martes, mayo 21, 2024

Vascongadas: tres provincias de Castilla por J. M. Codón (Real Academia de la Historia)

 Vascongadas: tres provincias de Castilla por J. M. Codón (Real Academia de la Historia)




Revista 
FUERZA NUEVAnº 575, 14-Ene-1978

LAS VASCONGADAS: TRES PROVINCIAS DE CASTILLA

Una imaginación calenturienta forjó, a últimos del siglo XIX y primeros del XX, el mito de la existencia de una entidad histórico-política comprensiva de siete provincias, y le dio el nombre bautismal de “Euzkadi”, que tradujo en un principio como “Estado vizcaíno” y después como “Estado vasco”.

Secularmente, los mismos vascongados, aludiendo a sus características geográficas, llamaron al territorio de las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya “Euskalerria”, es decir, “la tierra vasca”.

El mismo Sabino Arana ideó el neologismo “ikurriña”, equivalente a bandera, no a una bandera determinada, como ahora se cree, sino a bandera, en general. Era otro error, porque precisamente bandera, en castellano, es una palabra vascongada que procede etimológicamente de “banda”, ánimo, valor guerrero, en vascuence.

Con paciencia de entomólogos, podemos hallar la existencia de “Euzkadi” en una pequeña localidad argentina del departamento de Limay Mahuida, provincia de La Pampa (Argentina). Extendido el mito entre algunas gentes sencillas, se maneja ahora con fines políticos.

Nunca ha existido una nación vascongada que se llamase “Euzkadi” o de cualquier otra manera. Dejando de momento las tres provincias francesas, se pretende que el estatuto autonómico que se elabora (1978) incluya a Navarra. Pero Navarra es un reino fundamental, con personalidad propia, totalmente distinta de las tres provincias vascongadas desde los puntos de vista geográfico, prehistórico, político, histórico y lingüístico.

Dediquemos este artículo a las tres provincias vascongadas y quede por otra ocasión el estudio especial de Navarra.

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Dejemos el mito y vayamos a la realidad histórica. Jamás las tres provincias vascongadas han constituido una nacionalidad o más propiamente una nación. En España no hay más nacionalidad que ella misma: España.

“Las nacionalidades” se inspiran en un oscuro libro separatista de Pi y Margall, que apareció con este título hace un siglo (1882) y que el mismo viejo federalista vio con tristeza que habían desembocado, en la práctica, en el cantonalismo más anárquico.

Esto para algunos será sorprendente pero es irrebatible. Jamás los vascones vivieron en las provincias vascongadas. Lo hicieron en el norte de Navarra, en Huesca, Jaca, Sobrarbe y Soria. Los que poblaron y permanecieron en las tres provincias vascongadas no son vascos, sino vasconizados, o sea semivascos o semicántabros, porque las tribus originarias que ahora mencionaremos no eran vascones sino iberoeúskaras.

Por las fusiones matrimoniales, por las migraciones, por las alianzas con los cántabros y con los demás iberos, las tres tribus de la depresión vascongada -autrigones, caristios y bárdulos- se integraron, después de presentar una batalla durísima a romanos y godos, con las restantes gentes ibéricas, y definitivamente en Castilla y siempre en España.

Hitos y datos: Hace veinte siglos ya Roma diferenció perfectamente a los vascones navarros, adscribiéndolos al convento jurídico (distrito) de Cesaraugusta (Zaragoza) y las tres tribus vascongadas pertenecieron, en cambio, al convento jurídico de Clunia, ciudad cuyas ruinas, muy bien conservadas, se emplazan todavía en el sur de la provincia de Burgos.

Y ya entre los siglos V al VII, vascongados y cántabros luchan juntos en lo que después será Castilla la Vieja, y sólo se pacifican cuando Leovigildo vence la postrera resistencia en esta última centuria en la plaza burgalesa de Amaya, que en lenguaje vascongado significa simbólicamente “el fin”.

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La vida de los pueblos históricos es dinámica. Los vascongados, como todos los españoles, nos hemos mezclado continuamente. Por eso, para situar en el espacio y en el tiempo el mapa tribal del siglo VIII, es importante fijarse en que la tribu de los bárdulos había poblado el norte de Burgos y luego se traslada a Guipúzcoa.

Por eso, las Bardulias de la Crónica de Alfonso III, que ahora se llama Castilla la Vieja, acogen a bárdulos que se van corriendo a Guipúzcoa y todavía hoy figura en sus timbres heráldicos con esta leyenda: “Bardulia fidelísima”. Burgaleses y guipuzcoanos, primos hermanos. La tribu de los caristios se asentó en Vizcaya en los mismos siglos de la dominación romana y goda, y en una pequeña parte de Álava. Y la tribu vascongada de los autrigones pobló dicha provincia pero también el norte entero de la provincia de Burgos, pues la línea demarcatoria estaba a menos de 18 kilómetros de la capital de Castilla. Por eso, Castilla, antes de llamarse así, se denominó sucesivamente Cantabria, Autrigonia y Bardulia.

