miércoles, febrero 08, 2012

Acordes para Tomás Luis de Victoria (José María Muñoz Quirós)

ACORDES PARA TOMÁS LUIS DE VICTORIA

josé maría muñoz quirós

Ávila soledad sonora

El veintisiete de agosto, un caluroso día de verano de 1611, muere Tomás Luis de Victoria, sacerdote humilde y austero, músico genial, autor de una obra polifónica de profundísima inspiración, reflejo de un vivir fervoroso y hondo que, como su vida, alienta una manera de interpretar lo que le rodea y lo que habita en su íntimo desvelo de hombre profundamente espiritual.


Después de su muerte, el silencio y la indiferencia brotarán con fuerza hasta convertirse en olvido. A partir de este momento, el abismo y la lejanía, la desolación y la noche cubrirán la sombra del músico abulense.


Dos siglos más tarde, hacia la mitad del Siglo XIX, el movimiento cecilianista alemán iniciará una lenta recuperación de su obra, esclareciendo la memoria y el significado de la labor artística de un músico que roza las más altas cimas de la belleza, que adelantándose a su momento histórico escribirá en los pentagramas del alma sonidos eternos.


Tomás Luis de Victoria era hijo del abulense Francisco Luis de Victoria y de la segoviana Francisca Suárez de la Concha. El matrimonio formará una familia de once hijos.

La muerte de su padre, en la casa familiar de Ávila en la calle Caballeros, acontecida en 1557, marcará un línea divisoria en el devenir de la familia. A partir de este triste momento, será su tío Juan Luis, sacerdote, quien vele por los hijos de su hermano. Será el encargado de trazar el difícil camino que deberán recorrer para situarse en el devenir de la vida, lejos de una angustiosa situación económica que ha llenado de dificultades la supervivencia de todos sus miembros.

Tomás Luis nace en 1548, en Ávila, ciudad que le transmitirá la austera serenidad de la piedra y de la luz. Su infancia estará envuelta en profundos silencios y en sonidos que dormitan en la quietud, en el llanto azul de las campanas.

Cuando contaba apenas nueve años, en 1557, entra al servicio del primer templo de Ávila, en el coro infantil de la catedral, donde va a iniciar su camino hacia el aprendizaje de las técnicas musicales de la época.

Estará sometido a los secretos que la música esconde, a los caminos donde el peligro de volar se transforma en sueños, donde un breve sonido de pájaros enciende los bosques y se encarama en la copa libre de los árboles, en las hojas surgidas en el atardecer. Habitará en los sonidos inocentes que interpretan la luz cuando amanece, en el paisaje de claros campos de trigo sombreados por un viento frondoso. Se asombrará en el caos de la niebla, en la furtiva soledad de las horas, en la clandestina bóveda del alma cuando huye del dolor y se abre en levedad y en frío. Los pasos de la luz quiebran el azul de las palomas al asomarse al último precipicio donde el silencio abisma. La temblorosa música del alba rompe la claridad hasta dejar su paso plateado de rocío, de fría ternura de voces libres, de torres levantadas en la voz de los ángeles.

Una ciudad envuelta en la memoria de Teresa,recorrida por la huella firme y misteriosa del silencio interior. Una ciudad alzada en la altitud de un cielo claro, perdida en los laberintos de la noche oscura, encendida en la llama del tiempo. Una ciudad de sonidos callados en la melodía de las alas de las cigüeñas colgadas en los nidos de las torres. Nueve años de litúrgicos sones, de impulsos intensos hacia la altura de la luz. Nueve años entre gárgolas desnudas en los acantilados del corazón, en la sima gris y pálida de la piedra, arrastrado ya hacia la construcción de la armonía y hacia la vocación del sacerdocio.

Inventará la fuerza que atraviesa la noche en esa incontrolable evasión del silencio. Irá subiendo a la honda cima de las alturas donde vuelan las aves cuando las mece un lento presentir de infinito. Se abrirán las compuertas de los días que escriben con sílabas oscuras el temblor de la nieve. Tú estarás en el fondo de un paraje de lluvia cuando el otoño atrapa la huída hacia lo más alto del camino.

