martes, noviembre 21, 2006

MADRID COMUNIDAD AUTÓNOMA (Madrid villa,tierra y fuero.1989)

MADRID, COMUNIDAD AUTONOMA

A) Introducción




Desde la creación del Estado español hasta nuestros días ha gravitado el problema de su concepción, que a la vez lleva consigo un proyecto de lo que es España o, si se quiere, dependiendo de este proyecto, se propugna un tipo de es¬tado u otro.

Es evidente que la realidad de la España actual es el resultado de varios milenios de historia, pero también es cierto que, sobre todo, es a partir de la entrada de los árabes en 711 cuando esta realidad se configura más claramente.

Con el nacimiento de los distintos reinos cristianos en la Edad Media aparecen distintas formas de estados y convivencias. En unas primaba el poder real o nobiliario, mientras que en otras éste se encontraba muy mediatizado por las libertades populares. Por lo que puede decirse que durante bastante tiempo coexistieron regímenes feudales de corte francés como en Cataluña o en León, donde la monarquía considerada heredera legítima de la corona visigoda centralizaba progresivamente la vida del país.

En otros lugares, como en Castilla y el País Vasco, las prerrogativas y derechos de las behetrías, merindades y comunidades hacían que el poder real y el nobiliario quedaran bastante reducidos.
El ocaso de la Edad Media produce la primera ola nacionalista en España, y es entonces cuando los Reyes Católicos establecen las bases de un estado centralista y burocrático que irá configurándose con el paso de los siglos, imponiendo la uniformidad en la pluralidad peninsular. Lo que entrara en conflicto con aquellas formas más 'descentralizadas, representadas principalmente por Castilla y el País Vasco y con los deseos populares, existentes en todos los lugares de terminar con el poder feudal.


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Esta discusión nunca se ha cerrado definitivamente, ya que durante siglos, unas
veces unas regiones y otras veces otras, mantuvieron esta disparidad de criterios expresados frecuentemente de forma violenta. Si bien aquel estado centralista y absoluto del siglo XVI pudo cumplir un papel positivo en la gestación del estado moderno frente al feudalismo, sirvió también para mantenerle hasta el siglo pasado, con sus inmensas posesiones y prebendas, resultando un lastre para la posterior modernización de España.

Con la revolución industrial del siglo XIX se cambiará la escala de valores, convirtiéndose la libertad y la igualdad en metas irrenunciables y, aunque su aspecto técnico-productivo apenas llegó a nuestro país, su bagaje ideológico favorecido por el recuerdo de viejas libertades forales reavivó el antiguo pro¬blema de la concepción de España A pesar de los problemas, la monarquía pudo mantenerse con toda su burocracia y su centralismo. Pero se había producido un cambio fácilmente observable en la inestabilidad del siglo pasado y por supuesto en el nuestro.

Por un lado se produce la adecuación entre el sector más reaccionario de la sociedad, muy cercano o identificado con la monarquía, y el estado centralista; y por otro los distintos grupos regionalistas y las clases menos privilegiadas que coinciden en la no aceptación de ese estado. Esa división de la sociedad española se acentúa a partir de la última dictadura por la fuerte polarización que se produce en torno a la implantación o no de las libertades democráticas. Esta
polarización hace converger a nacionalistas y partidos más o menos revolucionarios, que si bien antes fueron enemigos políticos entonces coinciden el restablecimiento de una España democrática, descentralizada y autonómica.

Al terminar la dictadura se plantea la creación concreta de ese nuevo orden político y comienzan las divergencias dentro del antiguo frente anúfranquista, sobre todo por sus diversas concepciones del proceso autonómico a lo que se sumaban los distintos niveles de conciencia autonómica entre unas regiones y otras, que dificultaban un posible acuerdo.

Cataluña y el País Vasco, muy por delante en el camino hacia su autogobierno y con un enorme peso político y económico, presionaron para que se aprobasen sus respectivos estatutos de autonomía, mientras que otras comunidades, principalmente Andalucía, Canarias y Valencia, sobrepasaban todas las previsiones en sus demandas autonómicas. Lo cual introdujo un enorme factor de desequilibrio en todo el proceso que amenazaba terminar con una espiral de demandas, elecciones y negociaciones, difíciles de mantener. Esta situación provocó el acercamiento UCD-PSOE, la creación de la LOAPA, de la que posteriormente fueron retirados varios artículos por el Tribunal Constitucional y el definitivo mapa autonómico informado por un grupo de tecnócratas dirigidos por el señor Enterría.

En el resto de las regiones, especialmente en La Mancha, León y Castilla, aunque compartían muchos de estos aspectos, presentaron importantes diferencias.

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Estos pueblos que durante siglos habían soportado la política unificadora, de forma muy intensa, se habían convertido a la fuerza, desde el siglo XVI, en el principal escudo de las instituciones centralistas. Este estado de cosas provocó su desertización y empobrecimiento, imposibilitando cualquier tipo de reacción ante una política, que si bien miraba desde Castilla, solo veía las regiones más alejadas. A la vez la cultura oficial que llegaba con dificultad a Galicia o Cataluña, sometía a estas poblaciones a un «trágala» de posturas inadmisibles.

