martes, septiembre 19, 2006

BREVES NOTICIAS SOBRE LAS VENERANDAS MUNICIPALIDADES DE CASTILLA (Desglose de un libro inédito, Soria 1890)

BREVES NOTICIAS
SOBRE LAS
VENERANDAS MUNICIPALIDADES DE CASTILLA

DESGLOSE DE UN LIBRO INÉDITO

ELÍAS ROMERA

Soria 1890

Los Concejos, Concellos, Municipios, Comunes, Comunidades y, también Municipalidades, hoy Ayuntamientos, que nacieron al calor de nuestra reconquista, eran un trasunto, una reminiscencia del Municipium romano, institución pro­tegida por la, Iglesia y autorizada por la dominación visi­gótica; y los grandes servicios que á la religión, á la pa­tria y -al rey prestaron, con páginas indelebles se consig­nan en esa legendaria y épica lucha que en siete siglos sostuvimos contra la infiel morisma; su constitución, su existencia, era medida política que se imponía á nuestros soberanos si habían de ser duraderas y permanente:; sus conquistas en aquella guerra sin tregua y sin descanso que las continuas algaras de los árabes á nuestros padres hacían sostener. Era necesario proteger nuestras avanzantes fronteras estableciendo unas como colonias cívico-militares en las extremaduras, concediendo franquicias, especie de cartas de -marca ó de frontera á sus defensores, que arma al brazo tenian que pelear día y noche por sus bienes y per­sonas, por su religión y por su patria (pro aris el focie), de continuo acometidas por el infatigable enemigo. Así que los Condes de Castilla Fernán-González, Garci-Fernández y Sancho García el de los buenos fueros, los reyes Alfon­so V, Fernando I, Alfonso VI y VII de Castilla y León, Alfonso I de Aragón y Sancho III el Mayor de Navarra, fueron pródigos en conceder cartas pueblas, o sean franqui­cias, y la libertad á los siervos y vasallos que poblasen los pueblos por ellos conquistados, creando así el estado llano ó de hombres buenos ó pecheros, plebeyos y villanos que tam­bién se llamaron ciudadanos y gente menuda, dando así prue­bas, á la vez que de valerosos guerreros, de hábiles políti­cos, porque comprendían que las murallas de aquellos pueblos que á, sí propios se gobernaban eran unos muros infranqueables donde sus habitantes no sólo defendían si­multáneamente, con denodado valor, la patria y sus fran­quicias, sino que también eran una barrera de seguridad y de protección de aquella sociedad necesitada de la paz y del trabajo, factores indispensables del progreso de los pue­blos A la sombra de los fueros se reconstituyó la propiedad se desarrollaron las artes y la industria con los gre­mios de sus menestrales, y el comercio se fomentó por las ferias y mercados que periódicamente se celebraban en las poblaciones aforadas, y este engrandecimiento del tercer estado coincidió con el florecimiento' de la patria. Así, pues afirmar podemos que nuestra nacionalidad la debemos á esos Concejos que tenían el gobierno del pueblo por el pueblo, es decir, la autonomía más omnímoda que, hija de esas evoluciones progresivas de las sociedades, no podía contenerse en los estrechos moldes de la legislación visigó­tica y dio origen á esa legislación tan varia, pero tan indí­gena, la legislación foral, que era la encarnación, y, como si dijésemos, la condensación de nuestras costumbres que, sancionadas por los reyes, pasaban como leyes á los per­gaminos; de los fueros, verdaderos pactos entre el rey y el pueblo que veían en su indisoluble unión el porvenir y ventura de la patria. Y como quiera que la fuerza incon­trastable de nuestras armas iba ensanchando los límites de nuestro territorio, de ahí que el número de pueblos aforados fuese en aumento, pues los reyes no escatimaban esos privilegios que eran el baluarte de sus estados y el germen de la prosperidad de sus vasallos, cuyos fueros juraban guardar en cambio del pleito homenage que los Concejos les hacían, al comenzar su reinado.

Cuando los servicios prestados por los pueblos eran verdaderamente extraordinarios, no solo concedían los re­yes privilegios o fueros de villazgo á las villas ó ciudades, si que también les daban jurisdicción sobre determinado número de aldeas ó lugares que constituían lo que se llama alfoz, tierra o ejido, Universidad ó Comunidad del nombre de la villa ó ciudad señorial, sobre cuyos pueblos ejercían un verdadero y pleno señorío, siendo vasallos sus habitan­tes del Concejo que nombraba Alcaldes pedáneos, conocía en la apelación de sus sentencias, asimilándose sus milicias y percibiendo, por medio de sus cogedores, determinados tributos y derechos. Todos los pueblos de la jurisdicción disfrutaban de la mancomunidad de pastos, cuyos derecho se denominaba facería. El medianeto era el derecho de tener juntas en puntos determinados con las villas aforadas co­lindantes para juzgar sus diferencias. Algunos fueros da­ban intervención en la administración municipal á los pue­blos jurisdiccionales que nombraban un representante ó sexmero por cada sexmo en que se hallaba dividido el te­rritorio de la villa aforada. De ordinario faltaba armonía entre las villas y su tierra (1).

Las villas sin más jurisdicción que la de su término, se llamaron exentas ó eximidas, es decir, libres de todo dominio o Señorío y, por tanto, posteriores á las jurisdiccionales de las que dependieron, así que también se llamaron redimi­das (2) ó sacadas.

Las Behetrías era: villas que elegían por Señor á quien bien les parecía, ya entre un linaje, ya sin limitación, o de mar á mar, como se decía: pagaban un tributo llamado

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(1) Las villas con jurisdicción de esta provincia eran las siguientes: :greda, Almazán, Berlanga, Burgo de Osma, Calatañazor, Caracena, Fuentepinilla, Gormaz, Magaña, Medinaceli, Monteagudo, Pedraja, San Estéban de Gormaz, San Pedro de Yanguas Serón, Soria, Ueero y Yan­guas.

(2) Las villas exentas del territorio actuaUde esta provincia son las si­guientes: Abejar, Alcubilla del Marqaés, Almaluez, Almenar, Arcos, Baraona, Berzosa, Barca, Borobia, Cabrejas del Pinar, Carrascosa, Castille­jo de Robledo, Cigudosa, Cihuela, Círia, Gómara, Inés, Hinojosa de la Sierra, Langa, Matanza, Montenegro; Morón, Noviercas, Clvega, Povar , Puebla de Eca, Quintanas Rubias de Arriba, Rejas cíe San Estéban, Rello, Retortillo, Rioseco, Santiuste, Somaen, Soto de San Estéban, Te­jado, Torralba, Valtajeros, Velamazán, Velilla de San Estéban, Villasa­yas, Vinuesa y Utrilla.
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devisa y proveían; de galeotes á la Armada, pero Don Juan II trastornó las bases primitivas de estas institucio­nes en 1454, ya: reformadas por Don Pedro I en 1351.

El rey, al conceder fuero á una población, se reservaba siempre cuatro atribuciones inherentes a la Corona, que nom las debe dar á ningun ome, nin las partir de sí, ca perte­nescen á él por razón de señorío natural, según el Fuero Juz­go. La Justicia suprema, ó sea constituir tribunal de ape­lación. La moneda forera, que se pagaba de siete en siete aros en señal de señorío. La Fonsadera, ó tributo que de­bían de satisfacer los que estando obligados á ir al fónsado ó la guerra, no concurrían; y, por último, los Yantares ó Conducho, ó sea el mantenimiento del rey y su comitiva cuando iba de camino. Tambien cobraba el rey la Martíniega, contribución que se pagaba el día de San Martín, en Noviembre, y las Caloñas ó multas que por infracción de las leyes se imponían á los culpables, así como la mañería ó contribución por derecho de testar los que morían sin hijos. El rey tenía un funcionario llamado Sennior ó señor encargado en el Concejo de la defensa de los derechos de la Corona, pero carecía de voz y voto en la Asamblea, y su deber era vigilar y hacer efectivos los tributos. El Sen­nior nombraba al Merino menor, que era otro funcionario que cuidaba de la ejecución de las sentencias y hacía efec­tivas las coloras. Los Alcaides de las fortalezas también eran cargos cuyo nombramiento competía a la Corona.

Los fueros municipales no eran, al principio de la re­conquista mas que una exención de tributos y concesión de franquicias; mas ya en el siglo XI fueron tomando carácter, de verdaderos. códigos en embrión, así políticos como administrativos, tanto civiles como criminales y hasta mercan­tiles y militares, respondiendo así mejor a las necesidades de aquel período histórico en el que tan brillante papel des­empeñaron los Concejos; cuyo creciente poderío y recono­cida importancia los llevó á tener representación en las Cortes de Castilla, en el último tercio del siglo XII; y llega­ron á sobreponerse á la nobleza y al clero que habían for­mado hasta entonces parte integrante de ellas, hasta el punto de que después se llegó hasta omitir la convocación de esos dos estamentos privilegiados. Mas-no anticipemos ideas y veamos la constitución de los antiguos Concejos o munici­palidades de Castilla.

Los antiguos Concejos ó municipalidades realengas eran unas pequeñas repúblicas, v entre todas constituían una agrupación de pequeños estados bajo la soberanía del rey; disfrutaban de la más amplia autonomía en su gobier­no, siendo el fundamento de su existencia el sufragio y la igualdad más absoluta entre todos los aforados. El Concejo lo componían el Juez Forero, elegido cada año por distinta parroquia ó colación.; los Alcaldes, uno por cada parroquia; el Mayordomo, el Depositario y el Escribano ó Secretario, siendo oficios dependientes del Concejo los alguaciles, fieles, veedores, andadores y sayones; también formaban parte de la Corporación los jurados, dos por cada parroquia, que si bien :tenían el derecho de asistir con voz al Concejo, care­cían de voto. Todos los jurados reunidos constituían un Cabildo con el carácter y atribuciones de Procuradores del común para contener los agravios y desmanes de los Con­cejales eran una especie de Tribunos; dos de ellos habían de ser los Mayordomos del Tesoro municipal; elegidos por el Concejo. De los dos Procuradores que los Concejos envia­ban á las Cortes, uno de ellos habría de ser jurado. Como se ve, el Juez, los Alcaldes y Jurados constituían la Cor­poración municipal, a la que estaba sometido el gobierno de la población y su alfoz, según el fuero, formando una Asamblea deliberante para la decisión y conocimiento de los asuntos de interés general, y un Tribunal colegiado, una especie de scabinato para la administración de la justicia. Se les llamó aportellados a los jueces por administrar la justicia en las puertas de las poblaciones y por cuidar de su apertura y cierre diariamente.

Los Concejales se renovaban todos los años, por elec­ción popular, y sus cargos, exentos de todo tributo y car­ga concejil, eran retribuidos del fondo del común en mu­chos pueblos aforados, ¡fatal circunstancia que acarreó males sin cuento por la codicia que despertaban! No era permitida la reelección sino .en el caso que todas las cola­ciones proclamasen al candidato. Sus atribuciones eran muy amplias puesto que intervenían, en todo cuanto: inte­resaba al bien público, ajustándose siempre al fuero, y, en caso de agravio, el rey era el único Tribunal de apelación. Todos los vecinos con casa abierta eran electores y elegi­bles; y cuando había que ventilar alguna cosa grave, todo el pueblo deliberaba, y á esto se llamaba Concejo abierto convocado á son de campana (1).,A los Concejales salientes se les sometía á un juicio de residencia para depurar sus actos en la administración de los bienes del común. El rey,
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(1) Antiguamente, á los acuerdos del Concejo abierto se les denominó placitum por celebrarse en la plaza pública la reunión en pleno del pue­blo y de ahí acaso la palabra plaza.
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al conceder fuero á una población, repartía tierras á sus vecinos, señalaba otras para el aprovechamiento procomunal, constituyendo éstas el patrimonio del común para atender á las necesidades públicas, locales y tarnbién á las del Estado.

Los Concejos solían disfrutar de los siguientes impues­tos para atenderá los gastos comunales: el herbage ó herbá­tico, el montazgo, el telonio; la: sayonía y la enguera.

