sábado, diciembre 30, 2006

NUESTRA CASTILLA

NUESTRA CASTILLA

Palabras en San Pedro de Arlanza


Castellanas y castellanos:

En 1970, con motivo de la conmemoración del Milenario de la muerte de Fernán González, muchos de los que hoy estamos aquí, porque creemos en Castilla nos reuníamos también en este recinto venerable, cuando los actuales oficiantes de las llamadas comunidades autónomas que han descuartizado a Castilla se ocupaban en otros menesteres y ni siquiera pensaban en nuestro pueblo y en la recuperación de su identidad. Nosotros, entonces como hoy, evocábamos en este mismo sitio aquel pasado y decíamos desde la hondura de nuestro sentimiento castellano y con palabras nacidas del alma:

« Retrocedamos en el tiempo mil años atrás: al mes de junio del año 970. Fernán González, Conde de Castilla y de Alava, paladín de los castellanos, ha muerto y va a ser sepultado aquí mismo, en este monasterio que él y toda su familia amaron tanto, en esta tierra sagrada de San Pedro de Arlanza donde los castellanos tenemos hincada una de nuestras más hondas raíces.

Callan las alondras en los bosques y en las viñas que rodean el cenobio. Las aguas del Arlanza, que lamen sus viejos muros, dejan de susurrar el alegre murmullo de todos los días. El héroe castellano, este hombre que al pelear -como canta el Poema- parescía entre todos un fermoso castiello, está aquí, de cuerpo presente, y sólo se oye el tañido lúgubre de las campanas, el toque de difuntos sobre el silencio dolorido del pueblo y de los campos, y la salmodia funeral de los monjes».

Aquí radican, en definitiva, nuestras razones para querer que se salve San Pedro de Arlanza, como uno de los más preciados símbolos y señas de identidad de nuestro pueblo; como un sagrado relicario de¡ alma castellana.

Porque -óiganlo aquéllos que, por la codicia del poder, ignoran y tratan de destruir la realidad e identidad del pueblo castellano Castilla, a pesar de todo, existe.

Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y diferenciado, como una nación original, crisol de cántabros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante noreste de la Península. Este pueblo desarrolla una cultura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un conjunto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».

Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, en el marco incluso de un propio Estado castellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la Corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. Este poder no responde a los tradicionales esquemas populares y democráticos castellanos sino que acusa una vocación imperial y señorializante.

Durante varios siglos Castilla se ha visto desnaturalizada: por el régimen señorial, por la monarquía moderna, por el centralismo y el absolutismo de unos y de otros. Se ha inventado una falsa imagen de Castilla como pueblo dominante e imperialista que ha sojuzgado a los demás de España, imponiéndoles por la fuerza su idioma, su cultura y sus leyes. Tópica e injusta imagen castellana que tanto daño nos ha hecho a todos, al hacer más difícil todavía la gran empresa de¡ entendimiento y vertebración de España.

Como hemos predicado tantas veces, Castilla no es eso. No ha habido una hegemonía castellana ni un centralismo de Castilla. Los ideales e instituciones genuinos de Castilla nada tienen que ver con el absolutismo ni el imperialismo. La tradición castellana es popular, democrática y foral: respeto de la dignidad humana, libertad e igualdad ante la ley, estado de derecho consagrado en los fueros, pactos y acuerdos de unos Concejos con otros, con el rey y con otros Estados. Castilla no ha sometido a los demás pueblos peninsulares ni les ha hipotecado su personalidad histórica. Castilla no ha sido culpable sino víctima: la primera y más perjudicada víctima del centralismo español.

En nuestros días, por las agresiones sistemáticas del centralismo político y cultural y del desarrollísmo económico, ese perjuicio ha llegado a extremos dramáticos. El pueblo castellano, campesino en su mayor parte, ha sido expoliado, forzado a emigrar de una tierra empobrecida de la que las estructuras dominantes se han ocupado sólo para succionarle todos sus recursos; y así Castílla ha devenido dramáticamente una tierra subdesarrollada, despoblada, desangrado, casi destruida por un inícuo proceso provocado de degradación vital.

Pero el pueblo castellano, ciudades y villas empobrecidas, campesinos marginados, gentes expoliadas -como dice el Manifesto de Covarrubias, de Comunidad Castellana- no ha sucumbido a pesar de todo. Y en este crítico momento de su historia, en que ve comprometida su propia supervivencia como tal pueblo, se levanta, necesita levantarse, para afirmar su derecho y su voluntad de sobrevivir.

Es la hora del regionalismo y de la autonomía, de que tanto se habla en estos tiempos. Castilla necesita, en efecto, del regionalismo y de la autonomía para recobrarse y sobrevivir; pero con tal que ese regionalismo y esa autonomía no sean engañosos y ficticios, sino auténticos.

Nosotros estamos aquí y clamamos por la salvación del monasterio de San Pedro de Aríanza, y de todos los valores, intereses, símbolos y tradiciones de Castilla en los que se expresa la identidad de nuestro pueblo, porque creemos en un regionalismo popular.

Porque la región no ha de ser un hecho político, administrativo o económico, al servicio de las ambiciones de poder de las oligarquías dominantes en cada circunstancia; sino que para nosotros la región es una realidad mucho más compleja y profunda, hecha de factores geográficos, históricos, antropológicos y culturales, y también económicos. Pero nunca la región puede ser una división tecnocrática del territorio, al servicio de nuevos centralismos políticos y administrativos, y que nada tienen que ver con una concepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su liberación.

La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los antepasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace. Es lo que nosotros llamamos un pueblo: una comunidad de hombres que viven juntos y que, por la conjuncion de una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad.

Hombres y mujeres que viven en una tierra, a la que aman como, su tierra. Nosotros amamos profundamente a nuestra tierra, este país castellano, del que hemos sido hechos y al que seremos devueltos; y amamos todo lo que constituye el país: el pueblo, el paisaje,, los robles, las encinas, los enebros, los fresnos, las praderas, las viñas y los álamos del río en la ribera. Esta tierra a la que queremos preservar de la destrucción.

Este regionalismo popular concibe la región a partir del pueblo; la región no puede ser inventada o fabricada; no es un simple espacio territorial; es un espacio geográfico, cultural y popular; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo.

Para nosotros, en el marco de este regionalismo popular y cultural, la tarea que se nos impone es la de recuperar la conciencia de pueblo y sus señas de identidad y rescatar la genuina tradición cultural castellana, como condiciones de supervivencia colectiva y libertad.

El reencuentro de Castilla con su propia identidad, la recuperación de la conciencia de su personalidad histórica y cultural, son las cuestiones en que radica el ser o no ser del pueblo castellano. Si resurge en nosotros la conciencia de pueblo -ni más ni menos que el pueblo catalán o el pueblo vasco-, y con ella, consecuentemente, por la misma naturaleza de las cosas, la voluntad colectiva de continuar existiendo como tal y de reclamar para ello los medios necesarios, Castilla se habrá salvado.

Y podrá contribuir, en condiciones homogéneas y equivalentes a las de los otros pueblos de España, y concretamente las llamadas nacionalidades históricas -y conste que Castilla no lo es menos que ninguna- a una construcción armónica, solidaria y fecunda de España.

Desgraciadamente, la clase política ha ignorado a Castilla, la ha utilizado poniéndola al servicio de sus particulares conveniencias en la lucha por el poder y la ha eliminado del mapa autonómico de España. La creación de la híbrida y artificioso entidad regional de Castilla-León, así como la de Castilla-La Mancha, son decisiones políticas gravemente erróneas, que han herido profundamente a nuestro pueblo, y que dejan escrita en la historia de nuestros días la gravísima responsabilidad que tienen contraída los autores de este desafuero.

La sola enunciación de los nombres de estas dos nuevas entidades, Castilla-León y Castilla-La Mancha, extraños conglomerados promovidos de mala manera y sin el previo consentimiento de los pueblos afectados, pone de manifiesto que Castilla ha sido mutilada y que importantes porciones de esta región, pueblo o nacionalidad han sido anexionados a sus vecinos, los antiguos reinos de León y Toledo. Hecho inexplicable, y que no puede justificarse, dada la destacada personalidad de Castilla en la historia, la cultura y el conjunto todo de la nación española.

El engendro que llaman “Castilla y León” es obviamente una mera invención tecnocrática, que no responde más que a motivaciones e intereses políticos.

«Castilla y León. es un híbrido extraño en el que «Castilla. es lo que cuenta y León queda reducido a un papel subalterno y residual. Se entiende la falsa Castilla, la «grande e imperial., que subyace en esta concepción -teorizada en la elucubración totalitaria de Onésimo Redondo-, y que implica la anulación de la identidad leonesa.

Los partidarios de este artificio, para nombrar a la pretendida región hablan indistintamente de Castilla y León o de Castilla, nunca de León. Para ellos se trata de una hipóstasis «castellana»; usan, increíblemente, la dualidad «Castilla y León» como sujeto singular, y han llegado a inventar la entelequia de «lo castellano-leonés-: el pueblo castellano-leonés, la cultura castellano-leonesa. Para ellos ya no hay castellanos o leoneses, netos y claros, cada uno en su propia identidad, sino sólo esa miscelánea de «castellano-leoneses.. Nos preguntamos: ¿es posible para un hombre de León o Zamora, de Burgos o Soria, ser y sentirse castellano-leonés?

Su argumento consiste en que, desde el siglo XIII, Castilla y León están unidos, mezclados y confundidos en una sola entidad histórica, ya homogénea, y que no hay dos regiones diferentes sino una sola, que coincide con la cuenca del Duero. (No tienen empacho alguno en excluir de Castilla, sin contemplaciones, a tierras o provincias tan esencialmente castellanas como las de Santander y Logroño, hoy llamadas Cantabria y Rioja).

Parece claro que no es así. Tradicionalmente, a efectos administrativos, oficiales, culturales, etc., se ha reconocido siempre como un hecho natural la existencia de las dos regiones, hasta que arbitrariamente, en nuestros días, las han fusionado los partidarios de esta «duerolandia». (Territorio, por otra parte, desde el punto de vista práctico o político, demasiado extenso y heterogéneo para permitir una administración autónoma eficaz).

Castilla, nuestra verdadera región, no es susceptible de reducción a la «cuenca del Duero., siendo así que, por ejemplo, la tercera parte del territorio de la provincia castellana más extensa, la de Burgos, vierte sus aguas al Ebro, que la recorre a lo largo de 145 kilómetros, y en el que radica precisamente, en el alto Ebro, la cuna de Castilla.

León y Castilla no pueden tampoco confundirse o identificarse con la Corona o Estado de ese nombre. Solamente son partes, regiones, países o reinos de esa Corona; juntamente con otros: Galicia, Asturias, Extremadura, Toledo-La Mancha, Andalucía, Murcia, etc. Lo mismo que Aragón, Cataluña, Valencia y las islas Baleares eran entidades diferenciadas dentro de la llamada Corona de Aragón.

Además, León y Castilla no son tampoco identificables entre sí, sino que, aun formando parte integrante y destacada de un mismo Estado o Corona, conservaron su propia y respectiva individualidad.

Como señaló el maestro Bosch-Gimpera, la unión definitiva de las coronas de León y Castilla, operada en 1230 bajo Fernando III, no implicó la fusión de sus diversos pueblos ni la uniformación de sus leyes e instituciones. El Fuero Juzgo, profundamente romanizado, continuó siendo la legislación fundamental en los países de la corona de León, mientras que Castilla preservó largo tiempo sus derechos forales, usos y costumbres, es decir, la tradición jurídica de la tierra, de honda raíz germánica. Las Cortes de ambos reinos se reunieron y legislaron por separado para cada uno de ellos; en todo caso hasta comienzos del siglo XIV, y frecuentemente después. Entonces, cuando se convocaron Cortes generales, éstas no eran ya las de los prístinos reinos de León y Castilla, sino conjuntamente las de todos los territorios pertenecientes a la Corona. Al mismo tiempo, siglos XIII y XIV, las Hermandades de los pueblos funcionaron también por separado: Hermandad de los concejos del reino de León (con sede en la ciudad de León) y Hermandad de los concejos del reino de Castilla (con cabeza y sello en Burgos).

El reconocimiento oficial de la existencia de las dos regiones de León y de Castilla -ésta subdividida en Castilla la Vieja y Castilla la Nueva- es una constante de la tradición legal española, hasta la caprichosa invención del «ente castellano-leonés» en nuestros días.

Por citar un ejemplo significativo, recordemos la composición del Tribunal de Garantías Constitucionales de la segunda República española. Como es sabido, los artículos 121 a 124 de la Constitución de 1931 establecieron ese Tribunal con jurisdicción en todo el territorio nacional, para conocer, entre otras materias de su competencia, del recurso de inconstitucionalidad de las leyes; y del que formaría parte «un representante por cada una de las Regiones españolas, elegido en la forma que determine la ley».

La ley de 14 de junio de 1933, que vino a regular la estructura y funcionamiento del Tribunal, determina en su artículo 10 que cada región autónoma, una vez aprobado su estatuto, tendrá derecho a nombrar un Vocal que la represente en el Tribunal de Garantías; y en su artículo 11 establece que para la representación de las regiones no autónomas se considerarán como regiones las siguientes: Andalucía, Aragón, Asturias, Canarias, Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, Extremadura, Galicia, León, Murcia, Navarra, Vascongadas y Valencia. Cada una de estas regiones designará un representante, elegido por los concejales de sus Ayuntamientos.

Como se advierte, para los legisladores de los años 30, conforme al derecho constitucional de España, León y Castilla sí que eran dos regiones diferentes, cada una con su propia personalidad político-administrativa.

Pero, a pesar de los engendros fraguados en nuestros días por las oligarquías políticas, la realidad es que León y Castilla existen en efecto como pueblos diferenciados, como dos regiones definidas, bien presentes en sendos cuarteles del Escudo Nacional. Y, como queda dicho, así han sido siempre reconocidos, hasta que en los últimos tiempos ciertos políticos han venido a confundirlos en este amasijo «castellano-leonés», arbitraria invención con la que a leoneses y castellanos se nos quiere hacer comulgar con ruedas de molino.

Los pueblos de León y de Castilla tienen perfecto derecho a verse respetados como identidades diferenciadas; a la protección - conforme garantiza el preámbulo de la Constitución Española de 1978 de sus culturas, tradiciones e instituciones peculiares, y a que se reconozca su derecho constitucional a integrarse en comunidades autónomas propias - la leonesa y la castellana- como los demás pueblos de España.

En este día saludamos fraternalmente, y con especial afecto, a nuestros queridos amigos leoneses presentes en este acto y que nos honran con su asistencia, y hacia los que sentimos y expresamos el más sincero sentimiento de solidaridad.

Frente a la incomprensión de¡ poder centralista y la imposición de la camisa de fuerza -castellano-leonesa», yo estoy seguro de que los pueblos de León y de Castilla -ténganlo presente los que nos atropellan- no se resignarán.

Queridos amigos, estamos aquí, una vez más, bajo la sombra sagrada del buen conde Fernán González, en esta tierra y en este monasterio que él amó tanto, y que es preciso salvar, para ayudarnos unos a otros a encontrar y revitalizar nuestras raíces.

Sólo reconociendo nuestro ser más profundo como comunidad humana, teniendo conciencia de lo que somos y proclamando nuestra existencia colectiva, afirmando y reivindicando la personalidad genuina de Castilla, y amando decidida e irrevocablemente esta tierra castellana de la que hemos salido y a la que seremos devueltos, tendremos un puesto en el futuro.

He dicho.

¡Viva Burgos!

¡Viva Castilla!

¡Viva España!

Manuel Gonzalez Herrero

San Pedro de Arlanza 12 junio 1983

viernes, diciembre 29, 2006

La unión



NUEVA OPCION POLITICA PARA CANTABRIA. POR UNA REGENERACION POLITICA. POR EL DESARROLLO ECONOMICO, INDUSTRIAL Y DE INFRASTRUCTURAS QUE NUESTRA REGION SE MERECE. POR UNA COLABORACION ESTRECHA CON CASTILLA-LEON .

jueves, diciembre 28, 2006

Manuel González Herrero, maestro del folclore





Carmelo Gozalo entrega el pergamino a Manuel González Herrero en presencia de sus hermanos Juan Pablo, Julia y Joaquín./KAMARERO


Un emotivo acto en la Real Academia de San Quirce evocó la figura del abogado segoviano, que recibió el premio del que fue jurado e impulsor desde su creación

M.G. - Segovia


González Herrero, que falleció el pasado 14 de febrero a los 82 años, presidió desde su creación el jurado del Premio Nacional de Folclore que lleva el nombre del maestro folclorista segoviano que la asociación convoca desde 1994, y que este año ha recaído en el investigador Luis Díaz-Viana.


El acto tuvo lugar en la sede de la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce, al que asistieron los cuatro hijos del escritor, así como las autoridades locales y provinciales y una amplia representación de personalidades de la cultura segoviana.


Tras la lectura del anexo del acta del jurado de la duodécima edición de este premio, en el que se proponía la concesión del premio, el presidente de la Asociación Cultural Ronda Segoviana, Carmelo Gozalo, entregó a los hijos de González Herrero un pergamino acreditativo de esta distinción.


La entrega del galardón culminó con on la interpretación de la "Entradilla", una pieza musical del folclore segoviano presente en grandes solemnidades y que fue bailada por varios danzantes del Grupo "La Esteva" ante los familiares de González Herrero en el que fue el momento más emotivo de este homenaje.


Posteriormente, en nombre de la familia, Manuel González-Herrero González, hijo del escritor, agradeció esta distinción y aseguró que el trabajo de su padre en pro del mantenimiento de las tradiciones y la identidad castellana "será sin duda un referente para las futuras generaciones". El alcalde de Segovia, Pedro Arahuetes cerró el turno de intervenciones glosando el carácter “segoviano y segovianista” de González Herrero.


El acto concluyó con un breve recital de la Ronda Segoviana, cuyo portavoz, Angel Román, pidió al Ayuntamiento que agilice la tramitación del reconocimiento oficial para González Herrero aprobado en pleno este mismo año.

Indepencia de Castilla respecto a León

Indepencia de Castilla respecto a León

El proceso de independencia de Castilla es muy significativo y, probablemente por ello, los textos oficiales de historia rehúsan ahondar en él. En la España medieval, como en toda Europa de entonces, son frecuentes las secesiones de reinos y de condados, pero por discordias entre herederos, por impaciencias de sucesores, por feudatarios deseosos de sacudirse el yugo feudal y convertirse en soberanos o por otras causas de ambición o interés personal. Pero el caso de Castilla queda, en este aspecto, fuera de lo corriente, porque obedece a sentimientos colectivos que en la Europa de aquellos tiempos carecían de base popular, ya que los regimenes políticos económicos y sociales eran tan semejantes en los múltiples feudos que a los vasallos, sin posibilidades inmediatas de mejorar su situación, tanto les daba en general, depender de un señor que de otro. Para los castellanos la autonomía era cosa importante. La historia de la independencia de Castilla y la del condado independiente, la del pueblo castellano en aquellos días y no sólo la de sus dirigentes, no se puede comprender sin profundizar en sus estructuras sociales. Así lo ha entendido Sanchez-Albornoz cuando señala como "decisivo factor explosivo" de la independencia castellana el de "la libertad económica y política de los castellanos de hace un milenio" y así lo entienden Barbero y Vigil.


