Viaje por España
Vol. II
Gustave Doré y Ch. Davillier
Paris 1874
¡Pobre Manzanares! ¡De cuántas burlas, epigramas y agudezas no habrás sido objeto, lo mismo por parte de los extranjeros que por la de los españoles! No debemos asombrarnos de ello, por lo demás, pues el arroyo que riega a la capital de España tiene a veces un hilillo de agua tan delgado que podría muy bien el viajero atravesarlo a pie, sin vacilaciones, como el Xanthus de que habla Lucano:
Inscius in sicco serpentem pulvere rivum
Transierat, qui Xanthus erat...
(Había, sin saberlo, atravesado por el polvo seco el tortuoso lecho de un arroyo, que era el Xantho.)
Parece que fue un poeta andaluz, el célebre Góngora, quien rompió el fuego en uno de sus Romances burlescos:
Manzanares, Manzanares,
Vos que, en todo el Aquatísmo,
Duque sois de los arroyos
Y vizconde de los ríos...
Más lejos, le trata Góngora de pozo canicular, y añade que los que entran sucios en él salen más. En un soneto que hizo a propósito de una crecida súbita del Manzanares, aún es más cruel el poeta:
Me di: ¿Cómo has menguado y has crecido?
¿Cómo ayer te vi en pena y hoy en gloria?
Y responde el mismo Manzanares:
Bebióme un asno ayer y hoy me ha meado.
Cervantes, después de haber descrito, en una de sus más conocidas novelas, la maravillosa belleza de la Gitanilla de Madrid, pregunta: «¿Cómo el humilde Manzanares pudo producir una obra semejante?» El mismo Quevedo, que era hijo de Madrid, ha tratado de manera poco respetuosa al sediento Mazanares, que riega su ciudad natal.
Madame d'Aulnoy, hablando del Manzanares, dice que no es un río, ni siquiera un arroyo, aunque a veces se hace su corriente tan cautelosa y rápida que arrastra todo lo que encuentra a su paso. «Durante el verano se pasean por él en carroza. Las aguas están tan bajas en esta estación que apenas puede uno mojarse los pies, y, sin embargo, en invierno inunda de improviso los campos vecinos. Esto proviene de que las nieves que cubren las montañas se deshielan y los torrentes de agua caen en abundancia sobre el Manzanares. Felipe II hizo construir un puente por encima de él que se le llama Puente de Segovia. Es magnífico, o por lo menos tan hermoso como el Pont Neuf, que atraviesa el Sena en París. Cuando los extranjeros le ven se ríen a carcajadas, pues encuentran que es ridículo haber hecho puente donde no hay agua. Hay quien dice, chanceándose, que se avendrían a vender el puente para comprar el agua». «Felipe II —añade otro escritor—, contentándose con haber construido el puente, ha dejado al cuidado de sus suce‑
sores el hacer el río, y ha hecho, como se dice, el tejado antes que la casa. Aquí se dice comúnmente: Este puente espera al río como los judíos al Mesías.»
Un viajero holandés, que visitó la capital de España hacia mediados del siglo xvii, decía hablando del Manzanares: «Este río es tan pequeño que es más ancho el nombre que lleva que él mismo. Su lecho es arenoso, y su caudal tan pequeño que en el mes de junio y de julio se pasean por él las carrozas. El puente o calzada es largo y ancho y ha costado yo no sé cuántos cientos de miles de ducados. Y no era tonto el que, al oír que Felipe II había hecho un gasto semejante para un río tan mezquino, dijo que sería preciso vender el puente y comprar el agua.»
Estas palabras no son más que la paráfrasis de aquellas otras atribuidas a un embajador extranjero, a quien se preguntó su opinión sobre el monumental puente del Manzanares, y contestó sencillamente: Más agua y menos puente. Fue puesto en verso por el autor del Madrid ridicule:
Diviso un magnífico puente
Por el que podrían pasar
Veinte carretillas de frente y más.
El condenado parece muy orgulloso,
Pero si siguiera mi consejo
No tendría mucho tiempo ese ceño tan altivo:
Por mi fe, que me ahorquen
Si para tener un río
No debería ser vendido el puente.
