AVILA
Nos vamos acercando a Ávila al amanecer; viajan conmigo muchos arrieros y labradores; todos hemos bebido en nuestras botas y nos hemos ofrecido mutuamente la comida, cortando con nuestras navajas grandes trozos de tortilla bien empedrada de chorizo y un hermoso queso manchego, al que hemos dado fin. Como la comida ha sido fuerte, no estamos para ver visiones, y aunque llegamos ya a las puertas de Ávila, a ninguno de los que viajamos en este destartalado vagón se ha presentado el espíritu de Teresa de Jesús. A ninguno de estos patanes que dicen tan buenas cosas y que discurren mejor que los académicos de la lengua, que nunca discurren nada; esos eruditos que ven flotar el alma de la Santa por la noble y silenciosa ciudad de Ávila, que tiene los mejores y más sanos aires del mundo para ser regalo de los ojos de todo el que sepa sentir y ver.
Después de lavarme la cara en una fuente, subo por la carretera en cuesta; caminan los labriegos envueltos en sus bufandas; son tipos delgadas que van algo encorvados y cabizbajos; levantan sus borceguíes nubecillas de polvo de la carretera.
Algún galgo, viéndosele todos los huesos de su cuerpo sarnoso, nos mira un momento muy triste y corre, con el trote parecido al de un caballo, por dirección contraria a la que caminamos; bajan las yuntas de mulas arrastrando los arados por la carretera polvorienta. Las primeras casas del pueblo son muy rústicas; tienen las fachadas de piedras todas desiguales y en pico, con una puerta muy grande; establos convertidos en tabernas; a la puerta hay un grupo de campesinos con gramil.. zajones de cuero, sombrerones con las alas caídas, adornado con dos borlas, embozados en sus mantas a grandes cuadres y unos cuantos con montera de pellejo. En un establo cuelga de la puerta una bacía; dentro, el barbero corta el pelo 5 afeita a unos parroquianos que esperan turno, con sus cayados y varas en la mano; mientras tanto beben vino y almuerzan. Entre estas míseras casas se ven las mansiones fortificadas de nobles castellanos con escudos y pilastras, puertas y medios puntos góticos llenos de estatuas de piedra, descabezadas por las pedreas de los chicos del pueblo; en algunos escudos vemos dos manos de guerreros cruzadas, con puñales; en la leyenda dice:
«Antes morir que manchar mi sangre»
Estas antiguas casa-fuertes abundan mucho, llenase de rejas y de bolas grandes de piedra; sus arcos de puertas y ventanas, que están cegados y tapiados por pedruscos, en cuya junturas ha crecido la hierba y corren lagartijas, denotan que no conservan más que las fachadas, y por dentro todo es ruina. Lo mismo pasa en los viejos y abandonados palacios de los obispos: el viento huracanado que sopla hoy se cuela por los muros, y silba entre los canalones y ojos de las veletas, y hace disminuir y oscilar la luz de las bombillas eléctricas del alumbrado público, que a esta hora aún está encendido.
Pasamos por la plaza del Alcázar, toda rodeada por las murallas; hay aquí unas casas ancianas, con muchos escudos y rejas, convertidas en paradores.
A la puerta hay grandes carros y galeras llenos de cofres y talegos. También hay varias tiendas de vidrieros, tintorerías y alguna confitería; en un gran armario, a la entrada, se ven las colinetas y pasteles. Al lado, una sastrería; en el escaparate tiene una muestra con unos señores muy pequeños, unos con chisteras, sombreros hongos y flexibles; todos estos muñecos están muy derechos y sacando el pecho, como dándoselas de fuertes; los que van a cuerpo, con los guantes y el bastón en la mano; otros llevan capa, abrigos y macferlán; todos están en fila y parecen hablar unos con otros, como si estuvieran de paseo, con movimientos muy petulantes de brazos y manos.
En medio de esta plaza hay una fuente de piedra, de un estilo bárbaro y barroco, pero que es un verdadero monumento. nune una torre alta como un obelisco, rematada por una piña; su pedestal tiene unos salientes afilados, como los de un monte calvario, todo tallado con gran dureza en la piedra, que ha tomado un color amarillento y noble.
A los lados de la torre hay dos bichos monstruosos y fantásticos, que miran a uno y otro lado de la plaza, muy risueños, con las bocas abiertas y los ojos como huevos, y tan joviales, que parece que se burlan de todo el que los mira; tienen con las garras, cogidos por la cola, a dos animales con cara de lagarto y gesto de persona, que están como aplastados, y asoman las cabezas por varias vueltas y retorcimientos: de su cuerpo, declarándose vencidos; vista por detrás, las traseras con sus largos rabos de los bichos vencedores, tiene la gracia de los perros cuando se sientan de culo. Las mujeres ponen a los caños de esta fuente una fila de cántaros y botijos negros.
Al salir de esta plaza bajamos por la Puerta de San Vicente, por el arco que forma entre los dos murallones almenados; se ven grandes nubarrones que navegan por el cielo, empujados por el viento, que corta como un cuchillo.
Por el Puente Viejo vienen, camino del mercado, guiadas por los pastores de la Serranía, las manadas de borregos, gordos y altos, con sus cuernos grandes y retorcidos; los más viejos caminan los primeros; siguen otros más pequeños y de nacientes cuernos, que van balando; las recuas de mulas, con las ancas esquiladas, con muchos dibujos', como las rayas y adornos de los quesos manchegos, y las piaras de cerdos, gruñendo, indisciplinados y rebeldes; muchas veces se paran a escarbar en los montones de basura, hociqueando y dando resoplidos; pronto la vara del que los conduce les hace salir, corriendo y gruñendo, rabiosos a seguir a sus compañeros; detrás vienen las largas hileras de barbudas cabras con el campano al cuello; no miran más que adelante, y no reparan en obstáculos; cuando tropiezan con nuestras, piernas, sus cuernos nos hacen apartar; han recorrido tantos pueblos que miran las carreteras como cosa propia. La calle de San Segundo está llena de pequeñas casas, pegadas a la muralla, hasta llegar al sitio donde está emplazada la ¡Catedral. Parece ésta un castillo de esos que se hacen con trozos de pizarra que venden en las cajas de construcciones para jugar los niños.
Con su altísima torre y algunos calados labrados en la piedra, dos pequeñas capillas, que encierran sus campanas; debajo el reloj; pegada a sus otros dos cuerpos y como hechos de una sola pieza, en el del centro está el pórtico en forma de arco, lleno de estatuas de obispos, mutilados por las pedradas; en dos pedestales están, como de guardianes, dos leones grotescos con todo el cuerpo lleno de picos; tienen unas argollas en la boca y están sujetas de unas cadenas a los muros de la entrada antigua, y es lo que le da más belleza a esta Catedral; un arquitecto académico diría que es lo que le afeaba más, y que habría que quitarlos. En el otro cuerpo, sus ventanas están tapiadas, y asoma la piedra, falta de argamasa, y desiguales los sillares; su tejado es como el de una ermita pobre, con un sobrado donde suben las antigüedades los curas; este tejado está lleno de nidos, y a las cigüeñas se las ve desde ls calle asomadas. El ábside de esta Catedral es un torreón guerrero, fortaleza almenada que da a las murallas.
EL MERCADO
SE celebra en una plaza grande, con casas pintadas de amarillo, rosa o azules, todas con las fachadas anchas y pocas ventanas y balcones; debajo de éstos se ven arrimadas las escaleras para encenderlos anochecido; también tienen clavado a la pared un madero con argollas para atar el ganado; estas casas, todas desproporcionadas, con cimientos de piedra hasta el primer piso; otras descansan en gruesas columnas de granito, donde se ven apoyados los lecheros con sus zajones de piel llenos de costuras y aculatadas como el de los pellejos de aceite; llevan en las manos grandes garrafones con manchones negros y aporreados por los golpes; atados de su asa cuelgan los vasos de latón para servir la leche.
El medio de la plaza estaba lleno de bueyes, mulas y distintos ganados; sus dueños, sentados en el suelo, comían con las tortillas y los pucheros sobre los pañuelos de hierba; algún viejo fuerte subía los codos a la altura de la boca y se echaba un trago de vino de la bota; los sacos que hay tirados en el suelo se ven llenos de legumbres, patatas y frutas; las mujeres, con las cestas al brazo, se aprovisionan de mercancías; sus pies los llevan calzados con albarcas de correas, y se las ven mucho las piernas por ser sus faldas tan cortas; sus justillos (le terciopelo, los muchos refajos verdes, encarnados y amarillos, las ensancha mucho y las hace aparecer más voluminosas do lo que son, sobre todo a las ancianas, que están en los huesos y que todo son bayetas. Los pastores, con medias azules, ceñidas con correas las piernas que suben de sus calzados, son hombres avellanados y enjutos, con perneras de piel de oveja y con el cayado en la mano.
Los viejos labradores, con recios chaquetones de estambre que recorta el blanco del cuello de la camisa, y los pantalones unidos al peto de cuero, embozados en sus mantas; debajo sobresale el bulto duro de sus alforjas como una gran joroba; su ancho sombrero, caída el ala por la nuca, y el pantalón corto ajustado donde brillan los botones; las piernas embutidas en sus medias y muy apretadas las botas de color de barro, con la suela gorda, llena de clavos y tan duras como los guijarros de la plaza; van a buscar sus borricos o a montarse en sus caballos con las sillas de tripa como las encuadernaciones de los libros antiguos; la cola de su larga capa cae tapando el trasero del caballo.
En las tiendas de comestibles de esta plaza hay barriles de pescado escabechado, y en las tablas hay montones de truchas del río Tormes; sobre los pellejos de vino está caído un gran embudo, cuya figura rara y original nos atrae y nos hace parar; los pobres que vienen de los pueblos pasan entre los feriantes con el sombrero en la mano, pidiendo algo de comer, y vemos alguna vieja con los pies descalzos y una manta amarilla y raída por encima de su cabeza que no se atreve a alargar la mano pidiendo una limosna.
LAS SOLITARIAS DE AVILA
ENTRO en una botica a comprar un sello para el dolor de cabeza; en una mesa vi un gran tarro lleno de solitarias; todas parecían estar rabiosas, y alguna tan enroscada y furiosa que parecía comerse la cola; otra parecía morder a la de al lado, todas con caras distintas y terribles; algunas tienen dos cabezas; estas solitarias eran blancas y muy lavadas, con cintas largas y anillosas; estaban en el fondo del alcohol como aplastadas; algunas salían y asomaban el cuello fuera de la superficie del líquido, como si quisieran volver a la vida; otras, descabezadas; las más rebeldes habían dejado la cabeza y parte de su cuerpo en el vientre de sus dueños, que las alimentó y llevó consigo tanto tiempo. El dueño de la botica, con su batín y un gorro del que colgaba una borlita, las miraba con cariño porque él las había catalogado y puesto las etiquetas en los frascos: «Solitaria del gobernador de Avila», la del obispo; la del canónigo don Pedro Carrasco estaba gorda y era tan larga y bien alimentada que llenaba casi el frasco; al lado había una amarilla y delgada de no comer, que parecía quejarse y querer protestar de su mala vida pasada; era la del maestro de escuela del pueblo, don Juan Espada; otra, como si le hubiera entrado la ictericia, tenía la cara con la boca abierta hundida junto al pecho y tenía un color verdoso; era del jefe de la Adoración Nocturna, don Peláez; otra era todo ojos, y la más rabiosa pertenecía a doña María del Olvido, dama noble, comendadora y provisora del ropero de los pobres. El boticario tenía un lobanillo detrás de una oreja y se había dejado crecer un largo mechón de pelos para taparlo; pero el lobanillo salía fuera descarado y carnoso como la pelleja de un pollo desplumado. Cuando estaba más distraído en esta botica, viendo los tarros de las medicinas, sentí unas uñas que se clavaban en mis pantalones y un gato empezó a darme de cabezadas en las piernas; debía estar muy hambriento.