La independencia de Castilla tuvo su base en el pueblo. Fue esta –dice Fray Justo Pérez de Urbel- "una verdadera revolución popular frente a los moldes rigidos de la aristocracia visigótica". Castilla se presenta en la historia con un sello marcadamente democrático. Sus condes –citemos otra vez a Sánchez-Albornoz- "necesitaron la asistencia entusiasta de los moradores del condado para mantenerse frente a los reyes leoneses y para defenderse de los duros ataques musulmanes, y no mermaron sino que aumentaron las libertades de los campesinos castellanos".


El proceso de la independencia de Castilla es, en lineas generales, el de todos los movimientos de emancipación nacional. Comienza por manifestarse en discordancia del pueblo dominado con la metrópoli; aquí en su disidencia, éste quiere instituciones propias que satisfagan sus anhelos; y finalmente se produce la ruptura con el dominador. Así, los castellanos comienzan por rechazar la legislación romano-visigótica del Fuero Juzgo, es decir, por repudiar lo que es y significa la monarquía astur-leonesa. Cuenta la tradición y recogen las crónicas que los castellanos, al afirmar su independencia respecto a León, cuyos reyes eran los de Asturias, León y Galicia -incluido en esta el condado de Portugal-, juntaron cuantas copias del Fuero Juzgo hallaron por Castilla y las quemaron en Burgos, sobre lo cual dice un texto antiguo:


"E cuando el conde Fernan Gonzalez e los castellanos se vieron fuera del poder del rey de Léon, se tovieron por bien andantes e fuéronse para Burgos, e fallaron que pues non deben obedecer al rey de León, que no les cumplía aquel fuero. Et enviaron por todos los libros de este fuero que había en todo el condado e quemáronlos en la iglesia de Burgos e ordenaron que los alcaldes en las comarcas librasen por fuero de albedrío"


-es decir, según parecer y según costumbres-. Después establecen sus propias instituciones: los jueces por ellos elegidos que juzgan según las leyes y las costumbres del país. Y por último, rompen definitivamente con el rey de León.


El nombramiento de sus propios alcaldes para que juzgasen según "fuero de la tierra" y no por el Fuero Juzgo, acto de rebeldía porque "estaba bien claro en la ley de los godos que nadie podía establecer juez sino el rey os su representante", fue siempre considerado por los castellanos como el acontecimiento más memorable del comienzo de su historia nacional; y sea o no cierta la existencia de tales magistrados, es un hecho recogido con entusiasmo por la tradición y muy ilustrador sobre el carácter de la primitiva Castilla. El poema de Fernán González relata este viejo suceso más o menos histórico con ese realismo que constituye una de las principales características de la epopeya española, y recuerda así el nombramiento de aquellos oscuros jueces que fueron encarnación del espíritu nacional:


"Todos los castellanos en uno se juntaron,
dos omnes de grand guisa por alcaldes alzaron,
los pueblos castellanos por ellos se guiaron;
que nos pusieron rey muy grand tiempo duraron"


Espíritu que se percibe en la base del poema; pues si éste destaca la figura del "buen conde" lo hace como adalid y gobernante popular, y en el fondo se haya siempre Castilla, el pueblo, o los pueblos castellanos, aquellas comunidades democráticas -con sus concejos elegidos en asambleas populares y sus milicias concejiles- que constituían las entidades básicas del viejo estado castellano.



Castilla es ensalzada en todo el poema y particularmente la Montaña cantábrica, la Castilla Vieja de donde traían su origen el propio conde y tantos castellanos:


"De Castilla la Vieja hobo hi castellanos
que muchos buenos fechos ficieron por sus manos.
Cuando oíen "Castilla", todos se esforzaban;
todos en su palabra grand esfuerzo tomaban.
Sobre todas las tierras mejor es la Montaña;
de vacas y de ovejas no hay otra tamaña.
Omnes de la Montaña, gente fuerte e ligera,
por tres tantos de moros nos dejaríen carrera.""



Los castellanos y "los pueblos castellanos" son los protagonistas colectivos:


"Fueron todas las cartas defechas e partidas,
las gentes castellanas fueron todas venidas.
Cuando los castellanos el mandado sopieron.
nunca tan mal mensaje castellanos oyeron,
por poco, de pesar, de seso no non salieron.
Cuando fueron vencidos esos pueblos paganos,
fueron los vencedores los pueblos castellanos.
Los pueblos castellanos y las gentes cruzadas
sacaron a los moros fueras de sus posadas."


El espíritu democrático de Castilla es realidad histórica que se refleja en el poema.


Este describe cómo el pueblo castellano elige a sus condes o jefes sin intervención real, hace por su cuenta la guerra y conquista y repuebla territorios. Ya hemos visto cómo describe la proclamación de alcaldes o jueces en juntas populares. Son estas asambleas en que se delibera y decide:


"Ayuntaronse todos por se aconsejar,
dejémolos juntados, bien nos debe membrar"


Y narra las discordias que surgían cuando no llegaban a un acuerdo

Diré de castellanos, gente fuerte e ligera,

avenir non se podian por ninguna manera.
Los unos quieren uno, los otros quierién ál;
como omnes sin cabdillo aveniense mal.


"Ellos alzan gobernante, jefe, conde o "señor", cuya autoridad reconocen y acatan después besándole la mano; y le entregan la enseña militar. Así cuenta el poema como mientras Fernán González era prisionero del rey de Navarra los castellanos siguieron reconociendo su autoridad que simbolizaron en una estatua del conde:




Fagamos señor de una piedra dura,
semejable al buen conde, desa mesma fechura;
sobre aquella piedra fagamos todos jura.
sí como al buen conde las manos le besemos,
pleito e homenaje todos a ella, faremos.
Si ella nos fuyere, que nos nunca fuyamos,
la seña de Castilla en la man l’pongamos




Anselmo Carretero y Jiménez

miércoles, diciembre 27, 2006

Manos violentas, palabras vedadas . La injuria en Castilla y León. Siglos XIII-XV (Marta Madero. Ediciones Taurus. Madrid 1992)

Manos violentas, palabras vedadas.

La injuria en Castilla y León (siglos XIII-XV)

Marta Madero.

Taurus Ediciones. Madrid 1992.


Nos habemos aquí con una tesis universitaria mucho más sugerente por lo que insinúa en escasos momentos que por lo que realmente desarrolla en la mayor parte del despliegue - no siempre brillante- del cuerpo de la tesis; cargado inevitablemente con todo un aparato de citas que, como es habitual en los trabajos universitarios, que en el mejor de los casos entorpece la lectura y en le peor pretende demostrar más que se está en ajo de lo que se dice de siempre, que no que hay algo nuevo que comunicar. Es bien sabido que los títulos y diplomas universitarios certifican no tanto que se sabe como la eventualidad –temporal y provisional- de saber que se sabe.

Como siempre en España se supone que lo mejor viene de fuera, así también esta tesis de tema castizamente peninsular y española, se ha realizado sin embargo en París de la Francia, que sin duda es mucho más molón. La tesis en cuestión utiliza fuentes de Castilla, de León, de Aragón, de Cataluña, de Portugal, y sobre todo una amplia literatura extranjera que de alguna manera califica mejor al tema como genéricamente medieval y secundariamente hispano más que estrictamente castellano; no toca por tanto las diferencias jurídicas entre Castilla y León, ni mucho menos el enorme cambio que supone la reconquista del Reino Toledo con relación a las ideas, usos y costumbres del viejo condado y luego reino de Castilla. Es decir no se analizan diferencias en el espacio (León y Castilla), ni el tiempo (Castilla y Reino de Toledo), se subsume todo en una visión medieval y genérica, que condiciona no obstante muchas, demasiadas cosas del posterior renacimiento e incluso de la actualidad.

***
Honra e injuria

La idea principal desarrollada es que la injuria es un ataque a la honra del injuriado. , por tanto la profundidad del sentimiento de la honra es lo que explica el efecto de la injuria. A este respecto nos recuerda autora que así como los esquimales tienen 15 palabras para designar hielo , entre los leoneses y castellanos de los siglos XIII y XIV tienen más de 15 palabras para designar injuria o injuriar: escarnio, porfazo, tuerto, desprez, despreciamiento, baldón, mancilla, afruenta, injuria, enfamamiento, agravio, escatima, estultar, echar el clavo; más adverbios como: violentamente, cruelmente, torticieramente etc.

Enfrentarse directamente con el tema de la honra sería sin duda lo principal y esencial, esa honra terrible que justificaba , muertes, duelos, torturas, exilios, exclusiones feroces y atroces castigos; pero no, la autora se reconoce incapaz de abordar en profundidad el tema y decide abordarlo “ a contrario ”, es decir a partir de la injuria. Solo se atreve a formular una insuficiente definición de la honra como una forma laica de coherencia y necesidad de un orden, concedida espontáneamente a sus elites, pero que también los demás miembros de la sociedad aspiran a alcanzar. Como todo concepto laico es un concepto deslizante, evanescente y en muchas ocasiones delirante: pasa de la honra que da el nacimiento a la que dan las riquezas y finalmente cuando más tarde entre en danza la pureza de sangre, el labrador “ cristiano viejo “ tendrá una honra eventualmente mayor que la del señor. El orden que sustenta la honra acarrea unas reglas de juego no siempre escritas, que establece un intercambio entre honra e injuria , de forma que la respuesta a la injuria es una forma de recupera la honra, de reorganizar el propio valor: intercambio solo concebible entre personas de la misma clase, de manera que si es concebible la paciencia con los poderosos y la condescendencia con los débiles, muy al contrario la paciencia o condescendencia entre iguales no es sino signo de debilidad, de cobardía o de mística.

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Temas

La autora selecciona algunos temas específicos de la deshonra, precisamente aquellos ligados con la injuria.

Homosexualidad. Crimen sodomítico o nefandum, primero deberán ser castrados, el tercer día serán colgados por los pies hasta morir, y allí quedarán para siempre

Adulterio. Las leyes sobre el adulterio establecen que aquel que encontrase a su mujer con otro, si quería vengar su honra , estaba obligado a matar a ambos.

Violación. En caso de violación, el violador era por lo general condenado a muerte cuando se trataba de una mujer casada .

Lujuria. Se encarna en lo femenino o en lo bestial, adquiere en el denuesto de puta el paradigma de la injuria a la mujer, término que no designa una profesión sino a toda mujer que ha conocido varios hombres.

Traición .La acusación de traydor trae graves consecuencias, en cuanto al traydor queda deshonrado para siempre, él, su linaje y su tierra, era condenado a muertes y perdía todos sus bienes a favor del rey, y todos sus descendientes masculinos se convertían en infames para siempre y nunca podían acceder a cargos oficiales, ni a la caballería, ni tenían derecho a recibir una herencia.

Cobardía .Un hombre que valía menos padecía una invalidez jurídica que lo privaba del derecho al duelo judicial, al testimonio y a la acusación, y de una invalidez política y social que lo privaba de todo oficio y dignidad y de la posibilidad de vivir en la corte de todo “ buen señor”.

Codicia. Los ladrones verdaderamente denigrados son aquellos que no tienen como glorificarse de los gestos guerreros y del derroche en que culmina el saqueo

La abstención de aquellos hombres que, como los santos o los marginales de la perfección espiritual, los eremitas, no infundan una suerte de temor y la fascinación de un modelo ideal, de una proeza, es risible, o peor aún, dudosa.

Hasta hace no mucho existía un apelativo muy utilizado aún en los ámbitos educativos masculinos de adolescentes, cuando no había respuesta de ciega acometividad a las supuestas injurias. Daba igual que el comportamiento estuviera en contra de las normas que los muchachos recibían en el aula o en el púlpito, la hombría ideal estaba por encima de cualquier cristianismo habido o por haber, de lo contrario adquiría el deshonroso título de “maricón”.

***
Respuestas

La respuesta a la injuria y la posible restitución del honor, incluye lo que de una manera un poco irónica llama la autora “reglas de juego”, aunque el juego en cuestión comprende la venganza, la ordalía, la lid o duelo, la ley del talión, los azotes, los palos o la mazmorra hasta la muerte entre otras atrocidades posibles.

La venganza no hace referencia a una institución específica y no contiene ninguna connotación negativa en los textos del siglo XIII y XIV, designa una respuesta que pone en escena a la persona perjudicada, que asombrosamente el propio Santo Tomás de Aquino considera loable cuando busca corregir vicios y defender la justicia. La venganza se articula sobre la idea de una deuda -deuda de sangre, de vida, de honra, que circula entre grupos adversos y su funda entres principios : la reciprocidad que instaura la deuda entre los adversarios, la solidaridad que obliga a compartir la dueda de un aliado o un pariente y la distancia social. La venganza se llega a una extraña sacralización como “redención de la sangre”.

A pesar de la condena del cuarto concilio de Letrán , los fueros y las Partidas consagran la ordalía, que poco a poco se substituirá por la tortura. Formas diferentes de la ordalía son el combate judicial o lid, más tarde denominado duelo, en principio limitado a la nobleza, y por otra parte la ordallía del hierro candente para miserables y mujeres. El combate judicial, de fuerte contenido ordálico, era desconocido en Bizancio.

El desafío era otra una declaración previa a la enemistas pena que habitualmente llevada aparejados penas pecuniarias y exilio, tras el cual se podía incluso dar muerte al enemigo por parte del ofendido o de su linaje, en principio el desafío estaba limitado a los hidalgos. No estaba excluido en modo alguno la mutilación del cadáver del enemigo.

Es frecuente también en los fueros la ley del talión. “recibir otra tal en su cuerpo”, “recibir otra tal pena en su cuerpo”, en los casos de las clases pudientes se podía sustituir por la emienda o pena pecuniaria, mientras que por el contrario las penas pecuniarias o caloñas se reemplazaban en los pobres por penas corporales, por palos, “ parar palos”, o por azotes, o cárcel hasta dejar morir de hambre al insolvente.


***
Sociedad guerrera.

Las invasiones de las postrimerías del imperio romano, colmaron toda la Europa occidental de sociedades guerreras fundamentalmente de estirpe germánica (francos, visigodos, burgundios, lombardos,…) cuyo primer contacto con el cristianismo fue en una variante o herejía especialmente alejada de lo que se puede llamar núcleo esencial e íntimo del cristianismo, esa variante se denominó arrianismo, y probablemente esa interpretación tan humana, exterior y superficial no se abandonó nunca en occidente.

El momento de mayor énfasis cristiano de occidente fue en el breve transcurso de la época carolingia, época de ruptura donde las haya: emancipación con respecto al imperio de oriente, último heredero del imperio romano, instauración del feudalismo como orden social imperante, forzamiento de la herencia dogmática tradicional cristiana, tutela del papado por el imperio, y en cualquier caso imperio guerrero pese a su orientación espiritual –no se puede afirmar que los francos amaran cristianamente a los sajones-.

A medida que desaparece el ímpetu espiritual de la época carolingia durante la época románica medieval, la sociedad, regida fundamentalmente por el estamento guerrero –los “ bellatori “-, elaboró entre el siglo X y XII una teología y una ética que sacralizaron las prácticas militares, el cristianismo de guerra (CardiniF. “ le guerrier et le chevalier” 1989), particularmente en España: lealtad, coraje guerrero que no excluía la crueldad inevitable, generosidad con despilfarro, mesura que no impedía el botín y lascivia como corresponde a un varón que se precie. Es en definitiva lo que se ha denominado “islamización” del cristianismo occidental, inevitable tras un prolongado de periodo de lucha y contacto. Sánchez Albornoz diagnostica certeramente los hechos, pero le horroriza de usar el término “islamización”.

Esta sociedad guerrera llegó a exaltar (San Bernardo) la figura del monje-guerrero (órdenes militares), algo imposible de concebir en el cristianismo primitivo y en el cristianismo oriental donde se rechazó absolutamente esa desviación o quizá perversión.

Si alguna atenuante le cabe a Castilla es que al revés que en León –Santiago y Alcántara- o en el Reino de Toledo - Calatrava fundada por el borgoñón Raimundo de Fitero- no hubo apenas órdenes militares, y las que hubo fueron de escasa importancia.

Había ciertamente algunos pequeños sectores de la iglesia, no desde luego las órdenes militares ni los obispos con cota de malla, que aún conservaban el originario espíritu cristiano, entre ellos se encontraban la más vieja de las órdenes monásticas occidentales los benedictinos y también los cartujos. Para aquellos que desprecian el mundo la honra es un valor hecho de orgullo, vanidad y codicia, y esa honra por la que tantos viven, luchan y mueren de acuerdo a las reglas del juego es para otros una parodia de la virtud.

El orgullo máximo pecado durante siglos, lo siguió siendo para los benedictinos, comenzó a ser desplazado por la avaricia, cambio que coincide con la popularidad de las órdenes mendicantes en el siglo XIII y el ocaso de los benedictinos. De alguna manera el orgullo, que todas las tradiciones han considerado como una de las raíces interiores y profundas del mal y la ignorancia del ego humano se va relegando y se va trasladando a lo exterior y lo cuantitativo.


***
Herencias

Se puede considerar en cualquier caso que el cristianismo, pese a las deformaciones monstruosas que sufrió en occidente, contribuyó a suavizar las rudas costumbres de una sociedad guerrera. El progresivo alejamiento del cristianismo a partir del Renacimiento , no disminuyó en absoluto la religión laica de la honra, basta pensar en la literatura española del siglo XVI Y XVII. La honra feudal sobrevivía en plenitud, la presión de la comunidad no permitía olvidar la injuria. Ya se sabe que de manera análoga a como el principio de mínima acción rige el comportamiento de los sólidos, así el mundo de las pasiones no tiende a la media sino a lo más bajo, a lo mínimo, alo más abyecto. Que buen ejemplo nos da don Pedro Calderón de la Barca, barroco hasta el delirio, mezcla de presbítero, libertino y homicida, sacerdote sumo de la honra e implícitamente arriano y ateo, bajo la etiqueta honorificiente, eso si, de castizo católico español de la contrarreforma y de Trento.

Tras racionalismo, ilustración y revolución industrial, el pagano romanticismo europeo conservó la ceremonia del duelo hasta entrado el siglo veinte; los entonces desmontes de la madrileña colina de Príncipe Pío fueron campo del honor hasta el siglo veinte de duelos hipócritamente ocultados ante una sociedad propensa a hacer la vista gorda ante esas muestras de agresividad masculina, mágicas, ordálicas y asesinas.

No ha desaparecido en absoluto en la actual sociedad, cada vez menos cristianas – suponiendo que alguna vez fuera cristiano el mundo occidental-, la pesada herencia de la honra, la injuria , la afrenta y el juego de sus espejismos compensatorios propios de la sociedad guerrera medieval y feudal, y así nos recuerda la autora que la prostitución, la homosexualidad, las denigraciones raciales, la fealdad las evocaciones de parentesco que adivinan la misma profesión de las madres , son referencias gravemente injuriosas de una notable estabilidad en la España (y no solo en la España) actual.

¿Cuantos de nuestros contemporáneos no reaccionan automáticamente ante las viejas injurias a la honra?, probablemente no con el ímpetu guerrero de antaño, la sociedad postmoderna ha rebajado al mínimo la acometividad y el coraje al menos entre las personas integradas – el valor caballeresco temerario no es ya la norma- pero la venganza no ha desaparecido en absoluto del las reglas del juego. La indiferencia filosófica y mucho más el amor cristiano son hoy día rarezas de museo.