¿Acaso ese alto sueño de la música ha escondido la voz que un niño deja dormitando en el eco? La catedral persigue la luz en las vidrieras cuando la tarde abrasa con su fuego los campos. La infancia está creciendo entre el olor cansado del incienso encendido. El frío va dejando una estela de intensa paloma desvelada. Se escuchan los sonidos de aquel rumor pasado y un niño se despierta entre los dedos tímidos del tiempo.

En 1567 Tomás Luis de Victoria marcha a Roma. Se instala en el Colegio Germánico, bajo la tutela de los jesuitas, donde iniciará sus estudios eclesiásticos.

A finales del año siguiente, abandona el colegio para entregarse al oficio de cantor y organista en la iglesia de Montserrat de Roma. Pasado un año, volverá al Germánico en calidad de maestro de música de los estudiantes. Los cambios se suceden vertiginosamente. En 1572 va a ocupar el puesto de Palestrina como maestro de capilla del Colegio Romano. La música es el centro de su vida, el eje que hace girar su existencia, su fuerza creadora, su manera personalísima de estar en el mundo. Serán años de búsqueda, de conocimiento, de sereno vivir en la composición musical y en el intenso vibrar de cada nota. Surge la enorme influencia italiana en la manera de estructurar las melodías. Se abre un horizonte de nuevos conceptos, de nueva sensibilidad, de nuevo conocimiento. La mirada interior de Victoria se va a iluminar con las vivencias creadoras sentidas, en lo más profundo, en su estancia romana.

Los caminos se abren, se bifurcan, se ensanchan. La percepción de Tomás Luis de Victoria busca en los nuevos cánones la razón última de su visión melódica.

Un nuevo cambio se produce en 1573 cuando retorna al Germánico como maestro de canto, si bien es posible que simultanease el cargo con el Colegio Romano.

Los confines de la luz abrazan los espacios de Roma, la temblorosa mirada del tiempo sometido, la musicalidad de los jardines cuando florecen tintineando en la piedra secular.

El palacio della Valle será la nueva residencia de los alumnos alemanes del colegio, separándose de los italianos que habitarán el Seminario Romano.

La solemnidad y la alegría del momento de la despedida debe ser regalada y recordada con bellas músicas que el maestro Victoria va a componer, como encargo, para la ocasión. El llanto y la melodía se mezclan y se abrazan en tan singular motivo. Caminando entre antorchas que iluminaban la senda donde la despedida emociona a todos, envueltos en el abrazo que las composiciones de Tomás Luis de Victoria visten de belleza y de armónicos secretos. Roma se derrama en la clara sensación del gozo compartido, en la celebración que el abulense ha creado con su música intuida para el momento.

Cuando el maestro Victoria cumple veinticuatro años, en 1572, publica la primera edición de los motetes. Un total de treinta y tres piezas que están compuestas para cuatro, cinco y seis voces, y para dos coros de a cuatro.

En la portada de la edición podemos leer: «Thomas Luduvici de Victoria abulensis…» la publicación está dedicada al cardenal Truchsses. Los motetes surgen para recogimiento del espíritu, para que la claridad de los sentidos nos invada con sus dones, para conocer las galerías íntimas de la emoción y de la belleza. En el retorno del silencio hemos sabido depositar la grandeza de ese universo que suena y vibra en nuestro interior. Volaremos por el horizonte secreto de nuestra existencia hasta la plenitud. Estos motetes nos ayudarán con el recogimiento de las palabras presentidas en un espacio libre de luz absoluta, para que todos los instantes concebidos por la armonía nos conduzcan al centro del ser, al pentagrama recóndito de la sabiduría, a las riberas del sol cuando nos inflama con el poderoso germen de sus labios, para que no retornemos jamás hasta el olvido triste del olvido.

Uno de los acontecimientos más transcendentales de la vida de Tomás Luis de Victoria tendrá lugar en 1575, cuando contaba con 27 años de edad, maduro y consciente de la responsabilidad que va a contraer. Es ordenado sacerdote después de haber vivido en la ciudad Eterna ocho años. Con este hecho, se llena de sentido su mirada interior, su deseo cada vez más intenso de vivir el sacerdocio como una opción plena y profunda.

Al año siguiente, publica una nueva edición de sus obras. Reúne el trabajo de las ya publicadas con anterioridad, añadiendo cinco misas, el Ave Maris Stella, una Salve Regina y seis Magnificat.