El herbage, contribución sobre pastos; el montazgo, sobre leñas; el telonio, -impuesto por entrada de mercan­cías; la sayonía, contribución á los que se eximían de la entrada de las sayones ó alguaciles en sus moradas, - sino por mandamiento del Alcalde; y la enguera, tributo que pagaba, el que se tomaba prenda del deudor.

El Concejo, siendo cuerpo administrativo á la vez que Tribunal de justicia, era el encargado de que el fuero no sufriese menoscabo alguno, tanto por, parte del rey como por lado de magnates que estaban incapacitados para ser Concejales y aun para residir en algunas villas aforadas. Los caballeros hijos dalgo estaban exentos de tributos reales por compensación á tener que llevar caballo á, la guerra, y de ahí el nombre de caballeros que también tenían, pero habían de abonar los tributos municipales como los peche­ros. Las milicias ó mesnadas Concejales las componían todos tos vecinos aptos para la guerra; el nombramiento de Ca­pitán era de elección popular, y el pendón ó enseña conce­jil había de llevarlo el Juez forero, según unos fueros; y, según otros, el Alférez. Para que las milicias concejiles se aprestasen á, la guerra, era, necesario el apellido ó convoca­toria del rey para- ir en fonsado, y ellas, en unión de las mesnadas de vasallos de la, batalladora nobleza v de los poderosos prelados, constituían el ejército nacional con el que se pasó el Duero, se cruzó el Tajo, se llegó al Guadia­na, se repasaron las fértiles márgenes del Guadalquivir hasta llegar a las hermosas costas del Mediterráneo:y por último, despees de una lucha tenaz y constante de siete siglos, comenzada por Pelayo en las montañas de Asturias y concluida, por los lleves Católicos al pié de Sierra Neva­da, coronó la enseria de la cruz las torres de la grandiosa Alhambra, última Corte y residencia de los Califas musulmanes.

El Concejo, era, pues, el gobierno del pueblo por el pueblo, es decir, el self-_gobernment ó autarquía ese- deside­ratum, ese problema de la democracia moderna que ya lo tenía resuelto el pueblo castellano en los primeros siglos médio evales. El legítimo poder de las municipalidades fué tan en creciente, que la corona se apoyaba en su incontrastable fuerza para luchar contra la revoltosa y altiva nobleza, cuyas desapoderadas ambiciones en las minorías de los reyes tenían revuelto y ensangrentado el reino,. El Conejo de Ávila fué el guardador del niño Alfonso VII; el de Soria, del tierno Alfonso VIII; y otra vez el de Ávi­la y también el de Valladolid-del Jovenzuelo Alfonso X.I. Tan sólida., tan legitima era; la, influencia, del tercer estado representado por los Concejos, que Alfonso VIII los; llamó á las Cortes de Burgos en 1169 (crónica general. parte .4.a, cap. 8.°) y despues á las de Carrión (1) en 1188 en unión
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(1 ) A tos Cortes de Carrión, 1188, asistieron, entre otros, los procura­dores de San Esteban de Gormaz, Osma, Atienza, Sigüenza, Medinaceli, Berlanga. Almazán, Soria y Ariza.
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de la nobleza y de la clerecía, cuyos brazos habían disfru­tado exclusivamente de este derecho: los procuradores ó vo­ceros de los Concejos, á quienes otorgó el rey este privile­gio, dieron tal carácter nacional á nuestras Cortes, que po­demos vanagloriarnos los castellanos de que hemos sido de los primeros pueblos que han disfrutado de verdadero go­bierno representativo. Las Cortes eran convocadas por de­recho tradicional al principio de cada reinado, para recibir el juramento al nuevo monarca de conservar y defender los fueros y libertades del reino, jurándole, al propio tiem­po; los procuradores fidelidad y acatamiento al nuevo so­berano. También nombraban las Cortes los tutores del rey cuando no los hubiere testamentarios; tenían el derecho de dirigir quejas y peticiones al rey y el de conceder y votar los servicios y tributos (1).

Y el brazo popular, el estado llano, como despreciativa­mente entonces se le llamaba, tuvo ya tal poder que llegó en las Cortes de Valladolid (1258) hasta poner tasa á los gastos de la Casa Real, asignando para comer al rey y á, la reina 150 maravedis de oro diarios, previniendo al rey "que mandase á los que se sentaban á su mesa que comie­sen más mesuradamente y que non ficiesen tanta costa como facían;" y en las de 1325 expusieron al rey "que, en aten­ción á que la tierra es estragada é yerma, é las rentas men­guadas, tuviese manera é ordenamiento en la costa é fa­cienda de su casa." Y el poderío pujante de los Concejos
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(1) En el reino de León, las primeras Cortes á que asistió el estado llano fueron las de León, en 1188; en Aragón, á las de 1134, mucho ante4spor tanto, que en Inglaterra, que fué en 1226; que en Francia, en 1303; y en Alemania, en 1237.
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contrarrestaba ya de tal modo y en tal forma á la potente y exuberante fuerza de los magnates, que éstos se vieron precisados á impetrar en su favor la intervención de la Corona en las Cortes de Almagro (1273) y en las de Va­lladolid (1518) expulsaron los procuradores del salón don­de se celebraban a los extranjeros ministros del emperador.

Los Concejos, para más afianzar su fuerza y garantir, á, fin de perpetuarlas, las libertades conquistadas á tanta costa, se unieron unos con otros constituyendo Ligas ó Hermandades tan temidas ó más que las confederaciones de la nobleza. En el siglo XII estas hermandades no tuvieron otro objeto más que perseguir á salteadores y facinerosos; más en tiempo del Rey Sábio, su hijo Sancho las fomentó á, fin de ganarlas á su causa, no sin detrimento de la Coro­na y no sin recelo de la nobleza, engrandeciéndose y ampa­rándose las hermandades en las Juntas que celebraban para protegerse y formar alianza contra el que menoscabase sus fueros, así fuese el rey. Lo mismo hizo, muerto Don Sancho, su viuda la memorable Doña María de Molina para, contener las turbulencias de los faccionarios magna­tes en las minorías de su hijo Fernando IV y de su nieto Alfonso XI, y éste, ya rey, las contuvo, pero sus sucesores las toleraron, y en tiempos de Enrique IV llegaron al col­mo de su omnipotencia, hasta el punto que obligaron á la nobleza á resistirlas con las armas, convirtiendo a Castilla en un campo de Agramante; pero tanto en este reinado como en el anterior de Don Juan II, en el que en la bata­lla de Olmedo las huestes concejiles hicieron morder el polvo á las mesnadas de la nobleza, siempre las milicias concejiles fueron leales á la corona. Los reyes católicos las
organizaron y disciplinaron con sus ordenanzas de 1476, siendo después estas fuerzas, armadas de las hermandades. con harto disgusto de la nobleza, la base de las milicias, ó sea el primer ejército territorial permanente, no obstante la resistencia que opusieron al gran talento político de Cis­neros; mas bien pagaron su error las municipalidades, pues á haber tenido reclutadas-.y equipadas sus milicias con las armas en la mano permanentemente, como deseaba e. fa­moso cardenal, jamás hubiese llegado el día infausto de su derrota, ni habría puesto su maldita planta en esta hidalga, tierra el extranjero absolutismo. También algunas veces promovían los Concejos guerras y asonadas unos contra otros, que trastornaron y asolaron comárcas enteras con grave riesgo de la pública tranquilidad.

¡Muchas veces para acallar los disturbios de la inquieta clase noble, y también para –recompensar servicios de al­gún magnate, Abad ú Obispo, les daba en feudo el rey las villas realengas, cometiendo un atentado contra fuero., y to­das las prerrogativas reales se trasmitían al nuevo Señor (1) á quien pagabansus solariegos o vasallos adscritos ó la gle­ba el tributo llamado, Furnázga ó infurción; el, mincio o luc­tuosa y la marzadya. También, nombraba las magistrados municipales o del común, quedando así el municipio suje­to á dominio particular, y lo que es peor, perdiendo el de­recho de tener representación en las Córtes, sufriendo así una, verdadera Capítis diminutio tan perjúdicial al Erario
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(1) Llamado de horca y cuchillo y tambien de pendón y caldera, por ser dueño absoluto de vida y hacienda de sus vasallos, y por llevar sus hues­tes -con su enseña y á su costa a la guerra.
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Real como á, las públicas libertades. Como la nobleza tenía representación directa y personal en las Cortes; allí los Se­ñores de las villas llevaban la voz de sus vasallos: en vano los procuradores de las villas realengas se opusieron a tales donaciones, y aun lograron prohibirlas en las Cortes de Valladolid (1295); pero los reyes, desoyendo estas leales y patrióticas peticiones de los procuradores; abrieron cada día más sus manos á dádivas generosas, hasta tal punto, que la nobleza tenia más villas que el rey, y Castilla era un montón de feudos en que cada pueblo tenía un Señor y cada roca un castillo; de forma que bien pudo decir En­rique III á sus magnates: Vosolros, todos, vosolros sois los reyes era grave dato del reino, mengua y afrenta mía, pues el creciente poderío y constante supremacía de los intrigan­tes señores feudales llegó a inspirar serios temores al rey, á quien también proyectaba demasiada sombra la elevada altura á que se habían colocado los Comunes de Castilla. Es digno de llamar la atención que en las Cortes de Tole­do de 1525 se quejasen los procuradores de que los luga­res realengos pagasen diez tantos más que los de Señorío por las libertades y preeminencias que á estos sus Señores les otorgaban.

Durante el reinado de Sancho IV y las minorías de su hijo Fernando IV y de su nieto Alfonso XI, si alimentó su influencia la turbulenta clase noble no la acrecentaron manos las Corporaciones populares que lograron la inmu­nidad, para sus representantes en las Cortes de Burgos, 1302, confirmada en las siguientes de Burgos, 1303, y de Medina del Campo, 1305, consiguiendo en las de Burgos, 1301, que no se diesen leyes ni ordenamientos sin consentimiento del Reino reunido en Cortes, así como en las de Valladolid, 1307, que no se exigiesen tributos ni pechos no otorgados por el voto de las Cortes, valiosa conquista que fue después atropellada en tiempo de los Austrias.

El ser asalariados los primeros cargos concejiles excitó mucho la codicia de la acaudalada y oligárquica nobleza, y, por otra parte., las elecciones dieron en muchos pueblos lugar á escisiones tumultuarias y hasta á colisiones san­grientas, creándose bandos que á veces eran un peligro para el sosiego público; y explotadas estas escisiones por la astuta nobleza, logró, á pesar de ser contrafuero, el in­gerirse en los Concejos; ya por sustitución ó compra, y al­gunos por malas artes, dejándolos después por juro de heredad á sus hijos los cargos municipales, que fueron ma­teria de acumulaciones, sustituciones, ventas, arrendamientos, cartas espectativas ó mercedes de vacar, contra cuyos excesos reclamaron en balde los procuradores en las Cortes, vinien­do así á parar en granjería la justicia y administración dé los C oncejos, y de ahí los cohechos, los fraudes y las con­cusiones, contra los que nada pudieron ni aun los acuer­dos de las Cortes de Burgos, 1367; Sória, 1380; Vallado­lid, 1385; Zamora, 1432; Valladolid, 1447, ni el ordena­miento de Don Juan II, hecho á fin de cortar tanta dema­sía de la nobleza, resolución real confirmada en las Cortes de Burgos, 1453; de Córdoba, 1455 y en las de Toledo, 1462 y 1480.

