miércoles, noviembre 29, 2006

La hora de la micro-política (Robert de Herte. Revista Elements.2001)

La hora de la micro-política

Robert de Herte
(seudónimo de ALAIN DE BENOIST)

En la era de la modernidad, la política ha sido pensada de manera esencialmente institucional o contestataria de la institución. El poder central era el objetivo de las prácticas y las luchas políticas. Cuando los descontentos eran demasiado numerosos, asistíamos a movimientos de cólera, e incluso insurrecciones. Hoy se asiste a su implosión. Hoy no nos movilizamos, nos desentendemos. No solamente sucede que los poderes oficiales son cada vez más impotentes, sino que la abstención no deja de progresar. Por muy "cercanos al pueblo" que pretendan estar, los políticos se esfuerzan en vano por asegurar de forma patética su apuesta por la "transparencia", sus programas ya no interesan a nadie.

Aquellos que no comprenden que el mundo ha cambiado se sienten desolados. Ven desaparecer algo que era considerado ya como familiar a sus vidas y constatan una sensación de ruptura. Confunden el fin de un mundo, el suyo, con el fin del mundo. Olvidan que la historia está abierta, y que aquello que es superado anuncia nuevas recomposiciones. Como la ola, dice Michel Maffesoli, que avanza mientras parece recular.

No hay que confundirse de cara a este movimiento de "reacción", al interpretarlo como una "deserción" de tipo clásico. Se trata en verdad de una nueva "secesio plebis". Como a imagen de un individuo, cuando su cuerpo ya no sigue a su voluntad. Pero aquí, hablamos del cuerpo social. Dentro de este movimiento de sedición instintiva, el cuerpo social se desvincula de la consciencia de la institución, del poder estatal. No se reconoce más en lo instituido, en la clase política. No es que se haya vuelto indiferente a todo. Solo es que ha comprendido que la verdadera vida esta fuera de ahí.

Esta dinámica es desconcertante puesto que, contrariamente a lo que estamos acostumbrados a ver, no tiene un fin pre-establecido. No está guiado por vastas teorías, no se fija grandes objetivos a conseguir. Las grandes nociones abstractas (patria, clase, progreso, etc) a la luz de los que habíamos querido cambiar el mundo para hacerlo mejor, tuvo por efecto convertirlo en peor, de forma que hoy se nos aparecen como vacíos de sentido. La Historia (con mayúscula) se ha retirado del escenario en beneficio de las historias particulares, al igual que las grandes epopeyas en beneficio de las narraciones locales. Después de quince siglos de doctrinas que pretendieron decir como el mundo debía de ser, volvemos a la idea de que el mundo debe ser entendido tal y como es. No hay que temer este movimiento, de este funcionamiento a la vez opaco y prometedor.

La mundialización, que constituye actualmente el marco de nuestra historia, no es menos paradójica. Por un lado, es unidimensional, por lo que parece provocar por todos los lados la extinción de la diversidad bajo todas sus formas. Por otro, supone una fragmentación inédita. De esta manera, restituye la posibilidad de un modo de vida "auto-político", fundado sobre la auto-organización a todos los niveles, y además la posibilidad de un tipo de práctica democrática que se había vuelto impracticable dentro de los grandes conjuntos nacional-unitarios.

La acción local permite ciertamente vislumbrar un retorno a la democracia directa, de tipo orgánico y comunitario. Una democracia de este tipo, tiene en cuenta tanto el momento de la deliberación como el de la decisión, e implica sobre todo una importante participación. Se basa también en las nociones de subsidiariedad y reciprocidad. Subsidiariedad: que las comunidades puedan en lo posible decidir por sí mismas aquello que les concierne, y que no deleguen a un nivel superior más que la parte de poder que ellas mismas no puedan ejercer. Reciprocidad: que el poder de decidir otorgado a algunos esté acompañado del poder dado a todos de controlar a aquellos que deciden. Esta forma de gestión responde a la definición de poder dado por Hannah Arendt, no como un contrato, sino como un poder de hacer y de actuar juntos. Vuelve a pensar la política a partir de la noción de autosuficiencia, buscando crear las condiciones para esta autosuficiencia a todos los niveles: familias ampliadas o recompuestas, comunidades vecinales, de ciudades y de regiones, comités locales, sistemas inter-comunales, ecoregiones y mercados locales.

La Revolución de 1789, al consagrar los derechos del individuo independiente de toda pertenencia comunitaria, ha pretendido poner fin a un sistema de asociacionismo, al que reprochaba hacer de "cortina de humo" entre el individuo y el Estado soberano. Rousseau no era ni mucho menos hostil al régimen asociativo, del que Tocqueville hizo tras él uno de los útiles de la libertad. En el siglo XIX, el modelo de representación no ha dejado competir en lugar del de asociación. "La idea proudhoniana de federalismo, recuerda Joël Roman, fue explícitamente propuesto en oposición a la representación política, y el naciente movimiento obrerista se encontrará ligado en primer término a la noción de asociación". Este modelo ha inspirado mas tarde experiencias muy diversas (concejistas, comunitarias y cooperativas). Estamos viendo como renace en nuestros días, con un nuevo rostro.

La noción de comunidad está directamente ligada al de la democracia local. Al mismo tiempo que una realidad humana inmediata, la comunidad es un instrumento de creación del imaginario social. Es a partir de ésta que es posible hoy recrear lo colectivo. La dimensión colectiva asocia a aquellos tienen una causa por alzar en común: pertenecen a mi comunidad aquellos que, en la vida diaria, se enfrenta a los mismos problemas que yo. Poner el acento sobre las comunidades significa rehabilitar las "matrias" carnales, concretas, frente a la patria abstracta, inmensa, anónima y lejana. Este re-enraizamiento dinámico, abierto, no significa una regresión, un cerramiento o una sustitución. Privilegia las nociones de reciprocidad, de ayuda mutua, de solidaridad con lo próximo, de intercambios de servicios y de economías paralelas, de valores compartidos. La resistencia a la homogeneización planetaria no podrá operarse más que a nivel local.

Pensar globalmente, actuar localmente: ésta es la clave de la micro-política. Se trata de terminar con la autoridad y la expertocracia que nos vienen dados desde arriba, dictando desde lo alto de la pirámide las reglas generales, así como con una sociedad donde la riqueza aumenta al mismo ritmo que se desagrega el vínculo social. Contra la mentalidad de asistencia y el Estado-Providencia, se trata de trabajar por la reconstrucción de los vínculos de reciprocidad, la resocialización del trabajo autónomo, la aparición de nuevos "nichos" sociales y la multiplicación de "nudos" en el seno de las "redes" asociativas. Se trata de hacer reaparecer al "hombre habitante" por oposición al hombre que no es más que productor y consumidor. Se trata de colocar lo local en el centro, y lo global en la periferia. Retorno al lugar, al paisaje, al ecosistema, al equilibrio. ¡ La verdadera vida está por fuera del sistema !

[Revista Elements, primavera 2001]

http://www.angelfire.com/folk/celtiberia/

viernes, noviembre 24, 2006

El deplorable escrito " Por la Castilla total" de Claudio Sánchez Albornoz y respuesta de Comunidad Castellana (Informativo Castilla 1981)

Por la Castilla Total


Ha llegado la hora de defendernos unidos, castellanos y leoneses, de un nuevo tremendo peligro. Unidos sobreviviremos; separados, seremos piltrafas de las comunidades autónomas: Cataluña, Euskadi y Galicia. Las ocho provincias andaluzas, asunto otrora de diversos reinos y mucho más diferenciadas que las de León y Castilla, han sabido unirse. Sólo León y Castilla pesaremos en la España en formación.

Depongan egoísmos y ambiciones personales. Déjense de hacer lucubraciones históricas. La meseta del Duero constituye una unidad. Únanse todos los leoneses y castellanos. Formen un frente cerrado y poderoso para constituir una región autónoma, que pueda defenderse de los zarpazos de los demás y mirar el porvenir con esperanza. Si por mí fuera constituiríamos una unidad desde el Cantábrico a Andalucía. Pero todos quieren ahora ser cabeza de ratón. Están intentando organizar una región autónoma: La Mancha.
¿Seremos castellanos y leoneses tan cretinos que no sepamos formar una fuerza que no pese en España? Nuestros hijos y nuestros nietos nos maldecirán si por ambiciones personales siempre bastardas, dejamos pasar la coyuntura actual.
Me acerco a los ochenta y ocho años. No tengo otra ambición que contribuir a la gloria de España y de nuestra tierra castellanoleonesa que hizo a España. Unidos, adelante. Maldición para los que se opongan a esta unión de los hermanos de León y de Castilla.

Claudio Sánchez Albornoz




LA CARTA DE DON CLAUDIO

Ciertos grupos y medios partidarios activos del ente ,como arma arrojadiza contra los que, por declararnos sencillamente castellanos, no somos afectos a esa entidad inventada, castellano-leonesa, que desconoce la diferente identidad de dos grandes pueblos: el de León y el de Castilla.

Con todos los respetos al señor Sánchez Albornoz, su escrito nos parece deplorable. No se trata de oponerse o no a la unión «de los hermanos de León y Castilla». Don Claudio, muy cristiano él, maldice a los que se opongan a esa unión. Pero no es eso. Nosotros nos sentimos fraternalmente unidos a los leoneses, y también, ni más ni menos, a los vascos, a los catalanes, a los gallegos, a los aragoneses, a los andaluces. y en una palabra, a todos los pueblos de España. Castilla está en España; es parte de la nación española, de la patria común de todos, y en Comunidad Castellana nos sentimos identificados y solidarios con todos los españoles.

La cuestión es organizar razonablemente, sin prisas, con orden y concierto, las regiones de España. Atendiendo, como señala la Constitución, a sus factores comunes de carácter histórico, cultural y económico: por este orden.

Nosotros pensamos -en este sentido- que León es una región y Castilla es otra. Así de sencillo. En una España que -a pesar de lo que dice, con gravísimo y pernicioso error, el señor Sánchez Albornoz, no la ha hecho sólo Castilla, ni es Castilla su entidad más importante y significativa. España es la obra, la empresa común de todos sus pueblos, que han forjado la nación española a lo largo de los siglos, en ese proceso de esfuerzos, sacrificios, glorias y servidumbres que es la historia de todos los españoles.

Si España fura hechura sólo de Castilla -como afirma el señor Sánchez Albornoz-, ¿qué harían en España, en una casa ajena, los otros pueblos no castellanos? Tan dañosos como los separatistas, o más, son «los separadores»: los que marginan a los pueblos españoles periféricos, a los que afirman su propia personalidad dentro del concierto español.

Olvidemos definitivamente -por contraria a la realidad y al supremo interés de la articulación armoniosa, solidaria y fecunda de España- la falsa concepción imperial de Castilla, supuesta hacedora de España. España es cosa de todos; y en esta hora del regionalismo, los castellanos -los de la modesta región o pueblo castellano, no de la Corona de Castilla, que llegaba hasta el Nuevo Mundo- no tenemos que defendernos de ningún «tremendo peligro» para no ser «piltrafas de las comunidades autónomas: Cataluña, Euzcadi y Galicia».

No es eso, don Claudio. Cuidado con la xenofobia. No se trata de que hayamos de unirnos con los leoneses para pelearnos con catalanes, vascos y gallegos. No quiera usted resucitar la imperial Corona de Castilla y León, convertida en para meter en cintura a los «díscolos, pueblos periféricos.

