miércoles, junio 16, 2010

La campaña catalana (Luis Carretero Nieva 1917)

La campaña catalana

En las postrimerías del siglo XVIII había llevado la di­rección de Espuria una pléyade de hombres tan ilustres, que sus apellidos eran Quintana, Floridablanca, Campo­manes, Jovellanos, Olavide, el gran riojano marqués de la Ensenada y con ellos el conde de Aranda, a quienes se deben las ideas y los impulsos padres de los progresos de que disfrutó la nación en el transcurso del siglo XIX; por añadidura, la epopeya de la guerra de la Independencia había encendido el espíritu de santa abnegación e el pue­blo en los comienzos de la nueva centuria y hecho apare­cer figuras como la de aquel arévaco de calzón corto que se llamó Juan Martín Díaz, E! Empeclnado, el más claro ejemplo del campesino castellano de su época.

La labor eficacísima de aquella colección de hombres que fueron el más honroso galardón de la monarquía española desde los tiempos de Fernando, Isabel y Cisneros, había hecho que una vez se sintiesen todas las regiones es­pañolas estrechamente ligadas al conjunto nacional. Reco­nocidas por aquellos paladeos de bienestar adquirieron la persuasión de que la nación española era algo más sólido, algo más sagrado, algo más augusto que aquellas sobera­nías que desde Madrid no se habían preocupado de otra cosa que de imponer a todo trance el dominio inexorable de un espíritu ajeno a España, que sólo tenia por norma la destrucción de las genuinas instituciones españolas, la implantación del absolutismo en el mando, la intolerancia en las ideas y en el arbitrio sin freno ni regla en el gobierno. El acierto de los hombres de una época harto efímera, había hecho arraigar la convicción y el sentimiento de que la na­ción española era madre amantísima, que con su manto protectora amparaba a todas las porciones de su pueblo y tan grande había sido el reconocimiento que subsistió, a pesar de la desastrosa dirección que siguió a la muerte de la me­ritísirna piña de grandes hombres y en época de Fernando, hizo todavía que Cataluña llevase los nombres de Gerona y El Bruch al cuadro de honor del heroísmo de España por España. El Estado español había cumplido sus fines, había desempeñado acertadísimamente su función y en conse­cuencia se fortalecía.

A la generación de los grandes políticos de los tiempos gloriosos del conde de Aranda, sigue en España el siglo XIX, fecundísimo en ansias de progreso y de reforma, pero estéril en cuanto a conseguir una sólida constitución nacional. Al grupo de hombres de méritos superiores a las alabanzas que se les concedieron, siguió otro grupo de políticos, admirables oradores, glorificados entusiástica­mente por el pueblo, y más todavía, por las clases llama­das intelectuales, como hombres de superior talento, pero cuyas obras sólo dieran por resultado una serie no inte­rrumpida de fracasos, si bien los mármoles y bronces estén pregonando sus merecimientos reales o supuestos. Tal vez tuviesen buena intención esos que fueron dueños de la di­rección de España en el siglo pasado, pero debieron de faltarles el conocimiento o el valor: el conocimiento, porque todas sus creaciones fueron una copia literal de las instituciones francesas, sin que hubiese capacidad para construir con sustancia genuinamente española un edificio social en que se aplicasen todos los adelantos del progreso humano; y el valor, porque carecieron del necesario para poner el interés general del país, el que se llama patrio, sobre otros de clase partido o dinastía, resultando que la nación era un patrimonio mal gobernado y puesto, además, al servi­cio y utilidad de sus administradores.

Cataluña, colocada en la parte de España más accesible a Europa, con una cultura pública que hace que la opi­nión catalana muestre en todo caso su juicio o su deseo, no tenia más remedio que conocer la diferencia entre la si­tuación española y la de aquellas naciones que veía pro­gresar á su lado. A Cataluña le faltó tal vez aquella con­moción de generoso interés por toda España, que pudiera haber cambiado los métodos de gobierno y sobre todo el espíritu de los gobernantes, desterrando de ellos los pre­juicios que fueron norma sus actos. Cataluña se vio ne­cesitada de arraigar en su pueblo la idea de la nacionalidad desaparecida de él por desconocimiento de su grandeza, que es cosa derivada siempre de sus beneficios, como la grandeza de la madre se deriva de sus sacrificios; esa misma idea de la nacionalidad que había desaparecido antes de los lugares del gobierno, rechazada por aquella otra idea del engrandecimiento del poder director. Cataluña sintió la necesidad de un gobierno, experimentó la necesidad de que el sentimiento patrio crease ese gobierno y el concepto de la nación catalana, que antes sólo existía en las ilusiones de los poetas, - adquirió realidad en la pública.

Más conveniente para los intereses de España y para los mismos de Cataluña, hubiera sido que, en vez de forti­ficarse el sentimiento de patriotismo limitado a Cataluña, se hubiese desarrollado otro más amplio, abarcando a la región en primer término y alcanzando a toda España, pro­curando los catalanes tomar una parte principalísima en la dirección nacional; pero había una causa que se oponía a esta solución y es que los catalanes habían confundido los conceptos de nación española y poder gobernante de la misma; así es que todas las calamidades, debidas a las torpezas de los gobiernos, las achacaban los catalanes a España; toda la incapacidad demostrada por los gobiernos de Madrid era tomada como incapacidad probada de Es­paña, A que arraigase esta manera de pensar en Cataluña, contribuyeron también las demás provincias, porque, asus­tadas prematuramente ante la demanda del establecimiento de gobiernos regionales que se ocupasen de hacer aquello en que hablan fracasado los madrileños, todos los españo­les volvieron a confundir los conceptos de nación española y gobierno de Madrid y creyeron que la creación de los gobiernos regionales, despojando al de Madrid de aquellas facultades en el concentradas y que no habían sabido usar, constituían un principio de desmembración de nuestra España,

Esta confusión entre el país español y el gobierno que le representaba, tuvo una extensión que perjudicó en mucho, a nuestra Castilla la Vieja. Los catalanes consideraron a los poderes madrileños en solidaridad íntima con el país de la España no catalana e incurriendo una vez más en el defecto cometido por todos los españoles de denominar al todo con el nombre de la parte, llamaron España castella­na a toda la que no tenía algún ascendiente catalán y cre­yendo a los gobiernos representación genuina del país es­pañol no catalán, de la observación de los caracteres de esos gobiernos, quisieron sacar una serie de deducciones que aplicar por extensión al pueblo gobernado, viniendo en resultado a hacer unos retratos del pueblo castellano, tan desemejantes del original, que en nada se le parecen.

En su campaña, los catalanes han incurrido en un con­junto de errores que han venido en perjuicio de Castilla la vieja y cuyos orígenes son los siguientes: confusión entre Castilla y el país español no catalán; atribución a Castilla de la hegemonía en España; atribución a Castilla de haber infiltrado su espíritu a España, imponiendo después a Cataluña una cultura castellana y, finalmente, propagar juicios inconvenientes acerca del carácter castellano.

Entre todos los españoles es artículo de fe la creencia e .Castilla ha sido la ;nación que se distinguió entre las extinguidas, la que llevó el papel principal en la de la constitución de la unidad española. Esta tos llena de muy apreciados honores a los castellanos; nos halaga sobremanera, pero no es justo. Es cierto, ciertísimo que Castilla contribuyó con sus esfuerzos al agrupamiento de los antiguas reinos españoles; pero es injusto no reconocer á los demás sus méritos, y desde luego es un despojo para el antiguo reino de León privarle de los laureles correspondientes al más distinguido, pues si en la empresa de asociación de las antiguas nacionalidades es­pañolas hay alguna que pueda sobresalir, ésta no puede ser otra nación más que el antiguo reino de León, el que en toda caso merecería la preferencia. La gestión de Castilla como nación, poseyendo su completa soberanía, fue muy breve; comenzó librándose de la denominación leone­sa recabando su independencia, y apenas había redondea­do su territorio, cae segunda vea en el cetro leonés, vuelve a separarse y vuelve a juntarse con León por tercera vez bajo Alfonso VI; se separa y vuelve a caer en poder leonés con Fernando el Santo. La gestión de Castilla no es otra cosa que la persecución de su independencia varias veces conseguida y perdida, sin que aparezca por ninguna parte el ejercicio de soberanía sobre las demás naciones compañeras de agrupación, cuando no dominadoras de Castilla.

El hecho de que impropiamente se usase el nombre de Castilla paca designar a todos los reinos regidos por el cetro le Fernando III y sus sucesores, no quiere decir que Castillo ejerciese la hegemonía española después de la unidad nacional ni antes de ella. Caso de haber habido en España otra hegemonía, después de la unidad nacional que la de los poderes centrales españoles, faltaría demostrar que el país que la ejerció fue Castilla y no el conjunto de na­ciones agregadas, conocidas con el nombre de ésta.

Para los catalanes es un hecho. indiscutible que hay en España tres países; Cataluña, con sus recientes pretensio­nes pancatalanas de incluir en ella a Valencia, Baleares y el Rosellón, (Portugal) y lo que los catalanes llaman Casti­lla. Reconociendo esas afinidades de lengua y de raza entere las naciones pasadas de la España mediterránea, no vemos por qué no ha de seguirse el mismo criterio respecto a las naciones occidentales, incluyendo a Galicia con Portugal, ni por qué ha de Incluirse en Castilla a León y Extremadu­ra unidas con Portugal y Galicia por lazos de la sangre. Creemos, corno los catalanes, que el puebla cantalán tiene su fisonomía y carácter propio; pensamos que Portugal también la tiene, creyendo además que Galicia y hasta León y Extremadura, tienen afinidades portuguesas. (El hidalgo de la leyenda es más bien portugués, gallego, ex­tremeño o leonés, que castellano); pero no nos explicamos por qué proclaman la uniformidad de todo el resto del país español y muchísimo menos por qué le designan con el nombre de Castilla. Porque en todo ese país que ellos llaman la España castellana o Castilla, está Andalucía, está Aragón, está Galicia, está León, está Asturias, está Extre­madura; y es evidente que entre todas esas regiones hay diferencias enormísimas para considerarlas como un solo pueblo, y que se llegan a dar casos como entre, castellanos y andaluces, en que un castellano se asemeja mas, mucho, más, a un catalán que a un andaluz. Por cierto que entre los pueblos españoles no catalanes ni portugueses, están los vascos cuyo carácter racial es tan definido que no se parece a nadie pero que se aviene muy bien con los caste­llanos, tanto que en el castellano es mas fácil entablar. rela­ciones de amistad e inteligencia firme con un vasco que con un andaluz, y que, a pesar de las diferencias que entre unos y otros establezca el régimen foral, después de todo, sean los castellanos el pueblo que a favor de la vecindad geo­gráfica más y más íntimamente han tratado los vasconga­dos sin que en la historia se registren desavenencias. Esta es una prueba de concordancia entre los temperamentos vasco y castellano, que no hay entre el castellano y el andaluz y mucho menos entre el vasco y el catalán a pesar de que haya habido quien intentase aunarlos salvando la distancia y saltando por las diferencias de raza y la separación histórica, creyendo sustancial una concordancia momentánea nacida en la coincidencia de las protestas de emancipación.

Es improcedente que después de admitida la diferenciación del pueblo catalán se afirme la unidad de todos los restantes de España, entre los que hay diferencias más hondas que las existentes entre el catalán y el aragonés y castellano, y es además una impropiedad que a ese conjun­to se le designe en ningún caso con el nombre de Castilla.

Hay entre Cataluña y el resto de España una marcada diferencia étnica y una mucho más notable diferencia de situación o de estado. Entre las diferentes regiones que constituyen el resto de España, existen también diferencias étnicas, pero hay una gran semejanza en situación o estado del que sólo se inicia una pequeña salvedad en las tierras vascas. Es decir, que lo que separa a Cataluña del resto de España, más que la cuestión de raza es la diferencia de situación presente, el estado actual de unos y otros países.


