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viernes, agosto 05, 2011

Lengua y nacionalismo

Últimamente los nacionalismos puristas y fieramente orgullosas, apelan a la unidad de lengua como fundamento inapelable de su existencia. No podía ser menos con algunos grupúsculos denominados nacionalistas castellanistas, que se apresuran a reclamar par su propia nación una inmensa cantidad de provincias, muchas de las cuales jamás pertenecieron al Reino de Castilla.

Históricamente la provincia que podría considerase con fundamento más plenamente castellana es Burgos, sin embargo el panorama lingüístico medieval dista de corroborar los modernos criterios nacionalistas, como podemos apreciar en el siguiente texto:

Las familias que, sin otras conexiones externas, iniciaron su reorganización como vascas o euskaldunas, estableciéndose bajo la dependencia y protección de Castilla y de Navarra, atraídas a la parte oriental de mar Cantábrico, suman expresiones orales múltiples, con muchas variedades idiomáticas, más o menos similares, con diferencias procedentes de sus diversos orígenes, que desconocen. Todavía contaban con unos cuarenta y tres dialectos y cerca de trescientos subdialectos hace unos ciento cincuenta años, que variaban de valle a valle, de caserío a caserío e, incluso, en las propias familias, según se iban mezclando los miembros de sus diferentes grupos dialectales y se consolidaba el progreso del comercio, la industria, crecían las ciudades y se les seguían sumando otros forasteros. Los idiomas de gran difusión, el español y el francés, se generalizaron. Resurrección María de Azcue, en su Diccionario Español-Vasco-Francés, hace referencias a 7 grupos dialectales con 147 subdialectos y algunas más variaciones locales. Area de Alta Navarra (AN), 37 subdialectos; Area de Vizcaya, 87; Area de Baja Navarra (BN), 37; Area de Guipuzcoa, 55; Area de Labourde, 16; Area del Roncal, 4; Area de Soule, 11 y modalidades bilbaina, valmasedana, burgalesa y gitana.

Juan Prada Bécares

Vascos, una epopeya que se está olvidando

Conferencia pronunciada en la

Asociación de Estudios Humanísticos

11 de Junio de 1999

miércoles, junio 15, 2011

Las nacionalidades españolas y IV (Luis Carretero Nieva , Mexico 1948)

SOBRE una población primitiva, de raza pirenaica en el norte e ibera en el sur, cubierta por varias invasiones posteriores y sobre un país en gran parte muy romanizado, se crean varios condados francos dependientes del Imperio de Carlomagno, con las características del sistema feudal europeo pero, como en el resto de la España feudal, muy atenuado. Por concentra­ción de estos condados en el de Barcelona se forma un Estado único que comprende a todos los catalanes de la península, excepto los andorranos. El origen del Estado catalán es, pues, germánico, pero su germanismo no le llega por los godos, como a León, sino por los francos, y francos se llama a los catalanes en el Poema del Cid. Los condados franceses no aciertan a dar prosperidad al país que, a pesar de ser naturalmente rico, permanece poco poblado y se repuebla después con una copiosísima inmigración de gentes de toda España; de tal modo que el catalán es el español que ha concentrado en sí más ascendientes de toda la península, fenómeno que sigue intensificándose hasta el día de hoy.

La nacionalidad catalana es una obra de los propios catalanes en lucha por la obtención de libertades populares que tiene muchos puntos de seme­janza con la sostenida por el pueblo leonés y, naturalmente, algunas dife­rencias. En Cataluña —nombre que según algunos significa lo mismo que el de Castilla—, como en León, la libertad viene de una contienda secular de los vasallos contra los señores; con la diferencia de que en León los vasallos son gentes del campo que quieren hacerse labradores libres, mien­tras que en la formación de la sociedad catalana Barcelona es el todo, donde las artes y el comercio prosperan y se forma una burguesía muy numerosa y de gran poder, con un núcleo grande de menestrales, gentes de oficios urbanos, que quieren hacerse burgueses libres y que arrastran detrás de sí a lo, campesinos. Lo que en León es particular, como en Sahagún cuando los burgueses de la villa luchan contra el señorío del monasterio —uno de los señoríos eclesiásticos más oprobiosos de España— y logran el "fuero de los burgueses de Sahagún", es general en Cataluña.

Como el proceso histórico catalán es parecido al que ha seguido toda Europa, el catalán es, con el leonés, el más europeo de todos los españoles por haber tomado más de la Europa central, pero no por eso ha perdido ninguna de las cualidades que son generales para todos los españoles, que se superponen a las peculiares de su carácter nacional.

El catalán de hoy, nieto de algún vasallo del conde de Urgel (que tam­bién tuvo señorío en tierras de Palencia y Valladolid, llegado a la casa catalana por matrimonio con las descendientes del conde leonés Pedro Ansúrez) o del de Pallares, descendiente acaso de algún quirite romano que quedó rezagado en Cataluña, o de un mozárabe que fue a repoblar el campo catalán desde Coria o desde el Campo de Calatrava, manchego, ex­tremeño, andaluz o murciano, llegado a Cataluña en los tiempos luengos de la Edad media, es un liberal hasta la anarquía y un demócrata firme, acaso por esa misma complejidad de su origen. Las características de este pueblo, las determinantes de una nacionalidad que no se define por una raza ni por un idioma, no son las que corresponden a un pueblo feudal, por lo que no podemos admitir que la nacionalidad catalana con sus rasgos pre­sentes pueda encontrarse antes de su liberación económica y política, sino que se ha formado después; lo que nos hace repetir que toda nacionalidad es obra del tiempo y de la historia.

El catalán posterior, de siervo de la tierra se hace comerciante y nave­gante, más comerciante que navegante; pues el comercio ha sido menester que ha dado libertad a muchos hombres y muchos pueblos, por ser acti­vidad, como la ganadería ambulante, desligada de la sujeción al terruño. Así, el comercio es el cimiento de la libertad en las repúblicas italianas y del Hansa teutónica, y la ganadería trashumante lo es de las repúblicas comuneras castellanas. El catalán goza fama de industrioso: "los catalanes de las piedras sacan panes", dice un refrán; y su pueblo está animado desde hace mucho tiempo del mismo espíritu que animaba a las revoluciones europeas en su combate al feudalismo.

Como en León, el municipio catalán, nacido al parecer en el pueblo de Agramunt, brota contra el feudalismo para consolidar un poder eco­nómico con trascendencia política y con un sentido de fortaleza en las ciudades. Cataluña no tiene dentro de sí aquella variedad de Castilla y el País vascongado; al contrario, como León, es muy uniforme en su cons­titución social: condados del mismo tipo en la Cataluña feudal, señoríos de nobles, obispos o abades en el viejo reino de León. No hay entidad co­marcal intermedia entre los consejos, concejos o juntas de los municipios catalanes y el poder superior.

Cataluña, por el proceso mismo de su formación y desarrollo, crea una civilización propia muy importante que ha influido sobre las demás civili­zaciones hispánicas. La nacionalidad catalana, con toda su firme persona­lidad, contiene un fondo español, que por original, por catalán y por español es incompatible con el ideal absorbente de la monarquía imperial. Al des­arrollar Cataluña su cultura propia forma un idioma, con una literatura que, como hemos visto en el caso de la castellana, ejerce también su influjo en las del resto de España; como es sabido, esta literatura tiene muchos aspectos de semejanza con la del sur de Francia.

Si el grado de personalidad de un pueblo se mide por el valor original de su civilización, de su cultura propia, de su filosofía genuina, su sabiduría popular y su arte en lo que tienen de singulares; y si esa originalidad es también medida de la de su carácter, la personalidad de Andalucía sobresale no sólo entre los pueblos hispánicos sino entre las nacionalidades del mundo entero.

La nacionalidad andaluza tiene una historia muy larga; no se forma por los acontecimientos de la Edad media, como León y Cataluña. Anda­lucía, como nación definida y de contornos muy firmes, existe ya cuando empiezan las historias antiguas, con sus primeros habitantes conocidos, los túrdulos, etc., y permanece a través de fenicios y cartagineses, de romanos y de visigodos; es sumamente poderosa en lo cultural e influye con el vigor de su carácter propio en la literatura y la filosofía latinas por la cabeza privilegiada de Séneca. En la época de los árabes, esta personalidad nacional recibe de los musulmanes todos los elementos de la cultura islá­mica, pero da más que toma, pues la cultura árabe, al pasar por Andalucía, se enriquece, se hace más preciosa, lo que no ocurre en otros países por donde también ha pasado.

Hay una cultura andaluza de gran ,originalidad, con su visión propia del mundo y de la vida, que determina una filosofía particular en el pueblo, con un arte tan singular y genuino como el que se manifiesta en la danza —ya seductora en tiempo de los griegos— y en la música; y todo ello es manifestación de una nacionalidad muy fuerte, sobre todo en las clases populares, que son siempre las más diferenciadas y las más fecundas en la creación de valores de carácter, ya que las clases privilegiadas muestran comúnmente los rasgos de clase por encima de los nacionales, como los hobres de ciencia muestran las peculiaridades de profesión sobre las de pueblo. Es Andalucía país donde lo primitivo español tropieza primeramente Con los árabes y encuentra en ellos una tolerancia y una comprensión que halla correspondencia en los católicos. Por esta tolerancia mora, en Al- Andalus conviven las dos religiones —tres con la judía— y se hablan dos idiomas, y si hay diferencias son principalmente por motivos de clase social: hablan árabe las clases cultas, que son las más altas, y romance las clases populares, y es conocido el hecho de que había musulmanes que no hablaban más que romance.

La población de Al-Andalus es muy variada : hay musulmanes orienta­les casados con cristianas peninsulares, musulmanes españoles, o de ori­gen español, convertidos al Islam, que son numerosísimos y muchos están casados con españolas del Norte; una proporción notable de cristianos (mozárabes) que viven entre los moros, pero con su fe religiosa anterior, sus leyes, sus obispos y sus jueces, muestra del gran humanismo de los moros de su buena Fe en el cumplimiento de las capitulaciones, lo que contrasta no solamente con la crueldad de Alfonso el Católico y la posterior de los musulmanes almorávides sino con la conducta más tardía de Isabel la Cató­lica.

Aun cuando Andalucía no tenga un idioma original, tiene un idioma común, el castellano, igualmente pronunciado, con acento propio, e igualmente entendido en todo el país.

Andalucía no sólo influye sobre la cultura árabe, como influyó sobre romana, sino que, por intermedio de Cataluña y de Provenza, llega a hacerlo sobre la cultura italiana en formación y preparada para dar a luz Renacimiento.

En este orden de ideas de la nacionalidad, si en España hay algo definido, sólido, e inconfundible, nada superior a Andalucía que, por añadidura, no tiene similares. Galicia tiene su semejante en Portugal y algunas afinidades con los pueblos de origen celta; Cataluña está relacionada con 'los pueblos mediterráneos y presenta semejanzas con el Languedoc francés, pero Andalucía muestra gran originalidad.

Si por su carácter el pueblo andaluz tiene desde los comienzos de la historia una personalidad vigorosa, en su desarrollo político y social desde reconquista Andalucía sigue el modelo de León. Ganada a los moros después de la unión definitiva de las coronas de León y Castilla, se organiza a la leonesa sin que por ella se extienda nada de lo típicamente castellano, salvo el idioma. Únicamente en Baeza, conquistada y repoblada con predicamento de segovianos, aparece una comunidad con fuero castellano (el de Cuenca) qur tuvo cierto arraigo. El resto del país se reparte en señoríos aristocráticos y eclesiásticos, en su mayoría entre nobles originarios del reino de León (Benavides, Guzmanes, Carvajales, Ponces de León...), cuyos des­cendientes todavía poseen en parte latifundios provenientes de aquellos feudos. El régimen leonés queda establecido con toda formalidad en Anda­lucía cuando San Fernando declara al Fuero Juzgo ley general del país.

ANTES de seguir adelante en el estudio de los pueblos españoles hemos de dejar aclarada una cuestión respecto a Castilla. La división vulgar de Castilla la Vieja y Castilla la Nueva es artificiosa y falsa; no existe tal Castilla la Nueva (y en caso de mantenerse el nombre deberá ser entendien­do que Castilla la Nueva no es Castilla, como la Nueva Vizcaya no es Vizcaya, ni es Galicia la Nueva Galicia), y todo el territorio comprendido entre la cordillera central y el Tajo es igual al que hay entre esa cordillera y el Duero; es más, la cordillera no separaba jurisdicciones de las repúblicas comuneras: la de Ávila llegaba hasta lo que hoy es provincia de Toledo en Navamorcuende, la de Segovia alcanzaba al Tajo en Seseña, Batres y los pueblos que pertenecían al sexmo de Valdemoro y que hoy son provincias de Madrid en el partido de Chinchón, Sepúlveda tenía también territorios en las cuencas del Jarama y del Lozoya, y las comunidades de Guadalajara, Madrid y la pequeña de Maqueda estaban todas en la cuenca del Tajo, así como en el Júcar la gran comunidad de Cuenca, también al sur de la cor­dillera. Lo que se ha dado en llamar Castilla la Nueva no debe conside­rarse constituido más que por las tierras al sur del Tajo que, salvo la lengua, nada toman de específicamente castellano.

Tenemos ahora tres países que requieren un examen: son Extremadura, La Mancha y Murcia. Todos estos pueblos, que tienen origen y desarrollo nacional semejantes, podemos reunirlos en un grupo que genéricamente denominaremos de las Extremaduras. El nombre de Extremadura se aplicaba en la Edad media a los territorios por donde iban ensanchándose los Estados cristianos durante la reconquista. En la Castilla independiente se llamaba "la Extremadura" al país de las comunidades del Duero, casi todas al sur del río, que saltaban por encima de la cordillera central. "Soria pura, ca­beza de Extremadura" reza el escudo de la ciudad numantina; pero esta Extremadura no sólo toma el carácter de la Castilla original sino que acen­túa su condición popular y lleva al más alto grado su espíritu político. Más adelante pasa a ser Segovia cabeza de la Extremadura castellana; y después el sentido popular del nombre de Extremadura se corre al sur de Toledo en las conquistas de La Mancha hechas por Alfonso VIII de Castilla, contemporáneo de Alfonso IX de León, el fundador de la Universidad de Salamanca, pero consolidadas y acabadas de organizar poco después al venir la unión de las coronas. Estas coronas unidas son las que, por una clara y generosa política española de Jaime I, adquieren el país murciano. En Aragón se llamaba Extremadura a la parte oriental situada al sur del Ebro. Y en León era la Extremadura lo que hoy ocupan las provincias de Cáceres y Badajoz. La actual Extremadura es, pues, la vieja Extremadura leonesa.

Con el nombre de La Mancha designan las geografías al territorio de la parte central de España que los árabes llamaron Manxa, palabra que sig­nifica tierra seca. Abarca el país contenido desde los Montes de Toledo hasta las estribaciones occidentales de la Sierra de Cuenca y desde la Alcarria hasta Sierra Morena. Entran dentro de estos límites lo que se llama Mesa de Ocaña y de Quintanar, los partidos judiciales de Tarancón, Belmonte y San Clemente de la actual provincia de Cuenca, los territorios de las Ordelenes de Santiago, San Juan y Calatrava y toda la Sierra de Alcaraz. La parte más oriental de La Mancha, situada en la actual provincia de Albacete,. comprende esta capital y Chinchilla; hasta el siglo XVI se llamó Mancha de Montearagón y también Mancha de Aragón, por la Sierra de Montearagón, situada entre Chinchilla y el reino de Valencia; y el nombre completo de Chinchilla es Chinchilla de Montearagón.