España es algo más hermoso, más solidario y entrañable. Todas sus regiones -León, como Castilla, como Cataluña, como el País Vasco, como Andalucía, etc tienen ante sí otra tarea infinitamente más rica y creadora: hacer que cada día España, en sus diferentes pueblos y tierras, sea más equilibrada y armónica, y sus gentes profundicen la comprensión mutua, el sentimiento y el afecto de su común condición española.

Castilla nº 12 febrero-marzo 1981

jueves, noviembre 23, 2006

Oración del Conde Fernán Gonzalez por el pueblo castellano

ORACION DEL CONDE FERNAN GONZALEZ
POR EL PUEBLO CASTELLANO

Valasme, dijo, Cristo, yo a ti me encomiendo,
en coyta es Castilla segund que yo entiendo.

Señor, ya tiempo era, si fuese tu mesura,
que mudases la rueda que anda a la ventura;
asaz han castellanos pasada de rencura,
gentes nunca pasaron a tan mala ventura.

Cuando entendió que era de Castilla señor,
alzo a Dios las manos, rogo al Criador:
Señor, tu me ayuda -que soy muy pecador-,
que yo saque a Castilla del antiguo dolor.

Dame, Señor, esfuerzo, seso y buen sentido,
que yo tome venganza del pueblo descreído,
e cobren castellanos algo de lo perdido,
e te tengas de mi en algo por servido.

E, Señor, luengo tiempo ha que viven mala vida,
son mucho apremiados de la gente descreida,
Señor, rey de reyes, aya la tu ayuda,
que yo torne a Castilla a la buena medida.

Si por alguna culpa cayermos en tu saña,
non sea sobre nos esta pena tamaña,
ca yazemos cautivos de todos los de España,
los señores ser siervos tengolo por fazaña.

Tú lo sabes, Señor, que vida enduramos,
non nos quieres oir maguer que te llamamos,
no sabemos con queja que consejo prendamos.
Señor, grandes e chicos tu merced esperamos.

Señor, esta merced te querría pedir,
siendo tu vasallo, non me quieras fallir,
Señor, contigo pienso atento conquerir,
porque aya Castilla de premia a salir.

(Poema de Fernán González. «Cuando iba el mozo las cosas entendiendo... » Estr. 178 ss.).

Segovia tenía razón (José María Codón.Diario de Burgos 1981)

Segovia tenía razón

José María Codón

Hace treinta años, cuando éramos muy pocos los que nos preocupábamos de temas regionales, esbocé una "Teoría de Castilla" en una conferencia pronunciada en la Mesa de Burgos en Madrid, Allí expuse las relaciones directas, dinámicas, vivas e ininterrumpidas, de Burgos con Segovia, como integrantes ambas de !a fecha inicial de expansión de los cuatro condes soberanos, que por eso se llama y se llamó "Castilla la Vieja". Después con la lectura de los maestros regionalistas, sobre todo los segovianos, he afirmado mis ideas, sobre la dualidad de regiones históricas, dentro de la Corona de Castilla, reino de León, capital León y reino de Castilla la Vieja, capital Burgos, Cabeza de Castilla. Una realidad que duró setecientos años. Dos regiones diversas pero compenetradas.

Los desmembradores de nuestros días no se percatan de que Castilla - la Corona de Castilla - abarca en 1833 treinta y seis provincias de las de ahora. En dicho año el liberal Javier de Burgos, más que con una pluma, con un bisturí, en la mano, trucidó los viejos reinos, y el centralismo barrió como un ventarrón los órganos y la autonomía de los mismos para convertirlos en departamentos provinciales. Borró hasta el nombre de las regiones, que se refugió simplemente en el papel escrito y éste a su vez en las escuelas se hizo tradición oral. Así todos hemos recitado estas agradables cantinelas: "Castilla la Vieja, tiene seis provincias: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Avila. León tíene cinco provincias: León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia".

El resultado fue la agonía y muerte de las regiones. Como dijo con gracia Moneva Puyol, resultaron al cortarse la piel de España, cincuenta gatas muertas (las provincias), pero no un león vivo.

¿Qué no ha habido conciencia regionalista en Castilla? Ha existido siempre conciencia regional, y en determinados momentos regionalista, sobre todo frente a los separatismos exacerbados. Díganlo sino: En Soria, Elías Romera. Clemente Sáenz, el Conde de la Puebla de Valverde y Carazo; en Segovia, Tudela, Arévalo, Cerón, Gila, los dos Carreteros, González Herrero y el periódico "Tierra de Segovia": en Santander, Menéndez Pelayo, Pereda, Fernández de Velasco, Romero Raizábal v Marcial Solana; en Burgos, Merino, el conde de Orgaz, Estébanez, Gómez Rojí, Cortés, Diez Conde, Cominges, Zumárraga, Martínez Burgos, el diario "El Castellano" y el semanario "Tierra Hidalga"; en Avila. Belmonte, Ayúcar, Santamaría, La Orden y otros; en Logroño, Mazón, Zaldívar, Pas cual y Purón.

Con tales antecedentes, viene en estos días la moda de las mal llamadas autonomías y preautonomías. Sin consultar a equipos de expertos, historiadores y administrativistas o a los Colegios de Abogados, como se hace en todo el Mundo; y a las Universidades y Academias correspondienles, se dicta un decreto ley el de 13 de Junio de 1978 en que se funden seis provincias de Castilla la Vieja (para mi son ocho con Cuenca y Guadalajara) y las cinco de León. Y paralelamente se parte por la mitad a Castilla separando la Vieja de la Nueva, que se complica con el nombre de Castilla- La Mancha

Y así resulta, que unas corrientes minoritarias de Santander y Logroño, al amparo de tanto confusionismo, logran iniciar la desmembración, cuando la primera siempre perteneció no sólo a Castilla, con el nombre de Montaña de Burgos, sino a la provincia de Burgos, de la que fue un partido judicial en 1833 y lo mismo Logroño que no existía como provincia y fue un partido judicial de Burgos hasta la misma fecha. Y sin embargo, ahora se las quiere conceptuar "regiones históricas".

Al intentar privar a Burgos de la capitalidad, al decapitar a la Cabeza de Castilla, que cuenta con mil cien años en el rango, más los precedentes celtibéricos, hasta el siglo I de Jesucristo, se ha dado cuenta la ciudad del Arlanzón, del peligro del hibridismo Castilla-León (tres votos de la Castilla residual, contra cinco leoneses) sin información pública, sin orden del día, sin citarse a las seis provincias de Castilla como requiere el artículo 147 de la Constitución, el pueblo realizó la manifestación más multitudinaria y espontánea el pasado 26 de Junio) que se ha celebrado en Burgos en los últimos años, llevando a la cabeza a todas las fuerzas vivas. La moción del Ayuntamiento en pleno de defender la capitalidad y las palabras del alcalde y oradores que le antecedieron dirigidas a la multitud y las bases aprobadas por los manifestantes, separación del distrito universitario de Valladolid y constitución de Castilla la Vieja, con las seis provincias y al otro lado, el reino de León, con capitalidad en León, hermano pero distinto. Los vivas a Sepúlveda y a Segovia y los gritos de “Segovia tenía razón" se lanzaban a pesar del frio y la lluvia y de todos los "factores adversos".

Y mientras llega, esa unidad orgánica de las seis provincias con la Cabeza de Castilla se pensó que sea instrumento de unión a autonomía uniprovincial, régimen transitoria sin otra justificación que la de llegar a la unión de las provincias de Castilla la Vieja.

Esta ha sido siempre la tesis segoviana. Segovia tenía razón y tiene el argumento del artículo 147 y de la disposición transitoria séptima de la Constitución. No tengo información de la postrera sesión del Ayuntamiento. Pero es evidente que la literatura regionalista y el sentir del pueblo segoviano coinciden en la integración de todas las provincias de Castilla Vieja.

¡No cejéis segovianos, pues camináis hacia una meta común del brazo de nosotros, los burgaleses


«Diario de Burgas», 4 Agosto 1981

LA FALSA CASTELLANIZACIÓN DE LEÓN Y OTRAS FABULACIONES (A. Carretero.El antiguo Reino de León.Madrid 1994)

LA FALSA CASTELLANIZACIÓN DE LEÓN
Y OTRAS FABULACIONES

Los leoneses necesitan reavivar el recuerdo, de muchas cosas interesantes que, generación tras generación, se están olvidando. Y, sobre todo, es necesario acabar con mitos y falsos tópicos que dificultan el estudio de la historia leonesa y la falsean. El porvenir nacional del País Leonés lo exige.

El primero de estos mitos con que el estudioso tropieza es el de la castellanización del reino de León, por imposición de Castilla, a partir de la última unión de las coronas en 1230. Salamanca -decía Unamuno- «perteneció al reino de León, y leonesas son las particularidades de su habla popular»; pero «tan íntima fue la unión de ambos reinos que los leoneses no tienen empacho alguno en llamarse castellanos» (42). La confusión de lo leonés con lo castellano que esta cita pone de manifiesto no es consecuencia de una fusión, sino de que los leoneses suelen aplicar el nombre de Castilla a su propia tierra desplazándolo de la realmente castellana, porque, a pesar de todos los esfuerzos mistificadores, el nombre de León no se puede borrar de la historia ni olvidarse por completo en general confusión.

A partir de 1230, León no se castellaniza, salvo en la lengua, ímpuesta en esta región, como en muchas partes de España y América, por una monarquía inipropiamente llamada castellana. Bien mirado el fenómeno, es Castilla la que se leonesiza -según expresión de Menéndez Pidal- al tener que adaptarse a las leyes y las instituciones dominantes en la monarquía de las coronas unidas.

Después de tal fecha, el nombre del viejo reino de León comienza a declinar en un conjunto que abreviadamente suele llamarse castellano. Ciudades tan leonesas como la propia capital del antiguo reino, Astorga, Benavente, Zamora, Toro, Salamanca, con el correr del tiempo son calificadas de castellanas; y lugares como Palencia, Villalón o Medina pasan por más castellanos que Cuenca, Alcalá de Henares o Guadalajara. La Tierra de Campos pretende desplazar el gentilicio castellano de las tierras comuneras de la Castilla del Alto Tajo y el Alto Júcar. Valladolid, «Capital de Castilla la Vieja» (43), proclaman los caciques de la ciudad del Pisuerga siete siglos y medio después de la fundación de esta ciudad por el conde leonés Pedro Ansúrez (44).

Los textos escolares de Historia de España suelen decir que en el año 1230, reinando Fernando III, las coronas de Castilla y León se juntan en una sola y que a partir de entonces ya sólo existe una gran monarquía hegemónico castellana; afirmación que implica muchas y muy graves confusiones y errores.

En primer lugar, por circunstancias casuales y secundarias, el nombre de Castilla se coloca en cabeza a pesar de que León fue antes y más importante en el proceso formativo de la nación española. El nombre de León representaba entonces toda la corona de León, es decir, Asturías, Galicia, León y Extremadura. Castílla encabezaba originalmente el grupo vasco-castellano de tierras que hasta entonces se había distinguido por el rechazo de la monarquía astur-leonesa y la defensa de sus tradíciones autóctonas, al cual se había agregado el territorio del nuevo reino de Toledo, caracterizado por su apego al Fuero Juzgo leonés. Es, pues, un hecho -detalladamente estudiado en capítulos anteriores- que a partir de 1230 las normas predominantes en el conjunto de las coronas unidas serán las tradicionales de la corona leonesa, que Alfonso X el Sabio ampliará y perfeccionará con sus famosos códigos continuadores de la legislación del Fuero Juzgo, que no de la tradición foral castellana.