Probablemente los más feroces aspectos de las reglas de juego del honor, la injuria y su reparación han desaparecido, no tanto porque la sociedad sea más cristiana, que no lo es, sino porque desaparecieron los estamentos que se reservaban los diferentes tipos de ordalías, duelos, torturas y atrocidades. El siglo veinte, fundamentalmente laico, descreído , poco o nada cristiano, ha dado muestras de una violencia efectiva que superó ampliamente en cantidad y cualidad todas cuantas violencias realizara cualquiera de las sociedades anteriormente conocidas , guerreras o no, con honor o sin él. En el siglo XXI el potencial de violencia no ha disminuido en absoluto y si por el contrario los posible frenos religiosos y morales.

BALANCE 2006 por Independientes por Cuenca (IXC)

27 de Diciembre, 2006


Hacer el tradicional balance político de fin de año exige, en este de 2006, ampliar la perspectiva y valorar una legislatura municipal que en pocos meses finalizará sus cuatro años de mandato.




Es necesario mirar al futuro para avanzar pero, en Cuenca, no vamos a avanzar si no tomamos conciencia y resolvemos los fracasos de nuestro pasado.




Porque seguimos acumulando perdida de oportunidades, seguimos estancados, seguimos sin encontrar nuestro camino colectivo, y estos cuatro años son una nueva y decepcionante prueba.




Empezamos la legislatura autonómica y municipal con bonitas palabras del Presidente Regional que nos decía que esta era la legislatura de Cuenca. También hace cuatro años, como en 2006, como hace veinte años, se hablaba de proyectos, la eterna cantinela de Cuenca; proyectos que entretienen y adormecen a la ciudadanía.




Proyectos como el Ars Natura, que cerró la anterior legislatura como proyecto y la anterior de la anterior; y que inició la actual como proyecto y que la cierra con la “primera piedra”. Cerramos también la legislatura con el eterno proyecto del Museo de la Semana Santa y como no, rememorando viejas glorias como la declaración de Patrimonio de la Humanidad.




En estos cuatro años se tenía que haber construido el Palacio de Congresos de Cuenca, prometido por Bono en 1983. En 2006 se ha inaugurado el de Albacete, el de Toledo está en obras, en Cuenca por el momento no llegamos ni a proyecto, solo tenemos la presunta intención de hacer los estudios previos al proyecto.




En estos cuatro años se tenía que haber ampliado la cartera de titulaciones del campus universitario de Cuenca como exigimos hace cuatro años y nos contestaron que las nuevas titulaciones cuestan dinero. Cuatro años también perdidos para Cuenca en este ámbito, pero ganados para Guadalajara que ha recibido una financiación de 180 millones de euros para un nuevo campus universitario.




Empezamos la legislatura, como cerramos la anterior y empezaremos la siguiente, haciendo ostentación del polígono SEPES como generador de oportunidades empresariales y empleo, la realidad es que en este años 2006 que finaliza, en Cuenca se crea poco empleo y el que se crea es de baja cualificación y bajos salarios.




Empezamos la legislatura exigiendo un nuevo hospital para Cuenca y la terminamos con los estudios de un proyecto de reforma irracional y de dudosa viabilidad, pero proyecto al fin y al cabo. En el resto de provincias, estos cuatro años, perdidos para Cuenca, han servido para establecer, con el reparto de mil millones de euros, las bases de la atención especializada regional de las próximas décadas.




En estos cuatro años hemos seguido con los debates que entretienen y embaucan a la ciudadanía sin que nos lleven a ningún sitio porque son los mismos debates de hace diez o veinte años. Como el del ferrocarril que ha llenado cientos de páginas de los periódicos de los últimos años. Años de quimeras y engaños porque la verdad es que se rechazó la moción de IxC a favor del ferrocarril convencional y han tenido que ser los empresarios valencianos los que exijan las inversiones en modernización para el transporte de mercancías de la línea Madrid-Cuenca-Valencia. Porque la verdad es que hace años que PSOE y PP están de acuerdo en que se cierre esta línea, no olvidemos que ambos partidos han tenido años de Presupuestos Generales del Estado para demostrar, con dineros, no con palabras, su apuesta por el ferrocarril convencional en Cuenca.




Cuatro años, como los de esta legislatura perdida para Cuenca, han sido suficientes para hacer realidad la autovía regional de Los Viñedos. En Cuenca sin embargo, en este año de 2006 del que hacemos ahora balance, un tramo de apenas 70 Km, el que corresponde a la autovía Cuenca-Tarancón, sigue en obras en la mitad de su recorrido y, en el mejor de los casos, habrá consumido 20 años en su realización.




Cuenca, que como pocas ha luchado por unas imprescindibles infraestructuras de comunicación, será de las últimas localidades de más de 10.000 habitantes de esta región, que es como decir de España, en contar con comunicaciones por autovía.










En Cuenca a 27 de diciembre de 2006.



Ejecutiva de Independientes por Cuenca.

LUIS M. BONILLA CANDIDATO A LA ALCALDÍA DE SORIA POR IDES

Iniciativa por el Desarrollo de Soria (IDES) ha nombrado a Luis Miguel Bonilla como el candidato de la formación independiente a la alcaldía de Soria. El actual portavoz de IDES en el Ayuntamiento de Soria, desarrolló las labores de Concejal de Desarrollo y Medio Ambiente en el consistorio capitalino, siendo responsable de proyectos emblemáticos como la recuperación de las márgenes del Duero en Soria o la declaración de Valonsadero como espacio protegido.



26/12/2006


Luis Miguel Bonilla, profesor universitario de la Universidad de Valladolid compagina su labor docente con la actividad política. Con esta designación IDES apuesta por un perfil joven y preparado, capaz de defender adecuadamente los intereses de los sorianos.


Tal y como ha señalado el candidato a la Alcaldía: “Durante estos años hemos trabajado para que Soria tenga el mismo nivel de desarrollo que las demás ciudades. Muchos proyectos ya se han logrado, pero todavía tenemos que conseguir las metas que todos los sorianos deseamos”.


Durante la presentación del candidato, los dirigentes de IDES aprovecharon para lanzar un mensaje de ilusión y progreso para que juntos Soria alcance el desarrollo que merece.


IDES aspira a ser la llave del gobierno municipal tras los próximos comicios municipales de mayo, y de esta forma, lograr mediante la presión política ante Madrid y Valladolid, inversiones para los proyectos que la ciudad viene reclamando desde hace muchos años.


Los independientes siguen trabajando en la conformación de otras candidaturas en la provincia de Soria, para lo cual, han establecido un sistema de listas abiertas, transparente y participativo para todos aquellos sorianos que deseen defender el progreso de sus municipios desde una candidatura independiente.

Los Foramontanos

Los Foramontanos

Cuando Fernán González abre los ojos a la vida en el Picón de Lara y es bautizado en la iglesia de San Millán, el santo de la devoción castellana por excelencia, habían pasado ya cien años desde el nacimiento de Castilla.

Con la invasión árabe y, especialmente, con las campañas del siglo VIII y la desolación que impone Alfonso I, la cuenca del Duero quedó convertida en desierto. Se arruinaron villas, los castros, las antiguas ciudades romanogodas. La tierra quedó yerma, la población huyó, replegándose sobre la cordillera del norte. Pasaban los años y la tierra no podía sostener a tanta gente. Un pueblo denso, pobre, hambriento y agobiado se amontona en los angostos valles cantábricos.


Eran en poca tierra muchos omes juntados;
de fambre e de guerra eran muy lacerados ...


Como diría más tarde, hacia 1255, el anónimo monje de San Pedro de Arlanza que en este cenobio escribe el Poema de Fernán González:


Vysquieron castellanos grand tiempo mala vida,
en tierra muy angosta, de vyandas fallida,
lacerados muy grand tiempo a la mayor medida ..


Esta miseria es la que los castellanos quieren sacudir cuando se deciden a emprender la gran aventura: salir fuera de las montañas. Hacia el 814 se inicia la empresa. "En la era 853 (rezan los Anales Castellanos) salieron los foramontanos de Malacoria y vinieron a Castilla". Una masa de gentes atenazadas por el hambre y dispuestos a jugárselo todo, se desgaja de las estribaciones orientales de los Picos de Europa, bajan buscando la llanura hacia el sur y el este, desalojan a los moros y empiezan a asentarse en las tierras y valles del norte de Burgos, en el alto Ebro por Bricia, Villarcayo, Espinosa de los Monteros, Amaya, Valdegobia y Medina de Pomar; en la antigua Bardulia, que pronto se empezará a llamar Castilla.


Era toda Castilla sólo una alcaldía,
maguer que era pobre e de poca valía,
nunca de buenos omes fue Castilla vazía ...


Estos hombres forman, en efecto, un pueblo pobre y rudo, pero dotado de una tremenda energía. Apresudaramente (las herramientas de trabajo en una mano y en la otra las armas) roturan las tierras baldías, levantan granjas, pequeñas iglesias y fuertes castillos, colonizan los yermos , repueblan las antiguas villas abandonadas. Son hombres libres: toman, rompen y labran la tierra para ellos mismos; se hacen pequeños propietarios y aprovechan colectivamente las grandes extensiones comunales que se reserva el grupo vecinal.

martes, diciembre 26, 2006

Bibliografía de Isidoro Tejero Cobos

- Cuéllar : estudios sobre mi tierra, 1978

- La dulzaina de Castilla : (folklore y regionalismo) , 1981

- Dulzaineros, música y costumbres populares en tierras segovianas
por Isidoro Tejero Cobos ; escritura musical, Feliciano Ituero y José María González ; portada y dibujos, Mariano Carabias, 1990

- Ignacio Carral y Castilla La Vieja : cincuentenario (1935-1985)
coordina, Isidoro Tejero Cobos . 1984

- Pensamientos sobre la vida : (buscando la libertad interior)
Isidoro Tejero Cobos . 1993

jueves, diciembre 21, 2006

Biliografía de Carlos Arnanz Ruiz

- Covarrubias .- Rufino Vargas Blanco, Carlos Arnanz Ruiz . - Burgos : El Monte Carmelo , 1969

- Pedraza .- 1976

- Sepúlveda . - 1976

- Apuntes de caminante por la tierra de Pedraza - Madrid : Tierra de Fuego , 1988

- Relatos de la desesperanza
Carlos Arnanz Ruiz ; [dibujos, Emilio Jorrin] . - Madrid : Tierra de Fuego , D.L.1989

- Sociedad filarmónica de Segovia : datos históricos y documentos : 1918-1998, ochenta años de música culta para el pueblo . - Sociedad Filarmónica de Segovia , [2001]

Cançión para callar al Niño (Gómez Manrique 1413-1491)

Cançión para callar al Niño:


Callad, fijo mío
chiquito.

Callad vos, Señor,
nuestro Redentor,
que vuestro dolor
durará poquito.

Ángeles del cielo,
venid, dar consuelo
a este moçuelo
Jesús tan bonito.

Este fue reparo,
aunqu'el costo caro,
d'aquel pueblo amaro
cativo en Egito.

Este sano dino,
Niño tan benino
por redemir vino
el linaje aflito.

Cantemos gozosas,
hermanas graciosas,
pues somos esposas
del Jesús bendito.

(de La Representaçión del Nasçimiento de Nuestro Señor . Gómez Manrique)


Diego Gómez Manrique (Amusco, 1412 - noviembre de 1490), poeta y dramaturgo medieval español.

Biografía

Señor de Villazopeque y Cordobilla, era sobrino de don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, nieto de Diego Hurtado de Mendoza y hermano del maestre Rodrigo Manrique, el protagonista de las famosas Coplas a la muerte de su padre de su sobrino Jorge Manrique. Era una estirpe, pues, de hombres de letras, y la tradición continuó después con Garcilaso de la Vega. La familia de los Manrique de Lara pertenece a la más antigua nobleza de España y estaba en posesión de importantes títulos nobliarios entre los que destacan el Ducado de Nájera, el Marquesado de Aguilar de Campoo o el Condado de Paredes de Nava, cuyo primer titular fue Don Rodrigo, hermano de nuestro autor y padre del célebre Jorge Manrique

miércoles, diciembre 20, 2006

DECLARACIÓN DE SORIA (Comunidad Castellana 1978)

Declaración de Soria:

Sobre la preautonomía de Castilla y León

El CONSEJO RECTOR DE COMUNIDAD CASTELLANA en su reunión celebrada en Soria el pasado 21 de octubre, acordó definir su posición sobre la preautonomía de Castilla y León. Dicha postura se expresa en el documento titulado DECLARACION DE SORIA que seguidamente reproducimos

Ante la constitución de¡ Consejo General de Castilla y León, con cuya institución se pretende amalgamar y confundir dos regiones en una sola, simplemente por real decreto y sin consulta alguna a los respectivos pueblos, Comunidad Castella declara abiertamente su propósito de continuar trabajando por la renovación cultural del pueblo castellano, para que despierte a la conciencia de su identidad colectiva y, en una palabra, para rescatar la personafidad de Castilla del cúmulo de errores y míxtificaciones que la desnaturazan , y conseguir la autonomía de nuestra auténtica región..

Todos menos dos, León y Castifia, a cuyos pueblos se les ha escamoteado el derecho de constituir su propia entidad regional, juntándolos por decreto en una llamada región castellano-leonesa de nueva creación, híbrido a contrapelo de la geografía y la historia, que no es castellana ni leonesa, y a la que en principio no se han incorporado las provincias de León, Santarder ni Logroño.

Una invención que por una parte se llama leonesa y no incluye a León; y por otra se dice castellana sin contener la Montaña cantábrica -cuna histórica de Castilla y de la lengua castellana-, ni la castellanísima Rioja -patria de San Millán, de Las Glosas Emilianenses y de Gonzalo de Berceo-. León y Castilla, dos regiones históricas que desempeñaron un papel importante en la formación de la nación española, sin las cuales es imposible concebir la historia peninsular, que no sólo fueron distintas sino diferentes y frecuentemente antagónicas en su protagonismo histórico, y que constituyen dos identidades culturales bien señaladas, son hoy las únicas que mezcladas en una artificial entidad regional de nueva creación, carecen de preautonomía propia.

Ateniéndonos a la realidad de¡ hecho consumado, no aceptándolo como bueno y poniendo por encima de toda otra consideración los intereses de los pueblos de León y de Castilla, y el deseo de mantener y desarrollar en el conjunto español la identidad propia de cada uno de ellos, Comunidad Castellana declara que considera a "Castilla-León"' como una entidad político-administrativa preautonómica de carácter dual, formada por dos regiones diferentes que si hoy recorren juntas una etapa transitoria común, lo hacen preparándose para asumir en momento oportuno la dirección de sus respectivos destinos en pie de igualdad con los demás pueblos de España.

Comunidad Castellana se hace solidaria del espíritu regionalista de las provincias de León Zamora y Salamanca, y declara que la Montaña cantábrica y la Rioja, dentro o fuera del ente preautonómico, son tierras indiscutiblemente castellanas, que llevan por si y en si el nombre de Castilla, como son también Castilla las comarcas castellanas del sur de la Cordillera Central, a la que arbitrariamente se incluye en la llamada región castellano-manchega.

Comunidad Castellana comprende y respeta los deseos de la provincia de León de mantener resueltamente su personalidad leonesa; y los de la Montaña santanderina y la Rioja, de defender su propia condición, montañesa y riojana, respectivamente, porque la autonomía que para Castilla propugna preservará la estructura tradicional de ésta como conjunto o federación de tierras y comarcas, o si se quiere, hoy día, de provincias autónomas en el gobierno de sus propios asuntos.

Comunidad Castellana se dirige a todos los hombres y mujeres de León y de Castilla para que, dentro del ente preautonómico castellano-leonés -como etapa transitoria-, o fuera de él, trabajen para que ambas históricas regiones alcancen, cada una, el reconocimiento de su propia personalidad para bien de sus respectivos pueblos y de España toda. Y convoca a los castellanos de todas las tierras y provincias de Castilla, desde la costa cantábrica hasta las estribaciones meridionales de las serranías de Cuenca y Gredos, para que todos juntos y cada uno dentro de sus posibilidades, luchemos por “un nuevo florecer de Castilla".

Castilla nº1 Informativo de Comunidad Castellana , Noviembre 1978

martes, diciembre 19, 2006

La Leyenda de Los Jueces de Castilla

Antes de lograr Castilla su independencia y cuando aún no tenía condes, debían los castellanos ventilar todos sus pleitos en la corte real de León ; pero como fuese largo el viaje, difícil el camino y en dicha corte no se hiciese justicia a los litigantes, imponiéndoles, además, vejámenes sin cuento por el solo pretexto de ser castellanos, resolvieron los magnates de Castilla, de común acuerdo, designar a dos caballeros, Nuño Nuñez, apellidado Rasura y Laín Calvo, para que ejerciendo el oficio de árbitros componedores, y prescindiendo de las leyes vigentes en el Fuero Juzgo y de los jueces reales, aviniesen entre sí a los litigantes, y de esta forma no hubiera necesidad de acudir a la corte real de León. El procedimiento persistió en Castilla después de la muerte de los susodichos árbitros y se aplicó durante el gobierno de sus condes y reyes posteriores, recibiendo una especial autoridad y crédito de la circunstancia de haber sido descendientes de dichos árbitros los dos héroes más famosos de Castilla: Fernán González y el Cid Campeador, aquel de Nuño Rasura y éste de Laín Calvo.


P. Serrano. Fuentes para la Historia de Castilla

jueves, diciembre 14, 2006

Aquí estamos de nuevo

Tras un parentesis de aparente inactividad, aquí estamos de nuevo. Tras el fracaso de la operación puesta en marcha mediante la cual se pretendia poner en pié una asociación cultural, operación fracasada debido al desinteres general (con excepciones claro), de los participantes en la misma (se supone que grandes patriotas castellanos) comenzamos a trabajar en los siguientes cambios:

- Respecto al foro de discusión asociado (y que se caracteriza precisamente por la falta de discusión y un encefalograma plano), se están borrando las entradas intrascendentes y trasladando a otro lugar de la red las interesantes.

- Del mismo modo y debido que este blog crece y crece, y la consulta del material expuesto es imposible de hacer, se va proceder a ir trasladando las entradas al susodicho lugar de la red, donde serán debidamente clasificadas y ordenadas y puestas a disposición del respetable.

- Ese lugar de la red, cuya dirección se dará a conocer en el momento oportuno, será donde se alberguen todos esos textos de consulta, intentando que la bitácora séa precisamente una bitácora, y donde se potenciarán los comentarios de actualidad, informaciones y consignas.