El autor del Madrid ridicule, tras de haber hablado del puente de Segovia, continúa de esta manera:
Busco aquí un río
Que se dice lleva multitud de barcos.
Y lo que encuentro es un mísero arroyo
No más ancho que una gotera:
¡Este es, pues, el Manzanares!
En Aranjuez se decía
Que el Tajo después de él solo era un pobre diablo.
Marranos , os burláis de nosotros,
Pues sin mojarse el tobillo
Se atraviesa sobre piedras.
Un gran nombre nos impone a menudo,
Y a distancia un engañoso ruido
Hace de una mosca un elefante
Y siempre algo de una nada.
En cuanto a mí, como un verdadero estornino
Había creído que este hilo de agua
Era casi un brazo de mar que atravesaba España.
Y que el Danubio y el Rhin
Famosos ríos de Alemania,
Debían besarle el escarpín.
A este mismo puente de Segovia hace alusión Góngora en uno de sus sonetos más bonitos:
Duélete de esa puente, Manzanares,
Mira que dice por ahí la gente
Que no eres río para media puente
que ella es puente para treinta mares.
El poeta dice también en otro lugar, hablando del arroyo de Madrid:
Enano de una puente
Que pudieráis ser marido,
Sí al besalla en los tres ojos,
Le llegarais al tobillo
El autor de una Relación de Madrid, impresa hacia la misma época, lanza también sus palabras contra el pobre Manzanares: «Confesaré de buena gana —dice que sólo una vez le vi con agua—, pero no debe enorgullecerse por eso: sería para atraerse los famosos elogios que Saint Amant, montando en cólera y con el vino subido a la cabeza, hizo del Tíber en su Rome Ridicule: "Lleno de fango y de amarillas aguas es el arroyo más seco de Europa".»
Este «río metafísico, que sólo existe en las canciones de los poetas», este pobre hilo de agua, se encuentra citado, ¿quién lo creería?, hasta en nuestros epigramas franceses del siglo pasado. En el Espión dévalisé, encontramos éste:
D'Arnaud de Beculard, consejero de embajada,
Sois un rimador tan mediano como insípido:
Igual que el Manzanares, de formidable nombre,
No sois más que un arroyo sobre un oscuro limo.
No se han librado los madrileños en los epigramas contra su río. Lo mismo que los Badauds, de París, y los Cockneys, de Londres, tienen también su apodo: se les llama Ballenatos o Hijos de la Ballena. Pues se cuenta que un día el Manzanares, por casualidad, llevaba agua, y que unos caballeros, al ver flotar en él algo negro y largo, pregonaron el portento y contaron por todas partes que habían visto una ballena. Ahora bien, solamente era una vieja alabarda de Maragato.
Se cuenta también —sin que queramos garantizar el hecho— que un día de gran sequía, se le ocurrió a Fernando VII darse un paseo por el lecho del Manzanares, y tuvieron que regarle antes, lo mismo que se hace en las calles, para que el polvo no moleste al rey. Esto recuerda las palabras atribuidas a Alejandro Dumas. Un día que uno de sus amigos iba a tirar el agua de su vaso exclamó: «Desgraciados, ¿qué vais a hacer? No la desperdiciéis. ¡Vamos a echarla al Manzanares!»
Es verdad que el célebre escritor asegura, en sus Impressions de voyage de París á Cádiz, que un día que fue a ver el Puente de Toledo con su hijo Alejandro buscaron en vano el Manzanares. Los madrileños no le han perdonado esta burla, lo mismo que las del asador desaparecido y del sombrero de copa arreglado por un relojero, contadas en su viaje de París a Cádiz.
En compensación, Víctor Hugo ha tomado en serio a este río ridiculizado tan a menudo le ha consagrado un verso en una de sus Orientales:
Compostela tiene su santo;
Córdoba, la de las casas antiguas,
Tiene su mezquita,
Entre cuyas maravillas
Se pierde la mirada;
Madrid tiene el Manzanares.