Declarado rey Alfonso XI, impuso silencio á los no­bles con sangrientas ejecuciones; y para debilitar las pode­rosas instituciones municipales, les dió un golpe certero haciendo los cargos concejiles perpétuos y de real nombramiento con el hábil pretexto de evitar las discordias entre la nobleza y Concejos: los Regidores perpetuos, que así se llama­ban los instituidos por Alfonso XI, al principio fueron nombrados con el nombre de jueces de salario ó de fuera, Alcaldes veedores, pesquisidores ó emendadores que viesen los fechos de la justicia, solamente para algunas ciudades para más disimular el rudo ataque; en las Cortes de León de 1349 ofreció el rey no nombrar corregidores sino a los Concejos que lo solicitasen; pero después se hizo medida general que bastardeó las bases de las antiguas y veneran­das municipalidades, nacidas del sufragio popular y de la igualdad absoluta de los aforados, cesando así el pueblo de tener intervención en la vida del municipio y en la de las Cortes, puesto que los mismos Regidores eran los que ha­bían de nombrar los procuradores de entre ellos mismos. De esa manera se empezó á desmoronar aquella grandiosa institución en la que estaba concentrada toda nuestra vi­talidad en la Edad Media. Infructuosas fueron las quejas de los procuradores en las Cortes de Alcalá, 1345; de Bur­gos, 1345 y de León 1349 y otras posteriores reclamando contra semejante desafuero, que en nada mejoró el estado de los municipios. Los Regidores perpetuos nombrados por el Rey debían ser vecinos del pueblo y habían de pertenecer al orden de caballeros y de los pecheros por mitad, formando así los Ayuntamientos perpetuos que no reflejaban la opinión pú­blica porque no nacían de ella, y los Regidores constitu­yeron ya un orden privilegiado, una verdadera aristocracia burocrática á quien tan opuesto era el espíritu que a los fueros informaba. Todavía, aunque bastardeados en su fuente los Concejos, ó sea el elemento popular, conservó algún ascendiente, puesto que del Consejo Real instituido por Don Juan I formaban parte en igual forma y manera que la nobleza y el clero, y hasta en su testamento dispu­so el mismo rey que el Consejo de Regencia debía compo­nerse de seis magnates y de seis hombres buenos elegidos por los Concejos. La penuria del Tesoro leal hizo que Don Juan II en 1431, enagenase los oficios de corregido­res para atender á los gastos de las guerras, tanto interio­res como con los moros, y hasta autorizó que los poseedores de estos oficios para trasmitirlos por juro de heredad. ¡La codicia y no la justicia gobernando en los pueblos!

Nuevas agitaciones entre los nobles, que se fueron apo­derando de los Regimientos perpétuos y entre el estado llano, dio lugar a otra resolución de la. Corona; pues si los Regimientos perpetuos habían trastornado la jurisdicción forera, esta nueva reforma iba á concluir definitivamente con la autonomía municipal. Á Enrique III estaba reserva­do el dar el último golpe a los Concejos, creando en 1396 los Corregidores funcionarios de Real provisión con juris­dicción civil, criminal y administrativa y política, como Jefes superiores de los Ayuntamientos y verdaderos dele­gados regios ó Asistentes que dependían del Consejo de Castilla. El oficio de corregidor debía durar dos aros y ser pagados dé fondos del común. Las Cortes de- Madrid de, 1435, y sentencia de Medina del Campo de 1465, logra­ron que los Corregidores fuesen residenciados. En vano los! pueblos sé opusieron en las Cortes de Palenzuela, 1425, y Zamora, 1432 , esta funesta y autoritaria reforma, que se decía -transitoria; pero la autoridad real; que había ganado cuanto los Concejos perdido, hizo respetar su resolu­ción, que extendió después y convirtió en permanente. Los resultados del establecimiento de los corregidores fueron contraproducentes, pues no sólo no se aminoraron los ma­les que se trataban evitar, sino que se dio origen a otros mayores por la venalidad y excesos de estos funcionarios; pues, como decían las Cortes de Palenzuela en 1435, los Corregidores trabajaban por allegar dinero y facer su provecho, y curaban poco par la Justicia; y si mal estaba el pueblo cuando iban, peor quedaba cuando partían, lo mismo dijeron las de Zamora en 1432; las de Madrid, 1435 y Madrigal, 1438. Con la institución de los Regidores perpetuos, y des­pués con la de Corregidores, se iba aniquilando el elemen­to popular y preparando el absoluto predominio del poder real y la unidad política de la nación bajo el férreo cetro del absolutismo, que, lejos de buscar la armonía con el poder local de las municipalidades, las absorbió, centrali­zando en la corona todos los tributos de la más absoluta soberanía, cesando los antiguos Concejos en la Interven­ción de la Gobernación de Castilla, que tan saludable fue en la Edad Media.
Si los Concejos, que eran la representación genuina del estado llano, habían perecido a manos do los Regidores y Corregidores, otra institución, no menos popular y ve­neranda, iba á la par sufriendo los duros y certeros golpes que el poder real le asestaba; los Procuradores de Cortes, elegidos antes por el pueblo con el derecho de residenciarlos (algunos Procuradores han muerto a manos del pueblo por haber hecho mal uso de sus poderes) y prohibiendo todo empleo y gracia Real para que no teniendo codicia atendiesen mejor lo que fuese de servicio del bien público, fueron después nombrados por los Regidores, y posteriormente indirecta­mente por la Corona por recomendaciones especiales, cu­yo contrafuero fue sancionado en las Cortes de Valladolid de 1447, en tiempo de Don Juan II. Y para concluir de corromperse la genuina representación popular, concluye­ron los Procuradores, elegidos por suerte o por insaculación, por gozar de costa é mantenimiento en la Real Casa (cien mil maravedises en tiempo de los Reyes Católicos, Cortes de Toledo de 1480), y tal fué su envilecimiento, que negociaron con las ayudas de costa real.

Los prudentes y vigorosos Reyes Católicos, de tan grata memoria para los españoles, mejoraron las institucio­nes municipales y cortaron muchos abusos de los Corre­gidores; y en las Cortes de Toledo de 1480 dieron varios ordenamientos para el buen gobierno de los pueblos, y su pragmática de 9 de Julio de 1500, expedida en Sevilla, es la disposición real más importante en este ramo de la administración pública.

Todavía conservaban los Concejos una estimable pre­rrogativa, y era la de limitar los poderes de sus procura­dores á los asuntos en ellos indicados; pero esta facultad fué abrogada en las Cortes de Santiago (1520), y en las de Toledo (1525) por la férrea voluntad de Carlos I, que hasta les envió la minuta de los poderes para los Procura­dores en Cortes, á fin de evitar el mandato imperativo. La contínua disminución de las municipalidades por las donaciones reales, el empobrecimiento de los Concejos por la enajenación de sus propios, y por último, los contí­nuos desengaños de las Corporaciones populares á quienes poco á poco se mermaron por los Reyes sus derechos po­líticos, fueron causa de que sus Procuradores no concu­rriesen á las Cortes, á cuyos Procuradores se les concedie­ron, en las de Sevilla, en 1501, cuatro cuentos para, sala­rios y de que éstas perdiesen en autoridad y representa­ción, pues en las reunidas en Toledo en 1480, quedaron reducidas á 17 ciudades y una villa las que concurrieron, las cuales continuaron solamente constituyendo las Cortes de Castilla, Burgos, León, Granada, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Toledo, cabezas de Reino; Zamora, Toro, Soria; Valladolid, Salamanca, Segovia, Avila, Guadalaja­ra y Cuenca, cabezas de provincia, y la villa de Madrid. Después se concedió por los Reyes representación al Rei­no de Galicia y á las ciudades de Oviedo y Palencia. La Ciudad de Soria llevaba la voz de las de Osma, Sigüenza y Tarazona.

Es digno de notarse que en las Cortes de Valladolid de 1506, y en otras antes y después, los Concejos con voto en Cortes se opusieron a que el Rey extendiese este privilegio de la representación a otros del Reino, y en las de Burgos de 1512 se comprometió el Rey Católico á, acceder a esta pretensión egoísta, no concediendo ese derecho á ninguna otra ciudad ni villa que las que entonces lo disfrutaban.

Llegamos, al fin, al momento histórico en el que las comunidades castellanas, aunque decadentes, se unieron para resistir las arbitrariedades y vejámenes de la tiranía de la Corona; los antiguos Concejos renacieron y se rejuve­necieron al tremendo grito de la patria, que veía el Tesoro desangrado para empresas extrañas á sus interesen, los car­gos públicos en manos de los extranjeros, y sus libertades y costumbres políticas avasalladas por la férrea voluntad de un déspota mal aconsejado. La lucha era inevitable, eran dos principios antagónicos que se hallaban frente a frente, y el choque era necesario; de una parte estaba la tradición, el derecho y ]ajusticia; de otra, la fuerza y la violencia. Dadas estas premisas, fácil es hallar, en conse­cuencia de parte, de quién ha de estar la victoria. La fuer­za arrolló la justicia, y la violencia se sobrepuso al dere­cho tradicional. Carlos I, al notar la resistencia que á sus proyectos le oponían las comunidades de Castilla, ó sean los Concejos confederados y armados, se atrajo á la noble­za, la eterna enemiga de las municipalidades, y contando con ella los provocó á la lucha porque sabía que suya era la victoria; y la jornada infausta de Villalar, el 23 de Abril de 1521, constituye la losa sepulcral, pero gloriosa, que cubre las cenizas de las Venerandas Municipales de Casti­lla, de esa Castilla que si fue el primer estado de España; también fue la primera víctima inmolada al brutal y ex­tranjero cesarismo, cuya omnipotencia fue ya indisputa­ble y omnímodamente soberana, (1) siendo ya los Ayun­tamientos no más que instrumentos del poder real, sin atribuciones, sin significación ni intervención alguna en el organismo político nacional.
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(1) Lo mismo sucedió con la Liga de la Unión aragonesa, que fué de­rrotada en la famosa batalla (le Epila por las huestes reales de Pedro IV el Cererzonioso, 1318. Casi al propio tiempo que en Castilla las comuni­dades, la guerra civil de las Germanías conmovió el Reino de Valencia con motivo de la tradicional enemiga entre el pueblo y la nobleza, que, auxiliada por las tropas reales, hizo también sucumbir á los agermana­dos, consolidándose así más y más en España el despotismo de la Dinas­tía Austriaca.
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Así pereció esta institución, que, fue el corazón y el cerebro de Castilla, cuyos límites, ha ensanchado y con­quistado palmo á palmo á costa, de la sangre de sus milicias, que constantemente habían sido fieles al trono, y has­ta su amparo, defendiéndole repetidas veces de la desapo­derada nobleza; y ahora, ya prepotente la realeza, se apoyó en ésta para derrocar las históricas cuanto venerandas, mu­nicipalidades- de Castilla.

Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, los corregido­res y regidores de los Concejos continuaron siendo funcionarios reales y la administración municipal estuvo centra­lizada en el Consejo de Castilla, de tal forma, que á este alto Cuerpo confirió Carlos I la facultad de redactar las ordenanzas de los Concejos, viniendo á anular por com­pleto hasta la iniciativa de los Ayuntamientos, en los que carecía de genuina representación el elemento popular; así que la, decadencia de la institución fue visible y la penu­ria del Tesoro fue tal, que los oficios concejiles se vendieron en pública subasta; y para acrecer estos ingresos, Felipe II aumentó las plazas a venta de regidores, contra lo que representaron las Cortes de Córdoba de 1570 y las de Ma­drid de 1573 por ir á parar estos oficios á los nobles y mercaderes ricos, dando en vano el Rey el derecho de tan­teo á los Ayuntamientos; remedio tardío, porque la insti­tución estaba ya muerta hacía tiempo por la absorción asfixiante de la corona; y tal fue el desbarajuste y la in­moralidad en este. ramo, que aun antes de vacar los corre­gimientos se sacaban á subasta, concediéndose las famosas cartas espectativas. ¡A tan degradante estado habían llega­do los antiguos cuanto históricos Concejos de Castilla!

lunes, septiembre 18, 2006

LA "COMUNIDAD CASTELLANA" (Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983)

LA “COMUNIDAD CASTELLANA”


En la villa, de Covarrubias (Burgos), delante de las tumbas del buen -conde Fernán González -primer con­de independiente de Castilla- y de su mujer, doña San­cha, un grupo de castellanos de todas las tierras de la región =desde la Montaña de Santander y la Rioja hasta las Sierras celtibéricas- han constituido, el 27 de febrero de 1977, la «Comunidad Castellana».