Otro hito decisivo: en la invasión árabe, 714, cántabros, vascongados y godos luchan al servicio de los reyes de Asturias y León, y condesas vascongadas ascienden al trono de la nueva Monarquía y sus caudillos forman en seguida, con las gentes godas e hispanorromanos, los condados dependientes de León.

En el año 943, se integran y fusionan de un modo formal, al proclamar el conde Fernán González la soberanía de Castilla, siendo reconocido, por pacto, como conde de Castilla y Álava. En la Diputación de Álava está (1978) su efigie como primer conde soberano. (Ver
:http://hispanismo.org/castilla/29312-ante-el-milenario-de-castilla-943-1943-meditaciones-historico-politicas.html?highlight=

“Álava” comprendía entonces a Vizcaya y Guipúzcoa. Su hijo Garci Fernández, su nieto Sancho García y su biznieto García Sánchez, mantienen unidas las tierras castellano-vascongadas en el condado de Castilla. Su nieta casa con Sancho el Mayor de Navarra, y por coyunda matrimonial, por lazos biológicos de sangre, este “imperator totius Hispaniae”, este “rex ibericus”, forma el primer imperio español, desde Cataluña y Navarra a Aragón y Galicia, Castilla y León. Alfonso VIII, en 1200, reafirmó la unión de la siempre realenga Guipúzcoa. Y Alfonso XI, la de Álava.

Las Vascongadas fueron siempre las adelantadas de las empresas de Castilla y España, en la Reconquista, en América, en la política de la corte de Burgos y después de Madrid, en las empresas europeas, en la independencia, en las guerras carlistas. Así pudo exclamar el autor de la palabra Hispanidad, monseñor Vizcarra: ¡Vasconia españolísima”. Es un eco del dictado tópico popular: “¡Oh, Vizcaya cantabrana, donde toda España mana!”

José María CODÓN
De la Real Academia de la Historia

lunes, mayo 20, 2024

EVOCACIONES SIGLO X. CASTILLA. FERNÁN GONZALEZ

  Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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EVOCACIONES

SIGLO X. CASTILLA. FERNÁN GONZALEZ


SIN duda, el corazón de España es Castilla. Para decirlo así, tan en rotundo, me basta con llegar a la consideración, que se establece, por repetidas deducciones, de que ningún otro de los territorios que integran el conglomerado nacional ha podido adquirir, a través de los siglos, tanta suprema energía de perduración como esos pueblos que forman la meseta superior del país, donde late el íntimo fondo de una realidad eterna. Abona el afirmarlo así el hecho de que siempre lo castellano se desenvuelve dentro de un aroma trascendente, propicio a crear y a mantener esas existencias gloriosas y representativas, faros luminosos de una raza, que salen del ámbito de lo pretérito para iluminar, con vivos destellos, estos días del presente. Y la razón está en que Castilla, desde sus más remotos tiempos, es fecunda tanto en sus aglutinaciones sociales como en sus balbuceos heroicos. Recorrer sus campos, asomarse a sus ciudades, descubrir su vida en cuanto acusa su vigor esencial, es como llenar el alma de esa extraña conciencia que lleva a saber qué es lo que se oculta detrás de un pueblo, y por qué en las tierras castellanas, es decir, los seres que sobre ellas nacen, tienen un ánimo compuesto de ímpetus sobrios y nobles.


Estas reflexiones me acompañaron una alborada limpia, con tonos rosas y cárdenos, en tanto caminaba hacia Covarrubias. ¿Por qué este pueblo ensancha de tal manera los límites de la evocación? He ido a él como peregrino lleno de ilusiones, quizá por imaginármelo aun con más historia que otras tierras y otras ciudades de la sin par Castilla, austeras y fecundas, en las que han quedado prendidas tantas glorias desde hace más de diez siglos. Covarrubias ha sido más fuerte que la acción devastadora del tiempo. Algo inexplicable e inconfundible se han ido legando unas a otras las generaciones, unos a otros los siglos, para que esté en él aún viva el alma castellana de los días del X y del XI, un alma elemental, entre gótica y celtíbera, compuesta de misticismos y de heroicidades.


Todos los pueblos de la cuenca del Arlanza, y más allá, en el Duero, en Clunia, en San Esteban, en Aza, en Gormaz, con sus callejas desavenidas y sus casas mal dispuestas, y fuera, con sus barrancas sembradas de piedras cárdenas, con sus valles amarillos y sangrientos, tienen una radiante y recortada silueta sobre el firmamento y la sonrisa volátil de una vida que se les escapa, porque en ella hay una formidable alusión a recuerdos del pasado que se lanzan al cielo, y a que sólo del cielo son comprendidos.