Un escritor italiano del siglo pasado, J. Baretti, ha defendido también al pobre río: «Un viajero francés (habría podido decir incluso varios) se ha entretenido en lanzar algunas burlas sobre la desproporción que hay entre el puente y el río que pasa por debajo. Los franceses, lo mismo que los demás, nunca dejan de criticar lo que se hace en los países del extranjero. El hecho es que el Manzanares se convierte a veces en un río considerable por el deshielo súbito de las nieves que cubren las montañas vecinas y a menudo tiene media milla de ancho en invierno. Así que Felipe II tuvo mucha razón en construir un gran puente, y los que intentan ponerle en ridículo por esta obra merecen a su vez que se les tenga por tales». El viajero italiano tiene razón. En la estación de las lluvias se convierte el Manzanares en un torrente, y a menudo se desborda. No se trata, pues, de otra cosa que de ponerse de acuerdo. Sólo es río parte del año, como dice Tirso de Molina en uno de sus epigramas:
Como Alcalá y Salamanca,
Tenéis, y no sois colegio,
Vacaciones en verano
Y curso sólo en invierno.
A pesar de sus frecuentes vacaciones, no siempre está seco el río de Madrid durante el verano. También tiene sus náyades, que en realidad son simples lavanderas, robustas hijas de Galicia, con las que a menudo se encuentra uno cuando suben o bajan por la Cuesta de la Vega, llevando un enorme paquete de ropa blanca en equilibrio sobre la cabeza y otro bajo cada brazo. Estas lavanderas cavan en la arena unos hoyos, que ellas llaman lavaderos, en los que retienen todo lo más que pueden las avaras ondas del pequeño curso de agua. «Entonces —dice Bretón de los Herreros— no se encuentra menos agotado el desgraciado arroyo que el tesoro público, y como si los ardores del sol no le secaran lo bastante, se le hacen además crueles sangrías para algo que se llama por antifrase baños; de manera que los lavaderos están de tal modo empobrecidos y agotados que maravilla el ver se consiga lavar ropa en ellos.» Estas lavanderas ocupan en una gran longitud, desde el puente de Toledo hasta el de la Casa de Campo, el curso del Manzanares, que se divide en varios regueros y se encuentra metamorfoseado en agua de jabón. El lecho del río sustenta a muchas chozas de cañas, destinadas a defender a las lavanderas de los rayos del sol. También se ven largas filas de pértigas, dispuestas paralelamente, y en las cuales se secan los paños menores de Madrid, de manera que se podría decir del Manzanares lo mismo que se dice del Paillon de Niza, que es un río en cuyo lecho se puede secar la ropa.
Los baños que acabamos de mencionar consisten, como los lavaderos, en un hoyo que se cava lo más profundo posible y que se cubre con una tiendecilla de lona. Esto se practicaba del mismo modo en el siglo XVII. Madame d'Aulnoy, después de haber descrito los atractivos que ofrecía en verano el Manzanares, por el que más de mil carrozas se paseaban durante parte de la noche, y donde se podía cenar al son de los instrumentos, dice que también había personas que se bañaban en él. «Pero —añade— de una manera muy desagradable. La embajadora de Dinamarca se baña desde hace unos días. Un poco antes que ella llegue cavan sus gentes un gran hoyo en la arena, que se llena de agua. La embajadora se mete dentro. He aquí un baño, como podéis ver, muy divertido, pero es el único que permite el río.»
Las caricaturas españolas no perdonan a los bañistas de Madrid. Tenemos ante nosotros un grabado de dos cuartos en el que están representados hombres mujeres y niños, con sus ropas en la mano, dirigiéndose en procesión hacia el río fantástico, en el que esperan zambullirse. Otra caricatura popular representa el lugar del baño: uno trata de zambullirse, otro de nadar, mientras que el menos ambicioso se contenta con un simple baño de pies. Debajo del grabado se lee:
Todos estos que aquí ves
Y más que bajan a pares
No vienen al Manzanares
Más que a lavarse los pies.
No debernos olvidarnos citar el nacimiento de un río tan célebre. El Manzanares nace en el Puerto de Navacerrada, en la raya de la provincia de Madrid con la de Segovia, y recibe luego algunos afluentes que no aumentan su caudal, pues la mayor parte del agua es absorbida por su lecho arenoso; y después de un curso de una decena de leguas va a verterse al Jarama, no lejos de Vaciamadrid, lo que ha hecho decir a un poeta español que el pobre río recibe:
Los abrazos del Jarama
Minotauro cristalino.