El empeño confundidor se manifiesta claramente a mediados del siglo XIX, pero a partir de 1978 (cuando la nueva Constitución plantea la necesidad de definir geográficamente el mapa de las entidades autónomas) se acelera la labor de confeccionar una historia castellano-leonesa a la medida de la proyectada región de la:, cuenca del Duero. Se utiliza para ello todo el material, viejo y nuevo, que se considera propicio. Así, se castellaniza rotundamente la figura del sexto Alfonso de León (45) (después también I de Castilla), monarca profundamente leonés cuyo reinado constituye una de las etapas de la historia de la España medieval de más clara hegemonía leonesa. Su figura ha sido muy estudiada y de ella ya nos hemos ocupado ampliamente. El reinado de Alfonso VI de León y I de Castilla se caracteriza por una enconada rivalidad entre leoneses y castellanos. Personaje sobresaliente de la corte leonesa fue en esta época el famoso magnate leonés Pedro Ansúrez (46). Uno de los hechos más memorables del reinado de Alfonso VI de León y Castilla fue la conquista de Toledo por las armas cristianas, obra llevada a cabo principalmente por los guerreros leoneses. El lenguaje de la corte de Alfonso VI hablado entonces en el reino de León- era el leonés, de la estirpe lingüística del romance visigodo de la corte de Toledo.

Todo esto era sabido en 1931. Hoy no sólo es generalmente ignorado, sino que suele calificarse a Valladolid de vieja ciudad de Castilla, y aun de castizo solar de la lengua castellana. «Arrebatos de castellanismo histórico», ha dicho un erudito historiador leonés comentando con dolor esta clase de extravíos (47).

La repetición machacona de falsos lugares comunes llega a hacer mella en la pluma de serios investigadores. En el prólogo a un interesante estudio sobre Alfonso VII el Emperador de León se dice que el imperialismo castellano lo inicia Alfonso VI desde su entrada en Toledo (48). Y según un conocido diccionario enciclopédico (edición de 1979), Pedro Ansúrez fue un caudillo castellano valido de Alfonso VI (49). Presentar al conde Pedro Ansúrez como caudillo castellano del sigloXI no es disparate menor que lo sería decir a finales del xxx que el general Erwin Roemmel fue un mariscal inglés.

Los pueblos tratan, en general, de conocer y preservar su historia. Valladolid es una ciudad cuyos orígenes leoneses son conocidos con mucho detalle, así como el papel que desde el primer momento representó en la historia leonesa; a pesar de lo cual la mayoría de los vallisoletanos manifiestan persistente interés en presentarla como castellana, oponiéndose a toda versión que demuestre el error que ello implica. Ante la insistencia de estos ciudadanos en afirmar una falsa castellanía, puede decirse que -salvo raras excepciones- Valladolid es una ciudad negadora de sus orígenes.

Las incongruencias en tomo a la supuesta castellanización de León se repiten en los estudios sobre el reinado de Alfonso VII, el Emperador de León por antonomasia y el más gallego de todos los reyes leoneses. Los gallegos, encabezados por el poderoso conde de Traba y el célebre obispo Gelmírez, lo proclamaron rey de Galicia y como tal lo consagraron el año 1111 en la catedral de Santiago de Compostela, cuando apenas tenía seis años de edad. A la muerte de su madre, en 1126, fue entronizado rey de León y de Castilla en la catedral leonesa, ceremonia a la que acudieron los magnates gallegos, encabezados por Gelmírez (50).

En 1135, en una de las ceremonias más solemnes que registra la historia de la España medioeval, Alfonso VII fue coronado emperador de León en la iglesia catedral de la capital de su imperio. Con Alfonso VII el Emperador alcanzó su más alta significación política la idea imperial leonesa.

Alfonso VII murió a la edad de cincuenta y dos años. Sus restos se conservan en la catedral de Toledo, en un sepulcro con una estatuta yacente cuyos pies se apoyan en dos leones. Adornan este sepulcro escudos con las armas heráldicas de León y de Castilla, en los que el cuartel diestro es el león leonés (51), particularidad que también puede observarse en algunos otros monumentos de significación leonesa (52).

No obstante todos estos hechos, sigue siendo creencia ampliamente extendida que las tres uniones de las coronas de León y Castilla fueron otros tantos avances hacia una hegemonía castellana en el conjunto español. Algún autor llega a calificar al gallego Alfonso VII, el Emperador de León, como un rey «de formación castellanizante» (53). Y muy eminente historiador afirma que en tiempo de Alfonso VII el reino de León había recibido las instituciones de Castilla y se había incorporado al proceso constitucional de ésta (54).


Lo único verdaderamente castellano que en los siglos medioevales se extiende por España es la lengua, nacida en los confines de Cantabria con el País Vasco y tan propia de los castellanos como de los vascos, aunque éstos hayan conservado hasta nuestros días su idioma prerromano, mientras los cántabros perdieron el suyo, corno perdieron sus primitivas lenguas todos los demás pueblos de España.

El castellano se extendió mediante coercíón política como lengua oficial de la monarquía por Galicia, Asturias, León y Extremadura, desplazando lentamente al gallego y al leonés; y por Andalucía y Murcia, desplazando al árabe, desde que Fernando III lo impuso en todos sus reinos a la vez que mandó traducir el Fuero Juzgo al castellano. Resulta así, paradójicamente, que el romance castellano fue un instrumento de expansión de las leyes y las instituciones propias del reino de León por tierras no leonesas.

Después de la unión de las coronas, el reino de León siguió apareciendo institucionalmente como parte específica de la nueva monarquía. Así, las Cortes de Valladolid de 1312, reunidas por Femando IV, restauraron el llamado Tribunal de la Corte, de cuyos omes buenos cuatro estaban por Castilla, cuatro por León y otros por otras regiones (55).

Las Cortes de Burgos del año 1315, durante la minoridad de Alfonso XI, establecieron la Hermandad de los reinos de Castilla, León, Toledo y Extremadura (56). En estas Cortes figuran al lado de los procuradores castellanos los del País Vasco. En el ordenamiento a que llegaron se dispone que los alcaldes de los reinos de León, Galicia y Asturias se juntaran dos veces al año, una en León y otra en Benavente.

Sabido es que las Cortes mal llamadas de tipo castellano son instituciones de origen leonés, pues Castilla propiamente dicha no tuvo Cortes hasta mucho después de la unión de las coronas; que al principio las Cortes de Castilla se reunieron por separado de las de León; y que posteriormente, cuando se reunían juntas, a veces legislaban separadamente para los diferentes países (57).

En las leyes que se hicieron en las Cortes reunidas en Alcalá de Henares en 1348, el monarca se titula -aparte de títulos de señoríos menores- Rey de Castilla, de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Jaén y de Murcia, sin que el título leonés deje de figurar al lado del de Castilla y el de Toledo.

En estas famosas leyes, conocidas generalmente con el nombre de Ordenamiento de Alcalá, se señala al reino de León un importante lugar en las cuatro grandes circunscripciones en que quedaron divididos los reinos de las coronas unidas de León y de Castilla (58) (59).

En el ordenamiento de las Cortes de Toro de 1371 se dispuso que en la Corte regia hubiera ocho «alcaldes ordinarios»: de ellos, dos para Castilla y dos para León. León seguía, pues, figurando oficialmente a la par de Castilla (60).

Los orígenes leoneses de la Universidad de Salamanca, como todo lo referente a la cultura del antiguo reino de León, se han echado al olvido y enterrado bajo una gruesa capa de falso «castellanismo histórico» (47) (61). Triste es pensar que mientras en la segunda mitad del siglo XIX filólogos e historiadores alemanes, franceses y suecos estudiaban el antiguo idioma leonés y publicaban trabajos sobre el tema (62), la burocracia intelectual y los políticos de las Universidades de Salamanca y Valladolid vivieran al margen de tales investigaciones y aun les parecieran extravagantes. Harto ocupados estaban ellos entonces en atacar a los regionalistas catalanes y defender «como viejos castellanos» la inquebrantable unidad de España para interesarse por dialectos de aldeanos incultos con los cuales había que acabar lo antes posible.

Claro está, pues, que la idea de la castellanización del reino de León a partir de la unión de las coronas de León y de Castilla, en el año 1230, y su absorción por ésta en el conjunto de los pueblos y estados de la nueva y mayor monarquía es un error muy extendido que no corresponde a la realidad de los hechos.

Recuerda Madariaga que los españoles esparcidos por las inmensas tierras del Nuevo Mundo y por las islas del Océano Pacífico, a las que llegaban como exploradores, conquistadores y evangelizadores en nombre de los reyes del mayor imperio hasta entonces conocido, se acordaban siempre de sus respectivos pueblos y regiones de origen, con cuyos nombres bautizaban los para ellos nuevos lugares. Ya recordamos que los leoneses, extremeños y andaluces superaban, con mucho, en número a los propiamente castellanos. En una enciclopedia encontramos una población llamada León en Méjico, y otra en Nicaragua, y un estado de este nombre también en Méjico; una ciudad llamada Zamora en Méjico, y tres distritos de este nombre en Venezuela; una ciudad Salamanca en Méjico y otra en Perú; dos Valladolides en México (uno se llama hoy Morelia), uno en Honduras y otro en Filipinas. Oliveira Martíns recoge el siguiente comienzo de una alocución dirigida por Alonso Ojeda a los indios de las Antillas: «Yo, Alonso Ojeda, servidor de los altísimos y poderosos reyes de León» (63).

El mito de la castellanización de León va ligado a otros no menos perniciosos sin cuya eliminación la historia de España seguirá siendo un maremágnum de errores y falsedades.

El primero y anterior a todos es el de «Covadonga cuna de la nación española», que excluye desde el comienzo del proceso formativo de la España medioeval todas las reconquistas no asturianas, la catalana y las tres de mayores raíces prerromanas: la castellana (vasco-cántabra), la navarra y la aragonesa (ambas de estirpe vascona).

Esta tesis, providencialista en sus aspectos nacionalista y religioso, contraría la idea de una patria que, por su naturaleza, sólo puede ser concebida como obra conjunta de todos los pueblos de España.

Otro de los mitos más extendidos, a cuya divulgación mucho contribuyó la «generación del 98», es el de «España obra de Castilla», muy difundido por plumas tan prestigiosas como las de Unamuno y Ortega, y uno de los que mayores estragos ha causado durante todo un siglo en los sectores liberales del país. A esta idea errónea agrega Ortega la de que en el conjunto de los pueblos hispanos solamente Castilla es capaz de concebir a España en su plena dimensión. A este orden de invenciones literarias pertenece la del «espíritu universal del castellano», que, con gran dominio verbal de la lengua de Cervantes, expuso su paisano Manuel Azaña en memorables discursos (64) (65). Lamentablemente, la calidad literaria de todas estas creaciones intelectuales no corresponde a la realidad histórica que se proponen reflejar.

De la manifiesta incongruencia entre el mito de la «inmensa llanura castellana» y el territorio de la auténtica Castilla, así como de la disparatada identificación de este territorio con la cuenca del río Duero, ya nos hemos ocupado reiteradamente en capítulos anteriores.