Así como las regiones periféricas pudieron mantener relativamente su personalidad y, favorecidas por la distancia, León, Toledo y Castilla no sólo perdieron buena parte de su carácter diferenciador, sino que a la vez fueron claramente adulteradas y confundidas.

Los factores que gravitan sobre esta despersonificación podrían resumirse en el mal uso del término Castilla, que confundido con las coronas de León y Castilla abarca buena parte del Estado español, sin ningún tipo de diferenciación. El cambio de denominación de la lengua castellana por española, que dirigido por los estamentos más centralistas del Estado ahonda en dicha confusión (en nuestra actual Constitución se separan claramente estos dos conceptos). La idea de Castilla difundida por la generación del 98, que si bien constituye en ocasiones un motivo central de una de nuestras cimas poéticas no pretende, como se piensa, decir lo que es Castilla, sino definir poéticamente lo que es España y propicia la presentación por ciertos sectores de ideología imperial y uniformadora, de la unión de Castilla-León como representativa de la «esencia de lo español», lo que debería ser aislado y conservado del proceso «desintegrador» de las autonomías.

En esta situación de poca conciencia regional, despoblación crónica, bajo nivel cultural, mala articulación en las comunicaciones y un nivel económico dispar, se presentó en Castilla el nacimiento del actual estado autonómico. Las presiones desde distintos puntos rompieron la posibilidad de alcanzar una autonomía propiamente castellana, a la que sin duda seguimos teniendo derecho. Cantabria y La Rioja nacieron como respuesta rápida a la presión e influencia navarra y vasca, lo que fue posible gracias a su relativa prosperidad económica. Valladolid, como único polo industrializado de la cuenca del Duero, crea su región, Castilla y León, ante la pasividad de Burgos y la abierta oposición de Segovia y León, mientras que Castilla-La Mancha se origina por la uniformidad geográfica manchega y por la oposición a un Madrid detentador del poder central.

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B) Hacia el autogobierno


Aunque a la opinión pública no ha llegado el desarrollo del proceso de Madrid hacia su autonomía, sin embargo puede decirse que ha sido más largo de lo que a primera vista parece.
Comenzó el 31 de julio de 1976, cuando se creó la comisión gestora de la región Centro (Segovia, Soria, Avila, Toledo, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara, Madrid) promovida por el gobierno Arias Navarro y, hasta la configuración actual, los vaivenes han sido constantes y dispares, como veremos.

En 1977 se publicó un estudio realizado entre otros por el señor Tamames, en el que se proponía una autonomía a varios niveles. El del Ayuntamiento de Madrid, otro que comprendiese el Area Metropolitana, un tercero que coincidiese con la provincia y, por último, el regional que se aproximaba en sus límites a la región Centro.

Con la gestación de la comunidad de Castilla-La Mancha se perdió otra posibilidad, no sólo por la oposición de algunos representantes manchegos, sino también por la desidia de los políticos de Madrid, como manifestó publicamente el señor Tierno Galván. En aquellos momentos se trató la posibilidad de crear un distrito cuasi-federal, cercano en bastantes puntos con las posturas uniprovinciales, o bien conceder una carta especial a la villa de Madrid, tras incorporarla a la 'omunidad de Castilla-La Mancha. Queremos recordar que el estatuto de autotomía de ésta, deja abierta esa posible incorporación.

Una autonomía bisagra, entre las dos Castillas, era la idea defendida por don Carlos Revilla, presidente entonces de la Diputación Provincial. Sin embargo, y ahora ya sabemos, fue la forma uniprovincial la adaptada definitivamente. Solución que sólo apuntaban en un principio los representantes madrileños pertenec¡entes a la denominada derecha política; don José Luis Alvarez, ex-alcalde de Mladrid, ya defendía en 1978 esta solución.

Por su importante significado político queremos dejar constancia de que, lurante esos años, Madrid no se constituyó en ente preautonómico, como el resto de las comunidades, lo que hizo pensar que Madrid se acogería a la posibilidad onstitucional de permanecer como provincia ordinaria al margen del proceso autonómico.

Aparte de estas cuestiones la gran mayoría de la población se encontraba en estado de total desinformación y apatía. Tan sólo algunas asociaciones privadas daban su opinión, haciendo hincapié en la castellanía de Madrid.

Después de unos años de vida de la autonomía madrileña se puede decir que sólo la clase política ha intervenido en ella y muy especialmente los los dirigentes nacionales. La mayor parte de nuestros representantes se manifestaron desde 1977 por otras soluciones, hasta que la Diputación Provincial, no los diputados a Cortes como en la casi totalidad de las regiones, comenzó a

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caminar decididamente hacia la consecución de una autonomía uniprovincial en 1981.
A pesar de los años pasados y de los cambios políticos, desde aquel gobier­no Arias, promotor de la región Centro, los fines, causas y, en buena parte, los intereses de aquella región tecnocrática, se han mantenido manifiestamente. En aquella ocasión se hacía referencia al sentido práctico, a la adquisición de nue­vas competencias más amplias, a la realidad del Area Metropolitana, a la falta de motivos históricos y, por supuesto, en nuestra opinión, a la acariciada idea de una fuerte autonomía, contrapeso de Cataluña y el Pais Vasco. Salvo la superfi­cie, poco hay de nuevo, en relación con aquello en la actual autonomía.