Entre estos pueblos, más hechos para lo eterno que para lo temporal, vive éste de Covarrubias. Al entrar en él, al ver sus calles y contemplar sus casas, parece que de todo huye ese carácter de fugacidad que es propio de la vida del hombre en relación a las cosas que le rodean. El sentido de lo que no pasa, de lo que se asienta, de lo que perdura, adquiere valores fuera de la transitoria inversión de las influencias de los tiempos. ¿Qué puede suceder para qué sea así? Basta pensar que allí están, entre los muros de su Colegiata, los restos de Fernán González , el primer conde auténtico de una auténtica Castilla, y , a su lado, los de su primera esposa, doña Sancha, su «dulcísima mujer», como declara en varios documentos que aun se conservan, algunos de ellos escrituras que acreditan sus fundaciones.


La transformación de Castilla, los hechos que la llevaron a no estar sometida a León, sino a considerarse un propio condado, con sus leyes independientes y su carácter propio, tuvo lugar en el curso del siglo X. Al iniciarse esta centuria, los límites precisos son marcados por los cuatro versos siguientes:


Entonce era Castilla un pequenno ryncon,

era de castillanos Montes d’ Oca mojón,

e de la otra parte Fitero en fondón,

moros tenia Carazo en aquella sazón.


Versos que sirven para establecer una comparación exacta y rotunda:


Varones castellanos, este fue su cuidado,

de llegar su sennor al mas alto estado,

duna alcaldía pobre fizeronla condado,

tornáronla dispues cabeza de reynado.


Era además Castilla, en su más remota antigüedad, un mosaico de condados pertenecientes a varias familias, casi todas rivales entre sí. Pero a pesar de ello, si se ha de hacer caso a lo que el mismo Berceo dice, ya existía una idea común y una fe que se elevaba por encima de las cosas terrenas. Esto hacía que espiritualmente se procurase mantener una unidad perfecta y unas mismas tendencias fuertes y definidas, ya que los enemigos eran por igual comunes en aquellas tierras castellanas que penetraban con timidez por las de Logroño, Palencia, Santander y, sobre todo, por las de Soria. En el núcleo principal, en la parte que ya se llamaba «Castella Vetula»—Castilla Vieja—, formada por Villarcayo, Mena, Aza, Tovalina, Valdegobía y Añana, radicó desde el primer instante una conciencia profunda y original. Diversas hazañas llevadas a cabo por gentes que poco después bajaron de las montañas, pasadas de tres o cuatro generaciones, habían formado una raza dura, independiente y batalladora, que se afincó en los castillos de Grañón, Cerezo, Cellórigo y Lantarón, creando un concepto de vida y de honor contrario a todo vasallaje.


¿Pero cómo de lo teórico, preso en la sensibilidad, pasar a lo que ya tuviera una expresión práctica? Para ello se hacía necesario el hombre que sirviera para convertir el pensamiento en acción y la palabra en iniciativa. Los que por defender sus intereses se avenían, sin réplica, a los dictados de los reyes leoneses, no eran aptos para levantar la bandera de la personalidad de Castilla. Para que esto sucediera se hacía preciso que alguien llegara a sentirse herido en sus sentimientos y recogiese el vivo dolor que debían sufrir los demás al verse dominados por quienes no querían respetar sus leyes dentro de las más viejas tradiciones ibéricas, tales como eran los «judicios levatos». ¿De todo ello nació el impulso que le obligó a obrar, de la manera que las circunstancias aconsejaban, a Fernán González?


Ciertamente Castilla, si en mucha parte de su fundación se une al nombre de Diego Rodriguez Porcelos, su certificado de auténtico condado, con una independencia y con una personalidad, le es debido a «Ferdinandus Gundizalvis, hijo de la condesa Muniandonna y del conde Gonzalo». Las luchas que llenan su vida acusan la fuerza de un temperamento indomable. Además, por sí solas reflejan que el hombre que las libra está dotado de un contenido ideal que se escapa de su inteligencia y pone bríos en su brazo hasta extremos insospechados. Animo dispuesto a los viriles arranques, vio en Castilla la base de una fuerte personalidad con la que contar para las más locas aventuras y las más grandes heroicidades. A tanto llegó su nombre, que preso, aherrojado, hundido en las sombras terribles de un calabozo, son sus mismos enemigos los que trabajan por su libertad, no sin antes hacerle ganar batallas. Si la victoria, le eleva, la adversidad le fortalece. Nunca fué más grande que en los momentos de ser mayores las dificultades y casi ingentes los tropiezos. Bien puede decirse que con su figura—magnífica sombra protectora—lo cubrió todo, y Castilla se hizo a él tanto como él hizo a Castilla. El augurio que le hiciera un anacoreta en sus días de mocedad, cumplióse palabra por palabra:


Farás grandes batallas en la gent descreída,

muchas serán las gentes que quitarás la vida,

cobrarás de la tierra una buena partida,

la sangre de los reyes por ti será vertida.