- Aprovechamos para invitar a quien se sienta identificado con nuestra labor a unirse a nuestro consejo de Redacción. Ya sabeis donde estamos: breviariocastellano@yahoo.es

un saludo a todos y........¡ Viva Castilla!

martes, diciembre 05, 2006

Hegemonía castellana (Anselmo Carretero. Los pueblos de España. Barcelona 1992)

Dicen las historias oficiales al uso que con la unión de las coronas castellana y leonesa se establece la hegemonía de Castilla, primero en todos los países de estos reinos y después sobre España entera; y que a partir de entonces Castilla impone sus normas y sus ideas y, bajo su enérgica dirección, comienza a forjarse «a la castellana>, la unidad española. La verdad es, a nuestro juicio, todo lo contrario: con la última unión de las coronas comienza la declinación definitiva de todo lo verdaderamente castellano. Una exposición detallada de lo que realmente fueron las tres uniones de las coronas de León y de Castilla - imposible en este lugar- pondría de manifiesto que, lejos de castellanizar a León, como generalmente se acepta, leonesizaron a Castilla.

La tercera unión de las coronas de León y de Castilla se efectúa en la cabeza de un leonés, Fernando III, nacido en plena tierra leonesa, criado en Galicia y educado en Ia corte de León como heredero de la corona leonesa, quiera por un azar de la historia, la muerte sin hijos de su pariente el rey de Castilla, hereda la corona castellana antes de subir al trono leonés. Su proclamación como rey de Castilla tropezó con fuerte oposición por parte de los concejos castellanos. No obstante las dificultades iniciales, consigue afianzarse en el trono de Castilla, en el cual y desde los comienzos de su reinado trata de destruir las instituciones más auténticamente castellanas. A la muerte de su padre y contra la voluntad de éste, se ciñe la corona de León con el apoyo del alto clero que, juntamente con la aristocracia, le ayuda a continuar la política tradicional leonesa. El momento es propicio para ello, porque el rey cuenta con la fuerte ayuda de la nobleza y la Iglesia mientras la fuerza militar y política de los concejos comuneros entra en decadencia cuando, después de la batalla de las Navas de Tolosa, el moro enemigo camina hacia el ocaso y la corona ya no requiere tan perentoriamente como antes el auxilio de las milicias concejales.

Todas las conquistas que posteriormente haga la monarquía de las coronas unidas - con el nombre de Castilla por delante- serán en beneficio del rey, los nobles - la mayoría no castellanos- y la Iglesia; estos territorios serán gobernados a la manera de la monarquía neogótica y en ellos regirá el Fuero Juzgo como ley general del país. Las comunidades de villa y tierra, los concejos comuneros y las milicias concejales van perdiendo incesantemente terreno ante el poder creciente del trono, la Iglesia y la aristocracia cortesana. El patrimonio comunero es objeto de continuas depredaciones por parte de la corona y sus aliados. La monarquía, encabezada primero por los herederos del Imperio visigodo, después por los Habsburgos, de estirpe austriaca, y últimamente por los Borbones, de origen francés, se impone cada día de manera más absoluta, juntamente con las oligarquías que la apoyan y a su lado medran. Apartadas en su rincón de la Península, las antiguas repúblicas vascongadas - hermanas y aliadas de las viejas comunidades castellanas -, de economía entonces atrasada, menos vulnerables y más vigorosamente defendidas, sobreviven, decayendo, hasta el siglo XIX, cuando el centralismo jacobino-napoleónico en boga suprime sus autonomías a la vez que malbarata los todavía cuantiosos bienes comuneros de Castilla.

A la vista de todos estos hechos, que demuestran el descaecimiento hasta la extinción de todos los rasgos característicos de la nacionalidad castellana ante el predominio de la tradición imperial de la monarquía leonesa, no es posible afirmar racionalmente que a partir de 1230 Castilla consolida para siempre su supremacía en España.

Castilla tuvo en la historia de España un papel singular, y en ella destacó por su propia personalidad durante los tres siglos que aproximadamente transcurren desde sus comienzos como estado vasco-castellano independiente de la monarquía neogótica, que se enfrenta simultáneamente al moro y a los reyes leoneses y navarros, hasta la tercera unión de las coronas de León y de Castilla, principio manifiesto del ocaso castellano. Castilla nunca ejerció en España hegemonía alguna, ni en la Edad Media - que en general fue época de preponderancia leonesa - ni después; ni menos en los tiempos recientes en que su participación en la dirección del estado español ha sido menor que la de otras regiones peninsulares. Y en lo que a predominio cultural se refiere, basta reparar en que - si no consideramos castellana a Madrid, por su personalidad singular en el conjunto español- ni siquiera ha habido durante mucho tiempo una universidad verdaderamente castellana, aunque dos leonesas, las de Salamanca y Valladolid han hablado frecuentemente en nombre de Castilla.

La única creación castellana que se extiende y perdura es su lengua, pero aquí conviene puntualizar:

a) que si bien obra de Castilla, no lo es exclusivamente de ella, pues hemos visto que el idioma llamado castellano se desarrolló a la vez en el País Vasco, en Navarra y en Aragón;
b) que su propagación por los países vecinos, más que a imposición forzosa de Castilla se debió a sus cualidades intrínsecas y al peso del conjunto de pueblos que hemos llamado vasco-castellanos;
c) que a los países de lengua catalana, a Galicia y a ultramar no lo llevó Castilla sino una monarquía imperial, de la que Castilla era parte minoritaria, que la impuso como lengua oficial del estado.

La fisonomía de Castilla comienza a desdibujarse con la unión definitiva de su corona con la de León. Su personalidad nacional decae sin interrupción desde entonces y se hunde con mayor rapidez a partir del derrotado alzamiento contra el emperador Carlos V, impropiamente llamado guerra de las Comunidades de Castilla», y la implantación del absolutismo real. Su figura histórica y su personalidad han sido ocultadas en un sutil proceso que ha consistido en dejar el nombre de Castilla - de tradicional prestigio popular- como título único de las coronas unidas, retirando poco a poco el de León, pero manteniendo como esencias de la monarquía las fundamentales de la neogótica. Y así se ha borrado la personalidad castellana hasta el punto que los nombres de León y Castilla, que significaron en la historia de España diferentes concepciones tradicionales, representan hoy, para la mayoría de los españoles, una sola y misma cosa. De esta manera se ha intentado presentar a la monarquía imperial y a las oligarquías a ella asociadas como continuadores de la tradición nacional del país, para lo que resultaba un obstáculo el recuerdo de la vieja Castilla comunera y foral; y con el objeto de borrarlo se ha tratado de deformar la historia y de inventar una falsa tradición: la de la hegemonía castellana en el conjunto de estados y países de las coronas unidas; lo que lleva implícito que la monarquía española es continuadora de la tradición política del pueblo castellano, y que esta tradición sienta las bases de un estado autoritario, centralista, teocrático y militar. Este esquema daba también por triste resultado que toda oposición al unitarismo imperial y todo empeño democrático tenían que asumir en España una actitud anticastellana, puesto que Castilla resultaba la gran responsable de los entuertos y males padecidos por todas las Españas. A este confuso panorama histórico han contribuido además causas objetivas y desafortunados azares, como el hecho de que, primero en la titulación de los monarcas de León y de Castilla y después en la de los reyes de España, el nombre castellano encabezara una larga retahíla que generalmente se reducía al título de rey de Castilla, en el primer caso, y de Castilla y Aragón -a veces también simplemente Castilla -, en el segundo.

De esta manera, confundidos y revueltos los vocablos y sus significados, el nombre de Castilla se extiende por todo el orbe; y a medida que se pronuncia más y más, la verdadera Castilla influye menos y menos en la monarquía que lo utiliza. A Castilla se achacan todos los entuertos de la corona española - a los que España no siempre es ajena -; y también se le atribuyen hazañas y glorias que no le corresponden. Así se ensalza el esfuerzo militar de Castilla en las luchas de la Reconquista, olvidando que con frecuencia la carga principal de la batalla contra el moro recayó en los ejércitos del reino de León. Se olvida que la fundación de la Universidad de Salamanca es obra de uno de los reyes más leoneses de la historia. Este mismo rey, Alfonso IX de León, convocó las primeras Cortes de España - y aun de Europa -, que no fueron castellanas, como generalmente se dice, sino leonesas. Se alaba o denigra a los exploradores, grandes capitanes, conquistadores o colonizadores castellanos, así sean andaluces - como Gonzalo Fernández de Córdoba o Álvar Núñez Cabeza de Vaca -, extremeños - como Cortés y los Pizarro- o leoneses - como Diego de Ordás, Juan Ponce de León o Francisco Vázquez de Coronado -. Se censura a los gobernantes castellanos, aunque se trate de un andaluz de estirpe leonesa criado en Italia - como el conde-duque de Olivares - o de un extremeño - como Godoy -. En una monografía histórica vallisoletana se llega a escribir que Pedro Ansúrez, el famoso magnate de la corte de Alfonso VI de León y cabeza del partido leonés en las enconadas luchas de aquellos días entre leoneses y castellanos, fue un conde de Castilla.

(Anselmo Carretero y Jiménez. Los Pueblos de España. Editorial Hacer. Colección Federalismo. Barcelona 1992. Páginas160-168)

Capitalidad de Madrid y Papel de Castilla (José Miguel Azaola. Vasconia y su destino. Ed Revista de Occidente. Madrid.1972)

(José Miguel Azaola. Vasconia y su destino. 1ª parte La regionalización de España. Cap VIII Capitalidad de Madrid y Papel de Castilla. Ediciones Revista de Occidente pp 427-462)


CAPíTULO VIII

CAPITALIDAD DE MADRID Y PAPEL DE CASTILLA

Si Madrid se limitase hoy, como se limitó en tiempos dle la monarquía, a ser capital politicoadministrativa e intelectual de España (lo que no es moco de pavo), el problema de la capitalidad se plantearía de muy distinto modo.

Un emporio industrial, comercial y financiero

Pero es el caso que, a lo largo de los últimos cuarenta años, y muy especialmente después de la guerra civil y en forma cada vez más ace­lerada, Madrid ha añadido a esa doble capitalidad la importantísima característica de gran urbe industrial, verdadero emporio del sector secundario. La producción bruta por este concepto ascendió en la provincia madrileña, en el año 1967, a 72.620 millones de pesetas: cifra que, si está todavía lejos de alcanzar los 112.931 millones de la provincia de Barcelona, duplica en cambio los 36.375 millones de Vizcaya, que son las otras dos provincias españolas de mayor renta industrial en dicho año *. Con la particularidad de que una parte muy considerable de la industria barcelonesa y una porción apreciable de la vizcaína se hallan emplazadas fuera de las capitales provinciales y de sus comarcas respectivas, mientras que la casi totalidad de la industria de la provincia de Madrid está concentrada en la capital y en los municipios inmediatos a ella. Sumemos a esto los numerosos e importantísimos

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* Estimaciones del Servicio de estudios del Banco de Bilbao. Para dar una idea de la velocidad a que crece ht producción industrial madrileña ,he aquí las cifras, correspondientes a 1955: Barcelona,55.716 millones; Madrid, 24.033;Vizcaya 17.205. (datos do la misma fuente.De donde resulta que, en doce años, la producción industrial de Msdrid aumentó un 202 por 100, la de Vizcaya 4n 111 por 100 y la de Barcelona un 103 por 100.
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servicios (además de los de la Administración pública que implica la capitalidad de un Estado fuertemente centralizado, como es España) multiplicados a la sombra o al compás del auge industrial: servicios comerciales, hoteleros, culturales, financieros, recreativos, cuyo incre­mento en Madrid resulta impresionante, tanto por su rapidez como por su volumen. Todo ello ha implicado la creación de una cantidad enorme de puestos de trabajo en los diversos sectores y en los más distintos escalones y, de este modo, la atracción al término municipal de Madrid (considerablemente ampliado como consecuencia de la anexión de los municipios circunvecinos que tuvo lugar poco después de la guerra civil) de una elevadísima cifra de inmigrantes: bastante más alta que las que figuran en las estadísticas migratorias, como puede comprobarse al comparar estas con las rectificaciones anuales del padrón de habitan­tes y con los censos oficiales decenales, una vez deducido de estos últimos el incremento vegetativo resultante de los datos suministrados por el Registro Civil. De tal comparación se deduce que es la provincia de Madrid (o sea, fundamental y casi exclusivamente, la villa de Madrid), y no la de Barcelona, la que arroja la cifra absoluta más. alta de inmigra­ción neta anual, acompañada de un crecimiento vegetativo nada des­preciable *. Y así ocurre que Madrid ha pasado, de tener un millón de habitantes en 1940, a tener dos millones en 1959 y tres millones en 1968. Y, a este ritmo, la descomedida aglomeración (que -no me cansaré de repetirlo- constituye uno de los problemas más graves que España tiene planteados en la actualidad) habrá rebasado los cinco millones de almas en 1980 y los doce millones en el año 2000. La actual capital de España tendrá entonces tres millones de habitantes más de los que hoy tiene la región parisina. Con la particularidad de que Francia cuenta actualmente cincuenta millones de habitantes, y la Es­paña del año 2000 se encontrará, probablemente, por debajo de esta cifra: lo que quiere decir que una cuarta parte, como mínimo, de sus habitantes residirá en Madrid o en sus inmediaciones.
Sabido es que el crecimiento de París (me refiero, por supuesto, al conjunto de la aglomeración parisina: no a la ciudad de París, núcleo de aquella, que se despuebla lentamente mientras sus suburbios no dejan de crecer) constituye uno de los más graves problemas de la Francia de nuestros días: un proceso devorador que se intenta detener,



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* Es fácil comprobar la discrepancia entre las estadísticas de inmigración y los padrones y censos (mucho más fidedignos que aquellas) en los sucesivos Anuarios del Instituto Nacional do Estadística, donde figuran unas y otros. Vid. también Migración y estructura regional, ya citada.
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sin que hasta ahora se haya logrado más que frenarlo discretamente. Con varios decenios -casi un siglo- de retraso (pero de un retraso que está colmando a pasos agigantados), Madrid sigue el rumbo de París, con notable fidelidad al mismo esquema al que la «ciudad luz» ha obedecido: la centralización política y administrativa produjo pri­mero la centralización intelectual y la centralización ferroviaria; y estas han producido (juntamente con las primeras) una concentración eco­nómica que amenaza convertirse -como ha ocurrido ya en París­ - en centralización, según hemos visto en el capítulo quinto.

La ciudad hija, obra de todos

La masa migratoria que tan decisivamente contribuye al crecimiento demográfico madrileño procede en buena parte, como ya he dicho *, de provincias circundantes cuya cifra de población decrece vertical­mente al par que sube la de la capital; pero también es notable la afluen­cia de algunas regiones periféricas (Andalucía, Galicia, Extremadura). Esto, en lo cuantitativo; que en lo cualitativo, todas las regiones de España, sin excepción alguna, contribuyen poderosamente al crecimiento de Madrid.

Esta es, pues, no ya metrópolis (ciudad madre), sino tigairópolis (ciu­dad hija) de las Españas: obra y resultado de la aportación de las dis­tintas regiones, crisol donde se mezclan -sin llegar siempre a fundírse - ­las masas de muchas de ellas y las élites de todas: «rompeolas --como cantó Antonio Machado- de las cuarenta y nueve provincias espa­ñolas».

Hay por eso buena parte de verdad (aunque no tanta como su autor pretende) en la tesis de José María Fontana **, el cual establece un para­lelo y una especial vinculación entre Madrid y la periferia española, «expresada por dos hechos innegables: -la correlación entre su desarro­llo y el de las partes periféricas, -su población compuesta por migra­ciones de toda España». La causa de este fenómeno es, según el autor (que no parece tener en cuenta ninguna otra), la necesidad de dis­poner de una «pieza de, relación -comunicaciones y transportes - ­entre las ricas, densas y no relacionables piezas periféricas, dentro de un amplio sistema de Estado Nacional y merced a una acertada situación

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* Supra, pp. 131 y 132.

**Abel en tierra de Caín. El separatiatrao y el problema, agrario, ya citado.
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en un solar sano y bastante bien dotado, por la proximidad estimulante de las altas sierras y su riqueza en aguas potables». A continua­ción de lo cual, trata Fontana de desvincular Madrid de Castilla: «A pesar de su ubicación en el Centro y entre ambas Mesetas, quizá el único hecho netamente castellano de Madrid sea el carácter alógeno de su demografía (alusión al hecho de que Castilla se repobló, a lo largo de la Reconquista, con gentes venidas del Norte y del Noroeste de la Pen­ínsula, de Francia, etc.) y su consecuencia, o sea la idiosincrasia poco localista de sus recreaciones culturales, a menudo incluso cosmopoli­tas». Pese a esto último, dice luego Fontana en la misma página: «El éxito de Madrid y su atractivo amoroso son tan grandes que llegan a ser excesivos para una misión capitalicia, dirimente, representativa del todo, y los madrileños, enamorados de nuestra ciudad, nos convertimos en madrileñistas, dando vida, paradójicamente, a un localismo naciona­lista». Con ello desaparece el último nexo entre Madrid y Castilla: la desvinculación es ya total a ojos del autor. Y este hace resaltar el loca­lismo madrileñista como cualidad incompatible con el sano ejercicio ele la capitalidad.

La verdad es que minorías y masas procedentes de todas las regiones de España han hecho el Madrid de hoy. Por eso, nos guste o no nos guste este Madrid, ninguna región española tiene derecho a renegar de él; y, mucho menos, a desentenderse de él. Ya que, del porvenir de Madrid, depende en gran medida el porvenir de España.

Todas las regiones tienen, pues, motivo para preocuparse por Madrid y colaborar en la solución de sus problemas: motivo que viene a sumarse a otros, muy poderosos, a la cabeza de los cuales se halla el de ser Madrid la capital de toda España: hecho que a ningún español puede tener sin cuidado. Como no puede tenerlo sin cuidado el hecho económico, de extraordinario peso en la vida española: España entera financia los servicios administrativos del Estado, cuya sede es Madrid; España entera financia el sistema de trasportes terrestres, cuyas líneas convergen en Madrid con las consecuencias que ya sabemos; España entera financia otros muchos servicios públicos (y españoles de todas las provincias, numerosísimos servicios privados) igualmente asentados en Madrid; España entera contribuye a financiar la construcción cos­tosísima y el nada barato entretenimiento de las importantes obras de fábrica que requiere el alivio del congestionado tráfico madrileño; etcétera.

Una regla de oro.

Por lo que se refiere a la capitalidad, procede recordar aquí la regla de oro que ha venido observándose en varios países de estructuras federativas o fuertemente descentralizadas (Estados Unidos de América -tanto al nivel federal como al nivel de los Estados-, Australia, Brasil, Unión Surafricana, República Federal de Alemania) y según la cual debe evitarse que la capitalidad politicoadministrativa se establezca en un centro urbano de pujante vida económica. En primer lugar, para impedir que se acumulen en un mismo sitio tantas y tan diversas acti­vidades, eludiendo así en lo posible la convergencia del poder, de la riqueza, de las personas, etcétera; en segundo lugar, para evitar la iden­tificación de la capital del conjunto con la de una de las partes (ya que toda gran urbe es, cuando menos, la cabecera económica de la región donde se halla asentada): identificación susceptible de engendrar un desequilibrio político que puede llegar a ser grave; finalmente, para que no afecten en forma exagerada a la vida politicoadministrativa del país entero las tensiones, las convulsiones y los conflictos que, inevitable­mente, sacuden la existencia de toda ciudad económicamente poderosa. La regla de oro que se apoya en estos razonabilísimos motivos consti­tuye un sabio principio de ordenación espacial, singularmente digno de tenerse en cuenta en nuestra época, en que tanto proliferan las con­centraciones urbanas exageradas hasta lo patológico.