Otra fabulación surgida también en el siglo xix, de menor entidad pero que contribuyó a extender el embrollo castellano-leonés y a difuminar la personalidad regional leonesa, fue el del pendón morado de Castilla, que Unamuno recoge (66). Entre 1976 y 1983, durante los años del proceso político que terminó por instaurar las entidades autónomas, circularon profusamente por tierra de Castilla y León banderas «castellano-leonesas» con el morado como color regional. El morado no puede de ninguna manera ser (como insistentemente se pretendió imponer en las incoherentes conmemoraciones de Villalar) el color de Castilla y León porque Castilla y León tuvieron colores diferentes y ninguno de ellos era el morado. Con este color los promotores de la autonomía castellano-leonesa pretendían matar tres pájaros de un tiro: acabar con el color heráldico leonés, acabar con el color heráldico castellano y poner triunfante, en lugar de ambos colores tradicionales, uno nuevo y sólo castellano-leonés. Pero no pudieron llevarlo a cabo; y finalmente, de acuerdo con los informes académicos, se han mantenido los colores históricos.

La institución del aniversario de la derrota de Villalar como día simbólico de Castilla y de León es otro error que contribuye a enmarañar aún más el confuso conglomerado castellano-leonés. Nada grato o animador hay que festejar de aquella aciaga batalla, que en realidad fue una matanza a mansalva de las mal organizadas tropas comuneras por las huestes del emperador, salvo la dignidad ejemplar de los jefes populares, a la hora de morir, ante el verdugo del césar.

Hemos afirmado en varias ocasiones que la mal llamada Guerra de las Comunidades de Castilla no fue sólo asunto de ésta ni de sus históricas comunidades de ciudad - o villa- y tierra porque, a favor de uno u otro bando, se extendió por casi todos los países de las coronas de León y de Castilla. La mayoría de los cuales ni siquiera conoció las instituciones comuneras propiamente dichas. Una vez más se confunden diferentes pueblos, países e instituciones como si se tratara de un todo homogéneo denominado Castilla.

Escoger la infausta jornada de Villalar de 1521 (siglos después de que León y Castilla habían adquirido personalidad propia) como fecha simbólica de estas dos nacionalidades es desafortunada ocurrencia. A la vista tenemos un artículo de un destacado político defensor de la autonornía castellano-leonesa en el que se califica a Villalar del «más fuerte signo» de Castilla y León (67).

Galicia y Portugal tienen con el País Leonés una gran deuda histórica que hasta hoy ha pasado inadvertida: le deben la existencia del gallego y del portugués como lenguas vivas y no como recuerdo histórico de un pasado medioeval. Ya hemos visto cómo el castellano avanzó lentamente desde la orilla del Pisuerga medio hasta Galícía y Portugal, desplazando paso a paso al leonés. Sí éste hubiese desaparecido del valle del Duero a raíz de la unión de las coronas, como generalmente se cree, y el castellano hubiera ocupado su lugar en los siglos XII y XIII, difícilmente se hubiera podido evitar la completa castellanización lingüística de Galicia y Portugal. León perdió su bable, pero tras una resistencia milenario que permitió la supervivencia del gallego y su hijo el portugués.

Desde el punto de vista histórico, la actual Extremadura, o Extremadura por antonomasia, es la Extremadura leonesa, territorio que perteneció al reino de León desde la conquista definitiva de Cáceres por Alfonso IX de León -que nunca reinó en Castilla-. Las estructuras sociales, la organización política, las tradiciones y el habla de esta región son de estirpe totalmente leonesa. El lenguaje hablado en la Alta Extremadura revela hoy todavía dice Ramón Carnicer en 1984- el sedimento leonés determinante de la conquista y repoblación de estas tierras por gentes del reino de León (68).

La heráldica tradicional de Extremadura también denota su herencia leonesa y, a pesar de las modificaciones en ella habidas, todavía ostenta el león leonés como viejo emblema.

A los efectos confundidores del embrollo castellano-leonés se han unido los del castellano-manchego. Castilla queda así doblemente adulterada: a occidente, por su confusión con León; y al sur, por su mezcla con Toledo. Al antiguo reino toledano, con sus vastos dominios en La Mancha, se le comenzó a llamar Castilla la Nueva en la época de los Reyes Católicos, que arbitrariamente movieron la raya entre «ambas Castillas» al parteaguas entre las cuencas geográficas del Duero y el Tajo, lo cual dejaba dentro de Castílla la Nueva las tierras castellanas de las actuales provincias de Madrid, Guadalajara y Cuenca.

Suele decirse que Toledo fue el primer reino de taifas que cayó en poder de Castilla (69), expresión no adecuada a la realidad pues, como ya hemos visto, la conquista y repoblación de Toledo fue obra mucho más leonesa que castellana. Su conquistador fue Alfonso VI de León, que llevó a cabo la empresa principalmente con tropas leonesas de su mayor confianza. La organización del nuevo reino cristiano fue predominantemente leonesa, con base en el Fuero Juzgo y la tradición neogótica aportada tanto por los conquistadores leoneses como por los mozárabes arraigados en el territorio. A los repobladores castellanos se les respetaron sus leyes durante algunos años, pero finalmente se impuso el Fuero Juzgo como ley general del país. Lo que sí aportó Castilla al reino de Toledo fue su lengua, que con el tiempo adquirió en él gran refinamiento y prestigio.

Tan improvisada y artificioso es la nueva región castellano-manchega, inventada oficialmente en 1983, que lo primero que sus gobernantes tuvieron que hacer al tiempo de su creación fue una campaña de «concienciación regional» (70) para explicar a los pueblos afectados qué era la nueva región a la que en lo sucesivo iban a pertenecer, y no precisamente por su voluntad expresa.

Al mito de la castellanizacíón de León va inseparablemente unido el de su «integración en Castilla». Ya hemos dicho, y conveniente es repetirlo cuantas veces venga al caso, que con las uniones de las coronas realizadas en la Edad Media, León no se castellanizó; antes al contrario, fue Castilla la que en gran medida tuvo que someterse a las leyes y las estructuras sociales y políticas de la monarquía leonesa, salvo en el idioma, desde que Femando III ordenó que en la cancillería real se usara el castellano.

Por último, la creación de la nueva entidad autónoma de Castilla y León ha implicado la incorporación de una parte minoritaria de Castílla a la totalidad del País Leonés, aunque -una vez más- la precedencia del nombre castellano resulte engañadora. El resto de Castilla ha quedado, en parte, incorporado a la región toledana (también con el nombre de Castilla por delante: «Castilla-La Mancha») y, en parte, desperdigado en tres nuevas «regiones» autónomas.


(42) Miguel de Unamuno, León, en el volumen titulado Andanzas y visiones españolas.
(43) Celso Almuiha, Castilla sale de su letargo. Historia 16, Madrid, agosto de 1978.
(44) Justiniano Rodríguez Femández, Pedro Ansúrez, León, 1966.
(45) C. Sánchez-Albomoz, Los reinos cristianos españoles hasta el descubrimiento deAmérica, Buenos Aires, 1949, p. 33. La imagen representa, obviamente, un monarca leonés.
(46) Justiniano Rodriguez, Pedro Ansúrez, p. 68.
(47) ídem, ibíd., p. 63.
(48) Manuel Recuero Astray, Alfonso VII, Emperador, Madrid, 1979; Prólogo de Luis Suárez Fernández.
(49) Diccionario Enciclopédico Espasa, edición de 1979, T. 11, artículo Ansúrez (Pedro).
(50) VictoriaArmesto,Galiciafeudal,2.'ed.,Vigo,1971,p.229.
(51) AntonioViñayo,La coronación imperial de AlfonsoVII, León,1979,p.30.
(52) Marqués de Lozoya, Historia de España, T. 2.9, Barcelona, 1967, p. 35.
(53) Victoria Annesto, Galíciafeudal, p. 228.
(54) C. Sanchez-Albomoz, Ensayos sobre hístoria de España, Madrid, 1973, p. 72.
(55) Luis G. de Valdeavellano, Curso de historia de las instituciones españolas, Madrid, 1967,p.563.
(56) Julio Puyol Alonso, Las Hermandades de Castilla y León, Madrid, 1913, pp. 37-40.
(57) L. G. de Valdeavellano, Curso de historia.... pp. 470-477.
(58) Pedro Aguado Bleye, Manual de Historia de España, T. I, Madrid, 1947, p. 60.
(59) Cortes de los Reinos de León y de Castilla (Real Academia de la Historia), T. 1,
(60) L. G. de Valdeavellano, Curso de historia..., p. 564.
(61) Rafael Gibert, Historia General del Derecho Español, Granada, 1968, p. 56.
(62) R. Menéndez Pidal, El dialecto leonés, Oviedo, 1962, pp. 21-24.
(63) J. P. Oliveira Martins, Historia de la Civilización Ibérica, Libro IV-V.
(64) Manuel Azaña, Discurso en las Cortes (27-V-1932). Obras Completas, México, D.F., 1966, T. 11, p. 284.
(65) ídem, Discurso en Valladolid (14-XI-1932). Obras Completas, T. 11, pp. 466-469.
(66)Miguel deUnamuno,Paisajes del alma,RevistadeOccidente,Madrid,1965,p.110.
(67) JuanAntonioArévalo,Castilla y León por fin(ElPaís,Madrid,4-11-1983).
(68) Ramón Camicer,Sobre esto y aquello,Barcelona,1988,p.91.
(69) Historia Social y Económica de Espafia y América, dirigida por J. Vicens Vives,Barcelona, 1957, T. 1, p. 196.
(70) El País, Madrid, 29-111-1983.

(Anselmo Carretero y Jiménez. .El Antiguo Reino de León (País Leonés).Sus raíces históricas, su presente, su porvenir nacional. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid 1994, páginas 888-897)

miércoles, noviembre 22, 2006

CASTILLA, tierra de hombres libres (Claudio Sánchez Albornoz. Informativo Castilla 1980)

CASTILLA, tierra de hombres libres

Castilla, islote de hombres libres en la Europa feudal; lo he dicho y lo he escrito muchas veces. Lo había sido la primitiva Castilla anterior a Fernán González; siguió siéndolo la Castilla independiente. Cántabros, várdulos, vascones y godos se establecieron en pequeñas comunidades rurales libres; las más, propietarias de los términos por ellas ocupados; otras, poseedoras enfiteutas de las tierras que labraban.

Del siglo IX al XI Castilla fue en verdad el único rincón del occidente europeo donde la mayoría de la población estuvo integrada por pequeños propietarios libres. Los diplomas nos demuestran la existencia de una considerable cantidad de pequeñas aldeas que poseían sus términos en plena propiedad y que incluso los labraban en régimen semicolectivo de trabajo. Esas aldeas disputaban o contrataban de igual a igual con obispos, monasterios o magnates.

Tan numerosa debió de ser aquella masa de aldeanos libres, que en el siglo XIV, quinientos años después de¡ nacimiento de Castilla, en el a modo de censo que mandó hacer Pedro el Cruel y que conocemos con el nombre de Becerro de las Behetrías, aún había en las merindades castellanas, sin contar Rioja ni Bureba, de 1.359 aldeas, 659 habitadas por hombres de behetría, con el raro derecho en la Europa de entonces de elegir patrono y de cambiar de señor. Cuando tras cinco siglos de acción de la ventosa señorial, todavía quedaban, cinco siglos después del conde Rodrigo, ese número de aldeas salvadas del naufragio de sus libertades campesinas, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que los castellanos de la época condal eran libres y propietarios en su mayoría.