En el coro de la iglesia colegiata, ante los huesos sagrados y venerables del conde castellano, se ha redac­tado el documento por el que se proclama la Comunidad y se llama a todos los castellanos a trabajar por la recu­peración de Castilla: el "Manifiesto de Covarrubias». ¡Que Castilla despierte! «En medio de tanto desconcierto sobre todo 'lo que a Castilla se refiere, es sobremanera prometedor -ha escrito Anselmo Carretero y Jiménez­que hombres y mujeres de todas las tierras castellanas, con clara conciencia de lo que Castilla en el pasado fue y hoy es, y decididos propósitos sobre su futuro, se agrupen en torno a un llamamiento tan clarividente como el que en Covarrubias ha convocado a un renacer castellano.»

El objetivo esencial de la Comunidad -como pro­clama el Manifiesto de Covarrubias- es la restauración cultural, cívica y material del pueblo castellano; el re­conocimiento, afirmación y desarrollo de la personalidad de Castilla como entidad colectiva en el conjunto de los pueblos y países españoles; y la promoción de los intereses y valores de Castilla y de todos los pueblos, comarcas y tierras que la integran.

La Comunidad Castellana es un movimiento cultural y ciudadano, que, par definición de sus estatutos, se de­clara independiente de toda organización política. La integración de sus miembros se realiza por el ánimo co­mún de afección a la tierra castellana y la conciencia de que para levantar a Castilla, de su postración es precisa la colaboración solidaria de todos los castellanos.

Ante la dramática gravedad de la decadencia en que se encuentra sumida Castilla, la Comunidad estima que necesitamos, en esta crítica coyuntura histórica., no un regionalismo partidista o de facción, sino una moviliza­ción del conjunto del pueblo. Su concepción del regio­nalismo castellano -justamente en la fase histórica que estamos viviendo, y en función de esa muy grave situación en que se encuentra la región- es la de una empresa popular, ciudadana y comunitaria (la recu­peración del pueblo castellano) a la que son llamados todos los que sientan el espíritu castellano y aspiren a la renovación y resurgimiento cultural, económico y vital de nuestro pueblo. De esta tarea común -cual­quiera que sea la opción política concreta que cada uno acepte-- nadie puede ser excluido en principio, ni debe ser tratado -en forma peyorativa por motivaciones ideo­lógicas, de derechas o izquierdas, que no guardan rela­ción alguna con el sentido de la Comunidad. Sólo los hechos podrán señalar y excluir a aquéllos que con sus actos demuestren que únicamente representan a las explotadores, y también a los manipuladores, del pueblo de Castilla. Pero, como punto de partida, necesitamos un compromiso regional castellano, un lugar de encuen­tro y trabajo comunitario al servicio de la restauración de Castilla.

La Comunidad, que viene a trabajar por el renacer de la personalidad colectiva de Castilla y por las inte­reses, de todas clases, del pueblo castellano, para ase­gurarle unas condiciones ;dignas de vida, en pie de igual­dad con los demás de España, se declara también y por eso mismo- enraizarla en la genuina tradición his­tórica de Castilla.

Y así, establece que la enseña, colores y emblema de la Comunidad serán los tradicionales del reino castellano -castillo de oro en campo de guíes y pendón rojo car­mesí--, y reconoce el valor histórico y cultural de San Millán de la Cogolla, patrón de los castellanos. La Co­munidad considera como 'una evidencia histórica que racionalmente no se puede negar, que la enseña de Castilla, como pueblo, como nacionalidad. que desarrolló una lengua, una cultura y unas instituciones sociales, ,económicas, jurídicas y políticas peculiares, incluso a nivel de realización -cívica en un Estado castellano, es el pendón rojocarmesí con el castillo dorado, signo na­cional de Castilla,

Comunidad Castellana -entiende que para el desper­tar de la conciencia colectiva de los castellanos y el reencuentro con nuestra identidad de pueblo, es, fun­damental que sepamos enraizar en la tradición caste­llana, en la auténtica, y utilizar todos sus elementos. vá­lidos, como sustancia del progreso, que diría Unamuno. Afortunadamente, nuestra tradición genuina es popular,
democrática, comunera y foral: en una palabra, progre­sista. Toda ruptura con una tradición de esta clase cons­tituiría un imperdonable error.

Es, precisamente, el error y torpeza que amplios sec­tores de la izquierda española cometieron en el pasado al ignorar el potencial renovador de la tradición nacio­nal y abandonarlo en manos de las fuerzas reaccionarias. Se lo señaló Menéndez Pida-l: «A pesar de Costa, Gani­vet o Unamuno, las izquierdas siempre se mostraron muy poco inclinadas á estudiar y afirmar en las tradi­ciones históricas aspectos coincidentes con la propia ideología. Tal pesimismo histórico constituía una ma­nifiesta inferioridad de las izquierdas en el antagonismo de las dos Españas. Con extremismo partidista abando­nan íntegra a los contrarios la fuerza, de la tradición.»

Esto es 1o que no debe hacerse. Puesto que tratamos de encontrarnos como pueblo, es preciso que volvamos a nuestras fuentes y que, en todo lo que sea posible, po­sitivo y valedero, permanezcamos unidos a la tradición del propio pueblo.

Nosotros
que entre los recuerdos de ayer
buscamos cada mañana
renacer,

canta la Comunidad en la voz limpia de Amparo Gar­cía Otero.

Comunidad Castellana reivindica una Castilla libre de la confusión, una Castilla auténtica e íntegra, sin amalgamas ni mutilaciones. La región es Castilla la Vieja, con las comarcas castellanas comprendidas en el territorio de las actuales provincias de Valladolid y Palencia, y las tierras comuneras de la llamada Castilla la Nueva, en sus provincias de Madrid, Guadalajara y Cuen­ca. Frente a la gravedad de la decadencia castellana, la Comunidad estima que la única opción operativa y vá­lida, por larga y dificil que sea la tarea, es la afirmación radical y diamantina de la Castilla auténtica.

Especialmente la Comunidad sostiene la castellanía indiscutible de la Montaña de Santander y de la Rioja, donde nació Castilla y se forjaran muchos de los ele­mentos esenciales del temperamento castellano. Para la Comunidad es absolutamente inadmisible todo intento de desgajar las ramas cántabra y riojana del tronco co­mún castellano. La Comunidad entiende que Cantabria y la Rioja pueden realizarse plenamente con el respeto a su personalidad y autonomía, dentro de una Castilla, verdadera, concebida no como un ente uniforme, sino como lo que Castilla,es en realidad: una unión o con­federación de tierras y comarcas diversas, con rasgos de identidad propios y que por ello deben ser autónomas. En Castilla es preciso representarse el autogobierno no sólo como un sistema hacia afuera, sino también, con­forme a la propia contextura de la región, hacia dentro.

De modo singular también -conforme resulta cons­tantemente de los documentos emitidos por la entidad-, la Comunidad es contraria a la amalgama "castellano­leonesa», que considera errónea y sumamente perjudi­cial para ambos pueblos. Ahora es el momento de ir estableciendo las identidades y, por supuesto, parece in­dudable que no existe una colectividad, un pueblo «cas­tellano-leonés». Ante la regionalización del país Castilla no puede ser confundida con León, ni León con Castilla, sino que ambas regiones, León y Castilla, deben afir­marse separadamente, cada una con su propia entidad, y -desde luego, sin perjuicio de la solidaridad fraternalentre leoneses y castellanos y de su mutua colaboración en todas las empresas que sean comunes.

Los promotores de la confusión «castellano-leonesa» no tienen reparo en hablar unas veces de Castilla la Vieja y, a renglón seguido, de "Castilla-León», apoyando la justificación de este híbrido castellano-leonés en argu­mentos economicistas, en definitiva de corte tecnocrá­tico, y en invocaciones geográficas --cuenca del Duero, las nueve provincias (Santander y Logroño no les inte­resan), meseta, etc.-; es decir, responden a los mismos esquemas mentales que los inventores de los departa­mentos franceses, de nuestras provincias, de los conse­jos económicos sindicales o de la «región Centro». En suma, contemplamos un nuevo efecto del espíritu cen­tralista. Que, ahora, para configurar las nuevas regio­nes -sin dejar de invocar, falsamente, los hechos his­tóricos, culturales y populares- apelan a motivaciones económicas o, incluso, simplemente comerciales.

Por otra parte, es palmario el papel subalterno, re­sidual y a extinguir que se adjudica a León en ese com­puesto castellano-leonés. Es como si se tratara, de modo más o menos discreto y paternalista, de mencionar a León para salvar las formas, pero tendiendo a la liquida­ción de su entidad regional en una abrumadora prepo­tencia del factor supuestamente castellano. Esta actitud hegemónica ~es radicalmente contraria al verdadero es­,píritu castellano. Por ello es rechazada ~de plano por la Comunidad, que reconoce y afirma la gran personalidad del pueblo leonés, uno de los más viejos e importantes de España, y no puede colaboraren ninguna invención que tienda a desconocerla o que -de hecho la desconozca y menoscabe.

Por estas raes, y en suma porque hay leoneses y hay castellanos conscientes de su respectiva identidad,la Comunidad Castellana y el Grupo Autonómico Leonés (G. A. L.) han establecido el Acuerdo de Benavente sus­crito el 30 de octubre de 1977, en el que se sientan afir­maciones tan claras y concluyentes como las que siguen:

«1. Proclaman que León y Castilla son dos entida­des históricas y culturales, dos regionalidades diferen­ciadas y cada una de ellas con personalidad propia.

2. En consecuencia, rechazan todo intento de con­figurar una supuesta región "castellano-leonesa», por estimar que se trataría de una región inventada y falsa, contradictoria :de las realidades populares y culturales de León y de Castilla y perjudicial para los intereses de ambas regionalidades.

3. Consideran que la región es y ha de reconocerse como una comunidad humana, definida por un conjunto de factores geográficos, históricos, culturales y económi­cos, y no puede delimitarse artificialmente por decisio­nes de grupos o imposiciones del Estadio, y menos par­tiendo como base de las actuales provincias, es decir de una división administrativa artificial y que desconoce y oprime las realidades populares de las comarcas de León y de Castilla. Por consiguiente, estiman que corresponde a los pueblos castellano y leonés, y solamente a ellos, decidir sobre su identidad y sobre las mutuas relaciones de cooperación que deseen establecer, en un marco de libertad y determinación autónoma que ha de fundarse en el reconocimiento y respeto de la diferente persona­lidad colectiva de León y de Castilla, sin perjuicio de la solidaridad entre sus pueblos.»

Por otra parte Comunidad Castellana acude a la des­mitificación de Castilla y de su supuesta historia: cons­ciente de que es absolutamente necesario «recomponer la certera memoria de sus días primigenios» y dejar a Castilla «desnuda de artificio», como rezan los versos de Ignacio Samz.

Así, también con los autonomistas leoneses y con mo­tivo de la conmemoración de la derrota de Villalar, la Comunidad de Segovia ha establecido la llamada "Decla­ración de Arévalo», de 1 de abril de 1978, en la que se formulan las siguientes precisiones desmitificadoras:

«Primera.-Para contribuir a clarificar la confusión reinante en torno al significado del alzamiento llamado de los Comuneros de Castilla -confusión que proviene de una falsa identificación de todas las regiones y pueblos comprendidos en la corona titulada de Castilla y León, con el nombre de Castilla- es preciso señalar que el movi­miento comunero no es exclusivo de estas dos regiones, sino que en el mismo participaron en mayor o menor me­dida todos los países de los reinos de León y Castilla (Ga­licia, Asturias, León, Extremadura, Castilla, País Vasco, Madrid, Toledo -o Castilla la Nueva-, Andalucía y Murcia).

Segunda.-Este movimiento no tuvo el mismo carácter en los diferentes lugares en que se produjo, pero valorado en su conjunto puede considerarse básicamente como una rebelión popular y patriótica contra el cesarismo del em­perador Carlos V, los agravios de los ministros extranje­ros, y la dominación de las clases sociales más podero­sas, así como un intento de limitación del poder real y recuperación de ciertas libertades democráticas.