Vol. II
Gustave Doré y Ch. Davillier
Paris 1874
¡Pobre Manzanares! ¡De cuántas burlas, epigramas y agudezas no habrás sido objeto, lo mismo por parte de los extranjeros que por la de los españoles! No debemos asombrarnos de ello, por lo demás, pues el arroyo que riega a la capital de España tiene a veces un hilillo de agua tan delgado que podría muy bien el viajero atravesarlo a pie, sin vacilaciones, como el Xanthus de que habla Lucano:
Inscius in sicco serpentem pulvere rivum
Transierat, qui Xanthus erat...
(Había, sin saberlo, atravesado por el polvo seco el tortuoso lecho de un arroyo, que era el Xantho.)
Parece que fue un poeta andaluz, el célebre Góngora, quien rompió el fuego en uno de sus Romances burlescos:
Manzanares, Manzanares,
Vos que, en todo el Aquatísmo,
Duque sois de los arroyos
Y vizconde de los ríos...
Más lejos, le trata Góngora de pozo canicular, y añade que los que entran sucios en él salen más. En un soneto que hizo a propósito de una crecida súbita del Manzanares, aún es más cruel el poeta:
Me di: ¿Cómo has menguado y has crecido?
¿Cómo ayer te vi en pena y hoy en gloria?
Y responde el mismo Manzanares:
Bebióme un asno ayer y hoy me ha meado.
Cervantes, después de haber descrito, en una de sus más conocidas novelas, la maravillosa belleza de la Gitanilla de Madrid, pregunta: «¿Cómo el humilde Manzanares pudo producir una obra semejante?» El mismo Quevedo, que era hijo de Madrid, ha tratado de manera poco respetuosa al sediento Mazanares, que riega su ciudad natal.
Madame d'Aulnoy, hablando del Manzanares, dice que no es un río, ni siquiera un arroyo, aunque a veces se hace su corriente tan cautelosa y rápida que arrastra todo lo que encuentra a su paso. «Durante el verano se pasean por él en carroza. Las aguas están tan bajas en esta estación que apenas puede uno mojarse los pies, y, sin embargo, en invierno inunda de improviso los campos vecinos. Esto proviene de que las nieves que cubren las montañas se deshielan y los torrentes de agua caen en abundancia sobre el Manzanares. Felipe II hizo construir un puente por encima de él que se le llama Puente de Segovia. Es magnífico, o por lo menos tan hermoso como el Pont Neuf, que atraviesa el Sena en París. Cuando los extranjeros le ven se ríen a carcajadas, pues encuentran que es ridículo haber hecho puente donde no hay agua. Hay quien dice, chanceándose, que se avendrían a vender el puente para comprar el agua». «Felipe II —añade otro escritor—, contentándose con haber construido el puente, ha dejado al cuidado de sus suce‑
sores el hacer el río, y ha hecho, como se dice, el tejado antes que la casa. Aquí se dice comúnmente: Este puente espera al río como los judíos al Mesías.»
Un viajero holandés, que visitó la capital de España hacia mediados del siglo xvii, decía hablando del Manzanares: «Este río es tan pequeño que es más ancho el nombre que lleva que él mismo. Su lecho es arenoso, y su caudal tan pequeño que en el mes de junio y de julio se pasean por él las carrozas. El puente o calzada es largo y ancho y ha costado yo no sé cuántos cientos de miles de ducados. Y no era tonto el que, al oír que Felipe II había hecho un gasto semejante para un río tan mezquino, dijo que sería preciso vender el puente y comprar el agua.»
Estas palabras no son más que la paráfrasis de aquellas otras atribuidas a un embajador extranjero, a quien se preguntó su opinión sobre el monumental puente del Manzanares, y contestó sencillamente: Más agua y menos puente. Fue puesto en verso por el autor del Madrid ridicule:
Diviso un magnífico puente
Por el que podrían pasar
Veinte carretillas de frente y más.
El condenado parece muy orgulloso,
Pero si siguiera mi consejo
No tendría mucho tiempo ese ceño tan altivo:
Por mi fe, que me ahorquen
Si para tener un río
No debería ser vendido el puente.