Claudio Sánchez Albornoz

Castilla nº 7 enero-febrero 1980

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BIbliografía 2 Sobre los orígenes de Castilla (Castilla en general y personalidad del pueblo castellano)

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martes, noviembre 21, 2006

¿ Patriotismo español? (Emilio Lamo de Espinosa. El País.22 noviembre 2001)

¿Patriotismo español?


Emilio Lamo de Espinosa.

EL País
Jueves, 22 de noviembre de 2001


El nacionalismo español nunca parece haber sido fuerte. No lo fue a lo largo del siglo XIX por la debilidad del Estado liberal, aunque debemos recordar que, incluso en Francia, el más fuerte y centralizado de los Estados europeos, y a finales de ese mismo siglo, los campesinos aún se sentían bretones o saboyanos más que franceses. De hecho, fueron las dos grandes guerras mundiales las que azuzarían el nacionalismo en Francia o Inglaterra. España, por supuesto, no participó en ellas pero sí en varias guerras civiles durante el XIX más la espantosa matanza del 36-39, ciertamente no el mejor ambiente para el florecimiento del patriotismo, de modo que la cultura española se ha regodeado más en la excepcionalidad de nuestra decadencia que en la de nuestra eventual grandeza. Y por si fuera poco, y de modo similar a lo que ocurrió en Alemania e Italia, el franquismo abusó de los escasos símbolos de unidad dejándolos casi inservibles. El resultado, que puede sorprender a muchos, es que los españoles somos uno de los pueblos menos nacionalistas.

No es una opinión a la ligera y me baso para ello en el Informe Mundial sobre la Cultura editado por la Unesco (en inglés en 2000), y concretamente en el capítulo 14, escrito por Jos W. Becker con datos de una encuesta internacional realizada en 24 países de todo el mundo. Para comenzar, los españoles somos muy localistas y, comparados con otros países, nos identificamos bastante más con la provincia y la ciudad de residencia y mucho menos con el propio país. Además, el orgullo de ser español sigue siendo muy bajo. De los 24 países estudiados, y junto con los Países Bajos, somos los que estamos menos de acuerdo con la frase quiero ser ciudadano de mi país. La media es del 47% pero en España baja a nada menos que el 25%. Para comparar, en un país fuertemente nacionalista como es Japón, sube al 72%. Otro tanto ocurre con la idea de que mi país es el mejor; la media es del 18%, pero en España es del 6% y en Japón del 52%. Son datos reveladores de muy escaso orgullo nacional.


Sin duda por ello exigimos bastante poco de quien desee ser ciudadano español. Respecto a los criterios necesarios para ser un verdadero ciudadano somos los menos exigentes en el requisito de hablar una lengua, sin duda el indicador más fuerte de nacionalismo identitario; sólo un 32% de los españoles lo exige cuando la media es del 59%. Pero incluso en el requisito de haber nacido en el país o en el de ser residente por largo tiempo estamos en los últimos lugares.

Así, y para terminar, no es de extrañar que cuando el informe de la Unesco elabora un ranking de los 24 países por su nivel de nacionalismo, España ocupa el lugar 23, el penúltimo, seguido por los Países Bajos y precedido por Italia. Hay quien dice que, patriotismo, ni siquiera el constitucional. Pues bien, eso es lo que parecen opinar ya los españoles, mucho antes de que tratemos de convencerles.

De modo que la propuesta del PSOE, aceptada al menos inicialmente por el PP, de hacer del patriotismo constitucional la base de un nuevo nacionalismo español postnacionalista encuentra terreno abonado. No debe sorprender por ello que sean los nacionalismos vasco o catalán quienes se oponen a esta formulación. Ambos siguen anclados en concepciones decimonónicas de la nación basadas en la lengua, ambos tratan de enfervorizar a sus ciudadanos con símbolos y ritos, ambos entienden sus patriotismos de modo sustancial y excluyente y necesitan por ello un enemigo al que poder zaherir con el argumento de que “ tú sí que eres nacionalista “. Nada puede desorientarles más que encontrarse con que los españoles apostamos por una ciudadanía cosmopolita y abierta frente a la cual carecen de argumentos. Por eso, porque comparto ese patriotismo constitucional, me irrita y disgusta tanto como a ellos el menosprecio de que han sido objeto en la composición del Tribunal Constitucional y las impertinentes declaraciones de su presidente, o el más reciente de la Warner al negarles autorización para el doblaje de una película al catalán. Por una vez tiene razón Pujol, aunque sea con argumentos contrarios a los suyos.

MADRID COMUNIDAD AUTÓNOMA (Madrid villa,tierra y fuero.1989)

MADRID, COMUNIDAD AUTONOMA

A) Introducción




Desde la creación del Estado español hasta nuestros días ha gravitado el problema de su concepción, que a la vez lleva consigo un proyecto de lo que es España o, si se quiere, dependiendo de este proyecto, se propugna un tipo de es¬tado u otro.

Es evidente que la realidad de la España actual es el resultado de varios milenios de historia, pero también es cierto que, sobre todo, es a partir de la entrada de los árabes en 711 cuando esta realidad se configura más claramente.

Con el nacimiento de los distintos reinos cristianos en la Edad Media aparecen distintas formas de estados y convivencias. En unas primaba el poder real o nobiliario, mientras que en otras éste se encontraba muy mediatizado por las libertades populares. Por lo que puede decirse que durante bastante tiempo coexistieron regímenes feudales de corte francés como en Cataluña o en León, donde la monarquía considerada heredera legítima de la corona visigoda centralizaba progresivamente la vida del país.

En otros lugares, como en Castilla y el País Vasco, las prerrogativas y derechos de las behetrías, merindades y comunidades hacían que el poder real y el nobiliario quedaran bastante reducidos.
El ocaso de la Edad Media produce la primera ola nacionalista en España, y es entonces cuando los Reyes Católicos establecen las bases de un estado centralista y burocrático que irá configurándose con el paso de los siglos, imponiendo la uniformidad en la pluralidad peninsular. Lo que entrara en conflicto con aquellas formas más 'descentralizadas, representadas principalmente por Castilla y el País Vasco y con los deseos populares, existentes en todos los lugares de terminar con el poder feudal.


207

Esta discusión nunca se ha cerrado definitivamente, ya que durante siglos, unas
veces unas regiones y otras veces otras, mantuvieron esta disparidad de criterios expresados frecuentemente de forma violenta. Si bien aquel estado centralista y absoluto del siglo XVI pudo cumplir un papel positivo en la gestación del estado moderno frente al feudalismo, sirvió también para mantenerle hasta el siglo pasado, con sus inmensas posesiones y prebendas, resultando un lastre para la posterior modernización de España.

Con la revolución industrial del siglo XIX se cambiará la escala de valores, convirtiéndose la libertad y la igualdad en metas irrenunciables y, aunque su aspecto técnico-productivo apenas llegó a nuestro país, su bagaje ideológico favorecido por el recuerdo de viejas libertades forales reavivó el antiguo pro¬blema de la concepción de España A pesar de los problemas, la monarquía pudo mantenerse con toda su burocracia y su centralismo. Pero se había producido un cambio fácilmente observable en la inestabilidad del siglo pasado y por supuesto en el nuestro.

Por un lado se produce la adecuación entre el sector más reaccionario de la sociedad, muy cercano o identificado con la monarquía, y el estado centralista; y por otro los distintos grupos regionalistas y las clases menos privilegiadas que coinciden en la no aceptación de ese estado. Esa división de la sociedad española se acentúa a partir de la última dictadura por la fuerte polarización que se produce en torno a la implantación o no de las libertades democráticas. Esta
polarización hace converger a nacionalistas y partidos más o menos revolucionarios, que si bien antes fueron enemigos políticos entonces coinciden el restablecimiento de una España democrática, descentralizada y autonómica.

Al terminar la dictadura se plantea la creación concreta de ese nuevo orden político y comienzan las divergencias dentro del antiguo frente anúfranquista, sobre todo por sus diversas concepciones del proceso autonómico a lo que se sumaban los distintos niveles de conciencia autonómica entre unas regiones y otras, que dificultaban un posible acuerdo.

Cataluña y el País Vasco, muy por delante en el camino hacia su autogobierno y con un enorme peso político y económico, presionaron para que se aprobasen sus respectivos estatutos de autonomía, mientras que otras comunidades, principalmente Andalucía, Canarias y Valencia, sobrepasaban todas las previsiones en sus demandas autonómicas. Lo cual introdujo un enorme factor de desequilibrio en todo el proceso que amenazaba terminar con una espiral de demandas, elecciones y negociaciones, difíciles de mantener. Esta situación provocó el acercamiento UCD-PSOE, la creación de la LOAPA, de la que posteriormente fueron retirados varios artículos por el Tribunal Constitucional y el definitivo mapa autonómico informado por un grupo de tecnócratas dirigidos por el señor Enterría.

En el resto de las regiones, especialmente en La Mancha, León y Castilla, aunque compartían muchos de estos aspectos, presentaron importantes diferencias.

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Estos pueblos que durante siglos habían soportado la política unificadora, de forma muy intensa, se habían convertido a la fuerza, desde el siglo XVI, en el principal escudo de las instituciones centralistas. Este estado de cosas provocó su desertización y empobrecimiento, imposibilitando cualquier tipo de reacción ante una política, que si bien miraba desde Castilla, solo veía las regiones más alejadas. A la vez la cultura oficial que llegaba con dificultad a Galicia o Cataluña, sometía a estas poblaciones a un «trágala» de posturas inadmisibles.

Así como las regiones periféricas pudieron mantener relativamente su personalidad y, favorecidas por la distancia, León, Toledo y Castilla no sólo perdieron buena parte de su carácter diferenciador, sino que a la vez fueron claramente adulteradas y confundidas.

Los factores que gravitan sobre esta despersonificación podrían resumirse en el mal uso del término Castilla, que confundido con las coronas de León y Castilla abarca buena parte del Estado español, sin ningún tipo de diferenciación. El cambio de denominación de la lengua castellana por española, que dirigido por los estamentos más centralistas del Estado ahonda en dicha confusión (en nuestra actual Constitución se separan claramente estos dos conceptos). La idea de Castilla difundida por la generación del 98, que si bien constituye en ocasiones un motivo central de una de nuestras cimas poéticas no pretende, como se piensa, decir lo que es Castilla, sino definir poéticamente lo que es España y propicia la presentación por ciertos sectores de ideología imperial y uniformadora, de la unión de Castilla-León como representativa de la «esencia de lo español», lo que debería ser aislado y conservado del proceso «desintegrador» de las autonomías.

En esta situación de poca conciencia regional, despoblación crónica, bajo nivel cultural, mala articulación en las comunicaciones y un nivel económico dispar, se presentó en Castilla el nacimiento del actual estado autonómico. Las presiones desde distintos puntos rompieron la posibilidad de alcanzar una autonomía propiamente castellana, a la que sin duda seguimos teniendo derecho. Cantabria y La Rioja nacieron como respuesta rápida a la presión e influencia navarra y vasca, lo que fue posible gracias a su relativa prosperidad económica. Valladolid, como único polo industrializado de la cuenca del Duero, crea su región, Castilla y León, ante la pasividad de Burgos y la abierta oposición de Segovia y León, mientras que Castilla-La Mancha se origina por la uniformidad geográfica manchega y por la oposición a un Madrid detentador del poder central.

