jueves, febrero 24, 2011

Ante el sepulcro del Cardenal Cisneros en Alcalá de Henares (Eugenio Noel, España nervio a nervio 1924)

ANTE EL SEPULCRO DE CISNEROS EN ALCALÁ DE HENARES

Un buen paseo el de esta mañana río adelante frente a los collados del Gebel Zulema y entrando audazmente en los bos­quecillos de las fincas que han acotado casi toda la orilla de­recha del Henares. ¿En qué pensar por estos sitios si no es en Cervantes? El 18 de diciembre de 1580 él mismo firmaba un documento en el que declara ser natural de Alcalá. Toda su vida aventurera pasa por nuestra imaginación: su estancia en Italia, su existencia de soldado, la tragedia de Argel, sus amarguras de Madrid, Lisboa, Esquivias; su comisaría de abas­tos; su asendereado trajín de mercader pobre; su empleo como agente ejecutivo de la Real Hacienda; su prisión en las cárceles de Castro del Río y Sevilla; su peregrinación por aquellas po­sadas, en las que no había otra luz que «la que daba una lám­para que colgada en medio del portal ardía», y en cuyas camas de cuatro mal lisas tablas tenía por cobertores las enjalmas de los machos y sábanas hechas de cuero de adarga y mantas de angeo tundido, y por colchón, uno lleno de bodoques...
Por las rondas llegamos al parque de O'Donnell y el Cho­rrillo. Los alemanes internados del Camerón toman el sol a grandes zancadas o miran melancólicos los hermosos cipreses del cementerio. No sabemos por qué esos cipreses nos han traído a la memoria la Universidad y el pálido y grave sem­blante de Cisneros. El alma, un poco preocupada, se abandona, no obstante, al recuerdo de esta figura recia que fue allá en la adolescencia pasada en el Seminario, tema de tantas medita­ciones. Y lentamente, por San Bernardo, por San Felipe, descu­brimos la plaza de los Santos Niños y entramos en la Magistral, la bella iglesia tantos años en restauración.

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Sobre el sepulcro de Cisneros los operarios han coloratIn haquetas y gorras. Toda la vastísima iglesia es ocupada por enorme andamiaje, y hace frío en ella. Sentado en la gradería del altar mayor, contemplo la obra de Bartolomé Ordóñez y pienso en el que descansa en humilde caja de muerto bajo esa fábrica orgullosa de piedra. Dentro de pocos días vendrán, con el aparato acostumbrado en estos casos, los celebrantes del centenario y habrá discursos, muchos discursos, los famosos discursos hispánicos, hueros de profunda exégesis, plagados de lugares comunes, copia matemática de lo que se ha venido escribiendo sobre Cisneros durante siglos, sin que por casualidad se le haya ocurrido a ninguno otra cosa que documentarse en los libros en que todos los antepasados se documentaron. ¡Ah! El que más, sin duda alguna que hablará de Prescott y aliviará de hechos el Archetypo de virtudes y espejo de prelados, no sin aprovechar la ocasión para hablar de la política de nuestras días y echar de menos en ellos un Cisneros... el Cisneros del auto de fe de Bib-Rambla.
Los centenarios entre nosotros son así: un homenaje ciego, alabanza a todo trapo, agresión y mordacidad contra los quo no opinen como nosotros. El De rebus gestis de Gómez de Castro y una exhumación del discurso 12 del tomo IV del Teatro crítico de nuestro imprescindible Feijoo: he aquí lo que destellará en los cercanos días del centenario. Lafuente a todo pasto; eso tampoco faltará, como no faltará una descripción del reinado de los Reyes Católicos, con alusiones al testamento Doña Isabel, leído en los Anales y Discursos varios, de Galíndez de Carvajal y de Dormer. Pero al verdadero Cisneros ¿cuándo le conoceremos?... ¿Cuándo poseeremos acerca del hosco y genialísimo arzobispo de Toledo un libro ibérico que responda al concepto científico de certeza, que nos libre de la investigaciones históricas detallistas, de las orientaciones individualistas, de las influencias filosóficas que construyen estáticamente los hechos? ¿Será posible algún día que un español que ofrezca ese libro sin sistematizaciones ideológicas, un más allá sobre Lamprecht, sobre el mismo Kurt Breysig, sobre las basa étnico-geográficas que diera Lager con tan admirable acierto a su Historia de la literatura alemana? No es posible que nos contentemos hoy en rebuscar en Lucio Marineo Sículo y Pedro Mártir de Anglería, como indica poco cuidado que se le recomienden al pueblo los dos volúmenes sobre. Cisneros de Mersollier y aun los libros de Brandier y el gran Hefele, con no haberlos superiores a ellos.

Aquí, delante de esos restos del gran Cardenal, se odian más que nunca las nubes de retórica y los aspavientos que acostumbramos los españoles a idealizar o discutir nuestras figuras históricas. ¿Qué mayor homenaje al franciscano inmor­tal que conocerle tal cual fue? ¿Y qué mayor escarnio para un país que derramar, al cabo de tantos años, sobre la tumba del fundador de tantos colegios, flores de fanatismo, en vez de ideas claras de comprensión? Aunque parezca mentira, no sa­bemos todavía cómo fue Cisneros; es decir, sabemos poco más o menos lo que los niños aprenden en sus primeras letras. Fléchier, Balbín de Unquera, Brieva, cuantos han escrito de él, no nos satisfacen. El doctor Richter, en su libro acerca de la terminología filosófica de Spinoza, nos ha demostrado qué difí­cil es acertar con la significación justa que debieron tener pala los filósofos los conceptos que usaron, y al mismo tiempo la necesidad en que estamos de fijarlos. Pues si en los filósofos es necesario ese estudio formidable, ¿qué no sucede en el caso de los genios de la acción? Como siempre, simplistas hasta el tuétano, temerosos de que la crítica nos cambie nuestro ídolo, preferimos y preferiremos la apologética a chorro libre, aunque nuestras ideas se acumulen en monstruosas homeomerías. Eso es muy nuestro; cuando nuestro ídolo no es aceptado en toda su deificación, parece que se le restan méritos, y antes de sentir en ello, abrumamos al icono, al kustari, de alabanzas y heroísmos con una humildad rusa. Uno de los mejores estu­diantes modernos decía al que esto escribe, con cáustica frase: Nuestros compatriotas están en eso de criterio científico al cero absoluto, a la temperatura del helio líquido o a la del horno eléctrico.» Lo triste no es que sea verdad; lo triste es que se molestan cuando se les dice. Por grande que sea una probabilidad, afirma la ciencia actual, no es nunca una certeza. Nunca es bastante en la investigación. Ante el sepulcro del Cardenal se echa de menos su figura, sin duda gigantesca, pero inexplorada; tan poco cierta en su conjunto como esa efigie yacente que colocaron en la tumba cuatro años después de su muerte. ¿Cómo fue ese fraile de facie obducta, según las Epístolas de Pedro Mártir, armígero y aun desasosegado, en sentir de Hurtado de Mendoza? Podemos imaginarle a capricho de nuestra fantasía ibera; la ignorancia y la haraganería mentales del país nos han dado ese permiso, triste permiso, que ahora aquí, delante del túmulo, de nada sirve. Es decir, sí sirve; para avergonzarnos, Sólo mintiendo, sólo siendo un idólatra furibundo o un detractor contumaz podríamos imaginarnos la interesante silueta de uno de los hombres más enérgicos que ha creado la meseta española. Nos queda otro recurso: acudir a los extran­jeros y leer en francés la novela de Jean Bertheroy.