A la luz de esta argumentación, debemos adquirir clara conciencia de la disyuntiva que se nos presenta: o bien aceptamos para España una trágica vocación de macrocefalia. cuyas consecuencias -próximas y remotas- serán gravísimas, o bien Madrid debe dejar cuanto antes de ser al mismo tiempo su capital politicoadministrativa, su capital cultural y su capital económica. Y siendo, como es, mucho más fácil manipular y cambiar lo existente, y sobre todo crear ex novo, en la super­estructura politicoadministrativa que en la estructura económica, lo procedente es que Madrid mantenga su importancia económica, e in­cluso la aumente (no sin que se adopten medidas para frenar su cre­cimiento en la forma que resulte más prudente, eficaz y rentable), y que se traslade cuanto antes a otro sitio la sede de las altas instituciones políticas y de los servicios de la Administración central.

La hipótesis de un Madrid de doce millones cíe habitantes a fines del presente siglo no es tan sólo un cálculo de gabinete. No se trata de un mero grito de alarma, de una invitación al gobierno a tomar medidas (de cuya necesidad se habla desde hace años, pero que no llegan): se trata también de una probabilidad tan verosímil como te­rrible, y que todavía recientemente ha sido comentada con la mayor serenidad y con el mayor optimismo imaginables por altos responsables de la administración municipal que han aludido, como una de las solu­ciones del colosal problema, a la edificación de una especie de «Brasilia» madrileña, de una ciudad-satélite donde se concentrarían los servicios administrativos y las actividades culturales y que albergaría, a poca distancia de la Puerta del Sol, unos tres millones de almas, o sea del 25 al 30 por 100 de la población del enorme complejo. A lo que me atrevo a comentar que, puestos a edificar una «Brasilia» de tres millones de almas, lo que hay que hacer es levantarla lejos de Madrid, para que le sirva de contrapeso en lugar de servirle de estorbo; para que irradie en torno suyo, en otra zona de la Península, el dinamismo corres­pondiente; y para no privar de servicios administrativos y, menos aún, de servicios culturales, a los restantes ocho o nueve millones de perso­nas que, según la hipótesis que estoy considerando (y que tiene mucho de aterradora, pero poco de descabellada), vivirían en el año 2000 en el Madrid propiamente dicho.
Pero está claro que una de las finalidades de la descentralización -administrativa, económica, cultural y, por ende, demográfica- debe consistir en evitar que semejante hipótesis se cumpla. Y que, si Madrid opta por un destino de urbe industrial y comercial, al que tiene perfecto derecho (siempre que su congestión no rebase ciertos límites), y para el cual se encuentra hoy la capital muy bien preparada, se resigne al menos a no seguir monopolizando la Administración pública; y, si ello es preciso, a que se levante un día, a cien o doscientos kilómetros de la Puerta del Sol o aún más lejos, la «Brasilia» que le aligere de una carga que empieza ya a pesar gravemente sobre los hombros de los madrile­ños y sobre los del resto de los españoles, obligados a financiar a través del impuesto los enormes despilfarros a que conduce el mastodontismo urbano. '

El papel cultural de Madrid.

En cuanto a la capitalidad cultural, que constituye el tercer cuerpo del tríptico, es un fenómeno bastante más inasible y bastante más deli­cado de tratar que los otros dos. En él se impone, mucho más que en estos, el laissez faire, por requerirlo así la naturaleza misma del quehacer
cultural. Si hay en otras regiones centros urbanos capaces de alimentar una vida cultural lo bastante intensa y de categoría suficientemente ele­vada como para hacerle sombra a Madrid en este terreno, tengamos la seguridad de que acabarán haciéndosela, siempre y cuando reciban para ello los estímulos y los medios necesarios. La descentralización de las estructuras y de las decisiones, tanto en lo politicoadministrativo como en lo económico, debe bastar para suministrarles esos estímulos y esos medios. Ya bajo las condiciones hoy imperantes, Barcelona viene ha­ciendo sombra a Madrid desde hace muchos años en lo que a la música -y especialmente, en lo que a la ópera- se refiere. Y nada tiene que envidiar a la capital en el terreno de las artes plásticas. Por otra parte, los editores barceloneses editan anualmente mayor número de libros que sus colegas madrileños, y este fenómeno tan sólo en una parte pequeñísima es atribuible al bilingüismo, ya que la producción en catalán apenas si llega al 10 por 100 de la producción editorial de Bar­celona. Pero allí donde, por una causa u otra (y pueden ser muchas y muy variadas), no se dé el ambiente favorable que necesita, la vida cultural seguirá siendo, como hasta ahora, modesta.

Madrid ha sido fuente fecunda de obras importantes en muchos terrenos de la ciencia y del arte, y posee una tradición (sobre todo literaria, aunque muchos de los escritores que en Madrid residen sean luego editados en Barcelona) que merece respeto y autoriza esperanzas y ambiciones cara al porvenir, dicho sea sin ignorar sus fallos, sus extravíos y sus lagunas, a veces muy grandes. Constituye por ello un elemento capital en el panorama de la cultura española, y más aún: en la de todo el mundo hispánico. Será la vitalidad de las regiones, la que hará surgir otros, si puede, en diversos lugares de la Península, sin que tenga para ello la menor utilidad el emprender ofensivas anti­madrileñas que sólo engendrarán resentimiento. Se trata de una carrera de emulación, en la que nadie tiene derecho a zancadillear al vecino y en la que cada uno -empezando por los madrileños, demasiado propensos a olvidarlo- ha de esforzarse en aprender de los demás, enriqueciéndose así mutuamente, y a España entre todos.

Se me dirá que, en comparación con Madrid, los demás centros urbanos corren esta carrera con desventaja. Y es cierto que las ayudas del gobierno podrían distribuirse con más equidad. Pero no es menos cierto que la capital no puede estar en todas partes y que, lógicamente, las necesidades de las grandes ciudades han de atenderse en general con prioridad; sin contar las ventajas que implica la concentración de la riqueza. Por estos motivos --excepto el de la capitalidad--, también están en desventaja aquellos centros respecto de Barcelona; ¿y cómo extrañarse cíe ello? El igualitarismo absoluto, además de ser una utopía, resultarla perjudicial y aprovecharía principalmente a los mediocres. La regionalización de España puede y debe servir, entre otras muchas cosas, para dotar más generosamente a varias universidades, estimular la investigación científica y el cultivo de las artes en poblaciones cuya vida cultural adolece hoy de alarmante atonía, despertar la curiosidad hacia los temas del espíritu y asegurar un porvenir a quienes se con­sagren a ellos. Surgirán así nuevos centros intelectuales, científicos v artísticos cuya pujanza será más o menos grande, y algunos de los cuales llegarán quizás a brillar fuertemente en el firmamento de la cul­tura universal. Ello, si es que se logra, requerirá tiempo. Entre tanto, bueno será que Madrid continúe dando frutos culturales no solamente en beneficio propio, sino en el de toda España. Y lo que han de buscar las regiones no es su postergación y su decadencia, que no está España tan sobrada en ciencias y en artes como para permitirse el lujo de seme­jantes sacrificios: lo que hay que procurar es que, en lugar de uno o dos grandes focos culturales, haya tres o cuatro; que los pequeños pasen a ser medianos, y los medianos a ser grandes; no que los grandes pasen a ser medianos o pequeños: pues en tal caso no serían ellos solos los perdedores, sino que España entera saldría. perjudicada.

El traslado de la capitalidad

Dejemos de lado, en vista de todo esto, la cuestión cultural. Queda en pie la opción que nos imponen los otros dos aspectos de la realidad presente: Madrid debe seguir siendo gran urbe económica, o capital politicoadministrativa; pero no ambas cosas a la vez. Ya he dicho en qué sentido estimo que se debe optar. El hacerlo es tanto más urgente cuanto que, cada día que pasa, la congestión se agrava más y más, :acercándose hoy a un punto crítico a partir del cual la vida madrileña será infernal y terriblemente gravosa para España entera. Tampoco hay que olvidar que, al propio tiempo, a medida que se retrase la opción, aumentará la capacidad de resistencia de todos los interesados -muy numerosos - en que la capitalidad no se desplace; a cambio de ello, irá poniéndose cada vez más cíe relieve, saltando a nuestra vista de manera cada día más llamativa, lo absurdo y lo pernicioso de una prolongación indefinida de la situación presente* .
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* La mayor rentabilidad financiera en las regiones ya desarrolladas no podrá ser mantenida más que por medio de inversiones públicas masivas y desmesuradas en infraestructura urbana. Teniendo en cuenta estas inversiones y la cantidad de tiempo improductivo consumido en el transporte a través de una ciudad monstruosa­mente grande, un trabajador no cualificado (...) es comparativamente menos pro­ductivo en la gran ciudad.» (Tamames, op. cit., p. 63.) Esto es cierto, en España, no solamente de Madrid, sino también de Barcelona; y empezará pronto (si no ha empezado ya) a serlo de Bilbao, cuyo crecimiento debe frenarse cuanto antes si no se quiere caer en una situación similar, agravada por la orografía. Las inversiones de que habla Tamames aumentan su volumen a medida que las dificultades crecen: aquí juega, para Bilbao, la orografía; pero juegan también, para ciudades sin proble­inas de geografía física, otros factores, tales como el volumen demográfico: las obras de infraestructura son veinte veces más caras en París que en Milán, a igualdad do rendimiento (Vid. J.-F. Gravier, La question régionale, pp. 207 y s.).
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Otra razón para optar con rapidez es la imposibilidad de improvisar y de tomar medidas precipitadas en materia tan delicada; por lo que, una vez tomada la decisión, pasará bastante tiempo hasta que pueda ponerse en práctica. En efecto: hay que encontrar, para establecer la capitalidad, una población adecuadamente emplazada, no muy próxima a Madrid (a fin de evitar que el traslado resulte una ficción y complique las cosas en vez de arreglarlas), bien comunicada con toda España (sobre todo por carretera y por aire; y para esto último, es indispensable que exista en sus inmediaciones un terreno lo bastante extenso para instalar en él cómodamente un gran aeropuerto desde donde poder volar a cualquier punto de la Península y de Europa, y a poder ser del mundo); sin acusada vocación económica, a fin de que no se reproduzca la duplicidad de funciones que ahora se trata de suprimir; pero (a menos que se opte por crear la capital ex novo, a lo Brasilia) deberá escogerse un centro urbano de cierta solera, con un nivel decoroso de vida y de cultura, sin fiarlo todo a la inyección que ha de suponer el traslado de la capitalidad, ya que este no podrá hacerse de golpe, y es indispensable disponer de un marco digno para acoger los primeros servicios que se desplacen a la nueva capital, aparte la cuestión del prestigio, digna de ser siempre tenida en cuenta.

Una vez decidido el emplazamiento, y aun cuando no se adopte la solución de hacer una ciudad enteramente nueva, habrá que edificar febrilmente: grandes conjuntos administrativos para albergar Minis­terios y otros servicios; una universidad con varias facultades (si es que no se escoge una población que disponga ya de instalaciones uni­versitarias); viviendas para alojar el numeroso personal político, admi­nistrativo y diplomático que deberá poco a poco trasladarse a la nueva capital; buenos hoteles en cantidad suficiente para albergar la población flotante; edificios donde establecer otros servicios llamados a poner la ciudad a la altura que requieren las circunstancias... Y, naturalmente, !os edificios representativos. Para hacer bien todo ello, preciso es to­marse tiempo; y apelar quizás a soluciones provisionales (por ejem­plo, instalar Ministerios temporalmente en otras ciudades) a fin de no alargar interminablemente los plazos a fuerza de querer hacerlo todo perfecto desde el principio. Los aciertos y los fallos que se observan en el traslado de la capital brasileña pueden, a este respecto, servir de provechosa lección.

Aun cuando, por fuerza, habrá de efectuarse poco a poco, a lo largo de varios años, el traslado de la capitalidad frenará sin duda el ritmo vertiginoso del crecimiento de Madrid, y es posible incluso que lo detenga y que, si se aprovechan bien las posibilidades que forzosamente ha de brindar, inaugure una etapa de racionalización del espacio madrile­ño, gracias a la cual la existencia en la hoy capital podrá ser más lleva­dera y grata, menos abrumada por el problema de la falta de espacio, mejor orientada hacia perspectivas que actualmente le están cerradas y que fortalecerán la confianza de los madrileños en un porvenir prós­pero, fecundo en realizaciones económicas y culturales. Pues el que Madrid deje de ser capital politicoadministrativa de España, no debe ser mirado como una especie de privación o de castigo, que nada justi­ficaría, sino como una medida de racionalización del espacio español y, de paso, como una facilidad para que la villa del Manzanares enfoque con el mejor acierto los nuevos rumbos que su reciente y decisivo auge industrial parece señalarle, y para los cuales la capitalidad constituye hoy un obstáculo difícil de salvar, y será pronto un obstáculo infran­queable.

Un autor que he citado repetidas veces, José María Fontana Tarrats, ha propuesto una variante de esta misma fórmula, que no es posible pasar por alto en un trabajo como el presente. Dice este autor que es preciso «descentralizar la Administración y el Poder Público con traslados íntegros, no con delegaciones (...y, para ello,) como primer paso, repartir la capitalidad de la Nación entre las dos grandes urbes hispánicas -Madrid y Barcelona- siguiendo la nada caprichosa em­blemática bicéfala de nuestros grandes Reyes (...) y distribuir muchos Departamentos y grandes órganos y centros administrativos en los focos de las regiones de acusada personalidad» *. «La jefatura del Es­tado estaría preponderantemente localizada y domiciliada y por periodos

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*Abel en tierra de Caín. El separatismo y el problema agrario, hoy, ya citada, p. 106. Las citas que siguen están tomadas de las tres páginas siguientes.
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similares entre Madrid y Barcelona, pero lo estaría también en los focos galaico, vasco y andaluz. Los órganos e instituciones básicos (parece referirse aquí el autor a las Cortes, al Tribunal Supremo, al Consejo de Estado, pero la cosa no está muy clara) se distribuirían entre ambas capitales, pero incluso alguno en otras provincias, sistema similar al que se seguiría para la ubicación de Ministerios y grandes órganos de la Administración.»

Se trata, como puede verse, de un proyecto de dispersión - no de descentralización- de la Administración pública, con desplazamiento parcial de la capitalidad, inspirado probablemente en lo que ocurrió (obedeciendo a evidentes imperativos de escasez de espacio) durante la guerra civil, cuando los Ministerios del gobierno constituido por el general Franco, no pudiendo agruparse todos en una sola gran ciudad, se dispersaron entre varias. Pese a lo cual, pretende el autor que su fórmula significa «una auténtica descentralización», y más aún: «un nuevo sistema de tipo federal, probablemente más apto, más barato y sin los peligros del federalismo clásico (...) un federalismo sustancial y coherente». Exageración tan evidente, que ni siquiera vale la pena de rebatirla. Pero, si España tuviera que seguir centralizada, no hay duda de que «la participación directa del ambiente regional en las tareas centrales de la Administración» sería un paliativo a los males del sistema: paliativo insuficiente que, en algunos casos, complicará las cosas en vez de simplificarlas y que no puede aceptarse como solución al problema de la centralización -el cual seguiría íntegramente en pie-, aunque sí, en buena medida, al problema de la concentración madrileña.

Un futuro económico de altos vuelos

Habrá, sin duda, quienes opinen en forma diametralmente opuesta a la mía, y piensen que la pérdida de la capitalidad señalará el comienzo de la decadencia económica y cultural de Madrid. Conviene por ello puntualizar las cosas:

Es inevitable que la salida de Madrid de los servicios públicos del gobierno central cause, si tiene lugar, una disminución de la producción, de la población y del atractivo de Madrid como centro neurálgico de España. Pero no tiene por qué causar disminución de la actividad de su industria y de los servicios (financieros, culturales, comerciales, recrea­tivos, sanitarios) que sigan funcionando para atender las necesidades de la población remanente (que será, de todas maneras, muy numerosa).

En el noventa por ciento de los casos, las grandes empresas industriales y comerciales que hoy funcionan en Madrid no tendrán razón. alguna para cambiar de domicilio a consecuencia del traslado de la capitalidad. Y como la mayoría de ellas surten no sólo a Madrid, sino a toda España, lo más probable es que sigan progresando y que su progreso vaya poco a poco compensando la sangría que, también poco a poco, implicará la pérdida de la capitalidad. Negarlo, es negar las leyes de la evolución económica y desafiar al sentido común. Pues un centro urbano de la categoría de Madrid, dotado del mejor sistema de comunicaciones te­rrestres y del primer aeropuerto de la Península, y rodeado de vastísima extensión de terreno baldío, donde cómodamente pueden edificarse factorías, oficinas, conjuntos residenciales y complejos de toda otra índole: un centro urbano tan excepcionalmente emplazado, cuando ha alcanzado el grado de desarrollo económico a que Madrid ha llegado, no se detiene así como así. Pensar otra cosa, es mostrar injustificada desconfianza hacia los empresarios, los técnicos y los promotores que actualmente se alojan en la hoy capital de España y que, en su inmensa mayoría, no verán en el traslado de la capitalidad motivo suficiente para mudarse de domicilio. Es también valorar demasiado alto los estímulos artificiales del crecimiento económico madrileño. Soy de quienes creen que este crecimiento habría sido mucho menos rápido (sobre todo en sus comienzos) si le hubieran faltado los estímulos, en parte artificiales, derivados de la capitalidad. Pero a estas alturas, el papel de esos estímulos es muy secundario. Lo que más cuenta ahora, y más seguirá contando en el futuro, es la concentración de industrias y de servicios (distintos de los de la Administración pública) que continuarán atrayendo hacia Madrid, donde están establecidos en gran número, nuevas actividades económicas. A este atractivo ha de sumarse el que ejercen el emplaza­miento de la villa y la especial estructura de la red española de trasportes terrestres (que el traslado de los servicios de la Administración pública central descongestionaría en parte). Todo ello garantiza a Madrid un porvenir económico de altos vuelos, independientemente de la ca­pitalidad.

Hasta tal punto es esto cierto, que -aun cuando la decisión del traslado de la capitalidad se tomase mañana- hay que esforzarse seria­mente en frenar la concentración económica madrileña. Ya que, ni para el mismo Madrid, ni -lo que es más importante- para el resto de España, es bueno que la economía se concentre, como ahora ocurre, en unos pocos sitios.

Sabido es que existe un plan, para la descongestión de Madrid; pero lo que se ha hecho en este sentido ha sido hasta ahora tan poco eficaz, que sus resultados pueden calificarse, más que de nulos, de contrarios a los planes y a las intenciones proclamadas, hasta el punto de que cabe legítimamente preguntarse si tales intenciones han existido realmente alguna vez.

