LA ENGAÑIFA FEDERAL
JUAN MANUEL DE PRADA
Pedro Sánchez, además de sonreír mucho, como si fuese un selfie con patas, ha recuperado la matraca del Estado federal
TAL vez por haber sido siempre diputado de recuelo o repesca, de los que las oligarquías políticas echan mano cuando alguno de sus dinosaurios es enviado a un retiro dorado o a un consejo de administración, en el socialista Pedro Sánchez descubrimos ese ímpetu un poco histriónico propio del futbolista suplente. Pero, como suele ocurrir con los futbolistas suplentes (que por algo lo son), Pedro Sánchez no sabe hacer otra cosa sino repetir lo que los futbolistas titulares llevan haciendo desde el principio, sólo que con mayores bríos, como un torete recién salido del chiquero; de tal modo que, tras el arreón del primer instante, delatan enseguida su juego limitado y archisabido. Pedro Sánchez, además de sonreír mucho, como si fuese un selfie con patas, ha recuperado la matraca del Estado federal, que es el mismo sonsonete que se gastaba Rubalcaba (aunque dicho por Sánchez parezca una insinuación lúbrica y dicho por Rubalcaba pareciese una cenicienta expresión de pésame), como panacea de las veleidades separatistas. Pero hasta los socialistas saben que se trata de una engañifa.
Sin duda, el centralismo consagrado por el liberalismo ha sido una de las más mayores calamidades de nuestra historia, por ser contrario a nuestra tradición política y vivero de los nacionalismos separatistas (que ahora, de forma irrisoria, los liberales pretenden presentar como ideologías cavernarias y premodernas, cuando son hijos predilectos y primogénitos de la misma ideología que ellos proclaman). El llamado Estado de las autonomías (luego reveladas autonosuyas) no era, en realidad, sino un intento de disimular el divorcio nacional mediante una organización territorial por completo artificiosa, al servicio de un poder político que, para hacerse fuerte (y emplear a sus innúmeros cachorros), necesitaba enviscar a unos españoles contra otros, en una demogresca que las oligarquías políticas alimentaron formando falsas «identidades», mediante el empleo goebbelsiano de la propaganda y el adoctrinamiento en las escuelas, que ha convertido a las nuevas generaciones en jenízaros del separatismo. Ahora que el modelo se prueba agotado (el expolio de las cajas de ahorros podría considerarse el hito terminal del Estado de las autonosuyas), las oligarquías empiezan a fantasear con la posibilidad de prolongar el chollo con el Estado federal, aprovechando las inercias de la demogresca; y emplean a Pedro Sánchez de liebre, a ver si el pueblo degenerado en ciudadanía dividida en negociados de izquierda y derecha pica el anzuelo.
A simple vista, este Estado federal que nos propone nuestro selfie con patas, como si fuese una apetitosa insinuación lúbrica, pudiera confundirse con aquella federación natural, formada por el sufragio universal de los siglos, que reconociendo las instituciones jurídicas de cada reino logró la unidad política de España. Pero aquella federación natural (en la que la nación no era un simple agregado de individuos en un momento pasajero y mudable de la Historia, sino un todo sucesivo, producido por un poderoso sentido de pertenencia) se fundaba en tres cimientos: la unidad católica, la monarquía cristiana y el reconocimiento de los fueros de cada región. El Estado federal que ahora se nos propone se funda exactamente en la disolución de tales cimientos; de ahí que no pueda hacer otra cosa sino ahondar la demogresca que ya nos trajo el Estado autonómico. A los españoles, con Estado autonómico o con Estado federal, no nos resta Menéndez Pelayo dixit sino volver al cantonalismo de los reinos de taifas, mientras las oligarquías políticas nos expolian. Y es que el saqueo de sus bienes materiales es el destino inexorable de los pueblos que antes se dejaron arrebatar sus bienes eternos.