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Y, sin embargo, pocas figuras habrá en la vida de los pueblos tan interesantes como la de Cisneros; tan digna de tener en inteligencia una forma concreta. Su tiempo fue el más importante período de nuestra Historia; su genio, una síntesis prodigiosa de rasgos nuestros, muy nuestros. Entre don Alonso de Carrillo y el gran cardenal Mendoza, Cisneros es él, y nada más que él. Parece imposible que un alma pueda poseer carácter más definido e interesante que esos dos prelados ibéricos; Cisneros es un más allá de los dos. No es sabio, y lo parece; no es santo, y merece serlo. Fue un sabio y santo a su modo. Hacía imprimir libros, que repartía luego en los conventos de monjas, «para que no estuviesen ociosas y quemaba a millares en Granada los libros de los moros. Cisneros es un hombre de Estado hecho en el yermo de la Salceda y sus procedimientos son los de un abad de las antiguas Lauras, en las que los monjes se contaban por millares. En efecto para entender al Cardenal-Regente es preciso leer la recopilación de las Reglas de los monjes de Oriente y Occidente, de San Benito de Anianom, o el libro de Veingarthem. Cuanto de él se refiere, bueno o malo, falso o verdadero, tiene el interés enorme de hacernos suponer un alma ibérica formidable. Su manera de convertir a los alfaquíes, xeques y demás morería en morisco, es profundamente ibérica, diga lo que quiera en su Quincuagenas Gonzalo de Oviedo. Las ediciones monumentales de la Biblia complutense, de las obras de Aristóteles y del Tostado, que fueron encomendadas a otros, le han dado a fama extraordinaria. No estaría mal que se le imitara en nuestro tiempo. Prelado el más rico de la cristiandad, empleaba su renta diocesana de 80.000 ducados en abrir escolanías. Toda su vida parece ser un alarde de energías, en las que hasta las espirituales se transforman en acción, cueste lo que cueste. La bella leyenda de la calle del Sacramento, que tan simpático le ha hecho al pueblo, debe encubrir episodios admirables. ¿Y qué más admirable que un fraile franciscano al frente de la nación más poderosa del mundo?... La más poderosa y la más difícil de manejar, ayer como hoy...

Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
Pp. 229-232

miércoles, febrero 23, 2011

Madrid: una calle (Eugenio Noel, España nervio a nervio, 1924)

MADRID: UNA CALLE

Muy temprano he tomado el admirable libro Studien uber Hysterie, de Sygmund Freud, y las Neurosis de angustia, de su discípulo Heckel, y me dispongo a reflexionar sobre estas mo­dernísimas cuestiones. Hace calor y el balcón está abierto. En mi mesa de trabajo y en pequeños facistoles tengo a la vista otros dos magníficos libros: de ese asombroso pensador austria­co Freud, Las raíces de la fantasía; otro, del enorme Jung, Der Julsall der Psychosse. ¿Quién ha encontrado pensamientos más grandes sobre los sueños, sobre las angustias e instintos sexua­les? También hay por allí un libro del doctor Krueger, a quien la Asociación Ibero-Americana ha otorgado el premio Cervantes, de mil marcos: Estudio sobre la historia fonética de los dialectos españoles en Occidente; un libro del economista Trietch, Alemania, hechos y guarismos, y una hermosa monografía de Fernández Pacheco, Pinturas prehistóricas y dólmenes de la
region de Alburquerque.

Es preciso leer, documentarse, ser útil a nuestro pobre país. De pronto, en la calle la voz cascada de un viejo tartajoso dice vecindario que «anoche soñaba él y que unos lobitos le comían...» El imbécil tiento flamenco es lúgubre y odioso cantado por la rota y desmayada voz del anciano. Desde unas ventanas le arrojan monedas y risas, y el abuelo canta una y otra vez ese infame absurdo. Las gentes le burlan y le azuzan; él canta y responde con soeces insultos a los agravios que recibe. Es necesario interrumpir el estudio, porque los torpes vocablos la necia cantilena distraen el espíritu.

Apenas se ha marchado, aparecen dos pescaderas, una por cada boca de la calle. Hasta los sordos se enterad de que las sardinas y el bonito vienen hoy de balde y coleando. Sus gritos espantables, agudos, fuera de toda lógica, entran en el gabi­nete, en los oídos, en el cerebro, y destrozan la atención, la inteligencia y las ganas de vivir. Después, como todos los días, riñen. Se han jurado anularse una a la otra, y la bronca es forrmidable. Todos los días sucede, y se espera eso con alegría; ventanas y balcones se pueblan de vecinos, y la escena es Inolvidable, digna de una página de Sotileza. Aún no se han extinguido sus gritos y vociferaciones, cuando, salido de la tie­rra, surge un lastimero canto de angustia; es un golfo que vende no sé qué chucherías para burlar el asilo, y entrevera con sus ofrecimientos de baratijas peticiones de socorro hechas con voz patibularia, con una salmodia quejumbrosa de santero de pue­blo, de postulante de las benditas ánimas del Purgatorio. Comiéndole los pasos llega una vieja famosa, que invariablemente hace su aparición con estas palabras: «Gracias a Dios que he llegado donde está la caridad...»; pero esas palabras son lan­zadas a los tejados con alaridos imposibles, una a una, sílaba e sílaba, como si además de pedir se sintiera odio a todo lo que descansa, a todo el que trabaja detrás de las paredes de las ilesas. Pasito a paso, la vieja anda la calle, y las estrofas horri­bles se ensartan unas en otras como en rosario tenebroso. Cuan­do dobla el ángulo de la calle, el alma se siente aliviada de un peso enorme. Mas en aquel momento he ahí la voz del verdulero madrileño neto, castizo, majo y estúpido. «¡Aquí está el tío, que mañana no vengo!...», grita. Y a esta necedad rugida pavorosamente siguen infinidad de ocurrencias, que son reídas por las criadas y comadres y celebradas también en alta voz, con lo que el verdulero se crece y el lío es de órdago.

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¿Para qué cerrar el balcón? Se oye lo mismo, se oye más parece que vocean y piden más fuerte al enterarse de que el balcón está cerrado. Ahora es un guitarro y una voz varonil entera, que canta la jota como en una lifara o francachela aragonesa, no sé si mejor o peor que el célebre Royo del Rabat no sé si la jota del fantástico moro valenciano Sidi-Aben-Jot la que oyera Bretón a la Delmás en Fuentes de Ebro. Lo quo si sé es que el tal baturro tarda dos horas en recorrer la calle, y su voz llena el ámbito, abruma, aturde, enloquece. Pero al menos ese mendigo tiene voz de hombre.

¿De qué voz es la de ese tío de la guitarra, una guitarra que tiene una campanilla en la punta? El buen hombre, que Dios confunda, canta o mía o berrea, baila y toca, todo ello como lo haría un loco escapado de un manicomio. Y por si esta locura no es bastante, ahí están unas docenas de chicos que le escarnecen y emperran. Aún no está ese fantoche en medio de la calle, cuando en la esquina aparece otro pordiosero cojo que canta bulerías y hace bailar a dos niños lamentables. Grupo tenemos, y grupo que ríe a carcajadas las necesidades del postinero niño, necedades que recuerdan aquel periódico madrileño del 1820 que se titulaba así: Voces de un mudito o jocoserías de un ciudadano que, habiendo perdido el uso de la palabra 1814, herido de un aire pestífero calentón, vuelve a recuperarla con la resurrección de la Constitución.

No ha terminado este histrión, cuando desembocan en la calle infernal dos de esos voceadores únicos, de los que echan caperuzas o guindas a la Tarasca y que venden a dúo nada me­nos que polvos matapulgas, chinches, correderas y demás pará­sitos. Hay que oírles vocear para creerlo. El uno chilla espantosamente; el otro ahueca la voz hasta hacerla profundamente horrenda, y los dos, cada uno por su lado, en inagotable ver­borrea, recomiendan sus cajas, cuyos polvos son... «¡un recla­mo —dicen ellos— y una propaganda de, la casa Thomas!... En seguidita entra en la calle el tío de las naranjas, un mozo que echa las naranjas en las cestas de las compradoras gritan­do cada vez más alto: «¡dos, ocho, y dos más, y seis más, y doce más; este tío se ha vuelto loco, vecinas!...» Quizá no lo esté él; pero oírle es volverse loco sin remedio. Y después de este energúmeno, aquí tenemos al carrero que vende sus verduras aullan­do un estupendo «; tía María!...», frase que repite millares de veces en fabordones absurdos; y a un trapero wagneriano, mejor dicho, stravinkyano, que se anuncia con un extraordinario ­lujo de disonancias rarísimas y extravagantes, escalas pentáfonas y hasta planos armónicos de Schoemberg o del diablo; y hasta una señora que da cacharros por trapos y los paga a quince céntimos el kilo; y a uno que compone paraguas, sombrillas, fueIles y artesones; y a un chico que vende lotes de kilo y medio de pepinos de Leganés; y a un campesino que expende ristras de ajos rojos de Pedroñeras o tempraneros de Chinchón; y un melonero de Villaconejos; y a la cangrejera «de mar y de río vivos»...