A ellas obedeció la designación, en 1958, de cinco «polígonos de descongestión»: uno al Norte, en Aranda de Duero; otro al Nordeste, en Guadalajara; otro al Suroeste, en Toledo; dos al Sur, en Alcázar de San Juan y Manzanares. Si quieres, lector, conocer con detalle el re­sultado que estos polígonos habían dado, para decongestionar Madrid, hasta el año 1967, puedes consultar las páginas 1219 a 1237 del Informe FOESSA, del que me limito a entresacar algunos datos.
Entre 1960 y 1965, los cinco municipios citados habían visto au­mentar su población (cifras globales) en 3.514 habitantes, o sea un 3 por 100, mientras que la villa de Madrid aumentaba la suya en 533.000, o sea un 23 por 100. «A este ritmo -comenta el Informe-, el objetivo de acoplar los hipotéticos 400.000 inmigrantes de una década (que había sido asignado a los polígonos en cuestión) tardará en cumplirse más de un siglo (...) para conseguir ese modestísimo resultado se ha invertido, de 1960 a 1967, en la urbanización de los polígonos nada menos que 992 millones de pesetas.» Este comentario, pese a la aparente sorna, es extremadamente benévolo; pues el crecimiento del 3 por 100 en cinco años es inferior al vegetativo, lo que significa que los cinco municipios en cuestión, en vez de atraer inmigrantes, han expelido una parte de su propia población. De modo que, a ese ritmo, los 400.000 pretendidos asentamientos no tendrían lugar, no ya en cien años, sino jamás; y de esos municipios, seguirían saliendo emigrantes... hacia Madrid. Consi­derando los cinco casos separadamente, observamos que Guadalajara y Aranda de Duero aumentan en esos cinco años su población en algo más del 10 por 100; Alcázar de San Juan permanece estacionario; Toledo y Manzanares tienen menos habitantes en 1965 que en 1960.

Para ser eficaces, las medidas de descongestión no deben reducirse a ofrecer facilidades a las empresas que se establezcan fuera de Madrid, sino que deben poner dificultades, y dificultades serias, a las que deseen establecerse en Madrid o ampliar allí sus ya existentes instalaciones: lo mismo que se hace en Inglaterra con la región de Londres y con los Midlands, y en Francia con la región de París. Más eficazmente --dicho sea de paso- en el Reino Unido que en la vecina República, donde los informes anuales de las oficinas encargadas del aménagement du territoire acusan altibajos que no se producirían si las consignas se cumpliesen más a rajatabla. Y así, Londres y las grandes metrópolis regionales del Norte de Inglaterra han logrado detener su crecimiento, mientras que la región parisina tan sólo ha conseguido frenar el suyo modestamente. Mientras tanto, Madrid prosigue su galope: ese 23 por100 que su po­blación ha crecido en cinco años, ha sido el porcentaje de crecimiento de la población de la región parisina en casi el triple de tiempo (entre los censos de 1954 y de 1968). La diferencia ha de atribuirse sobre todo a que en esta última entraban en juego las restricciones administrativas, aunque aplicadas con desigualdad y blandura, mientras que, en Madrid seguían surtiendo efecto a todo trapo los estímulos espontáneos de la concentración.

Por. otra parte, y para que la descongestión se produzca efectivamente, es indispensable que los polos se instalen, por lo menos, a 120 kilómetros de Madrid (condición que no cumplen, ni con mucho, Toledo y Guada­lajara): de lo contrario, están condenados a sufrir la atracción de la urbe que se trata de descongestionar, a carecer por consiguiente de vida propia y a terminar agravando la congestión de la capital, pues la pro­ximidad no solamente facilitará, sino que hará inevitable la presencia en ella de gran parte de esa misma población que se trataba de desviar hacia otros lugares.

Idénticas observaciones son aplicables a Barcelona: otra urbe cuyo gigantismo rebasa hace tiempo las fronteras de lo aceptable.

Creación de nuevas ciudades

La idea de desplazar de Madrid la capitalidad de España será acogida con hostilidad por muchos, con un desdeñoso encogimiento de hombros por los más, con comprensión por muy pocos y con asentimiento por casi nadie. Me gustaría equivocarme. Tengo en cambio la seguridad de que, dentro de pocos años, el número de sus partidarios habrá engro­sado muy considerablemente, pues el papanatismo que rinde culto alas urbes «multimillonarias» se debilita sin remedio a la vista de la patológica congestión de que es teatro la villa del oso y del madroño. Ojala se imponga cuanto antes la evidencia y se tomen a tiempo las medidas que dicta una prudencia elemental y que, naturalmente, no pueden consistir en desarticular las actividades industriales madrileñas y dispersarlas por los cuatro puntos cardinales. Mucho más fácil y más sencillo, e Infinitamente más razonable, es sacar de Madrid los servicios político­-administrativos inherentes a la condición de capital de España. Yendo aún más lejos, propone el profesor Tamames * que se haga un estudio apara analizar los gastos de infraestructura que habrá de suponer el crecimiento urbano de Madrid y Barcelona, y (...) el eventual empleo alternativo de tales fondos en el montaje de la infraestructura de dos o tres grandes ciudades enteramente nuevas». Propuesta inspirada por el más puro y aplastante sentido común.

Sabido es que existen proyectos -todavía embrionarios, que yo sepa- de ciudades de nueva planta destinadas a descongestionar Madrid, sin por ello privarle de la capitalidad. Recuerdo, por ejemplo, el que el joven y brillante sociólogo Amando de Miguel expuso hace unos años en las páginas de la prensa diaria, y que ha reiterado con más detalle y amplitud en el Informe FOESSA **: creación de «NC I» (nombre pro­visional: «NC significa Nueva Ciudad) en un emplazamiento manchego al Mediodía de Madrid, suficientemente alejado de la capital y bien comunicado con esta, con el resto de la Mancha, Extremadura y Andalucía: lugar, en suma, favorable al establecimiento de un «polo de desarrollo».

Con ser razonable, esta fórmula no basta. Pues el grave inconve­niente de este tipo de centros de descongestión, es que crecen muy des­pacio: es decir, cumplen muy lentamente la misión que se les asigna. Por eso es preferible partir de algo ya existente. De Miguel calculaba que su «NC I» alcanzaría medio millón de habitantes en el año 2000. Pero ¿qué son 500.000 almas en comparación con la docena de millones de personas que vivirán en Madrid a fin de siglo, si no se toman las enérgicas medidas correctivas que la situación requiere? De aquí al año 2000, será preciso desviar mucho más de medio millón de individuos del camino que conduce a la Puerta del Sol, si se quiere -pero si se quiere en serio, y no sólo de labios afuera- que Madrid no se convierta en un monstruo. Y como es muy difícil que, en un cuarto de siglo, una ciudad de nueva planta --por favorable que sea su emplazamiento y por bien cuidada que esté su infraestructura en todos los órdenes- llegue a tener más de 500.000 habitantes, y aun que alcance esta cifra, no hay más remedio que orientar la descongestión hacia centros urbanos ya exis­tentes y dotados de un equipo que, al menos, sea suficiente para empezar, si es que no se quiere o no se puede acometer la construcción de diez o doce «NC», sólo para descongestionar Madrid.

Insisto por eso en la solución que es, a todas luces, más fácil y menos
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* Op. cit., p. 51.
** Pp. 1259 y ss.
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costosa: la del desplazamiento de la capitalidad. Solución -repito­ - inicial y básica que, para ser plenamente eficaz, ha de completarse con otras medidas descongestivas ya apuntadas.

Un problema de interés general.

Creo firmemente que ello va en interés de los propios madrileños; pero, aun en la hipótesis de que así no fuera, la medida se impone por el hecho de que va en interés de la inmensa mayoría de los españoles; ya que el error de que la capital del Estado sea una gran urbe de fuerte empuje económico, como es el Madrid de nuestros olías, ha de pagarse caro por el conjunto de España en virtud de las razones que he enu­merado hace un instante al explicar el porqué de la regla de oro que requiere el establecimiento de la capitalidad en ciudades de poca impor­tancia económica.
La verdad es que, contra lo que se figura la gente de otros sitios, el habitante de Madrid se ve a menudo tanto o más perjudicado que favo­recido por el vertiginoso crecimiento de la gran urbe; sobre todo, el madrileño de adopción que, si le hubieran ofrecido trabajo en una ciudad más pequeña y más cómoda, no habría ido a vivir a Madrid *. Pero, con todos los respetos que el madrileño -nativo o de adopción­ - merece, hay que dejar bien claro que el problema de la capitalidad no es ante todo un problema de Madrid, sino que es ante todo un problema

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* Puede inducir a error el resultado de la encuesta que, a este respecto, publica el Informe FOESSA en sus pp. 1263 y 1301, y según el cual el 68 por 100 de las amas de casa residentes en la provincia de Madrid están satisfechas de vivir en el municipio respectivo, siendo esta proporción aún mayor entre las residentes en la propia capital. La pregunta sobre la satisfacción por el lugar de residencia no elimina la comparación con otros lugares donde las condiciones de vida son peores, sino al contrario: implica esta comparación. Una encuesta similar, realizada en París en 1965 (según J.-F. Gra­vier, La question régionale, pp. 211 y s.; vid. también Durrieu, op. cit., p. 36) por el Instituto Nacional de Estudios Demográficos, dio el resultado siguiente: solamente el 42 por 100 deseaba quedarse en París, mientras que el 15 por 100 prefería vivir en una ciudad grande de , el 16 por 100 en una ciudad pequeña, y el 23 por 100 en el campo. Pero la pregunta había sido formulada así: “Si pudiera usted elegir, y a condición de disponer ole los mismos recursos, preferiría usted vivir...?, etcétera”, La condición (que yo he subrayado) es muy importante para garantizarla libertad de elección. Mientras encontremos en el campo (o en las ciudades chicas) subdesarrollo y rniseria, las ciudades grandes nos atraerán, nos gusten o no, y no querremos salir do ellas. En el adelanto que la prensa diaria ha publicado de los resultados do una. Encuesta hecha por el Ministerio español de la Vivienda, se puedo comprobar que el 45 por 100 de los residentes en Madrid están descontentos de vivir en la capital. Pero no es posible formarse una opinión antes de conocer los detalles do la encuesta.
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de España que, como tal, afecta directa y vivamente a todos los espa­ñoles y, en consecuencia, ha de resolverse en función del interés general y no exclusiva, ni siquiera primordialmente, en función del interés de la propia capital. Ya que el ejercicio de la capitalidad no es, ni debe ser, otra cosa que el servicio que una ciudad presta al resto del país; por eso, la preocupación fundamental -e incluso la única preocupación- que debe movernos al abordar el problema, ha de ser la de encontrar la mejor manera de que ese servicio sea prestado eficazmente.

En el caso de Madrid, se suma a este un problema que no es ya espe­cífico de la capital, sino común a ella, a Barcelona y a otras zonas con­gestionadas: el del elevado costo que, para toda la colectividad, su­pone la existencia de grandes urbes donde se produce una excesiva acumulación de funciones y de personas. También visto desde este ángulo, el caso madrileño se erige en problema de dimensión española, que sería vano, además de injusto, pretender resolver con criterios meramente locales *.

La cuestión tiene además otro aspecto, en virtud del cual nos afecta de lleno a todos los españoles, y muy en especial a quienes pensamos que la regionalización es no solamente necesaria, sino urgente, para que España responda como debe a los requerimientos de nuestro tiempo. Ya que el éxito de la regionalización dependerá a la larga, en gran media, de los efectos beneficiosos que la nueva estructura tenga en el corazón de la Península: esto es, en Castilla. Y con ello se plantean ineludiblemente, como problemas de orden general, y no meramente regional, el de la situación que habría de ocupar Madrid en una España regionalizada y, muy especialmente, el de su relación con la región cas­tellana que lo circunda.

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* El desmesurado crecimiento de Madrid, con los enormes problemas que ha suscitado, ha dado lugar a una literatura relativamente abundante. Además de los libros citados en páginas anteriores, el curioso encontrará estudios interesantes, entro otras, en las siguientes publicaciones: el número de Información Comercial Española dedicado a Madrid, de febrero de 1967; V. Simancas .y J. Elizalde, El mito del gran Madrid, Madrid, Guadiana de Publicaciones, 1970: Antonio Figueroa., «La red arterial de Madrid», en Revista de ciencia urbana, núm. 3; Antonio Valdés, Problemas del tráfico en Madrid», ponencia presentada a las Primeras Jornadas Nacionales sobre Tráfico y Urbanismo, 1970; Fundación FOESSA, Informe sociológico sobre la situación. social de Madrid, Madrid, 1967 (pero tenga en cuenta el lector que, cuando hablo en el texto del Informe FOESSA», sin más precisiones, no me refiero a esto título, sino al Informe sociológico sobre la situación social de España 1970, citado igualmente en otros capítulos del presento trabajo, el cual consagra a Madrid gran número de páginas); Secretarla General Técnica del Mlinisterio de la Vivienda, La descongestión de Madrid. I.-Guadalajara, Madrid, 1967; Instituto de Estudios do Administración Local, Problemas de las áreas metropolitanas, Madrid, 1969.
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La fórmula del «área » metropolitana»

Según hiemos podido ver en el capítulo sexto, son bastantes los esquemas de división regional formulados hasta la fecha que consideran por separado la provincia de Madrid, en general con el nombre de «área metropolitana», apartándola del resto de Castilla la Nueva. Y ello por una de estas dos razones, o por ambas:

-- la enorme disparidad, cuantitativa y cualitativa, que existe entre la gigantesca y pujante urbe y la zona inmediata de su expansión (más menos correctamente identificada,-sobre todo por imperativos estadísticos, con el resto de la provincia de Madrid) por un lado, y por otro el vasto, invertebrado y átono país agrícola que las rodea;

- la indudable conveniencia de que no coincidan en un mismo centro urbano la capitalidad de la España regionalizada y la de una de sus regiones.

Corresponde por derecho propio e inalienable a los castellanos, leoneses, manchegos y extremeños, y sólo a ellos, el decidir si en una España regionalizada deberá haber una Gran Castilla comprensiva de las cuencas del Duero, del Tajo y del Guadiana, o bien cuatro regiones distintas (Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, León y Extremadura), o bien dos (Submeseta Norte y Submeseta Sur), o tres (sean Duero, Extremadura y Castilla la Nueva, o sean Submeseta Sur, León y Castilla la Vieja). Todos los que nos hemos detenido a reflexionar sobre el tema, tenemos acerca de él una opinión más o menos bien definida; pero la decisión debe tomarse por los más directamente interesados.

Sin perjuicio de ello, la inclusión de la villa de Madrid en la región castellana única o en una de las regiones castellanas, o bien su separación de Castilla y su erección en «área metropolitana» (que comprendería asimismo cierta extensión de terreno circundante, más o menos coinci­dente con la actual provincia de Madrid), es cuestión de interés general, sobre la cual todos los españoles tienen derecho a pronunciarse, ya que todos ellos afectará directamente su solución.

Recordemos por de pronto, una vez más, que distinguir no es separar. Cuando se hace el distingo entre la provincia de Madrid y el resto de Castilla la Nueva, o de la :Meseta, a efectos estadísticos, teóricos, para facilitar la visión, la consideración y el estudio de realidades muy diversas, impedir la adición de, cantidades heterogéneas y evitar los errores a que suele conducir una abusiva globalización de datos, se practica una separación analítica perfectamente justificada, clarificadora y, por ende, plausible. Cosa muy distinta sería el separar Madrid de su región y darle un destino diferente del de esta, en cuyo caso nos encontraríamos ante una operación política muy discutible por entrañar un enorme riesgo, no sólo para Madrid, no sólo para Castilla, sino para España entera *. El riesgo --nada menos- de que fracase la empresa de regiona­lización.

La misión que Madrid debe asumir

¿Por qué? Pues, sencillamente, porque, sin Madrid, Castilla la Nueva se desintegra. Hoy están ya desintegrándose sus cada vez más desme­dradas provincias que se desangran a chorros para alimentar el rapidí­simo crecimiento de la urbe absorbente que sólo con ignorancia, cuando no con desdén, les paga la entrega incesante de millares de hijos, entre los cuales figuran en primer término las minorías selectas que constitui­rían eventualmente la única fuerza capaz de sacar esas provincias del marasmo en que se encuentran cada día más irremediablemente hun­didas; situación deplorable que no podrá enderezarse si Madrid no asume el papel y la responsabilidad que le corresponden como cabeza de Castilla la Nueva: de una Castilla la Nueva que probablemente debería ampliarse para ser más racional y viable, incluyendo en su seno las pro­vincias de Segovia y de Avila, así como, quizá, todo o parte de Extrema­dura y de Albacete, de modo que comprendiera la totalidad de la zona sobre la que Madrid ejerce influencia directa, si es que se rechaza la idea de la región grancastellana a la que antes he aludido. Mas no es mi objeto hallar aquí de lós límites de la, región castellana -o de las regiones castellanas- sino de su centro; cuando menos, del centro de una región aproximadamente identificable con la histórica de Castilla la Nueva: centro que debe ser la villa de Madrid, a la que corresponde (ya que sólo ella puede hacerlo) producir los que Myrdal llama efectos spread, esti­mulando a su contorno; lo que Colin Clark --ese otro gran clásico de la economía moderna- llama la «microlocalización» (dispersión de focos productores en el interior de un área regional).

Tras de succionar la sustancia humana de una enorme extensión

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* Además de lo cual, bueno es recordar que, en algunas de las divisiones regionales donde la provincia de Madrid aparece separada del resto de Castilla la Nueva, también la provincia de Barcelona aparece separada del resto de Cataluña; pese a lo cual, no creo que a nadie se le ocurra institucionalizar una región catalana, de la cual quedase Barcelona al margen. Se trata, más que de verdadera separación, de distinción a cfec­tos de estudio y al servicio de la claridad. De aquí a proponer la escisión politico-adrninistrativa, va un abismo.
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De la meseta, Madrid es, a la hora de la vertebración regional, el único centro urbano capaz de asumir la tarea de encabezar, de orientar y de reanimar ese cuerpo casi exangüe. Y ello no sólo porque la descongestión demográfica y la irradiación económica de la aglomeración madrileña deben tener por principal beneficiario a la Castilla circundante, la cual lleva tantos años esperando en vano recibir los efectos spread que ese emporio debiera lógicamente producir, sino también porque Madrid no puede eludir en justicia las obligaciones que le impone el haber confiscado las minorías selectas de la región: tras de haber así decapitado, desorientado y privado de vida a las comarcas que la rodean, la hoy capital se halla en el deber de asumir ese papel de cabeza orientadora y reanimadora, a que acabo de aludir. Vertebrar y desarrollar la región ordenando su territorio en función de los centros urbanos ya existentes, industrializando estos, modernizando y racionalizando la agricultura, acercando a los focos repelentes de emigración los focos atrayentes de inmigrantes, descentralizándola así económicamente al par que admi­nistrativamente: regando, en suma, con savia de vida nuevá las cuencas del Tajo y del Guadiana (y, al menos en parte, quizá también la del Duero) actualmente en vías de desintegración acelerada: he ahí una operación de muchísimo aliento que requiere amplia base, abundantes recursos, mucha fuerza expansiva y el trabajo perseverante de una minoría dirigente que ha de ser a la vez selecta, compleja y numerosa. V es evidente de toda evidencia, que sólo Madrid está en condiciones de suministrar todo esto.