Tercera.-En, este sentido, reafirmamos nuestra plena y profunda identificación con el alzamiento comunero, que forma parte indisoluble de la historia de nuestros pueblos en su lucha por las libertades, y proclamamosnuestra solidaridad con la conmemoración de la derrota de Villalar y con el perenne recuerdo de los líderes comu­neros, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldo­nado, y demás víctimas sacrificadas por la represión im­perial.

Cuarta.-Pero Villalar no puede reducirse a un exclu­sivo símbolo de los pueblos de León y de Castilla --ni de su actual regionalismos---, ni debe atribuirse sólo y parti­cularmente a Castilla la gloria de la revolución comunera; sino que pertenece a todas las regiones y países de los antiguos reinos que se alzaron contra el cesarismo im­perial.

Quinta.-En especial, rechazamos el propósito que por algunos se persigue de secuestrar el significado, de Villa­lar y vincularlo a la afirmación de la supuesta región «castellano-leonesa», de un pretendido e inexistente «pue­blo castellano.leonés» y de una preautonomía de «Casti­lla-León», que no es !auténtica, carece de contenido real y no tiene otro valor que el de la simple configuración de una nueva división administrativa, centralista, arbi­traria y falsa.

Contrariamente, y en base a. la realidad de nuestros dos pueblos, sostenemos que hay dos regiones, la leonesa y la castellana, cuya amalgama implica la disolución de la identidad de ambas.
Para esto no puede utilizarse el nombre de Villalar; y por ello instamos a los pueblos de León y de Castilla a reivindicar su verdadera significación.»

La Comunidad se representa la realidad actual, deso­ladora, de la colectividad castellana. Sin conciencia de pueblo, reducidos a la condición de gentes amorfas, sin historia conocida y querida, sin personalidad cultural, y es más, confundidos por unos y otros con lo que no son, los castellanos se han visto impotentes para resistir las agresiones sistemáticas del centralismo político y cultural y :del desarrollismo económico.

El resultado está a la vista de todos. El pueblo cas­tellano, campesino en su mayor parte, ha sido expoliado, forzado a emigrar de una tierra empobrecida de la que las estructuras dominantes se han ocupado sólo para succionarle todos sus recursos. Varias provincias caste­llanas han perdido en veinte años la mitad de su po­blación; comarcas enteras se están desertizando, con den­sidades residuales de diez o doce habitantes por kiló­metro cuadrado, y sobre -centenares de pueblos pesa la amenaza de convertirse a corto plazo en montones de escombros.

Así Castilla, ha devenido dramáticamente una tierra subdesarrollada, casi destruida por un inicuo proceso provocado de degradación vital. Sólo si los castellanos acertamos a sentirnos pueblo, entidad colectiva definida por ;la historia, la cultura y la realidad misma, podre­mos asegurar nuestra supervivencia como comunidad humana.

El reencuentro de Castilla con su propia. identidad, la recuperación de la conciencia de su personalidad his­tórica y cultural, son las cuestiones en que radica el ser o no ser del pueblo castellano. Si resurge la concien­cia de «pueblo», y con ella, consecuentemente, por la misma naturaleza -de las cosas, la voluntad colectiva de continuar existiendo como tal, y de reclamar para ello los medios necesarios, Castilla se habrá salvado.

Esta es la tarea del regionalismo castellano y, natu­ralmente -y con esa vocación ha nacido-, de la Co­munidad Castellana.

Este regionalismo de Castilla -a pesar del supuesto y falso centralismo castellano- no es cosa de hoy ni pertenece al género, ahora cotidiano, de los oportunis­mos. Es justo recordar aquí, con reconocimiento a la lucidez y trascendencia de su labor, al padre del regio­nálismo castellano, al hombre que con una constancia y fidelidad admirables consagró toda su vida al estudio y defensa de los ideales castellanos: el segoviano Luis Carretero y Nieva, de quien hemos hablado ampliamen­te en páginas anteriores.

El regionalismo castellano ha de proponerse como misión esencial la recuperación de la Castilla auténtica, la vuelta a las raíces genuinas del pueblo castellano que dieron savia a la cultura, instituciones y vida fe­cunda de este pueblo.

La Castilla original, siglos ix al XIII, fue popular, de­mocrática y foral. Pueblo penetrado de un profundo sen­tido igualitario del que es expresión su aforismo esencial de que "nadie es más que nadie». Fuerza histórica reno­vadora frente al conservadurismo de la monarquía de León, este pueblo es el creador de la lengua castellana y de instituciones como las sentencias de los jueces po­pulares, el aprovechamiento colectivo de las grandes propiedades territoriales, la caballería democrática y el concejo: asamblea de todos los vecinos, hombres y mu­jeres, ricos y pobres, altos y bajos, que gobiernan libre­mente los asuntos de la comunidad.

Como ya hemos dicho, esa Castilla original y autén­tica fue desnaturalizada. Identificada y confundida fal­samente con el Estado español, se ha hecho responsable a -Castilla de todos los errores y excesos del Estado: del centralismo, del absolutismo, del imperialismo, de la opresión de los pueblos españoles; de todo cuanto han hecho, con desconocimiento de la rica variedad de los pueblos y países hispanos, la monarquía de los Austrias, la de los Borbones o el jacobinismo unitarista del si­glo XIX.

La realidad es que Castilla no ha oprimido a ningún pueblo, sino que ha sido la primera víctima del centra­lismo del Estado español, y -como declara el Manifiesto de Covarrubias,-- no sólo del centralismo político, sino de un centralismo cultural: el centralismo -de la cultura establecida en Madrid que ha desfigurado en todos sus aspectos --geográfico, histórico, político y cultural- el verdadero rostro de Castilla.

Los castellanos hemos de denunciar y rechazar la mitología falsificadora de Castilla. Una literatura cen­tralista, ignorante de las realidades de nuestro pueblo, ha sembrado la confusión y nos ha enfrentado, injusta y gratuitamente, con los otros pueblos españoles. Castilla no puede identificarse con el Estado español. Castilla no es la que ha hecho a España (que ¡es obra de todos). No es verdad --contra lo que dijera tantas veces y con tan dañoso error Ortega y Gasset- que sólo cabezas castellanas tengan órganos adecuados para !percibir el gran problema de la España integral, ni que Castilla sepa mandar y haya tenido voluntad de imperio.

A los castellanos -sigue el Manifiesto de Covarru­bias- no nos ha interesado nunca ni el mando ni el imperio. No es lo nuestro. La vocación castellana es hu­manista y el sentido de la vida de este pueblo, profunda­mente igualitario y ajeno a todo -propósito de imposición de unos sobre otros.

Castilla ha sido y es un pueblo modesto, recogido en sí mismo, sin ninguna pretensión hegemónica, que se ha visto absorbido y vaciado de su cultura y de sus ins­tituciones tradicionales, por un Estado global que le ha secuestrado hasta su propio nombre. El regionalismo de la Comunidad Castellana quiere rescatar la Castilla auténtica -popular, democrática, comunera y foral­ para que ocupe sencillamente un puesto igual y digno en el conjunto fraterno de los pueblos españoles: en una palabra, en la España de todos.

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 191-203)

LA CONCEPCIÓN "CASTELLANA" DE ESPAÑA (Memorial de Castilla, Manuel Gonzalez Herrero, Segovia 1983)

LA CONCEPCIÓN “CASTELLANA” DE ESPAÑA


En 1921 Ortega y Gasset escribía en su España in­vertebrada una frase terrible: «Castilla ha hecho a Es­paña y Castilla la ha deshecho.»

Difícilmente ,hubiera podido acuñarse una senten­cia más errónea, más injusta y más perjudicial. En esa frase, dictada desde un frívolo esteticismo literario, desde la soberbia de la cultura centralista -la que el profesor Aranguren ha llamado la cultura establecida en Madrid-, que ignora olímpicamente las realidades culturales de las provincias y regiones de España, se condensa toda la falsa mitología de Castilla: la histo­ria castellana de España, la concepción castellana del país, la España castellana, en una palabra la identifi­cación y confusión de Castilla con el Estado español. España es hechura de Castilla y tanto las glorias como los excesos y responsabilidades del Estado han de atri­buirse a Castilla.

Por consiguiente, la Castilla hegemónica, de voca­ción universal e imperial, es responsable del unitaris­mo, del centralismo, del imperialismo, de la opresión y sojuzgamiento de los otros pueblos españoles y, en definitiva, del fracaso de la historia española, al no haberse logrado una fecunda articulación de España.

Este es el pensamiento de Ortega y, en general, de los escritores de la generación del 98, sobre una Cas­tilla literaria, inventada y falsa. Así, Unamuno escri­birá que Castilla fue la que en España llevó a cabo la unificación; Castilla ocupaba el centro y el espíritu castellano era el más centralizador, a la par que el más expansivo, el que para imponer su ideal de unidad, se salió de sí mismo; Castilla se puso a la cabeza de la monarquía española y dio tono y espíritu a toda ella; paralizó los centros reguladores de los demás pueblos hispánicos, inhibiéndoles la conciencia histórica en gran parte; les echó en ella su idea, la idea, del unitarismo conquistador, y esta idea se desarrolló y siguió su his­toria.

Es obvio que se trata solamente de literatura. Pero es lamentable su ligereza, la falta de rigor y funda­mento que la caracteriza. Esos juicios nada tienen que ver con la realidad histórica, con la función que Cas­tilla ha desempeñado verdaderamente en la historia de España. Porque Castilla, el pueblo y el estado caste­llano -cuando éste ha existido- ni ha ejercido nin­guna dominación ni ha oprimido a los otros pueblos españoles. Castilla ha sido la primera víctima, y una de las más sacrificadas, del Estado español.

Ortega desarrolla la mitificación de Castilla como creadora de España hasta extremos increíbles, por lo disparatados. «Porque no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla y hay razones para ir sos­pechando que en general sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. No hay más que ver la energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás. Castilla se afana por superar en su propio co­razón la tendencia al hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos, que, reina en los demás pueblos ibéricos. Castilla acertó á superar sus propios particularismos e invitó a los demás pueblos para que colaboraran en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas inci­tantes, que pone al servicio de grandes ideas jurídicas, morales, religiosas, y dibuja un plan sugestivo de or­den social.»

Esta pretendida sublimación de Castilla es perfec­tamente falsa. Como lo es el papel subalterno, estrecho y mezquino que Ortega adjudica, de modo tan gratuito como poco, integrador, a los otros pueblos españoles. Los castellanos no estamos más ni menos calificados que los otros españoles para entender a España y para con­cebir una patria entera y solidaria, ni nuestra visión histórica ha sido más universal y lúcida que la de los demás.

Castilla es un pueblo sencillo, modesto y llano; que a lo largo de su historia lo que ha manifestado es una acusada tendencia a la igualdad social; a la considera­ción y respeto de la dignidad y libertades de las perso­nas; a los usos democráticos, vividos realmente en la convivencia cotidiana de sus comunidades; a la regula­ción foral, es decir autonómica, de los diferentes orga­nismos sociales que han integrado el país. Precisamen­te por su instinto igualitario y democrático, los caste­llanos no se han planteado nunca la aspiración de man­dar a los demás; y, entiéndase bien, no les han mandado.

Cuando Ortega insiste en el absolutismo castellano, en que el imperio español es un imperio castellano y en que España es lo que Castilla quiso que fuera -.«la misión de Castilla fue reducir a unidad las variedades peninsulares»- está confundiendo lamentablemente a Castilla, al pueblo castellano, con , el Estado español. Castilla protagonizó su propia historia -pueblo y reino castellano- hasta el siglo xIIIi, cuando se produce la unión definitiva; de las coronas de León y Castilla. En­tonces Castilla es absorbida por el nuevo Estado global, que realmente es la monarquía leonesa, con su política señorial e imperial, diametralmente opuesta a las tra­diciones castellanas. En esa monarquía, núcleo de la que habría de ser el Estado español, Castilla es sólo uno de los pueblos sujetos a sus estructuras de poder, como lo están igualmente los vascos, leoneses, asturia­nos, gallegos, extremeños, manchegos, andaluces, mur­cianos o canarios; y, andando el tiempo, los pueblos de América.