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Pobres libros, pobres estudios! Imposible trabajar. Ahí está la de las «moras, moritas, moras», con su dejo árabe y misterioso, reliquia tal vez de lejanos siglos. Y no extinguido aún su canto melancólico y oriental, que recuerda el dicho de Hanslik, de que el cambio de dos notas puede convertir una cadencia llena de distinción en una cadencia vulgar, he aquí a la ciega del acordeón con su señora madre, las que toman dulce asiento en cómoda silla de tijera y comienzan..., sin acabar nunca, el nunca bastante bien alabado «gitanillo»... Sin acabar nunca he dicho; Guyau, en su libro Génesis de la idea de tiempo, no ha contado con esta clase española de pordioseros que acaparan el tiempo de los demás y lo hacen con tal satisfacción, que más parece espíritu de sacrificio y prenda de su orgullo espa­ñolísimo, ese orgullo personal que Martín Hume nos ha echa­do en cara no poder fundir, en alguna causa común, con el del prójimo. Y nunca se marcharán de allí madre e hija si no las arrojan un grupo de mendigos, machos y hembras, que en coro abracadabrante soliviantan la vecindad con las estrofas del «Mi­mosa, mimosa» y el «Agua que no has de beber...». La apa­rición y divulgarización de estas coplas callejeras es uno de los fenómenos más curiosos de Madrid. Es un día cuando un pilluelo atraviesa la calle silbando y balbuceando la canción; pronto la cantan y silban los demás chicos, salmódiala malamente un por­diosero cualquiera, la tocan los organillos, la repiten cien ve­ces las criadas, la oye uno tararear en todas partes, se cuela de rondón en todos los repertorios de los pedigüeños, vagabundos y miserables, y un día cualquiera siente uno que, sin quererlo ni desearlo, se acuesta o se levanta sabiéndose de memoria la dichosa canción, la odiada canción. Después de eso tormento es terrible: todos los días, a todas las horas, en todas partes, esa canción nos sigue, nos apesadumbra, se mete en todos los escondrijos de la conciencia y del cerebro, nos prendemos muchas veces recordándola, la oímos a nuestros amigos, no hay ya quien no la sepa, la explote o la grite... Por eso al oírla en la calle los ojos se enturbian, los labios se enfurecen, dan ganas de salir al balcón y apostrofar a los que viven de repetir millones de veces esas funestas y cargantes melodías. Las letras de los libros desaparecen a medida que en la calle cantan; esos labios misteriosos que hay en nuestro cerebro se burlan de la conciencia repitiendo las estrofas memas, la música imbécil... Desde Kapila y Patandjali hasta Boustroux y Cohem no hay filósofo que no se haya ocupado eso; pero ¡oh Fustel de Coulanges, que nos has revelado ciudad antigua! ¡Oh Starke, que nos has revelado la familia primitiva! ¡Oh Spencer, que nos has revelado la moral de los diversos pueblos! ¡Oh Letourneau, que nos has revelado la psicología étnica! ¡Oh Gidins, oh Atkinson, Lubbock y demás ¿En qué país antiguo o moderno, y en qué ciudad se ha martirizado a los que trabajan con la explotación de esas canciones, de esos gritos, de esos voceamientos en tonos indescriptibles, capaces de revolucionar toda la filología comparada de un Saice, toda la penetración ibérica de un Oliveira Martins?...

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Pasan tranquilos, inexorables, absurdos, tres mancebos chuIones, organilleros retirados o personajes escapados de una novela castiza, con las caras de apaches de Picasso, o de presidiarios de Van Gogh, o de caídos de Solana. Estos sujetos vocean escandalosamente periódicos nada populares, y los vocean andando despacio, deteniéndose con misterio y pronunciando las palabras con tremenda y sugeridora fuerza: magna testatur voce per vias. Los balcones se llenan de gente. ¿Qué pasa? Y los tres ululan estas frases siniestras: «¡El Tal, con el extraordinario del misterio de la mujer asesinada en las tapias del Pardo... !» Es preciso oírles en esas frases las palabras «extraordinario» y «asesinada»; no es posible llegar más allá en la médula del escalofrío, de lo imprevisto, de lo salvajemente espantoso. Cuando les compran un número no dejan por ello de vocear, ni miran siquiera al comprador, serios, solemnes, como si al dar el número dieran algo de ellos mismos... Son lo que son ; los primeros voceadores de periódicos del mundo, y... ¡ olé !... ¡Pobres estudios, pobres libros! Esa mujer, que no fue asesinada jamás en las sugeridoras tapias del Pardo; ese periódico, que no es extraordinario, rompe una vez más la severidad del esfuerzo mental; la pluma se detiene sobre las cuartillas, horrorizadas; las tímidas ideas se esconden apresuradamente en trama inextricable de los axones de las neuronas hasta que se el vocerío. Pasa el vocerío y... viene el afilador, el buen y sufrido gallego, con su rueda arreada con todo, con su pasta de esmeril, el vivo y el nogal, su pizarra plana para asentar el filo, y sobre todo con esta sola condición acústica: que se oigan sus castraderas en los pisos más altos. El dios Pan no conoció sea tablilla de boj con doce agujeros de profundidad variable y que produce el sonido más penetrante y turbador que pudiera Imaginarse. Y detrás del sufrido capador de gatos, he aquí el comp00000ner tinajas, artesones y barreños»; al «de Jarama vivitos»; al de las «esteras y pleita fina»; al tío de las sartenes, al tío de la vajilla o lote de cacerolas de porcelana; a la ciega que aúlla: «No hay prenda mejor que la vista», y describe des­pacio y realista «lo que es haber visto y no ver...» Y como si esto no bastase, ahí está el hombre de las toallas: «¡Hay que ver la toalla que voy a dar por dos reales!» Y el cojo y manco de los alfileres, que vende diciendo: «¡Por Dios, señoras!»... y al que los chiquillos le increpan así: «Para la querida, ¿eh?» En el barandal de un balcón un niño llora sin consuelo, le han encerrado, y su llanto dura horas y horas. Los chicos de la calle insultan a la centenaria que vive en ella, y a pedradas la rom­pen el pucherito de comida de casa de la Marta, con el que vive todo el día. El piano del bar no cesa; incansable e inago­table toca el pasodoble del Gallo, el vals de La viuda alegre, Gigantes y cabezudos, Marina... La mujer del solar llama a grandes voces a sus hijos durante horas seguidas. Las niñas juegan al corro. Los niños cantan lo que todos los pordioseros cantaron antes. Un desbravador o chalán prueba en la calle los caballos. Y en una casa de huéspedes que hay enfrente, un tenor presunto berrea sin descanso el «murio disesperato» de Tosca.

Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
Pp. 184-189

martes, febrero 22, 2011

San Saturio en Soria (Eugenio Noel, España nervio a nervio, 1924)

SAN SATURIO EN SORIA

Pocos sitios tan interesantes como el cenobio de San Saturio en Soria. Aun después de la impresión producida en el alma por el claustro de la Colegiata de San Pedro y los arcos de San Juan de Duero, la visión de esta especie de anachoristyrion del monte Athos queda profundamente grabada en el recuerdo. A la izquierda del Duero, sobre elevadísimo sistema de riscos escarpes, la piedad de varios siglos —esa piedad de leyenda dorada a lo Vorágine, a lo Simeón Metaphrasto, a lo Juan Moscho— ha ido levantando en el aire y empotrando en los salientes y concavidades de las rocas un edificio singular. Consiste el célebre eremitorio en una serie de construcciones de ladrillo, piedra y yeso apoyadas en la montaña sagrada —una minúscula Hagión Oros—: Las paredes que dan al río son de un encanto indecible, de una curiosísima y sugeridora trama griega o maronita, o de lauras de San Sabas en el torrente del Cedrón; estampas del Serval, páginas de L'Afrique chrétienna, de Lecrercq; de Harnach en Das Mönchtum. Pero en esas paredes altas verticales al río no hay koinosbios, no hay vida común monacal, no existen esas balconadas o miríadas de ventanas que distinguen los monasterios inmensos orientales, donde «el que trabaja reza», según la bella frase de Benito de Nursia; son aquellos paredones recias mamposterías castellanas que siguen las grutas internas que habitara San Saturio, con pocos boquetes al exterior, aunque ese paisaje sea, como el del Duero por aquellos sitios, de una aspereza y rigidez de regla de San Basilio. He aquí lo que un alma estudiosa puede profundizar en la ermita soriana: la diferencia entre el fiero individualismo de nuestros anacoretas y la vida en común de los cenobitas da otras partes. La vida de San Saturio es una vida enteramente, nuestra; la historia de un santero, de un campesino iluminado que nada quiere con nadie y al que todos veneran porque nece­sitan de sus intercesiones. Él va pidiendo de puerta en puerta, y todos le piden a él. Le dan panes, y él da oraciones; si, al ir a la ciudad en busca del pan, el río viene crecido, Saturio pasa a pie enjuto sobre las aguas furiosas del río; toda su taumaturgia será parecida a ese prodigio, será algo necesario, una maravilla de la voluntad. Todo el interior de la célebre ermita responde a ese criterio de santidad ibérica, desde la sala capitular de la Hermandad de los Heros hasta la gruta profunda y realmente macabra que durante tantos años conse­rvara los huesos del ermitaño. Hemos pasado varios días en esos edificios sombríos estudiándolos y, poniendo aparte los convencionales cuidados de los que hoy viven de enseñar la laura; todo allí es nuestro, ibérico: las habitaciones donde se tiraron a veces los obispos en ejercicios espirituales, las co­cinas de los santeros actuales, las escaleras subterráneas, los pasadizos, antros, recovecos y capillitas. No hay un mueble que desentone de nuestro carácter ni una ventana que no esté Orientada magníficamente. Rejas, cuadros, mesas, bancos, sin que nadie se haya puesto de acuerdo en conservar su recio modo de ser, sin que ello sea una de esas «casas del Greco» o de otro tal, tienen un carácter inconfundible. No son cosas de épocas; son cosas de siempre, de esas cosas nuestras que participarán eternamente de nuestro modo de ser contempla­tivo, sobrio y huraño. Escribimos aquí varias tardes en nues­tro libro de santos Sobre oro bizantino, creyendo que el lugar se prestaría a reconstrucciones y estilos viejos, y no fue así. Estos sitios son lugares nihilistas, de quietismo priscilianista o de molinos, con tinieblas vivas y alejamiento total de la vida, no porque ella conturbe espiritualidades difusas, sino porque lo mejor de lo mejor es no pensar en cosa alguna. Estas car­tujas individuales son de una extraña singularización en la historia monástica. Parece en realidad que el que aquí se se­pulta lo hace por vivir alejado de todo, hasta de Dios mismo. Al poco tiempo de permanecer en estas cavernas molesta enor­memente oír hablar, y la misma palabra interior calla azorada. No es miedo, ni edificación espiritual, ni soledad inefable; es, sencillamente, que no se siente ansiedad alguna de hablar o de oír. «¿No sirves para nada? —dice un proverbio de la gente griega—. Hazte pappas.» Nuestros ermitaños, y más que ninguno los convertidos en santos y en patrones de ciudades, podrían añadir a ese irónico adagio vulgar excelentes páginas de alma de raza. La prueba de todo está en que la veneración de las generaciones entiende las cosas tan soberanamente bien, que si el santo resucitase no echaría de menos las desnudas paredes de la gruta donde vivió, y con gusto acogería las edificaciones nuevas, los utensilios y mobiliarios. Esta clase de renunciacio­nes cae de una manera excelente en las almas ibéricas; todas harían lo mismo a serles posible. Hasta la facultad de hacer milagros se comprende como fácil cosa. ¿Qué puede maravillar a un espíritu que no se asombra de su propia existencia y que reza para que los demás ganen el más allá cuanto antes sea factible? Indudablemente hay en eremitorios como este de San Saturio nuevos modos de ver nuestra originalísima visión religiosa, nuestra vida afectiva, nuestro, realismo sentimental, nunca más fieramente acusado que cuando alguno los nuestros se siente con vocación de hacerse solitario. Entonces, como ahora puede comprobarse aquí, es cuando proyectamos sobre las cosas esa especialísima manera de ser que las hace más ásperas, rígidas, secas, que ellas son en sí. Valen bien la pena santuarios como éstos. Siempre que se miren con nuevas actuaciones al visitarlos y no como peregrinos de un sentimiento helado en dogma.



Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
Pp. 134-136

lunes, febrero 21, 2011

Día de mercado en Barco de Ávila (Eugenio Noel, España nervio a nervio 1924)

DIA DE MERCADO EN BARCO DE ÁVILA

Hoy lunes es día de mercado en Barco de Ávila. ¡Y- que tenía yo ganas de conocer al tío Pitacio y al viejo de los cejiles!... Aquél lleva sobre los hombros más de ochenta años, que hayan conseguido encorvarle las espaldas, de huesos duros como los cuernos de la cabra hispánica que ramonea los brezos de los canchales y roquedas del cuchillar del Güetre. Y de éste del viejo de los cenojiles, ¿qué he de escribir sino que viéndole en carne y hueso no parece que le queden ya dos onzas de uno y de lo otro? Sin embargo, bastante le importa a él venir del mismísimo Ameal de Pablo o encaramarse hasta el boquete de la Portilla de la Ventana. Con sus piernas torcidas sus chichas magras de sebo ahilado y ese andar bobo de viejo macho potroso, capaz es de desafiar a un pastor del Treme y apostarse un buen compango a que pasa del puerto de Tornavacas y se planta bonitamente en el mismo Plasencia. De la cabeza ya no hay que hablar; los pelos clarean en ella como los cañizos en la monda de un calvijar, como las gamonas a por el callejón de los Lobos en la sierra de Gredos.

¿Y hambre? ¿Quién come más, Pitado o él? Ninguno ha conocido la más ruin maldad de barriga, y sólo Pitado ha padecido acedía; pero eso hace muchos años, en los chozos, cuando con las marujas del arroyo se colaban ortigones y engorda-lobos, cuando entre las achicorias y cardillos se escapaba alguna hierba aceda. Y eso que hay que ver cómo está a veces el unto de la oveja modorra o la res muerta del lobado. Pero ¿qué habrá que no cure el agua de los chortales y de las cavas, el agua mansa del canchal encerrada entre rodales de enebros y bines? Mejor lo cura el trago de clarete, en sentir de Pitacio, y no haya por eso cuestión, que él bien recuerda lo majamente La sabe el vino en la cuartilla de cobre o en el jarro de los para redores. Pero eso ya lo veré a la hora de la comida, porque comeremos, cuando caiga la tarde, en una venta cerca del puente romano, no lejos de la ermita del Cristo, un Cristo de historia, más feo que el Cristo de San Juan de Barbalos. ¿No se la historia de ese Cristo? Pues sucede que cuantas veces se le han llevado ha vuelto él solo a la ermita. No lo dudo un Instante. ¡Es tan hermoso el panorama que se ve desde ella!... No es por eso por lo que vuelve el Cristo; pero... ¡cualquiera escribe por lo que vuelve!..