Pensar que, partiendo de la situación actual, las provincias de Cas­tilla la Nueva, e incluso las de Extremadura, amén de Avila, Segovia y Albacete, van a ser capaces de estructurar una región verdaderamente autónoma (y no autónoma sólo sobre el papel) y verdaderamente viable, por muchas subvenciones que reciban -si es que las reciben en cantidad suficiente- del poder central, sobre la modestísima base de sus micro­ciudades y de su campo despoblado, sin más que sus grupos dirigentes reducidos -cuantitativa y cualitativamente- a la mínima expresión: pensar que es hoy posible semejante empresa, quizá realizable hace cua­renta o cincuenta años, cuando la relación de fuerzas no era todavía. tan catastrófica para ellas, es pensar en lo excusado. Privada de Madrid, esa región será un cadáver artificialmente mantenido en pie desde fuera. Centrada (pero no centralizada, que son dos cosas muy distintas) en torno a Madrid, puede en cambio -si se planean bien las cosas, y si los planes se cumplen juiciosamente- recobrar la vida que hoy está perdiendo a chorros.

Necesidad de una Castilla viable


Más de un periférico se impacientará pensando que pierdo demasiado tiempo con un problema que, en fin de cuentas, es pleito interno entre castellanos. Esto es no ver que el tema de la capitalidad nunca puede ser exclusivamente castellano, sino español, y propio, por consiguiente, de todas las regiones; y que los problemas de Castilla, región medular de la Península, adquieren en todo caso una dimensión especial,no por ca­pricho, ni por privilegio, sino por la naturaleza misma de las cosas, ante la cual el cerrar los ojos, además de no servir para nada si no es para mejor fracasar, constituye signo de estupidez.

Pues ¿cómo va a prosperar la regionalización de España: esa reforma estructural, en la que tantos españoles de la periferia tienen, con razón, puestas sus ilusiones: si se empantana en la impotencia, se depaupera y se desintegra una extensa región situada en el corazón de la Península, y a la que histórica y geográficamente pertenece la mayor urbe española (conserve esta o no la capitalidad política)? El riesgo es tan grande, que sería una locura correrlo.

El fracaso de Castilla como región, traería probablemente consigo el fracaso de la regionalización cómo sistema. La viabilidad regional de Castilla debe, por ende, quedar asegurada de antemano. Y sólo puede asegurarse si se hace de Madrid el centro propulsor de la región y su cabeza rectora, sea o no su capital políticoadministrativa. (Parece normal que no lo sea, y que la vertebración de una Castilla moderna em­piece por la fijación de esta capitalidad en una de sus ciudades de tamaño medio.)

Esto significa que el «área metropolitana» (que, comprendiendo la provincia de Madrid, figura en varios esquemas de división regional española y que, con iguales o parecidos límites, podría segregarse de la región en la que está enclavada) no debe ser institucionalizada. Y que si, contrariamente a lo que digo y sostengo en el presente capítulo, Madrid fuese mañana la capital de una España regionalizada, habría de aceptarse el que fuera al mismo tiempo la cabeza y el centro de su región; y hasta su capital, si ello no pudiera evitarse y pese a las muchas razones que desaconsejan el fijar en una misma población la capitalidad de España y la de una de las regiones. Ya que, aun cuando Madrid no fuese la capital politicoadministrativa regional, vendría a ser de hecho la urbe rectora, centro, corazón y cabeza de toda su región.

En cambio, si la capitalidad de España se traslada a otra ciudad, sería aconsejable el sustraer esta última de la región correspondiente y convertirla, con el espacio circunvecino, en «área metropolitana» dotada de un estatuto especial que la independizase lo más posible de toda especie cíe localismos.

Pero en el caso de Madrid, y por más que la perspectiva de semejante «área» halague a muchos madrileños y haga las delicias de estadísticos y de tecnócratas, hay que esforzarse todo lo posible para que la idea no salga de los gabinetes de estudio e impedir que salte al campo de las realizaciones. La villa del Manzanares es cabeza de una extensa región estratégicamente situada en el centra peninsular, cuyas riquezas ha absorbido poderosamente y que, con Madrid, puede llegar a ser mucho, pero, sin Madrid, no será nada. Ya desde luego, sin esperar a que España se regionalice, Madrid está en la obligación de asumir la respon­sabilidad que entraña semejante situación. España entera, que -como hemos visto--- ha hecho de Madrid la gran urbe que hoy es; y especial­mente la Castilla circundante, que ha contribuido a ello más que ninguna otra región, tienen derecho a exigírselo. Y deberán exigírselo, si es pre­ciso, con toda firmeza. Pues no hay que descartar la hipótesis de que Madrid se resista a encargarse de la gran tarea de revigorizar a Castilla, lo mismo que hemos de prever que se resista a verse privada de la capitalidad de España. Pero -repito- si este último punto es grave, el primero lo es más. Por eso, y sea o no la capital de una España regionalizada, Madrid tiene que ser desde ahora la cabeza orientadora y el corazón reanimador de Castilla la Nueva; y el día de mañana, la gran urbe rectora de la región la que geográfica e históricamente pertenece.

Madrid, urbe aislada

¿Sabrán comprenderlo así, y aceptarlo de buen grado, los madrileños? La duda es lícita, dadas las circunstancias especialísimas en que la villa ha venido desarrollándose.

Madrid ha creado en torno a sí un descomunal vacío geográfico y se asienta hoy en medio de un enorme espacio invertebrado, carente de centros urbanos y de estructuras sociales sólidas. únese a esto la tenden­cia (no exclusiva de Madrid, sino común a todas las capitales de países centralizados) a dejar en segundo término, ignorándolos o desdeñándo­los, las opiniones y los problemas del resto del país. Ambos factores contribuyen poderosamente a sacar al madrileño de la realidad española y confinarle en su capital: sin permitirle ver lo que ocurre fuera de esta y dejándolo de espaldas a aquella, que es la realidad del noventa por ciento de los habitantes del país, los cuales, en injusta contrapartida, no pueden permitirse el lujo de perder de vista, ni siquiera por un mo­mento, la realidad madrileña; ya que esta es la que cuenta a la hora de tomar decisiones en cualquier faceta del vivir colectivo español, incluso del vivir local de las regiones y de las provincias.

Tratemos de comprender este fenómeno que tiene causas bien fácil­mente perceptibles. Para el madrileño es difícil conocer, entender, observar, auscultar al resto de España, que rara vez tiene ante sí (no hay que contar el fugaz y superficial tránsito de las vacaciones, precipitado unas veces, desenfocado otras y casi siempre engañoso, corno no puede menos de ser; ya que no sale uno de vacaciones para encararse con los problemas, sino para escapar a ellos, ni en viaje de estudios, sino de placer y despreocupación).

El madrileño no tropieza en su vida cotidiana con la realidad del resto del país, no la percibe directamente, y ha perdido (si la ha tenido alguna vez) la curiosidad de asomarse a ella. Curiosidad -por otra parte- bastante difícil de satisfacer, lo que explica y justifica en muchos casos su ausencia.

En efecto:-cuando el madrileño sale de su villa, no encuentra nada. Recorre kilómetros y kilómetros de desierto interrumpido de cuando en cuando por un villorrio insignificante, por una vieja ciudad aletargada, de reducidas dimensiones y de espíritu más reducido todavía, o por una aglomeración desangelada, satélite de la propia capital: nada de lo cual cuenta, como es lógico, a sus ojos. Ya hemos visto * las distancias, siempre grandes, enormes a veces, que es preciso recorrer cuando se sale de Madrid, hasta encontrar una ciudad de 50.000 o más almas. A esta falta de contorno urbano se añade, en el caso de Madrid, la falta de contorno rural: no hay, circundando a la capital, un agro que plantee problemas a los habitantes de esta, ni siquiera que surta a sus estómagos de una cantidad un poco apreciable de los alimentos que consumen. Si los madrileños se vieran reducidos a alimentarse exclusivamente de los productos agrícolas de su propia provincia, morirían de hambre en muy pocos días. Sin las hortalizas y las frutas de Valencia, de Murcia y de Aragón, sin el pescado de Galicia y de Vasconia, sin las carnes de Santander y de Asturias, Madrid no comería. Y todos estos sitios que­dan muy lejos. Tanto daría importar los comestibles del exterior de España: de hecho, por las razones que sean (no entraré ahora a exami­-
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Supra, p.132.
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narlas), buena porción de los alimentos que consumen los madrileños y otros españoles urbanos se importa del extranjero.

No hay, pues, en torno a Madrid, ni ciudades ni campo que hagan acto de presencia y que, abriendo los ojos de los habitantes de la capital, les obliguen a contemplar los límites de esta, a sentir las fronteras con que tropiezan su influencia, su expansión, su poderío, los cuales ter­minan por parecerles ilimitados, pues no encuentran nada que se les ponga por delante. Y si, a pesar de todo, los madrileños creen que hay algo, en vano mirarán en torno suyo sin alcanzar a verlo: ese algo queda demasiado distante, tiene para ellos una existencia mucho más teórica que real. Y acaba así, en tantísimos casos, por no existir para su mente, lo mismo que no existe para sus ojos. De este modo, la ceguera termina engendrando la ignorancia.

El fenómeno es perceptible sobre todo en las capas menos ilustradas de la población; pero da lugar a un ambiente, a una actitud generalizada que afecta también a una proporción alarmante de hombres y mujeres, de cuya instrucción cabría esperar una postura más realista. Y así se explica la increíble frecuencia con que personas maduras, acostumbradas al desempeño de funciones de responsabilidad en la vida privada o en la pública, cultas y dotadas de sentido común, nacidas en Madrid o residentes en la capital desde hace largo tiempo, sientan cátedra acerca de numerosos problemas españoles deseando y, lo que es más gordo, creyendo tener muy en cuenta puntos de vista y opiniones de los habi­tantes de otras regiones, pero incurriendo realmente en un desconocimiento total de la manera como se enfocan y se plantean esos problemas fuera de Madrid, y mostrando una incomprensión y una ignorancia verdaderamente lamentables y casi siempre involuntarias (aunque acom­pañadas en ocasiones de un irritante desdén) de los enfoques y de los planteamientos que a esas cuestiones les da el 90 por100 de los españoles: los que residen en la periferia y los que, residiendo en el interior, cometen el inexcusable error de no hallarse encaramados a ese único observatorio válido que es -de hecho, ya que no de derecho- la villa de Madrid.

Porque no es la periferia la única preterida, ignorada e incompren­dida. Todas las regiones, interiores y exteriores, sufren este trato; y todavía las periféricas poseen sobre las demás la ventaja de sufrir en menor medida la succión extenuante de la capital.

Resulta, pues, ser Castilla, y sobre todo Castilla la Nueva, la región que más cruelmentepadece las consecuenclas del centralismo madri­leño.Y para colmo de colmos Madrid y sus habitantes son los pri­meros en sufrirla, por más que muchos madrileños y la inmensa mayoría de los demás españoles no se percaten de su padecimiento, el cual repercute en su propia conducta y, como consecuencia de esta, recae finalmente sobre las espaldas de España entera. Entre otras causas, porque, si la ceguera a la que acabo de referirme es un mal (y nadie dudará de que lo es), ese mal es sobre todo grave para los propios ciegos.

El caso es, en España, único. No solamente porque Madrid es su capital desde hace más de cuatro siglos, y no hay otra: esto sería una perogrullada. Sabido es, como he dicho hace un momento, que todas las capitales de países centralizados propenden a no tener en cuenta los planteamientos de otros sitios; unas veces porque, en tratándose de asuntos locales, piensan poder resolverlos con una objetividad a la que no pueden aspirar los directamente interesados, obnubilados por lo mucho que se juegan en la partida; otras, porque, en tratándose de asun­tos de interés general, nadie, fuera de la capital, se halla capacitado para resolverlos acertadamente; otras, porque cada problema ha de situarse en el contexto de todo un conjunto de acontecimientos muy diversos, y ¿desde dónde va a tenerse una adecuada visión del conjunto, si no es desde la capital? Y así sucesivamente. Pero si solamente fuera eso, no habría sino lamentarse de que España sea también un país centralizado. En el caso de Madrid hay que lamentarse además de ese fenómeno singularisimo, consistente en que la capital se encuentre en un vacío geográfico (cosa que no sucedería si la capitalidad se hubiera emplazado en cualquier otra gran ciudad española), lo que hace decir a los autores del Informe FOESSA, que Madrid «se asemeja más a las agro-ciudades del Sur que a las grandes capitales europeas» *.

La gigantesca Barcelona gravita, sin duda alguna, con un peso exce­sivo sobre el resto de Cataluña.; pero no suprime a este, ni puede igno­rarlo: Tarragona y Reus, Lérida, comarcas como la de Vich o la de Urgel, Gerona y su Pirineo, la cenefa turística de la Costa Brava, tienen acusada personalidad e intereses, a veces, poderosos, en cuya defensa se hallan empeñadas, sin abdicar siempre esta misión en manos de la capital del antiguo Principado; incluso ciudades más cercanas, casi arrabales de la gran urbe mediterránea -Sabadell, Tarrasa, Manresa- constituyen una red de centros urbanos sólidamente estructurada, en la que Barce­lona descubre a diario, de grado o de fuerza, los que son al mismo tiem­po servidores y amortiguadores de su propia influencia, de su propia expansión y de su propio poderío. Los problemas del agro catalán en­cuentran eco en toda la región, y especialmente --como en una gran
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*P. 1222.
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caja de resonancia- en la urbe barcelonesa: recuérdese la trascendental cuestión de los rabassaires (uno de los mayores escollos con que tropezó la segunda República), y hágase memoria para averiguar cuándo y cómo se hizo Madrid eco en forma, no ya igual, pero ni remotamente parecida, de un problema privativo del agro castellano.

De Bilbao puede decirse, sin exageración, que se ha anexionado el resto de Vizcaya; pero no es menos verdad, que la altísima densidad de población de esta provincia impide al bilbaíno ignorar la presencia de las restantes comarcas vizcaínas, cuya congestión frena fuertemente el desbordamiento demográfico y económico de la villa del Nervión. A pocos kilómetros de esta, Vitoria por el Sur; Eibar y los importantes municipios vecinos, y algo más allá San Sebastián, por el Este; Santan­der por el Oeste... hacen sentir -duramente a veces- a los bilbaínos los límites de su potencia expansiva y los obligan a tener en cuenta realidades vecinas, hermanas, favorables unas veces, hostiles o rivales otras, que imponen insoslayables esfuerzos de convivencia en el seno de un conjunto de centros urbanos próximos.cuya vocación es consti­tuirse en red bien trabada, en sistema, cada uno de cuyos» elementos ha de armonizarse con los demás.

Valencia, por su parte, está bañada en campo: no sólo cercada, sino invadida por un rico y poderoso contorno rural que da ambiente y per­fume a la gran ciudad de más de medio millón de habitantes, tanto en su aspecto exterior y pintoresco como en la entraña misma de su es­píritu, de su actividad, de su forma de concebir el mundo y abordar sus problemas. Casi lo mismo cabe decir de Sevilla, pese a los cambios que la reciente e intensa industrialización ha impuesto a la fisonomía de la ciudad. No obstante su condición de cabeceras indiscutibles de las regio­nes respectivas, tanto Sevilla como Valencia han de contar además con la serie de centros urbanos más o menos próximos que rodean a cada una de ambas: dinámicas ciudades de tamaño medio, semiagrícolas y semiindustriales, en su propia provincia y en las vecinas (sobre todo en la de Alicante) en el caso de Valencia; ciudades importantes, de personalidad acusada e intereses económicamente bien definidos, como Córdoba, Jerez de la Frontera, Cádiz y la hoy pujante Huelva, además de otras menores, en el de Sevilla.

Ni puede Zaragoza olvidar su condición de capital y mercado de una importante zona agrícola, y de etapa principalísima en la ruta del Ebro: encrucijada de caminos entre Cataluña, Vasconia, Valencia y Castilla; ya que su destino es inseparable de esta condición, a la que se halla la ciudad sometida (mientras que Madrid se impone a ella, y es encrucijada en la medida en que lo ha querido, lo ha buscado y lo ha conseguido, y en la forma que mejor le conviene, no en la forma en que mejor puede servir a otras zonas, como es el caso de Zaragoza).

Y en Galicia, la sobrepoblación del campo, la bipolaridad Vigo-­La Coruña, la presencia del gran centro intelectual, religioso, artístico y turístico que es Compostela, el peso industrial del Ferrol, la recia e inquieta personalidad de Orense, impiden todo centralismo absorbente y excluyen la ignorancia del contorno y el olvido de los problemas de la región por parte de una cualquiera de sus ciudades.

Castilla invertebrada

En cambio, en Castilla... La del Norte, la llamada Vieja, tiene a Bur­gos por cabeza histórica, pero carece de verdadera capital: de una ciudad que la dirija y que sepa repercutir sus problemas allí donde haga falta. A cambio de ello, la bipolaridad Valladolid-Burgos, que ahora se acusa ya con trazo firme, podrá ser beneficiosa si logra contrarrestar las for­midables corrientes centrífugas que tienden ,a dispersar todas sus zonas periféricas: la Rioja y el Norte de la provincia burgalesa gravitan hacia Vasconia; Segovia y Ávila, hacia Madrid, cuya poderosa atracción llega hasta Aranda de Duero; Santander vive más cara al mar, a Asturias y a Vasconia, que cara a la Meseta. Semejante dispersión, irremediable en parte, mantiene la región del Duero en un estado de depresión que podría probablemente compensarse mejor uniendo al núcleo de Castilla la Vieja el antiguo Reino leonés; pero nos encontramos con que este último es, a su vez, víctima de igual fenómeno: la provincia de León se vence del lado de Asturias; la de Salamanca., del lado de Madrid. Sólo al precio de un gran esfuerzo logrará formarse en la cuenca del Duero un conjunto regional coherente, vertebrado, estructurado por una buena red de comunicaciones terrestres en torno a una constelación de centros urbanos con vida propia, sólidamente apoyados unos en otros y fuertemente asentado cada cual en sus bases peculiares.

Pero la condición de la Submeseta Sur es, como antes he dicho, la más desfavorable. No le falta una urbe, una cabeza capaz, y más que capaz, de ejercer con eficacia su misión rectora, contando sobre todo, como cuenta, con una infraestructura ferroviaria y de carreteras que pone casi toda la región en rápida y fácil comunicación con su capital y con las áreas andaluza, murciana, valenciana y del Sur de Portugal, lo que la convierte en eje de la relación Madrid-Lisboa, que tanta importancia podría y debería tener en una economía peninsular más racio­nal y mejor planteada que la actual. Lo malo es que esa capital, gigan­tesca, la domina por completo y absorbe todas sus energías., No para potenciar a continuación y catapultar los temas regionales, haciéndolos repercutir en el centro de gravedad de la política española, sino para minimizarlos. Madrid es la causa de la preterición de Castilla la Nueva, a la que tiene arrinconada, prácticamente olvidada; a la que ha puesto, volens nolens, al servicio de la centralización y de los grupos sociales dominantes a través de esta. Cierto que, entre los madrileños -nativos `o adoptivos--, hay quien no ha perdido, y quien ha cobrado o reco­brado, esa conciencia regional; pero se trata de excepciones rarísimas. Y cuando, muy de tarde en tarde, un hombre de la preparación y de la penetración de Manuel Criado del Val se descuelga con un libro del tipo de su Teoría de Castilla la Nueva *, no encuentra lectores más que entre los eruditos encerrados en sus celdillas a las que no llega el aire de la calle: el gran público no se nutre de sus ideas, de sus intuiciones, de sus descubrimientos, de sus puntos de vista, y la obra queda cata­logada como alarde de erudición literaria e ingeniosa divagación sobre el pretérito: no como lo que es en realidad: una manifestación de con­ciencia regional capaz de irradiar en el presente y de proyectarse fecun­damente hacia el porvenir.