Los tres pueblos de este grupo se crean por conquistas de los reyes cristianos en territorios, situados entre sus Estados y Andalucía, con un fondo de población árabe y grandísimo elemento mozárabe (que apenas existe en Castilla) conservador del espíritu visigodo animador de la monarquía leonesa, lo que facilita la organización social de estos pueblos al modo leonés.

Si estos tres países asientan su estructura social sobre bases leonesas, a Extremadura por antonomasia, ganada al moro por reyes leoneses y que forma parte de la corona de León con la que queda en los períodos de separación de los reinos de León y Castilla, es todavía más leonesa en razón le su primitivo romance, el "leonés extremeño", como lo llama Menéndez Pidal, desaparecido casi por completo de las actuales provincias de Cáceres y Badajoz, aunque todavía se encuentran en ellas algunos residuos.

Desde el punto de vista de las nacionalidades españolas, La Mancha comprende todas las tierras de la extensa comarca geográfica de este nombre los de la actual provincia de Toledo al sur de esta ciudad que no son castellanas. Ninguna de las instituciones típicas de Castilla arraiga en ellas: las condiciones que hemos dado como definidoras principales de Castilla: hermandad o federación de comunidades autónomas agrupadas en un solo condado o monarquía y repudiación del Fuero Juzgo, esto es, del goticismo por el iberismo renovado, están totalmente ausentes en todo el país al sur de Toledo; únicamente encontramos como caso singular la comarca de Baeza y la Sierra de Segura. Incluso en el aspecto geográfico la diferencia es fun­damental: terreno en general montañoso con ciertas llanuras en la pro­longación de las faldas de las sierras, en Castilla; grandes llanuras con pocas sierras, en La Mancha.

Para acabar de poner en claro la cuestión, hay dos ciudades fronterizas donde se encuentran conviviendo gentes del norte del Tajo, o sea caste­llanos, con las de las tierras la sur del río, mozárabes, que son el fondo de la población manchega cristiana. En estas dos ciudades, Toledo y Talavera, hay unos fueros para los castellanos y otros para los mozárabes, y de ellas no pasan ni las leyes ni las instituciones de Castilla, que harto trabajo tenían en su tierra de origen para defenderse contra los grupos ambiciosos de poder y riqueza. La Academia de la Historia ha publicado cartas reales del siglo XIII "sobre las desavenencias entre los que se juzgaban en Talavera por el Fuero Juzgo y los que se juzgaban por el de los 'Castellanos". Desavenencias que no resolvieron tales cartas porque muchos años después el rey D. Sancho firma un privilegio por el que aparece que «habiendo llamado a los muzára­bes y castellanos de Talavera para oír y determinar sus querellas, mandó que todos se llamasen desde entonces "de 'Talavera" y que fuesen juzgados por el Fuero juzgo de León». Y todavía en el siglo XIV —dice Menéndez Pidal— "se distinguía en Toledo a los forasteros castellanos en que no se regían por el Fuero Juzgo como los demás toledanos, que continuaban fieles al uso de ese código, lo mismo que sus antepasados mozárabes, y lo mismo que los leoneses". En Toledo, por otra parte, aun cuando no en Talavera, se llegó a consolidar una comunidad que después fue desalojada por el enorme poder del arzobispo.

Lo que acabamos de ver en los casos de Toledo y Talavera nos mueve a insistir en la existencia de zonas (le transición entre las distintas nacionalidades, que nunca están tajantemente separadas por rayas claras. Así la comarca leonesa del Bierzo tiene mucho de gallega; entre el país comunero castellano y el aragonés no hay un límite claro que separe dos pueblos dife­rentes, como desde las tierras castellanas de la Rioja se pasa insensiblemente al País vasco; Elda y Orihuela son lugares de difusión entre Valencia y Murcia; hay pueblos de la provincia de Jaén tan manchegos como andaluces; y Medina del Campo, aun cuando históricamente del reino de León —in­cluso fue sede de Cortés de León y Extremadura—, es en algunos aspectos castellana; como hay muchos rasgos portugueses en algunas comarcas fron­terizas de Extremadura.

La batalla de las Navas de Tolosa, dirigida por el rey de Castilla, como poder federal de las comunidades vascas y castellanas, es también empresa en la que entran Aragón y Navarra, aun cuando no León, pero sobre todo es un empeño papal y de la Europa católica, y como convenía a sus designios y no al espíritu tradicional de Castilla, se organiza todo el territorio manchego y el que se gana en el norte de Andalucía que es entregado a las Ordenes eclesiástico-militares de Santiago, Calatrava y San Juan (la de Alcántara es orden leonesa que no pasó a Castilla como la de Santiago), orno vemos todavía por el nombre de muchas poblaciones: Ocaña de la orden (de Santiago), Alcázar (de la Orden) de San Juan, Calzada (de Orden) de Calatrava; y lo que no va a manos de estas instituciones eclesiástico-militares queda como feudo de unos cuantos señores. El inmortal drama de Fuenteovejuna se desarrolla en el ambiente creado por el señorío le las órdenes militares.

La adquisición por la corona de Castilla de estas tierras del sur de Toledo se ha tomado como prueba de la supremacía castellana entre los reinos cristianos y peninsulares y del papel de directora que ha desempeñado en la reconquista. El argumento es falso: de Castilla no quedan en las tierras nuevamente ganadas más atributos que el idioma, que también es lengua de Aragón y Navarra, los otros dos Estados que van a las Navas le Tolosa y a quienes también se debe la conquista. Lo que no se ve por ninguna parte es el espíritu castellano, pues desgraciadamente, para la democracia española, este espíritu tiene que ceder y dar paso al feudalismo europeo y a la intrusión de la Iglesia en la gobernación del país. Todo lo que Castilla ha rechazado a lo largo de su historia, como contrario a su naturaleza íntima, queda instaurado con la reconquista en las tierras manchegas.

Las circunstancias geográficas, su situación entre Andalucía y Castilla, su formación y desarrollo históricos han dado a La Mancha una fisonomía rupia entre los pueblos de España.

Murcia queda igualmente organizada después de la reconquista al modo feudal, no con órdenes militares sino con señoríos de linaje. El contacto con Valencia contribuye a crear en la región murciana una personalidad stinta de la manchega, que incluso se manifiesta en rasgos dialectales.
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Valencia y las Islas Baleares pudiéramos decir que son las extremadu­ras catalanas. En ellas se superpone la cultura catalana sobre fondo árabe, Valencia a pesar (le ser colindante con Cataluña, tiene de catalana mucho menos que las Islas Baleares.

En realidad, Valencia no ha tomado de Cataluña más que el idioma, que es un dialecto del catalán. Valencia tiene mucho de mora y en ella el elemento catalán no ha desalojado al moro ni lo ha modificado apenas. Es de todas las regiones de España, sin excluir Andalucía, la que conserva en su pueblo con más cariño el recuerdo de la esplendorosa civilización hispa­noárabe. Cuando Valencia es conquistada por la confederación catalano­aragonesa, son principalmente nobles aragoneses los que se encargan de organizarla; además, la población ha estado en todo momento recibiendo refuerzos de Aragón. A grandes rasgos, podríamos definir a Valencia como un pueblo de moros, organizado por aragoneses y que habla catalán.

Como consecuencia de estos encuentros se ha creado un nuevo carácter y una nueva cultura; una nueva nacionalidad. Las gentes de aquí tienen muy poco de catalanas, son valencianas de condición propia y el idioma tiene en ellas menos importancia de la que con frecuencia se le quiere dar. Así vemos que cuantos esfuerzos se han hecho para incluir a Valencia en un grupo nacional catalán, por razones de afinidad idiomática, han caído en el vacío, pues dicen bien los valencianos que si su pueblo pensase algún día en una política de gobierno propio, sus instituciones y actuaciones serían genuinamente valencianas.

Valencia, en resumen, puede tener un .pueblo con algunos caracteres derivados del catalán, como el idioma, pero de ningún modo es una exten­sión en el espacio ni una prolongación en la historia del pueblo ni de la nacionalidad catalana.

El caso de las Islas Baleares es distinto; aquí sí que hay un influjo catalán más fuerte que en Valencia, aun cuando sobre el mismo fondo moro, y unas afinidades con Cataluña mucho más claras y verdaderas que las que con ella tiene Valencia. Sería más fácil llegar a una asimilación por Ca­taluña de las Islas Baleares que a una de Valencia; pero los indicios no son de que se pueda llegar a lo que algunos, empeñados en dar al idioma más fuerza de la que tiene, han soñado como una Gran Cataluña, con tierras de España, de Francia y de varias islas mediterráneas; lo que a la postre no sería sino resucitar ideas y afanes de imperialismo que queremos ver des­terrados de todas partes, y no es satisfacción a lo que en las consideraciones nacionalistas hay de serio, respetable y verdadero, que es el derecho de cada pueblo a dirigirse por sí mismo y a encaminar su cultura sin imposi­ciones extrañas, ni a pretexto de mandos ejercidos en el pasado, ni de poderes actuales, ni por las coincidencias en la forma de la nariz o en el color de los ojos, ni por el tono habitual y la semejanza de sonido de las interjecciones.

PARA los efectos del estudio de las nacionalidades hispánicas, las Islas Canarias, corno las Baleares, deben considerarse en el mismo plano que los pueblos peninsulares. Ocupadas definitivamente por los Reyes Católi­cos, los restos de la primitiva población guanche, de raza norafricana afín, según muchos antropólogos e historiadores de la primitiva ibérica, se diluyen en otra mucho más numerosa llegada de todas partes de la Península, especialmente del Sur, lo que explica la semejanza fonética del castellano hablado por los canarios con el de los andaluces.

Son, pues, las Islas Canarias el lugar de España donde se ha hecho una unidad nacional efectiva, en que los diferentes pueblos se han fundi­do en una sola sociedad que, por su carácter insular y por sentido ibérico de independencia, comprende y organiza su régimen propio en forma de ca­bildos insulares. Es un ejemplo. En las Islas Canarias se profesa, probable­mente con más calor que en ninguna región de la Península, un profundo sentimiento español, que percibe cualquier viajero en el momento de des- embarcar ; pero no arraiga en los "isleños" el unitarismo agresivo, dogmá­tico e intransigente de algunas comarcas peninsulares. El sentimiento na­cional canario es conjuntamente isleño y español, inspirado en cualidades francamente ibéricas; bueno por tanto para dar frutos democráticos y de libertad, de leal españolismo y de autonomía.

EN el estudio de los pueblos hispánicos no puede pasarse por alto a Marruecos. Mucho se ha hablado de las afinidades entre los pueblos iberos y bereberes y algunos autores llegan a afirmar que las palabras I-ber-ia y Ber-ber-ia son una misma cosa, expresión de la identidad étnica de las gentes de ambas riberas del Estrecho. Estas afinidades no son solamente las que resultan de la llegada de una corriente de bereberes con la conquista árabe de la Península y después de una corriente inversa con la actuación en Marruecos de los peninsulares. Los primitivos bereberes tenían, en líneas generales, análoga constitución democrática y comunal que los primitivos españoles: la djemaa es, en esencia, el municipio, con su alcalde elegido o amin y con la dehesa y la dula comunales y la suerte por la que el revino puede disponer del terreno público para sembrar; el cof, superiora la djemaa, recuerda la comunidad, merindad o cofradía.

En todo caso, son innegables las estrechas relaciones que los hombres de Marruecos han tenido, y aún tienen, con los españoles. "Africa empie­nza en los Pirineos" es frase muy conocida con que despectivamente se señalado a España. Aplicada a Marruecos es posible que encierre una verdad que deba tenerse en cuenta. Desechando, naturalmente, toda idea colonia o protectorado, en una futura organización de España, de acuerdo con su naturaleza, deberá considerarse en condiciones de igualdad con los pueblos hispánicos al pueblo marroquí.

En el conjunto universal de las naciones existe un grupo muy impor­tante de pueblos que, por su origen y desarrollo, están estrechamente rela­cionados con España: son las naciones ibero o hispano-americanas. Pero éste ya es otro tema, que ha sido objeto de la atención de muchos estudiosos, españoles e hispanoamericanos.

LAS diferencias entre todos los pueblos de España son irrecusables y hasta hoy no han sido borradas; no porque no se haya intentado, sino por­que no se ha conseguido. Por dos caminos se ha pretendido llegar a la unificación: por educación y por la fuerza. Quienes siempre han preten­dido unificar al país español de una manera férrea han sido los domina­dores extranjeros o sus descendientes y allegados, afanosos de mandar sin tener en cuenta la voluntad de los pueblos y, por añadidura, es tanto mayor el afán unificador cuanto mayor es la discrepancia entre el poder domina­dor extranjero en España y los pueblos ,españoles, más duros y fuertes los intentos unitaristas cuanto más grande el desprecio a la opinión popular. La educación tampoco ha logrado su empeño y el español educado de esta manera se ha encontrado con dos conceptos de España: el que le ha in­fundido la instrucción oficial y el que él mismo se ha formado por la con­templación de su propio terruño; y si ha llegado a profesar una fe unitaria y el consiguiente deseo de unificación, ha procurado coordinar la propia visión de su país con la que le han inculcado como general de España. Pe­ro el resultado ha sido funesto para la convivencia y la cordialidad, por cuanto que el hombre con un ideario así formado, que ha llegado a una congruencia más o menos ficticia de los caracteres nacionales de su región nativa con el retrato artificial de España, y que se sirve de este criterio, en­cuentra una disidencia propicia a las aversiones al observar los rasgos na­cionales de otras regiones españolas que se diferencian de la suya por la diversidad natural de la Península y que discrepan de lleno de la represen­tación consagrada como general de España, tan ajena a la verdadera na­turaleza española que aquellas cualidades de cada una de las regiones asen­tadas sobre el suelo hispano más discordantes con tal representación son precisamente las que más se acomodan a la realidad ibérica.

La misma supuesta identidad o unificación de Castilla con otros pue­blos hispánicos, especialmente con los de la antigua corona de León, es un artificio político preconcebido para obligar al pueblo castellano a sostener como ideal propio los residuos que puedan quedar del Imperio español y procurar que se olvide de lo que era y cómo estaba constituido en cuestiones tan importantes como la negación del unitarismo imperial, el gobierno democrático y la posesión colectiva de los medios de producción; e impedir que resucite el recuerdo de sus viejas instituciones autonómicas, tan adecuadas en su esencia para una nueva organización de la sociedad como la que intentan hoy los pueblos más progresistas y de mayor arraigo democrático.

UNA vez examinadas todas estas variedades nacionales hispánicas, viene la pregunta de si hay una cultura general española, un carácter y un sentimiento general españoles; de si, en resumen, hay una nación española.

La contestación es rotundamente afirmativa. Hay unas condiciones comunes de carácter nacional que pudiéramos comprender considerando pie sobre los pueblos hispánicos con toda su individualidad hay una nacionalidad superior española : una supernación española. Y esta nacionalidad española es fácil de encontrar con tal de que no se busque ni en el imperio histórico de España ni en sus creaciones unitaristas, opuestas a la condición íntima de nuestros pueblos.