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Voy por las pintorescas rutas de Barco de Ávila entre tío Pitado y el viejo de los cenojiles y no me canso de admirar a los dos. ¡Cuántas cosas saben y qué buenos son! En la casa de Carlos V los dos abuelos beben de firme a la salud del empera­dor, cuya casa es hoy mesón simpatiquísimo, de jugosa traza castellana. ¿Quién no conoce al viejo de los cenojiles? Todos le saludan y charlan con él picarescamente, con esa libertina sa­tisfacción con que se habla a los viejos en Castilla y con la familiaridad e ironía que les permite el traje excepcional que lleva. Porque este abuelo de nervios de acero es un cromo vivo y no viene al mercado si no es vestido con el traje antiquísimo de los campesinos del país. Hasta en Londres han exhibido los audaces exploradores de la sierra su imagen arcaica, tan atrás en los mismos recuerdos, que los más viejos, al verle, desorien­tados, ríen. Pitacio le encuentra grotesco. Esas borlas arzobis­pales que cuelgan del tarteño, los blanquísimos y calados deales, el contraste brusco del color del calzón de estezao y el color de Id chaquetilla, la faja, los carranques, los cenojiles, los cintajos que le cuelgan por todos lados en la ropa, los enormes botones, todo eso es lejano ya. Aquí mismo, entre los serranos y gentes que vinieron al mercado, hay tipos provinciales de severa silueta vestidos de negro, con sus polainas, faja, sombrero y traje negros. Pocas borlas, pocos cenojiles...; la raza ya no está para eso. La raza, sí; pero este abuelo amigo, ¿qué tiene que ver con la gente de hoy? Allá en las faldas de la sierra, donde vive, viste siempre así. En el tojo de los tozales, en las cantaleras cantizales, en las trochas, neveros, turberas, nebredas, en los oteruelos cubiertos de piornos y gayubas, a la sombra de las bardas de los corrales, este viejo viste con esos colores rojos con esos trapos llamativos, acairelados, que tanto ama. No es mendigo, no pide, tiene dinero; él viste así porque... Se he preguntado, y no sabe por qué. La buena gente le cree algo mochales, algo «ido», como ellos dicen. Mas el caso es que cuando quieren retratar a un serrano típico le buscan a él, él viene andando, andando, desde su pueblo, con las piezas bordadas envueltas en un papel, bien dentro de los alzapones de la atacadera para que no se pierdan o manchen; luego, en Barco, se las pone cuidadosamente. ¡Ah, eso no se sabe en Londres! Allí vieron su imagen al pie de estas divinas sierras; pero su alma, el alma de raza que conserva en su pecho, el amor fier de esos viejos trapos, eso no se fotografía.

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Pitacio me señala unos mozos bravucones: son de Villarejo de Salvanés. Debía ir por allí cuando las capeas. Se ponen a la salida del toril, en dos filas, los mozos armados de pinchos y rejones, y el toro no llega nunca a los últimos, por lo que los mozos se pelean por no estar en los últimos puestos.
Contemplo detenidamente a estos machos iberos de gesto sinvergonzón y modales de pingüino. Parecen asustados, y una nonada los separa de la procacidad más agresiva. Su recia cara cabileña tiene, sin embargo, ese nosequé de la gente de nuestra raza, amasada con simpatía y nobleza de irresistible atracción.
Han venido al mercado serranos y campesinos de centenares de pueblos y majadas, de esos pueblos que tienen nombres se­rios, de caminos de ganados, de extremaduras y pastizales, de reses y saronas, de santos cuyas advocaciones costaría trabajo hallar en cualquiera de los cuatro Martirologios.
Por todas las calles pasan estas familias, seguidas de reatas de buenas bestias, menos cargadas que lo que pueda suponerse y en número desmesurado. Son animales muy bien cuidados,porque estos mohedinos trashumantes y mesteños poseen los pastos mejores que pudieran desear para sus bichos.
Ellas, las mujeres, lo son todo. Si él, el macho, quiere alguna moneda, habrá de pedírsela a su hembra, acto que exige un valor inconcebible. ¿Será por miedo o por espíritu de sobriedad por lo que estos hombres gastan lo menos posible, lo absoluta­mente indispensable? Por las dos cosas. En los almacenes,' ellas compran y ellas pagan; los hombres lo ganaron antes y su misión terminó ahí. En la plaza, mientras ellas compran y ven­den, ellos forman grupos, en los que se habla poco, muy poco. Es muy avaro de sus palabras el campesino, el ribereño, el gua­rramés. El serrano habla menos aún. El pastor ha perdido el uso de la palabra en las galianas, en los cabanilos, en los cor­deles, en las adradas, en las cañadas, en los puertos...
Lo que inmuta en este mercado es el silencio de todos. Nadie llama a nadie. Ahí están cerca de sus mercancías, de sus sacos, de sus paños, inmóviles como vendedores moriscos. Sus grandes ojos pardos, tan grandes que observados de lejos parecen ne­gros, miran al probable cliente con fijeza indiferente. Parece más bien que observan, que han venido al Barco para saciar una curiosidad. Les han hecho así las montañas, las escabro­sidades de los gargantones, de los cuchillares, de los asperones; la quietud glacial de las lagunas cimeras, las escarpaduras, las cresterías, los cabezos, los despeñaderos, los guijos enormes des­garrados de los ventisqueros y de las cumbres gnéisicas.
He ahí esa mujer que lleva tanto tiempo sobando y desdo­blando el paño fino de Béjar, el veludillo, la bayeta, el castor, el paño grueso de Garrobillas; ¿qué le importa al vendedor, que la contempla como si nada le fuera en ello? De vez en cuando, preguntado por el precio, responde secamente; la compradora no se molesta por ello.
No es una postura indolente la que tienen, es una postura extática. No vocean el género, no tratan de animar o traer a los compradores. Si han de venir, ya vendrán, y en paz. Si la torta, o el trigo, o el farinato, o el calambueche han de venderse, se venderán, ya pasarán delante de esas cosas los que las ne­cesiten.
—Esos pastores son del Tremedal —me dice Pitacio—; el año pasado la nieve cubrió el pueblo y vinieron a pedir auxilio. Pero la mayor parte del año se quedan solas las mujeres y el cura; los hombres se van con los ganados.
Y el abuelo Pitacio envidia de corazón la suerte de ese cura.

Son esos pastores hombres muy fuertes, reservados y noblotes. Su figura, pintoresca para el hombre de la ciudad, es, para quien siente más adentro las cosas, todo el nervio de una gran raza que se pierde inestudiada e incomprendida. Esas caras bajo el ala desteñida del tarteño recuerdan los rostros de nuestras máscaras ibéricas. No todas, claro está; hay en esos rostro. serranos tristes señales de degeneración y miseria; algunos tie­nen bocio; muchos parecen restos de hombres de hierro; todos son figuras contrahechas y rotas, como las que los hombres de los tiempos mesolíticos nos han dejado en sus pinturas rupestres.

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Este demonio de abuelo, que todo lo sabe, quiere que me fije en un cura. Pasa cerca de nosotros, con aire de matamoros, grueso garrote en las manos de gañán y cara ideal de hombre primitivo. Lleva el sombrero echado hacia la nuca y mira a las mujeres con desenfado barbián.
—A ése le sucedió —me cuenta el abuelo— una cosa que fu muy «soná». Un día los vecinos de su pueblo oyeron que gritaba la sobrina. Subieron como pudieron a casa del cura y lo tuvieron que quitar a palos de encima de...; pero a palos: tenían que pinchar con los dientes de las horcas en salva sea la parte para que... En fin, ya comprendo...
Mucha gracia me hace este sucedido; he ahí un buen sacerdote ibérico, a quien no desagradaría el viejo culto nuestro del dios Endobélico de Évora. Y se comprende que la carne se rebele; estas lugareñas, hijas de la chata recia del Arcipreste de Hita son mujeres muy hermosas, de una belleza picante y rolliza con la falda muy corta, como las mujeres de Pinohermoso y Oliva. Además... las sienta tan bien ese sombrerito de paja tan cuco, tan parecido al famoso gorro de los Frigios...