Los catalanes se muestran resentidos de un agravio que, según ellos, les ha inferido Castilla al ejercer la hegemonía en Cataluña, como consecuencia de ser Castilla el país que ha regido a España después de la unidad nacional. En esto estriba precisamente su error. Una vez constituida la agre­gación de los estados catalano-aragoneses, con los que existían bajo el mismo cetro que el de Castilla en la Espa­ña occidental, no hubo fusión de naciones. Aragón seguía teniendo su régimen y sus leyes y de la misma manera Cataluña y los Estados occidentales. La concentración de po­deres en la corona la inició Isabel dentro de los reinos de Castilla cuando Fernando continuaba conservando las ins­tituciones genuinas aragonesas; es decir que Castilla fue la primer nacionalidad que empezó a perder prerrogativas entre las españolas, cosa bien opuesta al disfrute de la hegemonía. Más tarde, por vicisitudes de la historia, se im­plantó en España un poder unificador que trató de someter toda la nación un régimen único basado sobre leyes y or­ganizaciones, inspiradas en unos principios completamente diferentes de todos cuantos habían fundamentado las cons­tituciones de los distintos estados de nuestra península y es de advertir que la primera de las antiguas nacionalidades que perdió sus propias leyes fue Castilla, en unión de sus compañeras anteriores a la unidad; lo primero que se des­truyó fueron las leyes castellanas, las organizaciones castellanas y entre ellas principalmente las municipales, que eran las más típicas; luego el primer espíritu que se trató de anular fue el de Castilla y por añadidura y en conse­cuencia, vino la desaparición de la civilización castellana, que pudiera haber dejado rastros en la nación española.

Y sin embargo, los catalanes achacan a Castilla de ha­berse impuesto con su cultura y su espíritu a Cataluña, como lo prueban las siguientes palabras de Rovira y Vlrgili : «Del mal gobierno español, de la incapacidad y la miseria del Estado, sufren sin duda alguna los castellanos de Castilla y los súbditos todos del Estado. Pero los castellanos de Castilla no sufren la imposición de otra lengua, de otras leyes, de otra cultura, de otro espíritu y esta im­posición es, en suma, lo que constituye la cuestión nacio­nalista».

No negaremos que la lengua castellana haya ocupado el lugar de la catalana en Cataluña, pero negarnos que haya sido Castilla la autora de la sustitución, porque, sin meternos a considerar si esa sustitución debió o no de hacerse, hemos de afirmar que todo ello fue obra del poder central español, tan ajeno a Castilla corno a Cataluña y hemos de afirmar también que Castilla, desde la decadencia de los municipios, desde casi el mismo momento en que se hizo la unidad nacional, sufrió los indicios de una imposición que es la misma de que se duele Cataluña, porque Castilla ha sufrido, corno Cataluña, la imposición de otras leyes; porque Castilla ha sufrida, tomó Cataluña, la imposición de otra cultura; porque Castilla ha sufrido, como Cataluña, la imposición de otro espíritu; porque Castilla, en el siglo XIX, ha tenido que aguantar más imposiciones de ajenas instituciones y leyes que Cataluña y, finalmente, porque Castilla ha recibido del poder central en el pasada siglo el despoja de un codiciable patrimonio, resto de sus instituciones municipales de otros tiempos, que era cuando le arrebató el poder central la raigambre de su riqueza regional.

Las leyes de la nación española no son ni las leyes tradicionales castellanas, ni una adaptación de ellas a los tiempos modernos, asimilando las conquistas del progreso; la cultura española no es precisamente la castellana; más bien es la creada con el concurso de todas las regiones y más ciertamente acaso la herencia de aquellas importacio­nes extranjeras, hechas par Austrias y Borbones; el espíritu de la nación española no es el clásico castellano de independencia y hermandad entre comarcas de que hemos tablado y el fundamento de la organización de la nación española, no es tampoco aquél de Castilla que permitía a los concejos levantar pechos y armar milicias como las que fueron a la batalla de las Navas de Tolosa, juntamente con las tropas aragonesas y navarras, ni el espíritu de la nación española es aquél de Castilla, que permitía a la Hermandad de la Marina de nuestra costa, pactar con el rey de Inglaterra.

Eso que los catalanes llaman la civilización de Castilla, la cultura de Castilla, el carácter de Castilla, es el espíritu, la civilización y la cultura del imperio que, dislocando la manera de ser de Castilla, adulterando a Castilla más que a ningún país de los de España, deslumbraba y abarcaba al mundo en competencia con el sol. Lo que hemos dicho acerca de la hegemonía castellana y acerca de la imposi­ción de la cultura castellana en Cataluña, hemos de repet­irlo al rebatir los conceptos que los catalanes se han for­mado sobre el carácter castellano; pues ese carácter que os catalanes retratan poniendo el rótulo de castellano, es el carácter de ese mismo imperio español, pero no se aviene con el de los habitantes de Castilla la Vieja. Nosotros, como castellanas viejos, hemos de decir que la gente de nuestra tierra no tiene en su índole psicológica ninguna de las virtudes, ni de los defectos que los catalanes pintan como los castellanos, que una vez más han usado la palabra Castilla para aplicarla a un concepto con el que Casti­la; la Vieja no guarda ninguna relación.

El problema regionalista se concibe de distinto modo desde Cataluña que desde las demás regiones de España, y nosotros, para acertar mejor al tratar de exponer el criterio le los catalanes, vamos a dejar que hable el escritor catalán Rovira y Virgili, que dice: «Es Una falacia decir que el problema catalán no es sino el problema español y que todos los pueblos que forman el Estado sufren del mismo mal. Eso no es cierto. Habrá hoy un problema político común a todas las tierras regidas por el centralismo ma­drileño. Pero además de ese problema, independientemen­te de él, hay en Cataluña un problema propio, especial. Este problema no es común a todas las regiones, Es nuestro y sólo nuestro. Un problema del mismo orden no el mismo problema-existe también en las tierras vascas»

Nosotros vemos que hay un problema general, que es el problema del mal gobierno; pero vemos también que hay una serie de problemas regionales, porque todas las regio­nes han recibido reglas inadecuadas a sus respectivas con­diciones; de modo que esos problemas regionales se mani­fiestan en todos aquellos lugares en que un estado de pos­tración no impida a la región conocerles, permaneciendo ocultos, pero subsistiendo allí donde las regiones no les ven por ceguera o por no querer mirar. Problemas caste­llanos y sólo castellanos, de Castilla la Vieja, había antes de ahora, les había principalmente desde la napoleoniza­clán del siglo XIX; lo que ocurría era que en nuestra tierra, no nos dábamos cuenta de nada, por despreocupación, por nuestra indiferencia ante todo aquello que no interese de un modo visiblemente directo a nosotros, nuestra familia, o el circulo de nuestros amigos; porque aquí, en cuanto una cosa interese a todos, es como si no interesase a nadie. Como por otra parte todos estos problemas regionales son en el fondo de relación entre la región y el estado central, concluimos en que hay un problema general para toda Es­paña tanto en su fondo como en su forma; el problema de un gobierno que no consigue satisfacer al país, y otro problema, común en el fondo para toda España, pero variable en la forma de región a región; el de la constitución de los organismos regionales y sus relaciones con el poder cen­tral. Así es que los problemas catalán y bizcaitarra se dife­rencian de los demás problemas regionales españoles en variantes de forma. Pero, además, y por otra parte, se di­ferencian en la manera como han sido planteados.



Las dos causas determinantes del planteamiento de los problemas regionales son, pues, los desaciertos del gobier­no en las diligencias que le corresponden, y el desdén hacia las modalidades regionales en la gobernación que ha motivado el que todas las disposiciones del poder central se dicten con carácter general y uniforme para un conjunto grandemente heterogéneo, resultando a la postre que lo que se quiso hacer servir para todos no convenga a nadie. Consecuencia de ello es que las regiones estén recibiendo continuos agravios de los gobiernos centrales.

Aquí viene la gran diferencia de unas a otras regiones, diferencia que se señala sobre todo en su actitud ante esos agravios de los gobiernos y ante los desastres que estos no supieron evitar. Hay regiones muertas, atrofiadas, cuya indolencia no les ha permitido siquiera ver qué diferencia puede haber entre el patriotismo y la sumisión consuetudi­naria; son soldados que no se dan cuenta de los peligros de la campaña, ni sienten la necesidad del esfuerzo, no pueden obrar ni como desertores ni corno héroes; son regiones que no plantean ningún problema. Hay regiones que ven en toda su negrura el problema nacional, que ven la proximidad de una derrota, que se dan claramente cuenta de la postración española en contra de los grandes alien­tos de otras regiones, que han llegado a perder la esperan­za en la fuerza colectiva que la consideran inferior a la suya propia; son regiones que se consideran con fuerza suficien­te para librarse de la desgracia,. pero les falta valor, deci­sión o voluntad para inducir a los demás a hacer un es­fuerzo, salvador; sólo ven la solución en la fuga, faltos de condiciones de héroes; son desertores. Hay otras regiones que no ignorar la enorme dificultad del caso; que saben muy bien que el esfuerzo necesario para afrontarla es inmensa, superior a las circunstancias; pero confían en que a gran­des trances vengan también grandes remedios y quieren hacer un acopio heroico de energías y decisión para salvar la nación salvándose; están convencidas de que es preciso fortalecer las energías de cada grupo, fortaleciendo al mis­mo tiempo la solidaridad entre ellos; están convencidas de que hay que poner la existencia de todas las partes inte­grantes del conjunto por cima de la fracasada organización que acarreó la peligrosísima situación; son regiones que condenan el sistema de ligación reprobado, pero que quie­ren hacer todos los sacrificios para crear otro en el fragor de la lucha sin abandonar jamás la pelea; proceden como héroes, que, dándose cuenta exacto del peligro, no desertan jamás; persiguen la victoria, sin que la amenaza de la muerte les haga renunciar a ella.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 203-215

martes, junio 15, 2010

La cadena de agravios (Luis Carretero Nieva 1917)

La cadena de agravios


Cada una de las circunstancias de que Valladolid se sirvió para desalojar de nuestra tierra el espíritu castellano e implantar en su lugar el leonés, haciendo así posible la anexión de la región de Castilla la Vieja a la que, llamándose con el nombre de Castilla, continuaba siendo por todos conceptos. región de León, dio lugar a que Castilla la Vieja recibiese de.Valladolid otros tantos agravios. Tal vez la Intención de Valladolid no fuese la de ofender ni mortificar a Castilla la Vieja, pues su propósito se limitaba acaso a someterla a su dirección, suponiendo quizás que Castlla la Vieja podría amoldarse a la norma leonesa; pero lo cierto es que en cada uno de esos agravios ha habido un perjuicio para nuestra región de Castilla la Vieja, que se ha despertado revuelta por el dolor de las heridas. Es oportu­no recordar que todos los dominadores invocan siempre para justificarse el provecho de los dominados, y que alegan que el pesar de verse conquistado queda resarcido con los beneficios aportados por la dirección de los dominadores argumentos que los sometidos aceptan por imposición de la fuerza o por ignorancia de la astucia en las llamadas conquistas pacíficas, pero que rechazan siempre que se dan cuenta de la estratagema de los intrusos y no vienen obli­gados a acatarlos por fuerza.

Todos esos agravios que nuestra región de Castilla la Vieja ha recibido de Valladolid, no pueden ser pasados en silencio por nosotros, pues los principios de la cortesía no bastan para que prescindamos del deber de atender a los intereses de nuestra tierra castellana vieja, cosa que consideramos superior en mucho a las consideraciones corteses debidas a Valladolid. Además, en todo esto hay que hablar clarísimamente y es una candidez ocultar que Valladolid con sus actos y las restantes provincias leonesas por su solidaridad con ella, han suscitado el resentimiento de Castilla la Vieja, si bien es cierto que el enojo que indudablemente ha causa­do la conducta de Valladolid, cesará tan pronto como las pro­vincias de la región leonesa dejen de inmiscuirse en asun­tos de Castilla la Vieja. El enfado de Castilla la Vieja, es debida a que la conducta de la región leonesa constituye un ataque a la Integridad de la personalidad de nuestra región, pero cesará tan pronto como los castellanos estemos segu­ros de que los leoneses no han de ser un peligro para la emancipación de Castilla la Vieja, ni un obstáculo para que los castellanos poseamos el dominio de nuestra voluntad co­lectiva regional. Cuando cesen los ataques, las pretensiones de dominio o intrusión, cesarán los rencores. La cordiali­dad de mañana está más en las manos de los leoneses que en las nuestras.