En el propio prólogo del Estatuto de Madrid se recogen, como bases de la nueva autonomía, el acercamiento de los problemas y necesidades sociales a los órganos de gestión y a la mayor eficacia económica y control de sus servicios, sin apelar a ningún tipo de razón histórica, sentimental o emocional.

A diferencia del resto de las autonomías españolas, la Comunidad de Madrid prescinde de estos últimos aspectos de igual manera que aquella región Centro, pretendidamente eficaz, fría y conveniente. Un producto tan aséptico tan quími­camente puro, podría ser aceptado e ilusionar a los profesionales de la política, pero difícilmente lo iba a hacer suyo el pueblo de Madrid, por lo que se preten­dió desde 1976 calar en los madrileños con la idea de «primeros perjudicados del centralismo».

Se pretendía introducir un factor de agravio comparativo que activase un sen­timiento favorable a la futura autonomía.

Entre otros aspectos que colaboran en esta apatía del madrileño ante su auto­nomía, cabe destacar:

- La tradicional indiferencia castellana, y muy particularmente madrileña, ante todo lo procedente de una administración tan cercana y distante de nuestros intereses. Y desde luego, la actual autonomía continúa esta trayectoria.
- La sensación de aislamiento y abandono que ha provocado la uniprovincio­nalidad, desgajándose de su entorno castellano.
- La existencia de un amplio sector de la sociedad madrileña, procedente de otros lugares, al que a pesar de vivir sin ningún tipo de discriminación no se le ha ofrecido ninguna alternativa a su desarraigo, como en otras regiones se hace para que puedan sentir como algo propio sus respectivas autonomías.
- El fuerte sentido técnico-político-administrativo que, en detrimento de otros aspectos, hace que nuestra autonomía no pase hasta el momento de una mera descentralización burocrático-administrativa.

A pesar de estos aspectos, Madrid tenía una de las mejores predisposiciones hacia el Estado de las autonomías, circunstancia que no se ha sabido aprovechar para crear una Comunidad plenamente participativa.

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En la provincia de Madrid, y por general en toda Castilla, no se ha caminado, al contrario de lo ocurrido en el resto de las regiones, hacia sus tradicionales límites sino que se han creado comunidades a contrapelo de la tradición y de la historia.
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C) La autonomía uniprovincial

Aunque el proceso hacia la autonomía es un pasado muy cercano y haya que tenerlo presente, la realidad nos impone un Madrid, Comunidad Autónoma, Metropolitana, Uniprovincial y no Histórica. Esta nueva situación evidentemente es más favorable que la anterior y abre nuevas perspectivas.

Madrid tendrá un nivel de competencias muy superior a la situación anterior, lo que supone un mayor nivel de autogestión, la posibilidad de nuevas fuentes de financiación y de recursos legislativos, anteriormente vetados. Con la aprobación del Estatuto se termina con la discriminación de Madrid en ciertos campos y, a la vez, se abre la enorme posibilidad de ocuparnos de nuestro propios problemas. Posibilidad que tiene una doble vertiente, la dada al pueblo de Madrid de participar en una administración más cercana, y la que tienen nuestros representantes de conocer y volcarse sobre Madrid. Sin embargo, basándonos en lo acaecido hasta ahora, mucho nos tenemos que no se pase del mundo de las posibilidades.

La autonomía recientemente adquirida no debe quedarse en los despachos, por muy eficaces que éstos sean, sino que debe extenderse a los ciudadanos. Es una buena oportunidad para que nuestros representantes se olviden de la tradicional desidia por los temas madrileños y acercarse a los problemas de quienes les votaron.

Madrid, que durante el régimen anterior, principalmente en los años sesenta, fue sometido a un fuerte proceso de industrialización y capitalización, dio la espalda a buena parte de la provincia, principalmente agrícola y ganadera, con lo que se acentuó la polaridad campo-ciudad. La actual situación podría terminar con el aislamiento y la falta de servicios de las zonas pobres de la provincia, encaminándonos a una comunidad más equilibrada y mejor articulada. Es necesario dar la oportunidad a todos nuestros pequeños pueblos de recobrar su auténtica personalidad y encontrar soluciones a sus problemas demográficos, culturales y económicos.

Quizás esta autonomía uniprovincial sea una posible solución a parte de estos problemas, y en este sentido podríamos participar todos, aunque muchos otros aspectos nos preocupen y nos hagan pensar que su existencia va a dificultar el normal desarrollo de esas soluciones.
La uniprovincialidad para una economía y un comercio que constantemente desborda sus límites no parece que sea lo más adecuado, por eso hace años se pensó en una región mayor que la provincia. Cuando la decisión de la uniprovincialidad fue firme, se produjo el intento de dar a la futura comunidad autónoma un caracter de «bisagra» entre las dos comunidades limítrofes para intentar romper cualquier forma de distanciamiento con ellas. Objetivo que se olvidó en


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una buena parte, con la dimisión del señor Rivilla de la presidencia de la Diputación Provincial.
La necesidad que tiene Madrid del espacio castellano para su desarrollo económico y cultural, debe entenderse como una necesidad mutua que nos une constantemente. ¿Por qué no caminar hacia una autonomía que coincida con los tradicionales limites de Castilla?.