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B) Hacia el autogobierno


Aunque a la opinión pública no ha llegado el desarrollo del proceso de Madrid hacia su autonomía, sin embargo puede decirse que ha sido más largo de lo que a primera vista parece.
Comenzó el 31 de julio de 1976, cuando se creó la comisión gestora de la región Centro (Segovia, Soria, Avila, Toledo, Ciudad Real, Cuenca, Guadalajara, Madrid) promovida por el gobierno Arias Navarro y, hasta la configuración actual, los vaivenes han sido constantes y dispares, como veremos.

En 1977 se publicó un estudio realizado entre otros por el señor Tamames, en el que se proponía una autonomía a varios niveles. El del Ayuntamiento de Madrid, otro que comprendiese el Area Metropolitana, un tercero que coincidiese con la provincia y, por último, el regional que se aproximaba en sus límites a la región Centro.

Con la gestación de la comunidad de Castilla-La Mancha se perdió otra posibilidad, no sólo por la oposición de algunos representantes manchegos, sino también por la desidia de los políticos de Madrid, como manifestó publicamente el señor Tierno Galván. En aquellos momentos se trató la posibilidad de crear un distrito cuasi-federal, cercano en bastantes puntos con las posturas uniprovinciales, o bien conceder una carta especial a la villa de Madrid, tras incorporarla a la 'omunidad de Castilla-La Mancha. Queremos recordar que el estatuto de autotomía de ésta, deja abierta esa posible incorporación.

Una autonomía bisagra, entre las dos Castillas, era la idea defendida por don Carlos Revilla, presidente entonces de la Diputación Provincial. Sin embargo, y ahora ya sabemos, fue la forma uniprovincial la adaptada definitivamente. Solución que sólo apuntaban en un principio los representantes madrileños pertenec¡entes a la denominada derecha política; don José Luis Alvarez, ex-alcalde de Mladrid, ya defendía en 1978 esta solución.

Por su importante significado político queremos dejar constancia de que, lurante esos años, Madrid no se constituyó en ente preautonómico, como el resto de las comunidades, lo que hizo pensar que Madrid se acogería a la posibilidad onstitucional de permanecer como provincia ordinaria al margen del proceso autonómico.

Aparte de estas cuestiones la gran mayoría de la población se encontraba en estado de total desinformación y apatía. Tan sólo algunas asociaciones privadas daban su opinión, haciendo hincapié en la castellanía de Madrid.

Después de unos años de vida de la autonomía madrileña se puede decir que sólo la clase política ha intervenido en ella y muy especialmente los los dirigentes nacionales. La mayor parte de nuestros representantes se manifestaron desde 1977 por otras soluciones, hasta que la Diputación Provincial, no los diputados a Cortes como en la casi totalidad de las regiones, comenzó a

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caminar decididamente hacia la consecución de una autonomía uniprovincial en 1981.
A pesar de los años pasados y de los cambios políticos, desde aquel gobier­no Arias, promotor de la región Centro, los fines, causas y, en buena parte, los intereses de aquella región tecnocrática, se han mantenido manifiestamente. En aquella ocasión se hacía referencia al sentido práctico, a la adquisición de nue­vas competencias más amplias, a la realidad del Area Metropolitana, a la falta de motivos históricos y, por supuesto, en nuestra opinión, a la acariciada idea de una fuerte autonomía, contrapeso de Cataluña y el Pais Vasco. Salvo la superfi­cie, poco hay de nuevo, en relación con aquello en la actual autonomía.

En el propio prólogo del Estatuto de Madrid se recogen, como bases de la nueva autonomía, el acercamiento de los problemas y necesidades sociales a los órganos de gestión y a la mayor eficacia económica y control de sus servicios, sin apelar a ningún tipo de razón histórica, sentimental o emocional.

A diferencia del resto de las autonomías españolas, la Comunidad de Madrid prescinde de estos últimos aspectos de igual manera que aquella región Centro, pretendidamente eficaz, fría y conveniente. Un producto tan aséptico tan quími­camente puro, podría ser aceptado e ilusionar a los profesionales de la política, pero difícilmente lo iba a hacer suyo el pueblo de Madrid, por lo que se preten­dió desde 1976 calar en los madrileños con la idea de «primeros perjudicados del centralismo».

Se pretendía introducir un factor de agravio comparativo que activase un sen­timiento favorable a la futura autonomía.

Entre otros aspectos que colaboran en esta apatía del madrileño ante su auto­nomía, cabe destacar:

- La tradicional indiferencia castellana, y muy particularmente madrileña, ante todo lo procedente de una administración tan cercana y distante de nuestros intereses. Y desde luego, la actual autonomía continúa esta trayectoria.
- La sensación de aislamiento y abandono que ha provocado la uniprovincio­nalidad, desgajándose de su entorno castellano.
- La existencia de un amplio sector de la sociedad madrileña, procedente de otros lugares, al que a pesar de vivir sin ningún tipo de discriminación no se le ha ofrecido ninguna alternativa a su desarraigo, como en otras regiones se hace para que puedan sentir como algo propio sus respectivas autonomías.
- El fuerte sentido técnico-político-administrativo que, en detrimento de otros aspectos, hace que nuestra autonomía no pase hasta el momento de una mera descentralización burocrático-administrativa.

A pesar de estos aspectos, Madrid tenía una de las mejores predisposiciones hacia el Estado de las autonomías, circunstancia que no se ha sabido aprovechar para crear una Comunidad plenamente participativa.

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En la provincia de Madrid, y por general en toda Castilla, no se ha caminado, al contrario de lo ocurrido en el resto de las regiones, hacia sus tradicionales límites sino que se han creado comunidades a contrapelo de la tradición y de la historia.
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C) La autonomía uniprovincial

Aunque el proceso hacia la autonomía es un pasado muy cercano y haya que tenerlo presente, la realidad nos impone un Madrid, Comunidad Autónoma, Metropolitana, Uniprovincial y no Histórica. Esta nueva situación evidentemente es más favorable que la anterior y abre nuevas perspectivas.

Madrid tendrá un nivel de competencias muy superior a la situación anterior, lo que supone un mayor nivel de autogestión, la posibilidad de nuevas fuentes de financiación y de recursos legislativos, anteriormente vetados. Con la aprobación del Estatuto se termina con la discriminación de Madrid en ciertos campos y, a la vez, se abre la enorme posibilidad de ocuparnos de nuestro propios problemas. Posibilidad que tiene una doble vertiente, la dada al pueblo de Madrid de participar en una administración más cercana, y la que tienen nuestros representantes de conocer y volcarse sobre Madrid. Sin embargo, basándonos en lo acaecido hasta ahora, mucho nos tenemos que no se pase del mundo de las posibilidades.

La autonomía recientemente adquirida no debe quedarse en los despachos, por muy eficaces que éstos sean, sino que debe extenderse a los ciudadanos. Es una buena oportunidad para que nuestros representantes se olviden de la tradicional desidia por los temas madrileños y acercarse a los problemas de quienes les votaron.

Madrid, que durante el régimen anterior, principalmente en los años sesenta, fue sometido a un fuerte proceso de industrialización y capitalización, dio la espalda a buena parte de la provincia, principalmente agrícola y ganadera, con lo que se acentuó la polaridad campo-ciudad. La actual situación podría terminar con el aislamiento y la falta de servicios de las zonas pobres de la provincia, encaminándonos a una comunidad más equilibrada y mejor articulada. Es necesario dar la oportunidad a todos nuestros pequeños pueblos de recobrar su auténtica personalidad y encontrar soluciones a sus problemas demográficos, culturales y económicos.

Quizás esta autonomía uniprovincial sea una posible solución a parte de estos problemas, y en este sentido podríamos participar todos, aunque muchos otros aspectos nos preocupen y nos hagan pensar que su existencia va a dificultar el normal desarrollo de esas soluciones.
La uniprovincialidad para una economía y un comercio que constantemente desborda sus límites no parece que sea lo más adecuado, por eso hace años se pensó en una región mayor que la provincia. Cuando la decisión de la uniprovincialidad fue firme, se produjo el intento de dar a la futura comunidad autónoma un caracter de «bisagra» entre las dos comunidades limítrofes para intentar romper cualquier forma de distanciamiento con ellas. Objetivo que se olvidó en


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una buena parte, con la dimisión del señor Rivilla de la presidencia de la Diputación Provincial.
La necesidad que tiene Madrid del espacio castellano para su desarrollo económico y cultural, debe entenderse como una necesidad mutua que nos une constantemente. ¿Por qué no caminar hacia una autonomía que coincida con los tradicionales limites de Castilla?.

La uniprovincialidad lleva consigo el que una serie de decisiones tomadas desde aquí influyan decisivamente en otras provincias, la mayor parte castellanas, sin que éstas puedan participar. Y viceversa, la Comunidad de Madrid estará al margen de otras medidas que influyendo en ella sólo podrá recibirlas de forma pasiva.

Lógicamente, campos como el de la cultura, educación, urbanismo, abastecimiento de aguas, comunicaciones, sanidad, etc., se verán entorpecidos por los actuales límites provinciales.
Otra dificultad inherente a nuestra Comunidad nace de su ausencia de definición histórica, lo que no significa que Madrid carezca de una personalidad y un protagonismo histórico propio, sino que la actual autonomía ha prescindido deliberadamente de este factor, apoyándose en otros más tabulados, más asépticos y más fríos. Y es de aquí precisamente, de su origen, de su razón de ser, de donde se desprenden muchas de sus dificultades.

Si bien la autonomía para Madrid supone un claro avance hacia su autogobierno, sin embargo no se ha sabido situarla en el mismo plano que el resto de las comunidades y difícilmente vamos a sobrepasar la mera descentralización burocrática. Al prescindir de su carácter diferenciador, que evidentemente lo tiene, se ha dado un salto cuantitativo, pero no cualitativo. Y este hecho ha sido observado por el madrileño y por el conjunto de los pueblos de España, que ven en esta comunidad simplemente un centro de poder político y financiero que no comparte ni su razón de ser, ni ese sentimiento que los mueve en la profundización de su autonomía y de su propia cultura. La Comunidad de Madrid aún continúa representando el poder central y para algunos el poder centralista.

Manifestaciones de políticos e intelectuales, de uno y otro lado, se han encaminado a destacar esta paradoja. La clave del Estado de las autonomías, como se ha dicho muchas veces, ha resultado ser un fenómeno atípico, algo extraño al resto, algo que tarde o temprano habrá que replantearse.

Según la Constitución, las comunidades autónomas se deben formar en base a su historia, cultura y economía. Ante este imperativo hubiese sido necesario plantearse seriamente una cuestión previa a nuestra autonomía: ¿Madrid tiene historia y cultura propia como para configurarse en comunidad autónoma? A una villa como Madrid, con más de mil años de vida, sería ridículo negárselo, aunque esto no significa que se encuentre en el mismo plano que Galicia, Andalucía, Cataluña o Valencia, en este nivel, el que solicita la Constitución, por lo tanto parecería razonable pensar que Madrid carece de este requisito.

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Madrid tiene su historia local, como cualquier otra ciudad, pero sin llegar a ese escalón de país, región o nacionalidad necesario, aunque desde luego, sea mucho más que la zarzuela o el chotis como quieren mostrarnos.

