Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas
MEDITACIÓN ANTE EL MILENARIO DE CASTILLA (I)
Discurso pronunciado por el Excmo. Sr Ministro de Educación Nacional, D. José Ibáñez Martín, en los Juegos Florales celebrados en la ciudad de Burgos el día 6 de septiembre de 1943, de los que fue mantenedor.
(…)
I. LOS CASTILLOS
Cuando España paró en seco a la horda árabe e hizo posible que la Europa medieval fuese cristiana, allá, en la línea fronteriza, el reino diminuto de la resistencia contra el Islam se extendió pronto por las montañas y riscos, donde no lograron siquiera penetrar las águilas de Roma. Recortaban en el horizonte sus crestas nevadas los macizos .de Reinosa. Clavaban sus picos en las nubes los altos de Pancorbo. Desde allí incitaba a la codicia la tierra brava y llana que redimiría de una vida pasada entre peñas y ventisqueros. En aquella linde entablaban cotidianas escaramuzas los jinetes dé Córdoba y las huestes de la Cruz. De allí había que descender para garantizar la continuidad de la Reconquista y la existencia misma del baluarte aislado entre el oleaje invasor. Y allí, bajó el heroísmo de los guerreros del siglo VIII, a vivir en constante alarma defendiendo la frontera. Fué preciso alzar un centinela de piedra. Este centinela se llamó Castillo.
La primera línea
Cuando el siglo IX alborea, apunta también la edad los castillos. Porque muchos, con su maciza mole de piedra coronada de enhiesta dentadura, forman como una línea estratégica, como una barrera de fortalezas que se abrazan a la montaña. Y si en las abruptas sierras astures España salvó a Europa de la invasión, en la primera línea de castillos, la que iba desde Oca hasta Amaya, se estrelló ya para siempre el empuje de las huestes del profeta. El símbolo supremo de nuestra alta Edad Media es el castillo. Y no un puro símbolo militar. Porque el castillo avanza y con él va naciendo una vida y una civilización nueva. Es Castilla la gran célula vital que teje su trama de fortalezas bélicas y de monasterios. En efecto, a la par que en la montaña se alza el castillo erizado de lanzas guerreras, a la mansedumbre del valle osan descender hombres de paz con otro designio. Y los valles se pueblan a la sombra defensiva de la fortaleza, pero también bajo el amoroso cobijo espiritual de la basílica y la abadía. Diríase que son la línea estratégica del espíritu y de la civilización.
Allá van los frailes con sus blanquecinas vestes, cubiertos con la puntiaguda cogulla, a crear pueblos, empuñando el arado y abriendo sementeras para los primeros trigales en que ya siempre será fecunda la tierra castellana. El primer labrador de aquella heredad conquistada con sangre fué el monje. Y allí, tras la sementera, nació la aldea y la villa, y la ciudad, pobladas por la gente heroica que gustaba de vivir en arrogante alarma, en perpetua vigilia de combate, atenta al clarín que desde la fortaleza anunciara la presencia del enemigo. Hacía falta organizar aquella vida y surgió también el jefe, el conde, que unía a la par el mando militar y la jerarquía política. En el siglo IX hay ya un conde en aquella primeriza Castilla. Se llama Rodrigo. Es el señor del pequeño Estado en que se han reunido los primeros castillos, los primeros monasterios, las primeras aldeas. Pequeño Estado que vive dependiente de la monarquía astur, pero que por ser vanguardia de la Reconquista, nace con otro temple, con otro carácter, con ambición de aventura, con ansia indomable de combate, con altanería y afán de libertad e independencia.
Nacimiento de Burgos
Aquella primera Castilla, «la del antiguo dolor», la que al decir del poema era «pequeño rincón cuando Amaya era cabeza», siguió ampliando, en incesante batalla, su ámbito estratégico. Paso a paso avanzaban los castillos como gigantescos soldados de un ejército de fantasmagoría. Sobre la primera línea, el siglo IX acusa ya en sus postrimerías una segunda que se apoya en el Arlanzón. Hacia el sur se ha corrido la frontera de la lucha y hacia el sur ha avanzado también el enjambre laborioso de los monjes, labriegos y pobladores, de las aldeas y de los burgos. El Conde don Diego Rodríguez Porcelos cabalga, lanza en ristre, desde los altos de Pancorbo extendiendo hacia abajo la intermitente muralla castellana. Y en la punta de la línea, para cerrar un trecho desguarnecido, acaso por mandato del rey astur, temeroso del peligro, la barrera se cierra con un imponente castillo, sobre cuya torre más alta ondea airoso el pendón.
Es el año 884. En la cúspide de un cerro, la nueva fortaleza se mira en las aguas del Arlanzón y su enseña flamante llama a poblar el reducto fronterizo. Allí acude piadosa la legión monacal. Allí viene la turba campesina a hendir de sementeras la falda de la loma. Allí el Conde victorioso descansa y se labra albergue y residencia. Acaba de nacer una ciudad. Una ciudad fecunda, ansiosa de sentirse madre de paladines. La ciudad, nervio y eje de la segunda línea de castillos. La que, altiva, quiere sentirse rival de León y promete ser capital y corte del pueblo que nace. Burgos es el segundo parto de Castilla, la cabeza de la línea que por Muñó, Pampliega, Castrojeriz y Villodrigo, se comunica a las orillas del Arlanza. Glorioso parto y magnífica ejecutoria, porque desde su nacimiento fué predestinada para la hegemonía. Burgos es la antonomasia de Castilla. Por eso es inexcusable sentir ahora la emoción de su nacimiento, cuando venimos a conmemorar el de Castilla en el momento cumbre de su esplendor, cuando no es ya incipiente estado sin libertad, sino robusta nacionalidad independiente (siglo IX).
Castillos junto al Duero
Pero falta la tercera línea de castillos. Un brío combativo los multiplica hacia el mediodía a medida que avanza el siglo X. El Arlanzón retrata ya un reguero de ásperas fortalezas erizadas de torres y de almenas. Y aun siguen surgiendo más abajo nuevos baluartes, porque un caudillo audaz, el conde Gonzalo Fernández, ha empujado a la horda cordobesa hasta las mismas orillas del Duero, San Esteban, Osma, Gormaz y Alcubilla: he aquí jaloneados los contornos agrestes de aquel foso por vigías de piedra que otean los accesos y los vados, que atalayan la ondulante llanura, desde la ribera izquierda hasta las sierras carpetanas, que, como el cazador, adivinan los movimientos de la presa aun bajo el disfraz de los robledales y los enebros.
Ya está Castilla en pie en su primera expansión territorial. Pero esta Castilla todavía no es Castilla. La ruda y tosca concentración de fortalezas y conventos, de aldeas y pueblos, aún no se ha definido como estado unificado. A aquellos núcleos dispersos que milagrosamente resisten el asalto constante y la «razzia» del más fiero y poderoso de los califas del Islam, les falta unidad de mando y de gobierno, espíritu común de nacionalidad. Se necesitaba un hombre. Y aquel hombre providencial había de surgir inmediatamente, dotado por la largueza divina de todas las condiciones que requiere un caudillaje. Surgía en el instante en que, atrincherada en su tercera y más atrevida línea de fortalezas, «ancha» era ya Castilla, y precisaba de toda su potencia para defender la vanguardia de la Reconquista.
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