La concentración de los ferrocarriles en Valladolid ha constituido un despojo a Castilla la Vieja; la anulación de nuestro espíritu regional es una humillación; la suposi­ción de la igualdad de pueblo constituye un acto de desfi­guración; la afirmación de homogeneidad de territorio es una falsedad; la aplicación del. nombre de Castilla una ficción, y finalmente, el hecho de tomar el silencio de Castilla fa Vieja como asentimiento a la labor vallisoletana, es apro­vecharse de un estado de postración.

La concentración de ferrocarriles en Valladolid es un despojo, porque desviando todas sus líneas para que pasa­sen por Valladolid, se ha privado de ellas a todas las zonas centrales de Castilla la Vieja y por hacer que Valladolid. tuviese acceso fácil a las ciudades de Castilla la Vieja, se ha sacrificado en provecho de Valladolid la comunicación de las ciudades de Castilla la Vieja entre si y dentro de región, hasta el punto que ninguna de nuestras seis capitales tiene línea directa a otra de ellas, resultando además que entre las líneas actuales quedan extensiones enormes de terreno sin vías férreas. Lo más notable del caso es que Valladolid pretende todavía mayores privilegios, deman­dando que las energías necesarias para dotar de ferroca­rriles a regiones como la nuestra de Castilla la Vieja, huér­fanas de ellos,-se empleen en construir el pretendido ferrocarril Valladolid-Vigo, lo que ha dado motivo para que al fijarse nuestra región en las aspiraciones de Valladolid, se haya percatado de las ambiciones de esta ciudad en otro de orden de ideas y se haya convencido de su incompatibilidad con Castilla la Vieja. Castilla la Vieja no puede tolerar se hable de ferrocarriles en España, sin que se estatablezcan primero las comunicaciones necesarias de Santan­der con Segovia y Soria, por Burgos; de Santander con Logroño y de Logroño con Soria y Burgos; es decir, sin que se construya la red de comunicaciones interiores de Castilla la Vieja, que por consecuencia de la distribución de sus líneas actuales, no está ni aun comenzada.

La anulación de nuestro espíritu regional, aprovechán­dose de las circunstancias por las que pasaba nuestra re­gión, ha sido hecha por Valladolid, porque en Valladolid se ha forjado toda esa leyenda de la igualdad de carácter entre León y Castilla la Vieja; porque desde Valladolid se ha hecho la inoculación de la manera de ser leonesa en Casti­lla la Vieja; porque desde Valladolid se ha procurado que los castellanos acepten los gustos, las costumbres, las aficiones de tos leoneses, del modo como el esclavo tiene que aceptar las costumbres, las aficiones y los usos del amo; par eso la anulación del espíritu regional castellano pura aceptar el de León, es una humillación para Castilla la Vieja.

Al hablar del pueblo castellano, los vallisoletanos le han desfigurado para asemejarle al leonés y con ello han inferido una ofensa a los castellanos viejos, pues todo el que se ve disfrazado se siente ofendido. La afirmación de que en toda la cuenca del Duero hay un pueblo único es completa­mente arbitraria y arbitrario es también afirmar que las cumbres de la cordillera ibérica separen la habitación de dos gentes distintas. El pueblo que vive en las cabeceras del valle del Duero tiene un ascendiente étnico diferente del de las llanuras del bajo de dicho río, pero procede en cam­bio del mismo tronco que los pobladores de las riberas de­rechas del Ebro. El pueblo leonés se porta siempre con una delicada sagacidad que, asemejándole a sus vecinos los gallegos y asturianos, dota a sus actos de gran valor y eficacia; el pueblo que vive en las tierras altas del valle del Duero, obra con el mismo ingenuo desenfado que las gen­tes de Aragón. El pueblo de las llanuras leonesas pronun­cia con elegante suavidad un castellano de puro abolengo latino, mientras que en las tierras de Castilla la Vieja el lenguaje, con un léxico mucho más rico, se halla nutrido de palabras procedentes tal vez de los idiomas autóctonas de España y la pronunciación carece de la llana dulzura de los leoneses, asomando en ella el tono dejoso y enérgico que llega a confundirse casi con la manera aragonesa en las riberas riojanas y en las tierras orientales de Soria. El pueblo del alto Duero, por origen, por temperamento y cos­tumbres, por gustos, es claramente baturro, si bien su ba­turrismo no alcance el vigor de Aragón y las riberas rio­janas y navarras, consignando también que va atenuándose a medida que marchamos hacia el poniente.

La afirmación de que Castilla la Vieja y León tienen un mismo territorio, es una falsedad.. No puede admitirse esa afirmación, ni aun siquiera refiriéndola al reino de León y las tierras de Castilla la Vieja, en el valle del Duero, porque es una enormidad afirmar que todos los terrenos que cons­tituyen, una cuenca hidrográfica son uniformes, porque se­parándose las cuencas por montañas dentro de una misma cuenca, han de formar las grandes interminables llanuras y los terrenos escabrosos de las faldas de las sierras; den­tro de una misma cuenca, están las tierras bajas de las libe­ras, con sus climas templados y las tierras altas de las montañas con las nieves, las lluvias y los fríos; dentro de una misma cuenca se comprenden los montañeses de vida forestal o ganadera, generalmente industriosos y los ribereños comúnmente agricultores. Esto ocurre precisamente en Castilla la Vieja. Las tierras altas de Soria tienen una semejanza que casi es identidad con el país de Cameros y con las sierras segovianas, así como con los altos de Reinosa, pero se diferencian radicalmente del país de la pro­vincia de Zamora. El caso se repite a todas horas: Reinose y Tortosa son ambas de la cuenca del Ebro, pero no tienen el menor parecido; lo mismo ocurre con Soria y Oporto en el valle del Duero y con Molina de Aragón y Lisboa en la cuenca del Tajo.

El empleo que los vallisoletanos han dado a la palabra Castilla, ha sido una argucia que lea redundado también en perjuicio de nuestra región. Como esa palabra se ha tomar do en varias acepciones y como los catalanes la emplean para denominar a la España no catalana, resulta que Va­lladolid, valiéndose de tales equívocos, ha tomado varias veces la representación de Castilla y a titulo ilegítimo de provincia castellana, ha obtenido mercedes en compensa­ción a las conseguidas por otras regiones españolas, lle­vándose de ese modo lo que en una equitativa distribución hubiera correspondido a una provincia de Castilla la Vieja; esto, a más de constituir un usufructo indebido, implica una ofensa a la dignidad de una región tan poco respetada, que cualquier ciudad se sirve de ella tan arbitrariamente.

Y nos vemos obligados además a protestar de otro agravio que las provincias leonesas han inferido a la región de Castilla la Vieja y que ha consistido en abusar de la in­ferioridad de ésta, del estada de atonía en que se encontraba, de la disgregación de sus provincias, de la anulación de relaciones entre las comarcas de Castilla la Vieja y de la desaparición del concepto de la región para afirmar la unidad espiritual y efectiva de Castilla la Vieja y León, considerando el silencio de los castellanos como el sancio­namiento de esta unificación, a cuyo fin, si en Castilla la Vieja alentaba por casualidad algún resto de vida indepen­diente, pronto se ahogaba atrayendo hacia otra parte las energías necesarias para sostenerla. Las provincias leone­sas habían conseguido que toda España considerase como desaparecidas a las antiguas regiones de Castilla la Vieja y León y constituida en su lugar otra integrada por ambas que tenía su centro en la tierra de Campos. El poderío de los vallisoletanos consiguió que toda Espada y muy princi­palmente las opiniones de Madrid y Barcelona, considera­sen a Valladolid como verbo del pensamiento de Castilla, habiendo logrado también que despreciasen las aspiracio­nes de Castilla la Vieja, iniciadas y defendidas por la acción autónoma del país que fue el antiguo reino, considerando que sus seis provincias constituían parte de una región de­bidamente representada y no tenían autoridad para hablar en nombre de una agrupación ya desaparecida, creyendo tam­bién que nuestro silencio significaba aprobación de estos hechos.

Todos estos manejos tendían a presentar como una sola las dos regiones, persiguiendo en el fondo una cuestión económica de intereses, pretendiendo beneficiar a los de Valladolid en primer término y a los de la región de León en segundo lugar, sin preocuparse de los demás. No es de extrañar que todo el afán de los anexionistas vallisoletanos se concentrase en demostrar la coincidencia de los intere­ses de Castilla la Vieja con los de León, imponiendo los leoneses a los castellanos e infiriendo con ella otro agravio a nuestra región.

Todo el sistema económico de la región leonesa, se fundamenta en la producción agrícola, principalmente en la cerealista, habiendo sido esta producción cerealista el pre­texto que se ha tomado para proclamar la identidad de in­tereses entre Castilla la Vieja y León. Ciertamente que Castilla la Vieja cuenta actualmente con una no desprecia­ble cantidad de grano cosechado; pero hay que alegar que la producción de cereales ni es suficiente para atender a la creación de una positiva riqueza en la región de Castilla la Vieja, ni tiene la importancia que en las comarcas leonesas, ni se aviene a las condiciones agronómicas naturales de nuestra tierra. Valladolid sabe muy bien que en el orden de producción cereal posee una indiscutible supremacía sobre toda España, y piensa muy acertadamente que cuan­to mayor sea la importancia del circulo cerealista español, mayores serán también la autoridad que adquiera y los emolumentos que pueda disfrutar. No tenemos por qué estudiar, pues no nos importa el que la región de León sea, como parece, país e propósito para el cultivo preferente de ­los cereales, bastándonos con saber que hoy es una región eminentemente triguera; pera si debemos de insistir en que en Castilla la Vieja los intereses trigueros no tienen impor­tancia natural, sino que su desarrollo obedece a imposición de las circunstancias y que las condiciones en que se des­arrolla la producción de cereales, las que determinan las leyes de su economía, son distintas en Castilla la Vieja y en León, de tal modo, que aun considerando como atendi­ble en Castilla la Vieja lo que se refiere a cuestiones trigue­ras, ni alcanzan la superioridad que en León tienen sobre otras intereses regionales, ni admiten las mismas solucio­nes, ni requieren iguales atenciones y preferencias que en la región leonesa, porque tampoco tienen estas cuestiones en nuestro país las mismas necesidades que en el de León.

En tres formas principales se presenta la producción del campo: la ganadería, el cultivo, forestal y el llamado agri­cultura por antonomasia, que nuestros campesinos llaman ton mucho acierto labranza. La riqueza agraria de un país es el conjunto de la creada en estas tres formas, es decir, que no se reduce solamente al cultivo triguero, ni aun si­quiera lo que se llama la labranza, de la que los cereales son sólo una parte, siendo por consiguiente un error hacer sinónimas las palabras agricultura y cultivo de cereales, como alguien pretende en nuestra tierra, con tal fanatismo, con tal desprecio, que hay quienes sólo consideran regiones agrícolas a las que cultivan los cereales, considerando que las demás no merecen este título, lo que constituye una obcecación tanto más lamentable cuanto que es preciso confesar que es la agricultura cerealista la más mísera y pobre de todos las agriculturas, al menos dentro de España.