LA ERMITA DEL CRISTO DE LAS EMBARAZADAS
EN el pórtico de esta ermita estaba tallada, en la piedra, en el arco, la ciudad de Ávila, encerrada en sus murallas; en primer término se veía el monte Calvario y una cruz que subía al cielo; en el fondo de tormenta se destacaba en sus dos brazos el sol y la luna con cara humana.
Dentro de la ermita, al lado de la pila de agua bendita, había pintado un reloj de sol; todas las horas giraban alrededor de una calavera; en su esfera tenía esta inscripción:
«YO VENGO A TODAS HORAS Y NO SEÑALO NINGUNA»
En medio de la iglesia, sobre un túmulo con cuatro calaveras amarillas cruzadas de tibias pintadas en el paño, estaba un ataúd rodeado de un hachero con cirios apagados, y en el suelo, un cubo de bronce con un hisopo; al lado, una mesa de forma de artesa con la cubierta de cinc como las que se ven en los cementerios para colocar la caja y abrirla en caso que los de la familia quieran ver al muerto por última vez antes de enterrarle; estos atributos de la muerte no me chocaron, pues pegado a esta ermita está el cementerio y ésta es su capilla
En el altar mayor está clavado, un Cristo muy tosco y de mucho peso. Debajo de sus brazos, como descoyuntados, tenía unos grandes hierros que le servían de sostén y estaban clavados al grueso madero de la cruz; sus piernas, como tronchadas, estaban llenas de sangre; tenían sus caderas movimiento; en su vientre hinchado, como de estar bailando a pesar del boquete de su costado, por el que corría un río de sangre. Este Cristo estaba rodeado de ex votos: pechos de mujer, vientres hinchados y niños muy pequeños de cera y muchos cuadritos con quintillas dedicadas por las mujeres embarazadas.
Al pie de este Cristo había una mujer rezándole, con una tripa que le llegaba a la boca, y un viejo con una calva muy roja tostada por el sol, de rodillas y con los brazos en cruz.
Muchas mujeres entraban con alpargatas; después de besar muchas veces el suelo y de mojar con agua bendita los pies y las rodillas del Cristo, empezaban a gemir y suspirar y quedaban sentadas de culo en las baldosas de piedra; otras se arrastraban de rodillas, colocando una vela en un hachero; todas estas mujeres estaban encinta. En otros altares se veían cabezas de mártires, de madera, colocadas en sus bandejas; tenían la boca muy abierta, cubierta, como las vértebras de su cuello, de sangre; en los retablos se veían varias tallas barrocas de Vírgenes, del siglo xv; éstas tenían las caras anchas, de torta, y las coronas con unos picos como los de un castillo, tenían algo de guerrero; sobre todo las de piedra, eran tan amazacotadas que recordaban a una fortaleza; sujetaban con los dedos largos a un Niño Jesús sentado en sus rodillas, que parecía querer escaparse, con un sombrero algo torcido que le daba un aspecto de pillo. Todas estas Vírgenes tenían un aire muy burlón y parecía que se reían, con los ojos rasgados y abultados en forma de almendra. Todas estas figuras tenían magníficos dorados y colores.
En una esquina de la ermita había un púlpito muy rústico de palo; un cura, con el sombrero muy anticuado de forma de teja y la sotana llena de lamparones, paseaba por la iglesia con las manos a la espalda; llevaba en sus botas grandes espuelas de rueda, pues vivía lejos, y todos los días venia montado en un caballo viejo que tenía atado en la puerta de la ermita; la portera de ésta, al salir, me dijo que el Cristo que había visto lo más raro que tenía era el vientre, y que por eso lo tenía tapado con un lienzo; decía que era muy triste y que daba ganas de llorar en viéndolo; era de piel humana y tenía pelo y que era como el de un hombre.
Me fijé en aquella mujer que tenía en las manos las llaves de la capilla, y vi también que tenía un vientre muy abultado y que estaba embarazada.
LA CASA DE SANTA TERESA
EN el convento de Carmelitas Descalzos hay una habitación dedicada a los recuerdos de Teresa de Jesús. Son éstos relicarios de plata, en los que pude ver un dedo repugnante, rodeado de cabellos de la Santa, unas disciplinas, ya muy apolilladas por el tiempo, y una cosa que me dijeron que era el corazón y que pude ver a través de un cristal, y un pie negro y amojamado que parecía de momia. Lo que ponía un sello de poesía era el jardín de al lado; un jardín conventual y abandonado en que la Santa se distraía, en los ratos de ocio, en cavar la tierra y plantar flores.
En el pueblo de Alba de Tormes también pude ver la cama en que dormía: era muy ancha y de madera, con almohadas y sábanas; en ella estaba la figura de la Santa vestida de monja y como un muñeco. Tenía un crucifijo de madera entre las manos, y a la cabecera de esta cama había un bastón y unas zapatillas, que las monjas dan a besar a los fieles y dicen que usó en vida Teresa. Arrimado a la pared está el ataúd en que vino su cadáver desde Avila. También vi colocada a la entrada, y en mármol blanco, a la santa, como recostada y echada hacia atrás, y apoyada sobre grandes bolas que representan nubes; enfrente hay un ángel con una flecha en la mano, y que la apunta al corazón; éste tiene el pecho desnudo y de mujer. En todo el grupo hay un gran arrobamiento y extasis amoroso.
Todas estas cosas de Santa Teresa me trajeron a la memoria el recuerdo del San Ignacio que vi en Manresa.
Aqui era un monigote de madera tumbado en el suelo, chato y calvo como un perro de lanas. Las mujeres de este pueblo besaban el suelo a su alrededor y sus hábitos de tela de saco, y ir pasaban las manos por los pies, para luego persignarse.
Un poco más abajo están los muros del convento de Santo Tomás, donde forman cola los pobres para comer el cocido. 1k' ven muchas mujeres llenas de harapos, acurrucadas, con la cabeza colgando entre las rodillas de lo agachadas que están, durmiéndose, y la miseria que llevan en las espaldas; muchos de estos pobres tienen la nariz y la boca comidas de un cáncer, y se les ven los dientes al aire, enseñando media calavera. En estas pobres viejas, por debajo de sus faldas, asoman las churradas de llevar tanto tiempo esperando y no poderse levantar de allí para no perder su puesto.
Muchas veces la cola de mendigos se impacienta y llaman a los aldabones de la puerta del convento y vociferan mucho para que les abran. Luego, cansados de gritar, caen en un gran abatimiento; pero siguen sin perder sus puestos, con gran tenacidad, y no se marcharán de allí hasta que no les den de comer.
Por fin abren las puertas y entran en el patio triste del convento, con bancos de piedra y árboles secos. Bajo un cielo blanco y frío, todos los pobres, con sus escudillas y botes de latón, sonando una cuchara roñosa y negra dentro de su fondo; sus cabezas llenas de greñas, y las barbas enmarañadas y canosas, que destacan muy duras de sus caras curtidas y brillantes como moros; enseñando el pecho entre los rasgados de la camisa, con los pantalones y las mangas de sus americanas hechos jirones, por los que asoman la carne y todas sus vergüenzas, se colocan alrededor de un gran caldero que sacan del convento en un carrito de hierro con ruedas. Un hermano limosnero, con su capucha negra y hábitos blancos de fraile; su cabeza redonda, cortado el pelo al rape, con la frente saliente como un segador, que da una impresión de ser dura como la piedra, va llenando con un cazo las escudillas, botes y los pucheros de las mujeres.
Cuando salgo de este patio veo en el arco de entrada una talla de piedra de gran rareza, del siglo my, en que aparece San Martín montado en un caballo, cortando con su espada
la mitad de su capa, que da a un pobre apoyado en las muletas.
En unas casas que dan al campo están las prostitutas; un viejo cojo entra en una de estas casas. Tras las cortinillas rojas se ven, medio desnudas, a estas mujeres. Una, que está sentada a la puerta, tiene la cara llena de cortes y rasguños hechos por la navaja de algún chulo; otra enseña una cicatriz de alguna puñalada antigua de su amante. Casi todas enseñan la pelada de su cabeza, las encías de los dientes postizos y los carrillos traspasados por un agujero, con una aureola morada de enfermedad.
LAS MURALLAS
DESPUÉS de comer salí de la fonda a ver las murallas; recorrí el paseo del Rastro; en las afueras vi varios cerdos y toros de piedra, que abundan tanto en Avila. Todo el camino está lleno de piedras parecidas a las de granito de El Escorial; las hileras de árboles desnudos pueblan algo aquel camino; a lo lejos, las murallas, como pegadas al cielo, dan un aspecto de aparición a esta ciudad; sus grandes cubos, la piedra cenicienta donde resaltan las gruesas piedras negruzcas por el tiempo y la lluvia; sentado en una de estas piedras veo la ciudad cerrada y tapiada como apartada del mundo, como una inmensa sepultura; las nubes parecen pegadas a sus casas; el cielo se va encapotando, parece que se está fraguando una terrible tormenta.
Vuelvo a subir al pueblo y entro en una iglesia, pues veo muchas mujeres con velas y escapularios al cuello. En el altar hay un Cristo con enagüillas, muy negro y con pelo natural que le caía por los hombros; a sus pies hay un nido como una corona y unos huevos de avestruz; las lamparillas y los cirios encendidos chisporrotean, cayendo por las candeleros de cobre espesos lagrimones de cera. Un cura viejo, con la cabeza muy larga como la de un caballo viejo y las orejas desprendidas,
lee desde el púlpito, alumbrado con una palmatorial la letanía Las mujeres y hombres van repitiendo este rezo monótono que nunca parece acabar.
Otras viejas, llenas de reúma, llegan algo retrasadas, con sus zapatillas, los abrigos verdes, viejos, con mangas de otro color hechas de trozos de americanas de sus maridos, las faldas llenas de remiendos y zurcidos en el trasero de tanto *Alar ,entadas, y las toquillas descoloridas y recosidas muchas vocea; son las mujeres de los empleados, que están ahorrando halo lo que pueden para irse a vivir a su pueblo y acabar sin tener que trabajar los últimos días de su vida.
Otras son las viudas, de descomunal estatura algunas, con sus velos negros que les caen en pico por encima de sus cabe- ama; el perfil de sus narices salientes con los grandes y fieros agujeros de las fosas nasales; la frente alta, encuadrada, con el pelo blanco y la boca hundida y apretada, dan una idea de dominio y mal humor; algunas de estas brujas beatas piensan un casarse a los sesenta años, después de haber enterrado a varios maridos. Estas viejas autoritarias tienen su silla reclinatorio propia, donde está grabado su nombre. Luego vienen la:. damas catequistas del pueblo con sus abrigos cortos, resonando sus zapatones, y sentándose cómodamente en los bancos de terciopelo para ellas reservados; algo espatarradas, con el devocionario y sus rosarios, tienen estos marimachos tipos de sargentos y cabo de gastadores.
La cobradora de las sillas cuchichea al oído de todas estas beatas; es una mujer que se ha quedado como jorobada y muy chica por los años; la cara la tiene tan oscura como el cuero viejo; lleva en la mano un tanque de bronce cerrado con un candado; en él se siente el ruido de las monedas de cobre que caen a cada momento.
Al pie del Cristo hay también una bandeja con un montón de perras chicas, de tantas beatas que entran en esta iglesia.
Después de la letanía venía el sermón y la reserva; los cofrades, con sus viejos abrigos muy usados y llenos de grasa de la caspa del pelo del cuello; otros, con capas, tienen tipos de porteros; se ponían los escapularios por la espalda y con velas en las manos se colocaban en fila.
Cuando salí a la calle empezaban los relámpagos, que alumbraban el camino y nos envolvían en una luz que se nos metía por las piernas, y los resplandores tan fuertes que marcaban nuestras siluetas en las paredes de las casas.
