tierra y la patética destrucción de este martirizado planeta o... de nuesra recesión demográfica, de la deso­ladora situación de nuestra econo­mía, nuestra educación o de nuestro profundo desconocimiento de quie­nes somos, de nuestra cultura, nues­tra tradición, en definitiva de nuestra personalidad étnica y de la constante agresión de la que es objeto desde los más variados frentes... Y esto vale, en su enfoque particular, para cual­quiera de las etnias de Europa... Pero que no se nos malinterprete: no nega­mos la necesidad de luchar en todas y cada una de las trincheras que pue­dan excavarse en el más pequeño pueblo de Zamora o en Madrid. Lo que no podemos aceptar es que el objetivo final de la acción «política» se reduzca a una especie de «regeneracionismo progresista o con­servador», más o menos «regionalista» o «nacionalista», que se fundamente en el baboso discurso de valores dominantes. Lo que se pueda conseguir en Ciudad Real se puede perder en Cottbus, en Craco­via o en Siena. « L'Europe se fédére­ra ou elle se dévorera, ou elle sera dévorée». Drieu La Rochelle estaba en lo cierto en 1922 y lo sigue estan­do hoy.

Que los estados-nación de es­tructura centralizada son algo com­pletamente desfasado con relación a la realidad geopolítica que vivimos es de Perogrullo. Que los nacionalis­mos étnicos (o identitarios o carnales o regionales o como diablos se los quiera denominar) deben redimensio­narse y encontrar su enmarque en una estructura política de carácter europeo es de cajón. Que sea en es­tos marcos, más homogéneos y más adecuados por sus dimensiones, don­de, si así se decide, los miembros de cada comunidad popular puedan des­arrollar sus actividades políticas, en coherencia con nuestras tradiciones concejiles: asambleas populares, concejos abiertos, curias (del indoeu­ropeo *kowiriya: reunión de hom­bres, no estamos pensando en conci­lios de sotanas sino en aquellos co­mitia curata en el Campo de Marte), Allthing o eklesías helénicas, y que estos marcos ejerzan un derecho de autogobierno tan amplio como la co­hesión de la estructura política euro­pea lo permita, es algo que a estas alturas debería caer por su propio peso. Debemos tener absolutamente claro que sólo desde la soberanía real que proporcionaría un bloque europeo, verdaderamente independien de cualquier otra potencia del planeta, un gobierno castellano podría hacer frente de verdad a la, seamos tópicos pero lamentablemente es así, secular postración de nuestro pueblo ¿Que una Europa confederada de patrias carnales sólo es una utopía ? .Pues más vale que empecemos a lu char ya por esa utopía. Porque no existe otra alternativa y porque no lo exige la memoria de aquellos pecheros e hidalgos castellanos caídos en Villalar.



Olegario de la Eras,