Desde los años sesenta, una población de aluvión constituyó durante algún tiempo la mayoría de los habitantes de la ciudad de Madrid; sin embargo esta situación ha cambiado y revisiblemente, en un futuro muy próximo, cambiará aún más. Ante este hecho Madrid ha adoptado siempre una actitud abierta para aquellos que lamentablemente tenía que salir de sus casas y acudir a ella; y todos estaremos de acuerdo en que se han sabido respetar escrupulosamente sus respectivas idiosincrasias. Por eso, en estos momentos, cuando se intenta recuperar nuestras tradiciones y nuestra cultura, es lógico que pidamos ese mismo respeto y que no se use la emigración para negarnos un derecho adquirido con el paso de los siglos. El de pertenecer, como mínimo culturalmente, al conjunto de Castilla.

Se pretende definir la realidad histórico-cultural de la Comunidad de Madrid en base a su emigración, sin tener presente que es una situación creada especialmente desde hace veinte años y que las perspectivas son de claro retroceso.

En el caso concreto de Madrid este argumento se utiliza frecuentemente de un modo especial, ya que parece conferimos un estado moral superior al resto de las comunidades el ser crisol de los pueblos de España, no habemos limitado a una región histórica concreta (lo que para muchos sería sinónimo de provincianismo), y tener fuertemente asumida la capitalidad para situarnos por encima del resto de los españoles, sobre todo a nuestros representantes políticos.
La Coruña, Barcelona, Lérida o Sevilla, se encontrarían en la misma situación histórica que Madrid si las consideramos aisladamente. Lérida por ejemplo, adquiere su carácter nacional unida al resto de las provincias catalanas. Madrid pretende ser aislada cultural e históricamente del resto de Castilla, por eso se hace hincapié en su supuesta «falta de personalidad histórica».
Se sabe que Madrid es tierra castellana, a pesar de lo cual no se ha tenido en cuenta durante su proceso hacia la autonomía. Se ha preferido mantenerlo al margen.

Las dificultades que se presentan en Madrid por ser una gran ciudad, por su inmigración, etc., deberían justificar un esfuerzo mayor por conocer y difundir nuestras raíces, al igual que se hace otros lugares. En el País Vasco, donde apenas llegaban a un 6% los que sabían escribir su idioma, se están realizando auténticos esfuerzos por extender su lengua y lo mismo sucede en el resto de las regiones donde no se ha perdido nunca la conciencia de los problemas que inciden en su personalidad cultural.

Es cierto qué el territorio de Madrid, como el resto de Castilla, ha sido bastante despersonalizado por tener tan cerca al estado centralista; pero igualmente hay que admitir que a otras provincias les sucedió algo similar y esto no ha

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impedido que vayan recobrando buena parte de la identidad perdida. En todas las comunidades, en mayor o menor grado, se reciben hombres de otros lugares, que se procura incorporar al país por ser el único modo de que las culturas regionales continúen existiendo y de que el emigrante se inserte mejor en su nueva vida. Como es lógico, se debe realizar sin forzar las situaciones y respetando la cultura de origen de cada uno.

En Madrid, a pesar de no producirse ningún tipo de discriminación, nuestra cultura y nuestras tradiciones son frecuentemente desplazadas, muchas veces por las propias instituciones públicas que deberían defenderlas.

Para buena parte de la clase política madrileña, la cultura de la provincia de Madrid y muy especialmente la de la villa, se queda en las casas regionales, lo que naturalmente tiene una traducción política de apoyo al sentido capitalino de la Comunidad de Madrid. Y aunque estos aspectos no se pueden quedar en los meros símbolos, sí es bueno recordar que, desde 1977, bastantes ayuntamientos de la provincia de Madrid colocaron el pendón castellano en sus balcones hasta que sin la más mínima participación ciudadana se acordó cambiarlos por otro, difícilmente unido al pueblo de Madrid. También han sido demasiadas veces las que actividades culturales castellanistas han sido desplazadas por otras dedicadas a ciudades, regiones, o paisajes muy alejados a nosotros. No es difícil recordar las semanas culturales dedicadas por el Ayuntamiento de Madrid a Moscú, Valencia o Andalucía, ni el trasvase forzado de tradiciones extrañas a Madrid.

Este estado de cosas nos coloca claramente en una autonomía más cerca del foráneo que del ciudadano de la Comunidad de Madrid. Ahora se puede comprender en toda su extensión aquella campaña de concienciación autonómica de «Madrid tuyo», promovida por la Diputación Provincial, en la que la autonomía se planteaba en segunda persona. Como vemos, se acentúa una lejanía que manifiesta el carácter capitalino de Madrid, en detrimento del castellano.
La Comunidad de Madrid, al igual que el resto de las comunidades autónomas, necesita para consolidarse la participación de sus ciudadanos, pero debido a las discutibles y vagas razones que primaron en la configuración de esta comunidad será muy difícil que se produzca. Con el abandono de los aspectos históricos y culturales se perdió la oportunidad de entusiasmar a los madrileños y de hacerles partícipes en la nueva situación autonómica.

Las autonomías han nacido para dar respuesta a la pluralidad histórico-cultural de España y no sólo para descentralizar un estado unitario. Es el sentimiento nacido de esta diversidad el que da origen y sustento al actual proceso autonómico. Introducir una comunidad autónoma sin respetar sus aspectos históricos, y en contra del sentimiento tradicional de los ciudadanos, es introducir un factor de desequilibrio poco aconsejable. Madrid carece de sentimiento autonómico propio, y sólo sincronizaría con el resto de Castilla. Somos castellanos desde hace novecientos años y no parece razonable dejar de serlo.

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El trabajo de promover una auténtica concienciación del pueblo de Madrid no parece estar en los actuales planes de nuestra Comunidad, que se limita a difundir la idea de «crisol y rompeolas de todos los pueblos hispanos» e incluso hispanoamericanos, con los que por cierto nos unen muchísimas cosas. Es un Madrid tan abierto el que promueve la actual Comunidad autónoma que los propios madrileños comenzamos a sentimos extraños. Si bien todos los hombres deben estar siempre abiertos a otras manifestaciones culturales, también es necesario mirar hacia nosotros mismos, hacia nuestra irrenunciable personalidad. Ahora que los valores culturales autóctonos se están revalorizando, Madrid se diluye, volcándose hacia «lo otro».

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D) El carácter de Madrid

Esta no es una cuestión ontológica vana, pues la postura que se tome ante ella marcará y dirigirá en términos generales toda la vida de la Comunidad. Estas cuestiones de base queremos recordar que vienen impuestas por la propia Constitución.

La configuración actual del mapa autonómico se estructuró sin una auténtica reflexión previa, creándose comunidades forzadas o, como en el caso de Castilla, dividida. Los problemas originados por dicha precipitación obligaron a replantearse toda la política autonómica. Los últimos gobiernos de UCD y el PSOE en la oposición ofrecieron su solución para reconducir el proceso, la LOAPA, que al ser mutilada por el Tribunal Constitucional meses después de su aprobación, quedó paralizada su ejecución. Sin embargo es de destacar cómo, a pesar de esta circunstancia, todos los estatutos aprobados, entre la creación de dicha ley y el dictamen del Tribunal Constitucional, recogen abiertamente sus criterios con resultados muy discutibles.

Después de las elecciones de 1982, el problema quedó un tanto aletargado, hasta que se estableció un nuevo proceso de atribuciones de competencias. Si bien para ciertas comunidades la meta actual se puede reflejar en un mayor número de competencias, para otras los problemas de identidad continúan incidiendo poderosamente.

Antes de abordar el caracter de Madrid, conviene recordar que la cultura occidental en la que estamos inmersos es consumista, competitiva, urbana y degradante ecológicamente hablando. Este modo de vida, fomentado por los medios de comunicación, se encuentra en cualquier rincón, uniformando cada día mas a unos pueblos con otros. A la vez la polaridad campo-ciudad, se acentúa, dándose una mayor semejanza entre cualquier ciudad-dormitorio, Madrid o Barcelona, que entre estas capitales y cualquiera de sus pequeños pueblos. No sin razón, los problemas de Madrid, Barcelona o Bilbao son cada día más parecidos.

¿Puede decirse que existe algo aparte de estas formas de vida? Evidentemente que sí, aunque a veces en grave peligro de desaparición, por eso la mayor parte de los entes autonómicos dedican muchas de sus energías para mantener lo poco o mucho que les diferencia del resto.
Desde luego sin tratar de revivir formas arcaizantes, sino más bien de afirmar, entre otras cosas, la necesidad que tiene el hombre de pertenecer a un grupo y de reaccionar ante esa avalancha impersonal y homogeneizada que se propaga constantemente.

Castilla, que debido al centralismo ha perdido bastante su personalidad, necesita mirar hacia sí misma como única forma de supervivencia, actualizando lo que de modemidad tiene nuestra cultura (participación en las instituciones públicas, propiedad comunal de la tierra, etc.). El Madrid alienante no es un fenómeno

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solo atribuible a Madrid, sino común a todas las grandes ciudades, y por supuesto no facilita la lucha por la recuperación de nuestras peculiaridades.

Ante ese Madrid despersonalizador es necesario tomar la postura que más contribuya a humanizarlo. Por supuesto, esto no se consigue con una autonomía aséptica que renuncie a sus raíces e institucionalice una realidad que a pocos gusta. La villa de Madrid no ha comenzado a vivir con la zarzuela sino que tiene un fuerte sustrato de siglos.

Volver hacia nuestra castellanía es una respuesta liberadora contraria a la cultura del marketing», lo que no significa aislarnos del mundo exterior, sino recibirlo con nuestros propios modos.

A la hora de hablar del carácter de Madrid no se puede olvidar el hecho de ser capital de España, pero así como se ha actualizado la concepción y el funcionamiento del Estado lo mismo debemos hacer con el de la capitalidad.

Tradicionalmente el ser capital implicaba que desde ese lugar se ejercía el poder, emanado de Dios o del pueblo, según fuese el carácter del régimen. La capitalidad recaía en mayor o menor medida sobre personas que vivían en dicho lugar, identificándose sus habitantes con la élite dirigente. Por esta razón todas las personas interesadas en alguna parcela de poder, necesariamente tenían que acercarse a Madrid. Desde aquí se decidía sobre hombres y haciendas, era una capitalidad restringida a unos pocos residentes, era la cabeza de reino, el punto geográfico desde el cual se realizaban las funciones del Estado.

Esta concepción, muy difundida en España, preconiza erróneamente que sólo en Castilla existen las mentes capaces de ver la realidad de España en su conjunto y constituye un auténtico escollo para el buen desarrollo del Estado de las autonomías. La Comunidad de Madrid, que debería haber sido utilizada para terminar con esa idea, se ha convertido en su salvaguarda, al perdurar en ella su carácter capitalino, tan identificado con el poder centralista.

Estamos obligados a adoptar un nuevo concepto de capitalidad que permita unir más fácilmente a los distintos pueblos de España, limando asperezas y en la que los madrileños podamos participar como castellanos, sin ningún tipo de «privilegios».

La capital lleva residiendo cerca de cuatrocientos años en Madrid, pero muy pocas veces se ha encontrado cerca del pueblo madrileño, sino más bien lo contrario.