Cuando entré en la fonda empezaban los estampidos de los truenos; uno fué tan imponente, con un ruido tan metálico como una lluvia de barras de hierro que chocasen contra la piedra de la Catedral; la luz eléctrica del comedor quedó apagada y tuvieron que encender velas metidas en botellas, y nos pusimos a cenar en aquella luz lívida; veíamos en las paredes bambalearse nuestras siluetas; un cura que le brillaban mucho los cristales de sus gafas llegaba con su gorro al techo; el mantel tenía una luz como de luna, y el cristal de las copas y el mango de los cuchillos fulguraban.
También veía las siluetas imponentes de dos señoras que estaban sentadas enfrente., y me observaban con curiosidad; no viendo en mí la humildad que el caso requería, cada vez que sonaba un trueno las hacía persignarse y besar la cruz de los dedos; eran unas mujeres enlutadas y graves; en el cuello de la más joven brillaba una flecha de azabache de un alfiler, y el cristal de un medallón con un retrato de hombre pendiente de una larga cadena de azabache; la otra tenía un aire de dama de convento; su cara descolorida destacaba del pelo muy negro; tenía la boca dibujada con energía; un cuello blanco almidonado, de forma de hombre, concluía por darla más aire inquisitorial; sus mejillas y frente estaban surcadas de algunas arrugas y en el pelo brillaban los mechones canosos.
Cuando acabamos de cenar pasamos a una sala con varios espejos y consolas isabelinas; en el piano había velas encendidas; la tormenta había cesado; la calle estaba convertida en un río, y varias señoritas se pusieron a bailar y a tocar el piano. Yo me acosté en seguida y di orden al camarero que me llamase muy temprano, pues tenía que salir para Oropesa,
viernes, julio 15, 2011
Avila (José Gutiérrez Solana. La España negra 1920)
jueves, julio 14, 2011
La Puerta del Sol (José Gutierrez Solana, Madrid escenas y costumbres 2ª serie 1918)
LA PUERTA DEL SOL
A la admirable y rara artista Margarita Nelken.
Es el punto de Madrid más concurrido, más famoso y que más modificaciones ha sufrido; pues hoy, de su antiguo carácter,sólo conserva el nombre, que proviene de la imagen del Sol, que había pintado en dicha puerta, que fue derribada en 1520.En el mismo sitio se construyó un castillo para defender a Madrid de las sorpresas dc los bandoleros y forajidos que infestaban sus inmediaciones.
También se abrió un foso que cercaba el hospital y la iglesia del Buen Suceso; el castillo y el foso desaparecieron al ensancharse la población por esta parte.
El terreno que hoy ocupa está regado con la sangre de muchas revoluciones y motines. En 1750, la Puerta del Sol la componía una barriada de casas chatas y sórdidas, de portales lóbregos y húmedos, con tortuosa escalera; la mayoría eran de un solo piso, y de balcón a balcón había tan poca distancia que se podía pasar de uno a otro; muchas de estas casas fueron de mal vivir y pendían de las buhardillas profundas y hediondas y de los balcones, como distintivos, colchas y mantones y gran cantidad de medias de rayas de colores y enaguas. A las mujeres públicas las hacía llevar el corregidor, para que se distinguieran de las honradas, un cordón que caía por el pecho y estaba cosido al hombro. El barrido de las calles se hacía !semanalmente; cada casa tenía un basurero en el portal, y los vecinos depositaban en ellos toda clase de suciedades; y por
falta de retretes, hacían sus necesidades en un bacín, que sacaban a la calle esperando el paso de las letrinas, pesados armatostes de hierro en forma de cuba, con una tapadera al costado, donde iban las aguas malas para desaguar al campo. En los corrales había caballerías muertas que llevaban semanas enteras, y sacaban unos hombres misteriosamente, arrastrándolas con unas cuerdas por la noche; una mula o un pollino con el vientre hinchado como una caldera, para abandonar estas carroñas en las afueras; el Ayuntamiento dió orden de suprimir estos basureros por causa de la epidemia del cólera morbo, y haciendo que la limpieza fuera diaria, recorrían las calles unos carros con una campanilla para avisar a los vecinos que sacasen las espuertas de la basura de seis a ocho de la mañana; no por esto dejaban de verse en las aceras de los numerosos conventos, y junto a las tapias de las casas, las inmundicias de hombres despreocupados que se bajaban las bragas donde mejor les cuadraba para hacer del cuerpo. Alguna vez bajaba a la calle, de las espadañas de los conventos, el sonido tristísimo de las campanas tocando a muerto. Era que pasaba la Cofradía del Consuelo, encargada de dar sepultura de misericordia a los cadáveres de los pobres; cruzaba la Puerta del Sol un ataúd encima de unas angarillas, acompañado de cuatro pobres con cirios y un cura con cruz alzada; un hermano que iba delante llevaba un estandarte de hule negro, que era el de los ajusticiados a garrote; también se utilizaba el mismo ataúd para varios, y así que se sacaba de él al que lo ocupaba y se le echaba al hoyo, volvían con él para enterrar a otro difunto.
A causa de los numerosos incendios ocurridos en la Villa, se adquirió una manga ancha y fuerte por la que se podían meter los vecinos desde los balcones en caso de que la escalera estuviese invadida por las llamas. En 1820 siguen las casas mezquinas y pobres; en cambio, van ganando las calles Mayor, Carretas y Arenal, por la parte del Oeste; el callejón de los Cofreros ha desaparecido; el convento de San Felipe, con su; gradas y covachas, y la calle del Empecinado; la figura de la Puerta del Sol es irregular, y las casas se aglomeran y no guardan simetría; la planta baja, destinada a figones y despachos de vinos; en los días festivos se reúnen los jornaleros y soldados y se entretienen en tirar a la barra y jugar al tejo (muchas veces hay pendencias de garrotes y piedras). En una de las tascas existía un cuadro, que el dueño hizo desclavar el bastidor, y pegado al lado de la puerta de la taberna; eran don hombres de pelo en pecho: un torero y un valenciano se encuentran en un camino y los dos no se quieren ceder la &rocha; debajo tenía este lienzo la siguiente inscripción:
De un sablazo que te di
con esta mano derecha,
a un galápago una brecha
de ziete jenzez le abrí.
Pues yo, con la diferensia
de haber sido con un canto,
a un edecán otro tanto
hise serca de Valensia.
En las casas de soportales tenían sus tiendas los cordeleros del cáñamo y los veloneros, colgando del marco de la puerta velones y candiles de Lucena. Cruzan la plaza enormes carros con maderas de construcción de los pinares de Cuenca y de tierras de Soria; en las puertas de los paradores y mesones hay pesadas galeras; en los bancos del portalón están reunido" los labradores y ganaderos de los pueblos de Guadalajara, Sigüenza, Alcalá de Henares; allí están las galeras del tío bromo, del Vallecano, del Siete Varas, que tardan diecisiete Man en llegar a las provincias vascongadas, durmiendo los via»ro" en los colchones extendidos a fuerza de cálculos, para ole el espacio que cuentan dé cabida a todos. Las comidas se Inician bajo el toldo de la galera, mientras caminaban, reuniéndoto, los viajeros alrededor de una enorme sartén y de una fardara de vino; las cenas, compuestas de la olla de sopa, de ajos apedreada de tocino y cabrito asado, rebañada con pan moreno y rociado el gaznate con tragos de vino de la bota. Durante la ruta se hacían varios altos en las posadas y paradores con objeto de dar descanso al ganado y continuar las travesías abrumadoras de la Mancha y Castilla, en que se solía cambiar el pellejo. Casi todas estas ventas no tenían más que San paredes desnudas, salvo alguna estampa de la Virgen, una mesa para todos, unas sillas, tres o cuatro camastros y algún rolchón en el suelo; en la cocina, ahumada y sombría, alumbraba un candil a una vieja que freía un par de huevos, y
un rufián, con el pelo muy corto y la cabeza voluminosa, machacaba en un almirez unos ajos; en la pared había una sartén, un triple asador y una bota, sintiendo el viajero, tras los cristales del balcón, a media noche, rasguear una guitarra y cantar al mozo de mulas en el silencio imponente del pueblo.
Alrededor de las posadas de la Puerta del Sol tenían establecidos sus cajones los tablajeros, choriceros y tocineros, y en unos carteles se anunciaba los precios de la carne de toro el día siguiente de la corrida. A la luz de los escasos faroles de aceite que había se ven atravesar la plaza recuas de mulas, carros con arados de labranza y, al amanecer, manadas de corderos y carneros, piaras de cerdos negros que salen a los pueblos de las afueras. Durante todo el día recorrían las calles vecinas a la Puerta del Sol, reuniéndose en ella los vendedores callejeros que gritaban de distinta manera su mercancía. El arenero, voces a todo pulmón; un chico con el pantalón comido, con los pies descalzos y la camisa raída, llevando a la espalda una espuerta de arena.
«La sebera, hay se-e-ebo», grita con voz ronca una mujer desgreñada que camina sin medias, en chanclas, con un peso que en vez de platillos son unas tablas con unas cuerdas y el talego de sebo a la espalda, con la falda puerca, llena de manchas, que huele a podrido. El aceitero, con la cabeza encasquetada en una montera de cuero y pelo, el pelo caído y el cuero pelado y seboso, lleva un pellejo que le da la vuelta a la cintura y sujeto con una correa, y cuando le hace señas una mujer desde una ventana para que se pare, él se mete en el portal y llena las botellas y alcuzas de la vecindad, abriendo la llave del pellejo, pareciendo que el chorro de aceite sale de su vientre. El quesero, con sus alforjas llenas de quesos manchegos, se aprieta un pañuelo a su cabeza; la ropa, de paño duro y seco, se ajusta a su cuerpo enjuto, sus zapatos de madera, que han pisado tantas veces el polvo y el pedernal de la tierra castellana; cuando se para a vender el queso, los saca muy envueltos entre lienzos, y al cortarlos con su cuchillo, se le quedan las manos relucientes de aceite, esparciéndose por el aire un olor fuerte y sano del suero de los quesos. El sartenero chilla; un hombre ruidoso que pasa chocando fuertemente dos sartenes. «¿Quién me compra un gallo reloj y despertador de la mañana?» Y así, durante el día, iban desfilando los distintos pregones, los cuales, si algunos han variado, otros se conservan lo mismo en nuestros días, y se les puede aplicar al dicho de ser perros con los mismos collares. A partir del año 50, la piqueta en la Puerta del Sol empieza a hacer estragos, por todas partes no se ven más que derribos, y las calles empiezan a urbanizarse y gana Madrid en comodidades, perdiendo y sacrificando la parte artística y monumental. Coincidiendo con estos derribos, en 1851 se construye el primer tren de Madrid a Aranjuez, cuya aparición es celebrada con diversos y festejos públicos. En las litografías de la época vemos el ferrocarril dibujado de una manera algo infantil; la locomotora, cubierta con ramos y banderas, tiene una chimenea muy larga que echa mucho humo; los vagones llevan en su techo atados los equipajes de los viajeros, y algunos de estos coches no parecen ni mejores ni peores que los terceras que hoy todavía se emplean. Unos señores saludan con sus sombreros de copa, y las señoras, con unas sombrillas muy emoenn que llevan abiertas; extienden los pañuelos al aire amando el tren se pone en marcha, y los artesanos dan vivas al Inventor del vapor, al ferrocarril que ha de destronar para los grandes viajes a las diligencias y galeras. En esta fecha, la Puerta del Sol va tomando aspecto populoso; se ha aumentado mucho su tamaño y las casas se han triplicado. A las dos de la tarde queda despejada la Puerta del Sol; es la hora de comer y los balcones tienen cerradas las persianas y las cortinas echadas durante la comida; la gente acomodada no sale · la calle hasta que el sol se ha quitado de los declives de los tejados. En las horas de más calor, la Fuente de los Galápgos, en la Red de San Luis, está llena de cubas y aguadores asturlanos y gallegos con sus monteras, la chaqueta parda y zapatos de siete suelas, esperando turno para luego subir el agua a las casas y llenar las tinajas. Los industriales van ilenamio de tiendas las casas de la Puerta del Sol, comprendiendo que es el sitio mejor y de más importancia para hacerse ifleos y echar raíces. En los primeros pisos estaban establecidos km na.stres, los peluqueros, las comadronas, y en los más altos %trillan su estudio los fotógrafos de daguerreotipo.