No quiero mas decirte de toda tu andanza,

será por todo el mundo temida de tu lanza,

quanto qué yo te digo tenia por seguranza,

dos veces serás preso, creime sin dudanza.


¡Siglo X. Castilla. Fernán González! España es esto: un tiempo, un lugar, un nombre. Acaso Covarrubias, con algunos otros pueblos castellanos, donde lo pretérito se remansó, sean la demostración evidente de ese glorioso pasado, que ha de ser luz en el presente. Hay que pensar—y en el pensamiento poner unción—que entre los muros de su Colegiata están los restos de quien realizó sus hazañas a la vista de una realidad superior y de una vida, para aquellas tierras que con su espada había ganado, más noble y más digna, que dotó con los suficientes empujes para que se sintieran los anhelos que llevan hacia la nacionalidad.


LUCIANO DE TAXONERA

LUGARES SANTOS DEL MILENARIO DE CASTILLA

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas


LUGARES SANTOS DEL MILENARIO DE CASTILLA


VIVIMOS orgullosamente los días del Milenario de Castilla. No ya por castellanos; como simples españoles, la fecha es fecha de todos. Castilla abarca en sí, capitalizados, los más entrañables resortes de la hispanidad, del ser español. Por otra parte, la radiante belleza de su epopeya fascina y vivifica. Sorprende, en efecto, esa maravillosa sincronización política y literaria de Castilla, que, al darnos con pródiga generosidad sus primeros héroes, nos entrega tras ellos los primeros monumentos poéticos del habla que se echó a andar por la meseta con los héroes. Castilla «la gentil» es para el juglar cidiano. Castilla «la preciada» es el requiebro filial del anónimo monje de San Pedro de Arlanza, cuando imagina y canta las hazañas del conde Fundador. Y ¡con qué tierna galanura, con qué resalte de ingenua ufanía exclama el poeta al contemplar el rotundo paisaje castellano!:


Pero de toda Espanna, Castilla es lo meior,

porque fué de los otros el comienzo maior.

Y aun Castilla la Vieia, al mi entendimiento,

meior es que lo al, porque fué el cimiento.


Castilla, efectivamente, cimiento de España, celebra sus bodas milenarias con la Historia y con la Poesía. Porque el conde Fernán González, suprema evocación del Milenario, adelanta su caballo y su azor como el más fragante emblema poético de sus victorias.


Quiso Ortega y Gasset, con fértil atisbo, simbolizar en el galgo y en el chopo la esencia del paisaje castellano, y con el paisaje el alma de Castilla. Yo contrapongo en la misma línea el caballo y el azor condales. El caballo, en marcha hacia infinitas rutas; el azor, pugnando por hundirse en el azul del cielo: horizontal y vertical que marcan el paso egregio de Castilla bajo su arco de mil años.


Muy largo es este tiempo para que una tierra de germen castrense y batallador como la primitiva marca burgalesa haya podido comenzar las sagradas reliquias de su origen. Siempre que desde el tren desfila ante nuestros ojos Burgos, con sus torres góticas, con sus centenares de miles de chopos y álamos a lo largo del Arlanzón, sentimos que la vieja Cabeza de Castilla, toda vértice y unidad, no ostente sobre el cerro que la protege el más esbelto de los castillos españoles. Aquella fortaleza, donde morara el conde Fundador, cumplió, según creo, su último acto de servicio frente a las huestes de Napoleón. ¿Qué mejor fecha que la celebración del Milenario para levantar esas heroicas ruinas?


Unas leguas al Sur de la capital, otras ruinas ilustres pregonan el poderío del conde: la fortaleza de Lara, cabeza de su alfoz, donde el Héroe, joven todavía, viviera al lado de su madre, la mujer prudente y fuerte Muniadona. Lara, en la cuenca del Arlanza, sabedor de romances, había sido fundada sobre las piedras de un castro romano por el padre de Fernán González. Sobre aquella prominencia, desde donde divisa buena parte de su señorío—Lerma, Salas de los Infantes, Barbadillo, Carazo, Silos. Almenar—, ¡cuántas veces reuniría a sus infanzones! Y, juntos, ante la animadversión de la Corte leonesa, lamentarían sus cuitas según expone la crónica con emoción balbuciente: «¡Ay, Dios! ¡Cómo somos omes de fuerte ventura! Ca por nuestros pecados non quieres tú que salgamos de premia e de cueita, mas quieres que seamos nos e toda nuestra natura siempre siervos. De más todos los de Espanna nos desaman mucho, sin guisa, et non sabemos a quién decir nuestra cueita sinon a ti, Sennor.»


Cuenta igualmente la crónica que reposando el conde una noche en el Monasterio de San Pedro de Arlanza, por él fundado y dotado, oyó en sueños una voz que le decía: «¿Duermes, Castiella? Levántate et vete para tu companna, ca Dios te a otorgado quantol demandaste.»