Decir que ese imperio absolutista es «castellano» nos parece demasiado; o, más claro, imperdonable. Por­que la verdad es muy distinta. Dicho con palabras de Bosch-Gimpera, el ilustre historiador catalán, la verdad es que «Castilla, la auténtica, fue también víctima de la misma superestructura estatal que los demás pueblos españoles. No fue Castilla la que realizó la unidad, sino un Estado, herencia del imperialismo de los reyes leo­neses, que con su ambición de dominio dificultaron el acuerdo y que en realidad se superpuso a los pueblos españoles y a la misma Castilla, que fue la que primero perdió sus libertades democráticas». Y en otro lugar, saliendo al paso de la fantasía castellanista, de la Es­paña castellana de Ortega, añade: «No creemos que la aventura religiosa de Europa y las guerras de Flandes fuesen nunca una idea del pueblo de Castilla: eran sólo delirios de Felipe II. En cuanto a las demás empkre­sas incitantes, como las de matar y expulsar judíos y moriscos, difícilmente las creeríamos inventadas por Castilla.»

Lo curioso, y lo contradictorio, de Ortega es que, después de alabar la superioridad de las concepciones castellanas respecto de los otros pueblos peninsulares -según su particular retórica-, llegan otros momen­tos en que cuelga a los castellanos sambenitos tan odio­sos como injustos. «Frente al yerro, la hoguera; contra el disidente, el acero, y para el hereje, la castellanisima fórmula de la Inquisición.» ¿Dónde quedaron las gran­des empresas incitantes y los grandes ideales que se dicen promovidos por Castilla? ¿Qué culpa tienen los castellanos de la Inquisición? Acaso convenga recordar aquí que el Santo Oficio no tuvo existencia en el reino de Castilla, a diferencia de otros países españoles, hasta que a finales del siglo xv se fundó la moderna Inquisi­ción de España.

También yerra Ortega cuando pontifica sobre la supuesta vocación universal de Castilla. «Universalismo o nada, tal es el lema de Castilla», dice. Pero cabe pre­guntar, ¿de qué Castilla habla Ortega? ¿Se refiere a los pueblos castellanos o a las ambiciones de la corona llamada de León y Castilla, es decir del Estado español? No veo por ninguna parte la «vocación universal» de los castellanos ni su interés por los horizontes imperiales. Por el contrario, me parece más bien que los castella­nos --como los vascos, nuestros primos hermano - somos un pueblo limitado, quizá excesivamente localista, que centramos nuestro interés fundamental en el entorno humano de que formamos parte. Tal vez sea un efecto del sentido de la dignidad y del propio valer que tienen los hombres de esta tierra. La comu­nidad humana en que vivimos es nuestro pequeño mun­do, prácticamente completo, en el que nos sentimos realizados y a gusto; y es difícil para los castellanos re­montar ese horizonte. Su pueblo y su comarca son su verdadera casa, donde ese agota todo su interés. Más allá de este ámbito naturalmente abarcable, necesitamos un esfuerzo de reflexión, y de ahí, entre otras razones, las dificultades con que tropezamos en Castilla, sin ir más lejos, para un despertar de la conciencia regional.

Debemos dar nuestro parecer de que Ortega no ha en­tendido a Castilla: ni a su tierra ni a su pueblo. Una y otra vez identifica a Castilla con la meseta, con la llanu­ra horizontal e inacabable; que, por cierto, no es caste­llana sino leonesa o manchega. Ortega ignora la Castilla montañesa y serrana, la de las altas tierras, páramos, macizos y sierras que forman la base geográfica del país castellano. «Castilla es ancha y plana, como el pecho de un varón; otras tierras, en cambio, están hechas con va­lles angostos y rendondos collados, como el pecho de una mujer», dice en El Espectador. Pero la realidad es que esta región, la auténtica Castilla, no es ancha ni plana, sino que conforma un país predominantemente monta­ñoso, movido y diverso, integrado por la cordillera can­tábrica, los densos macizos de las sierras celtibérícas y los accidentados escarpes, surcados de valles y serrezue­las, que descienden hacia las mesetas de León y La Man­cha.

El desconocimiento de Castilla, la confusión de este país con otras regiones -Tierra de Campos o La Man­cha- le lleva a calificar a Castilla como campo de so­ledades. «Hay comarcas que despiden al hombre del cam­po y lo recluyen en la ciudad. Esto acontece en Castilla; se habita en la villa y se va al campo a trabajar bajo el sol, bajo el hielo, para arrancar a la gleba áspera un poco de pan. Hecha la dura faena, el hombre huye del campo y se recoge en la ciudad. De esta manera se en­gendran las soledades' castellanas, donde el campo se ha quedado solo, sin una habitación o humano perfil du­rante leguas y leguas».

¿Qué Castilla es ésta, qué Castilla está viendo el es­critor? Desde cualquier lugar de la verdadera Castilla es fácil divisar tres o cuatro pueblos, aldeas o caseríos. Cer­canos están los unos a los otros, bien visibles las torres y, a veces, como dándose la mano. Labriegos, pastores, guar­das, cazadores o trajinantes pueblan este campo y sus caminos. La soledad no puede aquí medirse por leguas. Sólo ahora, en la postración en que ha sido sumida esta tierra, decrece la vieja animación campesina y se apa­gan los cantos de arada que resonaban de besana en be­sana; o los de escardo o de siega o de acarreo.

Ortega se recrea en el tópico del campo castellano desolado. «En Castilla el campo es mudo; campo sin can­ciones en la imperial lontananza de la meseta.» Pala­bras huecas, retórica vacía. Pero el escritor cree -como el ofuscado poeta de la primera época machadiana­que se trata de un pueblo de «atónitos palurdos sin dan­zas ni canciones». La realidad es otra. Ni la tierra es triste ni el pueblo está pasmado. Es un pueblo despierto y creador. Su folklore musical es de los más ricos y va­liosos de España.

La idea de la Castilla mesetaria es buena para elu­cubraciones literarias en torno a un supuesto hombre castellano que poco tiene que ver con la realidad. «El aire de la meseta, seco y esencial -escribe la vacua, pero brillante fantasía de Ortega-, toca una y otra vez con sus dedos sutiles de hipnotizador las pobres fibras de nuestros nervios y las va poniendo tensas, tirantes, vi­brantes como cuerdas de arpa, como trenzas de ballesta, como jarcias de nave atormentada. Cualquier cosa, la más leve, nos hace retemblar de los pies a la cabeza. El castellano queda de esta suerte convertido en un apara­to peligroso: para él vivir es dispararse. Acaso sea injus­to pedirnos otra cosa que obras excesivas y actos de exal­tación para la mayor gloria de Dios, el dios terrible de Castilla, se entiende, que pasa en agosto a horcajadas sobre el sol, recorriendo sus dominios. Dicen algunos que merced a eso tenernos los castellanos cierta gloriosa pro­pensión al heroísmo.»

Este hombre imperial, heroico, nervioso, agitado, des­mesurado y violento me parece que no es el verdadero hombre que puebla y trabaja la tierra de Castilla. Nada es aquí terrible ni atroz ni desmedido. Los castellanos son un pueblo sosegado y discreto.

Por su parte, Unamuno conecta su pensamiento, con­tradicciones y paradojas con Ortega. Don Miguel ve en Castilla un paisaje monoteístico, un campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre y en que se siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma.
«Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo» (En torno al cas­ticismo). Pero en otros momentos Unamuno se corrige y cantará a una tierra de Castilla que es nervuda y se levanta en la rugosa palma de su mano; y, con más asien­to, reconoce el genuino paisaje castellano; «La idea ge­neral corriente se figura a Castilla como un vasto pára­mo donde amarillea el rastrojo, monótono, tendido, ári­do; apenas se tiene en cuenta que Castilla está llena de sierras bravas y que su espina central, entre las cuencas del Duero y del Tajo, esa cordillera que ensarta las sierras de Guadarrama, Gredos, Béjar, Francia y Gata, es lo más hermoso que puede verse.»

La concepción de la España «castellana», la, idea pseu­docastellana de España, ha permanecido generalizada y como un lugar común en los medios de la cultura espa­ñola instalada en Madrid. El mismo Menéndez Pidal su­cumbe al tópico y en La España del Cid escribe que «sin duda, la idea tan repetida de que Castilla creó a España tiene mucho de cierto, como lo tienen casi todas las ideas corrientes. Castilla, sobre todo desde el siglo XIII, sobre­salió entre las, otras comarcas hermanas por ver las co­sas que atañen a la vida total de España con una vehe­mencia y generosidad superiores, y es cierto que, desde el siglo xv, logró y dirigió la unificación política moder­na. Por eso se cree que la idea de España es una invención castellana, y hasta entre los doctos en historia está arrai­gada la opinión de que durante la edad media no había ni asomos de un concepto unitario en la Península.»

Don Ramón olvida que, precisamente desde el si­glo xIII, con la unión definitiva de ambas coronas, Casti­lla ha perdido su personalidad política al ser absorbida, por la monarquía de León, cuyos esquemas políticos y sociales eran opuestos a las tradiciones democráticas de la sociedad castellana, y que en adelante el Estado, aun­que usurpe el nombre de Castilla, no es castellano. Y se contradice cuando, unas líneas más adelante, cae en la cuenta de que «la idea nacional española tenía, durante la alta edad media, una permanente expresión política en el carácter de emperador que se atribuía al rey leonés, como superior jerárquico de los demás soberanos de Es­paña. No fue, pues, Castilla sino León el primer foco de la idea unitaria después de la ruina de la España goda».

El tópico de la «España castellana» ha sido particu­larmente asumido, como idea picuda, que diría Ganivet, en los pueblos periféricos, particularmente Cataluña. Esa falsa idea ha servido para el sufrimiento de estos pue­blos, para dar lugar a un sentimiento de marginación y frustración respecto de España, y por lógica vía de re­torsión, para utilizarla como arma arrojadiza contra Cas­tilla y para fomentar una insolidaridad española.

Los catalanes se han sentido históricamente oprimi­dos por Castilla, precisamente por esa su incierta iden­tificación con el Estado español. He aquí que los caste­llanos, siendo realmente las primeras víctimas del cen­tralismo del Estado, que primero les ha vaciado de sus instituciones y cultura propias, y últimamente les ha puesto en situación de dependencia y coloniaje, al servi­cio del crecimiento económico de las áreas más desarro­lladas del país, expoliando a Castilla de todos sus recur­sos humanos y económicos, aparecen como los opresores de Cataluña. Difícilmente podrá darse una mayor injus­ticia.

Pero es natural que los catalanes se sientan dolidos con el planteamiento castellanista de España. Porque, como ha escrito recientemente, refutando a Ortega, un distinguido catalán, el profesor Trías Fargas, «¿me quie­ren decir ustedes qué misión se reserva en esa España supuestamente de todos a esos catalanes tan aldeanos, de visión tan angosta e interesada, tan herméticos y ce­rrados?»
El prejuicio de Cataluña contra Castilla -no contra la genuina, que han ignorado, sino contra esa ficticia Castilla forjadora de España, elaborada por el 98 y la cultura de Madrid- es una constante del pensamiento y la actitud catalanista y ha mantenido una atmósfera de incomprensión y recelo que ha dificultado gravemen­te la integración cordial y fecunda de los pueblos de Es­paña.

Pi y Margall escribe en Las nacionalidades que «Cas­tilla fue, entre las naciones de España, la primera que perdió sus libertades. Esclava, sirvió de instrumento para destruir las de los otros pueblos; acabó con las de Ara­gón y las de Cataluña bajo el primero de los Borbones».

Antonio Rovira y Virgili, en El nacionalismo catalán, afirmaba que «es pueril negar el carácter de dominación castellana que tiene el actual régimen centralista de España»; se trata de la España castellana y los senti­mientos hostiles de los catalanes, en épocas determina­das, «se han dirigido contra España, o contra Castilla, por sentirse heridos o vejados por ella». Rovira estima que cuando «los unitaristas castellanos» han concebido un plan de unidad española, no han tenido en cuenta las variedades peninsulares, sino que se han limitado a unificar la Península, sometiéndola a la manera de ser de Castilla. «Al hablar del alma española no piensan más que en el alma castellana. Su España, en realidad, no es más que Castilla.»