La agricultura cerealista tan mísera que sólo puede sub­sistir en las circunstancias que se dan en España al amparo un régimen protector, es en Castilla la Vieja una impósición, un destino que se ha dado al campo, obligado por una serie de desastres. administrativos, técnicos y sociales que han destruido las aptitudes ganaderas del país y destrozado su patrimonio forestal; pero las facultades natura les del territorio serán siempre las ganaderas y forestales y cuanto no sea restituirle a su apropiada situación, será ir contra la naturaleza. Consecuencia de ello es que a pesar de todos los esfuerzos y. en contra de todas las creencias venerables, de las seis provincias de Castilla la Vieja, tan sólo una, la de Burgos, puede ponerse al lado de las trigue­ras de España; es decir, que las cuestiones trigueras, a más de ser creación artificiosa en nuestra región, son de interés particular de varias comarcas, pero no de carácter general.

Por añadidura, el proceso de la producción triguera en Castilla la Vieja, es diferente que en el reino de León, dentro del cual puede considerarse uniforme. Las regiones de Casulla la Vieja y León tienen diferente carácter agrario por ser distintos la naturaleza del suelo, la altura sobre el nivel del mar, la topografía, las temperaturas y el régimen de las lluvias; las regiones de Castilla la Vieja- y l León se encuentran en distinto grado de adelanto y cultura agrario; el problema de los riegos tan esencial en agricultura requie­re soluciones diferentes en Castilla la Vieja, y en León tanto por ser distintas las necesidades de la vegetación, como por ser otras las fuentes abastecedoras del agua, como por tratarse de una topografía distinta que ha de originar obras también distintas, como que en Castilla la Vieja los grandes canales no son posibles, pues ni hay grandes ríos con que alimentarles, ni amplias extensiones de terreno despejado y apto para la producción agrícola.,Las cosechas de trigo, la mismo en cuantía que en calidad no siguen en Castilla la Vieja las mismas normas que en León, y esto hace que sus consecuencias en el orden económico tampoco. coincidan.

Valladolid no solo ha perjudicado a Castilla la Vieja al inducirla a anteponer los intereses de la labranza sobre otros más adaptables al país castellano, sino que le ha per­judicado también, porque quiere además someter a la agri­cultura castellana a la misma dirección que la leonesa, siendo el resultado de que, cuanto se hace en agricultura, beneficia a los labradores leoneses y es ineficaz cuando no perjudicial para los castellanos. Entre otras consecuencias perniciosas para Castilla la Vieja, figuran dos: el despojo que Valladolid nos ha hecho de la que debiera ser institu­ción para el fomento de la agricultura de Castilla la Vieja, la Granja regional y el obligar a que la economía agraria, la que pudiéramos llamar política, economía agraria de la región, esté sometida a una dirección inadecuada.

No es de este lugar decir si a la región le conviene tener una Granja agrícola para toda ella, o al corno parece más lógico, dadas las diversidades comarcales, sería preferible la creación de pequeños establecimientos a propósito para cada comarca. Lo que sí tenemos que afirmar, es que la Granja de Valladolid, situada en un país idéntico al de la de Palencia, será tal vez utilísima para la agricultura leo­nesa, pero es ineficaz para la de Castillo la Vieja, La Gran­ja de Valladolid, situada en las zonas de los cereales y de la vid, podrá servir sí acaso para ciertas partes de Castilla la Vieja, linderas por occidente con la región de León; pero no pueden ser eficaces para el país que constituye el núcleo central de la región de Castilla la Vieja, tan distinguida por sus condiciones forestales y ganaderas. Una institución de experiencia agrícola, a. propósito para las necesidades de nuestro país, de no fraccionarse en otras dispersas por nuestras comarcas, debe situarse en las estribaciones de loa cordilleras, tipo dominante del terreno regional, en puntos donde pudiéndose sembrar cereales sea factible, sin embargo sostener prados, criar ganadas y cultivar raíces y tubérculos en las condiciones que caracterizan a la mayoría de nuestro territorio, en el que apenas existe la zona agro­nómica de la vid, y en cambio, aparece la de los prados por todos lados.

La dirección de las provincias leonesas no conviene a las necesidades agrícolas de Castilla la Vieja. Esto es una consecuencia de la heterogeneidad ya demostrada en la materia, que ha hecho que todo cuanto se ha trabajado con­juntamente en ambas regiones haya beneficiado a León, pero no a Castilla la Vieja.

Estas regiones han de sustentar Ideales agrarios dife­rentes, adecuados a sus respectivas condiciones. El ideal leonés está ya determinado; consiste en el incremento de su producción triguera, supeditando a ella todos los demás cultivos en cuanto permita la alternativa de cosecha acon­sejada por la ciencia moderna. El ideal castellano no está tan bien conocido como el leonés. Desde luego, puede afir­marse que en este ideal que se busca, ha de tomar una parte muy principal la producción ganadera, basada en la mejora de las razas locales. Afortunadamente, la atención de Castilla la Vieja se va fijando en este punto, y la labor meritísima de la provincia de Santander, maestra que debe ser de Castilla en ganadería, va teniendo imitadores. La provincia de Santander dio el ejemplo con sus razas vacu­nas paniega, tudanca y campurriana, y la de Ávila la se­cunda tratando de mejorar la raza barqueña, con lo que El Barco de Ávila demuestra conocer la verdadera orientación que ha de darse al país castellano. Por lo que hace a Se­govia, ya ha comenzado su trabajo de mejorar la raza bo­vina serrana, haciendo de ella una especialidad para el país.
Desde Santander a Ávila, con excepción de las riberas vlticolas de la Rioja y de algunas zonas cerealistas de nuestras fronteras occidentales, el país de Castilla la Vieja tiene un ideal agrícola caracterizado por la siguiente común condición: la agricultura exige una asociación a la ganade­ría mas íntima que en otros países, con predominio de esta última, compenetración que ha de llegar en muchos puntos de la región, hasta el extremo de consumir los productos del cultivo en la alimentación del ganado.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 193-203

lunes, junio 14, 2010

La campaña vallisoletana (Luis Carretero Nieva 1917)

La campaña vallisoletana

Aun sin tener en cuenta relaciones históricas, Valladolid es hoy día, de una manera innegable, por razones de tem­peramento del pueblo, de ideales, de aspiraciones, de inte­reses económicos, de comunicación constante, de homoge­neidad de territorio, una provincia leonesa. Por el prestigio
que tiene entre todas las ciudades del antiguo reino de León, por su grandísima --capacidad intelectual, económica y política, por su heroicidad ejemplar en la defensa del país leonés, por el dominio y autoridad que respetan todas las comarcas de la región y por el acierto con que presenta cuantos asuntos interesan al pueblo que vive en el territorio del extinguido reino de León, Valladolid posee efectiva e indiscutlbiemente la capitalidad, la jefatura de la región de León presente. Además, la región de León tiene su fisonomía,sus intereses, sus aspiraciones e ideales propios, que nosotros no nos incumbe estudiar, defender, ni atacar y de los que tan sólo protestamos en cuanto que se trate de hacer ver que por el hecho de ser adecuados al reino de León corresponda que Castilla la Vieja los acepte como adecuados, también a ella.

Valladolid procede siempre como excelente capital del reino de León, pero siente deseos de ensanchar el campo .de su poder. Arregostado por los honores que disfrutó siendo capital de Espafia, no se resigna a ser una de tantas ciudades españolas y halagado por el titulo que le da el vulgo de Antesala de la Corte, quiere disfrutar, en el grado mayor que pueda, de las preeminencias de que gozan las ciudades cabezas de los países y quisiera seguir a Madrid como su lugarteniente en una zona española, siendo la ca­pital de, una buena parte de España, concentrado en las orillas del Pisuerga el gobierno de esa zona que Valladolid hubiera querido formar agrupando el mayor número de co­marcas; pero se ha encontrado con que Galicia y Asturias tienen demasiado definida su personalidad y sus aspiraciones para someterse a una tutela extraña y ha tropezado can que Madrid era un obstáculo para Castilla la Nueva y Ex­tremadura y aun para Segovia y Ávila; se ha persuadida da que Zaragoza tiene mucho influjo sobre Logroño, sobre Soria y basta sobre una gran zona de Burgos; de modo que Valladolid sólo podría aspirar a dominar sobre el reino de León, que no bastaba a su ambición y previa una labor de anexión sobre -parte de la cuenca alta del Duero y la provincia de Santander.

Valladolid comprendió que con un poco de audacia y sagacidad podría llevar a cabo esa labor de anexión, pero como a todo el que tiene algo muy interesante que ocultar, le llegó un momento en que le faltó la paciencia necesaria para persistir en el disimulo y descubrió el juego, con lo que dio lugar a una protesta ruidosa, provocada por la in­dignación que los propósitos de Valladolid produjeron en las provincias de la histórica región de Castilla la Vieja; sin embargo, en el largo plazo que Valladolid pudo apro­vechar ante el descuido de Castilla la Vieja, adelantó bas­tante terreno en la tarea de destrucción del carácter genui­namente castellano, preparatorio de la empresa propuesta de anexión a León, pudiendo trabajar apoyado por un con­junto de circunstancias favorables a sus ambiciones. El plan que se propuso Valladolid para aniquilar el espíritu castellano viejo, fue sencillamente el de desalojarle, intro­duciendo en su lugar el espíritu leonés en Castilla la Vieja, arrancando ramas que al separarse del tronco se marchitaron e injertando otras para que viviesen en el lugar de las primeras.

Las circunstancias que han facilitado a Valladolid el desarrollo de su plan anexionista, han sido: la concentración en Valladolid de las comunicaciones ferroviarias hasta convertirle en clave de las mismas; la anulación del espíri­tu regional castellano viejo; la suposición de igualdad de pueblo en Castilla la Vieja y León; la apariencia de homo­geneidad de territorio entre ambas regiones; el equívoco a que se presta la palabra «Castilla» en sus significados geográfico e histórico; la pretendida coincidencia de intereses entre Castilla la Vieja y León y, finalmente, el silencio de Castilla la Vieja durante varios años, que se ha tomado. :como aprobación tácita de la campaña vallisoletana.

La red ferroviaria castellana vieja parece hecha con el deliberado propósito de destruir su vida interna y someter al país a la dependencia de poblaciones limítrofes. Cuatro capitales castellanas tienen comunicación directa con Va­lladolid, pero todas esas cuatro necesitan dar un gran rodeo para comunicarse entre sí. Otra ciudad de la región está, enlazada con Bilbao y Zaragoza con gran ventaja para ella, pero no tiene vía férrea para ninguna otra de Castilla la Vieja y deja en el mayor aislamiento a la mayor zona de su provincia, a pesar de ser país que ha contado con los servicios de poderosos políticos nacidos en su suelo. Los ferrocarriles que hoy sirven a Segovia, Ávila, Burgos y Logroño, pasan por esas ciudades porque son camino para otras a cuyo beneficio fueron construidos, pero no fue el Interés de esas provincias castellanas el que promovió la creación de esos ferrocarriles; así es que tales líneas pasan por aquellas zonas de esas provincias que encuentran en su derrota, pero no penetran en ellas más que lo que determi­nan las exigencias de su trayectoria. El ferrocarril de Cas­tejón a Bilbao, siguiendo a la orilla dei Ebro, pasa a lo largo de la provincia de Logroño por su misma linde, pero deja apartada de las comunicaciones a casi toda la provin­cia; otro tanto ocurre en Ávila con el ferrocarril de Madrid a Irún, que pasando la provincia de Ávila por su frontera oriental, deja abandonada la mayor porción de su territo­rio; el ferrocarril que desde Collado-Villalba va a Medina del Campo atraviesa la provincia de Segovia, acercándose a las zonas servidas por la línea de Ávila, pero dejando en el olvido a la mayor extensión de la provincia de Sego­via y, por añadidura, apartándose de su camino que debie­ra dirigirse a Burgas, con lo que sería útil para la provincia segoviana. El ferrocarril del Norte cruza la provincia de Burgos porque no tiene más remedio, pero se le desvió Innecesariamente para que pasase por Valladolid, sirviendo a esta ciudad con perjuicio de muchas comarcas. El ferrocarril del Duero, que atraviesa la provincia de Burgós por su parte sur se ha hecho para servir los intereses de loa productores de trigo que acuden al mercado de Valladolid. Resulta que Castilla la Vieja posee aquellos ferrocarriles, que han tenido necesidad de atravesar por su territorio para servir a otras regiones y muy principalmente para comodi­dad y provecho de Valladolid.