La obra musical de Victoria es ya extensa y de una indudable importancia. Desde su llegada a Roma ha compuesto cincuenta y cuatro piezas, todo un corpus de hondo sentir, de perfecta técnica y de sublime inspiración. Se intuye toda la dimensión universal que el músico va a imprimir en su música.

Roma, su atmósfera, sus calles, el color de sus tardes doradas, la presencia de lo clásico en cada uno de los rincones de la ciudad, toda la historia encontrada en cada muro y en cada piedra, será siempre el espejo donde el polifonista abulense va a encontrarse consigo mismo, desde el espíritu que el sacerdocio ha impulsado en su alma hasta la música que llena sus sentidos con intensa beatitud.

Los caminos de la música polifónica centellean en la sonora luminosidad del alma. La celebración del amor en sus más altos vuelos, la sugerente pasión de lo infinito, todas las ideas sublimes que encienden un apasionado espíritu como el de Victoria.

Una vez más transitan las veredas líquidas de la sabiduría. Desea conocer las palabras que se esconden en la voz, como sostenidas por un hilo de seda invisible, volátil como una pluma transparente. Cada nota impulsa una nueva densidad de viento, una dorada carga de luz, una intensidad desconocida por los sentidos del cuerpo.

El músico no descansa. Cada obra ilumina un espacio más de su sabiduría, una visión nueva de su mirada, un pequeño universo que desarrolla la belleza que un espíritu colmado de sensaciones construye desde la emoción y la verdad.

En 1583 publica los libros de misas dedicados al Rey de España Felipe II. Tomás Luis de Victoria siente que ya llega el momento de regresar a la patria, de retornar a Madrid.

El Rey le nombra capellán de la emperatriz doña María de Austria, que vive retirada en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid.

El anuncio de su regreso a España no se cumplirá en este momento; será preciso esperar algún tiempo más, hasta septiembre de 1587.

Algunos años antes de su retorno, aparece su obra magna Officium Hebdomadre Sanctae, una genial colección de antífonas, motetes, salmos, lamentaciones, responsorios, pasiones, improperios, cánticos e himnos, hasta un total de treinta y siete piezas. Todo un universo de música encendida en la llama más poderosa del sentir y de la emoción que Tomás Luis de Victoria escribió para mayor gloria de la música.

Ya en Madrid, entra al servicio de doña María como capellán. Su vida va a transcurrir deslizándose por los caminos de la creación, componiendo, interpretando, imaginando y sintiendo nuevas obras y, por otra parte, llenarán su tiempo las obligaciones propias del cargo.

En 1592 se produce el retorno a Roma, tal vez impulsado por el anhelo de encontrarse con susamigos, con sus antiguos compañeros que llenaban su vida creadora y espiritual. En la ciudad de Roma vuelve a encontrarse con la memoria que hizo florecer su música de altos vuelos y de intensos silencios.

Un acontecimiento luctuoso va a llenar de tristeza el alma de Victoria. El dos de febrero de 1594 muere su amigo el músico Juan Luis de Palestrina, a los sesenta y nueve años de edad. Esta desaparición golpeará el alma de Victoria, se asentará en lo más profundo de su sentimiento produciendo dolorosas palabras y melodías elegiacas. Su entierro será un ejemplo popular de fervor, un hecho público que muestra a todos la altura humana y la grandeza artística del maestro, del amigo, del músico singular. Tomás Luis de Victoria estará marcado por esta perdida, por la ausencia del hombre al que tanto admira, con el que aprendió a contemplar el alto valle de los sonidos del corazón. La unión que la creación artística consigue es un lazo que nada puede romper, un cordón de sentimientos abrazados, un puente de aguas serenas, un abrazo desde la absoluta compenetración.

Al año siguiente, abandona Roma definitivamente, esta vez ya para el resto de sus días. Regresa a Madrid para servir a la Emperatriz como capellán y maestro de capilla, y más tarde como organista de su hija la princesa Margarita.

El maestro Tomás Luis de Victoria se encuentra en su mejor momento artístico, en la plenitud de su labor como polifonista. La vida en las Descalzas Reales de Madrid va a suponer para el abulense un periodo de enorme riqueza creativa.