Así, entre perfiles de honda y ruda inspiración religiosa, la gesta del Héroe mece la cuna de Castilla.


Tras de una vida andariega y batallona, trascendida en mito legendario, la muerte del conde soberano de Castilla fué llorada por sus vasallos con grandes señales de duelo. Por orden expresa suya, su cuerpo fué sepultado, junto al de su esposa doña Sancha, en el Monasterio de Arlanza. Ambos sarcófagos—que hoy todavía se conservan—quedaron por entonces depositados fuera del templo. Más adelante se les trasladó al interior, bajo el crucero de la iglesia. A lo largo de los siglos, y conforme las obras de reparación del templo lo requerían, los sepulcros ocuparon diversos lugares dentro de su recinto. La incuria y las vicisitudes de nuestro siglo XIX, que tantos monumentos artístico-religiosos convirtió en cuarteles cuando no en ruinas, dejaron en el más completo abandono aquellos muros triplemente sagrados para la Iglesia, para el Arte y para la Historia. El Monasterio de Arlanza desapareció.


A ocho kilómetros de la venerable abadía se alza Covarrubias, antigua corte del Condado. Y el 14 de febrero de 1841, hace poco más de un siglo, los dos insignes sarcófagos, de románicas piedras desgastadas, cargados en una carreta de bueyes, fueron llevados a la villa. La Colegiata de Covarrubias acogió desde esa fecha las preciadísimas reliquias. Fueron entonces depositadas, tras las ceremonias litúrgicas, en el presbiterio del templo colegial, al lado del Evangelio, junto al arco-solio sepulcral donde yacen los restos de don García Alonso de Cuevas, capellán del rey don Juan II.


En el mes de marzo de 1941, una orden del ministro de Educación Nacional, señor Ibáñez Martín, dispuso el traslado—ya definitivo—de los restos del Fundador, primer conde soberano de Castilla, y de su mujer, a una de las capillas de la Colegiata.


Covarrubias y su Concejo se honran en ser los leales custodios de tan sagrado tesoro. Y el Torreón de Fernán González—parte integrante del propio palacio heredado de su madre—monta todavía en guardia en la villa burgalesa, con sus cuatro muros abiertos a todos los horizontes de Castilla.


El Milenario entraña una justicia histórica, reparadora de siglos, hoy que España, tomando por suyo el emblema del caballo y el azor, clava su vista en el futuro, sin olvidar las grandes lecciones y gestas del pasado.


El espíritu anima estos lugares santos del nacimiento de Castilla, a quien todos los españoles debemos la fuerza unificadora y conquistadora que culminó en el Imperio. Porque eso es la Castilla milenaria: vértice de unidad, irradiando a los treinta y dos rumbos de la rosa de los vientos. En el medio de España, para llorar mejor sus penas, para nutrir mejor sus ímpetus, para aguzar mejor su sed de porvenir.


LOPE MATEO





lunes, mayo 13, 2024

"CASTILLA, O EL SEPARATISMO TRASCENDIDO"

  Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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"CASTILLA, O EL SEPARATISMO TRASCENDIDO"


EL siglo X es una de esas épocas en que la Historia cambia de faz. Un seísmo político conmueve y trastorna la geografía de España. El reino de León se ahíja en comarcas que, si en un principio le son tributarias y dependientes, poco a poco van cobrando soberanía y llegan incluso a oponérsele, de igual a igual, con guerras fratricidas. Así nacen Navarra y Castilla.


En realidad, fueron dos actos separatistas de la unidad hispánica, amortiguada en la conciencia de las gentes tras dos siglos de extraño predominio musulmán. Después, andando los años, Castilla, merced al impulso genial que le diera su primer conde independiente Fernán González, adquiere rango primacial en la política española. Es que salvó la fase peligrosa de todo separatismo —aquella que se cifra en reconcentrarse y aislarse— para verterse como un río salido de madre hacia las tierras islamizadas. De este modo, Castilla, que era, a comienzos del 900, un «pequeño rincón» —como canta la gesta—, se trueca, al cabo de dos siglos largos, en el mayor reino cristiano de la Península.


Cuando muere San Femando, en 1252, ya se prevé con clara perspectiva la proyección castellana sobre la entera geografía ibérica.


Hay épocas en que los minúsculos problemas locales se erigen en norma de acción nacional. Así, en el siglo X, el ansia de libertades concretas y peculiares hace de Castilla —del conde de Lara— un feudo. Porque espíritu feudal, particularista, local, fronterizo, alienta en Fernán González, como antes en su padre Gonzalo y antes aún en Nuño Rasura y Laín Calvo. Cierto que la política central de León no era la conveniente a Castilla; pero desde un punto de vista patriótico, ¿no correspondía a los primates de aquella hora procurar la transformación administrativa del Estado español que en León tenía sede, antes que desgajarse de la hermandad histórica que exigía marchar unidos hasta recobrar la total libertad de la Península? Pero Fernán González, que fué un genio de la guerra y un habilísimo político local, procedía por ambición personal de señorear con plena autonomía. ¿A qué obedecer al rey leonés, cuando tan fácil y tan gustoso era hacerse él mismo su reino? Y así lo hizo.