Hay una cultura española y más que nada una capacidad española, para crear culturas, con caracteres y temperamento propio, y para ponerse n contacto con otras culturas y obrar sobre ellas, del modo como Séneca, Marcial y otros españoles se encaran con la cultura latina con un poder creador hispano; poder creador que los historiadores europeos reconocen modernamente cuando hablan de la cultura arábigo-española, arábiga y española, que nunca arábiga solamente; cultura hispanomusulmana con unos caracteres y valores adquiridos en España, por influjo de todos los pueblos españoles, que no solamente Andalucía, aun cuando en ella y Levante este influjo fuera mayor. Esta cultura española, árabe con fondo hispánico, es muy distinta de las culturas árabes que no han pasado por España y no se han enriquecido con lo español. A este propósito el historiador alemán Hans Schaeder ("La expansión y los Estados del Islam desde el siglo VII imita el XV") dice:

' El hecho de que en la época subsiguiente a la conquista de Granada no haya producido nada estable el suelo del Mogreb, nada que en energía política ni en brillo cultural pueda compararse con los árabes españoles invita a pensar que fueron justamente las condiciones particulari­simas que se daban en España las que posibilitaron en este país el florecimiento de la cultura árabe. En el suelo del Irán, la cultura islámica adoptó un sello característico y vivió en épocas felices, como la de los samánidas, un vuelo sorprendente. Sin embargo, es extraordinariamente difícil distin­guir claramente lo que se debe a la fuerza productiva del Irán y lo que se debe a los impulsos originados por los muslimes. No de otra suerte aconte­ce en España. También aquí los árabes pisan un suelo de antiquísima cul­tura. Sin duda los visigodos no habían desarrollado su cultura propia en España, cuando los árabes llegaron a este país. Los árabes no encontraron, pues, una cultura en que hubiesen podido insertarse; su invasión fue por de pronto un corte en la formación de una cultura española nacional. Pero no cabe duda de que la rivalidad entre cristianos y moros desencade­nó nuevas fuerzas en aquellos y los efectos de estas fuerzas fueron también fecundos para los árabes. Se ha intentado poner en relación con la cultura islámica ciertas formas de la vida social caballeresca y del ejercicio artís­tico en ella desenvuelto, como las que aparecen en el siglo XII en Provenza, irradiando desde allí por Italia, Francia septentrional y Alemania. Pero no debe olvidarse que precisamente esas formas no son comunes a todo el Is­lam y pertenecen en su índole propia exclusivamente a los árabes españoles. No hav otro medio para explicar este hecho que admitir la hipóte­sis de que en competencia y acción recíproca con los árabes se desarrolló el elemento español popular antiguo en el sentido cultural. Y esta hipótesis se confirma por la observación de que los productos particulares de la cultura hispanoárabe no fueron trasplantados al suelo del Mogreb ni mu­cho menos a los países orientales orígenes del Islam".

La misma opinión ha sido expresada por los historiadores españoles que señalan la influencia ejercida por el genio y la tradición española sobre las culturas forasteras venidas a nuestra península; especialmente el carác­ter español de la cultura hispanomusulmana y de la hispanohebraica, cu­ya originalidad contrasta con el estancamiento de las culturas análogas en el oriente de África.

Destacado el influjo de la cultura árabe en España, cultura hispanomu­sulmana, fruto peninsular en grandísima parte, y recordando que esta con­ducta de los árabes en relación con la cultura es semejante a la que ob­servan en la economía y en cuantas actividades se cuenten, hemos de con­venir en que, por la vitalidad que lo popular español tuvo durante esta época, los árabes fueron no solamente los más cultos y tolerantes sino los más españoles de todos los extranjeros que se han adueñado del poder en España. Y esto no es menos cierto porque excelsos ingenios de nuestras letras, formados en el ambiente imperial de sus tiempos, hayan denigrado sañudamente a los moros y ensalzado la grandeza de los godos.

Derivada sintéticamente de las diversas culturas hispánicas, tan crea­doras y virtuosas como modestas en sus apariencias, es la cultura española. Oliveira Martins, el ilustre portugués que por portugués se considera español y tantas lecciones nos ha dado a los restantes peninsulares, el que habló de todos los pueblos de España antes de que catalanistas y vasquistas formulasen sus teorías, el que al mismo tiempo que sostenía la hispanidad le Portugal, asentó la multiplicidad de las naciones peninsulares y repudió enérgicamente toda pretensión de hegemonía o de misiones encumbradas de guiadores por ningún pueblo de España, decía:

"Si la geografía, a nuestro modo de ver, es causa de las grandes diferencias que, según las regiones, distinguirán en la historia a los españoles, y aun los distinguen hoy, manteniendo perceptibles caracteres etnoló­gicos, no siempre fáciles de determinar en sus afinidades; esa causa no basta para que, por encima de tales diferencias, la Historia no nos muestre la existencia de un pensamiento o genio peninsular, carácter fundamental de la raza, fisonomía moral común a todos los pueblos de España; pensa­miento o genio principalmente afirmado, por una parte, en el entusiasmo religioso que ponemos en las cosas de la vida y, por otra, en el heroísmo personal con que las realizamos. De aquí proviene el hecho de una civi­lización particular, original' y noble".

Existe indudablemente una cultura española de carácter propio que demuestra la existencia de una personalidad de género nacional; pero es preciso que no nos enreden la cuestión haciéndonos tomar por cultura fundamentalmente española la de los conquistadores romanos o visigodos, o la que intenta implantar en España el imperio germánico asentado en nuestro país, cuyos residuos perviven aún entre las oligarquías que hoy lo dominan.

La España indígena de los tiempos prehistóricos se estabiliza durante la Edad del bronce y sigue sin grandes variaciones hasta la llegada de los celtas. La situación posterior, que se conserva poco más o menos igual hasta la invasión romana, nos indica una condición y distribución de los pue­blos sembradora de efectos señalados en todos los tiempos siguientes, hasta los más modernos; pues ni la acción de los años ni los mucho intentos lo­graron formar una España homogénea y los caracteres de los diferentes pueblos hispánicos prerromanos trascienden en gran parte a las nacionali­dades de formación medieval, origen inmediato de los actuales pueblos pen­insulares. Pero a pesar de la gran variedad de los pueblos hispánicos y contra los empeños que ha habido por parte de algunos en hacer creer que las diversas nacionalidades españolas, o cada una de ellas vista separadamente, no tienen gran afinidad con las demás, es lo cierto que hay un conjunto de condiciones comunes que abarca a todo el pueblo español.

El señor Bosch-Gimpera, que no es ningún unitarista, dice que las Notas comunes a todos los iberos, y aun a todos los pueblos primitivos de España, parecen haber sido: el espíritu de independencia y de oposición a dominios forasteros, el orgullo, el sentido de la hospitalidad, el ser ase­quibles al trato benévolo y resistentes al altanero, la ingenuidad y la cre­dulidad, a la vez que la indolencia y la inconstancia para las empresas lar­gas... La resistencia de los celtíberos, lusitanos y cántabros dejó persistente recuerdo en Roma y dio a España el dictado de "hórrida y belicosa pro­vincia."

Estos rasgos coinciden en general con los que Schulten, el investiga­dor alemán que vivió muchos años en Soria para estudiar las ruinas de Numancia y la cultura de los celtíberos, señaló como característicos de este pueblo: el orgullo, la terquedad y la indolencia, y también la caballerosi­dad, la fidelidad y la hospitalidad; y después de decir que el castellano —refiriéndose al de la Castilla serrana, la de las viejas comunidades— es sobre todo un celtíbero, describe el orgullo celtibérico como una alta esti­mación de sí mismo, en el sentido de que "el que se respeta a sí mismo, respeta a los demás". Por cierto que estas cualidades no despiertan ningún 'entusiasmo en Schulten, quien tal vez las considere propias de un pueblo ingenuo y pacífico, aunque valiente, pues acaso por su formación alemana sólo le merezcan aprecio las cualidades que valen para crear un pueblo soberbio, decidido a no reconocer ningún mérito en el extraño y dispuesto a atropellar virtudes ajenas y promesas propias, sin más preocupación que la de dominar a los demás.

Estos rasgos del celtíbero le diferencian tajantemente del tipo de espa­ñol creado por la leyenda, representado en los grandes capitanes, ciertamen­te magnífico en sus empresas, ciertamente nacido en suelo español, pero modelado en gran parte por un imperio que aunque arraigado temporal­mente en España no ha dejado de ser extranjero y ajeno al genuino pueblo ibérico.

No aceptamos que esta llamada caballerosidad —la palabra es muy del gusto europeo— del celtíbero sea la del caballero medieval, ni la so­berbia un tanto hipócrita y bastante cruel y rencorosa de los hombres ves­tidos de hierro de la época feudal; es en cambio madre de nuestra clásica liberalidad, es decir, generosidad, desprendimiento, atención al prójimo. En cuanto a la terquedad, si bien puede ser obstinación en la primera idea, cuerda o desacertada, es también firmeza en el propósito previamente me­ditado, lo que ya no se aviene con la inconstancia que señala Bosch-Gim­pera. En resumen, de los rasgos morales de los primitivos españoles sin desechar una fuerte estimación de sí mismo, sin negar la terquedad y ad­virtiendo que la indolencia actual puede depender del desaliento sembra­do por siglos de gobernación incongruente con el pueblo, queda un ardien­te amor por la propia independencia, que por causas diversas se manifies­ta en la desconfianza ante la reforma retóricamente preconizada —equivocadamente tomada cual apego retrógrado— y queda un aprecio respetuoso por los demás, una hospitalidad que es estimación del extraño y una gran fidelidad un el cumplimiento de las promesas, la reconocida fides celtibé­rico, o sea una base firmísima para establecer la convivencia humana y una «Mente disposición para vivir en democracia.

Desde luego queda manifiesta la tendencia muy firme y general hacia la conservación del propio grupo, al que el español se entrega con devo­ción, lo cual es en cierto modo una negación del individualismo, pero es la explicación de la variedad profunda de los pueblos de España.

Y ahora unas líneas sobre el individualismo del tópico. Si con esta palabra se quiere decir un aislamiento de cada cual por egoísmo, negamos categóricamente que el español sea individualista; no admitimos que sea ajeno al interés de la colectividad, que se le crea indiferente ante las cala­midades de su patria; nada de esto está de acuerdo con su temperamento; tampoco admitimos que sea un hombre díscolo, ni mucho menos un avie­so. Nos encontrarnos nuevamente ante el problema, repetidísimo, de saber qué queremos decir con palabras de uso frecuente, y que por eso se consi­deran como expresiones de conceptos muy definidos, como entendidos de un modo unánime y que, sin embargo, se confunden. Es indudable que la concepción vulgar sobre la condición individualista del español está nutridla de unas cuantas propiedades positivas y de otras negativas, de virtudes y de males que son propios del español y de otros que son extraños a él. Muchos de esos "males" son consecuencia inevitable de alguna virtud y, por tanto, no son tales males; mientras ciertas "virtudes" muy ensalzadas no son en el fondo más que males lamentables.

Como cualidades del español de todos los tiempos y de todos los lugar­es que han contribuido a cargarle la condición de individualista hemos señalado un espíritu de independencia, como cualidad afirmativa, congruente con la negativa de oposición a todo dominio y muy especialmente al dominio forastero; un orgullo innato que es negación de toda superioridad de los demás —el "nadie es más que nadie" del conocido refrán castellano -, acompañado de un sentimiento de hospitalidad que es estimación positiva para el prójimo; una aceptación cordial y sentida del trato amable y una resistencia a toda altanería; una fidelidad y credulidad que tienen una condición contraria y complementaria en la violencia y rigor en la lu­cah contra el enemigo, y para que el español, tome a cualquier extraño co­no enemigo es necesario que se hayan ofendido alguna de las anteriores

Es muy cierto que el hombre de las condiciones que hemos examina­, no puede ser mandado imperativamente para ejecutar maquinalmente órdenes de un jefe indiscutible, como otros pueblos cuya "disciplina" tanto se nos ha ensalzado. Nunca aceptaría de buen grado un régimen en que todo depende de los mandatos de otro hombre u hombres superiores. Pero estas cualidades, suficientes para hacer del español un hombre indomable ante cualquier intento no ya de vejación o humillación sino simplemente de manejo por un mandarín, no indican ninguna incapacidad, ni siquiera una condición que estorbe para una actuación colectiva. Hay en él una propensión a estimar el pensamiento y la voluntad ajenas y un propósito innato y firme de cumplir con lealtad el compromiso libremente adquiri­do, que son dos condiciones suficientes de por sí para asegurar el valor de asociación del español, si la sociedad se organiza de tal modo que no me­noscabe la individualidad de los asociados.

La experiencia nos dice reiteradamente cuan profundo es el instinto de asociación del español, aun cuando haya fracasado muchas, muchísimas veces por falta de una organización social acomodada a las realidades his­panas. El español se entrega con pasión a los hombres que le rodean de un modo inmediato y siente el orgullo de sí mismo y se enorgullece de sus compañeros; se siente orgulloso de su oficio y de los de su oficio, de su aldea y de los de su aldea. De este profundo sentimiento de asociación in­mediata nace probablemente la tendencia constante a organizarse en ban­derías, que en España brotan con espontaneidad. Lo que se llama corrien­temente individualismo, posiblemente pudiéramos llamarlo pandillismo, ten­dencia a formar pequeños grupos, pero nunca afán de vivir solitario. Puede ser ausencia de grandes asociaciones por alejamiento de intereses más generales a quienes servir, ya que los que tienen tal carácter han sido absorbidos por el Estado centralista. La doctrina del temperamento espa­ñol individualista es consecuencia de la pertinaz repetición de desaciertos en la dirección del país.

Resulta que los que pretenden la autonomía de sus regiones nativas españolas, los que quieren mantener sus rasgos e instituciones particulares, incluso los llamados separatistas, si es que los hay que no lo sean porque así les llaman los centralistas intransigentes, son los que están de acuerdo con el carácter esencial español,; y que, por el contrario, los de condición me­nos española, los más divergentes del español típico, son los unitaristas, de acuerdo con el hecho histórico repetido de que los que han querido destruir las variedades genuinas del país y han pretendido implantar la organización unitarista han sido siempre los conquistadores de fuera. Ellos son los que importan el principio unitario, que proclaman y defienden lo mismo los recién venidos que las generaciones nacidas de ellos más tarde en el país y educadas en la herencia de la conquista. El godo-romano San Isidoro canta a la madre España como la tierra de los romanos y de los godos, la más hermosa de todas las tierras del mundo. Si, muy hermosa, de los romanos y de los godos, pero no dice que lo sea de los iberos y los cel­ibatos, de los cántabros y los vascones, ni aun siquiera de los celtas. El cronicón Albeldense toma a España como una unidad hija de Roma, continuadora de los godos en el reino astur-leonés. Y Carlos I y Felipe II, al crear un imperio en España con sacrificio de las libertades tradicionales, un ideales nuevos opuestos a los genuinos de la gente ibérica, hacen según los unitaristas obra española.

El problema de las nacionalidades es en el fondo una cuestión de sentimiento ; que no brota porque si y espontáneamente, sino que es 'resultado de un largo proceso histórico. En este aspecto fundamental, es innegable la existencia en toda nuestra península de un sentimiento español, arraigado desde muy antiguo en todos sus pueblos y que en la época me­dieval, de alumbramiento de las actuales nacionalidades hispánicas, se manifiesta no solamente en aquéllas acomodadas al dominio de la monar­quía unitaria, sino también en las de mayor amor a su propia indepen­dencia.

En el Poema del Cid, cuando las hijas del Campeador se casan en segundas nupcias (la mayor con un infante de Navarra y la segunda con el ande de Barcelona), se alaba así estos matrimonios :

Veed qual ondra crece —al que en buen ora nació,
quando señoras son sus fijas —de Navarra e de Aragón.
Oy los reyes d'España —sos parientes son,
a todos alcanca ondra —por el que en buena nació.


No hay duda de que para el juglar castellano autor del Poema tan reyes de España eran los de Navarra y de Aragón como el de Castilla y de León.

La unión política de las repúblicas vascongadas a Castilla, absolutamente espontánea, demuestra por parte de los vascos su viejo espíritu de cordialidad española, como la seguridad más conveniente para su propia libertad.