En los portales se veían los muestrarios de los dentistas y callistas, cajas con un cristal y un candado, en que exhiben dentaduras postizas y callos clavados en el fondo de bayeta de la caja; en algunos de estos portales tenían su cajón los memorialistas, y en sitios muy visibles han puesto su anuncio los prestamistas, y luego había que irlos a buscar por los tejados, en cuartuchos innobles, entre pasillos largos y húmedos.
En las plantas bajas había muchos cafés, fondas y restaurantes, con el mantel de lienzo burdo, lleno de grasa y vino; en las copas empolvadas estaban metidas las servilletas tiesas y húmedas, dobladas en pico al lado de los platos descalabrados; cerca de las vinagreras está un palillero de porcelana de una rubia batelera con las piernas cruzadas y desnudas. Entran y salen de vez en cuando los cocineros del comedor a la calle a matar y pelar un pollo para demostrar lo bien que se come dentro. El jefe de cocina, un viejo que tiene la nariz y la cara roja, con granos, no hace más que tantear y retirar las botellas de vino de las mesas, mandando descorchar otras mientras se bebe el contenido, a escondidas, de las que lleva a la cocina.
En los estrechos escaparates de los libreros se veían tomos en rústica mezclados con alguna vieja crónica encuadernada en pergamino; entre los primeros se encontraba la «Tertulia de invierno», de don Francisco Mellado; «El arte de fumar y de tomar tabaco sin disgustar a las damas», «Las fábulas del sabio y clarísimo Isopo», «El tratado del hombre fino al gusto del día», «Los caxoncitos de Anita», «La filósofa en el Tajo», «La devoción ilustrada de madama de Beaumont», «Los días en el campo o la pintura de una buena familia», por DuerayDurninil, y, por último. «Entre col y col, lechuga».
Abierto este tomo, por su primera hoja tenía un grabado grotesco, que mostraba a las claras el carácter jocoso del libro. En una sala lujosa, de cuyas paredes cuelgan retratos de familia, sentado en primer término y recostado un brazo en una mesa enana, en la cual hay una vela encendida, grande y desproporcionada, un señor gigante, de abdomen hinchado, como un globo; con la cara muy seria lee este libro a un concurso de gente elegante: damas descotadas, militares de rojos y deslumbrantes uniformes, y señores con corbatín, de cabeza gorda y cuerpo pequeño, que han tomado asiento para escucharle, ríen, abriendo una boca de oreja a oreja y llevándose algunos el pañuelo a los ojos maliciosamente.
Nunc est ridemdum.Si .toree in terris videre Heraclitus.
En 1857 empiezan en la Puerta del Sol los nuevos derribos 184 para la reforma que había de cambiarla totalmente de aspecto. Ofendes boquetes abiertos en las fachadas; balcones arrancados de cuajo, colgando de maromas, atados a otros. Paredes abiertas por los picos, y al venir al suelo queda descarnado, al descubierto, el lienzo de pared ruinosa, de la que se sostiene en pie, teniendo por otro lado pegadas más casas; una que hace esquina y mira a las Siete Calles, queda aislada y valiente con su esquina afilada, llena de boquetes de ventanas pequeñas que dan a los tabucos; tiene una fila de balcones, y para disimular la falta de los otros están pintados en relieve al claro oscuro con tanta realidad que parecen de verdad.
Por todos lados cuelgan vigas desgajadas de los techos; tienen un aspecto tristísimo el ver desde la calle algunos pisos sin fachada, abiertos a los cuatro vientos, donde se habían dejado olvidado un lavabo de hierro y un retrato que ha quedado torcido, encima del intacto papel chillón de ramos y flores; la puerta blanca que da a la alcoba o al corredor está cerrada y conserva el picaporte; parece que en su interior la gente sigue viviendo en la casa; otros pisos con boquetes enormes, de los que penden colgajos de papel brutalmente arrancados; en los suelos hay cuevas, por las que caen de vez en cuando, al derrumbarse las paredes, montones de cascotes; entre nubes de polvo y yeso van mezcladas las vigas negruzcas, taladradas de polilla, que se desprenden de los techos con las cuerdas de esparto arrolladas a ellas.
Todo se desmorona, llenando los patios de ladrillos y pedruscos, que caen con estrépito encima del material del día anterior.
En las casas de enfrente los albañiles están encaramados en los tejados y se oye, durante todo el día, el ruido de los piquetazos y la calle la ocupan los carros llenos de escombros.
En una de las casas empezadas a derribar, que tiene por delante vallas de tablones viejos para no dejar libres las entradas al interior, entre las rendijas se ven los patios y portales llenos de cascote; en uno de ellos está instalado el despacho de billetes para ir a la Plaza de Toros, y los carteles anuncian la corrida, encargándose de dar muerte a los toros José Redondo (Chiclanero), Cayetano Sanz y Julián Casas (Salamanquino); la gente se estruja para tomar las entradas, y se habla del buen trapío y romana de los toros, que traen mucha leña en la cabeza, y todos señalan al toro Hurón como el más temible de los que se van a lidiar, y que han visto en los corrales de la Plaza; este toro es retinto, bragao, salpicao y con dos grandes cuernos.
Entre los grupos de gente pasean los vendedores de rosquillas y de agua; llevan en la vasera una botella de aguardiente.
Sentados en el suelo hay desocupados que se disponen aechar la siesta; alguna vieja, con su pañuelo a la cabeza pararesguardarse de los rayos del sol, cose sentada en una piedra,y un grupo de viejos encorvados sobre el bastón; entre ellos hay alguno enfermo, envuelto en la capa, con la cayada entre las piernas. Como no les interesa para nada la corrida, hablan del sol, del tiempo y del agua clara y fresca; junto a éstos, unos señores con altas chisteras, levitas y pantalones claros, que han tomado entrada para la corrida, miran al cielo, pues gana nube grande se va ensanchando amenazadora; discurren los guardias municipales, con pantalón blanco; pasan los chulos sombrero calañés, chaqueta corta y pantalón amarillo; loa vendedores de fósforos caminan, llevando una caja colgada dr1 ruano por una correa, y atada a ella el paraguas para resguardarse del sol; estos vendedores usan también el calañés.
E1 servicio de coches de alquiler estaba muy descuidado MI esta época en Madrid; el de punto era un armatoste negro y pesado con un farol en el pescante, tirado por dos caballos, rn el que se veía a un señor con sombrero de copa sentado pinto al cochero, en el pescante, y las señoras, dentro, pasear por el Prado y Recoletos, donde se cruzan tantos carruajes, desde el simpático y plebeyo calesín a los ridículos y pretenciosos cabriolé y tílburi.
Entre las reformas que ha sufrido la Puerta del Sol, las fuentes son las que han jugado un principal papel; desde la famosa de Mariblanca a la del pilón, cuyo surtidor lanzaba rl agua a gran altura en 1862. Pocos años después se hizo otra de la misma forma, pero más grande. La gente se sentaba, entonces, alrededor de la baranda para tomar el sol de invierno los domingos. En el verano refrescaba mucho aquel sitio la cantidad de agua que corría por sus pilones y conchas, donde los «golfos» se acostumbraban a bañarse y lavarse la cara. Durante algunas horas del día, su surtidor no funcionaba y, entonces, se quedaba el pilón sin agua, viendose su fondo de baldosas bien unidas. Poco a poco, hemos visto cambiar en la Puerta del Sol su adoquinado por el asfalto; los tranvías de Mulas y los ripers de Oliva por el tranvía eléctrico, desapareciendo para siempre en esta plaza el carácter pintoresco de antaño.
Hoy, en la Puerta del Sol es donde se nota más la afluencia de gente que en las demás vías; tiene una acera, a una hora del día, que es la más cargada, pues a todos les da por ir donde hay más apreturas; en los cafés, por ejemplo, si uno está lleno y los demás vacíos, al lleno quieren ir y sentarse a la fuerza; en el tranvía, donde haya más gente, allí hay que subirse; parece que todos tienen la simpatía de la raza, y se perdonan las apreturas y molestias con tal de mirarse la cara y observarse; por cada grupo de cincuenta personas que se ven en la Puerta del Sol, cuarenta son provincianos, que vienen de su pueblo a Madrid a repartirse los cargos y plazas que reparte un ministro paisano que chupa del bote.
Al amanecer, los primeros transeúntes que se ven son los barrenderos, que levantan una nube de polvo con las escobas, y riegan la espaciosa plaza; el trasnochador que en aquella hora se encuentra, recibe en la cara unos puntos de agua de las mangas de riego que refrescan su rostro, y mira, atontado. a todos los lados, en busca de un café que se abra, y piensa que ya es mejor ver salir el sol que meterse en la cama; los albañiles beben la primera copa en las tabernas que ya están abiertas; el echador, que es un chico con el cuerpo muy crecido, lo mismo que la cabeza, y las piernas muy cortas, coloca en las bandejas una ronda de copas muy limpias para los primeros parroquianos; deja correr el agua por la goma, abriendo el grifo; coloca en el zinc del mostrador los frascos grandes y cuadrados de aguardiente, llenos de guindillas y moras; los otros, de blanco, con rajas de limón; riega la madera del suelo, se rasca la cabeza y despabila a las moscas, dando un fuerte golpe con el trapo sobre el tablero de una, con ánimo de aplastar a todas, que estaban poco antes en pelotón picando a unas migas de queso y unos pellejos de longaniza, restos de un banquete del día anterior; las moscas vuelven a la mesa, esta vez a beber en un pequeño charco de vino que hay en la misma; coloca las banquetas, que están recogidas unas encima de otras en un rincón, y, a porrazos, las va poniendo junto a las mesas; después de haber hecho estos trabajos, se siente mandria; tira la escoba, de golpe, a un perro de la calle que ha entrado; se pone a hacer letras en la pizarra y, no sabiendo que hacer, pinta rayas; cuando está más distraído, el amo, que se ha levantado, viene por detrás y le da una calabazada contra la pizarra y la pared.
A las nueve de la mañana se forma la parada de los coches de punto, y los cocheros se desayunan en las tabernas; los vendedores de periódicos corren pregonándolos, y al mediodía, en los numerosos puestos de periódicos que hay al pie de los cafés, los golfos y los vendedores cuentan la calderilla, pro- dueto de la venta, encima de la americana, extendida en el suelo, y apilan las perras para meterlas en cartuchos. Al llegar a Madrid, siempre resulta nueva la visita a la Puerta del Sol, con su baraúnda de tejados, de tejas descoloridas y amarillenta:4 y ese color seco y terroso que adquieren las fachadas de las casas en Madrid, en que la piedra toma un tono rojizo y huelen a sol como las murallas y monumentos históricos de Castilla, que tanto los diferencia del negro de la piedra y del color rojo y fresco de los tejados de las provincias del Norte, que todo huele a humedad, a musgo y a blandura. Destacan tlel cielo cristalino y diáfano de Madrid las cúpulas y veletas de las iglesias vecinas, la torre de Telégrafos de la Casa de Correos, llena de hilos, que cruzan por todas las calles, y la cúpula del famoso reloj de bola del Ministerio de la Gobernación, de este sencillo y severo edificio, del que pueden aprender tanto los arquitectos que ahora se gastan; de noche, la esfera del reloj se ilumina. ¿Cuántas veces han visto y esperado el momento de caer la bola los ísidros que vienen a Madrid con sus trajes regionales, los salmantinos y las lagarteras de Toledo?