Claro es que esta situación de las comunicaciones, este aislamiento que se estableció entre las provincias de Casti­lla la Vieja y esta perturbación constante que Valladolid pudo ejercer, valiéndose de las excelentes vías de que dis­ponía para llegar a todas partes de Castilla la Vieja, para infiltrar en todo momento en el territorio castellano aquellas ideas que convenían a su plan de dominación, acabaron por destruir el concepto que los castellanos viejos tenían de su tierra y de su raza, desapareciendo aquellas pocas o muchas ideas que, en unión de otras sucesivamente des­arrolladas, pudieron dar origen a un idearlo regional de Castilla la Vieja, de haber tenido nuestra región la indepen­dencia de criterio necesaria para conocer por sí misma su situación y trazarse, también por si misma, la norma de conducta necesaria para una eficaz labor de renacimiento, lo que supone además la existencia de un principio de ca­pacitación por el solo hecho de intentar reconstituirse. Pero por desgracia, Castilla la Vieja era terreno propicio para desarrollarse toda ciase de extrañas hierbas que en semilla llegasen a su suelo, por carecer de una vegetación propia suficiente a absorber todos sus jugos. Castilla la Vieja aceptaba toda cultura, todo sistema de ideales que viniese desde fuera por carecer de otros propios y genuinos de ­ella formados en su mismo suelo, por sus mismos hombres y sancionados por sus mismas experiencias. El espíritu de un pueblo se forma por una serie de sentimientos y de ideas, sentimientos desarrollados en la masa de ciudadanos y sancionados y aquilatados por obra del. arte, principalmente por ese arte, obra de autor anónimo que se llama popular, y en cuanto a las ideas, forzosamente tienen que salir de un conjunto de personas pensadoras, dotadas de una preparación estudiosa.

En todo ser humano y en todas las colectividades que forme, se necesita un conocimiento de sí y del medio en que vive para dirigir sus actos. Necesita, pues, un conjunto de ideales que le Inciten a vivir y una serie de conocimientos que le sirvan de instrumento para realizarlos. Estos co­nocimientos han cíe referirse al ideal, al individuo o colectividad y al medio en que han de desarrollarse, constituyendo una cultura propia, la que, unida a otro conjunto de sentimientos y costumbres también propias, ha de originar un principio de civilización.

Castilla la Vieja poseía ese arte propio, que es reflejo de los sentimientos del pueblo y posee también un conjunto .de costumbres genuinas que son igualmente expresión de su carácter; pero tanto el arte popular como sus costum­bres típicas han - sido poco atendidos, perdiéndose una parte de aquél y olvidándose muchas de éstas. El arte po­pular se manifiesta principalmente en las canciones, por ser la música la forma artística más accesible al pueblo y la ri­queza musical de Castilla la Vieja ha estado mucho tiempo olvidada y casi lo está hoy, habiendo ocurrido igualmente con las costumbres. Es decir, que el carácter castellano ha estado amortiguado, aletargado durante muchos años y en ese tiempo le ha sido fácil a Valladolid sustituirle por el leonés.

Claro es que esta sustitución, este reemplazo intentado del espíritu castellano por el leonés, no hubiera sido posi­ble pretenderle si existiese una cultura castellana, ni será posible tampoco que la sustitución se haga como haya in­tención y lugar de crear esa necesaria cultura castellana que estudie el país y sus problemas en todos sus aspectos, evitando que en nuestra región se trasplante una cultura leonesa que no puede dar frutos sazonados pava nuestras paladares.

A todo esto hubo alguien que, exagerando la teoría de que los pueblos se dividen según las fronteras natural, a pesar de las innumerables pruebas que hay en contrario, proclamó la identidad de los pueblos leonés y castellano viejo, sustentando el mismo criterio que expone Macías Picavea en su libro El Problema Nacional, páginas 111 a 118, dando por sentado que los hombres de la meseta leonesa tienen el mismo temperamento, la misma proce­dencia étnica y los mismos caracteres físicos que los cas­tellanos y pretendiendo que la consideración de las varia­ciones dialectales vengan en apoyo de su teoría, sostenien­do en contra de lo que cualquiera puede comprobar por si mismo, que el castellano viejo, castiza tronco de la filología ibérica, se habla can igual pureza y con idéntica gravedad se pronuncia en toda la cuenca del Duero, hecho a todas luces falso, así como falsas son las semejanzas que los vallisoletanos atribuyen a los pueblos leonés y caste­llano viejo. Estas semejanzas que los vallisoletanos sos­tienen existir, proceden de que se ha prescindido del verdadero carácter físico y moral de los castellanos, porque no se ha estudiado su tipo, ni su temperamento, ni sus cos­tumbres, ni sus aficiones y se ha admitido a priori y sin razón ninguna, coma lo hacia Picavea, que su manera de hablar no coincide con la de los leoneses. Valladolid ha tenido gran empeño en propagar esas ideas; pues si pudie­se convencer a los castellanos de que el pueblo leonés y el castellano son uno sólo, ciertamente que seria Valladolid la ciudad más indicada para dirigir a ambos.

La homogeneidad de territorio acompañada de la igual­dad de clima creando un mismo medio que obre sobre la raza y engendrando unos mismos productos gire influyan de la misma manera sobre los nombres, es otro de los argumentos que colocan a una comarca en la clasificación natural de un país. De aquí el afán de los vallisoletanos de presentar como uno sólo por su semejanza el territorio leo­nés y el castellano, porque siendo un país el conjunto de territorio y de pueblo, si se demuestra al mismo tiempo la igualdad de dos pueblos y de los dos territorios que ocu­pa, queda probado que esos territorios y esos pueblos constituyen un solo país. Con el territorio castellano han hecho tos vallisoletanos lo misma que con el pueblo; no se han ocupado de estudiarle, no les ha importado conocerle, pues les bastaba saber que nadie se cuidaba de investigar cual era la verdadera naturaleza del territorio de Castilla la Vieja; les bastaba saber que esa naturaleza era cosa igno­rada para propagar por todas partes, hasta por la propia Castilla la Vieja, que su territorio era el mismo de la región leonesa, teniendo suficiente con tomar los caracteres del territorio leonés y afirmar que también lo eran de Castilla -la Vieja, pues nadie se cuidaba de comprobarlo ni de rectificarlo.

Y hay otra circunstancia que ha sido habilísimamente utilizada por los vallisoletanos: es el equívoco a que se presta la palabra «Castilla» por los varios significados que puedan atribuírsele según el desarrollo de la organización territorial de España. No hay que olvidarse nunca de que Castilla es la palabra que nació para ser nombre de una nación engendrada en el seno del reino de León y emancipada después de su poder tiránico. No hay que olvidar que Castilla se agregó nuevamente al reino leonés y que volvió a separarse de él varias veces. No hay que olvidar que Cas­tilla es palabra que sirvió para designar a un conjunto- de naciones agregadas, una de las que era Castilla, pero cometiendo la impropiedad de aplicar al todo el nombre de una parte. No hay que olvidar que con el nombre Castilla y el adjetivo Nueva, se designó al que fue reino de Toledo creado por las conquistas castellanas y leonesas para so­meterle al mismo cetro que regía los varios estados integrantes de aquélla agregación. No hay que olvidar que al país primitivo de Castilla, hubo que agregarle el adjetivo Vieja para distinguirle del reino de Toledo. No hay que olvidar que la agregación castellano-leonesa se agregó a su vez con la confederación catalano-aragonesa y que se vol­vió a cometer el error de llamar con el nombre de una parte al todo; así es que los catalanes llaman Castilla al conjunto de todos los demás estados que se agregaron con el cata­lán. Claro es que todo este maremagnum procede de haber dado o la palabra Castilla significados inconvenientes. En virtud de ese error se dice, por ejemplo, que Valladolid fue Capital de Castilla, cuando no hubo tal cosa; pues Valladolid no fue capital de Castilla, sino de la agregación de estados formada por Castilla, León, Galicia, etc., como lo fueron - igualmente Toledo, Sevilla, Madrid y otras ciudades.

Claro es que de todos los argumentos, de todas las consideraciones expuestas, ninguna convidaba a una acción común que sumase en uno sólo los dos pueblos castellano y leonés como una coincidencia de intereses, coincidencia que podía proceder de dos orígenes: de que los pueblos de Castilla la Vieja y León por ser iguales y asentados sobre el mismo territorio, tuviesen idénticos intereses o de que tanto pueblo como territorio de una y otra región, aun sien­do distintos, tuviesen condiciones que se completasen esti­mulando la asociación. Este fundamento del complemento de cualidades y condiciones no cuadraba al pensamiento vallisoletano y no se acogió a este argumento, pues para ellos es cuestión trascendental la identidad absoluta de su región y la nuestra.

Este tema de la coincidencia de intereses, ha sido preci­samente el que ha despertado la atención de Castilla la Vieja , el que le ha inducido a estudiar por si misma sus problemas, el que ha traído la ocasión de que Castilla vea por sus propios ojos y se convenza firmemente de que sus intere­ses ni coinciden con los de León, ni se completan, sino que recíprocamente se oponen muchas veces. Este terna, después de vistas las diferencias, es precisamente el que ha sembrado el recelo en Castilla la Vieja y el que ha hecho que se convenza de que debe de alarmarse ante toda tenta­tiva vallisoletana y de que está obligada a permanecer siem­pre en guardia contra nuevas estratagemas.

La campaña de Valladolid transcurrió en medio del silen­cio de Castilla la Vieja, sin que ninguna protesta se levan­tase contra ella, pero también sin que en ningún caso hiciesen las provincias castellanas viejas acto ninguno que sancionase lo hecho por Valladolid. Todo se hacía dentro del reino de León. A las provincias leonesas se consultaba por los organismos vallisoletanos cuando a éstos les con­venía; en tierra leonesa se desarrollaban las propagandas, y las provincias leonesas apoyaban de diferentes maneras lo ejecutado por Valladolid. El silencio de Castilla la Vieja se tomó como aprobación a esta conducta y se creyó que las provincias leonesas eran el centro de la vida castellana y que si las provincias castellanas no intervenían en estas campañas, se debía a que habían delegado de una manera tácita en las leonesas todo lo referente a cuestiones regio­nales, pero que Castilla la Vieja se hacía solidaria de las provincias leonesas, cuando en realidad, lo que ocurría, es que de parte de Castilla la Vieja había para toda diligencia de Valladolid y demás provincias leonesas, una indiferen­cia extrema, que toda su gestión era recibida con la insen­sibilidad de una cosa que nada tenía que ver con Castilla y si no se protestó antes de todas esas campañas, fue porque nadie en Castilla se creyó obligado ni autorizado para llenar la representación de la región, porque la noción de la misma se había perdido; nadie se acordaba dentro de nues­tro territorio, de que las seis provincias de Castilla la Vieja pudieran tener entre sí lazos de relación que les ligasen, siendo preciso que se continuase la campaña emprendida por Valladolid, que siguiese esta ciudad usando la representación usurpada de Castilla la Vieja en provecho de los intereses leoneses, para que Castilla la Vieja se estimulase y decidiese restaurar el concepto de su personalidad y re­cobrar el dominio de la misma.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 183-193

viernes, junio 11, 2010

El "castellanismo" leonés (Luis Carretero Nieva 1917)

El '”castellanismo” leonés


Nos vemos obligados en el curso de nuestro el curso de nuestro estudio sobre la cuestión regional en nuestra tierra castellana, a analizar ese regionalismo que con tantos pujos se desarrolla fuera del solar de Castilla la vieja. Nos referimos al regionalismo del antiguo reino de León, incubado en Valladolid al calor de los intereses de aquella ciudad, capital intelectual de la región que Castilla la Vieja tiene por vecina, y vamos a decir dos palabras sobre el carácter de ese movimiento, pues aunque como castellanos reconozcamos y proclamemos que no tenemos con Palencia, Zamora y demás provincias leonesas ninguna relación más íntima que la que podamos tener con cualquier otra de las de España, debemos de fijarnos, sin embargo, en una condición especialíslma de ese regionalisrno de que hablamos, condición que es lo único que de él puede interesarnos.