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Un encanto para los ojos las escenas del mercado. En otro sitios el interés consiste en la charla y trámite de las transacciones. Pero aquí estamos a mil nueve metros sobre el nivel de mar, y el pico del Almanzor arroja una sombra de hielo sobre la ciudad. Lo que distrae y embelesa son estas caras únicas, estos trajes que detienen en seco vuestro paso delante de ellos, hasta que os miran esas caras con la misma extrañeza que vosotros a ellas y concluís por reíros sorprendidos como niños.
Bravamente se defiende el céntimo en las compras. Hasta sacar el dinero de las profundidades de la faltriquera, allá bajo séptima falda, cuántas miradas, cuánto cálculo, qué sombrías meditaciones. La bella cara se frunce dentro del sombrero de paja, y con el género en la mano, sin decir palabra,medita largamente. El marido, al lado, mira y calla, sin saber dónde colocar las manos.
En los bodegones, oscuros establecimientos de comidas, los serranos, sentados en larguísimas mesas sucias, matan el ham­bre con los guisos más raros, los cochifritos y las chanfainas más increíbles del mundo. Y sin hablar, siempre sin hablar. ;Si apenas el vino abre aquellos labios! ¿Hablar, hablar?... ¿Y de qué? ¿De las famosas judías de la ribera? ¿De las bellezas de esa sierra de Gredos, ahí a dos pasos, cuya vista desde el Tormosmo, desde el arco de las murallas, es uno de los espec­táculos más bellos del universo? Oir, oyen. Por la ciudad han oído que esas montañas pueden ser una mina de oro. Hay que atraer forasteros, que vengan por aquí cuando visiten la sierra, los famosos picos, en vez de irse por Hoyos del Espino. Pero todo eso no les importa mucho.

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Los toros están fuera de las murallas, y desde donde están los toros se ve el panorama de las montañas. Barco de Ávila está dentro de ellas, y pocos pueblos podrán enorgullecerse de su posición como Barco de Ávila. Los ojos se clavan en los picos del célebre circo de Gredos, y subyugados por la grandeza de la perspectiva, miran incrédulos tanta majestad, poesía tanta... Altas, muy altas, aquellas montañas nevadas parecen, por lo inaccesibles, una ilusión de los sentidos. Luego, a fuerza de mi­rarlas, se las juzga altas siempre, muy altas, pero muy cerca. La sensación es tan profunda, que priva de todo juicio. Sólo mintiendo puede decirse qué se siente contemplando desde las dehesas aquellas divinas cimas. Sucede entonces lo que a los serranos. El alma se queda muda y sólo tiene energía bastante para ver. Son montañas altas, que se suceden escalonadas hasta la cima del Almanzor, y el aire pone entre ellas toda su incomparable gama de matices azules, de clarísimas aguas de piedras preciosas. ¿Qué importa que nos digan al oído que aquello es el Almanzor, y aquello el Ameal de Pablo, y Cuchi­liar de las Navajas aquello otro, y Mogota del Cervunal lo de más allá, lo de más acá los Hermanitos y el Risco de la Ventana, y la Cuerda de los Galicharones y la Serrota?... De poco sirve saber cómo se llama tanta belleza. Eso hay que sentirlo, verlo, contemplarlo, sacarlo fieramente del estúpido nominalismo que embrutece nuestros conocimientos y seca la fuente de le felicidad. El alma quiere subir: he ahí lo que siente el alma ante las montañas como Gredos, subir hasta allí, hasta el piel más alto, a ver si desde allí aclaramos un poco nuestros turbios destinos, nuestras rudas ideas de luchadores por la vida.
No sé quién nos trae a realidad: es una voz amiga que lamenta ibéricamente, en tono de trisagio franciscano.
—Barco de Ávila — dice— podría enriquecerse a costa esas montañas; pero ¿quién es capaz de instaurar aquí los procedimientos suizos?
—No hay energía —afirma un señor.
Pitacio y el viejo de los cenojiles miran las montañas y callan. Son hijos de ellas y las aman, sin comprender otra cosa más, ni el amor que por ellas sienten. Y como ellos, los serranos todos.
—No hay energía, no hay energía —vuelve a decir el señor que habló antes—; estos campesinos, estos serranos están incrustados en sus montañas; son incapaces de sentir su belleza las temen y las necesitan.., pero no tienen redaños para explotarlas.
Al llegar a la Plaza Mayor sentimos un barullo inmenso. donde todo era antes quietud es ahora huracán de gritos, polvo, de carreras y de voces. Un guardia civil saca, entre muchedumbre excitada, agarrado cada uno de un brazo, a mozo que escribe en los periódicos y a un cura...
Parece ser que el cura se ha subido encima del mozo y ha pateado sin piedad porque el pobre escribidor había dicho en letras de imprenta que el talento del cura no era «com para llegar a obispo».
Y he aquí cómo estas montañas han desmentido la falta energía de sus hijos.

Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral . Espasa Calpe Madrid 1963
pp.84,90

viernes, febrero 18, 2011

El águila sobre Numancia (Eugenio Noel, España nervio a nervio, 1924)

EL ÁGUILA SOBRE NUMANCIA

¡Oh bellísima frase de Virgilio: Spirantia mollius aera...! Las águilas, ha dicho el pastor, vuelan solas. Y esa ave es un águila. Durante mucho tiempo su gran mancha negra voló lenta sobre el cauce del Tera; luego, planeando con la majestad de un velívolo moderno, cruzó, en altura inaccesible a otro pájaro que a ella, el pueblecito de Garray. Ahora está sobre nosotros, a pocos metros, en estas laderas del cerro de Muela, el más sugeridor de los alcores españoles.

Embelesado la miro. Es negra, de un negro de nada, y no tiene, como la myrsaeta calzada del Guadarrama, las patas cubiertas de pluma, ni el copete de cerdas en el pico. Un rayo de sol amarillea en su cabeza y en el borde de las alas.

Como si sintiera el deseo del alma, el águila no se va, y lenta, tan lenta, gira varias veces en torno del monolito erigido en honor de los numantinos. Coincidencia deliciosa, que transporta al corazón muy lejos: ¡esta águila volando sobre las ruinas sagradas!

Viene de pico Frentas, la proa altísima de la paramera triá­sica anclada a la vista de Soria; el pastor sabe que viene de allí. Sabe que no es una rapaz perdicera de las del vuelo terrero, ni un águila albeante, ladrona de lebratos: es águila serrana, de las que anidan en rocas y no en árboles, como los buitres pelones, de las que luchan con los mismos guardianes cuando la paridera.

Sea lo que quiera, su visión es adorable, y al verla tan cer­cana se olvidan los tiempos ibéricos que el sagrado lugar des­pertó en el amor de la raza. La bellísima ave, más bella así en la realidad de este día de sol que en las estilizaciones líricas, que en las heráldicas, llena el alma toda. ¡Oh, que no se vaya, que no se marche, aunque haya venido al olor de, la carroña de alguna bestia abandonada! Esas alas inmensas, que veo tan cerca, inspiran al corazón una fuerza radiante, comunican ener­gía sana. Su masa poderosa, negra, de contornos de oro; sus plumas enormes, que parecen de bronce, no debieran alejarse de los ojos jamás…

Pero ella se va...; pronto es un punto nada más en el pano­rama estupendo, en el telón de montes claros que corre desde la nieve de la Cebollera a la nieve del Mons Chaumus, donde los romanos de Graco derrotaron a nuestros inaferrables nó­madas. Cuesta trabajo olvidar la silueta de la rapaz soberbia, hacerse a la idea de no verla otra vez sino a través de las fría palabras de un Willonghbi Verner... Allá en el viento, cuando ya era alta, parecía escapada del astil de una enseña de legión romana. Cuesta ahora trabajo traer a la memoria los libros que nos hablan de este cerro ibérico después de haber visto viva esa águila sobre la ciudad desenterrada por Saavedra y Schulten.

¿Cómo verá ella estas excavaciones y piedras, estas calles venerandas? Otras águilas contemplaron la ciudad altiva e indomable en todo su esplendor racial, esa ciudad carbonizada, que hoy reaparece, bajo la ciudad latina, movida por la mano sabia de Mélida. Vendrían esas águilas, como ésta ha venido, desde las ramificaciones del Idúbeda, desde los aledaños de las viejas sierras, que entonces tendrían esos nombres raros leídos en la Geografía antigua, de Forbiger, en los geógrafos latinos, de Riese, en los geógrafos griegos, de Mueller... y sorprende­rían las hazañas numantinas, los gestos de aquellos héroes cuyas palabras, transcritas por Veleyo, son todavía medula de nuestro genio; cuyos actos, admiración de Plutarco, aun hoy, que todo palidece en el poniente de nuestra inercia, son gloria regia.