El autor del Madrid ridicule, tras de haber hablado del puente de Segovia, continúa de esta manera:
Busco aquí un río
Que se dice lleva multitud de barcos.
Y lo que encuentro es un mísero arroyo
No más ancho que una gotera:
¡Este es, pues, el Manzanares!
En Aranjuez se decía
Que el Tajo después de él solo era un pobre diablo.
Marranos , os burláis de nosotros,
Pues sin mojarse el tobillo
Se atraviesa sobre piedras.
Un gran nombre nos impone a menudo,
Y a distancia un engañoso ruido
Hace de una mosca un elefante
Y siempre algo de una nada.
En cuanto a mí, como un verdadero estornino
Había creído que este hilo de agua
Era casi un brazo de mar que atravesaba España.
Y que el Danubio y el Rhin
Famosos ríos de Alemania,
Debían besarle el escarpín.
A este mismo puente de Segovia hace alusión Góngora en uno de sus sonetos más bonitos:
Duélete de esa puente, Manzanares,
Mira que dice por ahí la gente
Que no eres río para media puente
que ella es puente para treinta mares.
El poeta dice también en otro lugar, hablando del arroyo de Madrid:
Enano de una puente
Que pudieráis ser marido,
Sí al besalla en los tres ojos,
Le llegarais al tobillo
El autor de una Relación de Madrid, impresa hacia la misma época, lanza también sus palabras contra el pobre Manzanares: «Confesaré de buena gana —dice que sólo una vez le vi con agua—, pero no debe enorgullecerse por eso: sería para atraerse los famosos elogios que Saint Amant, montando en cólera y con el vino subido a la cabeza, hizo del Tíber en su Rome Ridicule: "Lleno de fango y de amarillas aguas es el arroyo más seco de Europa".»
Este «río metafísico, que sólo existe en las canciones de los poetas», este pobre hilo de agua, se encuentra citado, ¿quién lo creería?, hasta en nuestros epigramas franceses del siglo pasado. En el Espión dévalisé, encontramos éste:
D'Arnaud de Beculard, consejero de embajada,
Sois un rimador tan mediano como insípido:
Igual que el Manzanares, de formidable nombre,
No sois más que un arroyo sobre un oscuro limo.
No se han librado los madrileños en los epigramas contra su río. Lo mismo que los Badauds, de París, y los Cockneys, de Londres, tienen también su apodo: se les llama Ballenatos o Hijos de la Ballena. Pues se cuenta que un día el Manzanares, por casualidad, llevaba agua, y que unos caballeros, al ver flotar en él algo negro y largo, pregonaron el portento y contaron por todas partes que habían visto una ballena. Ahora bien, solamente era una vieja alabarda de Maragato.
Se cuenta también —sin que queramos garantizar el hecho— que un día de gran sequía, se le ocurrió a Fernando VII darse un paseo por el lecho del Manzanares, y tuvieron que regarle antes, lo mismo que se hace en las calles, para que el polvo no moleste al rey. Esto recuerda las palabras atribuidas a Alejandro Dumas. Un día que uno de sus amigos iba a tirar el agua de su vaso exclamó: «Desgraciados, ¿qué vais a hacer? No la desperdiciéis. ¡Vamos a echarla al Manzanares!»
Es verdad que el célebre escritor asegura, en sus Impressions de voyage de París á Cádiz, que un día que fue a ver el Puente de Toledo con su hijo Alejandro buscaron en vano el Manzanares. Los madrileños no le han perdonado esta burla, lo mismo que las del asador desaparecido y del sombrero de copa arreglado por un relojero, contadas en su viaje de París a Cádiz.
En compensación, Víctor Hugo ha tomado en serio a este río ridiculizado tan a menudo le ha consagrado un verso en una de sus Orientales:
Compostela tiene su santo;
Córdoba, la de las casas antiguas,
Tiene su mezquita,
Entre cuyas maravillas
Se pierde la mirada;
Madrid tiene el Manzanares.