Actualmente, a la Puerta del Sol, parece que quieren ir sustituyendo otras vías que van llenándolas de edificios nuevos de estilo cursi y ramplón, pero es difícil, pues su importancia siempre será la misma, por dar salida a las calles tan viejas y de tanto movimiento como Montera, Preciados, Carmen, Arenal, Mayor, Carretas y Carrera de San Jerónimo, cuyas esquinan eligen los vendedores de cosas raras, inventores ingeniosos de juguetes mecánicos, los que llevan un pupitre colgado al cuello con gomas de borrar, lapiceros, plumas, tinteros, cajas con sobres y cartas, barras de lacre, llaveros, botonaduras y petacas, y colgando de la caja una gran cola de cordones para lan botas; venden también unos cuadernillos con cartas amorosas, que tienen en la portada un corazón atravesado por ma flecha; estas cartas y estos versos, que copian los soldados pura declararse a las niñeras y a las amas de cría. Y esos descuideros que acecha-S el paso de un paleto y, dándole una palmada en la espalda, le dicen: «¿Quieres tú salir de pobre?», dejándole así que le han convencido, a cambio de unos billetes de Banco, como fianza, un sobre cerrado donde está el capital que le entregan, para que él lo administre durante su ausencia y hasta su vuelta de América, y al abrirlo, en un portal y a escondidas, se encuentra con que el sobre no contiene más que cuentas de la tienda de comestibles y recortes de periódicos. También se ve en la esquina al hombre de las barbas, con su americana de cuadros, atigrada, de género catalán, y su gorra de pelo, con visera; tiene algunos perros, recién nacidos, en los bolsillos, y otros con una manta y una cinta en el rabo, para venderlos a las elegantes, y desnudos y atados de un cordel, algún perro golfo que le ha vendido un lacero, y dice que es un gran perro de caza. Los que dan el timo de la sortija al incauto que pasea confiado, invitándole a entrar en un portal, y le enseñan con mucho misterio una sortija buena por muy poco dinero, y rápidamente, y sin que se aperciba, se queda con otra igual, pero falsa. También suelen vender fotografías obscenas de mujeres desnudas. Pero ninguno de estos timos es tan sangriento como el que se da en Valencia a los fumadores. Se presenta un hombre gordo y alto, con faja y pañuelo a la cabeza, en una calle del mercado, al forastero, saliendo a su encuentro, de frente y sonriente; como si fuera un amigo de toda la vida, le da un golpecito de llaneza en el vientre con su tripa, y le saca, sin hablar palabra, de la faja, una libreta de tabaco con todos los sellos y etiquetas de ser legítimo de La Habana. «Muy barato —dice—; seis reales»; el fumador se queda asustado de su baratura, mientras que el ladrón del valenciano no hace más que ir sacando libretas de la faja y llenarle, con aire protector, los bolsillos, sin dar abasto su faja, que parece un estanco; todo regalado, dice para sí, marchando muy contento, deseando probar el tabaco en su pipa, y lo que creía el riquísimo de La Habana no es más que tierra y boñiga valenciana.
Ahora, en la Puerta del Sol, han puesto una barrera para encasillar a la gente que quiere tomar el tranvía. En unos hierros se ven unas placas con las direcciones de las calles y adonde los guardias hacen formar cola; otro guardia, apostada en esta plaza, le cierra el paso al transeúnte cuando menos lo espera y le señala los sitios por donde debe andar; también se ven las cuevas y túneles del Metropolitano, porque no digan en París, que los madrileños somos unos salvajes. Hoy, la Puerta del Sol está infestado de salones de limpiabotas, constituyendo un gran negocio para hacerse ricos, pues la gente forma cola a todas horas del día, y las señoras se van soltando y no tienen ya reparo de sentarse entre los hombres a limpiarse el calzado.
miércoles, julio 13, 2011
Nochebuena (José Gutierrez Solana. Madrid, escenas y costumbres, 1913)
NOCHEBUENA
(Madrid, escenas y costumbres 1913)
HOY, 24 de diciembre, como todos los años, se preparan los barrios y vecinos para celebrar la Nochebuena. Unos días antes la plaza Mayor está ya llena de puestos de nacimientos con peñascos de cartón pintado y figuras de barro, donde se agolpan a mirar los chicos; puestos llenos de zambombas y tambores, y los de estacas y toldo (le lienzo y otros más lujosos, tapizados con colchas de olores, donde venden turrones de Alicante y hay pilas de cajas de mazapán de Toledo.
Los vendedores, con chaqueta de terciopelo, faja y polainas cuero negro y pañuelo anudado a la cabeza; encima, el sombrero ancho; y las mozas, con falda de campana de esta meña, moño trenzado y pegado a la nuca, cruzado por alfileres y peinetas, medias blancas de velludo y zapatos recios. Manadas de pavos y capones, que vienen de Castilla, recorren todas las calles, y en la plaza Mayor se hacen las ventas.
¿Qué madrileño no probará el rico pavo, no irá a comprar al mercado de los Mostenses o al de los maragatos el sabroso besugo? Buena besugada de Laredo y Coruña, llenos los carpanchos y cestas del mercado pidiendo comerse. El pavo, este animal de andar pretencioso, que a veces se para pavonean- (10.e lleno de orgullo y haciendo la rueda, después de haber disfrutado de la buena vida, ahora le preparan al sacrificio, ya bien cebado y con el buche lleno de nueces y garbanzos. Los vendedores, con capones y pavos atados por las patas y colgando de una cuerda al hombro, cocineras y algún padre de familia va cargado a su casa con el capón, la caja de mazapán y los besugos colgando de una cuerda. Y también los vemos en la manada, todos sumisos y algunos delgados. y míseros de cuerpo; otros, nutridos y ventrudos.
Las cocineras les cortan el cuello con el cuchillo de la cocina, que días antes ha estado en manos del afilador, y les dan una copa de aguardiente para emborracharles, les tajan el cuello, dan un fuerte alarido, y una vuelta en redondo el cuerpo sin cabeza antes de caer en los ladrillos de la cocina.
Sirve esta preparación y matanza para el bullicio y alegría de los chicos, que con el estrépito que arman con los tambores y el rum-rum de las zambombas atruenan la casa. En todas las calles del barrio los chicos de la calle organizan grupos parecidos a cuando dicen a la drea..., a la drea... Ahora éstos, más pacíficos, se contentan con meter ruido con tambores, zambombas y calderos. La Puerta del Sol parece una mascarada, cruzada por grupos de gente que baila, mujeres con el pelo suelto y la falda caída y hecha jirones, dando sartenazos, tocando almireces y panderos, y arman un gran estruendo. En los faroles se suben y los apagan. Por el Prado baja una porción de gente con hachones encendidos y cencerros al cuello y collares de bestias puestos en la cabeza. Hay quien lleva la montura y los arreos de su mula a la espalda; escaleras llevadas entre dos al hombro, con botas de vino atadas en los tramos. Entre la algarabía y chillidos, los panaderos y los cajistas no trabajan aquella noche, y en los talleres se corre la juerga y la diversión. En todos los hogares, los artesanos y los seres más infelices participan y disfrutan de esta loca alegría. Las botas de vino y las comilonas en los bancos de Recoletos, en las aceras de la calle de Alcalá, el Botánico, los sitios oscuros; todos los barrios de Madrid salen de madre. Y se apiñan los grupos, y las rondas de guitarras y cantores, mezclándose el vocerío y los cantos canallescos hasta quedarse roncos. El copeo en las tabernas no para. La misa del Gallo se celebra con gran solemnidad en la catedral de San Isidro. En San José y en San Pascual, la misa, con los tres sacerdotes con casullas de oro y seda, entre nubes de incienso, al levantar la custodia brilla como el sol, y se mezcla el órgano con las voces de los cantores, acompañados por la gente que llena la iglesia, que toca panderos, castañuelas y zambombas.
A los viejos que velan, con capa, se les ven las calvas de sus cabezas brillar, con escapularios al cuello, y tienen grandes cirios en la mano.
E:n otras iglesias se celebra con más humildad la misa del Gallo. Vemos en el altar mayor los atributos de la Pasión, hechos en madera pintada; la cabeza cortada de Pedro, que negó a Cristo, y el gallo, que cantó su pecado subido sobre la columna donde le azotaron y le escarnecieron; la corona de y el cetro de caña que colocaron en sus manos, atadas para mayor burla; los clavos que taladraron sus pies y manos, y los martillos, tenazas y otras herramientas de que se valieron para clavarle en la cruz. En medio de la columna está el lienzo de la Verónica con la Santa Faz, la escalera y la lanza que abrió su costado, y en un palo la esponja empapada en vinagre con que le dieron a beber.
Todavía se conserva en algunos pueblos la bárbara tradicion, en esta noche, de castigar a los gallos con palos y piedras. . Todos los vecinos tienen derecho a tomar parte en la pedrea; les insultan y les llaman traidores de Cristo, cuando les debían dimitir mejor de Pedro, a quien cantó el gallo su pecado, después del suplicio, y ya cadáver. Todos se alejan de él. Al otro día, todos los herejes comemos gallo barato, porque los nazarenos y creyentes tienen a pecado mortal el comer la carne del gallo traidor.
Delante de los pórticos de las iglesias se prenden hogueras, formando corros que bailan y saltan alrededor de las llamas. Las mozas y los mozos cantan los villancicos, acompañados de tamboriles, zampoñas y rabeles.
El Retiro (José Gutierrez Solana. Madrid Escenas y costumbres ,1913)
EL RETIRO
(Madrid escenas y costumbres, 1913)
Este magnífico parque, llamado vulgarmente el pulmón de Madrid, es el paseo preferido de todos, por sus espesos bosques y sus paseos silenciosos y solitarios. En él hemos pasado nuestra infancia, esas tardes que nos han parecido tan cortas al concluir las pesadas horas de encierro en el colegio delante del pupitre y de la plana, escribiendo al dictado, y nos acordamos de su tristeza, de la rareza de sus paseantes, de su tierra regada y del fuerte olor de humedad que de ella se desprende.
El estanque grande es el sitio preferido por la gente de pueblo.
Los domingos, a todos los paletos que vienen a Madrid les llama la atención el barco de vapor y los de remos; la barandilla de hierro, con asientos de piedra que dan la vuelta al embarcadero, están llenos de niñeras y niños; por el paseo de coches va la gente elegante y acomodada; las filas de coches dan la vuelta al llegar a la estatua del Angel caído.
En el parterre, en el verano, cuando apenas ha salido el sol, comienzan los paseos matinales.
Las niñas saltan a la comba, y las jóvenes que quieren novio, con el pelo suelto, se quitan los sombreros y juegan a las cuatro esquinas y a la gallina ciega; luego se sientan en un banco unas cuantas amigas, con las mejillas encendidas, y agitan precipitadamente los abanicos; las mamás, sentadas en un banco, llevan allí la costura de casa.
Un coro de niñas canta:
Carrión,
Trencilla y cordón,
Cordón de Valencia.
¿Dónde vas, amor mío,
sin mi licencia?
Carrión,
Trencilla y cordón,
Cordón de la Italia.
¿Dónde vas, amor mío
sin que yo vaya?
En las frondosas alamedas y plazuelas, con gran fuente en medio, sentadas en los bancos, vemos gente gozando de la tranquilidad de aquellos deliciosos paseos, llenos de copudos y viejos árboles plagados de pájaros y ruiseñores. En el estanque de las Campanillas son muchos los que se han ahogado; o en las tapias del Retiro se han pegado un tiro en la sien, al lado de estos estanques, llenos de hierbas y juncos, en los que se crían peces y nadan patos y cisnes.