Nos referimos al desprecio que los leoneses en general, y muy especialmente entre ellos los valllaoletanos, hacen del nombre de su región, a la que jamás llaman León, sino Castilla la Vieja y más frecuentemente Castilla. Tan general es emplear la palabra Castilla para referirse impropia. y exclusivamente a la región de León, que muy pocas horas antes de escribir estas cuartillas, me decía con sorpresa, un gallego en Montefurado: «Es usted castellano y no conoce el vino de Toro», Y en otra ocasión, en un paseo a un pueblecito Inmediato a Valladolid, que si mal no recuerdo se llama Renedo, uno de mis acompañantes, que era palentino, residente en Valladolid, conocedor de mi condición de segoviano y sabedor de que venía de visitar parte de la provincia de Burgos, me preguntaba: «¿No había estado usted nunca en un pueblo de Castilla?» Los valiisoletanos, palentinos, zamoranos, los leoneses, en una palabra, cuando dicen Castilla, se refieren siempre al reino de León, y en fuerza de tanto repetirlo, han conseguido que así lo en­tienda el vulgo en España.

En Valladolid domina un verdadero afán por alardear de castellanos y un prurito desmesurado por demostrar que es dicha ciudad el heraldo de las aspiraciones de Castilla. No hay un periódico que no se. precie de castellano, ni se hace una empresa industrial, agrícola, bancaria, que no ponga en su razón social el nombre de Castilla. Se diría, al contemplar este espectáculo, que Valladolid se ha separado de su región leonesa y se ha sumado a la de Castilla la Vieja Nada más lejos de la verdad que esta afirmación, la hermosa ciudad de la orilla del Pisuerga, es lo que lo que no tiene más remedio que ser; el cerebro de la región leonesa, el paladín de sus deseos, el asiento de su progreso. Del mismo modo que Valladolid no tiene nada de común con Castilla la Vieja, el regionalismo que allí se fragua carece del menor ápice de «castellanismo», es «leonesismo y no puede ser otra cosa. Nadie puede desear el provecho de la casa ajena más que el de la propia y es sagrado empeño. en cada cual ocuparse de lo que le interesa.

Loa leoneses han arrinconado el nombre de su región para usar el de Castilla, pero esto no significa que se hayan olvidado de aquélla, ni que hayan perdido su con concepto, ni que las dos regiones se hayan sumado, lo que equivaldría para Castilla la Vieja entregarse a su mayor enemigo. A pesar del mal uso de la palabra Castilla, no hay en el reino de León ese desconocimiento de la región que existe en la nuestra de Castilla la Vieja. Por el contrario, en el país ele León persiste un espíritu de unión regio­nal, una preterición de cuanto no es leonés, un afán de exclusivismo (sobre todo en Valladolid) tan desarrollado como lo sea el que más de las regiones españolas.

Un vallisoletano, cuando habla de su región, aunque ponga en sus labios la palabra Castilla, tiene su pensamiento fijo en la tierra de Campos, en Salamanca o en Zamora, en Saldaña, Sahagún, Benavente o Ledesma; en una palabra, en las comarcas que componen lo que fue reino de León, considerando como paisanos suyos a los nacidos en ellas y pensando en su interior que la región de León es una realidad del presente, aun cuando por una impropiedad en el empleo de las palabras exprese otra cosa. El leonés sabe muy bien que su país es la tierra de las in­mensas llanuras y se cree que Castilla la Vieja debe de ser algo semejante, ignorando que en esta última región ocupan los terrenos quebrados las tres cuartas partes de su super­ficie. El vallisoletano desconoce tanto a Castilla la Vieja como estima a su región leonesa, que lleva siempre grabada en su cerebro, que siente profundamente.

Pero hay más. León, Palencia, Valladolid, Zamora y Salamanca, son provincias. hermanas que se las entienden a las mil maravillas. Situadas unas cerca de otras, están en constante comercio de ideas e intereses; análogas en su carácter, en su topografía, en sus producciones y en sus costumbres, tiene la unidad suficiente y sobrada para ser consideradas corno un país único, y como ese país ocupa el territorio que llevaba el nombre de reino de León y co­mo sus pobladores son los nietos de los viejos leoneses, hay que, reconocer que la región de León subsiste dentro de España, a pesar de toda clase de nuevas divisiones que se pretendan implantar y de todo género de confusiones geográficas que se trate de propagar.

Pero hay más todavía. En la región de León hay un pensamiento que podemos llamar regional, por ser general y propio de ella, pensamiento que se ha manifestado repe­tidos veces. constituyendo una fuerza de gran poder en la dirección de los asuntos nacionales, intereses trigueros, por ejemplo. Ese pensamiento es consecuencia del conoci­miento exactísimo que los leoneses tienen de cómo debe desarrollarse su región, porque la tienen estudiada a fon­do, porque han constituido en Valladolid un núcleo intelectual que ha sabido darla una orientación con tal arte, que los propios catalanes, tan aptos para estas lides, no tienen más remedio que reconocer su pericia. Gracias a esta habilidad han llegado a ser los árbitros en varias cuestiones y ejercen sobre las provincias del interior de España un pre­dominio igual al que atribuyen a Cataluña sobre toda la Nación. Es indiscutible que tales ventajas las han logrado, merced a la inteligente labor hecha para despertar el espíritu de regional en el reino de León, o sea el espíritu de colectividad en sus provincias.

Los ideales de región llevan siempre aparejados sentimientos del pasado y aspiraciones del presente; intereses actuales, imposiciones de la lucha por la vida y la necesidad de asociarse con los que corren la misma suerte, son circunstancias que, unidas a una comunidad en el recuerdo de pasadas vicisitudes, cuyas consecuencias se sufren por igual, determinan ese cambio de afectos entre los coterráneos. No hemos de negar que hay en las regiones históri­cas algo arcaico, incompatible con el espíritu moderno que ni se puede ni hay por qué conservar, y que el culto a la tradición por la tradición misma, la soberbia del nombre, el orgullo de los blasones y el odio al terruño ajeno, perte­necen a este orden de cosas; y por esto nos extraña más, que siendo el nombre de una región elemento de su historia y su amor exacerbado quimera que satisface a la propia vanidad, haya quien busque estímulos a estas pasiones en fastos ajenos, teniendo en los propios fuego sobrado para caldearlas.

Por lo que se refiere a los vallisoletanos y a otros de los leoneses, la cosa queda reducida a una cuestión de amor propio y otra de ambición. Si la región de León en vez de llevar el nombre de una ciudad de brillante pasado, pero de más modestos recursos que Valladolid, se llamase de otro distinto a él, se acogerían, sin duda alguna, los vallisoletanos, porque entonces no sufrirían en su amor propio. La cuestión de ambición estriba en que Valladolid, por su importancia, que no discutimos, quiere desempeñar el mismo papel que Zaragoza, Valencia, Sevilla y otra ciudades españolas, capitaneando un grupo de provincias, disponiendo de ellas para engrandecerse, y con objeto de que el grupo sea mayor, para beneficiarse más, pretende reunir a León con Castilla la Vieja, sin tener en cuenta ni preocuparse de las aspiraciones de esta última, pero procurando falsear su carácter e impidiendo se desconozca su verdadera naturaleza.

El regionalismo viviente de las llanuras del Duero, del que Valladolid ha sido heraldo, tiene por objeto el engran­decimiento del pueblo que los vallisoletanos llaman castellano y que definen por una red de afectos, de simpatías, de Intereses y de aspiraciones que unen entre sí a un con junto de hombres, enlazando a la vez los territorios que esos hombres habitan, demostrando que hay una simpatía fundada en afinidades de temperamento o de raza y que ­hay una comunidad de territorio basada en semejanzas, o mejor todavía, en identidades geográficas. Hemos seguido con interés, durante algún tiempo esas relaciones, y hemos observado que la atención de Valladolid estaba en todo mo­mento pendiente de la vida de Palencia, León, Salamanca y Zamora; hemos visto que esa red de relaciones de que ha­blábamos cubría todo el territorio del antiguo reino de León, y que para nada sé extendía al territorio de las provincias de Castilla la Vieja, demostrando que los vallisoletanos, tan deseosos de organizar un grupo regional, no se preocu­pan de saber cuáles puedan ser las ideas, aspiraciones, necesidades, etc, las tierras de Soria, Segovia, Logro­ño, Ávila, etc., es decir, que sus actos demuestran de modo indudable que los vallisoletanos están intima y profunda­mente convencidos de que las provincias de su grupo son Salamanca, Zamora, León y Palencia, y saben también que Segovia, Soria, Logroño, Ávila, etc., forman grupo aparte; para los vallisoletanos estas provincias ya no son caste­llanas, para ellos las provincias castellanas son las que formaron el antiguo reino de León, es decir, que llaman Castilla a lo que es León y castellano a lo que es leonés.

Hay en Valladolid un periódico magistralmente hecho, pero que con una grandísima impropiedad se llama El Norte de Castilla. A pesar de su titulo, el periódico de que habla­mos, nada tiene de castellano, ni podría tenerlo, siendo co­mo es vallisoletano; en cambio, nadie puede negar al notabilísimo periódico de Valladolid que sea la más fiel expresión del pensamiento leonés, porque interpreta admirablemente los ideales de la región leonesa, porque circula precisamente por toda esa región de León, porque presta extraordinario interés a todos los asuntos de Valladolid y de
las otras cuatro provincias leonesas, y hemos podido con­vencernos de que su gran perspicacia y su acendrarlo patriotismo leonés, le hacen incurrir en el defecto de conside­rar a Castilla la Vieja como país asimilable a León; pero nos hemos convencido también de que todos sus entusiasmos son para la región leonesa y que el país de Castilla la Vieja no le interesa en lo más mínimo, y que la genuina manera de ser de la región castellana vieja, es cosa que ni conoce ni cree merecedora de su estudio y atención, es decir, que en el fondo considera a Castilla la Vieja cono cosa desdeñable y completamente extraña a León.

Hemos prestado, durante una larga temporada, atención diaria al gran periódico de la ciudad del guerrero leonés conde Ansúrez, hemos visitado su casa, en la que hemos sido recibidos con esa delicada amabilidad que tanto honra a la gente de la vecina región leonesa y a sus afines los gallegos y asturianos y que tanto debernos de envidiar los castellanos; hemos recogido de labios de sus redactores juicios acertadísimos acerca de problemas leoneses; hemos escuchado de ellos mismos la afirmación de que las provincias del alto valle del Duero son ya cosa distinta a su tierra. Hemos visto diariamente cómo desde Valladolid se­guían paso a pasa la vida de Salamanca, de Zamora, de León y de Palencia, con el interés que despiertan las cosas de uno mismo; hemos visto que consideran a esas provin­cias como parte integrante del país a que ellos pertenecen y hemos visto también que de las seis provincias de Casti­lla la Vieja, sólo a una dedican atención diaria; a la de Burgos. Quien quiera convencerse de que la región de León existe actualmente, quien quiera ver cuáles son sus grandísimas energías vitales, quien quiera persuadirse del gran conocimiento que los leoneses han adquirido de su carácter, sus intereses y de la norma que han de seguir para engrandecerse, no tiene más que visitar la redacción del diario vallisoletano, que es el más autorizado órgano de la opinión regional leonesa, diga lo que quiera su titulo. Por­que eso de que sólo una provincia castellana vieja merezca su diaria atención y de que esa provincia sea precisamente la de la capital de nuestra región, la cámara de condes y reyes ¿no puede ser una estratagema? Porque absorbiendo y anulando la capital de nuestra región, sometiéndola a ser feudataria en ideas de la tierra leonesa ¿no se tiene mucho adelantado para destruir las ansias vitales de Castilla la Vieja y consumar su asimilación a León?