Un escritor italiano del siglo pasado, J. Baretti, ha defendido también al pobre río: «Un viajero francés (habría podido decir incluso varios) se ha entretenido en lanzar algunas burlas sobre la desproporción que hay entre el puente y el río que pasa por debajo. Los franceses, lo mismo que los demás, nunca dejan de criticar lo que se hace en los países del extranjero. El hecho es que el Manzanares se convierte a veces en un río considerable por el deshielo súbito de las nieves que cubren las montañas vecinas y a menudo tiene media milla de ancho en invierno. Así que Felipe II tuvo mucha razón en construir un gran puente, y los que intentan ponerle en ridículo por esta obra merecen a su vez que se les tenga por tales». El viajero italiano tiene razón. En la estación de las lluvias se convierte el Manzanares en un torrente, y a menudo se desborda. No se trata, pues, de otra cosa que de ponerse de acuerdo. Sólo es río parte del año, como dice Tirso de Molina en uno de sus epigramas:
Como Alcalá y Salamanca,
Tenéis, y no sois colegio,
Vacaciones en verano
Y curso sólo en invierno.
A pesar de sus frecuentes vacaciones, no siempre está seco el río de Madrid durante el verano. También tiene sus náyades, que en realidad son simples lavanderas, robustas hijas de Galicia, con las que a menudo se encuentra uno cuando suben o bajan por la Cuesta de la Vega, llevando un enorme paquete de ropa blanca en equilibrio sobre la cabeza y otro bajo cada brazo. Estas lavanderas cavan en la arena unos hoyos, que ellas llaman lavaderos, en los que retienen todo lo más que pueden las avaras ondas del pequeño curso de agua. «Entonces —dice Bretón de los Herreros— no se encuentra menos agotado el desgraciado arroyo que el tesoro público, y como si los ardores del sol no le secaran lo bastante, se le hacen además crueles sangrías para algo que se llama por antifrase baños; de manera que los lavaderos están de tal modo empobrecidos y agotados que maravilla el ver se consiga lavar ropa en ellos.» Estas lavanderas ocupan en una gran longitud, desde el puente de Toledo hasta el de la Casa de Campo, el curso del Manzanares, que se divide en varios regueros y se encuentra metamorfoseado en agua de jabón. El lecho del río sustenta a muchas chozas de cañas, destinadas a defender a las lavanderas de los rayos del sol. También se ven largas filas de pértigas, dispuestas paralelamente, y en las cuales se secan los paños menores de Madrid, de manera que se podría decir del Manzanares lo mismo que se dice del Paillon de Niza, que es un río en cuyo lecho se puede secar la ropa.
Los baños que acabamos de mencionar consisten, como los lavaderos, en un hoyo que se cava lo más profundo posible y que se cubre con una tiendecilla de lona. Esto se practicaba del mismo modo en el siglo XVII. Madame d'Aulnoy, después de haber descrito los atractivos que ofrecía en verano el Manzanares, por el que más de mil carrozas se paseaban durante parte de la noche, y donde se podía cenar al son de los instrumentos, dice que también había personas que se bañaban en él. «Pero —añade— de una manera muy desagradable. La embajadora de Dinamarca se baña desde hace unos días. Un poco antes que ella llegue cavan sus gentes un gran hoyo en la arena, que se llena de agua. La embajadora se mete dentro. He aquí un baño, como podéis ver, muy divertido, pero es el único que permite el río.»
Las caricaturas españolas no perdonan a los bañistas de Madrid. Tenemos ante nosotros un grabado de dos cuartos en el que están representados hombres mujeres y niños, con sus ropas en la mano, dirigiéndose en procesión hacia el río fantástico, en el que esperan zambullirse. Otra caricatura popular representa el lugar del baño: uno trata de zambullirse, otro de nadar, mientras que el menos ambicioso se contenta con un simple baño de pies. Debajo del grabado se lee:
Todos estos que aquí ves
Y más que bajan a pares
No vienen al Manzanares
Más que a lavarse los pies.
No debernos olvidarnos citar el nacimiento de un río tan célebre. El Manzanares nace en el Puerto de Navacerrada, en la raya de la provincia de Madrid con la de Segovia, y recibe luego algunos afluentes que no aumentan su caudal, pues la mayor parte del agua es absorbida por su lecho arenoso; y después de un curso de una decena de leguas va a verterse al Jarama, no lejos de Vaciamadrid, lo que ha hecho decir a un poeta español que el pobre río recibe:
Los abrazos del Jarama
Minotauro cristalino.
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