El mito de la Castilla dominadora

No falta, pues, razón a los que reaccionan contra el generalizado aserto de la dominación de Castilla sobre el resto de España y quieren hacernos ver en aquella una de las víctimas más caracterizadas de la opresión centralizadora. Entre quienes así reivindican el nombre y la causa de los castellanos, merece especial mención Anselmo Carretero y Jiménez, cuyo libro La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos es uno de los más inteligentes, amenos, documentados, suge­rentes y persuasivos que se han publicado sobre el tema en los últimos años **. En sus páginas se delimita el ámbito espacial y temporal de
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* Madrid, Editorial Gredos; segunda edIcíón ampliada, 1989.

**Valencia, Fomento de Cultura Ediciones, 1988. Se trata de la tercera edición, revisada y muy enriquecida, de una obra, que tuvo al principio dimensiones mucho más modestas, pues no era sino el texto (lo una conferencia, pronunciada por su autor en Méjico. La segunda edición so hizo, en Madrid; pero es en esta tercera, mucho más extensa y ambiciosa, donde: la obra adquiere su dimensión y su categoría verdaderas. Merece también la pena leerse otras dos publicaciones de Carretero y Jiménez:
el folleto Las nacionalidades ibéricas, Méjico, Ediciones do las Esl>arias, 1962, y el libro Los pueblos de España y las naciones de Europa, Méjico, Editores Mexicanos Unidos, S. A., 1967.

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la Castilla auténtica y se denuncian las adulteraciones y las desviaciones de su espíritu por obra y gracia de fuerzas, casi siempre, extrañas a su genio y a su suelo. El territorio castellano propiamente dicho, compren­sivo de seis provincias de Castilla la Vieja (Santander, Logroño, Burgos, Soria, Segovia y Ávila) y tres de la Nueva (Guadalajara, Madrid y Cuen­ca), con algunas alteraciones de sus límites actuales, tal y como queda definido en el Mapa XXXII, fue cuna de instituciones que bien pueden calificarse de democráticas, parangonables con las del alto Aragón y las provincias Vascongadas por su concepción y su funcionamiento al ser­vicio de los derechos ciudadanos, combatiendo los abusos del poder, secular o eclesiástico, y fomentando la participación del pueblo en la vida pública.

Dicho lo cual, justo es añadir que, sofocado su espíritu por la fuerza y sometidos sus hijos al absolutismo al cabo de un largo proceso his­tórico, convirtióse Castilla en instrumento de la sumisión del resto de España. No en el único instrumento (pues en la empresa centrali­zadora colaboraron españoles de todas procedencias), pero sí en uno de los principales, si es que no el principal. Hasta que, finalmente, España entera quedó sujeta no a Castilla (sostener esto es, además de falso, aberrante), sino a un aparato igualmente opresivo de los castella­nos que de los demás españoles. Más aún: opresivo en Castilla desde más antiguo y más de cerca que en los demás Reinos y otros Estados de la Península.

Castilla, víctima de la centralización

El pasado y el presente nos dicen, en efecto, que Castilla, además de ser cronológicamente la primera víctima del proceso de centraliza­ción, es económica y socialmente su víctima más señalada. Y en lo que se refiere concretamente a su parte meridional, o sea a Castilla la Nueva, cabe afirmar sin exageración que, juntamente con el resto de la Mancha y con Extremadura, está hoy siendo borrada del mapa político de Es­paña por obra y gracia de esa obra cumbre del centralismo, de ese fruto monstruoso de la concentración política, administrativa, econó­mica. y cultural, cuyo nombre es Madrid.

No faltan quienes han interpretado la progresiva disolución de la personalidad de Castilla, la degradación, el desvanecimiento, la volati­lización, el anonadamiento, la aniquilación, o como quiera llamársele, del espíritu regional castellano, como un sacrificio sublime voluntaria­mente ofrecido sobre el altar de una patria mayor: Castilla se niega a sí misma para mejor afirmar a España.

La interpretación, además de ser ingeniosa, tiene valor retórico. Y, sobre todo, no es nueva. Se trata, por desgracia, de un tópico manido con el que se pretende disimular la realidad envolviendo sus humildes y desagradables verdades en el ropaje escénico de brillantes imágenes y de grandilocuentes invocaciones líricas o épicas.

Históricamente, la desaparición . del espíritu regional castellano no tiene nada de voluntaria ni de sublime, y mucho menos de fecunda. Es una de tantas calamidades lamentables como se han abatido sobre España a lo largo de los siglos, cuya primera manifestación más espectacular fue el aplastamiento de la rebelión de los comuneros: una desgracia que afecta directamente y sobre todo a Castilla; pero que -en virtud del peso político, económico y demográfico del Reino castellano en la Península durante los siglos xvi y xvli- no tarda en afectar también, y muy profundamente, al resto de España. Pues lo que se sofoca en las Comunidades y rueda por el suelo con las cabezas de Padilla, Bravo y Maldonado es nada menos que la posibilidad de una Castilla burguesa, cuyo incipiente capitalismo asomaba ya pujante y habría sido la base de una España que ha quedado tristemente inédita *. Aquella Castilla mercantil y artesana era la única capaz de desarrollarse económicamente y enriquecerse con su propio trabajo, y no tan sólo con el oro de las colonias; la única capaz de hacer históricamente carrera, en la Europa de la Edad Moderna, sobre la base de una red de centros urbamos cuya madurez política., cuyo espíritu emprendedor y cuyo realismo no tenían nada que envidiar a los de las ciudades que en la Europa central, desde Italia hasta los Países Bajos, estaban robusteciendo la entraña del con­tinente y poniendo las bases de la economía capitalista: la única capaz de lanzar a la España metropolitana por la vía de la prosperidad y del

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* Pese a sus reservas en cuanto a la capacidad emprendedora de la burguesía castellana, el profesor Reglá destaca la contradicción entre los ideales del patriciado urbano de Castilla y los de la dinastía de Habsburgo, frente a los cuales el patriciado castellano arriesgó nada menos que una guerra civil: las comunidades (vid. el tercer volumen de la Historia de España y América, dirigida por Vieens Vives, ya citada, p. 196). En confirmación de ello, trae una cita de Larraz, tomada del libro La época del mercantilismo en Castilla (Madrid, 1943), donde se ve la persistencia do las con­cepciones y del programa político de los comuneros, más de setenta años después de su derrota militar, entre los representantes do las ciudades castellanas en las Cortes de 1593.
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equilibrio social, en vez de consentir que los tesoros de las Indias ali­mentasen sus desequilibrios interiores y fueran luego a financiar el desarrollo de otros países europeos. Así quedó Castilla, y con ella España, aprisionada en unas estructuras socioeconómicas incapaces de progresar, y vio esfumarse la posibilidad de que el magno esfuerzo desplegado en América sirviera para fecundar y vertebrar la metrópoli en vez de contribuir decisivamente ---como contribuyó- a deshuesarla y a extenuarla *.

El «problema castellano»

Al correr de los siglos, y sobre todo en la segunda mitad del xlx, conforme la prosperidad y el dinamismo se avecindan y arraigan en la periferia, cunde entre las demás regiones un sentimiento a la vez de irritación resentida y de conmiseración desdeñosa hacia una Castilla `que encarna cada vez más la España desolada e inmóvil, incapaz e progreso. Es verdad que la generación literaria del 98 (por obra princi­palmente del andaluz Antonio Machado, del valenciano Azorln y del vasco Unamuno) revalorizó Castilla a ojos del mundo de habla española, y que esta revalorización no tardó en ganar al público culto de toda Europa. Pero no hay que engañarse: se trata de una actitud esteticista y minoritaria que, pese a su indudable importancia, no afecta sino muy de refilón a los conceptos históricos y políticos, económicos y sociológi­cos generalmente aceptados por la opinión pública y que siguen obe­deciendo a prejuicios difíciles de extirpar y a esquemas simplistas que no tienen en cuenta la rica y compleja variedad de las realidades que pretenden captar. 'Ya que hay varias Castillas, muy diferentes unas de otras: desde la verde y jugosísima que se asoma al mar Cantábrico en Santander y en Laredo, hasta la parda y severa que se empina sobre

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* Está claro que, en justicia, las riquezas extraídas del suelo americano debieran haber servido, ante todo, para crear la prosperidad y robustecer las estructuras socio. económicas de sus países de origen, beneficiando en primer término a los habitantes originarios do ellos: lo que no hicieron sino en medida relativamente pequeña. Pero esto ocurrió también en las colonias de otros pueblos europeos; y, para que hubiese dejado de ocurrir, habría sido preciso que toda la civilización occidental tuviera en­tonces una mentalidad bien distinta de la que tuvo. Es posible, y aun probable, que una Castilla capitalista y burguesa habría sido más despiadada con sus colonias que la Castilla de los Habsburgo. Lo que fue una desgracia para España, puede que haya sido una ventura, o un mal menor, para los pueblos autóctonos de Hispanoamérica (aunque no para los Estados llamados a brotar, tarde o temprano, en el suelo de las anti­guas colonias bajo la dirección --casi siempre- de los grupos criollos dominantes).
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Sierra Morena para contemplar desde sus cumbres peladas el ubérrimo valle del Guadalquivir, son muchas las gradaciones e incontables las diversidades étnicas, psicológicas, geográficas, económicas, climáticas, sociales y culturales que nos prohíben generalizar apresurada y gratuita­mente.

Ello, sin tener en cuenta la temeraria ligereza con que muchos con­funden todavía. lo castellano con lo español, incapaces de desembara­zarse de un confusionismo que, si nunca estuvo justificado, pudo hasta cierto punto explicarse cuando era Castilla el más rico, el más poblado y el más activo de los Reinos peninsulares: lo que, como es notorio, ha dejado de ser hace ya muchísimo tiempo.

Como todas las grandes operaciones políticas, la regionalización de España ha de hacerse, si se hace, plegándose rigurosamente a las realidades y teniéndolas respetuosamente en cuenta. Este principio, tan obvio que es casi perogrullesco, vale para la conducta a seguir con todas las regiones; pero es muy especialmente válido para la conducta a seguir con Castilla, dado el carácter de región clave que le atribuye --querámoslo o no- su situación geográfica, y dado el importantísimo ! papel que, en consecuencia, ha de desempeñar, por activa o por pasiva, en empresa de tanta envergadura. La institucionalización de las regiones de España no podrá encontrar --estemos seguros de ello- mejor ni más definitiva consagración, que la demostración de que es conforme a los intereses castellanos.

Y ello, no porque Castilla tenga la intención de subordinarlo todo a sus propios intereses; ni, mucho menos, porque tenga la posibilidad., de imponer semejante subordinación. Pero está todavía en vigor, para innumerables mentes de todas las regiones españolas, sin excluir las más periféricas, la mitología del centralismo; y, según esta mitología, la regionalización equivaldría a la disgregación de España, entre otras cosas, por consagrar la ruina de Castilla, máximo artífice de esa unidad y fuerza centrípeta que la mantiene a través de los siglos. Al descubrir que Castilla renace con nuevos ímpetus gracias a la regionalización, muchos prejuicios quedarán barridos y los mitos se desvanecerán de numerosos espíritus desengañados.

Lleva España. decenios y decenios oyendo hablar del «problema catalán» y, en grado algo menor, del «problema vasco», sin olvidar otros «problemas» periféricos más o menos similares. Pero nadie, o casi na­die, le habla nunca del “problema castellano”, como si este último no existiera. Como si no fuera problema el permanecer atascada mientras los otros progresan, o el progresar despacio mientras los demás lo hacen aprisa; el despoblarse mientras aumenta la población de los vecinos, o el retener una población madura y anciana mientras los jóvenes van a fundar familia en otros lugares: con, por toda compensación, ver surgir de su suelo una enorme ciudad que la ignora, que prefiere vincularse con la periferia y que le chupa en provecho propio casi todos sus jugos vitales. Junto a este proceso trágico, que se acelera hoy alarmantemente, ¿qué importancia puede adquirir, a ojos del soriano, del zamorano o del conquense, el que se enseñe o se deje de enseñar catalán o vascuence en las escuelas de Olot o de Apatamonasterio; o el que unos señores designados por los valencianos, y otros designados por los gallegos, tengan o dejen de tener competencia para plantear, y resolver los pro­blemas interiores de Valencia y de Galicia? Ni a ojos del conquense, del zamorano o del soriano, ni a ojos de nadie que tenga el sentido político medianamente despierto.

Descentralícense las funciones administrativas, culturales y económi­cas del Estado, institucionalícenselas regiones; y la satisfacción que esto cause a los españoles de la periferia parecerá a todo él mundo, empe­zando por los propios periféricos, la cosa más natural: nadie se parará a admirar por ello las virtudes del nuevo sistema, y la reacción normal será decir: «es lógico que estén contentos, cuando han conseguido lo que desde hace tanto tiempo deseaban»; en cambio, si el sistema tiene defectos (y no podrá dejar de tenerlos) y brotan quejas en la España. periférica (que brotarán, pase lo que pase), oiremos decir: «joróbense ahora, que ellos se lo buscaron». Pero si resulta que, entre los contentos, figuran los castellanos; si Castilla estima los beneficios que una regiona­lización bien hecha no puede menos de proporcionarle, y proclama su satisfacción por ella, entonces de España entera subirá, o poco me­nos, el grito de «¡milagro, milagro ¡» A lo que habrá que replicar (lo mismo que el enamorado mancebo que le birla la novia al rico Camacho en la segunda parte del Quijote) exclamando: « lindustria, industrial» . Pues lo que tanto se ponderará no habrá sido don del Cielo, sino resul­tado natural de la aplicación de una técnica política, y, como tal, pura­mente humana. Y tengamos la seguridad de que, con semejante resul­tado a la vista, esta técnica -la de la regionalización- habrá ganado la voluntad de casi todos los que en España dudan de ella, o la temen, y hasta la aborrecen por los males que presumen que ha de traer.

Dése a vascos y a catalanes para sumar a la riqueza material que ya poseen en proporción muy superior a otras regiones, el peso político que se derivará del reconocimiento de su personalidad regional y de la atribución de las competencias descentralizadas; y, por más que la operación sea un éxito, redunde en bien de todos y no atente ni en un ápice a la unidad española, se manifestará sin remedio la envidia que, inconfe­sadamente, suele abrigar el pecho humano ante la buena fortuna de quien era ya rico y poderoso. Y será inútil decir y demostrar que no se les ha dado sino aquello a que tenían derecho; pues, a ojos de la envidia, el poderoso y el rico sólo tienen derecho a que se les despoje de la riqueza y del poder. (Por supuesto que no lo oiremos decir en estos términos; pero podremos leerlo al trasluz de las argumentaciones sofisticas que no dejarán de exponerse.) Pasarán años, y tendrán que ser los éxitos muy reiterados, hasta que los recalcitrantes acaben reconociendo que la regionalización ha sido provechosa para España.

Pero si se hacen las cosas de tal manera que se procure beneficiar, antes que a las más ricas, a las regiones más pobres y atrasadas; si se pone especial urgencia en inyectar nueva vida a la Meseta extenuada y se tiene especial cuidado en que las inversiones canalizadas hacia ella sean administradas en las zonas de destino, y no en Bilbao, en Madrid o en Barcelona, y en que sus beneficios vuelvan a invertirse en ellas, y no lejos de ellas: es decir, si se les da trato de socios, y no de países con­quistados; y si, como consecuencia de todo ello, se detiene el éxodo de sus moradores y se modernizan sus estructuras socioeconómicas, y ad­quieren sus centros urbanos un vigor del que hoy carecen, y la región cobra conciencia de sus posibilidades; entonces, tengamos la seguridad de que los recalcitrantes se rendirán rápidamente a la evidencia y hasta perdonarán a los regionalistas el grave pecado de haber querido hacer la grandeza de España sin desatender las justas reivindicaciones de las regiones ricas, y de haber llevado su osadía hasta el extremo de pretender que también los vascos y los catalanes resuelvan así sus propios pro­blemas.

La garantía del éxito

Créeme, lector que no es el afán irónico ni la intención caricaturesca, sino el conocimiento que creo tener de la psicología política de nuestros compatriotas, lo que me ha dictado las frases que anteceden. Pero si, mirando las cosas con la más fría objetividad, llegamos a la conclu­sión de que el sacar a Castilla de su marasmo y de su anquilosamiento es, a ojos de la gran mayoría de los españoles, un milagro que resulta temerario esperar que se produzca (y difícilmente llegaremos a una conclusión diferente), está claro que el primer problema que la regionalización ha de ponerse a resolver para acreditarse ante el país y ganar en poco tiempo la mayor cantidad posible de adhesiones y de colabora­ciones, es precisamente el de sacar a Castilla de ese anquilosamiento y de ese marasmo.

Por otra parte, una estrategia elemental nos enseña que quien se impone en Castilla posee las máximas probabilidades de imponerse en toda España. Enseñanza confirmada por la historia, y que debe aplicarse a la hora de la regionalización. Una vez triunfante esta en Castilla (pero en los hechos, en los resultados prácticos; no en la letra del Boletín Oficial, ni en el aparato de instituciones divorciadas de la opinión o vacías de contenido), su éxito en toda España. habrá quedado asegurado. Y, para que la regionalización triunfe en Castilla, es indispensable no separar Madrid de la región, sino vincularlo estrechamente a ella y po­nerlo a su entero e incondicional servicio.
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Regresan así mis reflexiones a su punto de partida, y con ello se cierra el presente capítulo. Sólo me permitiré añadir unas palabras para subrayar la urgencia que, también por este lado, como por tantos otros, nos apremia. Porque la década dé1961 a 1970 ha conocido la conmoción demográfica más formidable de toda la historia española., al lado de la cual la entrada de los visigodos y la de los árabes fueron tortas y pan pintado; como que, para encontrar algo comparable a lo acontecido en estos diez años, hemos de recurrir a lo sucedido en siete siglos de Reconquista. Más de tres millones de españoles han trasladado su domi­cilio a otra provincia en tan breve período, y a ellos hay que añadir los que han cambiado de residencia dentro de la misma provincia y los que han emigrado fuera de España: en total, bastante más de seis millo­nes de personas. Este auténtico terremoto poblacional está cambiando muy aprisa la faz de España.. Y, entre otras cosas, está provocando la pérdida del más valioso elemento humano en diversas regiones, y muy singularmente en Castilla la Nueva. . El vacío se hace en esta región con rapidez tal que, de continuar el proceso como ahora, dentro de muy poco tiempo no habrá ya en el agro castellano población emigrante, porque los escasos habitantes que allí queden serán demasiado viejos para emigrar­. Y esos viejos, además de producir poco, desaparecerán en breve. ¿Qué será entonces de Castilla? Su revitalización, hoy difícil, puede llegar a ser imposible. Y esto, hay que evitarlo a toda costa. Porque el vacío demográfico, llevado a semejante„ grado de exageración, no resuelve ningún problema y crea, en cambio, otros gravísimos.

(José Miguel Azaola. Vasconia y su destino. 1ª parte La regionalización de España. Cap VIII Capitalidad de Madrid y Papel de Castilla. Ediciones Revista de Occidente pp 427-462)