Hay fuentes raras y bonitas, como la de los Galápagos y la de la Alcachofa; en invierno, rodeada por los árboles, que se han quedado sin hojas, y los pilones de agua verde estancada, por donde asoman la cabeza las ranas, en medio de un silencio sepulcral; en la primavera, cuando están llenos de frondosidad los árboles.
La Casa de Fieras está también muy concurrida los domingos.
En ella se ven la jaula de los monos, la cebra y la jirafa. El elefante Nerón, sujeto con una argolla de una de las patas traseras, está en una cuadra de barrotes de hierro.
Cuando tocan la campana para la señal de la comida, todo el público se acerca a las jaulas. El domador, que tiene el pelo rojo y la blusa y las manos llenas de sangre como un matarife, lleva una espuerta llena de carne. Al oso negro le da una libreta de pan y un gran trozo de carne que cuelga de los hierros de la jaula. El león da fuertes bramidos que resuenan en las avenidas del Retiro.
Luego da de comer a la foca en un cubo lleno de pescados y sardinas, que tira al aire, recogiéndolos con gran tino. Sale de la piscina con la piel negra y brillante, y va engullendo los pescados enteros.
En una artesa está el cocodrilo. A la serpiente boa la saca el domador de un saco y se la enrosca por los hombros, y la da de comer conejos y pichones vivos. Se ve su cuerpo cómo te hincha cada vez que los traga.
Luego hemos dado una vuelta por el paseo ancho, donde hay filas de estatuas de piedra, a derecha e izquierda, de los antiguos reyes españoles; hemos visto pasar a un señor de porte vigoroso y cara bondadosa, con barba corta, lo mismo que el pelo blanco, y una mujer simpática y joven. El porte de ellos es el de dos burgueses; él lleva sombrero nuevo de pala y traje sencillo, de americana; ella, traje claro, elegante, y sombrero de mañana; caminan un poco separados; pero se nota en la conversación animada y en el paso decidido, que la felicidad les sonríe. La alegría fuerte y sana de dos caracteres unido'', La voz de él es clara y enérgica.
Unas niñas saltan a la comba y cantan en corro. Ellos se paran a oírlas y verlas jugar; y mientras los pájaros gorjean en los árboles, el sol radiante marca sus siluetas. Reconocemos con simpatía a Francisco Ferrer y a Soledad Villafranca.
José Gutierrez Solana
MADRID. ESCENAS Y COSTUMBRES 1913
Santander (José Gutierrez Solana. La España negra 1920)
SANTANDER
(La España negra)
HA progresado mucho. Hoy está haciendo un magnífico edificio de Correos, un Banco de España, un flamante teatro. El antiguo se quemó; era un venerable teatro, en el que cantó Tamberlik. Sus paredes, hoy arregladas, sirven para almacén. Ha hecho también un gran hotel a la moderna, con todos los adelantos, y una gran avenida con el nombre de una ilustre dama, y un palacio, estilo inglés, en la península de la Magdalena, que ha regalado a los reyes. Ha cubierto de tierra el muelle, formando un bulevar bordeado de plátanos. Ha derribado el antiguo Casino del Sardinero para construir uno más grande y más blanco, en el que unos señores, vestidos con chaquetas encarnadas y pantalones cortos, salen a tocar a la terraza.
Hay también un real tennis en la Magdalena, con premios; un real Tiro de Pichón, con premios también, donde se fusila impunemente a estas aves, mientras las damas, vestidas con trajes ligeros y vaporosos, toman el té, y unas reales carreras con muchos más premios. Pero nosotros sentimos más admiración por el viejo Santander de hace algunos años. Todavía no estaba hecha la estación del ferrocarril de Bilbao; lo que son hoy los jardinillos del muelle era entonces agua; los barcos anclaban hasta muy cerca de las casas del muelle, y en lo que hoy son paseos y hay estatuas y fuentes, veíamos en seco y varados, cuando la marea era baja, los pataches, traineras y algunos barcos de vapor. A lo lejos, alguno de alto bordo, que hacía el viaje a La Habana, a la Argentina, a Veracruz, aquellos barcos en que ponían sus ojos los que les parecía :a Montuna pequeña, los que querían medrar.
La orilla del muelle la constituía una hermosa calle de fincas altas y macizas, todas patinadas por la humedad y la lluvia, algunas venerables por su antigüedad, como la del Gobierno civil y la que hoy sirve de albergue al Banco de España; paro entre todas se destacaba la que mandó construir mi tío don Antonino, llamado el Pasiego, a su regreso de Méjico; es lana enorme y cuadrada casa de piedra sillería, desde los cimientos al tejado; en la azotea tenía un juego de bolos, que hubo que suprimir por temor a que alguna bola perdida fuera a caer sobre la cabeza de algún transeúnte.
Estas viejas casas del muelle tenían unas hermosas vistas: por un lado la bahía en toda su extensión, y por la parte posterior la plaza de la Libertad, en cuyo centro había un quiosco del música, que no tardará en ser sustituido por la estatua de loe héroes de la libertad, Daoiz y Velarde, que ya desmontada de la plaza del Pescado espera su colocación. Aquí tocaba la tienda Municipal y cantaba el Orfeón Montañés trozos escogidos de los valses de Baudofil, «Sobre las olas», los aires montañeses, trozos de ópera y zarzuela ya en desuso; en fin, toda gula música que ha oído una generación de santanderinos durante las mañanas y tardes de los días de fiesta y en las noches de verano y de ferias. Las plantas bajas de las casas del muelle la constituían en su mayoría oficinas de comerciantes que hablan hecho el dinero céntimo a céntimo y pulso a pulso, o comercios más o menos ricos; en éstos se podía tomar el pasaje para La Habana, Veracruz, Buenos Aires, y los marineros podían adquirir redes, aparejos, trajes de hule, anzuelos y toda «tase de menesteres para la pesca.
También había antiguas tiendas de comestibles, en donde MI hablaba inglés y en las que se vendía la dura galleta para los barcos, pues entonces no había los refinamientos de hacer pan en ellos. Entre éstas se distinguía la de Charles.
En algunas de estas oficinas se sentaban por la tarde los señores graves con grandes levitones, hablando de política, de las oscilaciones de la Bolsa y de la entrada y salida de los barcos mercantes. La mayoría eran ingleses, que venían de Glasgow, Liverpool, Newcastle y Cardiff. Los capitanes de estos barcos tenían la cara roja y el cuello curtido por el mar; mascaban unas pastillas de un tabaco prensado muy duro y negro; era gente de mucha sangre fría y valor, que a veces se hacían a la mar en plena tormenta por haber dado su palabra de que en tal fecha se hallaría en el punto de destino. Por la noche salían a pasear por el muelle y a beber copas de aguardiente en los cafés. Los marineros cambiaban el tabaco inglés de pipa por el de cajetillas españolas, por gustarles mucho; eran de una generosidad tan grande, que al pisar tierra gastaban todos sus ahorros y daban muchas propinas; alguna vez ocurría un suceso trágico: uno de estos marineros, que se había perdido de sus compañeros y estaba borracho, iba dando traspiés por los muelles a altas horas de la noche, cuando estaban apagados los faroles, y andando a tientas buscando su lancha para ir a su barco, dándose una costalada se caía al agua y se ahogaba. En las plantas bajas de las casas del muelle había antiguos cafés: El Ancora, El Suizo, donde había reuniones de comerciantes y militares y se jugaba desaforadamente al chamelo y metían un gran ruido con las fichas, como si quisieran romper el mármol de las mesas. En estos cafés parecía prohibida la entrada a las señoras, pues no se veía más que, como cosa exótica, alguna extranjera o forastera.
Las señoras tenían su reunión en sus casas, tomaban chocolate elaborado en los conventos y hecho por las monjas a toda confianza, y luego se iban a rezar el rosario y a oír el sermón a la Catedral, a San Francisco, al convento del Prado de Viñas; otras optaban por la iglesia de los padres jesuitas; en ésta, cada padre tenía un confesonario con su nombre, para que pudieran elegir.
Hoy, el muelle se ha convertido en un hermoso paseo; sus andenes se han ensanchado, tomando terreno al mar, a su derecha; se ha construido un espacioso jardín, en el que hay un templete de música muy sólido, pues el antiguo se lo llevó el viento Sur, y en que está también la estatua de Pereda. Por la noche, este paseo toma un aspecto fantástico; se iluminan las farolas de sus andenes y, sentados desde cómodas sillas o en bancos, y al son de la música, vemos desfilar por entre ellos todas las muchachas de Santander, entre ellas algunas verdaderamente guapas, y las modistillas, muy dicharacheras y compuestas. Durante la estancia de los reyes, el Giralda o algún barco de guerra, lanza sobre las fachadas de las casas, a lo lejos del Sardinero o sobre las montañas colindantes, los potentes rayos de sus reflectores, que la iluminan con una fuerte unen de luz, y que al cesar parece quedar todo más oscuro, como la pantalla de un cinematógrafo que se fuera apagando. Por el bulevar suben tranvías eléctricos, que van al Sardinero r al paseo de Menéndez y Pelayo. Este es uno de los más importantes de Santander, arranca desde el sanatorio del doctor Madrazo y termina en Miranda, desde donde se divisa una hermosa vista: el mar en toda su extensión. hasta perderse a lo lejos, en el que se ven unas lanchas de pesca y hay un barco que parece como de juguete y que va dejando a lo lejos una estela de humo. También hay aquí un banco de piedra en forma de herradura, donde se sientan los viejos con las rayadas entre las piernas.
El paseo de la Concepción arranca un poco en cuesta; a su derecha e izquierda está lleno de simpáticos hotelitos; en sus andenes, de trecho en trecho, hay álamos y está asfaltado en toda su extensión.
En una de estas casas pasé parte de mi infancia; este paseo costaba entonces poco poblado y todavía existía la antigua Plaza de Toros, que no tardó en ser derribada para llevarla a sitio más lejano. Desde los balcones de mi casa se veía una vista admirable: la terminación del muelle y la gran explanada de Puerto Chico; se veían entrar y salir los barcos y el ruido de las sirenas llegaba claro y quejumbroso, como si lo tuviera uno al lado. Se veía la enorme animación de Puerto Chico; las mujeres, con las piernas desnudas, abrumadas por el enorme peso de los capachos llenos de plateadas sardinas, por cuyas rendijas iba escurriendo todavía agua y escamas que se les pegaban en el pelo; otras iban cargadas con bonitos azulados y con reflejos metálicos, con las agallas todavía chorreando sangre, enormes y panzudos. Luego cruzaban marineros con trajes pintorescos, las boinas, sus vestiduras de hule y sus enormes botas con suela de madera, que metían mucho ruido en el empedrado, llevando a cuestas las redes llenas de plomos y corchos y los remos de las traineras.
Al mediodía veía, desde las ventanas de casa, en el mar, grandes explanadas de arena, donde estaban las barcas tumbadas con las velas puestas a secar al sol, que arrancaba miles de puntos al agua, tan brillantes, que cegaban la vista; hombres y mujeres, con los pantalones y las faldas arremangados, cogían vericuetos y demás mariscos; cuando subía la marea se daban mucha prisa en entrar a sus botes; éstos empezaban a cabecear, y al poco tiempo estaban a flote.
Después de cenar me asomaba a la ventana: era una cosa fantástica el cielo, cómo ocultaban a la luna los nubarrones y cómo corría ella hasta verse en medio del cielo; entonces el mar relucía como un espejo y los barcos se veían negros y recortados. En las noches en que el cielo estaba muy oscuro se veían parpadear a lo lejos las luces de los barcos, y ya un poco avanzada la hora se oían voces varoniles y robustas que despertaban a los marineros para ir a la pesca; otras, una voz chillona de una mujer, que se prolongaba con un aire de angustia y que acababa por indignarse por la tardanza de su marido para bajar; luego resonaban los pasos de unas fuertes botas y las discusiones y blasfemias de un malhumorado a quien habían sorprendido en pleno sueño.