Enjuiciada hoy su conducta, se nos ofrece en dos aspectos: como vasallo del rey de León, Fernán González fué desleal y díscolo, aunque su intención no persiguiera otra finalidad —así nos lo aseguran sus panegiristas— que modernizar según el entonces contemporáneo patrón feudal la absurda organización administrativa del reino. Pero se olvida que lo que hizo Fernán González fué algo más que descentralizar la administración; formó pura y simplemente un nuevo reino frente a León. Partió en dos la España cristiana de occidente.


Otro aspecto de Fernán González, y el que le da carácter de héroe nacional, es su pertinaz y nunca desfallecida tensión guerrera contra el imperio islámico. Jamás contemporizó con los invasores. Contra ellos afiló siempre su lanza y ni se arredró de enfrentarse a la vez contra el infiel y contra los reyes cristianos que con el infiel pactaban. En este sentido Fernán González es el arquetipo del Cid, que un siglo más tarde le imita y le hereda coraje, bríos y fortuna guerrera. Frente a los Ansúrez —condes castellanos que defendían la unión y la obediencia al rey leonés— y frente a los Velas —señores de Vizcaya que apoyaban la conducta de los Ansúrez—, Fernán González triunfa porque era mejor capitán y sabía granjearse con liberalidades y exenciones tributarias a los conventos y al pueblo llano.


Fué, por eso, Fernán González un auténtico caudillo popular. Acabó con todos los condados que le hacían sombra en Castilla y convirtió al pechero y siervo de la gleba en hombre de armas tomar, esto es, en caballero. Esta fué, seguramente, la razón de su triunfo. En todos los tiempos llevará las de ganar aquel que con mano más firme haga justicia al pueblo. Anular a los iguales y atraerse a los inferiores es medida de buena política. Y así lo comprendió y llevó a término el fundador de Castilla la gentil.


Pero Castilla no se conformó con separarse de León, sino que se lanzó á absorbérselo, y esta es su gloria histórica. De una rebeldía—que sola y en sí circunscrita puede ser juzgada como traición —hizo una empresa imperialista para cobrar las riendas de España. Si en León se habían olvidado de la misión unificadora, Castilla la tomará como suya. De separatista se hará integradora, de feudal se convertirá en nacional, de Castilla —«pequeño rincón»— crecerá a personalizar la Patria toda. Castilla llega a ser sinónimo de España. He aquí cómo supo trascender esta comarca. Y parecidamente la estirpe de su Fundador ascendió de quebrantadora a instauradora de monarquías.


Y es que Castilla no sometió a las demás regiones para beneficiarse de ellas ni las consideró nunca de calidad más baja, sino que fué ganándolas para el destino supremo de que juntas con ella constituyeran la gran unidad histórica de España.


Por esa virtud imperial se distingue Castilla en la Historia, y por ella su milenario se convierte en festejo nacional. Castilla dió a España idioma, carácter, rumbo...



Bartolomé Mostaza




Monasterio de San Pedro de Arlanza (Burgos), lugar donde tuvo efecto la famosa batalla de Fernán González.




"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA


 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas



"ESTAMPAS DE FERNÁN GONZÁLEZ EN EL MILENARIO DE CASTILLA


De lo temporal a lo eterno


ALLA van diez siglos castellanos, como diez patriarcas de la Escritura entre rebaños bíblicos; como diez guerreros de «La Ilíada», entre carros homéricos; como diez ángeles de Anunciación, entre un batir de alas y con la salutación celestial: «¡Ave, María!»


Custodios de Glorias y Legionarios de Quimeras, sólo pueden contemplarlos los visionarios y sólo oírlos en éxtasis. Mas sus pasos por el suelo claman al cielo y dan vista a los ciegos, oído a los sordos, habla a los mudos... El Milenario de Castilla es el Evangeliario de España.


La ecuación entre cielo y suelo preside todo el Génesis castellano. Del concepto de vida terrenal, pobre, mísera, sin alas ni galas, surge la conciencia de vida espiritual, alada de ascetismo, engalanada de inmortalidad.


Del clima terrenal, el clima moral. Como anota Menéndez y Pelayo, Castilla no sensibiliza lo espiritual, sino que espiritualiza lo sensible. En Castilla, lo temporal se unge de eterno.