No hay preocupación más excelsa que saber cómo ha sido la raza que habitó el país donde nacimos. Estas piedras redon­das, pulidas y meladas como tobas de arroyuelo serrano; estos solares diminutos, delineados en la llambria del altozano, como esperando el genio de un Adler o un Eustache que las recons­truya en ideales líneas evocadoras; estas callejuelas tan cientí­ficamente desenfiladas del cierzo duro de la meseta... ¡qué ca­ricia son para un español!... La curiosidad viajera calla azora­da, se inerva ante la ciudad que reaparece; la imaginación misma no se atreve a soñar. Hoy no se sueña sobre las ruinas, un modo de profanarlas; no se las llena de sombras estúpida­mente vagas; estas ciudades sobre las que aún vuelan las águi­las sólo necesitan de nosotros él homenaje de la verdad.

¿Cómo fueron los hombres que las habitaron? Y saberlo; no soñarlo. Saberlo como Schliemann supo lo que era Troya en los aluviones de Hissarlik; como Tsountas, Evans, Mélida, Siret, Ce­rralbo, Simancas, saben estas cosas, descubriéndolas por exca­vaciones pacientes, más allá de la capa romana, más allá de la capa de ceniza en que se calcinaron los huesos de Lencon, Ambon, Litenon, Megara y Retógenes...

¿Volverá el águila negra? Ella sobre las ruinas era como una aparición fascinadora. De aquí fueron los hombres que llevaron a Aníbal por la vía Domita del puerto de Perthus, hombres de sierra, hombres que fueron como esa águila es. Riepert y Mommssen hoy, como ayer Tito Livio y Silio Itálico, nos hablan de estas cosas. Días aquellos de Mela, de Amiano Marcelino, de Dion Cassio y Orosio, de Ptolomeo y Solino... Aquí chocaron dos civilizaciones, una que era como la síntesis de las epopeyas orientales, otra que tal vez... tal vez..., ¿por qué no?, era el reflejo de aquella Atlántida ibera de que Platón, en el Critias, y Dionisio de Mileto cuentan grandes périplos... Aquí se extin­guió probablemente el genio ibero para refractarse en mil di­recciones distintas. Y es aquí donde, a través de la epopeya de sangre y de renunciación, pensamos en el ideal de acertar con nuestros orígenes raciales.

Nada semejante al placer y al asombro de los hallazgos en las ruinas sepultadas celosamente por los sedimentos. Ellos no mienten; no son teorías: son hechos fósiles; no son lirismos cantados con un labrys de rapsoda, sino reconstrucción viva. Hay que contribuir con estas revelaciones al esclarecimiento del libro tercero de la Geografía de Estrabón. Hay que vencer la miserable fatalidad que ha querido privar a los españoles del conocimiento exacto de su pasado. Porque nada sabemos de él, porque no hemos podido siquiera descifrar el alfabeto ibérico. Todo, todo, menos estas excavaciones, sueños son.

El águila viene con frecuencia a esta vieja Nenaeto, de la que siempre se alejan las tormentas, los torbiscos y los algarazos. El pastor lo dice, y es verdad; el cerro inmortal se ve libre, gracias a su situación, de las nubes malas que las montañas se envían unas a otras sin atreverse con él. Plinio, en su Historia Natural, dice que pasaba otro tanto enredor de la estatua de Minerva en Nea y en el templo de Venus de la isla de Pafos. Gusta el pecho aspirar desde la Muela santa el aire vasto de la perspectiva, lanzar a ella su deseo y sentir que un día hubo en el sagrado mamelón soriano raza fuerte cuyo espíritu es to­davía ejemplo. El concepto del mundo, antiguo ha variado total­mente, los descubrimientos arqueológicos de Nínive han hecho derivar los conocimientos a aplicaciones nuevas, y sólo queda para el alma el amor a la verdad, el criterio de estudiar las rosas que, avara, guarda la tierra misma...

El águila viene con frecuencia aquí. Y es encantador haberla encontrado un día que visitamos este sitio, uno de los pocos que todavía merecen en España el adjetivo de venerables.

Eugenio Noel
España nervio a nervio.
Colección Austral. Espasa Calpe . Maderid 1963
pp.43-45

jueves, febrero 17, 2011

La transición oculta: manifestación en León 1981

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¿Burgalesismo? Comunicado de las Juventudes de CIBUCV

JUVENTUDES DE BURGOS

En los últimos meses, la obsesión de los diferentes partidos políticos por ver quien parece más burgalés de cara a los electores, esta dando lugar a situaciones extrañas además de un cierto toque tragicómico, como ejemplo:

Desde el PCAL (antigua Tierra Comunera también llamado PCAS), se enherbola el Burgalesismo como algo fundamental en su programa, atacando descaradamente al gobierno de la GRAN PUCELA, cuando no lo olvidemos y esto es lo cómico (Que dirán desde Valladolid y Toledo el resto de afiliados), es la mano que les da de comer, y que como su propio nombre indica PARTIDO DE CASTILLA Y LEON, el engendro que oprime a los burgaleses y por tanto a la Castilla Vetula, los burgaleses jamás olvidaremos lo que estos señores hicieron a nuestra tierra desde las Cortes PUCELANAS, nuestra Diputación y el ILMO. Ayto. De BURGOS, dejarnos 4 años sumidos en la vergüenza y el desgobierno.

Mas llamativa es la actitud de UPyD, partido Neo-Nacionalista-Izquierdista, que confunde a los burgaleses con un discurso también de marcado carácter burgalés, rechazando cualquier intromisión o ingerencia PUCELANA en los asuntos de la CAPUT CASTELLAE, cuando es un partido escindido del PSOE, de carácter ultranacionalista, que no cree en el sistema autonómico y por tanto jamás moverá un dedo frente al gobierno PUCELANO en defensa de la CASTELLA VETULA o de la CAPUT CASTELLAE, dirigido por un magnate empresarial, mezclado con sindicalistas, un discurso poco creíble o mejor dicho nada digerible por el burgalés de a pie.

Tras esto, ya que queda por decir tanto del PP y el PSOE. Cuando pongan su maquinaria en marcha, para volver a someter al noble pueblo de esta nuestra tierra, bajo las garras despiadadas del los verdaderos amos y señores de la GRAN PUCELA (VILLANUEVA y en especial LEON DE LA RIVA), mientras, tanto Vigara como Juanca esperando un buen retiro, pero en especial Juanvi, Lacalle y Escribano luchando por las migajas y sobras del espolio, y decidir quien se convierte en nuevo, Emperador PUCELANO o en el VALÍS de la muy fiel ciudad de BURGOS.

En las Juventudes de Ciudadanos de Burgos, estamos artos de la discriminación y expolio al que se somete a la Castilla Vetula (BURGOS), por extensión hacemos la misma reclamación a favor de la Extremadura Castellana (SORIA), puesto que la falta de infraestructuras y comunicaciones que sumen a nuestros pueblos en un total aislamiento, haciendo peligrar el desarrollo económico y social de nuestras provincias, solo como ejemplo ver los mapas de infraestructuras de los últimos 30 años en los dos territorios, junto con los de la distribución poblacional en el mismo periodo de tiempo.

Del saqueo PUCELANO, tanto en población, industria, servicios y cultura, como ejemplo el P. Tecnológico, el Hospital privado, la Ciudad de la Justicia, las comunicaciones directas al norte en LINEA RECTA, Oncología, Banco de Sangre, 12000 volúmenes históricos de Burgos, Colegio de Notarios….

Tantos son los agravios que desde los Jóvenes de CiBu pedimos, la defensa de los castellanos de esta comunidad, marginados, discriminados y expoliados, da pena ver que solo salen beneficiadas las provincias de la antigua región Leonesa, PUCELA, PALENCIA, LEON, SALAMANCA y en menor medida ZAMORA.

En honor de los títulos que nuestros mayores nos legaron en el pasado y en defensa de los ciudadanos de BURGOS y SORIA, lo único que queda de la Castilla Primigenia (el resto formo nuevas comunidades), pedimos como CAPUT CASTELLAE, el derecho de PRIMA VOCE.

Más allá de lo que nuestro partido proponga en su programa.