El patriotismo español es viejo en Cataluña y muy anterior a la unión las coronas de los Reyes Católicos. Conocidas son las palabras de Jaime I a propósito de la empresa de la conquista de Murcia, en beneficio de la corona de León y Castilla: "Nos ho fem la primera cosa por Deu, la segona per salvar a Espanya". En las guerras de Cataluña del siglo XVII, esta pelea contra la monarquía centralista, en cuyas tropas, reclutadas en todos sus dominios, los castellanos —dicho sea de paso— serian parte pequeña. "Y en la de 1714 - dice Bosch-Gimpera— se luchó por las libertades propias, no contra los pueblos de España, con los que cada vez los catalanes se sentían más unidos. Villarroel, el defensor de Barcelona, habla de España, con cuya causa quiere identificar la que Cataluña propugna: "Luchamos por nosotros y por la nación española". El sentimiento patriótico español de Cataluña queda magníficamente de manifiesto un siglo después, durante la Guerra de Independencia, cuando, rechazando las intrigas separatistas de Napoleón, los catalanes luchan al lado de los demás españoles contra la invasión extran­jera, con lealtad y heroísmo que quedan inmortalizados en el sitio de Gero­na y en el episodio del Bruc.

Incluso en Portugal ha existido un sentimiento de patriotismo espa­ñol que, pese a los errores de los gobernantes españoles y a las intrigas de las potencias extranjeras, aun se manifiesta en portugueses tan destacados como Oliveira Martins.

Si ahora nos fijamos en la actitud del pueblo español ante este proble­ma, podemos clasificar a los hombres de los pueblos hispánicos según su pensamiento y actitud en tres grupos. Uno discordante, más profundamen­te discordante que los demás, formado por aquellos a quienes los restantes llaman separatistas, y en el que hay algunos hombres aislados que acaso se lo crean. Otro que vamos a llamar de los separadores, y que en efecto lo son con gran perjuicio pues, teniendo en su labios constantemente la palabra unidad, están creando odios, motejando de rebeldías repudiables lo que son aspiraciones y derechos legítimos a la libertad individual y co­lectiva, olvidando que la convivencia no se impone por pragmáticas sino conquistando corazones, y que las asociaciones de cualquier orden deben hacerse para beneficio común de quienes las integran, para acrecentar con el auxilio de todos lo que es querido de cada uno; son los mestureros del Poema del Cid, gente cizañera, sembradora de discordias entre los espa­ñoles en beneficio de intereses egoístas. El tercer grupo lo constituyen los separados, los que sin ninguna intención de apartamiento se encuentran desligados de una sociedad en la que están corporalmente incluidos pero sin ninguna relación estrecha y sentida, y si algún sentimiento hay en ellos por esta sociedad que les incluye es por abstracción imaginativa muy distinta de la realidad.

En el primer grupo hemos de contar a todos aquellos españoles que, teniendo una opinión propia y un concepto del Estado español en relación con la ordenación política o con las transformaciones sociales, sienten que los criterios y aspiraciones suyas chocan con el Estado; y aquí hemos de incluir tanto a los que se llaman nacionalistas particularistas (vascos, ca­talanes, etc.) como a los que pretenden una honda transformación social. La inmensa mayoría de estas gentes, cualesquiera que sean sus metas ulteriores, están separadas del Estado tradicional, quieren otro nuevo, y hayalgunos que no creyendo que el Estado español pueda satisfacer sus aspiraciones piensan en otro privativo de su región, sin que a ello les incite originalmente el deseo de vivir separados de los demás pueblos de España.

El segundo grupo se compone principalmente de gentes que están conel estado actual porque lo dominan, porque es el servidor de sus intereses; son los paladines del "patriotismo", pero entendiendo por la patria a un pueblo , o la madre de un pueblo según su frase, que les sostiene y obedece. Estas oligarquías, que tienen su expresión más completa en la militar, propugnan por lo que llaman la unidad española realizada por un Estado unitario que consideran incompatible con toda autonomía de las organizaciones populares y que estiman que está satisfecho por el solo hecho de que pueblo español esté mandado desde un centro único y que no haya ninguna diferencia en cuanto a la facilidad para mandar unos y la obligación de obedecer otros. El unitarismo lo exigen para que obedezca el pueblo, pero el poder central que forman es un conjunto de separatismos internos disimulados por el interés común de dominar. Para estas gentes es una pretensión intolerable que el pueblo catalán, por ejemplo, pretenda su autonomía, pero conceden al ejército una independencia ilimitada para opinar, pretender e imponer que no se detiene ante ningún interés patrio. No tienen el menor escrúpulo en provocar las peores desgracias, no tienen ningún respeto por las instituciones fundamentales de la nación, obran como separatistas que después de separados con sus facultades las usan contra del pueblo español desde una posición privilegiada.

Estos grupos dominantes suceden a los magnates romanos y godos de dos maneras: por herencia carnal y por reclutamiento entre el resto de los habitantes. Presumen de ser los representantes del país, los poseedores de virtudes nacionales, los iluminados "por la gracia de Dios" cuya, opi­nión ha de ser acatada por las multitudes españolas. Pretenden ser los úni­cos a quienes incumbe el mando; cualquiera que sea la opinión pública manifiesta; gentes que mandan con soberbia, grosería y crueldad y que tienen gran cuidado de que quienes procedentes del pueblo entran a su ser­vicio y compañía acepten previamente una formación adecuada.

Las diversas nacionalidades de España han vivido sujetas al Estado puesto por estos grupos dominantes, pero como no estaban ligadas a él por ningún lazo de compenetración íntima, grata y sentida, no podían tomarlo como eslabón que enlazase a las unas con las otras. Dos han sido modo» como estas oligarquías han dominado a los pueblos hispánicos. El uno, por la acción coercitiva de la fuerza. El otro, por la modelación las creencias y de los sentimientos colectivos; y en este segundo tiene un valor extraordinario el uso de los, mitos, que unas veces son interpretaciones sagazmente expuestas de su intereses presentes y otras una diestra imagen de la tradición, pues ésta es exposición y relato de lo antiguo, un cuento que se puede contar como convenga, unas veces prescindiendo de los hechos que nutren tal tradición y otras ateniéndose a ellos, pero inter­pretándolos como cuadre a las intenciones, con tales maravillas de exége­sis que un acto tan definido como la independencia de Castilla lo convier­ten por encantamiento trasmutador en la afirmación del unitarismo espa­ñol.

Ahora bien, la mayoría de los españoles pertenecen al grupo de los se­parados; a un grupo que sólo conoce al Estado por el recaudador de con­tribuciones, por el reclutamiento de soldados y por actos análogos de pre­sencia. Claro es que esta situación se debe a la ausencia de una sociedad en la que ellos estén inmediatamente comprendidos, con intervención en sus destinos; y a falta de esta sociedad de la que forman parte consciente­mente activa, aceptan, de mejor o peor grado, la constituida alrededor del Estado español existente.

PARA formar una nacionalidad española fuerte, nacionalidad de esta supernación española o comunidad de pueblos —como acertadamente defi­nió a España un grupo de compatriotas exiliados que en Méjico discutió el tema—, habrá que derrotar primero a los actuales grupos dominantes, ene­migos de todos los pueblos hispánicos. Libres ya estos de sus opresores se­culares, se creará una convivencia que, por síntesis de lo mucho que tienen de común, dará como resultado una firme nacionalidad, salida de las propias entrañas de sus pueblos, pues los movimientos llamados separatistas de algunas colectividades españolas pueden explicarse por la resistencia a que se las junte en un Estado que nada tiene de común con las nacionali­dades ibéricas. A este propósito citamos las palabras pronunciadas por un destacado catalanista, Luis Nicolau d'Olwer, en 1938: "La guerra ha venido a ser una prueba decisiva de la convivencia entre los pueblos de España. Estaba al alcance de los dos pueblos autónomos —Cataluña y Euzcadi ­proclamarse independientes. Y no lo hicieron. Es este un hecho que debe ser tenido en cuenta, porque vale tanto como un voto plebiscitario a favor de mantener la unión de los pueblos de España, no por tradición estatal, que en los primeros meses de la guerra se haba hundido, sino, lo que vale mucho más, por libre consentimiento... Cataluña luchó por una España que creyó ser la España auténtica y secular."

Si hemos de evitar la exaltación indebida de las diferencias de cuali­dades de orden nacional, también debemos combatir todo designio de asi­milación dominadora y librarnos de caer en el error de considerar en España una nacionalidad única, resultado de la fusión de sus distintas partes en un total homogneo, igual y parejo; no pretendamos oponer al desorbitado nacionalismo particularista de los diversos países de. la. Península otro nacionalismo unitario, igualmente falso por discordar de las cualidades ibéricas, como producto de mentes extranjeras aun cuando nacidas en España.

La unión varias veces citada en estas páginas, de los vascos a Castilla, absolutamente voluntaria y espontánea , es prueba de que la cordialidad entre los pueblos españoles es más firme y sincera y la convivencia más fecunda cuando no existen lazos opresores.

No, entra en nuestro propósito sacar de este estudio esquemático de Las nacionalidades hispánicas consecuencias sobre la organización política y administrativa del Estado español. Únicamente queremos señalar que si España se da alguna vez leyes propias y se organiza a la española, es decir, de acuerdo con su naturaleza —única manera de aprovechar plenamente , o cualquier país el progreso universal—, deberá partir del reconocimiento de todas, absolutamente de todas, sus nacionalidades; si después algunos de estos pueblos quisieran agregarse a otros para formar una sola entidad ( si los valencianos, por ejemplo, quisieran unirse a los catalanes, o los na­varros a los vascos) a ellos, y solamente a ellos mismos, tocarla decidir en tal sentido. Por lo que a nuestra Castilla se refiere, pediremos siempre el reconocimiento de su personalidad, sin esa absurda división que separa a los castellanos de las tierras de Cuenca,-Madrid y la Alcarria de los restantes, y sin agregaciones, al gusto de extraños, ni inclusiones de países no castellanos que, como los leoneses y los manchegos, tienen la suya propia. La cuestión de las nacionalidades españolas estará embrollada mientras per­sista esta confusión alrededor de Castilla.

No tuvo la República una política acertada en este punto, tanto así que una de sus figuras más representativas llegó a decir, refiriéndose a los castellanos: ¿Qué tenéis que ver con los regionalismos? Que es tanto comoo decirles que es improcedente que se ocupen de los problemas de su tierra; que tienen que ser un pueblo obediente a los sabios directores centra­les de los partidos republicanos españoles. ¡Triste pueblo que no tenga iniciativa en la vida de su propio país! Y esto al mismo tiempo que por toda.. partes se decía que la República no arraigaría en España hasta que no penetrase en Castilla. El camino es precisamente el contrario: animar en los castellanos su magnífica tradición nacional autonómica, comunera' y democrática para bien de su pueblo y de España entera.

Al conceder su autonomía a todos los pueblos hispánicos, en una constitución adecuada del Estado español, cada uno., de ellos se organizará de Acuerdo con naturaleza. Cataluña se dio con la República un Estatuto que, en líneas generales, podrá ser adoptado por muchos pueblos de Espa­ña, tal vez por la mayoría. Los vascos, en el suyo, no han suprimido lal personalidad de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. Y aquí vemos otra analogía entre Castilla y el País vasco: el Estatuto o Fuero (¿por qué hemos de abandonar esta palabra para su uso exclusivo, y abuso, por los reacciona­rios?) republicano que en su día se dé Castilla no podrá desconocer las Personalidades de la Montaña, la. Rioja, la Alcarria, la Tierra segoviana, etc.; con lo que volverá a su constitución natural y tradicional de un con­junto de comunidades 'comarcales, como entidades básicas, divididas a su vez en municipios.

Decía San Agustín que la belleza está en la unidad y la variedad ar­mónicamente combinadas. Si nuestra rica variedad nacional la combinamos con la unidad española, como eslabón que una nuestros destinos a los de la humanidad entera, España podrá desempeñar en el mundo misiones que lleven el beneficio y la belleza encerrados en altos menesteres... Pero para ello es preciso que primero conquistemos la libertad y soberanía de nuestra Patria.

martes, junio 14, 2011

Las nacionalidades españolas III (Luis Carretero Nieva , Mexico 1948)

La derrota de Villalar no arrasó completamente las comunidades castella­nas, pues, por triste paradoja, esta labor estaba reservada a los liberales del siglo XIX, alucinados con la idea de que nuestras libertades tenían que establecerse arrancando sus raíces históricas para acogerse a las normas de la Revolución francesa y a sus principios, muchos de los cuales no eran nuevos en España, como proclamaba al tiempo que los defendía con vigor, el agudo clérigo asturiano Martínez Marina, para quien las ideas entonces revolucionarias en Europa, que se presentaban como ejemplo digno de imitar, eran ya ejercicio tradicional hispánico. Últimamente comienzan los extranjeros a hacer justicia a España, v así Carlyle, en su interesantísimo libro "La libertad política", ve en nuestra tierra un vivero de la libertad y la democracia.

La Revolución francesa está considerada por muchos como el torrente que derriba un viejo edificio y deja el solar despejado para una nueva cons­trucción, lo que puede ser cierto para Francia, pero no para todo el resto del mundo; porque la esencia de lo que instaura la Revolución francesa se había establecido en otros lugares antes de la caída de la Bastilla y era una realidad en los tiempos de la declaración de independencia en las antiguas colonias inglesas de Norteamérica; del mismo modo que la destrucción de la aristocracia holandesa había dejado el paso libre a una burguesía mer­cantil muchísimo tiempo antes; ni es nueva la repulsa a los privilegios, ni la libertad religiosa, que están en el contenido de los fueros españoles pri­mitivos, aun con las alteraciones neogóticas, y tan claramente en alguna de sus leyes como aquella —no recordamos a qué fuero pertenece, pero desde luego a uno del modelo sepulvedano— tan amplia que no permite ningún privilegio ni ninguna postergación "ni por pobreza, ni por riqueza, ni por linaje, ni por creencia". Lo que realmente se hace en Francia, que es de grandísimo valor y que es conveniente estudiar para comprender su influjo en España, no es precisamente traer nada nuevo, sino enardecer en el mundo el afán de libertad, con el ejemplo del triunfo de los revolucio­narios, y poner al servicio de la humanidad dos virtudes de la cultura francesa, a saber: su gran destreza para organizar el instrumento adminis­trativo del Estado, independientemente de la forma del régimen, y su capa­cidad para formular una teoría que explique unos hechos o para ordenar

Una disciplina científica. Y eso es lo que hizo Francia, escribir la teoría de
la república democrática.

Durante el siglo pasado nutrieron los partidos liberales de España unos hombres generosos, con gran afán de progreso, muy amantes de la libertad y de la democracia y, por añadidura, muy cultos en términos generales. Pero el espectáculo de la Revolución francesa, la propia grandiosidad de este espectáculo que deslumbró al mundo, les ha deslumbrado también a ellos., no dejándoles ver que la libertad es una aspiración viejísima del hombre y que, antes de la República francesa, ha habido también libertades y poderes populares, y democracia. Para estos hombres, el árbol de Guernica y el Fuero de Sepúlveda no son otra cosa más que recuerdos históricos muy venerables de aspiraciones populares sin satisfacer; olvidando que la lucha de los oprimidos contra los opresores, de la libertad contra la tiranía, ha sido per­manente en la historia y que, si bien los poderosos han llevado generalmente la mejor parte, ha habido también épocas y lugares en los que la libertad se ha establecido y afirmado largo tiempo.