¿Existe o no existe la región leonesa corno entidad del presente? ¿Pertenece o no a ella Valladolid en cuerpo y en espíritu? ¿No es, por ventura, Valladolid el cerebro y el corazón, la capital efectiva de la actual región leonesa?

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 177-183

jueves, junio 10, 2010

La hegemonía leonesa (Luis Carretero Nieva 1917)

La hegemonía leonesa

Dejamos sentado en el precedente articulo que la región de Castilla la Vieja había ido poco a poco perdiendo con­sistencia, desmembrándose después, separándose unas de otras sus provincias gasta el extremo de que, en algunas de ellas, sus habitantes no se ocupan para nada de Castilla la Vieja, ni tienen un recuerdo para el resto de la región, como ocurre con la provincia de Logroño, o hablan sólo de una unión sentimental como en Santander, provincia esta última formada por segregación del territorio burgalés, al que antaño perteneciera, país que guarda entre los regazos de sus montañas las más viejas tradiciones, ese casticismo que magistralmente libara con su pluma el insigne Pereda. Al paso que Castilla la Vieja languidecía, León se vigori­zaba, estudiaba sus problemas regionales, analizaba sus intereses y estrechando la unión entre sus provincias, for­maba un conjunto poderoso que, bajo la dirección de Va­lladolid, recababa y obtenía favores de los gobiernos, siendo de notar que jamás se presentaba esta región con su nombre propio ante los poderes ni ante el resto de la nación, sino que tomaba el nombre de Castilla para el logro de sus aspiraciones.

Pidiendo siempre para Castilla la Vieja, los leoneses ob­tenían cuanto querían para su región; así cuando a Castilla la Vieja no la quedaba ni siquiera el nombre que tenían se­cuestrado los leoneses, Valladolid conseguía hacerse núcleo de concentración de la cuenca del Duero y lograba que las líneas férreas de media España concurriesen en su provin­cia, con grave perjuicio de todo el norte y noroeste de la nación, que se vieron obligados a prescindir de los cami­nos directos, ya que todos rodean para pasar por Valladolid.

Con todo esto, la desunión entre las provincias de Cas­tilla la Vieja aumentaba, ya que, mientras se veían unidas por ferrocarril con Valladolid, carecían y siguen carecien­do de vías interiores; Castilla la Vieja se encontró pacífica­mente conquistada por León y sujeta a su dirección y su dominio.

Tal fue la atonía de los castellanos viejos, que no se apercibieron de esta poco airosa situación, tanto, que hoy mismo, ante el problema del ferrocarril, que pudiéramos llamar Central de Castilla la Vieja, o sea el que ha de enlazar a Segovia con Burgos, la capital de la región, y con Santander, su puerto, no se han dado cuenta de que han abandonado sus intereses al arbitrio de manos extrañas, ni han comprendido que si en alguna ocasión pueden coincidir los de León con los de Castilla la Vieja, esto no es razón para que dichos países se unan a perpetuidad, y en ningún caso puede justificar esa sumisión inconsciente de Castilla la Vieja, ni esa cesión de su personalidad.

No hay que olvidar que los leoneses están dotados de admirables dotes de comerciantes, como lo prueban tos maragatos, los cervatos y los propios vallisoletanos. Nadie puede ponerse ante ellos, en punto a habilidad, para defen­der sus intereses, en cuya materia su superioridad es indis­cutible. Así se explica, que Valladolid haya monopolizado la representación de los productores de trigo de España, habiendo provincias como Burgos, Sevilla, Jaén, Toledo, Badajoz y Granada, que en años normales producen más que ella. Valladolid y Barcelona son poblaciones que se llevan a medias la palma en el arte de conseguir cuantos favores apetecen, diferenciándose en que Barcelona se aprovecha del nombre de los suyos, del de los catalanes, y Valladolid se escuda con el de sus vecinos, con el de los castellanos. La estratagema sigue, y se da el caso de que los vallisoletanos presentan, como conveniente a Castilla, un proyecto, cuyas ventajas son para la región leonesa, cual es el ferrocarril Valladolid-Vigo, que es un interés leonés (1) y gallego y trabajan en contra del de Segovia a Burgos, que es un interés netamente castellano. Nos parece muy natural que los de la vecina región defiendan lo que les conviene, pero lo que no tiene explicación es que en la propia Caput Caslellae, un periódico tan discreto cual es Diario de Burgos, al relacionar hace pocos días este asunto con la mancomunidad castellana, encontrase en ello dificul­tades para la constitución de este organismo que, de hacer­se, debe de ser entre provincias exclusivamente castellanas, para defender intereses de Castilla, y, por tanto, sin que tenga que preocuparse de las conveniencias de Valladolid, que le son ajenas, y que, por consiguiente, no deben de influir para que Castilla la Vieja siga la marcha que crea conveniente.

La pasividad con que Castilla la Vieja ha acogido la intromisión en sus negocios de la región leonesa, ha dado siempre el mismo resultado, como no podía menos de su­ceder, si se tiene en cuenta la idoneidad de los leoneses y sus aspiraciones que ya en el ario de 1650 hicieron decir al P. Gracian en su famoso libro El Criticón, refriéndose a Valladolid: y está muy a lo de campos. Mientras en Cas­tilla la Vieja no hay ni una sola granja agrícola sostenida por el Estado, en la región de León hay dos; las de Palen­cia y Valladolid, si bien esta última se llama, para escarnio de los castellanos, de Castilla la Vieja. Palencia y Vallado­lid se pusieron de acuerdo, como siempre, para disfrutar el momio, y Palencia no tuvo inconveniente en llamarse leo­nesa para conseguir la granja. Con los canales ocurre lo mismo, existiendo uno que debiera llamarse de Campos y se llama de Castilla, pero que sólo toca a ésta en una parte, ridículamente pequeña, de la provincia de Burgos, mientras sus dos ramas corren por las tierras leonesas de las siem­pre protegidas Palencia y Valladolid. Debemos de hacer igual observación respecto a determinados ferrocarriles se­cundarios que también llaman de Castilla y que atraviesan comarcas leonesas en las afortunadas provincias de Palen­cia y Valladolid.

En otra ocasión, se dijo que, para favorecer a Castilla, los derechos arancelarios del trigo habían de modificarse con el precio alcanzado en los mercados castellanos, para lo cual se consideraron cinco de ellos como reguladores. Pues bien, de esos cinco mercados, uno tan sólo, el de Burgos, se eligió en Castilla, y los otros se situaron en la región de León, que fijé la favorecida, sin que entre ellos dejasen de figurar los de Palencia y Valladolid.

Muy digna de respeto es la prosperidad de la región leonesa, pero nosotros, los castellanos, debemos de ocu­parnos algo más de la propia; recabar nuestra independencia, tratar de ponernos en condiciones de hacer progresar nuestra país, estudiarle para conocerle y engrandecerle ante los ojos de los españoles, destruyendo prejuicios y errores, marchando por nosotros mismos y licenciando para siem­pre a los lazarillos. Sí en alguna ocasión nos conviene aliarnos con alguna región, hacerlo, sea la que sea, pero para asuntos determinados y concretos. Lo que no puede hacerse es ceder a nadie voluntariamente, ni permitir que nos arrebaten nuestra personalidad, nuestro nombre y nuestra vida,

(1) De León, región, no provincia.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp. 173-176

miércoles, junio 09, 2010

La anulación de la región (Luis Carretero Nieva 1917)

La anulación de la región

Cualesquiera que sean las ideas del lector acerca de le organización de las nacionalidades; cualquiera que sea su credo político, centralista o federal, demócrata o absolutista, monárquico o republicano, reconocerá seguramente que dentro de nuestra España, a pesar de la larga convivencia bajo un mismo régimen de los antiguos Estados, no se ha llegado a imprimir al conjunto del territorio la unidad nece­saria para dar valimiento a un carácter típico, nacional, como lo ha conseguido Francia, uniformando la Gascuña con la Bretaña, o la Provenza con la Borgoña; como lo ha logrado la nación portuguesa, hasta el extremo de que alguien definió al portugués diciendo que es un hombre que piensa en andaluz y habla en gallego. De los españoles, no puede decirse otro tanto, ya que es innegable que, si sola­mente son unos cuantos los que hablan en su vieja lengua regional, en cambio, son todos, con la única excepción de los castellanos viejos, los que piensan al modo particular de su país.

Solamente tratamos en estos primeros párrafos de ex­poner hechos, debiendo de fijarnos en uno que bien merece nuestra atención, y es. las comarcas que más conserven sus caracteres peculiares, las que más estrecha relación guardan con sus coterráneas, aquellas en que con mayor vigor alienta el espíritu regional, son las que más comercio de ideas sostienen con el mundo moderno, son las más aventajadas, son las más ricas, son las más prósperas, como Asturias y Cataluña, Valencia y las Vascongadas; prueba todo ello de que no se opone al progreso resucitar ciertas relaciones, si se cuida al mismo tiempo de que el viento de fuera penetre hasta el último rincón de nuestra casa. En contra de lo que acabamos de decir, debemos de consignar que en las provincias del interior desaparecieron los lazos que unían las comarcas; no hay defensa de co­munes intereses; cada aldea, cada pueblo, vive aislado de su vecino; no hay apoyo mutuo, y los de una villa sólo se acuerdan de la cercana, cuando en tiempo de fiestas se renuevan odios y se avivan rencores.

Quiere esto decir que no hay que buscar la razón de las regiones en la división en partes de la nación; en lugar de ser resultado de disgregación, es todo formado por la unión de municipios o provincias, es producto de suma agregación o integración. En Castilla la Vieja no hay esa unión, no existe mutuo auxilio entre municipios y provin­cias y hasta se ignoran cuáles sean aquellos intereses que, por afectar a unos y otros, pudieran defenderse en común. Solamente al considerar ese afán de aislamiento, al pensar que en Castilla la Vieja cada individuo y cada pueblo quiere vivir por sí y ante sí, se explica por qué ninguna de sus seis capitales está unida directamente por ferrocarril con sus colegas de la región. Es que unas y otras, por falta de trato, han llegado a olvidarse, y del mismo modo todo el mundo se ha olvidado de Castilla la Vieja.

La verdad es que no existe en Espada nada tan desco­nocido como Castilla la Vieja, que confunden unos con Castilla la Llueva, su región hermana y otros con León, su vecina, sin que se explique por qué confunden con Castilla a León y no hacen lo mismo con Extremadura, Galicia, Asturias, etc., que históricamente están con Castilla en la misina relación que León, como países componentes de la antigua agregación castellano-leonesa. La palabra Castilla tiene, además, en España, una acepción por particular: Castilla es para el gallego lo que no es Galicia y llama Castilla no sólo a las provincias castellanas, sino a las leonesas, extremeñas, etc. Castilla es para el catalán lo que no es Cataluña y llama Castilla, no tan sólo a la Nueva y la Vigila, sino a Aragón, a Murcia, a Extremadura, a León, etc. Lo que decimos de gallegos y catalanes, lo po­demos decir de los valencianos y ésta es la explicación de que haya cundido tanto el error de llamar castellanas a pro­vincias corno Valladolid, Palencia y demás leonesas, error que ha causado gravísimos, extraordinarios perjuicios a los castellanos, como demostraremos más adelante y ha contri­buido a la desorganización de la región de Castilla la Vieja.

Dejamos hasta ahora apuntadas dos causas de la des­organización de Castilla la Vieja, que son: La primera, la más importante, la inercia y falta de hábito de asociación de sus naturales; y la otra, el afán de las gentes del litoral de llamar castellanas a las tierras todas del interior y atri­buir a Castilla usos, costumbres, intereses y aspiracio­nes, etc., que son aragoneses, extremeños, leoneses, etc. Vamos a esbozar otra causa que, acompañando a las dos ya citadas, contribuye en la tarea de anular la personalidad de Castilla la Vieja, refiriéndonos a la intervención que en sus provincias ejercen las regiones limítrofes, actuando por brazo sus más populosas ciudades: Zaragoza, Madrid y Valladolid, cabezas, respectivamente, de Aragón, Castilla la Nueva y León.