Que todos a los cargos electos de las Provincias de BURGOS y SORIA, que se sienten impotentes, al ver la deriva a la que PUCELA somete a nuestros territorios, y expresen en todos los pueblos, villas o ciudades y por extensión diputaciones, su malestar.

Mediante la declaración de personæ non gratæ a:

1. Francisco Javier León de la Riva, alcalde de PUCELA, por la humillación constante a nuestro pueblo, su marcado carácter machista, y la falta de respeto a todos los ciudadanos de los 8 territorios de esta autonomía.

2. Tomás Villanueva Rodríguez, el VALIDO de Juanvi, y verdadero cerebro de la GRAN PUCELA.

3. Juan Vicente Herrera Campo, por permitir el abuso continuado a la tierra que le vio nacer.

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Sobre libros o grabaciones de segunda mano...

Periódicamente recibimos corréos preguntándonos dónde conseguir un libro o grabación editados hace muchos años. Para todas estas personas no podemos hacer otra cosa que remitirles a las tiendas de segunda mano, tanto físicas como en la red, especialemte estas últimas, dónde con un poco de paciencia estamos seguros que lograran encontrar lo que deséan. Esta búsqueda no es nuestra taréa ni nuestra función. Gracias por su comprensión

El Consejo de Redacción.

La Olma de Pedraza (Eugenio Noel, España nervio a nervio 1924)

LA OLMA DE PEDRAZA

Turégano, Coca, Sepúlveda, Cuéllar y Pedraza. ¡He ahí cinco villas recias de fiero abolengo castellano, cinco pueblos peanas de castillos que fueron formidables y hoy, en ruinas ya, en escombros, como Castilla, son evocación de grandes días fastos! ¡Oh, más que todos divino castillo de Coca, joya de arte! Yo muchas veces, con los dos Zuloaga, he meditado en ti, dentro de tus murallas, incomparable señorial fortaleza de los Fon­seca; he leído ante tus restos el libro de Diego López: La car­pintería de lo blanco y tratado de alarifes...

Pedraza, página viva de la más hermosa novela que han es­crito los hombres: de la Historia. Si, viniendo de Sepúlveda, buscáis en el horizonte la villa antiquísima, la veréis entre dos cerros. Una hondonada de exuberante vegetación, y en la única puerta de aquella muralla que aun hoy guarda al pueblo de Dios sabe qué codicias. La subida es áspera, difícil; pero el alma se extasía contemplando la severa silueta del castillo, orienta­do, como todos los castillos, en un magnífico sitio. Hay que detenerse muchas veces para recibir íntegra la impresión de fuerza de aquel baluarte, de un modo soberano enfilado en la altura sobre los depósitos cretáceos sedimentados al pie de la cordillera, dominando inaccesible para los enemigos la cañada y la villa con ese aire de las torres castellanas, que no se pa­rece al de las otras torres.

Ya en el pueblo son delicia de los ojos aquellas casas vetus­tas, vestigios romanos, huellas románicas, góticos recuerdos, ven­tanales abiertos en los ángulos de los edificios, piedras mol­deadas por el Renacimiento, solares hidalgos, panerones y al­hóndigas con su aspecto de casas fuertes, sus hierros forjados a brazo, balaustres y saledizos interesantes, escudos que hablan de rancias empresas afortunadas.

Cuando, en los días de fiesta, entra por esa única puerta abierta en la muralla la cabalgata de los serranos —ellas con su refajo corto amarillo, o rojo de franjas o esquirpas negras, sus cintillos y arracadas, sus manteos o briales, que nada en­vidian a los viejos de jafe, a los paños broslados, a las torrei­nas de bulto; ellos con sus albarcas y zahones, su tez curtida y morena, a la algara de las mozas, en sus sillas ginetas o bri­donas de largas estriberas, el pañuelo atado a la cabeza bajo el tarteño, quién sabe si recuerdo del almófar o de la cofia de lino en que envolvían los guerreros sus cabellos, quién sabe si eso de más lejos, del kufiléh de los almohades...— parece que la ciudad vuelve al tiempo de los Velasco y que las arcadas y columnatas de la plaza recobran el esplendor pretérito...

Son buena gente esos campesinos. Vienen de Navarra, de Aldealuenga, de Gallegos, Matalabuena, Prádena y Arcones; gen­e toda nieta de pelaires y de comuneros, que se rebeló con terquedad castellana a cambiar de costumbres y de trajes y a cuya aparición la villa salta siglos atrás a la edad de la pe­queña iglesia de Nuestra Señora del Carrascal, corno si la visión de aquellas ancestrales reliquias suntuarias la devolviera a ella.

El castillo gigante de los condestables vela. En una de sus torres, tal vez en esa única torre que hoy se yergue entera y desde la que hemos visto la bermeja tierra segoviana, Fran­cisco I dejó en rehenes sus dos hijos, que fueron luego reyes de Francia. Cuatro años estuvieron allí, y el castillo, orgulloso, corno si fuera consciente de su pasada gloria, dice altanerías que el artista sabe interpretar, que caen sobre la villa como menudas hojas invisibles de un árbol de estirpe despojado.

—Ese hombre es de Orejana —dice, señalándonos un labriego.

Y ese nombre es una revelación. ¿No nació allí Aureliana, la madre de aquel emperador romano, todo él ibero hasta los huesos, Trajano el enorme? Trajano, afirman, nació aquí, en Pedraza. En la cercana cueva de la Griega han encontrado hue­llas de otros tiempos... Pero Pedraza tiene dentro de sus mura­llas algo que vale más que Trajano el enorme. Y ese algo es... un árbol.

Y ese árbol es como el castillo: rudo, inmenso, viejo e in­mortal.

¿Quién le plantó allí en el ángulo de la plaza? ¿Quién le dejó crecer hasta que con su ramaje diera él solo sombra al mer­cado de los lunes? Podéis creer que los hijos de Francisco I; podéis sin inconveniente imaginaros que fuera Trajano mismo. Es tan viejo, que asombra; tan fuerte, que pasma. Muchos hom­bres, abiertos los brazos en rueda de rondelo, no pueden abar­car su tronco. Sus brazos gigantes se abren a colosal altura en tres grandes grupos de ramas, a la manera de la hoja del trébol. Las viejas casas de las cercanías podrían guarecerse en ellas sin tocarlas, como las chozas de los africanos bajo los árboles descomunales de que hablan los viajeros. Y no es un cedro del Líbano, ni una Sequoia de California, ni un eucalipto de Aus­ralia: es una cima.

Cerca de ella hay un templo, el templo románico de San Juan, rodeado de un pórtico alto con grandes bolas por adorno. Aquel templo tiene en la fachada una inscripción muy bella: Esta casa es casa de oración.» Las raíces de la olma crecieron bajo el templo románico. Y un día cualquiera, las losas del pavimento se desunieron, las raíces quebraron las lajas, y ellas nismas, hinchadas y libres, serpentearon por la iglesia.

La olma generosa, al sobreviviese, ha derramado en el esp­acio lo que arrancó en las entrañas de la tierra, y si destroza el suelo de la iglesia vetustísima, extiende su velario imponente sobre la plaza. Su vejez es simbólica. Cuándo Pedraza no exista, sin duda la olma seguirá tendiendo sus ramas sobre el vasto sepulcro. Hoy reina sobre la villa; y el castillo, con sus viejas leyendas y fulgurantes historias, no vale lo que ella vale. La savia corre entre las fibras como agua en las vetas serranas, y esa savia es, como el agua de la sierra, fresca y franca vida. Más afortunada que los álamos castellanos, rendidos al hachazo vil, la olma de Pedraza crecerá aún más, y, como Castilla, será más bella a medida que vaya siendo más vieja.

Ante la olma os preguntáis: ¿Qué limo tiene esta tierra que hace así germinar tal árbol? ¿Es que el genio castellano se reveló todo entero en él, o fue que quien lo plantó poseía en el corazón el secreto de la eternidad? Cuando a Pedraza otras ciudades le nieguen su Trajano, recabando para ellas el orgullo de haberle engendrado, Pedraza podrá afirmar, señalando su alma: La tierra que produjo tal árbol bien pudo engendrar tal emperador.


Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
pp. 23-26