Las instituciones del Estado residen en Madrid, pero la capitalidad no es patrimonio de ninguna parte de los españoles, sino de todos en su conjunto. Los madrileños no aportamos más que el resto de los españoles a esta tarea, por lo que es imperioso desterrar ese falso protagonismo y devolverlo a quienes tengan que ejercerlo.

Esta confusión de Madrid con el poder central ha sido, durante demasiado tiempo, usada como arma política para promover unos regionalismos, entendidos


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como animadversión hacia el Estado centralista, identificado con Castilla y particularmente con Madrid. La conciencia de identidad cultural, es un estado claramente diferenciados que cualquier pueblo, entre otras características, debe poseer. Pero en nuestro país lo personal y diferenciados se ha usado para arrojarlo no sólo contra el centralismo, que sería lo lógico, sino también contra el resto de los pueblos de España y muy especialmente contra Castilla.

Todo esto ha creado una visión muy pobre de la realidad de España. En las escuelas y en otros niveles de la enseñanza se difunde como dogma la idea de que fue Castilla la que hizo España por imponer su lengua y su capital. Ridículo, pero sobre todo injusto, porque si bien es cierto que la participación de Castilla por su situación económica y demográfica preponderante fue importantísima en tiempos pasados, sin embargo todas las tierras de España contribuyeron a su creación. Todos hemos aportado hombres y esfuerzos a esa tarea en una época u otra, y de la misma manera todos somos responsables del resultado y todos somos necesarios actualmente para superar el antiguo tipo de estado centralista, del que aún perduran muchos aspectos. Y en última instancia, ante este problema de interpretación, debemos adoptar una actitud creativa, que abra posibilidades, partiendo de la base de admitir que todos, según sus circunstancias, hemos participado por igual.

Continuar con una ideología de la capitalidad, identificada con Madrid, sólo contribuirá al enquistamiento del problema. El haber llegado a la autonomía por el «interés nacional» hace pensar que con esta medida se ha comenzado un largo proceso de intervenciones estatales en asuntos de nuestra Comunidad, que contribuyen aún más a mantener esa identificación.
Se ha olvidado que la mayoría de los madrileños no tenemos nada que ver con las instituciones del Estado, y que si bien los funcionarios en nuestra villa son más numerosos que en otras ciudades, tienden a disminuir con el traspaso de competencias.

La capitalidad es un trabajo abierto a la participación de todos, sin exclusivismos. Los madrileños no somos ni más ni mejores españoles que los demás, simplemente que en nuestro suelo residen las instituciones básicas del Estado; e independientemente de este hecho existe una provincia de Madrid con vida propia que sí necesita su autogobiemo. Una autonomía para la capitalidad, es contradictorio.

Al igual que en otras regiones configuradas sin tener muy presente su historia, y con el fin de justificarse de alguna manera y conciencias a sus habitantes, el gobierno autonómico madrileño pretende crear una historia y unas tradiciones acordes con esa autonomía. Se ha hecho una Comunidad uniprovincial, con la que se puede estar o no estar de acuerdo políticamente, pero desde luego lo que es difícil justificar es el no reconocimiento de sus señas de identidad y crear una nueva historia ajustada a unas necesidades políticas o de partido.
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El presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid manifestó recientemente: «La burocrácia estatal tiene las cabezas viviendo en Madrid por lo que habrá resistencias de tipo psicológico-político para traspasar las competencias a la Comunidad de Madrid».

Fijándonos en el proceso hacia el autogobierno uniprovincial de Madrid, parece ser que han sido estas posiciones de resistencia las que han conducido todos y cada uno de los pasos dados hasta ahora. Su comienzo tardío, la no aceptación de Madrid en ninguno de los entes denominados castellanos, predominio del carácter capitalino, el no reconocimiento explícito de su castellanía en el Estatuto y el haber llegado a la autonomía en base al interés nacional hacen que nuestra comunidad esté tutelada por el Estado.

Esta tutela no es sólo defendida por la burocracia estatal, sino también por buena parte del resto de las autonomías que usan la identificación Madrid-poder central, para crear estados de opinión y tomar posiciones ventajosas ante futuros problemas electorales o de competencias y, desde luego, por aquellas fuerzas que no creen en este nuevo Estado.

En el antiguo rollo de Madrid, símbolo de su autonomía, se podía leer: «Primero Villa, después Corte». Parece que aquellos madrileños previendo futuros problemas, dieron una solución muy válida, la de discernir perfectamente esta bipolaridad, sin ningún tipo de pugnas.
Una vez que no se han respetado los tradicionales limites de Castilla, a lo que dificilmente renunciaremos, la Comunidad de Madrid necesita de forma imperiosa el reconocimiento de su castellanía para iniciar unas nuevas relaciones con el resto de Castilla, tan necesarias para todos. Por supuesto, la uniprovincialidad no debería ser un escollo en este acercamiento.


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Pero si bien los errores cometidos con Madrid desde distintos lugares nos preocupan, son los nacidos en Castilla los que más nos duelen.

En buena medida las autonomías de Castilla y León, y Castilla-La Mancha se plantearon como respuesta defensiva al Madrid centralista, como forma de descargar sobre la capital las culpas de todo lo malo del centralismo, sin apreciar que, con ello, daban por bueno lo que se pretendía desterrar.

Aunque ese factor un tanto psicológico sea cierto, sin embargo son otros los que más influyeron en el aislamiento de Madrid, a los que nos referiremos a continuación, someramente a pesar de su importancia.

- La presión de aquellos que, al no estar de acuerdo con las autonomías, pretenden mantener a Madrid con todo su peso específico al margen de este proceso. Sería una comunidad que no pasaría de ser simplemente España.
- Las altas jerarquías de los partidos estatales que residen en Madrid creen en la necesidad de una autonomía «de todos», en la que, por ser sus representantes, puedan realizar sin ningún tipo de ataduras su política general de altos vuelos. La autonomía en los actuales términos permite mantener Madrid como banco de pruebas para los políticos nacionales.
- La prensa de Madrid tampoco ve con buenos ojos su regionalización, por llevar consigo una mayor atención a los problemas y noticias de la región, lo que seguramente restaría resonancia y publicidad del resto de España.
- En la configuración de las comunidades autónomas circundantes a Madrid pesaron excesivamente los planteamientos provinciales. Madrid suponía un peligro potencial que prefirieron dejar al margen de sus respectivas comunidades.
- La existencia de tendencias federalistas, en distintos partidos políticos, que han visto bien una solución uniprovincial por considerarla más cercana al clásico distrito federal.

En el caso posible de un' futuro federalismo', es de esperar que se retome el problema seriamente y se replantee en profundidad la pluralidad de España, llegándose a un estado nacional integrado por entes autónomos iguales. Castilla, como ente único diferenciado, tendría un enorme peso específico y podría colaborar como tal en este nuevo estado, sin prescindir de Madrid, que por alojar físicamente las instituciones de la nación necesitaría un marco jurídico en el que se reconociese la doble realidad de la ciudad de Madrid y se delimitasen claramente las competencias de la villa castellana de Madrid, representadas por el Ayuntamiento, de la administración central.

Es evidente que las razones hasta ahora dadas desde dentro y fuera de Madrid para justificar su uniprovincialidad, no han sido claras y mucho tememos que no se aclaren.
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Madrid es el gran consumidor de los productos castellanos, la que suple muchas de las deficiencias de servicios, la única gran metrópoli castellana, el centro de comunicaciones capaz de articular una región y por supuesto es donde más castellanos vivimos, nacidos o no. Este «ser necesario» no implica subordinación sino complementaridad.

Con la uniprovincialidad de la autonomía de Madrid, Castilla pierde su mejor ventana al exterior, el lugar desde donde podría comunicar y exponer sus logros y problemas. En el mundo de las comunicaciones de los estados de opinión, cuesta comprender cómo se puede prescindir de algo que, seguramente, jamás hubiesen consentido otras autonomías. Otra vez Castilla se ve forzada a languidecer sin poder levantar su voz.

Se ha creado la comunidad uniprovincial de Madrid, a pesar de que muchas de las decisiones tomadas en ella influyen en otras provincias castellanas, sin la posibilidad de participar en su elaboración y viceversa. Se ha creado a pesar de que los intereses castellanos estarán escasamente representados en el Senado, al prescindir de los representantes del 50% de su población.

Seguramente en la política nacional se darán intereses contrapuestos, ante los cuales la posición de Madrid dependerá del carácter que se da a su autonomía. Acentuar su castellanía implicará una mayor sensibilidad por los problemas de Castilla, que son los suyos.

Por otro lado, ante el Madrid centrípeto, representante del poder central, es lógico que el resto de Castilla viese con recelo compartir con él una misma comunidad. Ello, entre otras causas, contribuyó a hacer posible los conglomerados de Castilla y León, y Castilla-La Mancha. Todo esto sería comprensible si hubiese terminado con el aspecto centrípeto de Madrid que tanto influye en dicha autonomías.

Podría decirse que Madrid ha quedado sitiado por un gran aparato burocrático-administrativo que a pocos gusta y que no sólo afecta a la Comunidad de Madrid sino a todas las provincias castellanas.

Se ha perdido una gran oportunidad de regionalizar Madrid, con lo que de alguna manera se hubiese obligado a mirar hacia nosotros mismos, hacia esos pueblos de la provincia secularmente olvidados. Pero, lo que aún es más importante, no se ha respetado la auténtica región castellana, distinta de los antiguos reinos de Toledo y de León que, sin duda, también tienen personalidad histórica-cultural suficiente para constituir sus propias comunidades.

La uniprovincialidad obliga a remarcar nuestra castellana para conseguir un mejor y mayor acercamiento con las otras tierras castellanas.

El problema para Castilla no era aislar lo que constantemente se desborda, sino encauzarlo y reconducirlo para mantener con formas e instituciones modernas la unión, no uniformidad, de todas las comarcas y provincias castellanas. En la actualidad se impone un nuevo planteamiento sin prejuicios centralistas de las

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influencias, correlaciones y lazos que, en todos los campos, deben existir entre la provincia de Madrid y el resto de las provincias castellanas para llegar a un desarrollo más justo. Aunque esto hubiese sido en principio más fácil con una sóla autonomía regional castellana, aún es posible y, desde luego, la tarea merece la pena.

La colaboración en el campo cultural puede ser el primer paso en unas nuevas relaciones cada día más necesarias. La ciudad de Madrid es una realidad con dos vertientes, una abocada a Castilla, otra a la tarea común de la capitalidad. La primera necesita ser potenciada junto a los pueblos de la provincia para que, descentralizada y con su propia personalidad, se acerquen cada día más a todas y cada una de las tierras castellanas y en un futuro integrarse a una sola y auténtica Castilla. Por otro lado, el hecho de encontrarse la capital de la nación en la comunidad castellana de Madrid impone que el Ayuntamiento, las instituciones regionales y la administración central regulen esta situación en un marco legal que garantice el correcto funcionamiento del Estado y permita, tanto al Ayuntamiento como a la Comunidad Autónoma, alcanzar los mismos niveles de autonomía y autogobierno que el resto de los pueblos de España.

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ENRIQUE DIAZ Y SANZ,
JOSE LUIS FERNANDEZ GONZALEZ, RICARDO FRAILE DE CELIS, INOCENTE GARCIA DE ANDRES, JOSE PAZ Y SAZ,
VICENTE SANCHEZ MOLTO
MADRID, VILLA, TIERRA Y FUERO
Avapiés MADRID 1989
(páginas 207-224)