Su admiración por la Revolución francesa les cegó hasta el punto de llegar a creer que todo aquello que no había nacido en Francia y en el momento de su revolución era contrario a los principios revolucionarios. Convencidos de que las revoluciones y cambios sociales podían hacerse en todas partes copiando exactamente el patrón francés, sin tener en cuenta las condiciones y caracteres peculiares de cada pueblo, aquellos progresistas fueron causa de un retroceso económico, político y social en el país comu­nero. Al sacar a venta los llamados bienes de manos muertas, buscando lo que en Francia había sido un progreso que acabó con la propiedad feudal de los nobles y la Iglesia para crear una clase de burgueses campesinos im­pulsora de la agricultura, nuestros liberales vendieron los bienes comunales creando una clase de terratenientes reaccionarios, antes inexistente en Cas­tilla, que todavía es grave obstáculo para la implantación de un régimen de justicia y progreso en el campo español. Por añadidura los propietarios caciques así creados se limitaron a cobrar a los auténticos labradores una renta mayor que la que antes pagaban a la Iglesia y a talar el monte que había sido común, sin contribuir para nada al fomento de la producción agrícola y esquilmando la riqueza forestal. De nada sirvieron ante el dog­matismo liberal de la época las advertencias de quienes con objetividad y agudeza estudiaron la situación, como la de aquel clarividente diputado an­daluz, por el reino de Sevilla, que en las Cortes de Cádiz dice: "Con el repartimiento de tales montes y tierras —las comuneras—, el hombre del pueblo venderá su suerte aun antes de que le haya sido adjudicada, como ha sucedido en algunos lugares ante el solo anuncio del proyecto, y vendrán a ser los una o, los poderosos, quedándose los infelices sin tierra donde criar animal alguno, donde sembrar y donde proveerse de leña; según he visto en pueblos de la provincia de Segovia, en los cuales, con el pretexto de socorrer a los pobres, lograron el repartimiento los poderosos, para venir a hacerse dueños de todo". Con una gran percepción del futuro se opone a las ventas de los bienes comunales un hombre que ve en España mucho más adelante de su tiempo: el gran economista asturiano don Alvaro Flórez Estrada, que no se dejó seducir por las teorías individualistas dueñas de las mentes progresistas de aquella época, ni se limitó a teorizar, pues des­arrolló un plan para aplicar los beneficios de la desamortización a las clases labradoras que se convertirían en condueñas del Estado en las posesión de las tierras, pero su autorizada voz no pudo reunir en las cortes de 1836 una quincena de votos.

La aguda visión de Flórez Estrada de utilizar un elemento tradicional en beneficio de las teorías modernas a fin de implantarlas pronta y eficaz­mente, contrasta con la ciega opinión de los modernos seguidores de las doctrinas socialistas que, tan dogmáticos y desconocedores de la realidad nacional como los liberales del siglo pasado, no conciben más camino para el socialismo en España que el andado por los revolucionarios extranjeros.

La desamortización, verdadero despojo al campesino, regalo gratuito de tierras al rico, tan mal vendidas que se entregan por la presentación de un dinero recobrado a los pocos meses, acaba de extender la miseria en Castilla, a la vez que unas instituciones copiadas del extranjero, más aparente y alabadamente progresivas pero realmente menos democráticas que las tra­dicionales arrinconadas.

Las comunidades no se disuelven hasta después de las Cortes de Cádiz, en el año 1834, con la protesta del pueblo, rural segoviano, y en esta protesta tres labradores, a quienes podemos llamar los últimos comuneros, convocan la junta de Valseca de Bohones para pedir al Gobierno español el restable­cimiento de su vieja comunidad.

Lo ocurrido en lo económico con la desamortización, se repite en lo político al copiar nuestros liberales el sistema centralista napoleónico, esta­bleciendo la división de España en las actuales provincias, que tan útil ha sido a la monarquía y a las clases reaccionarias. Lo que en Francia pudo ser un progreso, porque acabar allí con las administraciones locales era acabar con los gobiernos feudales de los nobles y la Iglesia, ocasionó en España un retroceso que más de un siglo después no se ha podido vencer completa­mente. Retroceso no sólo porque la supresión de las administraciones regio­nales aminora la participación del pueblo en la gobernación del país, sino porque al intentar ahogar las personalidades de los distintos pueblos hispá­nicos dificulta el cordial entendimiento entre todos ellos.

En el suelo de este grupo se conserva una condición importante ibérica :La tierra ni no es del rey en su origen sino de las comunidades populares y en ciertos casos del municipio, casi siempre por cesión que la comunidad ha hecho al municipio. El rey no puede, pues, crear legalmente feudos ni en Vascosnia ni en Castilla, si bien puede crearlos en el reino de León, ni el rey de Aragón puede crearlos en el Aragón comunero y esto hace que la institución feudal, a pesar del abuso del rey de crearse atribuciones que no tiene, no se extienda por estos países y, como consecuencia, que la organización social de sentido colectivista venga acompañada de una democracia muy práctica en el orden político. Esta democracia, incompatible con el unitarismo imperialista, organiza el país en la forma de una serie de autono­mías sucesivas escalonadas, y no es precisamente el municipio la entidad fundamental ni la depositaria de la mayor libertad autonómica, sino que esta autonomía reside principalmente en el organismo regional o comarcal, que constituye una república semejante en algunos aspectos a las que, regi­das desde una ciudad con carácter marcadamente civil, se crearon en Italia y en el Hansa teutónica, pero con mayor territorio en muchos casos y siem­pre con una mayor democracia y un sentido republicano más acentuado en Vasconia y en Castilla que en Alemania e Italia. Estas instituciones reflejan un sentido colectivista para los medios naturales de producción asegurado por una organización democrática y republicana; y la virtud de esta demo­cracia puede sostenerse a su vez y ser satisfactoria por el modo colectivo de poseer el suelo para los ganados y otros medios de producción; así es que una consistencia más popular contra la condición burguesa y un sentido social más colectivista señalan las diferencias entre las comunidades de Aragón, Castilla y Vasconia con las repúblicas alemanas e italianas.

Por el mismo modo de poseer los elementos naturales de producción, en un país donde, por razones de geografía económica, estos elementos re­quieren una cierta amplitud de terreno para subsistir, se producen institu­ciones de gobierno que no pueden desarrollarse dentro de la extensión e intimidad de vida en que se desenvuelve el municipio, de aquí el nacimiento de estos pequeños estados o repúblicas con funciones y facultades políticas inaccesibles para los municipios. Por la misma razón geográfica que hace que la ganadería se mueva en Vasconia dentro de una amplitud territorial mas pequeña, las repúblicas comuneras vascongadas tienen una extensión menor que las más importantes de Castilla y Aragón; tanto que la que se reunía en Guernica no comprendía siquiera la totalidad del señorío del Vizcaya, donde había pueblos que no formaban parte de las Juntas de Guernica y había otras juntas en Gueridiega.

No ha habido, pues, en estos pueblos vascos, castellanos y aragoneses comuneros una clase fuerte de poseedores de la tierra, que es de donde han salido los poderosos en siglos pasados, y, por haber mayor igualdad, ha habido un sentido patriótico más desarrollado, pero sin codicia de dominación sobre lo ajeno, sin pasión guerrera ni espíritu de supremacía o hegemonía.

Pero pongamos la verdad en su punto. Ni Castilla ni el País vasco sehan visto libres de los ataques del feudalismo, ni tampoco han podido eludirtotalmente su influjo; la suerte está en que, rodeados de un mundo feudal,contrario a su democracia y a su autonomía, han podido y sabido onservarsus instituciones hasta tiempos relativamente recientes, lo que es realmenteextraordinario. El ejemplo de Ávila que, conservando la forma exterior desu institución republicana, permitió que se apoderara de ella la casta delos caballeros que la llevan a la ruina abona la conducta de los demás; puesno basta instaurar la democracia: hay que defenderla enérgicamente, sinconcesiones ni debilidades hacia el ansioso de mando, como nos enseñarepetidamente la historia y nos lo han demostrado acontecimientos que hemospresenciado y padecido, que gentes sencillas y poco ilustradas veían llegary no percibieron otros más encumbrados y colocados en mejores atalayas.

Dentro del territorio de este grupo, en una parte de él, se conserva un
idioma viejísimo, el vascuence, que recientemente ha sido , cuidado y perfeccionado con aumento de su léxico, pues era una lengua que solo satisfacíaa las necesidades de la vida rural; pero tanto en Castilla, como en Aragón, como en Navarra y en la mayor parte del País vascongado, y desde luego, en las ciudades, el idioma general es el castellano, tan propio y natural de Castilla como de Aragón, Navarra y Alava; que dentro del, territorio del grupo no adquiere formas dialectales, pues apenas pueden considerarse así algunas particularidades que subsisten en Navarra y, sobre todo, en la montañas del Alto Aragón.

El vascuence es un idioma venerable que debiera merecer más atención por parte de los estudiosos españoles y especialmente de los castellanos. Tiene en la formación del castellano, aun cuando no en la del gallego, los bables leoneses y el catalán, un influjo probablemente mayor del que de buenas a primeras se le concede. Tiene un gran interés para los investiga­dores y es un verdadero tormento para los filólogos, pero para ser el idioma nacional del pueblo vasco le falta la condición esencial más importante: la de ser el lenguaje familiar de la mayoría. Un idioma para ser nacional no necesita precisamente haber nacido en el seno de la nación que lo habla, no requiere ser producto de su pueblo, ni usado solamente por él; pero en cambio es inexcusable que sea hablado habitualmente por la mayoría, lo mismo si es autóctono como el castellano en Castilla como si es importado cual en Andalucía o Méjico; pero ya hace muchos años, mejor podemos decir siglos, que el vascuence es desconocido por una gran parte de los vascos. En otro aspecto el castellano es tan propio y creación de los vascos como de los castellanos, aunque aquéllos lo hayan creado en colaboración con estos, lo navarros y los aragoneses. En Alava se ha hablado antes de
llegar la Rioja y en esta tierra castellana, con tantas raíces vascongadas,antes que en el sur de Burgos, Soria y la Castilla del Duero y del Tajo
. El gran Gonzalo de Berceo, el poeta castellano conocido como el más antiguo> era riojano, de una comarca donde los nombres geográficos vascongados, como el de Ezcaray, son abundantes. Es significativo el hecho de que los lectores y copistas de los códices antiguos de Castilla intercalaran a veces glosas en vascuence, según observa don Ramón Menéndez Pidal. "Hemos visto que Castilla —dice el sabio gallego a quien tanto deben los estudios lingüísticos e históricos en nuestra patria— aparece en la Historia recha­zando el código visigótico vigente en toda la Península y desarrollando una legislación consuetudinaria local. Pues lo mismo sucede en el lenguaje. El dialecto castellano representa una nota diferencial frente a los demás dialectos de España, como una fuerza rebelde y discordante que surge en la Cantabria y regiones circunvecinas". Y en otro párrafo del mismo trabajo señ-ala "el carácter especial del castellano como lengua que difiere más que el catalán de las restantes de la Península". "El catalán y el gallego hubie­re de formar parte primitivamente de un área continua, estando unidos por el Sur mediante los dialectos mozárabes".

El castellano, el más moderno de los romances españoles, empieza a conocerse en León en el siglo X por las visitas de los condes castellanos y sus acompañantes. Estos hombres rudos sorprenden a los cortesanos leone­ses con la tosquedad de su lenguaje en formación, en contraste con el leonés, de más galanuras latinas y más parecido al gallego que al castellano. En las interesantísimas "Estampas de la vida en León en el siglo X" del señor Sánchez Albornoz se imagina una conversación entre leoneses de la corte a propósito del atuendo popular y duro lenguaje de los forasteros castellanos:

"Estos castellanotes -decían los fieles del rey— hasta en el hablar son rebeldes y apartadizos; hablan como nadie habla." "Si —les replica el abad—; el conde, en cuanto se deja llevar un poco de la familiaridad, deja escapar las palabras más desapuestas y raeces... y qué mal suena eso de Castilla, silla y portillo, que se escapa tantas veces de la boca del conde. El se corrige y dice otras veces Castiella y portiello; pero buen trabajo le cuesta. Pues aun parece peor aquel pronunciar mujer y fijo, como dice el conde, en vez de muller y fillio, que no parece sino que silba al decirlo". 'Y si el conde habla así —añadía uno de los fieles del rey— ¡ no digamos nada de sus criados! Uno llamaba a su señor duen Hernando, y decía hazer por facere; se comen la f que parecen vascos, y se comen otras letras mu­chas: pues ¡ no llaman a la reina dueña Elvira!; se les atraviesa el decir domna Gelvira".

¡Parecen vascos!; hacen exclamar aquellos rústicos a damas, abades y caballeros. Lo parecen todos y muchos de ellos lo son.

En el País vasco, los documentos oficiales y literarios se han escrito en castellano desde tiempo inmemorial; incluso en los momentos de mayor libertad y autonomía política. Los nacionalistas vascos que, por tradiciona­lismo, pretenden establecer el uso del vascuence como lengua escrita en los documentos oficiales, rompen en esto —como en otras muchas cosas— la verdadera tradición de su pueblo.

Al barruntar los castellanos, con los vascos, que su vida nacional era incompatible con la monarquía astur-leonesa y al persuadirse más tarde de la evidencia de esa realidad, el reino astur-leonés seguía en su designio de restaurar para las oligarquías godas el imperio de Toledo. "No fue, pues, Castilla, sino León el primer foco de la idea unitaria después de la caída de la España goda", dice Menéndez Pidal; a lo que agregamos nos­otros que, contra todo lo que se dice, Castilla no fue esto ni antes ni después, aun cuando en Castilla como en otras partes de España, hay muchos partidarios de un unitarismo cerrado.

El proceso de la independencia de Castilla es muy significativo y, tal vez por ello, hay gentes que quieren que no se hable de él. En la España medieval, como en toda Europa, son frecuentes las secesiones de reinos y condados, pero por discordias hereditarias, por impaciencias de sucesores, por feudatarios ansiosos de sacudir el yugo feudal y convertirse en sobera­nos o por otras causas de ambición o interés personal. Pero el caso de Castilla queda fuera de lo corriente, porque obedece a sentimientos de nacionalidad que en la Europa feudal carecían de bases, pues, pese a la disgregación en pequeños feudos, la cultura y los sistemas económicos, po­líticos y sociales eran tan semejantes que a los vasallos les daba lo mismo depender de un señor que de otro. Para el castellano la independencia era cosa mucho más importante. El proceso de la independencia de Castilla es el de todas las emancipaciones por motivo de nacionalidad: primero, una observación de sí mismo que pone de manifiesto la discordancia del pueblo dominado con la metrópoli; después, se quieren organismos que satisfagan al país disidente; finalmente se rompe con el dominador y se instaura la independencia. A veces la segunda fase ni tiene lugar.

Así se desarrolla la independencia de Castilla : Primeramente, los cas­tellanos rechazan la legislación romano-visigótica del Fuero Juzgo, el fuero de los jueces de León, lo que es repudiar la cultura neogótica, es decir, sentirse nacionalidad aparte. (Cuenta la tradición que los castellanos, al afirmar su independencia respecto de León, juntaron cuantas copias del Fuero Juzgo hallaron por Castilla y las quemaron públicamente. En segundo término, instauran sus propias instituciones: los jueces, por ellos elegidos,que Juzgan según las costumbres locales. Y, finalmente, rompen con el rey de León.

Pero ¿cuál es el escenario y cuáles son los hombres de estos aconteci­mientos,? El escenario es el valle del alto Ebro, al norte de Miranda, pues
Burgos todavía no figura y la capital es Amaya. Es un país en el que los vascos se confunden con los cántabros y los celtíberos, según límites con­fusos, y los hombres que allí se tocan están ligados por contactos muy antiguos y por una común aversión al reino neogótico que ya había sido rechazado en Arrigorriaga. Aparecen varios actores, sin que se vea al prin­cipio la acción de una personalidad central: unos son jueces, otros se llaman condes, que son comisionados que pueden ser nobles o no serlo, y aquí se trata de hombres con prestigio entre aquellas gentes, que lo mismo podían ser vascos, que cántabros, que celtíberos, o que sería unos y otros mezclados. Según Menéndez Pidal, la aparición del condado de Castilla es una protesta vascongada contra el reino neogótico leonés, y en una de sus obras más conocidas dice "Frente a León, impugnando la integridad de su realeza, se colocan los dos pueblos de Navarra y de Castilla, es decir, la Vasconia y la Cantabria, que tanto combatieron contra la Toledo visigoda". Y al decir Navarra se refiere a los vascones en sentido restricto, pues los alaveses y vizcaínos estaban unidos al condado de Castilla.