La uniprovincialidad lleva consigo el que una serie de decisiones tomadas desde aquí influyan decisivamente en otras provincias, la mayor parte castellanas, sin que éstas puedan participar. Y viceversa, la Comunidad de Madrid estará al margen de otras medidas que influyendo en ella sólo podrá recibirlas de forma pasiva.

Lógicamente, campos como el de la cultura, educación, urbanismo, abastecimiento de aguas, comunicaciones, sanidad, etc., se verán entorpecidos por los actuales límites provinciales.
Otra dificultad inherente a nuestra Comunidad nace de su ausencia de definición histórica, lo que no significa que Madrid carezca de una personalidad y un protagonismo histórico propio, sino que la actual autonomía ha prescindido deliberadamente de este factor, apoyándose en otros más tabulados, más asépticos y más fríos. Y es de aquí precisamente, de su origen, de su razón de ser, de donde se desprenden muchas de sus dificultades.

Si bien la autonomía para Madrid supone un claro avance hacia su autogobierno, sin embargo no se ha sabido situarla en el mismo plano que el resto de las comunidades y difícilmente vamos a sobrepasar la mera descentralización burocrática. Al prescindir de su carácter diferenciador, que evidentemente lo tiene, se ha dado un salto cuantitativo, pero no cualitativo. Y este hecho ha sido observado por el madrileño y por el conjunto de los pueblos de España, que ven en esta comunidad simplemente un centro de poder político y financiero que no comparte ni su razón de ser, ni ese sentimiento que los mueve en la profundización de su autonomía y de su propia cultura. La Comunidad de Madrid aún continúa representando el poder central y para algunos el poder centralista.

Manifestaciones de políticos e intelectuales, de uno y otro lado, se han encaminado a destacar esta paradoja. La clave del Estado de las autonomías, como se ha dicho muchas veces, ha resultado ser un fenómeno atípico, algo extraño al resto, algo que tarde o temprano habrá que replantearse.

Según la Constitución, las comunidades autónomas se deben formar en base a su historia, cultura y economía. Ante este imperativo hubiese sido necesario plantearse seriamente una cuestión previa a nuestra autonomía: ¿Madrid tiene historia y cultura propia como para configurarse en comunidad autónoma? A una villa como Madrid, con más de mil años de vida, sería ridículo negárselo, aunque esto no significa que se encuentre en el mismo plano que Galicia, Andalucía, Cataluña o Valencia, en este nivel, el que solicita la Constitución, por lo tanto parecería razonable pensar que Madrid carece de este requisito.

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Madrid tiene su historia local, como cualquier otra ciudad, pero sin llegar a ese escalón de país, región o nacionalidad necesario, aunque desde luego, sea mucho más que la zarzuela o el chotis como quieren mostrarnos.

Desde los años sesenta, una población de aluvión constituyó durante algún tiempo la mayoría de los habitantes de la ciudad de Madrid; sin embargo esta situación ha cambiado y revisiblemente, en un futuro muy próximo, cambiará aún más. Ante este hecho Madrid ha adoptado siempre una actitud abierta para aquellos que lamentablemente tenía que salir de sus casas y acudir a ella; y todos estaremos de acuerdo en que se han sabido respetar escrupulosamente sus respectivas idiosincrasias. Por eso, en estos momentos, cuando se intenta recuperar nuestras tradiciones y nuestra cultura, es lógico que pidamos ese mismo respeto y que no se use la emigración para negarnos un derecho adquirido con el paso de los siglos. El de pertenecer, como mínimo culturalmente, al conjunto de Castilla.

Se pretende definir la realidad histórico-cultural de la Comunidad de Madrid en base a su emigración, sin tener presente que es una situación creada especialmente desde hace veinte años y que las perspectivas son de claro retroceso.

En el caso concreto de Madrid este argumento se utiliza frecuentemente de un modo especial, ya que parece conferimos un estado moral superior al resto de las comunidades el ser crisol de los pueblos de España, no habemos limitado a una región histórica concreta (lo que para muchos sería sinónimo de provincianismo), y tener fuertemente asumida la capitalidad para situarnos por encima del resto de los españoles, sobre todo a nuestros representantes políticos.
La Coruña, Barcelona, Lérida o Sevilla, se encontrarían en la misma situación histórica que Madrid si las consideramos aisladamente. Lérida por ejemplo, adquiere su carácter nacional unida al resto de las provincias catalanas. Madrid pretende ser aislada cultural e históricamente del resto de Castilla, por eso se hace hincapié en su supuesta «falta de personalidad histórica».
Se sabe que Madrid es tierra castellana, a pesar de lo cual no se ha tenido en cuenta durante su proceso hacia la autonomía. Se ha preferido mantenerlo al margen.

Las dificultades que se presentan en Madrid por ser una gran ciudad, por su inmigración, etc., deberían justificar un esfuerzo mayor por conocer y difundir nuestras raíces, al igual que se hace otros lugares. En el País Vasco, donde apenas llegaban a un 6% los que sabían escribir su idioma, se están realizando auténticos esfuerzos por extender su lengua y lo mismo sucede en el resto de las regiones donde no se ha perdido nunca la conciencia de los problemas que inciden en su personalidad cultural.