Rovira y Virgili padece la consabida confusión entre Castilla y las estructuras de poder del Estado español; bien opuestas, por cierto, al genio castellano. Rovira cen­tra su atención en el programa de Gobierno que el conde-­duque de Olivares exponía a Felipe IV: «Hay que reducir todos los reinos de la Corona al estilo y leyes de Castilla.» Pero Rovira no cae en la cuenta de que estas llamadas «leyes de Castilla» son las de la monarquía española, no las del pueblo castellano. El derecho foral de Castilla, ha­bía sido liquidado en un proceso que se inicia con las dis­posiciones anticomuneras de Fernando III y Alfonso X, se continúa con la recepción del derecho romano a través de las Partidas y la imposición del Fuero Real y se consuma con el Ordenamiento de Alcalá y las leyes de Toro, que consagran absolutamente la aplicación del de­recho real y excluyen los fueros y costumbres de la tierra.

Don Manuel Azaña, -en el famoso discurso de las Cons­tituyentes, que pronuncia en la discusión del Estatuto de Cataluña en 1931, reivindica la Castilla auténtica y po­pular, que no ha intentado nunca esclavizar a los otros pueblos españoles ni ha ejercido sobre ellos esa preten­dida hegemonía.

En el mismo debate parlamentario Sánchez Albornoz sale al paso del terrible apóstrofe orteguiano -Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho- y corrige: Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla. Esta frase es sólo parcialmente exacta. Como venimos dicien­do, Castilla, no ha creado a España, que, para bien o para mal, es obra de todos. Pero es desgraciadamente cierto que España, mejor dicho el Estado español, a través de sus formulaciones históricas, ha deshecho a Castilla, y, ;para rematar, en la última versión padecida, ha expoliado al pueblo castellano dejándole en trance de muerte colectiva.

En los últimos años Julián Marías viene predicando una tercera proposición: Castilla se hizo España. Dice que la empresa de «hacer España» consistió muy prin­cipalmente en que Castilla se hizo España descastella­nizándose como forma particular: Castilla se transfor­ma, pierde su castellanla exclusiva, se españoliza y al hacerse España, «fundó la primera nación moderna e inventó las Españas». Por eso entiende Marías que Cas­tilla no puede ser castellanista --«porque dejaría de ser castellana»- y no puede haber un nacionalismo caste llano. La misión que atribuye a Castilla es la de afir­marse como potencia de españolización.

En este momento histórico en que los pueblos es­pañoles se esfuerzan afanosamente por encontrar su propia identidad -desfigurada por siglos de opresio­nes-, para articular entre todos una España solidaria, Marías reserva a Castilla, el extraño papel de prescindir de sí misma y dedicarse a proyectar la hispanización de los demás. Es decir, en una palabra, a continuar ejer­ciendo el supuesto protagonismo --poco grato a los pue­blos hermanos- de la «Castilla española».

Otra vez vuelve a ignorarse que Castilla no es el poder central, ni las estructuras de Madrid, ni el reino de Castilla y León. Castilla es un pueblo, o si se quiere una región -así lo reconoce Marías, por lo que su pen­samiento en este tema se mueve en un marco de contra­dicciones--, y carece de sentido atribuirle en exclusiva tanto las glorias como los errores y abusos del poder es­pañol.

La moderna historiografía catalana ha revisado en profundidad los viejos prejuicios anticastellanos y ha venido a encontrarse con la realidad histórica, popular y cultural de la auténtica Castilla: un pueblo renova­dor y progresivo, imbuido de un sentido igualitario y democrático de la vida, que cuando consigue emanci­parse de la monarquía de León y fundar su propio es­tado, da lugar a la primera democracia europea. Con la anexión de Castilla a la corona llamada castellano-leo­nesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. El pueblo castellano no ha oprimido a nadie.

El mismo Rovira y Virgili rectifica su concepto de Castilla. En 1938 pronuncia en el Ateneo de Barcelona, estas nobles palabras: «Yo no he acusado nunca a Cas­tilla de la caída de Cataluña. Yo he acusado a la mo­narquía. No fue Castilla la que oprimió a Cataluña, sino la Casa de Austria. Yo siempre he creído que Castilla es un gran pueblo, propicio a las más nobles gestas. Cataluña y Castilla son dos pueblos de un gran espíri­tu, excelentemente dotados para acometer y llevar a término grandes empresas.»

En definitiva, estas empresas, y en primer lugar la de una articulación fraterna y fecunda de la comunidad española, son las que se ofrecen, y de las que sin duda son capaces, a todos los pueblos que la integran, y que habrán de llevarla a cabo en pie de igualdad.
La clave radica en el interrogante que se hacía Bosch­Gimpera: ¿Dónde está la verdadera España y su verda­dera tradición, en la que pueden hermanarse todos, leo­neses, asturianos, gallegos, vascos, castellanos, extre­meños, manchegos, andaluces, murcianos, canarios, ca­talanes, aragoneses y valencianos? En España hay que buscarla debajo de las estructuras que la han ahogado secularmente.

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 119-131)

viernes, septiembre 15, 2006

EL ENGENDRO DE "CASTILLA Y LEÓN" (Memorial de Castilla, Manuel González Herrero,Segovia 1983)

EL ENGENDRO DE “CASTILLA Y LEÓN”


El conglomerado que llaman «Castilla y León» es, obviamente, una mera invención tecnocrática, que no responde más que a motivaciones e intereses políticos.

«Castilla y León» es un híbrido extraño en el que «Castilla» es lo que cuenta y León queda reducido a un papel subalterno y residual. Se entiende la falsa Casti­lla, la «grande e imperial, que subyace en esta concep­ción -teorizada en la elucubración totalitaria de Oné­simo Redondo-, y que implica la anulación de la iden­tidad leonesa. Hecho lamentable, atendida la relevancia de la personalidad histórica y cultural del reino de León o País leonés y su muy destacada significación en el conjunto de los pueblos de España.

Los partidarios de este artificio, para nombrar a la pretendida región hablan indistintamente de Castilla y León o de Castilla, nunca de León. Para ellos se trata de una hipóstasis «castellana»; usan, increíblemente, la dualidad «Castilla y León» como sujeto singular, y han llegado a inventar la entelequia de «lo castellano-leonés»: el pueblo castellano-leonés, la cultura castellano-leonesa. Para ellos ya no hay castellanos o leoneses, netos y cla­ros, cada uno en su propia identidad, sino sólo esa mis­celánea de «castellano-leoneses». Nos preguntamos: ¿es posible, para un hombre de León o Zamora, de Burgos o Soria, ser y sentirse castellano-leonés?

Su argumento consiste en que, desde el siglo xIII, Castilla, y León están unidos, mezclados y confundidos en una sola entidad histórica, ya homogénea, y que no hay dos regiones diferentes, sino una sola, que coincide con la cuenca del Duero. (No tienen empacho alguno en excluir de Castilla, sin contemplaciones, a tierras o pro­vincias tan esencialmente castellanas como las de San­tander y Logroño.)

Parece claro que no es así. Tradicionalmente, a efec­tos culturales, administrativos, oficiales, etc., se ha re­conocido siempre como un hecho natural la existencia de las dos regiones, hasta que arbitrariamente, en nues­tros días, las han fusionado los partidarios de esta «due­rolandia», centrada en Valladolid. (Territorio, por otra parte, desde el punto de vista práctico o político, dema­siado extenso y heterogéneo para permitir una adminis­tración autónoma eficaz.)

León y Castilla no pueden confundirse o identificar­se con la Corona o Estado de ese nombre. Solamente son partes, regiones, países o reinos de esa Corona; juntamente con otros: Galicia, Asturias, Extremadura, Toledo-Mancha, Andalucía, Murcia, etc. Todavía en los siglos xIv y xv -reconoce Valdeón--, el reino de Casti­lla «estaba integrado por un mosaico heterogéneo de regiones, cada una de las cuales presentaba sus propios rasgos no sólo desde el punto de vista físico, sino tam­bién en cuanto a los aspectos económicos, sociales y cul­turales. En la meseta norte había profundos contrastes entre León y Castilla la Vieja, sin olvidar las peculiaridades del territorio comprendido entre el Duero y el Sistema Central, zona caracterizada por la repoblación concejil y el peso decisivo de la orientación ganadera».

Además, León y Castilla, no son tampoco identifica­bles entre sí, sino que, aun formando parte integrante y destacada de una misma Corona y Estado, conserva­ron su propia y respectiva individualidad.

Como señalan certeramente Carretero Jiménez y el inolvidable maestro Bosch-Gimpera, la unión definitiva de las coronas de León y Castilla, producida en 1230 bajo Fernando III, no implicó la fusión de sus diversos pueblos ni la uniformación de sus leyes e instituciones. El Fuero Juzgo, profundamente romanizado, continuó siendo la legislación fundamental en los países de la co­rona de León, mientras que Castilla -en tanto pudo mantener sus identidades peculiares frente al crecien­te unitarismo regio- conservó sus derechos forales, usos y costumbres, es decir la tradición jurídica de la tierra, de honda raíz germánica. Las Cortes de ambos reinos se reunieron y legislaron de modo separado para cada uno de ellos; en todo caso hasta comienzos del siglo xIv, y frecuentemente después. Entonces, cuando se convocaron Cortes generales, éstas no eran ya espe­cíficamente las de los prístinos reinos de León y Casti­lla, sino conjuntamente las de todos los territorios per­tenecientes a la Corona.

Notable, a este respecto de la diferenciación institu­cional de León y Castilla después de su unión política, es el hecho de las Hermandades. En 1282, para apoyar la rebelión del infante don Sancho contra Alfonso X y propugnar la derogación de la nueva legislación alfonsi­na, reivindicando los fueros, privilegios, cartas, usos y costumbres que tenían los pueblos en tiempos de Alfonso VIII y Fernando III, se formó la «Hermandad de los concejos de los reinos de León y Galicia» y, separada­mente, la «Hermandad de los concejos del reino de Cas­tilla». A la muerte de Sancho IV, en 1295, para protestar de los agravios que habían recibido de los monarcas y reclamar sus fueros, nuevamente se formó una Herman­dad de los concejos del reino de Castilla, que redactó sus capítulos en Burgos el 6 de junio de este año, y el 12 del mismo mes, reunidos en Valladolid los procura­dores de los concejos leoneses, asturianos y gallegos, se­llaron la carta de Hermandad de los reinos de León y de Galicia. La Hermandad de Castilla reconoce como cabeza a la ciudad de Burgos, donde quedaron deposita­dos el sello y el original de la carta y donde se celebraría la reunión anual de los personeros, y, del mismo modo, la Hermandad de León reconoce como su cabeza. y sede al concejo de León. El mismo sistema rige en los orde­namientos de las Hermandades del siglo xIv (Cortes de Burgos 1315, Carrión 1317, etc.).

En varias reuniones de Cortes, por ejemplo las de Burgos, 7 de febrero de 1367, reinando Enrique II, se pide y acuerda que los alcaldes que se pusiesen en tie­rras de Castilla fuesen del reino de Castilla, y en tierras de León que fuesen del reino de León, y para mejor guardar y mantener los fueros de las ciudades, villas y lugares, se instituye el Consejo Real, constituido por doce hombres buenos: dos del reino de Castilla, otros dos del de León, otros dos de Galicia, otros dos del reino de Toledo, otros dos de las Extremaduras y otros dos de Andalucía.

El reconocimiento oficial de la existencia de las dos regiones de León y de Castilla -,ésta subdividida en Castilla la Vieja y Castilla la Nueva-- es una constantede la tradición legal española, hasta la caprichosa in­vención del «ente castellano-leonés» en nuestros días.

Por citar un ejemplo significativo, recordemos la composición del Tribunal de Garantías Constitucionales de la segunda República española. Como es sabido, los artículos 121, 122, 123 y 124 de la Constitución de 1931 establecieron ese Tribunal con jurisdicción en todo el territorio de la República, para conocer, entre otras ma­terias de su competencia, del recursos de inconstitucio­nalidad de las leyes, y del que formaría parte «un repre­sentante por cada una de las regiones españolas, elegi­do en la forma que determine la ley».