Es decir, que Castilla se forma por los propios castellanos, pero con una asistencia íntima de los vascos; y se desarrolla después por los caste­llanos también con una asistencia continua y persistente de los vascos.

Las semejanzas entre las nacionalidades de este grupo y sus des­arrollos históricos han sido señaladas por alguno investigadores, el primero y más destacado de ellos don Ramón Menéndez Pidal, tantas veces citado por nosotros; pero el ilustre sabio, probablemente por su formación acadé­mica y su gran respeto por las glorias tradicionales consagradas, no saca de sus interesantes investigaciones las consecuencias —revolucionarias si se comparan con la Historia oficial— que de ellas se deducen.

Fray Justo Pérez de Urbel, el estudioso investigador de la Castilla condal, ha publicado recientemente interesantes trabajos que refuerzan nues­tra visión histórica de la nacionalidad castellana. "Odiaban (los castellanos) —dice en uno de sus libros-- la ley de los godos, contra la cual habían luchado antiguamente sus padres, los cántabros, cuando se la imponían los reyes de Toledo. La odiaban como un símbolo de servidumbre, corno un yugo que estaban dispuestos a sacudir". Y en otro párrafo explica la admi­ración de los castellanos por el conde Fernán González, el héroe popular de su epopeya: "Más que al guerrero, más que al vencedor de Abderramán y sus generales, amaban y admiraban en él al mantenedor de las viejas costumbres, al hombre que se sentaba en las juntas populares para dicta­ minar y sentenciar, al bienhechor generoso que casaba las hijas de los hidal­gos y las enriquecía, que confirmaba los fueros de las villas y los ampliaba...

El catalán Jaime Brossa decía que "el vasco es el alcaloide del caste­llano", frase que gustaba repetir Unamuno, el gran vasco leonesizado y descastellanizado en Salamanca. En este criterio de que el vasco no es más que la quintaesencia del castellano, es decir, el castellano en su más pura condición, y en las semejanzas, desde luego más tenues, del aragonés con el vasco sacamos el nombre para este grupo vasco-castellano o vascongado, es decir, al modo vasco; del mismo modo hubiéramos podido elegir el voca­blo protoibérico, por contener las mayores supervivencias de la España prerromana.

A algunos les sorprenderá el hecho de que Guipuzcoa, por un acto libérrimo de los guipuzcoanos, se separase de Navarra para agregarse a Castilla, pero, si examinamos el lugar y el tiempo y pensamos un poco en cuáles podían ser las ideas de aquellas gentes y sus voluntades colectivas, sin dejarnos confundir por las de los actuales hombres del país, acaso lo expliquemos totalmente. Todos los pueblos primitivos de España tenían un sentimiento arraigadísimo de su libertad, pero no habían pensado en la conveniencia de su agregación con otros hasta que vino la necesidad; así eran todos, menos las cinco naciones de la Celtiberia, que según parece vivían en confederación permanente. A aquellas alturas, el pueblo guipuz­coano, que tenía ciertamente muy buena organización y muy desarrolladas sus instituciones, conservaba, sin embargo, los rasgos típicos de su carácter díscolo a toda agregación. Castilla, libre entonces de su sujeción a León, ajena a todo apetito de unificación, opuesta al imperio, más democrática que Navarra, regida por un monarca que sabía que el fundamento de la subsistencia era el respeto a las autonomías forales de los pueblos del reino, ofrecía a los guipuzcoanos más seguridades para la satisfacción de su voluntad colectiva.

Las semejanzas del País vasco con Castilla y Aragón son más abun­dantes en las tierras comuneras castellanas y aragonesas que en los territo­rios vecinos del País vasco; y así sobre el país comunero aragonés dice la Fuente que las Comunidades de Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, con su organización foral especial y su terreno montuoso, remedaban en Aragón a las Provincias vascongadas.

Las semejanzas entre las tierras comuneras de Castilla y Aragón son tan grandes que en realidad constituyen un solo país. Sobre este tema tuvimos la suerte de cambiar hace muchos años unas cartas con el catedrático de. Historia de España de la Universidad de Zaragoza, señor Jiménez Soler, quien en una de ellas nos decía aproximadamente: "Desde Burgos y Segovia hasta Morella, y desde Logroño hasta Cuenca, corren las tierras altas del
interior, bordes de las mesetas, constituyendo un solo país, las mismas costumbres, el misemo lenguaje, el mismo canto, un mismo traje, un solo fuero, como general el de Sepúlveda... estorban los nombres geográficos históricos Aragón y Castilla..." Este país, la región serrana central, que no pasa al poniente de Ávila, es el territorio donde nacen y se desarrollan las comu­nidades de ciudad y tierra, llamadas también universidades.

En la luchas entre la leonesa doña Urraca, reina de León y Castilla, y su marido el aragonés don Alfonso I el Batallador, que se presenta común­mente calo un enredo de intereses familiares y dinásticos, puede encontrarse un fondo mucho más importante que les da un profundo carácter de guerra civil. Son, en líneas generales, una lucha de las repúblicas comuneras caste­llanas contra las aristocracias monárquicas, lucha que no pierde su carácter nacional porque alguna parte del reino leonés, como Salamanca, estuviese con Alfonso, ni porque poderosos de Castilla, como los caballeros de Ávila de aristocrático origen leonés, ayudasen a Urraca. Urraca es por derecho reina de León y Castilla, pero el rey popular es su marido Alfonso el Bata­llador, un vasco del Alto Aragón, que comprende al pueblo castellano como no puede comprenderle la reina leonesa rodeada de nobles gallegos, que cuida de sus instituciones forales, que quiere hacer de Soria el centro de sus reinos unidos, que es entre todos los reyes que han gobernado Castilla el que mejor ha entendido su sentido político popular. Así, mientras Urraca desde tierras leonesas y gallegas continúa dando decretos para destruir la Comunidad de Segovia, su marido atiende tanto a las instituciones comu­neras que la Fuente dice que es su creador en Aragón. Admitamos que fue creador de algunas de ellas, como la de Salamanca, única leonesa, que no llegó a cuajar como verdadera comunidad, y acaso sea el fundador de la le Toledo, de vida corta, pero las comunidades castellanas son anteriores al mismo condado de Castilla.

En Aragón, por el influjo europeo, en parte a través de Cataluña, penetra feudalismo, pero no tiene fuerza para ganar todo el país. En Navarra, aun cuando muy atenuado, como en toda la España cristiana, arraiga el feudalismo, tanto que el Fuero general contiene una ley copiada por Costa que manda que los collazos vayan al trabajo acompañados por el sayón. Esto es por influjo francés a través de la casa real. Pero aunque el feudalismo tenga en Navarra más raíz que en el País Vasco y en Castilla no se establece por completo y coexisten con él repúblicas comuneras como la universidad del valle del Baztán.

SoN, pues, de mucho interés los influjos ejercidos por Cataluña y León sobre los pueblos del grupo vasco-castellano. Ambos existen y perturban el desarrollo social y político de los pueblos de este grupo, aunque en distinto grado. El de Cataluña llega hasta la propia Navarra si bien muy tenuemente. La monarquía catalana, que en el desarrollo histórico de la confederación catalano-aragonesa imprime una supremacía de la política catalana, aunque lanzando a los cuatro vientos el nombre de Aragón, no siente prurito de unificación. Sin embargo, el influjo catalán, contaminado de residuos feu­dales de origen franco, contribuye a conservar al pueblo plebeyo aragonés en la servidumbre, apuntalada también por tendencias residentes en el Alto Aragón, y todo ello determina adulteraciones en el contenido de los fueros, principalmente en cuanto a procedimientos judiciales y normas penales, pero con trascendencia sobre usos y costumbres, que llegan hasta el suelo sepulvedano. A pesar de todo, la monarquía catalana con respecto a Aragón no se aparte de las normas de un pacto federal.

Unas palabras para probar la supremacía de la política catalana en el Estado catalano-aragonés, o como suele decirse en el día, la confederación catalano-aragonesa. La Confederación extiende su territorio por las tierras, hoy francesas, de habla catalana; la Confederación adquiere las Islas Balea­res y allí lleva su lengua y su cultura; la Confederación se lanza a empresas marítimas en el Mediterráneo, que no interesan al pueblo aragonés de tierra adentro, por añadidura sin un comercio y una producción importante. Pero el caso de mayor enseñanza es el dle Valencia. El país valenciano se conquista por la confederación y se organiza al modo feudal por nobles aragoneses, como la Casa de Borja, tan conocida por el Papa Alejandro VI y el Santo Francisco; pero estos nobles aragoneses desarrollan en Valencia una labor catalana al implantar el idioma catalán, la cultura y las instituciones catalanas.

De un modo o de otro, Cataluña no intenta anular los sistemas políticos de Aragón para imponer los suyos. No es preciso hablar más de la acción de la nacionalidad catalana sobre las del grupo vasco-castellano. Esto es menos necesario todavía si tenemos en cuenta que al avanzar la conquista aragonesa por el sur, y organizar el país conquistado, los reyes aragoneses se apoyan en la tradición del país nuevamente adquirido y la restauran. Así, Alfonso II da a Teruel el fuero de Sepúlveda, como Alfonso I había aceptado de los de Calatayud el fuero que éstos le habían presentado en romance castellano y que confirma traducido al latín de la época, fuero que, como el de Daroca, no es otro sino el de Sepúlveda.

El caso y la conducta de la monarquía astur-leonesa son muy distintos. El acontecimiento de Covadonga, ajeno en esencia al pueblo astur, que es la base étnica del primitivo reino de León, es una empresa de magnates godos de toda España desalojados de sus sinecuras por los agarenos. Su designio dista mucho de liberar al pueblo español de ninguna sumisión; por el contrario, es el apetito de volverlo a dominar en provecho de las oligarquías de origen godo. "Después de la destrucción del reino visigodo, al consolidarse el pequeño reino asturiano, los monarcas de Oviedo se sen­tían sucesores de los godos de Toledo, continuadores de la monarquía total hispana". Alfonso III de León "pone en boca de Pelayo la frase de que en la peña de Covadonga residía la salvación de la España entera de los godos"; y un cronicón del mismo siglo presenta a España "como nación hija le Roma, como continuadora de la monarquía goda en el reino leonés".
(Menéndez Pidal).

En Covadonga se declaran tres fines como aspiraciones supremas que se quieren santificar con la virtud del patriotismo: Restaurar el imperio visigodo que tuvo su sede en Toledo; recobrar para ello toda España; y establecer un Estado fuertemente unitario, regido y disfrutado por una casta elesiástico-militar que tiene a la cabeza un rey como mediador y repartidor e los beneficios.

Con estas ambiciones, la monarquía astur-leonesa choca con vascos y castellanos al pretender dominar estos pueblos. En cuanto al País vasco, su atención quiebra en Arrigorriaga. Por lo que hace a Castilla, que entonces no tenía tal nombre y era solamente un conjunto de varias sociedades autónomas, como de hecho lo ha sido en todo momento antes de la trans­formación del Estado español por la monarquía imperial, la dominación de monarquía astur-leonesa, más aparente que real, para en la independencia.Si consideramos que las diversas comunidades de los pueblos que en conjunto se denominan Castilla sustentaban unos principios políticos, económicos y sociales incompatibles con las apetencias de los hombres de Covadonga, y que los castellanos, y con ellos los vascos, habían guardado sus organizaciones ante romanos y godos y tenían el hábito de su propio gobierno el sentimiento del ambiente que les rodeaba, nos explicaremos fácilmente independencia de Castilla.

A pesar de que León es Estado de muy vieja tradición y de personalidad histórica no sólo definida sino sobresaliente entre todas las de España, de actuación guerrera intensa y triunfante, que ha contribuido más que nin­guna otra de las nacionalidades peninsulares a la formación de la monarquía española y por tanto del Estado español moderno; y aun cuando Castilla no es más que un grupo agregado discordante, tan en desacuerdo con el núcleo original de la monarquía en sus esencias políticas y sociales que se aparta de ella por un movimiento separatista de carácter nacional; se toma nombre de Castilla como expresión de un conjunto de pueblos y Estados en el que ella es precisamente la parte extraña. Acabamos, de ver que Aragón está en un caso parecido con relación a la monarquía oriental de la Pennínsula.

EN el Occidente, y teniendo como núcleo de unión la monarquía astur­leonesa, cuyo carácter original ya hemos expuesto, se forman los Estados de Galicia, Portugal, Asturias y León; estos dos últimos constituyen más bien uno solo, pues si Galicia tiene a veces personalidad separada como Estado, la monarquía astur-leonesa es la misma en el curso de su historia, ya tenga la capital en Oviedo o la traslade a León al extenderse por la llanura del Duero medio. Los pueblos de este grupo tienen una personalidad muy fuerte y unos caracteres comunes a todos ellos que los diferencian de los restantes de España. Salvo unos restos de astures en el norte y unos lusitanos en parte de Portugal, la población prerromana de este grupo es celta, lo que le da una raíz étnica especial en el conjunto de los pueblos peninsulares. Este predominio de lo céltico tiene una importancia muy grande en la gestación de las nacionalidades del grupo. Los celtas establecen una organización política, social y económica con el castro como centro y una masa general de población dispersa en el campo circundante; con pequeñísimas aldeas en Galicia, Asturias y montañas leonesas; con caseríos repartidos por el llano, que tenía entonces población muy rala y que se concentra más tarde en esos mismos caseríos para convertirlos en núcleos mayores con una economía adecuada en la que los celtas extendieron el cultivo del trigo en gran escala, pues el fomento de este cultivo es una de las características de celta histórico. La meseta leonesa —mal llamada castellana— les debe según parece su agricultura cerealista, siendo de presumir que antes de la llegada. de los celtas la población autóctona, poco densa, fuese predominantemente pastora. La gobernación de los celtas que establece unas reformas tan pro­fundas en la constitución política y, sobre todo, en los sistemas de produc­ción y en el concepto de propiedad, unida a la transformación de la base étnica determina con el tiempo los rasgos nacionales de este grupo. "La prosperidad de los celtas durante su apogeo en España la indica el floreci­miento de los distintos grupos regionales de la cultura de los castros de Portugal y Galicia con grupos relacionados de Extremadura, León y la meseta palentina" (Bosch-Gimpera). El establecimiento de una economía estante agrícola en el llano, de una ganadería estante en las montañas y en las 'somozas, como se llama en leonés a lo que en castellano llamamos so­montano, asienta firmemente al correr de los tiempos una organización social. Más adelante, Roma no crea la nacionalidad, aunque contribuye a modificar la que encuentra, por lo que al caer el Imperio visigodo "asistimos al revivir de los pueblos españoles cuya evolución interrumpió el Imperio romano, como luego el de los Austrias, impotente, lo mismo que el absolu­tismo moderno o la uniformidad administrativa y centralista, para fundir o para coordinar violenta y artificialmente lo que fue y sigue siendo tan abigarradamente diverso" (B-G). La repoblación visigoda que da a la lla­nura leonesa el nombre de Campos góticos, contribuye a la formación de las nacionalidades de este grupo. La monarquía astur-leonesa, heredera de aquello. godos, ejerce después un influjo decisivo.