Es cierto qué el territorio de Madrid, como el resto de Castilla, ha sido bastante despersonalizado por tener tan cerca al estado centralista; pero igualmente hay que admitir que a otras provincias les sucedió algo similar y esto no ha

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impedido que vayan recobrando buena parte de la identidad perdida. En todas las comunidades, en mayor o menor grado, se reciben hombres de otros lugares, que se procura incorporar al país por ser el único modo de que las culturas regionales continúen existiendo y de que el emigrante se inserte mejor en su nueva vida. Como es lógico, se debe realizar sin forzar las situaciones y respetando la cultura de origen de cada uno.

En Madrid, a pesar de no producirse ningún tipo de discriminación, nuestra cultura y nuestras tradiciones son frecuentemente desplazadas, muchas veces por las propias instituciones públicas que deberían defenderlas.

Para buena parte de la clase política madrileña, la cultura de la provincia de Madrid y muy especialmente la de la villa, se queda en las casas regionales, lo que naturalmente tiene una traducción política de apoyo al sentido capitalino de la Comunidad de Madrid. Y aunque estos aspectos no se pueden quedar en los meros símbolos, sí es bueno recordar que, desde 1977, bastantes ayuntamientos de la provincia de Madrid colocaron el pendón castellano en sus balcones hasta que sin la más mínima participación ciudadana se acordó cambiarlos por otro, difícilmente unido al pueblo de Madrid. También han sido demasiadas veces las que actividades culturales castellanistas han sido desplazadas por otras dedicadas a ciudades, regiones, o paisajes muy alejados a nosotros. No es difícil recordar las semanas culturales dedicadas por el Ayuntamiento de Madrid a Moscú, Valencia o Andalucía, ni el trasvase forzado de tradiciones extrañas a Madrid.

Este estado de cosas nos coloca claramente en una autonomía más cerca del foráneo que del ciudadano de la Comunidad de Madrid. Ahora se puede comprender en toda su extensión aquella campaña de concienciación autonómica de «Madrid tuyo», promovida por la Diputación Provincial, en la que la autonomía se planteaba en segunda persona. Como vemos, se acentúa una lejanía que manifiesta el carácter capitalino de Madrid, en detrimento del castellano.
La Comunidad de Madrid, al igual que el resto de las comunidades autónomas, necesita para consolidarse la participación de sus ciudadanos, pero debido a las discutibles y vagas razones que primaron en la configuración de esta comunidad será muy difícil que se produzca. Con el abandono de los aspectos históricos y culturales se perdió la oportunidad de entusiasmar a los madrileños y de hacerles partícipes en la nueva situación autonómica.

Las autonomías han nacido para dar respuesta a la pluralidad histórico-cultural de España y no sólo para descentralizar un estado unitario. Es el sentimiento nacido de esta diversidad el que da origen y sustento al actual proceso autonómico. Introducir una comunidad autónoma sin respetar sus aspectos históricos, y en contra del sentimiento tradicional de los ciudadanos, es introducir un factor de desequilibrio poco aconsejable. Madrid carece de sentimiento autonómico propio, y sólo sincronizaría con el resto de Castilla. Somos castellanos desde hace novecientos años y no parece razonable dejar de serlo.

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El trabajo de promover una auténtica concienciación del pueblo de Madrid no parece estar en los actuales planes de nuestra Comunidad, que se limita a difundir la idea de «crisol y rompeolas de todos los pueblos hispanos» e incluso hispanoamericanos, con los que por cierto nos unen muchísimas cosas. Es un Madrid tan abierto el que promueve la actual Comunidad autónoma que los propios madrileños comenzamos a sentimos extraños. Si bien todos los hombres deben estar siempre abiertos a otras manifestaciones culturales, también es necesario mirar hacia nosotros mismos, hacia nuestra irrenunciable personalidad. Ahora que los valores culturales autóctonos se están revalorizando, Madrid se diluye, volcándose hacia «lo otro».

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D) El carácter de Madrid

Esta no es una cuestión ontológica vana, pues la postura que se tome ante ella marcará y dirigirá en términos generales toda la vida de la Comunidad. Estas cuestiones de base queremos recordar que vienen impuestas por la propia Constitución.

La configuración actual del mapa autonómico se estructuró sin una auténtica reflexión previa, creándose comunidades forzadas o, como en el caso de Castilla, dividida. Los problemas originados por dicha precipitación obligaron a replantearse toda la política autonómica. Los últimos gobiernos de UCD y el PSOE en la oposición ofrecieron su solución para reconducir el proceso, la LOAPA, que al ser mutilada por el Tribunal Constitucional meses después de su aprobación, quedó paralizada su ejecución. Sin embargo es de destacar cómo, a pesar de esta circunstancia, todos los estatutos aprobados, entre la creación de dicha ley y el dictamen del Tribunal Constitucional, recogen abiertamente sus criterios con resultados muy discutibles.

Después de las elecciones de 1982, el problema quedó un tanto aletargado, hasta que se estableció un nuevo proceso de atribuciones de competencias. Si bien para ciertas comunidades la meta actual se puede reflejar en un mayor número de competencias, para otras los problemas de identidad continúan incidiendo poderosamente.

Antes de abordar el caracter de Madrid, conviene recordar que la cultura occidental en la que estamos inmersos es consumista, competitiva, urbana y degradante ecológicamente hablando. Este modo de vida, fomentado por los medios de comunicación, se encuentra en cualquier rincón, uniformando cada día mas a unos pueblos con otros. A la vez la polaridad campo-ciudad, se acentúa, dándose una mayor semejanza entre cualquier ciudad-dormitorio, Madrid o Barcelona, que entre estas capitales y cualquiera de sus pequeños pueblos. No sin razón, los problemas de Madrid, Barcelona o Bilbao son cada día más parecidos.

¿Puede decirse que existe algo aparte de estas formas de vida? Evidentemente que sí, aunque a veces en grave peligro de desaparición, por eso la mayor parte de los entes autonómicos dedican muchas de sus energías para mantener lo poco o mucho que les diferencia del resto.
Desde luego sin tratar de revivir formas arcaizantes, sino más bien de afirmar, entre otras cosas, la necesidad que tiene el hombre de pertenecer a un grupo y de reaccionar ante esa avalancha impersonal y homogeneizada que se propaga constantemente.

Castilla, que debido al centralismo ha perdido bastante su personalidad, necesita mirar hacia sí misma como única forma de supervivencia, actualizando lo que de modemidad tiene nuestra cultura (participación en las instituciones públicas, propiedad comunal de la tierra, etc.). El Madrid alienante no es un fenómeno

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solo atribuible a Madrid, sino común a todas las grandes ciudades, y por supuesto no facilita la lucha por la recuperación de nuestras peculiaridades.

Ante ese Madrid despersonalizador es necesario tomar la postura que más contribuya a humanizarlo. Por supuesto, esto no se consigue con una autonomía aséptica que renuncie a sus raíces e institucionalice una realidad que a pocos gusta. La villa de Madrid no ha comenzado a vivir con la zarzuela sino que tiene un fuerte sustrato de siglos.

Volver hacia nuestra castellanía es una respuesta liberadora contraria a la cultura del marketing», lo que no significa aislarnos del mundo exterior, sino recibirlo con nuestros propios modos.

A la hora de hablar del carácter de Madrid no se puede olvidar el hecho de ser capital de España, pero así como se ha actualizado la concepción y el funcionamiento del Estado lo mismo debemos hacer con el de la capitalidad.

Tradicionalmente el ser capital implicaba que desde ese lugar se ejercía el poder, emanado de Dios o del pueblo, según fuese el carácter del régimen. La capitalidad recaía en mayor o menor medida sobre personas que vivían en dicho lugar, identificándose sus habitantes con la élite dirigente. Por esta razón todas las personas interesadas en alguna parcela de poder, necesariamente tenían que acercarse a Madrid. Desde aquí se decidía sobre hombres y haciendas, era una capitalidad restringida a unos pocos residentes, era la cabeza de reino, el punto geográfico desde el cual se realizaban las funciones del Estado.

Esta concepción, muy difundida en España, preconiza erróneamente que sólo en Castilla existen las mentes capaces de ver la realidad de España en su conjunto y constituye un auténtico escollo para el buen desarrollo del Estado de las autonomías. La Comunidad de Madrid, que debería haber sido utilizada para terminar con esa idea, se ha convertido en su salvaguarda, al perdurar en ella su carácter capitalino, tan identificado con el poder centralista.

Estamos obligados a adoptar un nuevo concepto de capitalidad que permita unir más fácilmente a los distintos pueblos de España, limando asperezas y en la que los madrileños podamos participar como castellanos, sin ningún tipo de «privilegios».

La capital lleva residiendo cerca de cuatrocientos años en Madrid, pero muy pocas veces se ha encontrado cerca del pueblo madrileño, sino más bien lo contrario.

Las instituciones del Estado residen en Madrid, pero la capitalidad no es patrimonio de ninguna parte de los españoles, sino de todos en su conjunto. Los madrileños no aportamos más que el resto de los españoles a esta tarea, por lo que es imperioso desterrar ese falso protagonismo y devolverlo a quienes tengan que ejercerlo.

Esta confusión de Madrid con el poder central ha sido, durante demasiado tiempo, usada como arma política para promover unos regionalismos, entendidos


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como animadversión hacia el Estado centralista, identificado con Castilla y particularmente con Madrid. La conciencia de identidad cultural, es un estado claramente diferenciados que cualquier pueblo, entre otras características, debe poseer. Pero en nuestro país lo personal y diferenciados se ha usado para arrojarlo no sólo contra el centralismo, que sería lo lógico, sino también contra el resto de los pueblos de España y muy especialmente contra Castilla.

Todo esto ha creado una visión muy pobre de la realidad de España. En las escuelas y en otros niveles de la enseñanza se difunde como dogma la idea de que fue Castilla la que hizo España por imponer su lengua y su capital. Ridículo, pero sobre todo injusto, porque si bien es cierto que la participación de Castilla por su situación económica y demográfica preponderante fue importantísima en tiempos pasados, sin embargo todas las tierras de España contribuyeron a su creación. Todos hemos aportado hombres y esfuerzos a esa tarea en una época u otra, y de la misma manera todos somos responsables del resultado y todos somos necesarios actualmente para superar el antiguo tipo de estado centralista, del que aún perduran muchos aspectos. Y en última instancia, ante este problema de interpretación, debemos adoptar una actitud creativa, que abra posibilidades, partiendo de la base de admitir que todos, según sus circunstancias, hemos participado por igual.

Continuar con una ideología de la capitalidad, identificada con Madrid, sólo contribuirá al enquistamiento del problema. El haber llegado a la autonomía por el «interés nacional» hace pensar que con esta medida se ha comenzado un largo proceso de intervenciones estatales en asuntos de nuestra Comunidad, que contribuyen aún más a mantener esa identificación.
Se ha olvidado que la mayoría de los madrileños no tenemos nada que ver con las instituciones del Estado, y que si bien los funcionarios en nuestra villa son más numerosos que en otras ciudades, tienden a disminuir con el traspaso de competencias.

La capitalidad es un trabajo abierto a la participación de todos, sin exclusivismos. Los madrileños no somos ni más ni mejores españoles que los demás, simplemente que en nuestro suelo residen las instituciones básicas del Estado; e independientemente de este hecho existe una provincia de Madrid con vida propia que sí necesita su autogobiemo. Una autonomía para la capitalidad, es contradictorio.

Al igual que en otras regiones configuradas sin tener muy presente su historia, y con el fin de justificarse de alguna manera y conciencias a sus habitantes, el gobierno autonómico madrileño pretende crear una historia y unas tradiciones acordes con esa autonomía. Se ha hecho una Comunidad uniprovincial, con la que se puede estar o no estar de acuerdo políticamente, pero desde luego lo que es difícil justificar es el no reconocimiento de sus señas de identidad y crear una nueva historia ajustada a unas necesidades políticas o de partido.
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El presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid manifestó recientemente: «La burocrácia estatal tiene las cabezas viviendo en Madrid por lo que habrá resistencias de tipo psicológico-político para traspasar las competencias a la Comunidad de Madrid».

Fijándonos en el proceso hacia el autogobierno uniprovincial de Madrid, parece ser que han sido estas posiciones de resistencia las que han conducido todos y cada uno de los pasos dados hasta ahora. Su comienzo tardío, la no aceptación de Madrid en ninguno de los entes denominados castellanos, predominio del carácter capitalino, el no reconocimiento explícito de su castellanía en el Estatuto y el haber llegado a la autonomía en base al interés nacional hacen que nuestra comunidad esté tutelada por el Estado.

Esta tutela no es sólo defendida por la burocracia estatal, sino también por buena parte del resto de las autonomías que usan la identificación Madrid-poder central, para crear estados de opinión y tomar posiciones ventajosas ante futuros problemas electorales o de competencias y, desde luego, por aquellas fuerzas que no creen en este nuevo Estado.

En el antiguo rollo de Madrid, símbolo de su autonomía, se podía leer: «Primero Villa, después Corte». Parece que aquellos madrileños previendo futuros problemas, dieron una solución muy válida, la de discernir perfectamente esta bipolaridad, sin ningún tipo de pugnas.
Una vez que no se han respetado los tradicionales limites de Castilla, a lo que dificilmente renunciaremos, la Comunidad de Madrid necesita de forma imperiosa el reconocimiento de su castellanía para iniciar unas nuevas relaciones con el resto de Castilla, tan necesarias para todos. Por supuesto, la uniprovincialidad no debería ser un escollo en este acercamiento.


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Pero si bien los errores cometidos con Madrid desde distintos lugares nos preocupan, son los nacidos en Castilla los que más nos duelen.

En buena medida las autonomías de Castilla y León, y Castilla-La Mancha se plantearon como respuesta defensiva al Madrid centralista, como forma de descargar sobre la capital las culpas de todo lo malo del centralismo, sin apreciar que, con ello, daban por bueno lo que se pretendía desterrar.

Aunque ese factor un tanto psicológico sea cierto, sin embargo son otros los que más influyeron en el aislamiento de Madrid, a los que nos referiremos a continuación, someramente a pesar de su importancia.

- La presión de aquellos que, al no estar de acuerdo con las autonomías, pretenden mantener a Madrid con todo su peso específico al margen de este proceso. Sería una comunidad que no pasaría de ser simplemente España.
- Las altas jerarquías de los partidos estatales que residen en Madrid creen en la necesidad de una autonomía «de todos», en la que, por ser sus representantes, puedan realizar sin ningún tipo de ataduras su política general de altos vuelos. La autonomía en los actuales términos permite mantener Madrid como banco de pruebas para los políticos nacionales.
- La prensa de Madrid tampoco ve con buenos ojos su regionalización, por llevar consigo una mayor atención a los problemas y noticias de la región, lo que seguramente restaría resonancia y publicidad del resto de España.
- En la configuración de las comunidades autónomas circundantes a Madrid pesaron excesivamente los planteamientos provinciales. Madrid suponía un peligro potencial que prefirieron dejar al margen de sus respectivas comunidades.
- La existencia de tendencias federalistas, en distintos partidos políticos, que han visto bien una solución uniprovincial por considerarla más cercana al clásico distrito federal.

En el caso posible de un' futuro federalismo', es de esperar que se retome el problema seriamente y se replantee en profundidad la pluralidad de España, llegándose a un estado nacional integrado por entes autónomos iguales. Castilla, como ente único diferenciado, tendría un enorme peso específico y podría colaborar como tal en este nuevo estado, sin prescindir de Madrid, que por alojar físicamente las instituciones de la nación necesitaría un marco jurídico en el que se reconociese la doble realidad de la ciudad de Madrid y se delimitasen claramente las competencias de la villa castellana de Madrid, representadas por el Ayuntamiento, de la administración central.

Es evidente que las razones hasta ahora dadas desde dentro y fuera de Madrid para justificar su uniprovincialidad, no han sido claras y mucho tememos que no se aclaren.
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Madrid es el gran consumidor de los productos castellanos, la que suple muchas de las deficiencias de servicios, la única gran metrópoli castellana, el centro de comunicaciones capaz de articular una región y por supuesto es donde más castellanos vivimos, nacidos o no. Este «ser necesario» no implica subordinación sino complementaridad.

Con la uniprovincialidad de la autonomía de Madrid, Castilla pierde su mejor ventana al exterior, el lugar desde donde podría comunicar y exponer sus logros y problemas. En el mundo de las comunicaciones de los estados de opinión, cuesta comprender cómo se puede prescindir de algo que, seguramente, jamás hubiesen consentido otras autonomías. Otra vez Castilla se ve forzada a languidecer sin poder levantar su voz.

Se ha creado la comunidad uniprovincial de Madrid, a pesar de que muchas de las decisiones tomadas en ella influyen en otras provincias castellanas, sin la posibilidad de participar en su elaboración y viceversa. Se ha creado a pesar de que los intereses castellanos estarán escasamente representados en el Senado, al prescindir de los representantes del 50% de su población.

Seguramente en la política nacional se darán intereses contrapuestos, ante los cuales la posición de Madrid dependerá del carácter que se da a su autonomía. Acentuar su castellanía implicará una mayor sensibilidad por los problemas de Castilla, que son los suyos.

Por otro lado, ante el Madrid centrípeto, representante del poder central, es lógico que el resto de Castilla viese con recelo compartir con él una misma comunidad. Ello, entre otras causas, contribuyó a hacer posible los conglomerados de Castilla y León, y Castilla-La Mancha. Todo esto sería comprensible si hubiese terminado con el aspecto centrípeto de Madrid que tanto influye en dicha autonomías.

Podría decirse que Madrid ha quedado sitiado por un gran aparato burocrático-administrativo que a pocos gusta y que no sólo afecta a la Comunidad de Madrid sino a todas las provincias castellanas.

Se ha perdido una gran oportunidad de regionalizar Madrid, con lo que de alguna manera se hubiese obligado a mirar hacia nosotros mismos, hacia esos pueblos de la provincia secularmente olvidados. Pero, lo que aún es más importante, no se ha respetado la auténtica región castellana, distinta de los antiguos reinos de Toledo y de León que, sin duda, también tienen personalidad histórica-cultural suficiente para constituir sus propias comunidades.

La uniprovincialidad obliga a remarcar nuestra castellana para conseguir un mejor y mayor acercamiento con las otras tierras castellanas.

El problema para Castilla no era aislar lo que constantemente se desborda, sino encauzarlo y reconducirlo para mantener con formas e instituciones modernas la unión, no uniformidad, de todas las comarcas y provincias castellanas. En la actualidad se impone un nuevo planteamiento sin prejuicios centralistas de las

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influencias, correlaciones y lazos que, en todos los campos, deben existir entre la provincia de Madrid y el resto de las provincias castellanas para llegar a un desarrollo más justo. Aunque esto hubiese sido en principio más fácil con una sóla autonomía regional castellana, aún es posible y, desde luego, la tarea merece la pena.

La colaboración en el campo cultural puede ser el primer paso en unas nuevas relaciones cada día más necesarias. La ciudad de Madrid es una realidad con dos vertientes, una abocada a Castilla, otra a la tarea común de la capitalidad. La primera necesita ser potenciada junto a los pueblos de la provincia para que, descentralizada y con su propia personalidad, se acerquen cada día más a todas y cada una de las tierras castellanas y en un futuro integrarse a una sola y auténtica Castilla. Por otro lado, el hecho de encontrarse la capital de la nación en la comunidad castellana de Madrid impone que el Ayuntamiento, las instituciones regionales y la administración central regulen esta situación en un marco legal que garantice el correcto funcionamiento del Estado y permita, tanto al Ayuntamiento como a la Comunidad Autónoma, alcanzar los mismos niveles de autonomía y autogobierno que el resto de los pueblos de España.

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ENRIQUE DIAZ Y SANZ,
JOSE LUIS FERNANDEZ GONZALEZ, RICARDO FRAILE DE CELIS, INOCENTE GARCIA DE ANDRES, JOSE PAZ Y SAZ,
VICENTE SANCHEZ MOLTO
MADRID, VILLA, TIERRA Y FUERO
Avapiés MADRID 1989
(páginas 207-224)

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