La leyenda y la Historia


En el Génesis nacional, flotan las nieblas aborígenes en una masa de asteroides; hasta que cristaliza Fernán González, sol del sistema planetario. La Historia y la Leyenda se lo disputan, reinas enamoradas de este primogénito de la Gloria, que embriaga a los historiadores con el licor de los poetas y pone en los romances el acento genuino del testimonio.


En él se dan los atributos de soberanía, gobierno y mando, en sus tres dimensiones castellanas. «La Fe», a cuyos impulsos misioneros mete el estandarte cristiano morisma adelante, desde el Arlanza al Duero, desde Giafar hasta Almanzor. «La Patria», por cuyas grandezas sufre el desvío de los pueblos y el poderío de los reyes, desde las revueltas de Roa y Osma a los expolios que le imponen Ramiro II, de León, y Sancho el Craso, de Navarra. «El Honor», príncipe del Deber, que encarna en el Protocaballero castellano, fundador de Castilla, precursor del Cid, maravillas de Leyenda y prodigios de Historia, en diez siglos que son Decálogo de la Raza.



«El juicio de Dios»


Fernán González, irritado, despacha al mensajero de Sancho Abarca, estrujando la carta real, donde se le apremia en tributos y se le humilla en trato. Y, a caballo, frente a las huestes castellanas, entra por campos de Navarra, como un río en desborde. El rey acude con los suyos, más numerosos. Ambos Ejércitos se acometen con furia igual. Y, desde la mañana a la noche, la sangre entinta armas y hombres.


Mas la victoria está indecisa. En la tregua que impone la oscuridad, las tiendas del conde y del rey celebran consejo apremiante. ¿Hasta cuándo proseguir la terrible matanza ambas huestes? ¿Para cuándo el combate personal de sus caudillos, la decisión del «juicio de Dios»?


De la tienda del conde a la del rey cruza, entre hachones, Tello Núñez, con el cartel de desafío. De la del rey a la del conde, un reguero de luces y soldados lleva el asenso del monarca.


A la aurora, clarines, atambores. Ambas huestes, en línea de batalla, banderas al viento. Ambos jinetes, lanza en ristre, se acometen, espoleando los caballos. La acometida es tan furiosa que caen los dos a un tiempo, derribados y malheridos. El rey muere allí, sobre el campo. El conde, no sólo se levanta, sino que pide y monta otro corcel y acude valerosamente contra el vengador del rey, un bravo noble tolosano, a quien del primer bote de lanza deja sin vida.


Alaridos de victoria en los del conde. Silencio en las filas del rey. Fernán González, doblemente vencedor, otorga al enemigo la gracia de una retirada portando los cadáveres de sus príncipes. Y en viendo cómo los del rey se alejan, con las banderas abatidas, el conde aterra con el guantelete el mandoble, lo alza, entre sus banderas desplegadas, y proclama a los cuatro vientos el «juicio de Dios».


—¡Castilla, Castilla, Castilla! ¡Adelante con la victoria! ¡Dios lo quiere!



El vado de  Carrión

Ayer, navarros; hoy, leoneses. Castilla, la menor, está fraguando su grandeza, en una rotación militar y política, con las artes del Romancero:


«Castellanos y leoneses

tienen grandes divisiones.

El conde Fernán González

y el buen rey don Sancho Ordóñez,

sobre el partir de las tierras

y el poner de los mojones.»


Apenas frente a frente, tiemblan furiosos y coléricos. Se insultan con dicterios terribles. Echan mano a las espadas. Los monjes intervienen pidiendo tregua.


«Pónenlas por quince días,

que no pueden por más, non,

que se vayan a los prados

que dicen de Carrión.»


Si mucho madruga el rey, partiendo de León, no duerme el conde, partiendo de Burgos. Se juntan en el vado de Carrión, y al pasar el río, el conflicto


«Los del rey, que pasarían,

y los del conde» que non.»


Aquí el Romancero castellano da «el do» de pecho épico-lírico, entre crónica de testigo y epopeya de invención:


«El rey, como era risueño,

la su mula revolvió;

el conde, con lozanía,

su caballo arremetió;

con el agua y con la arena

al buen rey ensalpicó.»


¡Quién oyera al monarca, demudado, iracundo, fiero, amenazar de muerte al conde! ¡Y quién al conde, osado, replicar que el rey no cumple las pactadas treguas!


«Así hablara el buen rey:

— Yo las cumpliré de grado.

Pero respondiera el conde:

— Yo de pies puesto en el campo.»


Entonces, ante la firmeza del conde, enérgica, compacta, vertical, como un monolito, el rey no quiere pasar el vado de Carrión y se vuelve a sus tierras «enojado malamente».


«Grandes bascas va haciendo,

reciamente va jurando

que había de matar al conde

y destruir su condado...»