La nacionalidad leonesa que se encuentra suelta al caer el Imperio visigodo, surge después reorganizada por los restos del ejército godo derro­tado, godos de toda España que se reúnen en Asturias, sin relación probada con e1 pueblo astur habitante del país, el que probablemente es ajeno en un, principio a la empresa de la reconquista. El nuevo Estado, que es godo en su constitución, tiene pronto magnates y obispos pero apenas tiene pueblo y como tal utiliza primero a los astures de aquellas tierras poco pobladas y luego a los gallegos. Más tarde, cuando el reino astur-leonés salta la cordillera para pasar a los llanos de Duero, encuentra el territorio sin apenas habitantes; la Tierra de Campos, los viejos campos vacceos, los Campes Góticos se repueblan con mozárabes, al paso que Castilla, salvo Ávila, se repuebla con cántabros y principalmente con vascos. Estos mozárabes, viejos vasallos de los reyes godos de Toledo, se llaman así cuando viven con los árabes al amparo de su hospitalidad ; son españoles que vivieron bajo los árabes conservando su religión, su cultura, fundida con la nueva, e incluso sus obispos y otras autoridades, lo que demuestra una generosidad y culta tolerancia por parte de los musulmanes que no se ve igualada en los Estados católicos de la época. Al llegar a Campos, la montaña de León y el valle del Bierzo se establecen en quintaras y caseríos que son el origen de sus futuros pueblos y municipios. En León y Galicia, que los árabes llegaron a poseer, la dominación fue efímera y el influjo árabe, intenso sin embargo, se ejerce después por los mozárabes. Son estos repobladores del reino de León, salidos por diversas causas del suelo musulmán para volver al de los cristianos, probablemente de su abolengo, los que construyeron las inte­resantísimas iglesias mozárabes abundantes en esta parte de España, entre las que destaca la preciosa de San Miguel de Escalada; los que crearon en el reino de León una cultura de origen árabe-andaluz superpuesta a la godo-romana.

Así se han formado un carácter y una cultura. En este grupo hay varios lenguajes, que en realidad son uno solo con modificaciones dialectales. Lengua fundamental del grupo es el gallego, que al propagarse por Portugal v desarrollarse en su carrera constituye el actual idioma portugués; el cual, aun cuando corresponda a una nación con un Estado que ha esparcido por el mundo sus colonias y aun cuando una de esas colonias sea hoy una nación tan importante como el Brasil, filológicamente no es más que un dialecto no muy diferenciado del gallego, que es la lengua madre por su antigüedad y por el proceso de extensión de norte a sur.

El otro lenguaje de este grupo es el leonés, apreciablemente afín al gallego. ("El lenguaje que el vulgo hablaba en la ciudad de León a raíz de ser hecha corte, se parecía más al gallego que al castellano", —Menéndez Pidal—). Hoy está en las postrimerías de su agonía y se ve desalojado de todas partes por el castellano. Tiene una importancia muy grande, aun por el solo hecho de haber nacido y medrado, como prueba de que ha habido una cultura genuinamente leonesa, desde el Pisuerga hasta el Sil y desde Gijón hasta Huelva. El antiguo reino leonés comprendía desde el río Pi­suerga al Occidente. Le pertenecían: algo de la actual provincia de Santander, casi toda la de Palencia (salvo la pequeña comarca de Campoo y unos con­tadísimos pueblos, como Brañosera, la patria de Nuño Rasura) y la mayor parte de la de Valladolid, al Oriente; las de Asturias, León, Zamora y Salamanca, en el centro; gran parte de las de Cáceres y Badajoz, al Sur; Galicia y el Norte de Portugal, al Poniente. Antiguamente se hablaba leo­nés en toda la extensión de este reino, exceptuada Galicia y el Norte de Portugal como región lingüística aparte. Además el leonés fue lengua escrita. Los notarios redactaban sus documentos en leonés, desde Palencia y Carrión basta Astorga y de Oviedo a Badajoz; tiene interesantes manifestaciones literarias ; fue muy utilizado en la legislación y en él están escritos los fueres de Avilés, Zamora y Salamanca,- los diversos romanceamientos del Fuero Juzgo, que al ser rechazado por Castilla quedó como legislación de León y en tierra leonesa se hicieron principalmente las traducciones, del texto latino.

El leonés ha sido objeto de la curiosidad de algunos filólogos, muchos de ellos extranjeros, pero pasa inadvertido para la mayoría de los españoles, incluso entre gente de letras, por dos razones: la primera, porque sus pala­bras se van perdiendo y las que quedan, que son todavía muchas, han sido incorporadas al castellano por la Academia —en grandísimo número como provincialismos de Zamora y Salamanca—; la otra, porque los leoneses si­guen en general la tradición unitarista de su antiguo reino, no sienten pa­triotismo regional y atribuyen a una Castilla ficticia de la cual se consideran parte la empresa de la unidad española; por eso, cuando descubren algún rasgo propio de ellos desdeñan su cualidad leonesa y lo reputan de castella­no, y así muchas palabras de su viejo romance son consideradas en la propia tierra como del antiguo castellano. El leonés no es un dialecto del castellano, entre otras razones, porque este romance es el más moderno de los pen­insulares, y mal pudo ser el leonés modificación de una cosa todavía in­existente y que tampoco es el resultado de una evolución del leonés. Por ejemplo, la palabra castellana roble, que también tomó la forma roble, pare­cida a la catalana roure, no se parece a la leonesa moderna carbajo, leonesa antigua carbaxo, que es la misma asturiana carbayo, la gallega carballo y la
portuguesa carbalho. El vocablo leonés antruejo, muy afín al gallego antruxo no se parece a carnestolendas, en catalán carnestoltas. Los ejemplos abundan y vamos a limitarnos a citar algunos otros. Nunca hemos oído en castellano llamar al becerro xato, como en gallego y leonés, ni jato, palabra que pasado al español moderno pero que no es de origen castellano; ni a la pina tamba, como en León, Asturias y Galicia, ni cambón, como en la provincia de Valladolid; ni el rollizo o tronco sin aserrar se ha llamado en Castilla tuero; ni el cerro cueto... El proceso de desplazamiento del leonés el castellano va con tanta rapidez últimamente que un municipio de provincia de León que antes de 1910 se llamaba oficialmente Campo la Llomba lo hemos visto transformarse, también oficialmente, en Campo la Loma. Aunque la mayoría de los leoneses, sobre todo los de Valladolid y Palencia, oirán con estupor a quien les diga que el castellano no es su lengua vernácula, lo cierto es que el romance de Castilla es en las tierras leonesas del occidente del Pisuerga tan importando como pueda serlo en Galicia, Extremadura o Valencia. El leonés ha ejercido un influjo sobre el castellano, o mejor dicho sobre el castellano moderno extendido por toda Españaa título de español por antonomasia; pero, por otra parte, no se puede olvidar: el que también ha tenido el catalán en la formación de la literatura castellana, ya que esa estúpida y artificiosa incompatibilidad entre Castilla y Cataluña, atizada de modo poco discreto por gentes que aunque se llaman castellanas no lo son casi nunca, es cosa de tiempos muy recientes. El primer canto conocido referente al Cid, el Carmen, no es de origen cas­arlo, sino catalán, y el primer texto histórico cidiano, la Historia Roderici, tampoco proviene de la antigua Castilla, sino de las fronteras de Zaragoza y Lérida. En el lenguaje castellano de Segovia del siglo XIII encontramos muchas palabras y formas lingüísticas catalanas, como pelaire, el Alpedret, Ambit y el uso de la partícula locativa hi o y. El gran juglar burgalés del siglo XIV Alfonso Álvarez de Villasandino escribía a veces en catalán, y en catalán se dirigía cariñosamente a sus guerrilleros catalanes Juan Martín Díaz, el Empecinado, el patriota liberal de Castrillo de Duero, pueblo de la Comunidad de la Villa y Tierra de Roa, provincia entonces de Burgos y diócesis de Segovia.

Del leonés ha habido varios dialectos, tales como el leonés oriental —el primer en ceder ante el castellano— de la Tierra de Campos, donde toda- quedan dejos leoneses, el asturiano —conservado en parte—, el leonés extremeño, el charro, el maragato, el sayagués —aludido ya por Cervantes en un conocido pasaje del Quijote-- Todas estas variedades dialectales
han sido estudiadas modernamente en su unidad primitiva.

Pero el idioma leonés, aparte de confirmar la personalidad histórica de una nacionalidad bien definida, tiene para nuestro tema el interés de afirmar por otro camino la naturaleza y carácter del antiguo reino astur-leo­nés deducidos de su desarrollo político y social. Si en estos aspectos funda­mentales el reino de León es, según hemos expuesto, el heredero y continua­dor del Imperio visigodo, el idioma leonés es también, al decir de don Ramón Menéndez Pidal, "el más directo heredero del romance cortesano de la época visigoda" pues "al sobrevenir la invasión árabe, el romance cortesano de Toledo hubo de ser imitado en Oviedo, centro de la monarquía asturiana". "El dialecto moderno asturiano y del Norte de León —dice el ilustre filólogo— conserva fielmente muchos de los rasgos que hemos averiguado como propios del romance de la edad visigoda".

La cuestión idiomática es causa general de error y confusión en el estudio de las nacionalidades españolas. Basta que al castellano se le consi­dere como el español indudable y exacto y que vaya desalojando de la Península a los demás romances, para que se tome a éstos cual dialectos del castellano, hasta el punto de que como tal se juzgue no sólo al hable leonés sino al mismo lenguaje gallego, más antiguo que la lengua de Castilla.

Sobre este punto Oliveira Martins dice: "La importancia del gallego en la España de los siglos XI y XII es preponderante: es la lengua de la corte de Oviedo". También fue el lenguaje familiar de la corte leonesa de Alfonso VI, y no ha de extrañarnos esto otro que escribe el mismo Oliveira Martins: "Hoy, al estudiar los documentos de estas edades, reconocemos la posibilidad de que el gallego hubiera sido adoptado por la monarquía de León y Galicia, suplantando al castellano. Si eso hubiera ocurrido, podríamos ahora observar las diferencias que la independencia política de las dos naciones peninsulares hubiera determinado en una misma lengua popular". Salvo que lo que hubiera sobrevivido no hubiera sido una suplan­tación del castellano, que no estaba implantado en el reino leonés más que en un pequeño trozo del sureste, sino que hubiera habido un obstácu­lo a su entrada, no hay duda de que el gallego llevaba las de ganar en la lucha idiomática, dentro de la unión de las coronas de León y Castilla, por ser el idioma propio de la parte dominante, que nunca lo ha sido Castilla. La propagación del castellano en España no es signo de ninguna superiori­dad castellana de poder: es consecuencia de su firmeza lingüística y, sobre todo, de un hecho que lamentablemente se olvida o se desdeña, y es que el castellano es el romance natural del conjunto de pueblos o nacionalidades que hemos reunido en el grupo primero, porque no sólo es castellano, sino —con ligeras variantes— aragonés, navarro y alavés. Los de Calatayud escribieron sus documentos oficiales en castellano antes que los segovianos, sus coterráneos —así los llama la Fuente— del país comunero. No hay que calentar la imaginación patriótica de los castellanos haciéndoles creer que la propagación de su idioma es signo de fuerza superior de su antiguo estado; es mucho más saludable atenerse a la verdad, que, por lo demás, debe anteponerse en todo estudio a cualquier otra consideración.

Las aspiraciones de la monarquía neogótica se condensan en la reconquista de España en beneficio del trono, el altar y la espada, para lo que e reparte el país en feudos, creando señoríos que no rompen la unidad del mano real, pero en provecho de la nobleza, los obispos y los abades. El feudalismo en el reino de León, aun cuando enormemente atenuado en relación con Europa, pues las obligaciones de los siervos están muy mermadas y sin deberes vejatorios, está muy extendido. De un modo o de otro 'cede decirse que, salvo excepciones como la Tierra de Salamanca y la de Medina del Campo, no hay en el reino de León una sola comarca que no sea feudo de un noble, como el conde de Benavente, el de Alba de Liste, el de Luna y el de Lemus, de un obispo, como el de Lugo, el de Palencia y el de Zamora, de un monasterio, como el de Sahagún, el de Valcabado y el de Eslonza, o de una orden militar como en Ponferrada.

Dentro del feudalismo leonés aparece un colectivismo rural de los más ejemplares de toda España, de bosques, de pastos e incluso de tierras de labor; pero estos aprovechamientos comunales son cosa muy distinta de los bienes comuneros del País vasco, Castilla y Aragón. En el régimen feudal de la tierra, el labriego apegado al terruño no puede salir de él, pero es corriente que el señor reserve una parte de bosques y prados para leñas y pasto de libre uso por sus feudatarios. En cuanto a la condición personal del campesino y a su unión con la tierra, Sánchez Albornoz, en su interesantísimo libro ya citado sobre la vida leonesa en el siglo X, describe la captura en la capital del reino de un siervo que había huido de las tierras le su señor, prisión que no podría ocurrir en el País vasco, ni en el comunero le Castilla y Aragón. Se explica, y es necesario repetirlo, que la separación independencia de Castilla obedece y triunfa por una incompatibilidad de principios políticos y sociales; por lo que se ha definido a Castilla, dentro de España, como el pueblo que rechaza el Fuero Juzgo, que es rechazar el Estado neogótico, su constitución y sus ambiciones. La comunidad de bienes, sin la compañía de funciones de gobierno, tiene mucha pujanza en los reinos de León, Asturias, Galicia y Portugal con su extensión extremeña y ha sido calurosamente encomiada por Joaquín Costa, sobre todo el colectivismo implantado al sur de Zamora, en Sayago, Aliste y Fuentes de Oñoro. Pero el colectivismo leonés, salvo el de la tierra de Salamanca, es eminentemente feudal, con pago de renta (infurción) y las demás obligaciones feudales, como la prestación de servicio en las mesnadas señoriales y la de dar al señor jornadas de trabajo con ganado y aperos (senras en gallego y bable leonés , sernas en castellano). Los de Sayago, con una comunidad agraria encomiada por Costa en alto grado, se redimieron de las cargas feudales por pago a Felipe V de 47.400 reales; los de Fuentes de Oñoro eran vasallos de las casas de Castelar y Salcedo; los de Aliste, del marqués de Alcañices; y los de la comarca de la Armuña (Salamanca) llegaron a librar la propiedad comunal por donación de un príncipe de Salerno a cuyas manos vinieron a caer los señoríos.

Respiro para el pueblo leonés y alivio de su situación económica es la institución del foro, o forma de contrato de arriendo que así se denomina, y que, aun cuando vulgarmente se toma por exclusivo de Galicia, ha existido muy vigorosamente en todo el reino de León y no ha salido de él. La tras­cendencia de esta institución para nuestro tema es que corresponde a una condición del uso y posesión de la propiedad rural en Galicia, Asturias, León y Extremadura tan típicamente leonesa y tan ajena a Castilla que al dar Primo de Rivera la ley de redención ya mencionada la hizo válida para las cuatro provincias gallegas, las cinco leonesas, Asturias y las dos de Extre­madura, con estas dos circunstancias que precisan más la cuestión: la ley regía en la provincia de Valladolid, pero estaban exentos de su vigencia pueblos, como los que pertenecen a los partidos de Peñafiel y Olmedo, que no eran del reino de León, sino que habían sido tomados 'de territorio castellano al crearse la actual provincia de Valladolid y, para mayor pre­cisión, se incluían en la misma ley como zona de aplicación pueblos del oeste de la provincia de Santander que, por el contrario, se habían tomado del territorio leonés al crearse la provincia montañesa. La institución co­rresponde a un modo particular leonés (gallego-astur-leonés y extremeño) de entender sus conveniencias, sus obligaciones y las circunstancias históricas del momento por parte del propietario, y a una manera de comprender sus derechos, de defender sus intereses y una agudeza para mejorar su posición al amparo de aquellas circunstancias históricas por parte del campesino. Como se ve, la institución del foro, que llamaremos leonés y no gallego, por ser característica general de todo el territorio de la corona leonesa, por ser reflejo de cualidades de este conjunto de pueblos, por ser adaptación al modo de ser, de sentir y de pensar, de una clase social prudente o vencida por el desarrollo histórico de la sociedad, y un acomodo a las aspiraciones de otra clase social oprimida y con ansias de redención, está tan sensible­mente ligada a la condición de este grupo de nacionalidades que es un índice de su cualidad íntima.