Luego volvía a oírse la voz prolongada de una mujer y la de un chico que llamaba por otro barrio, y los ladridos de algún perro, esos perros pequeños y sucios, de lanas amarillentas, con los ojos colorados como un tomate y sin pestañas, que estornudan mucho y tosen bronco, que huelen a pescado y que llevan en todos los barcos de pesca, amigos de los grumetes y fieles compañeros de los marineros.
Por algún balcón que se abría se veía una mujer en paños menores y el correr de una vela que proyectaba sombras alargadas en las paredes de las casas vecinas. Luego la luz de las ventanas se iba apagando, se hacía el silencio, que de pronto era turbado por el ruido ronco y estentóreo de una sirena, que luego se hacía más agudo y penetrante, como el de una voz sobrehumana que clamase y pidiese auxilio.
A la caída de la tarde, Puerto Chico presentaba una gran animación; era la hora en que las traineras traían el pescado, y la gente conocida de la ciudad, que volvía del paseo para ir a rezar el rosario a la iglesia de Santa Lucía, se entretenía, para hacer tiempo, viendo llegar a las barcas. Las mujeres de los pescadores se metían las faldas entre las piernas, bajaban con los pies descalzos unas escalerillas de piedra, y con un cuchillo abrían las entrañas a los pescados, y metiéndoles las manos tiraban las tripas al mar; al concluir la limpieza quedaba un gran trozo de agua al lado de las barcas teñido de sangre. Las campanas de la Almotacenia repicaban sin cesar; aquí se pesaban en grandes básculas los bonitos y los capachos de sardinas.,; muchas veces había discusiones y peleas; dos pejinas se pegaban con saña y ferocidad, se arrancaban el pelo y concluían por arañarse la cara. Estos insultos y discusiones interminables los oía con frecuencia. Enfrente de la huerta de mi casa estaba el barrio de Tetuán; a los hombres se les oía poco , pues dormían o estaban en la taberna; pero las mujeres no había día que no riñeran y discutieran con una riqueza de paIabras que para sí la quisiera la Academia de la Lengua.
KI día de los Santos Mártires, que eran los patronos de Santander, San Emeterio y San Caledonia, era de gala para todo el pueblo; pero preferentemente para los que vivíamos en el paseo de la Concepción, por estar al lado de Miranda, que era donde se celebraba la fiesta con toda alegría y animación Por la mañana había gran misa cantada en la Catedral, en la que oficiaba el obispo; dentro de la iglesia se hacía una pequeña procesión, llevando en una bandeja los relicarios da plata en que estaban encerradas las verdaderas cabezas de loa mantos Emeterio y Celedonio (1), que llegaron a Santander en un barco de piedra de no se sabe de qué lejanas tierras, pues esto todavía no se ha podido aclarar.
(1) En Calahorra también se conservan los dos relicarios de Emeterio y Celedonio, que son Patronos de este pueblo montaraz y de Rente algo aborricada.
Asistían a esta procesión el gobernador civil y el militar; el alcalde y todo el Concejo en masa, con frac y levitas algo pasadas de moda y unas chisteras enormes. Llevaban por encima del chaleco los fajines de concejal, con las armas de Santander bordadas en seda. Detrás iban, muy graves y tiesos, maceros, con sus dalmáticas de terciopelo rojo, las armas del Ayuntamiento bordadas en el pecho, sus pelucas blancas y amarillentas y unos bonetes llenos de plumas; las piernas muy delgadas y torcidas, con grandes arrugas en las medias, pues generalmente todos eran viejos, y en las manos, con guantes blancos, unas grandes y pesadas mazas de plata.
Toda esta vestimenta les daba un cierto aire porteril y penndejo de modelo de un cuadro de historia.
Los catedráticos llevaban colgado del cuello un cordón con una medalla. Daban una vuelta muy despacio alrededor de la Iglesia el obispo con unos curas que llevaban en unas andas el brazo de San Germán, que era una canilla encerrada en un frasco de plata y cristal, y las cabezas de los santos bajo palio, y otros curas que echaban alrededor grandes nubes de oloroso incienso. Detrás todo el elemento civil y los catedráticos. Y la iglesia llena de bote en bote.
Mientras tanto, las campanas de la Catedral repicaban alegremente y estallaban bombas y cohetes. Los balcones de todas las casas estaban adornados con colgaduras, con la bandera española o colchas de la cama, y en ellos asomada mucha gente. Todos los sitios inmediatos a la Catedral, así como el antiguo puente de Atarazanas, estaban llenos de animación; pero la fiesta de los Mártires, donde presentaba un aspecto más pintoresco y alegre, era a la terminación del paseo de la Concepción, en Miranda.
Era ésta una pequeña capilla rodeada de un campo, desde el que se veía el mar. Desde por la mañana temprano llegaban mujeres y viejas desde Cueto, Peña Castillo y Santander con capachos llenos de manzanas, peras, ciruelas, higos, avellanas. nueces..., y se instalaban enfrente de la ermita para vender su mercancía. Luego, a las primeras horas de la tarde, empezaba un baile muy concurrido de romeros a lo alto, a lo bajo y a lo ligero, acompañado por el tamboril y el pandero; y muchas devotas, poniéndose la falda por encima de la cabeza o un pañuelo, entraban en la ermita.
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Zuloaga (José Gutierrez Solana. La España negra 1920)
ZULOAGA
Es difícil al viajero que recorra estos pueblos españoles y que vaya con el espíritu despierto para ver y sentir que el recuerdo del gran pintor vascongado no se apodere de él.
Unas veces nos sale al paso con la creación de tipos recios y rotundos, como tallados en maderas; son esos alcaldes o caciques de los pueblos con sus capas harapientas, pardas y pesadas como mantos de reyes, y que empuñan la vara de la justicia o un cirio con sus manos membrudas, llenas de rayas en que parece haber dejado una huella a través de los años la tierra de Castilla.
El alcalde de Torquemada, la figura más recia de la pintura moderna. Otras nos asalta su recuerdo en las bárbaras capeas de los pueblos de Sepúlveda, Medina del Campo, en que las barreras están sustituidas por estacas y fuertes carros de labranza desparejados; y no tardamos de nuevo en encontrarnos en los soportales de los viejos pueblos españoles: Segovia, Ávila, Zamora; aquí volvemos a ver de nuevo las viejas capas españolas, esas capas que se confunden con el color de la tierra, tan españolas, únicas, tan distintas de las andaluzas petulantes, cortas, de embozos chillones, llenas de bordado y flamenquismo, la capa adulterada de nuestros antiguos chisperos y manolos.
Otras veces nos lleva más allá, nos traslada a Andalucía, la calle del Amor; los vendedores de flores, los sombreros pavero anchos y garbosos, las chaquetas cortas con coderas, los pantalones ceñidos y abotinados y las caras morenas y cetrinas, y sus admirables mujeres llenas de gracia y donosura; cómo ISP recogen la falda a su cuerpo y a sus muslos; con qué gracia enseñan las enaguas planchadas y bordadas viéndose las medias picarescas y sus menudos y bien calzados pies; ¡qué faldas las de estas mujeres, llenas de volantes, de telas chillonas y ligeras, rameadas de flores o de lunares, telas que no pesan y que parecen hechas para que luzcan mejor sus cuerpos ondulantes y garbosos! Y esos pañuelos de gitana que anudan a su cintura, rojos, verdes y amarillos; qué bien hacen con los rojos y reventones claveles en sus negras cabelleras y el continuo chirriar de sus inquietos abanicos.
A todas ellas las veremos más tarde en las silenciosas y apartadas rejas de sus calles, rejas conventuales pero llenas de flores, y en que a través de sus hierros, a la luz de un farol o en las noches de luna, vemos brillar una cara morena como una Dolorosa, y unos ojos negros y tristes que se clavan a nuestro paso; son estas mujeres que al día siguiente se compondrán y acicalarán unas a otras con todos sus cariños para asistir a las corridas.
Pero Zuloaga salta pronto de Andalucía; la comprende y admira, pero no la quiere; necesita de Castilla, de su amada Castilla; aquí adquiere toda su fuerza, se siente más fuerte él, y aquí nacen sus obras inmortales: El Cardenal, Las brujas de San Millón, Torerillos de pueblo, Gregorio el botero, monstruo de pesadilla, contrahecho, ridículo, espantable, con sus manos torcidas, manos de manco; una apoyándose en un enorme pellejo, y en la otra un jarro de barro, en que parece ofrecer el vino a todos los bebedores; vino de discusiones, de reyertas, de pendencias, de crímenes. La víctima de la fiesta el cielo negro y de pesadilla en que se destaca un viejo bárbaro y cansado, con la lanza mirando al suelo; nuevo Quijote sin ideales que nunca conoció un día de gloria, y triste Rocinante este viejo caballo, que produce pena y que parece ha de estar recorriendo estos viejos pueblos de España entre las rechiflas y el aplauso de un pueblo bajo y cruel.
De esta Castilla salió su obra magna El Cristo de la sangre, exangüe, enfrente de este pueblo español que tan bien lo ha comprendido. Avila, pueblo amurallado, recio, fuerte, mucha piedra, seco, con su aire frío, que corta como la hoja de un cuchillo, y en que volvemos a ver de nuevo las recias capas y sus curas con gafas, cenceños, malhumorados, atrabiliarios, como sus piedras y sus murallas.
A Zuloaga no basta esto; viajero incansable, va recorriendo los pueblos y creando sus paisajes, que unas veces son los admirables fondos de sus retratos, Toledo, Avila, Sepúlveda, Segovia, y otras veces el paisaje escueto, sin figura: La Virgen de la Peña, Motrico y tantos otros, creando y moldeando con sus manos de gigante esta España, que ha hecho ver a los cegados ojos de pintores y escritores, y a la que irá unido con su nombre inmortal.
La plaza mayor de Segovia (José Gutierrez Solana, La España negra 1920)
LA PLAZA MAYOR DE SEGOVIA
(La España negra)
ESTA famosa plaza la forman unos lienzos de casas derrengadas, todas apretadas y unidas, cuyos balcones de madera están tan curvados y hacen tantas bajadas y subidas, que parece de un momento a otro van a venirse abajo. El cielo aparece muy blanco por encima de estas casas, todas desiguales, unas anchas y rechonchas, y otras, muy estrechas y largas, que parece buscar la protección en la compañera para no derrumbarse ese cielo que parece de nevada y que hace resaltar tanto estos tejados destartalados y combados de tejas negruzcas, que destacan la mancha blanca de la argamasa como trozos de nieve, y las chimeneas primitivas de sus buhardillas. En esos días de frío que barre toda la plaza de gente aparece esta aglomeración de las casas con un color estupendo. Observamos su comercio y su vida; en sus portales anchos, encuadrados por gruesos postes de piedra a manera de soportales, descansan las fuertes vigas que sostienen a estas casas, las cuales muestran su vejez por las grandes cribas y grietas y la negrura y humedad de sus portales, que se cierran por pesadas puertas; llenas de agujeros de inutilizadas cerraduras, los carcomidos y las hendiduras de los porrazos producidos por aldabones enormes y llenos de orín.