CRISTOBAL DE CASTRO






Iglesia de San Esteban, que fue primera catedral de Burgos






... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (V)

 ... MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (V)


V CASTILLA, MADRE DE ESPAÑA


Hasta aquí sólo ha cantado nuestra emoción histórica las glorias militares de la Castilla naciente, la gesta política de su caudillo unificador, el sentimiento religioso que es nervio de su pujante nacionalidad y la creación de su lengua como el mas firme cauce de la expansión de su espíritu. Pero todo es, como si dijéramos, el poema de la niñez y de la juventud. Y si la Castilla niña ya presagia tales grandezas, la Castilla cuajada y madura, la Castilla matrona, es la madre de España. Esta maternidad, esta tutela es toda nuestra historia. Ningún otro núcleo peninsular —y todos tienen gallardas ejecutorias—puede sentirse celoso de que Castilla lo haya afiliado bajo su propia sangre, porque a la postre todos, con sus glorias y sus tradiciones, con su patrimonio histórico y artístico, forman esta ínclita nacionalidad común que se llama España.



La construcción nacional


Así, del condado independiente que ahora conmemoramos, surge la primera monarquía castellana, que ya se funde con la leonesa y asume el timón y las riendas del destino de la Patria. Porque si es verdad que aun apunta en el siglo XI la concepción imperialista leonesa, la España que se vislumbra como hegemónica es la gran España del Cid, en la que se acusa ya con personalidad fuerte el tipo definitivo del caballero cristiano español. Y la robusta concepción de Fernán González, el gran sueño de reconquista y población de la España irredenta, entra en vías de realidad cuando alborea el siglo XIII con fervor de cruzada y de combate. Y las Navas es una primera realización conjunta del ideal de la cristiandad unida que capitanea Castilla. Y San Fernando es el mejor y el más genial de los campeones castellanos, que sabe hacer una nueva Castilla de las fértiles tierras de la Bética y comprender la necesidad de una España reconquistada y unida para la cruz.


En el siglo XIII ya Castilla es más de la mitad de España, y la Providencia empieza a tantear la unidad total de las tierras peninsulares. Es que la nueva raza ha impregnado de su temple y de su carácter todo el viejo solar; es que ha surgido como un nuevo ser hispánico; es que se prepara ei nuevo parto de la madre Castilla, que sabrá, en el siglo XV, fundir en el amor conyugal de una reina y en la sangre de su herencia, la otra media naranja del Estado aragonés. Por espacio de cinco centurias Castilla ha gestado a España desde que echó en el surco la simiente el genio político de Fernán González. Y cuando la da a luz, tras el antiguo y el nuevo dolor, es ya tan fuerte y robusta que unos años bastan para que se acabe la alarma de frontería, para que pase al olvido la zozobra de los jinetes del Islam, para que ya no hagan falta más castillos y la cruz domine, señera y pacífica, el panorama feliz de todas las tierras de la Patria.


Por Castilla ha nacido España. La España de los grandes destinos, que por llevar en la sangre aliento vital de Castilla sabrá a su vez ser todavía más fecunda. Los castillos ya no hacen falta, porque cada español de aquella nueva edad, es en sí como un castillo, como una fortaleza espiritual. Y la nueva línea estratégica, es, por así decirlo, interior. Está dentro de la conciencia, y la forman todos los españoles abrazados en una misma unidad de destino. Castilla, con la fuerza etimológica de su apelativo, pesa sobre el espíritu de nuestros hombres del siglo XVI, sobre nuestra legión de héroes y apóstoles, que están predestinados a ser lo que soñara desde sus murallas avilesas la mística doctora castellana, la gran maestra y estratega de las batallas del alma. Hombres de espíritu, hombres fuertes que han dominado su propia voluntad, hombres hechos a todos los combates internos, hombres que han asaltado su propio castillo y han sabido ir conquistando una a una sus moradas...



El Imperio


Con estos hombres, Castilla—España—alumbra feliz el imperio de la hispanidad. Y es España en Europa un nuevo y colosal castillo, baluarte de la unidad religiosa, con el que tiene a raya al monstruo de la herejía que amenaza destruir la catolicidad de la Iglesia.


Y es España, en América, la nueva fortaleza de la apostolicidad ecuménica de la fe, para la que gana tierras donde el sol no encuentra ocaso. Allí lanza su legión de cesares, el poderío de sus naves y todos los ejércitos de su mejor cruzada. Allí trasplanta su fe religiosa. Allí acude también el enjambre laborioso de sus monjes y de sus apóstoles. Allí impone su lengua de imperio. Allí alumbra, en fin, veinte naciones para la civilización, que aun hoy día, en que han llegado a su mayoría de edad, forman con la madre patria la más pujante federación espiritual del poderío hispánico. América fue por España, por Castilla. Hasta allí llegaron las consecuencias políticas del pequeño Estado que nació hace mil años. Hasta allí culminó el gesto de Fernán González. El diminuto condado fue transformado, por obra y gracia de Dios, en el mayor de los imperios de la cristiandad.


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