El contrato de foro se llama de apréstamo en la Tierra de Campos, donde se toma el verbo aprestar por prestar y no en la significación caste­llana de aparejar, aderezar o preparar.

Nuestra visión de Castilla y el recuerdo de la novela que se ha forjado con ella, nos mueve a una censura de la monarquía astur-leonesa y, más todavía, de los que quieren enlazar a Castilla con ella. Ahora bien, al lado de esta censurahay que rendir un homenaje al pueblo leonés Por sus decididos propósitos de liberación y su destreza política al lograr sus instituciones municipales, tan ensalzadas y tan genuinas. Esto, que reclama la justicia, da satisfacción al que escribe por los lazos de orden cordial íntimo que le unen a la tierra leonesa.

El municipio leonés es una concesión que, muy en contra de sus deseos, se ven obligados a hacer a sus vasallos los señores leoneses, y se impone por las circunstancias y por la acción tenaz, pacienzuda e inteligente del pueblo leonés. Su posibilidad arranca del Fuero de León de 1020, que ciertamente no define un municipio, pero que es su base fundamental y el modelo constitucional de todas las ciudades de aquel reino, sobre el cual construye más tarde un municipio más definido y libre. El municipio al modo leonés, tan distinto de las instituciones castellanas y vascongadas, que acaso se inspire también en un recuerdo romano, nace por un movi­miento popular que hoy podríamos llamar de sindicación de los labradores, que es expresión que corresponde a aquellos siervos que, a diferencia de los de la Europa feudal, cuentan con la libertad y la dignidad suficientes para defenderse. No es fruto de un alzamiento súbito ni de un episodio guerrero sino de una tarea de paciencia y serenidad victoriosas. En el concejo rural leonés, como en los municipios rurales castellanos y vascogados, como en general en los de toda España, hay asistencia, voz y voto de todos los vecinos, pero las atribuciones son muy limitadas; se reducen los menesteres de la vida vecinal, a arreglar caminos, cuidar de los riegos reglamentar los pastos, pero no tiene función judicial ni política, ni puede dar fuero, ni crear otras poblaciones, ni mandar más que dentro del muni­cipio, ni tiene ejército ni capitanes propios, no es un Estado autónomo como es la comunidad castellana y aragonesa o lo son las juntas vizcaínas guipuzcoanas, o las cofradías alavesas; en León, fuera de los negocios puramente vecinales, la autoridad es sólo del rey y se da en feudo.

El municipio y el foro son instituciones de componenda entre el régimen feudal y las ansias de libertad popular; son lo más que se puede lograr en país influido por el feudalismo europeo y sujeto a poderes muy relacio­nados con los países feudales de Europa, con mucho empeño para echar al moro pero probablemente con tanto o más para sujetar al siervo, un tanto soliviantado por las libertades de la vecina Castilla. El municipio leonés no es una institución exclusivamente popular, sino que en ella actúan con frecuencia los poderosos y los desvalidos. Cuando Pedro Ansúrez, el prócer leonés más significado de la corte de Alfonso VI, conde en Liébana, Sal­daña, Carrión y Zamora, principal de la aristocrática familia de los Beni Gómez , a la que pertenecieron los famosos infantes de Carrión del Poema Cid, enemigo pertinaz de Castilla y de su democracia, fundó, como feudatario del rey de León, la villa de Valladolid en las proximidades del territorio comunero castellano y creó su municipio, siguiendo el uso leonés, ordenó que formasen parte del concejo dos clérigos de la Iglesia de Santa María. Aunque el municipio leonés tenga una gran libertad, por sus fun­ciones muy ajenas a las de los altos poderes del Estado y por la intervención de las clases privilegiadas, es perfectamente compatible con el régimen unitario y con las instituciones imperiales.

Dice Antequera que en el Fuero de León de 1020 solamente son libres los hombres de behetría con sus casas y heredades. Sin embargo de esto, la lucha del pueblo leonés para conseguir su municipio, que no es una herencia del pasado cual en Castilla la comunidad, es digna de gran admi­ración, porque el tiempo y el lugar no pueden ser menos propicios : Una monarquía extraña al pueblo y asentada por la fuerza, sumamente ambiciosa de poder absoluto; un pueblo creado por la monarquía con las inmigraciones que le han convenido, gentes de los Campos Góticos reforzadas con mo­zárabes vueltos al solar de la servidumbres de sus abuelos, que han de entrar nuevamente en vasallaje si quieren tierra; población que se asienta en caseríos, quintanas o almunias, como se las quiera llamar, desperdigada por una tierra casi despoblada, y que, sin embargo, tan pronto como se con­centra un poco tiene alientos para pretender su liberación, es población de entereza. Aquí viene la epopeya silenciosa, paciente, tenaz, que llega al triunfo por obra de la destreza y de la perseverancia.

¿Y cómo pudo ser esto? Colmeiro, después de un elogio a la prosperidad de las comunidades libres, nos da una explicación: "...Acudían (a las co­munidades) los menos dichosos en demanda de vecindad y fortuna... A la vista de un gobierno tan allegado a la razón y conducido con tal blandura, llevaban los vasallos del clero y la nobleza, con consiguiente desánimo, su servidumbre, y, cuando no podían ponerse bajo la salvaguardia del concejo, lograban de ordinario fueros y privilegios de sus señores, cuya mala voluntad cedía ante la fuerza incotrovertible del ejemplo". Pero el siervo leonés no perdía su condición mientras no saliese de los dominios del reino, ni aun entrando en una villa poblada a fuero de León o Benavente. No le que­daban más refugios que el moro o Castilla; el moro, pese a la liberalidad de los califas andaluces, no le seducía por motivos religiosos, con lo que no le quedaba otra salida más que Castilla, donde los fueros de tipo sepul­vedano dan amplia acogida a los exiliados. Estos fueros de comunidad, al ofrecer al siervo leonés un asilo, obligan al señor a ceder y reconocer liber­tades. La independencia y separación de Castilla, si perjudicial para las ambiciones de la monarquía unitarista, fue una ventura para el pueblo leonés en su lucha por librarse de la servidumbre. Por eso los partidarios de las dominaciones y de los privilegios de clase tienen tanto interés en que estas cosas se olviden y en que los castellanos cobren veneración por las "glorias- de una tradición falsamente presentada.

Cuando al correr de los tiempos el siervo leonés ya no está sujeto a la tierra, aun cuando sí que lo está hasta muy tarde al pago de infurción en forma de renta, este pueblo no veía las rebeldías de España más que de los modos que tenía delante de los ojos o de lo que llegaba a saber por noticias desfiguradas; es decir, ya como unas demarcaciones señoriales que estorbaban a la defensa que el rey hacía a veces del derecho del feuda­tario oprimido, o corno unos cercados dentro de los cuales sus habitantes disfrutaban de un privilegio a costa de los demás. No conocían el gobierno por sí mismos que es necesidad primordialmente sentida en los que han disfrutado de la propia dirección. Estas ideas ancestrales han arraigado tan firmemente en el pueblo leonés que una declaración del Ayuntamiento de Valladolid durante la República, cuando se estaba discutiendo el Estatuto de Cataluña, decía que Castilla no comprendía esas autonomías de cor­poraciones regionales contrarias a su espíritu y a su historia, pues Castilla lo que estimaba era la autonomía municipal; declaración que, acomodada a la constitución histórica, al criterio tradicional del Estado leonés y tal vez a su pensamiento actual, es totalmente opuesta a la esencia castellana. Lo que prueba esa declaración son dos cosas: que Valladolid sigue siendo un pueblo de tradición leonesa y que sus clases directoras desconocen total­mente a Castilla, pese a su pretensión de convertirse en cabeza de esta región que no es la suya. Es cosa ya observada por varios escritores que la oposición a las autonomías regionales dentro de España, más que en las ierras castellanas propiamente dichas, como la Rioja, Soria, Segovia, Guadalajara... donde el republicanismo tiene una cierta tradición federal, se ha manifestado, utilizando el nombre de Castilla, en las provincias leonesas, en regiones ligadas en su desarrollo histórico a la tradición política de la corona de León.
La cuestión de las nacionalidades españolas, muy compleja de por sí, e complica aún más por esta falta de un sentimiento regional entre los leoneses, hasta el punto de que el vocablo ha perdido su significación genérica para designar limitadamente a los habitantes de la actual provincia de León, o de su capital. Tal vez la coincidencia del nombre de una ciudad con del antiguo reino y las rivalidades provincianas entre las principales poblaciones de la región hayan contribuido a ello. Esta desvinculación no­minal es mayor en la Tierra de Campos, de condición y tradición muy leonesas, donde nunca arraigaron las instituciones castellanas. Una sola de ellas logró implantarse en este país, apegado a sus instituciones municipales señoriales, la de las merindades, tomada de Santander y Burgos, pero sus behetrías degenera rápidamente en meros señoríos. Cuando el pueblo de ambos reinos se organiza en hermandades en 1295, en Valladolid se forma la de León, con Asturias y Galicia, mientras que en Burgos se organiza la de Castilla y comprende al País vasco.

En este grupo gallego-leonés tenemos unas cuantas nacionalidades que en su formación y desarrollo presentan como caracteres comunes: Un Estado creado por personajes de otro Estado, extraño al pueblo y vencido por los árabes, que se reagrupan para recobrar la posesión perdida; Estado al ser­vicio de estas gentes, con una organización neogótica, es decir, de sucesión del Imperio visigodo arruinado; ajeno a los intereses de los pueblos astures y galaicos, en los cuales se apoya después corno núcleo de población cam­pesina que amplía con repoblaciones mozárabes; de condición feudal en cuanto a la posesión v propiedad de la tierra, que tiene que transigir con dos instituciones genuinas, el municipio y el contrato de foro, ajenas a la Europa típicamente feudal, arrancadas por el pueblo campesino en un empeño de magnífica tenacidad; nacionalidades que crean una cultura v, con ella, un idioma, el gallego y su afín el leonés con varias modificaciones dialectales. Caracteres fuertes, tanto para distinguir al grupo de los otros peninsulares, como para comprender las analogías internas.

El concepto de este grupo gallego-leonés, de cualidades tan diferentes a las de Castilla, está contenido ya en la primitiva literatura castellana que lo deja ver claramente en repetidos pasajes, como cuando llama gallegas a todos los leoneses, de cualquier lugar del reino; esto mismo hacen los moros del Andalus que también llaman gallegos a todos los habitantes del reino de León, cualquiera que sea su comarca.

La psicología colectiva de los pueblos del grupo acusa también carac­teres comunes, generalmente desatendidos, pues en la opinión vulgar es­pañola hay una diferencia temperamental que tiene sus puntos extremos en el Norte y el Sur y se resume en la repetida frase "de Madrid para arriba y de Madrid para abajo". Sin negar la diferencia grande entre los pueblos situados al norte y al sur del 'Tajo, es decir, entre castellanos y vascos por un lado, y manchegos y andaluces por otro, hay también una diferencia muy fuerte, acaso aún mayor que la señalada, entre una España occidental y atlántica y otra oriental y mediterránea; entre gallegos, portugueses, astu­rianos y leoneses al Poniente, y castellanos, vascos, navarros, aragoneses y catalanes al Oriente. León es totalmente occidental, mientras que Castilla, cabalgando sobre las sierras centrales, tiende más hacia las tierras ibéricas. Segovia, tan metida en la cuenca del Duero, hace siempre política hacia el Ebro.

Es conocido el gallego por su cautela y sus modales moderados, con- secuencia de la actitud defensiva que tuvo que adoptar durante siglos frente al feudalismo; sistema que en todo el reino de León se venció por la perseverancia, y la sagacidad, que en Castilla no tuvo arraigo y en Cataluña fue derrotada por acciones enérgicas y por la potencia económica de los menestra les, crecientes en prosperidad y empuje de un modo que hacía in­necesaria la suave tenacidad. Este rasgo psicológico colectivo, muy general entre todos los campesinos del mundo, porque la gran mayoría de ellos han pasado por situaciones de dominación en los países de régimen señorial, que han sido los más, es muy firme no sólo en Galicia sino en todo el territorio de la antigua corona de León. El suelo de la Tierra de Campos es cuna de los famosos aforismos de la "gramática parda", encaminados a dar normas convenientes de conducta al labriego a fin de ayudarle a nave­gar prudentemente en el mar tormentoso de la vida; "gramática" que acon­seja acomodarse al medio, eludiendo violencias, dejando jactancias y guar­dándose del desasosiego; poner celo en la observación cuerda y perspicaz; acogerse a la paciencia, a la calma y a la firmeza; táctica toda ella que indica una coincidencia con la psicología —por otra parte perfectamente honesta—, la sagacidad, la discreción y la serenidad tan alabadas en los gallegos y contrarias a las irritaciones, con frecuencia encrespadas, de cas­tellanos, vascos, navarros y aragoneses.

Las diferencias históricas entre el grupo leonés y el castellano están disimuladas y escondidas como resultado de una labor persistente para ocultar la verdad en provecho de los detentadores del gobierno del Estado unitario, de las oligarquías eclesiásticas y militares y de determinados grupos caciquiles de logreros del trigo, que no agrarios y menos labradores. Labor deliberada para apagar el espíritu tradicional de la vieja Castilla y hacer que el pueblo olvide a los hombres más significativos de su pasado, lucha­dores todos ellos contra los poderes tiránicos, desde Fernán González hasta los defensores de Madrid, pasando por los comuneros, Martín Zurbano y el Empecinado burgalés; que deje a un lado el recuerdo de su democracia autónoma, defendida ya contra Roma en Numancia y Coca, y se acoja, seducido con falsas glorias, al ideal germánico de los godos, del Imperio de Carlos V y de los Felipes.

Hay una nacionalidad en este grupo que desde hace mucho tiempo constituye nación independiente y que, como tal, ha desempeñado un gran papel en la historia del mundo: Portugal. Pero Portugal se desprende de la corona de León sin ninguna alta razón de orden político ni social: porque un francés, yerno de Alfonso VI de León, tiene la ambición de crearse una corona para sí. En la anarquía de las relaciones feudales, en casos como éste o en casos de herencia, los egoísmos se superponen a los designios más altos y nada cuentan los intereses ni las voluntades de los pueblos. Y es lo curioso que esta escisión portuguesa se produce precisamente en el seno de una monarquía que lleva en España la voz cantante en la unificación del Estado sobre toda la Península. Los reyes inculcan a los pueblos la idea de que estas ambiciones útiles a sus dinastías son una bendición para la conveniencia popular, y son precisamente los egoísmos internos de las fa­milias reinantes los que malogran tales propósitos, diputados por sagrados cuando es el pueblo quien ha de sacrificarse por ellos. Portugal se incorpora a la corona que ya agrupaba a los restantes pueblos de España a fines del siglo XVI: por vez primera desde el nacimiento de las modernas naciona­lidades peninsulares la monarquía puede titularse española con exactitud geográfica. Pero la torpeza de esta monarquía unitarista hace efímera la unión; y, desde la segunda separación de Portugal, el Estado llamado es­pañol lleva un nombre que no le corresponde cabalmente, pues ninguno de nuestra península puede usar con plenitud el de España si no abarca a todos los pueblos españoles.