Aragón es una región admirablemente definida, con cos­tumbres, usos y caracteres de suma originalidad; es país en desarrollo que progresa rápidamente y Zaragoza una gran ciudad, foco de su civilización, que forzosamente ha de seducir y atraer a cuantos perciban sus destellos; así es que su influjo sobre Castilla la Vieja es muy intenso, tanto que hay que confesar que están sujetas a su acción toda la provincia de Logroño, la mayor parte de la de Soria y la zona de Burgos ribereña del Ebro; con lo cual ocurre que en una muy importante porción de Castilla la Vieja, las orientaciones son aragonesas. Castilla la Nueva, por me­diación de Madrid, actúa del mismo modo con casi la tota­lidad de las provincias de Ávila y Segovia, que rnarchan a compás distinto de las influidas por Aragón. Santander, por su parte, se dirige en otro sentido.

Queda por analizar otra influencia de región extraña, que obra sobre otra porción de Castilla la Vieja: sobre Aréva­lo, Santa María de Nieva, Cuellar, Roa, algo sobre Aran­da, Lerma, Castrogeriz y Villadiego; es decir, sobre ocho de los cuarenta y ocho partidos judiciales de la región, causa que es la que influye sobre menos extensión del territorio, pero es la que obra, ya que no más intensamente, de más notable y original manera. Nos referimos a Valladolid, donde bajo el impropio nombre de castellano viejo, vive cada vez más pujante, más viril cada día, el espíritu regio­nal leonés, terrible amenaza para Castilla la Vieja, pues a consecuencia de la confusión de nombres, los intereses castellanos se confunden también y están postergados y sometidos a los de Valladolid, la tierra de Campos y el resto de la región leonesa. Es decir, que Castilla la Vieja no sólo ha desaparecido como región, sino que las provin­cias leonesas están haciendo de testamentarias.

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano.
Segovia 1917

lunes, junio 07, 2010

El descaecimiento del carácter (Luis Carretero Nieva 1917)

El descaecimiento del carácter

Es un hecho que salta a la vista, no siendo necesaria mucha atención para darse cuenta de él, aun cuando no sea posible fijar el punto en que el carácter castellano llegó a todo su auge, y por tanto no podarnos tampoco decir en qué momento empezó a declinar, pues para todo ello ecesitaríamos un conocimiento de la historia íntima de la so­ciedad castellana vieja del pasado que no tenemos y que en provecho de nuestra tierra deben de buscar aquellos que sean aficionados a esta clase de investigaciones.

Es indiscutible que nuestra tierra de Castilla la Vieja ha aceptado sin la menor protesta, con la docilidad de la cera, cuanto los gobiernos españoles han querido imponerla leyes completamente exóticas; copia literal de los códigos france­ses, sin la menor adaptación a nuestras necesidades; insti­tuciones .políticas, que ni tienen misiones concretas que cumplir, ni facultades para ello; servicios del Estado orga­nizados sin más elementos que un personal asalariado sin que nadie fiscalice su trabajo, ni se le proporcionen los me­dios indispensables para ejecutarle; una ganadería grandiosa . desaparecida y una agricultura en mantillas, colocada en el lugar de aquélla, sin arrestos para cuajar en una segu­ra fuente de riqueza; ganadería que desapareció por obra de nuevas leyes que destruyeron una riqueza asentada sobre privilegios, pero no se ocuparon de hacerla arraigar sobre la base de una intensa utilización de la naturaleza con auxi­lió de la ciencia y el trabajo; una agricultura impuesta por la desaparición de la ganadería en un país sin aptitudes de ningún género para los cultivos. En resumen, un país que desaparece del lugar que ocupa dejándole yermo y un poco de la intensa vida moderna, tratando de penetrar en él por las costas del Cantábrico y por las fertilisimas riberas del Ebro.

Porque es indudable que en el lugar que antes ocupaba Castilla la Vieja, hay hoy día un país completamente dis­tinto, porque su suelo es otro muy diferente de aquél que sustentaba los desaparecidos grandes bosques, donde pacían los grandes rebaños; porque la riqueza tiene unas fuentes que no son las caudalosas de antaño; porque la industria peculiar castellana, la de las grandes pañerías, ha desaparecido; porque aquella red circulatoria de la riqueza que ligaba todo el país se ha paralizado; porque aquellas instituciones municipales sucumbieron; porque la transfor­mación política ha sido muy grande, pero mayor, infinita­mente mayor, ha sido todavía la mutación de los sistemas económicos y sociales; porque en lugar de aquellas insti­tuciones públicas y de aquellos semilleros de riqueza, se han creado otros completamente diferentes en forma, en sustancia y en intensidad. Porque es indudable que esos cambios tienen que haber producido igualmente una radical transformación en los usos, costumbres, sentimientos e in­clinaciones del pueblo, dando como resultado que el aspec­to del paisaje sea otro, distintos los productos que la natu­raleza ofrece al uso del hombre, diferente la colectividad de castellanos y diferentes también los individuos que la com­ponen. En Castilla la Vieja, suelo, producciones, pueblo e individuos, han sido totalmente desfigurados por la acción de causas exteriores que en gracia de su fuerza y por labor de su persistencia, cambiaron la naturaleza íntima de nues­tra región.

Nuestro país ha sido a lo largo de la Historia un con­junto diverso de partes diferentes ligadas entre si por cier­tas leyes armónicas. Castilla la Vieja no ha tenido nunca la homogeneidad interna de Galicia, el País Vasco, la región de León o Cataluña; pero la circunstancia de que en nues­tro país las diferencias eran comarcales sin que existiesen dentro de nuestra región núcleos de territorio con la suficiente superficie y población, ni con las necesarias energías para constituir países que por sí solas pudiesen vivir con personalidad propia en el concurso de los demás de Espa­ña, determinaban la razón de nuestra existencia regional en unión de otra causa; la subsistencia tradicional de una serie de intereses que se completaban recíprocamente entre unas y otras de nuestras múltiples comarcas, imponiendo aquella constitución regional fundada en las organizaciones comar­cales autónomas que produjeron las Merindades en los territorios que hoy son de las provincias de Santander, Bur­gos y Logroño (las tierras predominantemente cántabras) y las Cornunidades de Tierra en el resto del país (predomi­nantemente ibero) (1), ligándose unas y otras comarcas por la necesidad del mutuo auxilio para su conservación y aten­ciones de la vida, y siendo además imposible de limitar y separar .tanto el. territorio corno las gentes que constituían ,los sendos grupos comarcas.

El organismo de la región de Castilla la Vieja era un entramado construido con sólidas piezas independientes, pero fuertemente enlazadas. El sistema de ligazón se funda­ba en la necesidad general de observar fielmente lo pactado tácitamente en auxilio mutuo y por evitar la común debili­dad. Es decir, que todo este entramado de Castilla la Vieja se sostenía firme por dos condiciones del carácter regional, cuyas raíces existían ya en los cántabros y más aún en los iberos; el espíritu de independencia y la fidelidad . en los pactos. La decadencia del carácter genuino castellano viejo se muestra sobre todo en la anonadación de esas dos pre­ciosísimas cualidades.

En todos los gobiernos que han regido a Castilla en conjunto con otros reinos ha habido siempre la misma ten­dencia a perseguir el espíritu de independencia comarcal, sometiendo a las comunidades y sus hermandades a la absoluta autoridad de los reyes. Y no se diga que este afán de anular las instituciones genuinas castellanas comenzó con el desastre de Villalar bajo Carlos I; pues ya el rey Fernando, el conquistador de Sevilla, el que agregó defini­tivamente las coronas de León y Castilla, inició la absor­ción de las corporaciones comarcales, disolviendo las ligas o hermandades que para su defensa formaban entre sí, completando la obra su hijo Alfonso el Sabia; los dos primeros reyes de la época de agregación definitiva de Casti­lla y León. Aquella preponderancia que los concejos y co­munidades tuvieron en Castilla cuando este reino se regia independientemente como en las épocas de Alfonso el de las Navas, va perdiéndose paulatinamente con alzas y bajas durante la agregación a León, recibiendo las instituciones municipales certeras golpes con Isabel I, la que reunió por el matrimonio los estados aragoneses. y catalanes con los leoneses y castellanos, porque el ideal de todos estos reyes no era el de atender a las aspiraciones privativas de Castilla, sino que, por el contrario, sacrificaban todo, in­cluso el pueblo castellano, sus leyes, su prosperidad, su porvenir y su carácter a la aspiración de crear un imperio en España. La agregación de naciones españolas ha veni­do acompañada fatalmente para Castilla, de la destrucción de sus libertades propias.
El pueblo castellano, como los restantes de España en más o menos grado, venia ya sometido a la tiranía central­ista cuando las extralimitaciones de Carlos I provocaron aquel alzamiento de Castilla juntamente con León y el reino le Toledo .(o Castilla la Nueva), que terminó con el esfuerzo Inútil de la viuda de Padilla dentro de los muros toledanos; después de rodar en. el cadalso las cabezas de los mal­ogrados defensores de la supremacía española frente al imperialismo extranjero. La derrota de Villalar marca el fin de la actuación de las ciudades de los reinos de León, Cas­Ifla y Toledo, como elemento poderoso de la organización política, en la que todavía se podía llamar reciente nación española, pero por lo que se refiere a la institución de las Comunidades de Tierra en Castilla, era tan íntima su compenetración con la sociedad castellana, tan importante su misión en nuestro patrimonio regional que, todavía, en el siglo XIX, reciben las Comunidades dos tremendas puñala­das: la desamortización que las desvalija, y la Real Orden de 1837 que manda suprimirlas sin conseguirlo; pues aun cuando con la inmovilidad de las momias, todavía subsis­-én estas corporaciones en varios puntos de la región.

Si esas instituciones han tenido por su adaptación al territorio, su compenetración con el pueblo y el acuerdo con el género de vida de nuestra gente tan indestructible vitalidad, hay que reconocer en cambio que el carácter castellano que en otra época las dio a luz, a fuerza de tanto aguan­tar las mordazas esclavizadoras, llegó al último grado de abatimiento.

(1 )Dentro de los polígonos de las actuales provincias de Burgos y Logroño, subsistían las Merindades al lado do las Tierras. En la provincia de Logroño, por ejemplo, estaba la Tierra de Ocón, en el valle del mismo nombre, cuya cabeza residía en la vilIa también llamada de Ocón y en la misma provincia se encontraba la Merindad de laa Rioja en el palle del río Oja, de donde procede el título que comúnmente se da a las comarcas logroñesas y cuya capitali­dad residía en Santo Domingo de la Calzada. Ignoramos si en la provincia do Santander hay ejemplos da, ambas organizaciones y remitimos al lector al consejo da más cultas personas, tanto para éste como para otros muchos do los asuntos que trata el presente hu­milde libro, que por la complejidad de su materia tiene que ser forzosamente defectuoso, tanto más cuanto que el autor dista mucho de poseer aquellos enciclopédicos conocimientos que son necesa­rios para tratar competentemente tan variadas cuestiones en. toda su extensión. Los aficionados a estudios históricos, tienen aquí un terna más entre los muchos que es conveniente o necesario conocer para comprender la naturaleza íntima de nuestra región, sus moda­lidades locales y su trabazón. Apuntemos, sin embargo, quo algunas corporaciones montañesas como la Asociación Campoó-Cabuérniga para el disfrute en común de los; pastos de los puertos, pudiera ser muy bien una institución análoga a la Comunidad de la Ciudad y Tierra de Segovia o a la de Villa y Tierra de Sepúlveda, que desem­peñase en otro tiempo más extensos fines,

LUIS CARRETERO NIEVA
El regionalismo castellano
Segovia 1917
Pp 233-238