Mirando a los balcones vemos la ropa tendida, las camisetas, camisas, pañuelos de color y medias de las mujeres, y las blusas, bragas y calcetines de los hombres; en los pisos altos hay alguna silla de enea olvidada en un balcón cerrado, y donde ha estado cosiendo al sol una mujer por la mañana; en las ventanas cuelgan, atadas de una cuerda, mantas y faldas , en los balcones hay colgadas muchas jaulas rústicas .con pájaros que han comprado en el mercado. En un piso «my alto hay un palomar, una ermita de madera con una cruz y varias campanas; un palo atado al lado, que sobresale del Mojado con un puchero por montera, sirve para espantar a los pájaros ladrones de palomas; éstas, cuando se asoman a este campanario, hacen voltear las campanas y se entretienen en- liando y saliendo por sus agujeros; también en estas ventanas qua dan a los tejados hay unas poleas con cuerdas que sirven para subir los cubos de agua por el hueco de la escalera, de 1011 pozos que hay en el portal de estas casas. En un piso bajo hay una tabla:
«MESON GRANDE,
SE SIRVEN COMIDAS CON VINO»
Este mesón ocupa un ancho portalón donde entran los carros; en las paredes del patio hay ventanas desconchadas y carcomidas por la lluvia; un piso en forma de casa adosada al muro con des ventanas tapadas por cortinillas es donde están los dormitorios, pobres de aire y de luz y muy bajos de techo. Bajo el hueco oscuro de esta casucha hay unos carros viejos, y están poniendo dos hombres herraduras a una mula; al lado de este mesón hay una carbonería; se ven los serones en el suelo cosidos y apuñalados por las largas y relucientes agujas. En medio de la calle descargan los sacos de carbón (le un carro de bueyes; son éstos de gran alzada y de cuernos muy grandes, llevan unos pesados campanos y braman de vez en cuando como toros; en Segovia se ven los bueyes más hermosos de España, que en nada se parecen a los bueyes blandos y rubios de las provincias del Norte, que son como burras de leche al lado de estos poderosos animales; los descargadores de este carro van envueltos en pesadas mantas, con gorra de pelo a la cabeza y las manos abiertas e hinchadas por el frío; entre sus fajas negras se ve el brillar de plata de las cadenas y el del acero de sus cuchillos.
Las tiendas pintorescas de esta plaza: la «Taberna de los Artistas», donde vienen los albañiles y obreros a comer; en su escaparate cuelga algún trozo de cecina y cordero en carne viva con los ojos fuera, y nada más, pues en Segovia se come poco y hay mucha hambre; en un plato se ve las calvas blanca y tristes de esqueleto de los pájaros fritos cazados a ballesta Las cordelerías; con largas trenzas de cáñamo y sogas que cuelgan del techo.
Las albarderías, con collares, albardas, cinchas, zuecos de madera que los emplean, como estribos y armazones de monturas, como muestra, para luego forrarlas de cuero o piel.
Luego vienen las tiendas de ultramarinas; en alguna el tendero es un hombre con barba, pelo largo, que parece un intelectual; envuelve el queso y el jabón con versos y sonetos escrito por él en los ratos de ocio; en este pequeño escaparate hay un cartón con unos muñecos pintados: una familia aldeana que están cogidos de la mano, el marido, la mujer y un niño pequeño; sus cabezas son tres garbanzos de los más raros y feos que han escogido de sus talegos, retocándolos con tinta, pintándoles ojos y bigote; debajo de este cartel dice:
LA FLOR DE CASTILLA, KILO 1,20
También se ve en el escaparate, entre las latas de conservas y las madejas de algodón, carretes de hilo y alpargatas, caricaturas y retratos hechos con tiras de bacalao y esas construcciones que venden en pliegos, que recortan los niños, pegándolas en un cartón por suelo; son plazas de toros, un castillo o una noria con un caballo con anteojeras para que no se maree, y también se venden unas hojas, con una orla hecha por el dueño con tinta, en las que están pegadas las cajas de las antiguas cerillas de Cascante con caricaturas, escenas españolas, «peligros de Madrid» y mujeres bañistas enseñando las nalgas. En algunos de los balcones bajos de esta plaza, donde están establecidos los fondistas y las patronas de casas de huéspedes, se ven todavía las cortinillas recogidas, estas cortinas que en verano cuelgan de los balcones y toldos de las tiendas bajo los soportales.
En estas fondas y casas de la plaza, aunque estén sus comedores y alcobas empapeladas siete veces con papeles gruesos de ramos, tienen la ventaja que por el mucho frío que hace en el invierno en Segovia, las chinches en verano, aunque estén hambrientas, saldrán sin fuerza.
En esta plaza encontraréis todo lo que os haga falta; si queréis comprar un anillo de plata para la criada, en seguida encontraréis una platería; mantas, trajes o abrigos, daréis Inmediatamente con un almacén de telas o sastrerías, y si os moréis hacer un retrato, porque os habéis casado, en esta plaza ciaréis con fotógrafos modestos de portal, pero que os sacarán muy bien, de muestras se ven en sus vitrinas toda clase de retratos, desde el obispo viejo, que se pasa en la cama todo el día, hasta el joven y boyante obispo nuevo, gran intrigante y amigo de placeres. Muchos retratos de cura; hay aquí bárbaros de la tierra que se retratan con el crucifijo en la mano, pero que piensan, más que en la religión, en las mujeres, la eriza y en jugar al dominó y al tute. Junto a los retratos de frailes y algunas monjas, de tantas iglesias y conventos que hay en Segovia, se ven los de los canónigos, con su capucha negra y el vientre adornado con muchos borlones y encajes corno de pantalones de señora. Tampoco falta el imprescindible retrato de un niño recién nacido, con su cabeza blanda y en pico, echado, desnudo, boca abajo o boca arriba, encima de un almohadón.
También hay fotografías artísticas de tipos del país, con sus trajes característicos, que ya no los sacan más que en los Juegos Florales o en alguna boda de rumba. Estas parecen preciosas figuras de madera vestidas; ¡qué bien se colocan para retratarse t; ella con su montera de terciopelo rodeada de borlas encarnadas, y al cuello muchos collares que cuelgan hasta su vientre, y sus faldas de colores llenas de franjas de terciopelo guarnecidas de abalorios, y ellos can un sombrero pavero, donde baja la punta del pañuelo que llevan atado a la cabeza hasta.el hombro, con el chaleco desabrochado, donde me ve la pechera blanquísima de la camisa, y a su cintura un ancho cinturón con el cuero, grabadas en grandes letras inscripciones, el nombre de su mujer y de él; los pantalones anchos, acuchillados, bajan unas borlas hasta el nacimiento de sus polainas con el cuero labrado como las de los contrabandistas andaluces, y en las bocamangas y el chaleco lleno de botones calados, que algunas veces suelen ser de plata y oro, afiligranados. Por debajo de la montera de ella cuelgan sus largas trenzas, con un lazo, que las cae hasta la punta de sus zapatos de hebillas y las da esto un aire más de muñeco.
Al pie de estas tiendas se ven anchas baldosas amarillas, acanaladas y resbaladizas; allí se acurrucan las mujeres con las faldas por encima de la cabeza para no quedarse heladas; tienen muchos refajos amarillos y colorados de bayeta; en el suelo se ven pucheros y escudillas de barro, y esparcidos por el suelo, encima de los sacos, granos, legumbres y la nota roja y verde de los pimientos y tomates; son los vendedores ambulantes que vemos viajar en el coche de tercera de un tren mixto; ellos, con sus alforjas, envueltos en sus capas amarillentas y con el sombrero deformado y añoso, bajo sus botas gruesas y blancas por el barro, los talegos y el peso que meten debajo del asiento; ellas, con las cestas llenas de huevos y gallinas, que llenan el vagón al amanecer con un vaho de establo; los refajos de las mujeres huelen a demonios coronados.
El segoviano es un hombre pequeño, que come poco, porque apenas gana para vivir; al sentarse a nuestro lado, en el tren, su capa dura, que ha resistido tantos años la lluvia, está tirante y sus pliegues los sentimos en las rodillas como si estuvieran tallados en madera y huele a su cuerpo; son gente sufrida y dura como la tierra.
En la plaza de Segovia se ven esos pobres envueltos en sus capas, llenas de remiendos, con el sombrero pavero agujereado y atado por debajo de sus barbas, con los pies descalzos, morados por el frío; llevan una gran cayada y se quitan muy corteses el sombrero para pedirnos una limosna; entonces vemos su cabeza de garbanzo, calva y roja, haciendo contraste con la pelambrera de su barba con mechones canosos; algunos de estos pobres son como apariciones en medio del camino o recostados en el muro de un edificio antiguo; es tan anticuado su traje, que parece que no son de este siglo.
Llego cansado otra vez a esta plaza, después de recorrer todo el pueblo; aunque son las cinco de la tarde, se ve muy poco; hace un frío tan intenso, que se nos mete en los huesos y deja las manos sin movimiento; me pongo a pasear por los soportales; veo salir del portal de un callista a un segoviano viejo y rico, con lujosas polainas negras; su pantalón y chaqueta está lleno de botones de plata; lleva un sombrero nuevo y una larga capa que se refleja al salir en el cristal de un escaparate, donde se ven las hormas de un zapatero, y se vuelve a meter en otro portal negro, donde hay un letrero de un médico, y sale al poco rato con una chica anémica cogida de la mano.
De un taller de relojería sale un aldeano de León con su trajo de maragato; lleva por encima de su gran capa las alforjas; saca de un bolsillo un pañuelo de hierbas, donde lleva metido el dinero, y se pone a palpar, maquinalmente, el bulto do los duros; mientras, muy plantado, mira frente a la plaza, como si no recordase la dirección de algún sitio que tiene que Ir a hacer sus compras.
Dos labradores salen, muy cargadas las alforjas, de una tienda de granos, y atraviesan la plaza muy de prisa con sus varas en la mano y las gorras de cuero y pelo en la cabeza.
Las hogueras empiezan a encenderse a la puerta de los soportales y brilla el fuego en las cocinas de los figones.
En esta hora aparecen, llenando la plaza, un rebaño de ovejas; en sus lanas traen pintado con rojo un número; los ludidos se prodigan melancólicos; los pastores las cuentan y entierran por grupos en los corrales de las casas.
Este rebaño es el que vi por la mañana en la llanura que el, ve bajo los arcos del Acueducto.
La catedral, que está detrás de estas casas, cuyas altas agujas y pesada mole, toda la piedra ha tomado un color amarillo, y del campanario baja a la plaza el estruendo de sus campanas llamando al rosario.
Muchas mujeres bajan de sus casas, con la silla en la mano, y al poco rato un largo cordón negro de beatas entra en la catedral.
Por encima de los aleros de algunas casas que hay junto a la catedral se ven a lo lejos los arcos del Acueducto, cuyas piedras están sueltas, sin argamasa, y llevan ya muchos siglos hin caerse. Entre la gente del pueblo hay la creencia que fué hecho por el demonio; algo de razón tienen en esto, pues no lie puede dar una construcción más descabellada y de más belleza y grandeza.
En las puertas de las: posadas se ven las pesadas diligencias a Arévalo, Sepúlveda y otros pueblos; suben por una escalera a su techo, revestido con gran encerado, por si llueve, donde atan los mozos las maletas y los pesados baúles de ruedas, que hacen crujir el techo, sintiendo los viajeros, que han ocupado por completo la diligencia, los golpetazos, y mirándose unos a otros, asustados, como si el techo los fuera a aplastar antes de emprender el viaje.
Yo me voy andando a la estación, y paso por debajo del Acueducto, que vi en distintas horas; a la del mercado, cuando los traficantes ponen sus toldos y cajones al pie de sus arcos gigantescos, y de noche, cuando los serenos de la ciudad se reúnen para pasar lista, en las casas al lado del Acueducto, que son las primeras de la ciudad; estos serenos, envueltos en sus capotes, y puestos en fila, con los chuzos en ristre, parecen duendes, cuyos faroles son ojos luminosos que proyectan en el suelo y en las casas redondeles luminosos.
Cuando el tren comienza a andar por la llanura pelada, viene a mi memoria todo lo que vi en Segovia el poco tiempo que estuve; a la entrada en la ciudad, apenas comenzaba a clarear el día, cuando me desperté y miré por la ventanilla, llena de escarcha, notando que la tierra era lisa como la palma de la mano; luego la llegada a Segovia.
Sobre una loma, algo abultada, asomaban las agujas, torres y cúpulas de la catedral y la punta de unos muros, como si estuvieran sepultados en un hoyo, pero que, por su separación, me dió la impresión de un pueblo grande.