El nuevo siglo traerá para Victoria el último recodo de la costa de la vida, la última etapa, y con él, la creación de nuevas obras y nuevos desafíos musicales. En 1603 muere la emperatriz María para cuyos funerales compone su Officium defunctorum. Esta obra madura, publicada dos años más tarde en la tipografía regia de Madrid, va dedicada a la princesa Margarita, hija de la emperatriz. Esta formada por la Missa de pro defunctis, un motete, el responsorio y una lección.

En el oficio de la muerte se alzan los invisibles secretos de la cadencia del mundo que traspasa la soledad de los sentidos, una sima de libertad, una luz que cuando irrumpe en nuestra noche ilumina, en ese instante, lo vivido, y enciende el alba con sus sueños, esclareciéndonos el corazón. El oficio de los difuntos es un alargado ciprés sin sombra, una celebración del inmortal deseo de ser eco en el viento del alma. Cuando la música es voz, sonido encerrado en sus límites, se ordena el tiempo y se determinan los espacios en un horizonte sin orillas, en un campo de sereno abismo. Tomás Luis de Victoria precisa más altura para rozar, en los desnudos torrentes del aire, las notas perdidas en los vuelos más profundos de la muerte.

Un nuevo oficio va a desempeñar después de la muerte de la Emperatriz. Será nombrado organista de la iglesia de las Descalzar Reales.

La música del órgano resuena entre los muros anchos del convento real. Un rayo pálido y naranja atraviesa sutil el ventanal, y se escuchan los tímidos rescoldos de las notas que huyen entre los arcos de la nave. Las gotas de la luz cenital dibujan un pájaro de fuego. El maestro mueve sus manos como vencejos que buscan, en la oquedad del muro, su nido oculto. Se desentraña el territorio de la claridad de la voz, el frágil aliento de las flores desnudas, y la penumbra, una vez más, anhela traspasar los dedos del alma. El olor de las azucenas se disuelve en el vacío de su pureza de nieve. La música entorna las puertas de la mirada de las vírgenes, el dolor de los cristos abatidos en la cruz. Desde el coro, como ángeles serenos, se oyen las voces inocentes que alaban a Dios.

Los últimos años de la vida de Tomás Luis de Victoria trascurrirán en calma, acompañado poralgunos de sus hermanos, en las casas cercanas al convento, en la calle del Arenal, en plenitud de sus sentidos, sumido en la música como en un lecho de armonía y de paz.

El humilde sacerdote, el compositor genial, uno de los más grandes creadores de emociones intensas, el artista de la polifonía, morirá en ese lugar entre los sueños que envolvían el paso lánguido de las horas, en su última misión musical, en el tránsito definitivo de su labor y de su vida.

Entre sus obras encontramos los más originales sonidos de la polifonía de todos los tiempos. Siglos más tarde, se rendirán a su legado todos los músicos del mundo.

Victoria será enterrado en las Descalzas Reales. Desconocemos el lugar exacto donde descansan sus restos. El abulense, como la voz de un himno sin fronteras, pertenece ya al secreto de la soledad, a la hondura de los que habitan la paz, al inquietante destello de lo infinito.

Su música y su memoria son hoy de todos,llega hasta todos, vive en todos. El secreto de su grandeza culmina sus páginas de genialidad en el fértil silencio del alma.

La muerte es la celada de los hijos de la noche. Trampa desnuda, hueco donde caemos doloridos hasta el pozo de la indiferencia. Sobre Tomás Luis de Victoria se cierne la lápida del desencanto, la caótica armonía de la desolación que no sabe contemplar la verdad. Los años se suceden hasta los precipicios del olvido, y en ese paisaje desnudo habita como un pájaro solitario escondido en las ramas del árbol más alto. Y cuando el vuelo retorna, ya calmado elcorazón en la serenidad de su labor secreta, la música nos acaricia los sentidos hasta ascender al paraíso de lo infinito. Ya Tomás Luis de Victoria nos muestra la grandeza sublime de su genialidad transformada en música, en el lenguaje de lo invisible, en el reflejo luminoso que ha construido con la belleza más inmensa y eterna. Su música sobrevive sobre cualquier sombra, se escucha por encima de todos los silencios.

No hay comentarios: