lunes, noviembre 20, 2006

La presencia germánica en Castilla (Olegario de las Heras. Tierra y Pueblo nº 1. Valencia 2003)

LA PRESENCIA GERMÁNICA EN CASTILLA

Olegario de las Heras

Tierra y Pueblo nº 1, Valencia 2003



«Huar ik im, midzani ik im, dzar is ains Gutiksland»
(Allí donde yo esté, mientras yo esté, eso es una tierra goda)
Aforismo visigodo

«Llevo a Castilla en la planta de mis pies»
Rodrigo Díaz de Vivar

«Buscaba celtas... y encontré germanos»
Miguel Serrano

Ruy Díaz ha salido de Valencia junto a sus gentes de armas. Se dirige al encuentro de Alfonso, rey de Cas­tilla. Cuando ambos hombres de di­visan, Rodrigo se adelanta junto a quince de sus caballeros y descabal­ga. El Poema narra la escena que se desarrolla a continuación: «...el que en buen ora nadó; / los inojos e las manos en tierra los fincó / las yer­bas del campo a dientes las tomó» (1). El gesto ritual germánico que ejecuta Rodrigo Díaz, un gesto de aceptación de la superioridad jerár­quica del monarca, es comprendido y celebrado por todos los presentes. Un caballero germano reconocía como su señor a un rey germano ante una corte germana y una Gefolge de gue­rreros germanos que regresaban del exilio. Visigodos. Tales eran y por tales se tenían.

La conciencia gótica de los pueblos de los diferentes reinos de España es una constante que casi ha llegado a nuestros días. Saavedra Fajardo redactó su Corona Gótica, castellana y austriaca con el fin de ofrecer argumentos para una alianza entre dos naciones pobladas por go­dos: Suecia y la España de los Aus­trias. Mucho antes, en el siglo XIII, Jiménez de Rada comenzaba su na­rración de los avatares de la historia castellana, que tituló Historia Góti­ca, con la salida de los godos de la «Isla de Scania». Esta conciencia se ha reflejado en diversos elementos socioculturales, comunes al conjunto de España, pero especialmente carac­terísticos de la sociedad castellana. En realidad, la percepción que ésta tuvo de sí misma es un hecho que habla por sí solo de una presencia efectiva del elemento germánico en ella. Un reciente estudio sobre algu­nos aspectos del «goticismo», discu­tible quizá en algunos extremos, pue­de verse en Stallaert (1998).

El Occidente europeo sufrió una trasformación profunda a causa de las invasiones germánicas que sellan el final del Imperio de Roma. Estruc­turas político-sociales caracterizadas por la mentalidad y el derecho ger­mánicos se levantan sobre las ruinas de las antiguas provincias occidenta­les. En Hispania, tras muchas vicisi­tudes, los visigodos, se hacen con la práctica totalidad de la Península. Su reino caerá el 711 por efecto de las armas musulmanas y de la miopía política. Es historia conocida.

Desde el mismo momento en el que la ciencia histórica se enfrasca en el estudio de los reinos cristianos altomedievales la presencia en todos los ámbitos de la vida de rasgos de origen germánico hizo evidente que no se había producido ninguna cesu­ra importante entre el reino godo y las nuevas estructuras septentriona­les. El acuerdo entre los historiadores sobre esta cuestión era general, sólo se discutía sobre cuestiones de deta­lle. Sin embargo, en la década de los 70, dos medievalistas, Abilio Barbe­ro y Marcelo Vigil, publicaron una serie de trabajos, entre ellos los más conocidos son los publicados en 1974 y en 1979, sobre el fin del mun­do visigodo y los inicios de los pri­meros núcleos de resistencia cristia­na en el norte astur-cántabro. Su te­sis, que gozó de un éxito inmediato, en realidad por razones más bien ex­tra-académicas como subraya García Moreno en la introducción al libro de Novo Guisán (1992), sostenía, entre diferentes cuestiones, que astures, y cántabros jamás fueron sometidos por los visigodos y que tras la des­aparición como poder dominante en la península de estos últimos se for­marían núcleos de resistencia de tra­dición indígena al poder islámico. Esta tesis, que como hemos dicho gozó de mucho predicamento, está hoy totalmente desechada. Los traba­jos de Besga Marroquín (1983) y Novo Guisán, antes mencionado, han supuesto su carta de defunción. Los godos conquistaron el norte y crea­ron allí los ducados de Cantabria y Asturias. Del primero nos informan, por ejemplo la Crónica Albeldense o la redacción rotense de la Crónica de Alfonso III. Del segundo las fuentes son más antiguas: el Cosmógrafo de Rávena o San Valerio del Bierzo. Por otra parte, el registro arqueológico testimonia una notable presencia vi­sigoda en la región astur-cántabra durante los siglos de existencia del Reino de Toledo: de necrópolis a cecas (Pésicos), de restos arquitectó­nicos a las típicas pizarras visigóti­cas, el registro nos habla de la pre­sencia goda. Territorios controlados políticamente por la aristocracia visi­goda, Asturias y Cantabria sirvieron de refugio a millares de germanos que subían no sólo desde los Campi Gothorum (Sánchez Albornoz calcu­ló un primer asentamiento en estas llanuras de unos 60.000 germanos), sino desde todo el desaparecido reino: «...(los hispanovisigodos) diri­giéndose fugitivos a las montañas
sucumben de hambre» podemos leer en la Continuatio hispana del 754 o también en la Crónica de Alfonso III ya mencionada «entre los godos que no perecieron por la espada o de hambre, una parte se acogió a Fran­cia, pero la mayoría se refugió en esta patria de los asturianos». Las fuentes musulmanas (Al Razi, el Aj­bar Ma^ymu'a, Ibn'ldari, etc.) narran los mismos acontecimientos. Los numerosos hidalgos de la zona en la Edad Moderna, sucesores a través de los infanzones, de los filii primatum visigodos; la toponimia, tanto en su aspecto positivo, que prueba inmi­graciones colectivas, como en el ne­gativo, que explica la desaparición de topónimos germánicos en el valle del Duero; la temprana presencia de nombres godos y la pronta aparición en la región de instituciones de estir­pe germánica, sólo explicables a tra­vés de la inmigración visigoda, son los argumentos clásicos que para Sánchez Albornoz (1966, 152-154) avalan la realidad de la migración gótica hacia el norte. Allí los godos reconstruirán sus estructuras políticas según sus usos tradicionales.

Efectivamente, el proceso recon­quistador y repoblador que se inicia en el lado septentrional de los mon­tes expande un ente político esencial­mente germánico y un pueblo étnica­mente germanizado. El reino oveten­se pronto recrea las instituciones po­líticas de la desaparecida corte tole­dana, en el ámbito de lo ideológico, lo institucional y lo «espacial»: Ban­go Torviso (1992, 303-4) escribe acerca de la arquitectura «prerrománica astur»: «En líneas generales, se puede afirmar que los espacios arquitectónicos de los edifi­cios y los aspectos sociales que ex­plican su funcionalidad son los mis­mos que se codificaron en el arte tardo-romano de la Hispania gober­nada por los reyes godos de Toledo. Es en este sentido que prefiero hablar más unitariamente del arte medieval prerrománico y considerar­lo, como he hecho en alguno de mis últimos trabajos, como la prolonga­ción del ordo gothorum. Esta tradi­ción no se agotará hasta que sea su­plantada por el arte románico».

El pequeño núcleo neogótico pronto se estabiliza y comienza el lento regreso hacia el sur de las espa­das y los arados germánicos. Escribe Sánchez Albornoz (1978, 48): «Es notorio que la repoblación de la zo­na portuguesa se hizo por gallegos, suevo-godos y algunos mozárabes; que el reino de León se pobló por astures, algunos godos, algunos ga­llegos y muchos mozárabes. Y que repoblaron la Castilla condal, vasco­cantábricos, las masas godas refu­giadas al norte de los montes y un puñado de mozárabes. La toponimia y el habla de cada una de estas re­giones comprueban esas realida­des». Sólo indicaremos que hay co­mún acuerdo en el goticismo de los mozárabes que migran hacia el norte, de lo que hay abundantes testimonios en las fuentes musulmanas, y en el carácter germánico, atestiguado por la antroponimia, de muchos repobla­dores «gallegos» y «asturianos».

No obstante, ¿Qué hombres y qué tipo de sociedad son los que se están expandiendo sobre las tierras que se extienden desde las costas del Cantábrico hasta el Duero? En reali­dad, todos y cada uno de los elemen­tos políticos, sociales y culturales que aparecen ante nuestros ojos nos remiten al inmediato pasado visigo­do.

Frente a algunas sugestiones en contra, la investigación antropológi­ca ha determinado de forma incon­testable el carácter nórdico de las poblaciones góticas asentadas en la meseta. Escribe llse Schwidetzky (1957, 160, 161): «No obstante, en función del material de que dispone­mos puede concluirse: los visigodos hispánicos, cuyos restos se nos han conservado en los cementerios de Castilla, presentan el mismo carác­ter antropológico que las poblacio­nes germánicas de los Reihengraber (sepulturas en hileras) de la Europa central y nórdica y que la población del territorio de origen gótico. A pri­mera vista esta conclusión podría parecer sorprendente. Pero tras un examen más atento, no está en nin­gún modo en contradicción con la historia del pueblo visigodo». En una muy detallada investigación poste­rior, Varela (1974-5) llega a una con­clusión semejante; en las páginas 152-3 podemos leer: «...se comprue­ba que el tipo más frecuente en las necrópolis visigodas es el nórdico de las sepulturas en hileras, cuya pro­porción es del 56,50 % (...) medite­rráneo grácil el 20,76% y el croma­ñoide con 12,25% (...) el braquimor­fo curvooccipital y el mediterráneo robusto con el 6,71% y 3, 78% res­pectivamente. Estos porcentajes con­trastan con los obtenidos por Pons en los hispanorromanos de Tarrago­na, sobre todo por la ausencia de ejemplares nórdicos en la citada po­blación»; en cuanto a las compara­ciones con otros grupos afirma: «Los resultados obtenidos por este método ponen de manifiesto que los visigo­dos españoles se aproximan más a los grupos nórdicos que a los medi­terráneos, no sólo por el grado de las desviaciones sino por el sentido de las mismas (...) las series nórdicas que muestran una mayor semejanza con los visigodos españoles son las poblaciones de Mitteldeutsche y de Südwetdeutsche». Lamentablemente, como el propio Varela señala, hacen falta estudios que valoren la trascen­dencia en la población española pos­terior de «esta importante influencia de los grupos nórdicos durante el periodo visigodo» (2). Sin embargo, es posible que el avance de la inves­tigación nos confirme este extremo: Especialistas de la Universidad de Barcelona están estudiando sepultu­ras excavadas en roca de tradición visigoda halladas en el norte de Cas­tilla datables, en principio, en los siglos VIII o IX, correspondientes a individuos de elevada estatura (Varela ha constatado que los indivi­duos de las tumbas visigóticas pre­sentaban una media de estatura supe­rior, por ejemplo, a los escandinavos de aquella época). Sin embargo, sí que podemos inferir una presencia masiva del tipo nórdico en las tierras de Castilla y León durante los primeros siglos de la reconquista: numero­sas miniaturas o frescos (¡San Isido­ro!) nos muestran retratos de perso­najes de todas las clases sociales del reino con los cabellos rubios o casta­ños y los ojos claros; la piel es siem­pre clara y sonrosada. Igualmente, no son raras en los textos descripciones de personajes con estos rasgos. Y es de sobra conocido el valor que se les concedía en la sociedad castellano­leonesa. Pero no sólo esto: las fuen­tes musulmanas, muy detallistas a este respecto, nos retratan una pobla­ción septentrional, y no sólo a la no­bleza, notablemente rubia y blanca. Estas gentes no eran sino los descen­dientes de los nórdicos enterrados en las sepulturas visigóticas.

En cuanto a la sociedad que van forjando estos hombres, comenzare­mos nuestro breve repaso citando in extenso algunos párrafos escritos por Antonio Hernández (1982, 31-5) en los que coteja la sociedad visigoda y la castellanoleonesa, en las dos ver­tientes cortesana y popular, resu­miendo de manera clara y amena los enormes paralelismos entre «ambas» sociedades: «Los visigodos (...) no identificaron jamás la idea de pueblo (volk) con un determinado país. Pri­mera semejanza con los castellanos que jamás identificaron a su reino con un determinado paisaje o unas características geográficas, sino con una forma de ser, de vivir, de enten­der la vida (... ) Nunca se habló de un rex Hispaniae sino de un rex Got­horum. Este apego a la propia nacio­nalidad como carácter racial se ma­nifestaba en el importante papel que desempeñaban los vínculos deriva­dos de la comunidad de sangre. El grupo familiar y gentilicio, como después en Castilla y León, tenía una gran cohesión interna y estaba en la base de la organización política del pueblo visigodo. Comprendía a las personas descendientes por línea masculina de un mismo tronco (Sippe), lo cual suponía una unidad de intereses en sus relaciones con los miembros de otras sippes y daba a estos grupos familiares cierta enti­dad jurídico-pública. Esta entidad se basaba en el respeto del principio que otorgaba igualdad jurídica a todos los miembros de cada uno de ellos y que excluía toda enemistad entre los mismos, debiendo todos los componentes de la sippe vengar con­juntamente la ofensa inferida a uno de ellos por un miembro de otro gru­po gentilicio. Nada más lejos del de­recho romano vigente entre los his­panos desde hacía ya varios siglos, proclive a los tribunales antes que a la espada; y nada más cerca de las costumbres y normas que volveremos a ver prácticamente calcadas en León y Castilla: la hidalguía como sentimiento de ser, no sólo "hijo de sus obras", hijo de algo, sino más bien como ser hijo de alguien, senti­miento de clan que se extiende más allá de la propia persona para al­canzar a ascendientes y descendien­tes, laterales y colaterales, cónyuges y criados e incluso animales y cosas. Este sentimiento de pertenecer a un tronco común al que pertenecen los que por línea paterna llevan el mis­mo gentilicio, comporta entre los castellanoleoneses, como entre los godos, una serie de obligaciones y modelos de conducta que llevan a ese orgullo y soberbia castellanos: venganzas, desafíos, odios que dura­ban generaciones enteras, enemista­des familiares convertidas en verda­deras guerras de bandería, tan típi­cas en nuestra historia y reflejadas de modo harto elocuente en el Ro­mancero y los Cantares de gesta (La Afrenta de Corpes, Bernardo de Car­pio, Los Siete Infantes de Lara, etc.)».

«Junto a los vínculos de sangre, los vínculos de fidelidad. En virtud de ellos una persona, voluntariamen­te, pasaba a depender de otra, de la que recibía protección en caso de necesidad, a cambio de prestarle un juramento de fidelidad que le obliga, sin perder por ello su condición de hombre libre, a seguirle y a luchar a sus órdenes, recibiendo manutención y ropa. De esta forma los visigodos poderosos se veían rodeados de gru­pos de fideles que recibían el nombre germánico de gefolge o gesiende. He aquí otra costumbre seguida por los castellanos y de la cual tantos y tan­tos ejemplos tenemos en nuestra his­toria. ¿Qué otra cosa eran las mes­nadas de los condes de Castilla, le­vantadas por todos los infanzones que les debían lealtad? Precisamente la palabra mesnada significa "los que comen pan en la mesa de su se­ñor"».


«El órgano esencial de la vida política de los visigodos era la asam­blea de hombres libres capaces de combatir (Thing o Ding); esta asam­blea tenía poder judicial y en su seno se debatían todos los problemas im­portantes de la comunidad y a ella tenían acceso las mujeres en repre­sentación de sus maridos, padres o hijos muertos o ausentes ¿No es esto antecedente exacto de los célebres "concejos abiertos" de la Castilla condal?». Acerca de la asamblea ju­dicial rural asturleonesa escribe Sán­chez Albornoz (1978, 77-78): «¿Contribuyeron a su formación la asamblea germánica y el conventus publicus vicinorum (propio de la Hispania visigoda)? (...) creo haber demostrado que los iudices hispano­godos se hallaban asistidos por audi­tores o jurados, siguiendo probable­mente la tradición germánica; y no es aventurado suponer que en la zo­na donde los godos se asentaron ma­sivamente, con otras muchas tradi­ciones visigodas perduraría la cos­tumbre de congregarse para resolver sus problemas judiciales menores (...) los emigrantes habrían llevado estas prácticas al norte en el siglo VIII y los repobladores las habrían luego llevado al valle del Duero» y más adelante «Las leyes leonesas presentan a los ciudadanos de León, pertenecientes a la nueva clase de los hombres libres que estudiamos, admitidos a pruebas judiciales de abolengo germánico y les otorgan derecho de venganza, en la España cristiana probablemente de origen visigodo. Y es precisamente en los fueros otorgados a los municipios en lo que se agruparon los hijos y los nietos de los pequeños propietarios libres asturleoneses donde Ficker e Hinojosa han encontrado huellas más claras del derecho germánico en España. Será por ello aventurado negar que entre los boni homines que la repoblación creó en el reino leonés figuraron muchas familias de sangre gótica» y «Muchos textos nos demuestran en efecto que en el con­cilium y ante los boni homines se hacían las donaciones y las conpra­ventas, se nombraban los ejecutores al uso germánico y se acordaba todo género de contratos» (Sánchez Al­bornoz 1978, 77-78; 174 y 181-182). En este ámbito del derecho los godos populares de la meseta practicaron lo que luego sería llamado por los cas­tellanos fuero de albedrío o derecho consuetudinario, interpretado por un juez popular o mejor dicho dos: los guzmans (literalmente los "hombres buenos") y "hombres buenos" llama­rían luego los castellanos a sus jue­ces (los célebres "bisjueces"). Los usos jurídicos germánicos que apare­cen en Castilla, repudiados por el Fuero Juzgo, una compilación esen­cialmente de derecho romano, eran, entre otros, la responsabilidad penal colectiva, extendida a los parientes o conciudadanos del ofensor; la ven­ganza privada, la prenda extrajudicial y otras formas de tomarse la justicia por sí mismo, sustrayéndola a la au­toridad pública; el duelo judicial; los compurgadores o conjuradores que acompañaban a quien debía justifi­carse mediante juramento y juraban con éste no siendo necesario el cono­cimiento el hecho objeto de tal justi­ficación etc. Estos usos no aparecen sólo en la Castilla condal sino en la totalidad del Reino leonés.

Pero sigamos a Antonio Hernán­dez en su comparación de ambas so­ciedades: «En cuanto a la vida fami­liar, los visigodos eran celosísimos guardianes del honor conyugal, no circunscrito solamente a los dere­chos del varón sino a los de la mujer. No es necesario aportar prueba al­guna (la Historia habla) para com­probar la importancia y la gravedad de todos los asuntos relacionados con la fidelidad conyugal entre los castellanos de los primeros siglos; pundonor que, pasando por las Parti­das, con terribles penas para el adul­terio, llega hasta el siglo de Oro de la literatura de Castilla; recuérdese el ya proverbial "honor calderonia­no" que ha llegado hasta nuestros días. La severidad de las leyes visi­godas para defender la familia está bien patente: se imponía la pena de muerte por el uso o la entrega de drogas para causar el aborto. En cuanto a la aplicación del derecho de gentes, en el que Castilla y León destacarían por su humanismo, tene­mos antecedentes en las disposicio­nes del rey Wamba en su expedición a Septimania tras la rebelión del du­que Pablo, donde castigó severamen­te a los soldados culpables de sa­queo y ultrajes y ordenó circuncidar a los violadores de mujeres».

«Por contraste, los visigodos eran extraordinariamente tolerantes en materia religiosa. Pocos pueblos han merecido mejor el calificativo de tolerantes: un visigodo fue el que increpó a Gregorio de Tours, pro­bándole que era deber de cristianos tratar con respeto lo que para otros era objeto de veneración, incluso los ídolos de los gentiles. Mientras per­manecieron en el arrianismo jamás intentaron entrometerse en los asun­tos doctrinales católicos (..) Esta tolerancia es norma en todo el Reino de Castilla y León desde el siglo VIII al XIII, llegando incluso a titularse Alfonso VI y Alfonso VII como Em­peradores de las Tres Religiones».

«Por lo que respecta a la orga­nización social, los visigodos eran un pueblo de ganaderos y agriculto­res. Entre las clases populares del norte (la meseta), la propiedad pri­vada apenas estaba desarrollada, no así entre las clases altas que se asen­taban principalmente en la Corte de Toledo y que eran propietarias de grandes latifundios. De ahí vendría después la separación clasista (que no racial o nacional) entre leoneses y castellanos, latifundistas lo prime­ros y comunales los segundos, como veremos detalladamente más adelan­te, aunque descendientes de godos eran tanto unos como otros, en bue­na parte». En realidad, no podría hablarse en justicia de una frontera geográfica neta entre una Castilla popular y un León señorial: sólo ca­bría hablar de una mayor intensidad de la presencia de unas estructuras socioeconómicas o políticas determi­nadas en momentos y espacios deter­minados. Castilla conoció los señorí­os, laicos y eclesiásticos y León mu­chas comunidades con instituciones comunales. Basta ojear los trabajos, ya clásicos, de Sánchez Albornoz, Julio González, Julio Valdeón, Sal­vador de Moxó, Emilio Mitre y tan­tos otros.

«La unidad económica de habi­tación era la aldea o marca cuyos miembros poseían colectivamente el ganado y las tierras, los cuales se sorteaban periódicamente entre los miembros de la marca para su apro­vechamiento particular; sólo la casa y el huerto situado alrededor de ella eran propiedad privada y enajenable de cada uno. Los pastos, los montes y los bosques eran propiedad comu­nal (Allmende) y de aprovechamien­to colectivo. También las faenas agrícolas se realizaban colectiva­mente ¿Cabe encontrar algo más parecido al sistema que luego des­arrollarían los primitivos castellanos al comienzo de la Reconquista?». Sánchez Albornoz (1978, 167-72) sostiene que estos sistemas comuna­les de trabajo tienen su origen en el «sistema germano de explotación coactiva de los campos de labor y de aprovechamiento colectivo de la All­mende», aludiendo a su pervivencia en algunos lugares de Castilla (Comarca de Riaño o Zamora) en el siglo XIX.

«En el orden económico, los visigodos aportaron notables mejo­ras en la agricultura y la ganadería en los lugares en los que se estable­cieron, como por ejemplo la intro­ducción de la alcachofa, desconoci­da en la Hispania romana y que ellos trajeron consigo; el cultivo del man­zano para al fabricación de sidra, la explotación intensiva del trigo y, por último, la mejora y aumento de la cabaña ganadera, que floreció a partir del siglo V. Se desarrolló mu­chísimo, en efecto, la ganadería la­nar (tan importante en la economía de la primitiva Castilla y herencia directa de la economía goda popu­lar), y nos consta el hecho de que ésta pasó a ser, precisamente en aquel momento, transhumante, aban­donando su antigua categoría esta­bulada, única en la Hispania roma­na. Fundamentalmente enfocada a la producción lanar mientras que la de cerda, que también alcanzó mucho más auge que durante el periodo ro­mano, lo estaba a la alimentación. Grandes rebaños transhumantes y cría doméstica de cerdos para con­sumo familiar: otra herencia que los castellano leoneses recogieron de sus abuelos visigodos. Dedicaron al ga­nado caballar una especial atención por su utilidad bélica ya que todo godo libre que pudiera mantener un caballo entraba a formar parte de los cuerpos montados: un clarísimo antecedente de lo que después en Castilla se llamará caballería villa­na».

Estos sencillos apuntes delinean, efectivamente, una transición sin so­lución de continuidad entre las co­munidades visigodas y el pueblo cas­tellanoleonés. Pero son más y de di­ferente orden los testimonios que encontramos de la presencia germá­nica. La arqueología nos habla de la pervivencia de estilos en artes meno­res, de la perpetuación de costumbres funerarias o de los estilos arquitectó­nicos: el ya mencionado arte asturia­no, las iglesias rupestres (aunque éste es un tema espinoso) o la posible da­tación posterior a la conquista musul­mana de algunas iglesias visigodas.

Por su parte, la diplomática documenta un gran predominio de la antroponimia germánica entre los castellanos y leoneses de los prime­ros siglos: alrededor del 50% de pa­tronímicos reflejados en documentos civiles, subiendo hasta el 90% en las clases altas, siendo harto sabido que sólo a personas de origen germánico se les daba un nombre de ese tipo, aunque los de origen latino, griego, etc., podían corresponder en muchos casos a germanos (son numerosos los documentos en los que se especifica que un godo con nombre germánico es conocido también por otro latino). Los documentos están firmados o mencionan a hombres de todas las clases sociales que se llaman Frede­nando, Godosteo, Soario, Ruderig, Sinderedus, Gundisalvus, Ulfilas, Ibbas, Uldila, Sisbert, Segga, Granis­ta, Wildigern, Liuva, Argimund, Fro­ga, Afrila, Guldimir, Ricimir, Akhila, Sintharius, Geila, Floresindus, Gu­discalcus, Ranosindus, Argebald, Gundefred, Eldigis, Wiliesind, Wal­demir, Recaulfo, Idulfo, Ervigio, Fa­vila, Fruela o a Alonso, Alvaro, Ber­mudo, Gonzalo, Guerra, Guardia, Ramiro Manrique... pero también a Ermenesinda, Elvira, Urraca, Matil­de, Benilde, Alodia, Berenguela, Brunequilda, Gasuinda, Ingundis, Goisvinda, Gosuinda, Hiduarens, Ringuntis, Ermenberga, Hildoara, Hilda, Liuvigoto, Teudigoto, Cixilo, Egilo, Ello, Elduara, Giselawara, Monnia, Ginta, Glarea, Adergoto, Anderquina, Guntroda, Flagina, Ar­gilo, Gutina... nombres visigodos de infanzones, campesinos, iudices o monjes.

Pero la documentación diplomáti­ca ofrece una información sobre la presencia visigoda en el origen de Castilla o León de tal magnitud que apenas podría describirse. Un botón de muestra: Los títulos de infanzonía que se concedían desde la corte de Oviedo a los descendientes de los filii primatum visigodos, condes de las ciudades o jefes de marcas o al­deas de Tierra de Campos, son, por ejemplo, muy numerosos en la Casti­lla condal. En tiempos de García Fer­nández unos 600. Siendo los infanzo­nes un grupo minoritario entre los godos podemos hacernos una idea de la importancia del elemento visigodo en la pequeña Castilla de ese mo­mento.

La toponimia nos ofrece una enorme cantidad de nombres de po­blaciones que denotan un origen eti­mológico gótico formados a partir de los términos burg, godo, guz o antro­pónimos germánicos. Hernández (1982, 59-60) proporciona más de un centenar distribuidos por el triángulo que forman las provincias de Santan­der, Salamanca y Soria. Frente a este número, por ejemplo, sólo son once, y circunscritas, salvo dos excepcio­nes, a los rincones nororientales de las provincias de Burgos y Palencia, las poblaciones que por su nombre delatan el origen vascón de sus repo­bladores. No obstante, la toponimia y la antroponimia documentan la pre­sencia de cierto numero de elementos vasco-navarros ( esencialmente nava­rros) en la Extremadura castellano­leonesa (grosso modo las tierras al sur del Duero hasta las sierras) con­centrados especialmente en la pro­vincia de Ávila. Vease por ejemplo Villar (1986, 103-116). Sin embargo, su numero es en verdad pequeño, y en él se incluyen ademas los de ori­gen riojano, resultando discutible la adscripción vascona de algunos de ellos.

En otro campo Hernández nos proporciona una interesante indica­ción relativa a las danzas de espadas o del paloteo, muy comunes en las tierras castellanas, especialmente en la septentrionales, y que para etnólo­gos alemanes (Hernández 1982, 65­66 y notas 16, 17 y 18) serían danzas germánicas de carácter guerrero, idénticas a las que aun se conservan en las islas de Frisia y de Islandia y cuya preservación entre las comuni­dades rurales visigodas y castellano­leonesas es lógica por razones socia­les y culturales y que resulta imposi­ble por razones de la misma naturale­za que fueran patrimonio de los pue­blos célticos del norte peninsular.

Pero uno de los elementos cultu­rales en los que se hace más visible la huella germánica es en la épica. Los cantares de gesta son, en verdad, cánticos guerreros y leyendas tradi­cionales góticas. Se sabe que se can­taban ya en el siglo IX. Cantos heroi­cos tradicionales pertenecientes a un pueblo nuevo. En realidad, cantos tradicionales pertenecientes a un pueblo antiguo, el godo, que perdura en sus descendientes biológicos cas­tellanos y leoneses. Estos cantos na­rran las hazañas de los héroes anti­guos y de los presentes. Se recuerdan los antiguos: los Carmina Maiorum de los que habla San Isidoro (Menéndez Pidal 1969, 26-27) y se componen otros siguiendo patrones semejantes. Escribe Menéndez Pidal (1974, 19 y ss.) «...conviene suponer para la épica castellana esos mismos orígenes germánicos (que la épica francesa) (...) Tácito nos habla de antiguos cantos de los germanos que servían de historia y de anales al pueblo, y nos indica dos asuntos de ellos: unos celebran los orígenes de la raza germánica, procedente del dios Tuistón y de su hijo Mann (esto es una epopeya etnogónica); otros cantaban a Arminio, el libertador de la Germania en tiempos de Tiberio (una epopeya enteramente histórica). Más tarde, el uso de estos cantos narrativos está atestiguado respecto a varias de las razas germánicas que se establecieron en territorio del Im­perio romano: lombardos, anglosa­jones, borgoñones y francos. Por lo que hace a los establecidos en Espa­ña, la existencia de estos cantos está afirmada por testimonios diversos (...) En apoyo de este presumible en­tronque de la epopeya castellana con las leyendas de la edad visigoda, no­taremos que la sociedad misma re­tratada en esa epopeya tiene un ca­rácter fuertemente germánico que enlaza a su vez son las instituciones y costumbres de los visigodos, reto­ñadas en los reinos medievales. En la épica castellana el rey o señor, antes de tomar una resolución con­sulta a sus vasallos, clara manifesta­ción del individualismo germánico. El duelo de los dos campeones reve­la el juicio de Dios, y se acude a él tanto para decidir una guerra entre dos ejércitos como para juzgar sobre la culpabilidad de un acusado. El caballero, en ocasiones, pronuncia un voto lleno de soberbia y difícil de cumplir, costumbre que proviene de un rito pagano conocido entre los germanos. La espada del caballero tiene un nombre propio que la distin­gue de las demás. Se cortan las fal­das de la prostituta como pena infa­mante. El manto de una señora es, para un hombre perseguido, asilo tan inviolable como el recinto sagra­do de una iglesia. Y así otros muchos usos. Pero no hablamos sólo de usos aislados. Las más significativas cos­tumbres germánicas se constituyen como el espíritu mismo de la epope­ya». Y a lo largo de varias páginas deliciosas Menéndez Pidal señala la presencia en la epopeya castellana todos los rasgos psicológicos y socia­les que Tácito hace propios de los hombres del Norte: embriaguez, su­ciedad o pereza, pero también inde­pendencia indomable, castidad y fi­delidad; su sistema de congregar la hueste o el ardor belicoso en presen­cia de la mujer; los consejos de los hombres de armas y el gusto por lle­gar tarde; la venganza obligatoria para todos los parientes y la inexis­tencia de perdón para el adulterio: El acto ritual infamante de desnudar a la mujer adúltera en público que Tácito describe, resuena en los versos del romancero: «Yo te cortaré las faldas por vergonzoso lugar /por cima de las rodillas un palmo y mucho más». Una valoración reciente de las ideas de Menéndez Pidal sobre el origen de la épica castellana puede verse en Millet (1998 11-28).

Pero otra aproximación al mun­do de la épica nos puede revelar otros aspectos para muchos quizá inesperados. Ana Ma Jiménez Garni­ca llama la atención en su introduc­ción a la traducción del Cantar de Valtario de Luis Alberto de Cuenca (Madrid 1998), poema muy relacio­nado con el castellano de Gaiferos, sobre la coexistencia de dos mundos en conflicto en el poema, el pagano y el cristiano. Valores de ambos mun­dos se contraponen y algunos de los protagonistas aparecen caracteriza­dos con los rasgos definitorios de los grandes dioses del panteón germáni­co (Wotan Tiwaz..) Pero lo más no­table sería, según Jiménez Garnica que «...bajo el aparente carácter profano de Waltharius, la atención se centra en el héroe y en su conflic­tivo proceso interno de espirituali­dad, lo que es rasgo común a la épi­ca germánica y causa de su específi­co carácter trágico y fatalista (...) para regresar a su patria tiene que superar una serie de disciplinas psi­cológicas y físicas que le capacita­rán como futuro monarca». Además, Waltharius parece reunir en su perso­na una «síntesis trifuncional»: tras la batalla ejecuta actos rituales germá­nicos a divinidades correspondientes a los tres ámbitos funcionales. En definitiva, estamos ante una poesía que en palabras de Menéndez Pidal (1974, 28) tuvo «que nacer entre los descendientes de los germanos esta­blecidos en España, los que ocuparon aquellos Campos Góticos, en cuyo límite oriental surgen las pri­meras manifestaciones épicas cono­cidas» y que, mostrando un mundo de valores germánicos, fueron quizás el refugio de una sabiduría que ape­nas podía transmitirse por otros me­dios.

Pero la herencia germánica en Castilla no se agota en los campos que hemos mencionado hasta ahora. La etnología, la antropología social, que documentan la pervivencia en el folclore y los usos sociales de ritos y costumbres de raigambre germánica, y sobre todo la lingüística son cam­pos que no hemos abordado (salvo la mención a danzas o topónimos y an­tropónimos), dado que esperamos tratarlos, junto a un análisis detallado del derecho consuetudinario germá­nico, en un próximo trabajo.
Con todo, nuestro objetivo ha sido únicamente llamar la atención no sólo sobre lo inmenso de la huella germánica en nuestro pueblo, sino sobre todo, como alguien ha escrito ya, sobre el germanismo como «alcaloide de lo castellano», como eje, como Irminsul, alrededor del cual se despliega en todas direccio­nes aquello que sólo cabe definir con su propio nombre: Castilla.

Olegario de la Eras

Notas:

1.Poema de Mio Cid, Introduc­ción y notas de Ángeles Cardona de Gibert y Joaquim Rafel Fontanals y versión modernizada de Maria Juana Ribas, 128 edición, Barcelona 1982, pp. 288, versos 2020-2022.
2. No obstante, es preciso señalar que en los últimos decenios se ha revisado el conjunto de necrópolis atribuidas a los visigodos, eliminán­dose un cierto número de ellas, ya que se ha establecido su carácter tar­dorromano y su cronología anterior al asentamiento de los germanos, las cuales presentan un ajuar militarizan­te pero no son atribuibles en ningún caso a los visigodos (García Moreno 1989, 79). No sabemos en qué medi­da este hecho podría afectar a los porcentajes que ofrece Varela, en todo caso es posible que de aquí sur­giera un aumento proporcional del tipo nórdico aunque por ahora no es posible afirmar nada con seguridad.

Referencias

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