La Ley de 14 de junio de 1933, que regula la estruc­tura y funcionamiento del Tribunal, determina en su artículo 10 que cada región autónoma, una vez aproba­do su estatuto, tendrá derecho a nombrar un vocal que la represente en el Tribunal de Garantías, y en su artícu­lo 11 establece que para la representación de las regio­nes no autónomas se considerarán como regiones las' si­guientes: Andalucía, Aragón, Asturias, Canarias, Casti­lla la Nueva, Castilla la Vieja, Extremadura, Galicia, León, Murcia, Navarra, Vascongadas y Valencia. Cada una de estas regiones designará un representante que será elegido por los concejales de todos los Ayunta­mientos.

Como se advierte, para los legisladores de la segun­da República española, a nivel de la organización cons­titucional de España, León y Castilla sí que eran dos regiones diferentes, cada una de ellas con su propia per­sonalidad político-administrativa.

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 35-39)

LA PERSONALIDAD DE CASTILLA (Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983)

LA PERSONALIDAD DE CASTILLA

Como es sabido, los pueblos castellanos se separaron en el siglo x de la monarquía leonesa para afirmar su personalidad nacional y crear su propio Estado, expre­sión política de una nueva, original y renovadora comu­nidad histórica: Castilla.

León y Castilla -por sus orígenes, constitución e historia- son dos identidades, dos etnias diferenciadas, de gran significación e importancia en el conjunto espa­ñol, y que, a través de los tiempos y a pesar de su inte­gración en una sola estructura política estatal -la Coro­na de León y Castilla o de Castilla y León, germen del Estado español-, han mantenido hasta el presente su propia individualidad.

León y Castilla son dos pueblos, dos reinos, dos re­giones históricas diferenciadas. Puede :defenderse racio­nalmente que esas dos regiones convenga o no que se junten o integren en una sola circunscripción u organi­zación administrativa, por razones políticas o por cual­quier otro tipo de argumentos. Pero nunca se podrá ne­gar, razonablemente, que León y Castilla son dos enti­dades históricas diferentes.

Desde su aparición en la escena histórica -como vie­ne predicando, con rara y admirable constancia, Ansel­mo Carretero y Jiménez- Castilla y León son dos na­cionalidades, no sólo distintas sino procedentes de tron­cos enteramente diferentes. El reino de León nace cuan­do los reyes de Asturias, en el siglo x, dejan Oviedo y trasladan la capital a León, al lugar, donde estuvo el cam­pamento romano de la Legio Séptima Gemina, a la en­trada de la llanura de Campos, los Campos Góticos de sus antepasados. Tiene, pues, sus orígenes en la Recon­quista iniciada en Covadonga, de carácter predominan­temente visigótico. Castilla nace en el «pequeño rincón» donde los montañeses cántabros, aliados con sus veci­nos los vascos, defienden su independencia frente a los, moros y a los reyes -de León, como sus padres la habían defendido frente a los de Toledo y sus abuelos frente a las legiones de Roma. Sus raíces y sus orígenes socia­les son, por lo tanto, predominantemente autóctonos. León y Castilla, desde sus comienzos altomedievales, representan en la historia ' , de España estirpes y tradi­ciones, estructuras sociales y económicas, instituciones políticas y concepciones e ideas diferentes, y en muchos aspectos antagónicos. Al aparecer los castellanos en la es­cena peninsular -foramontanos cántabros que comien­zan a balbucir un nuevo romance, a llamar a su país Castilla y a considerarse castellanos, la monarquía astur-leonesa seguía su original designio de restaurar para las oligarquías hispano-godas el imperio de Toledo.

La Castilla originaria, que rompe con la tradición neogótica, clasista y jerarquízame de las estructuras del reino leonés, se caracteriza esencialmente por su condi­ción más popular y libre. Castilla es, como se ha dicho con frase brillante, un islote de hombres libres en una sociedad feudal. Es lo que permitió a Salvador de Ma­dariaga definir así el acceso español al europeismo: «En­trar en Europa quiere decir adoptar las instituciones europeas, y en particular, las liberales y democráticas que ya eran naturales y espontáneas en Castilla en la Edad Media» (España. Ensayo de historia contemporá­nea; Madrid, 1978, edición doce, página 577).

Castilla se diferencia de León por la lengua,,por el derecho y por la organización institucional. La lengua: el castellano, asombrosamente innovador, frente a la ar­caizante lengua, leonesa, progresivamente empujada ha­cia occidente. Todavía en el siglo xIII, en Valladolid y Tierra de Campos hablaban leonés, cuando ya en Cuen­ca se hablaba en castellano.,El derecho: los castellanos rechazan el Fuero Juzgo, el romanizado código visigodo, y se rigen por su derecho consuetudinario local, aplicado por jueces de elección: popular. Las instituciones: de sig­no y tendencia democrática, comunera y foral; con vo­cación hacia formas sociales igualitarias, horizontales y abiertas.

Veamos lo que dicen al respecto los más reputados historiadores españoles:

a) «Castilla fue un pueblo de hombres libres, media­nos y pequeños propietarios, agrupados en pequeñas co­munidades rurales también libres, y fueron en ella ex­cepción las clases serviles. La presencia en tierras leone­sas de una aristocracia laica y clerical importante, ex­plica su diferencia con Castilla.»

«La existencia en Castilla de una larga serie registra­da de aldeas libres habitadas por libres propietarios, en función del talante castellano y de las circunstancias his­tóricas en que vivió el país, produjo la singular sociedad castellana de la que muchas veces me he ocupado. Como los pequeños propietarios de tierra galaico-portugueses y del reino de León strictu sensu, sufrieron los de la Cas­tilla condal el gran tirón de la ventosa clerical y no­biliaria. Pudieron, sin embargo, defenderse de ella mu­cho mejor que los primeros y mejor también que quie­nes moraban en la zona leonesa. Los condes de Castilla, necesitaron de ellos para mantenerse libres frente a los reyes de León y frente a los califas de Córdoba. La cle­recía y la aristocracia no habían triunfado en tierras castellanas como en las galaico-portuguesas y ni siquiera habían medrado como en las legionenses. Y muy pron­to cristalizaron en Castilla instituciones que ayudaron a los pequeños propietarios libres a mantener su primi­tivo status jurídico.»

«La lejanía de la corte y el peligro de la lucha apar­taron de Castilla el mayor caudal de la corriente inmigra­toria mozárabe y alejaron -de ella a los grandes magna­tes de las dos aristocracias. No sufrió así intensamente el contagio de la decadente mozarabía ni la prepotencia de los grandes señores, de la iglesia o de la aristocracia. Continuó siendo tierra de hombres libres agrupados en pequeñas comunidades rurales'.»

«Fue, por tanto, en tierras castellanas donde se ini­ció una sensibilidad política de signo popular frente a la ya cargada de esencias señoriales de León. Los con­des de Castilla necesitaron de la asistencia entusiasta de los moradores en su condado para mantenerse frente a los reyes leoneses y para defenderse de los duros ata­ques musulmanes, y no mermaron sino que aumentaron las libertades de los campesinos castellanos. Los infan­zones o nobles de sangre del país no se trocaron en
grandes señores, sino que siguieron siendo a modo de caballeros rurales. De entre los pequeños propietarios no nobles se decantó una nueva clase social: la de los caballeros villanos». (Claudio Sánchez Albornoz.)

b) «Castilla llevaba muy a mal el tener que peregri­nar en alzada a León, porque propugnaba en general la legislación del Fuero Juzgo, prefiriendo regirse por sus costumbres locales. Castilla se rebeló contra León y re­chazó el Fuero Juzgo, para aplicar su derecho consuetu­dinario local, y al romper con una norma común a toda España, surge como un pueblo innovador y de excep­ción.» (Ramón Menéndez Pidal. )

c) «En lugar del aristocratismo romano-visigótico de las castas dominante, en Castilla nos sorprende una democracia igualitaria; en lugar de la propiedad seño­rial de nobles y prelados, una repartición del suelo en propiedades familiares, con comunidades de bosques y aguas; en lugar de la legislación romano-visigótica o Fue­ro Juzgo, los fueros de la repoblación, y a falta de ellos, los usos y costumbres tradicionales; en lugar del cen­tralismo unitario, la federación de pequeñas comunida­des libres.» (Fray Justo Pérez de Urbel.)

d) «El pueblo castellano,; de sangre vasca y cánta­bra, se conforma en una sociedad abierta, dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que avanza. País revolucionaria, sin clases so­ciales cerradas, en que el villano puede elevarse fácil­mente a caballero y llegar a la riqueza si le ;favorece la suerte del botín.» (Jaime Vicens Vives.)

e) «Etnicamente había en Castilla elementos bár­dulos y vascones que no existían en León, y en su repo­blación habían intervenido poco los elementos mozá­rabes,, que acudieron al territorio leonés, menos expues­to. Socialmente en Castilla no hubo los grandes magna­tes que ' en León, y su secuela de servidumbre, sino pe­queños infanzones y hombres libres, agrupados en pe­queñas comunidades, que no tardaron en gozar de auto­nomía. Jurídicamente los leoneses eran aferrados a la tradición visigótica y a la ley escrita del Fuero Juzgo; mientras los castellanos concedían la primacía a las costumbres', al fuero llamado de albedrío, que permitía sentenciar por fazañas o jurisprudencia de, jueces vene­rados, que transmitiéndose por tradición oral, podía aplicarse en casos análogos. Les irritaba, además, tener que acudir a León para dirimir sus pleitos.» (Ferrán Sol­devilla. )

Registremos también, por último, la lúcida reflexión que hace Fernando Sánchez Dragó sobre lo más esen­cial y hondo de la entidad castellana, en las conversacio­nes publicadas en Más allá de la memoria (Bel y Moline­ro; Burgos, 1981,;,pág. 160):

«En Castilla existe un tribalismo, un tribalismo que se traduce en esa atomización de la que a su vez se deri­va un,pluralismo que no existe en otras partes. De hecho, Castilla es el gran reducto de lo foral. Los condes cas­tellanos son los que esgrimen este foralismo frente a los reyes' de León,~que es la primera forma de democracia, la primera forma de manifestación política popular que se conoce en Europa. Existen también, por supuesto, en el País Vasco, en Aragón..., pero yo creo que la esen­cia, el cogollo del foralismo es castellano. Aquí subsis­ten, conservados como en ninguna otra parte, los usos y costumbres. En ningún sitio están tan vivos ni tan sen­tidos. Y el folklore y las, fiestas tradicionales se mantienen con un arcaísmo que sólo se encuentra en Casti­lla. Pues bien, frente a la tendencia centrípeta represen­tada,,por el imperialismo de lo astur-leonés, Castilla sig­nifica lo comunitario. Esto es un rasgo fundamental para la definición de lo castellano. Hay en Castilla un sentido esencial de comunidad en los pastos, en las mi­nas, en los bosques, en las aguas..., lo que da lugar a una estructura jurídica, organizativa y legal diferente de las otras partes de España a lo largo de la historia. Y luego, también, junto a ese nomadismo y este foralis­mo, yo diría que hay otro elemento imprescindible para entender qué es Castilla, y ese elemento es lo autóctono, ese sentido, como decía antes, de pervivencia de los pue­blos primitivos hispánicos frente a las superposiciones romanas, godas y europeas.»

Castilla, en efecto, por su propia naturaleza históri­ca y cultural, no ha sido nunca un todo uniforme y ho­mogéneo, sino más bien un rico y variado mosaico de pueblos, países, comarcas, territorios, con personalidad, tradiciones sociales y populares e instituciones propias, unidos por lazos de tipo que hoy llamaríamos confe­deral.

Desde ese primer cimiento que fue Castilla Vieja -como canta el Poema de Fernán González-, Castilla fue creciendo por la incorporación de nuevas entidades territoriales que en todo caso, y dentro de esa espléndi­da diversidad, siguieron manteniendo una sustancial identidad institucional y cultural. Por eso, sin duda, el poema habla una y otra vez, en plural, de los pueblos castellanos.

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 25-31)