viernes, enero 27, 2006

El FUERO DE MADRID .Texto comentado del ¨Fuero Viejo y Carta de Otorgamiento. 2ª parte (Madrid, villa, tierra y fuero, v. a.)

LI.- De los carpinteros.
Carpintero que no construyera tablón de siete palmos pague un mara­vedí a los fiadores.
Los oficios que cita el Fuero son los siguientes: Carpinteros, rúbrica LI.
Carniceros, rúbricas LVI, LX y CVIII

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Pescadores, rúbrica LV.
Cardadores, pisadores y tejedores, rúbrica LVIII. Mercaderes, rúbrica LVIII.
Taberneros y vinateros, rúbrica LX y LXII. Panaderas (en femenino), rúbrica LXI. Herreros, rúbrica LXXVII.
Vendedores de corambres, rúbrica XCIX. Regatones y cegateros, rúbrica CV.
El «palmo» es una medida de longitud que, junto a la «cana» que tenía 10
palmos (rúbrica LVIII) son las dos únicas que cita el Fuero.

LII.- De la entrada al tribunal de alcaldes.
Quien penetrare en el tribunal de alcaldes sin mandato u orden del fia­dor, que guardare la puerta, peche una ochava, a no ser los aportelados.
Recordemos los comentarios a la rúbrica XXXV donde se exponían los va­
lores más frecuentes de las monedas citadas en el Fuero; la ochava (u octava)
equivalía a la octava parte del maravedí (de plata).

LIII.- De la asistencia al litigio.
Quien tuviere que asistir a un proceso entre bajo mandato y acompañado de su vocero u abogado; y después de que hubieran sido juzgados, salgan fuera del tribunal. Sin embargo, si una vez advertidos se quedaran más tiempo, pague cada uno una cuarta.
La moneda que se cita equivalía a la cuarta parte del maravedí, tal y como se
expuso en los comentarios a la rúbrica XXXV.

LIV.- De los andadores.
Los andadores guardarán la puerta del tribunal de alcaldes por la parte exterior, y si algún andador entrara adonde los alcaldes juzgan sin mandato de los jurados, pague una ochava. Además, el andador que estuviera en la Villa y no acudiere al corral cada viernes, peche también una ochava.




Los «andadores» eran, junto a los alguaciles, aportelados y jurados, oficiales
concejiles inferiores cuya misión queda descrita en el texto anterior. Son citados
también en las rúbricas LXXI, LXXXIV y LXXXVII. Los «jurados» tenían
encomendadas funciones administrativas del Concejo, tal y como se expuso en
los comentarios de la rúbrica XXII.

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LV.- De los pescadores.
Los pescadores vendan siempre el pescado conforme a fuero: las bogas a un maravedí la arroba y media, y la arroba y cuarta de barbos a un marave­dí de los que entran dos barbos en libra: esto véndase a maravedí la arroba y cuarta. Y de otro pescado menudo a maravedí las dos arrobas, aparte del pescado de jaramugo y de mandil y asedega. Al que se probara que vende pescado a hombre de fuera de la Villa, pague diez maravedises a los fiado­res. Toda clase de pescado véndase al peso, aparte de los jaramugos, y quien lo vendiere sin pesar, pague dos maravedises a los fiadores. Y el que matare pescado en el Guadarrama, desde el día de Pascua del Espíritu Santo o Cincuesma hasta San Martín con asedega o con mandil o manga, peche dos maravedises previa probanza. Y el que en el río Guadarrama hiciese presa de agua o azud o cana, o bien arrojara hierba en él, y le hubiera sido probado con dos testigos, pague diez maravedises; igualmente, si lo nega­sen, empero, jure acompañado de dos vecinos honrados y prosiga en paz.
Importantísima esta ley por la cantidad de enseñanzas que de ella se des­prenden.
Digamos, en primer lugar, que los precios del pescado que establece el Fue­ro, muy estables como es obvio, son los siguientes:
- Boga, un maravedí la arroba y media; es decir, con un maravedí se podían comprar 17 Kg. y cuarto de bogas.
- Barbo, un maravedí la arroba y cuarta; equivalente a 14 Kg. y 375 g.
- Pescado menudo, un maravedí las dos arrobas, o sea, los 23 Kg., exceptuado el pescado de jaramugo (pescado presumiblemente más menudo) y el cap­turado con redes de mandil y asedega.
Con el fin de proteger el abastecimiento de pescado, lógicamente de río nada más, se prohibía la venta del mismo a los forasteros, bajo multa de 10 marave­dies, cuyo importe era muy abultado, pues con ellos podría comprarse 170 Kg de bogas, o 230 Kg de pescado menudo.
Todos los pescados habían de ser vendidos al peso, excepto el de jaramugo, que seguramente por su baja calidad se vendería por lotes.
El río Guadarrama, del que nos habla el Fuero, es el actual río Manzanares, denominándose así hasta bien entrado el siglo XVII (véanse los comentarios a la rúbrica XXXIX).
En este río estaba prohibido pescar con redes de asedega, mandil o manga, des­de el día del Espíritu Santo, (fecha variable que se sitúa a últimos de mayo o pri­meros de junio) hasta San Martín (11 de noviembre), es decir, el tiempo de la veda.
La detención de agua, su canalización derivada o el arrojar hierba en el río Guadarrama, así como esta última acción, también en el Jarama, se penaba con 10 maravedíes, fuerte sanción, como hemos visto antes. Es decir, se cuidaba


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escrupulosamente la fauna piscícola y la pureza de las aguas en los ríos. Traslá­dese esta ley al siglo XX y dedúzcanse los efectos que han tenido, en estos dos ríos citados en el Fuero, la no aplicación de leyes protectoras como la que los castellanos de Madrid aplicaron entonces. He aquí el resultado evidente de la usurpación al pueblo castellano de la facultad a la que tiene derecho para elabo­rarse sus propias leyes, sin intermediarios partidistas que conceden prioridad a su ideología sobre la voluntad del pueblo encarnada en sus necesidades más perentorias, como entonces era la pesca fluvial. Esta rúbrica es, sin duda alguna, una prueba evidente de la fiscalización que el Concejo ejercía sobre la riqueza piscícola de Madrid y su comercialización, hecha con todo rigor. !Tomen nota de ellos los responsables de nuestros días en estos asuntos!

LVI.- Todo carnicero que vendiere carne.

A todo carnicero que vendiere carne de carnero denle la razón, men­sualmente, los mayordomos de los fiadores. Carne buena de cabra y de oveja a tres dineros; oveja vieja y cutral, ciervo y cabra vieja a dos dineros y una meaja. El carnicero que vendiera carne propia de los judíos, trifá u otra carne alguna exclusiva de ellos, pague doce maravedises, y si no los tuviere, sea ahorcado. Quien a este precio no quisiere cortar carne pague dos maravedises a los fiadores y al juez la caloña correspondiente y durante ese año no corte carne. Y debido a todo lo aquí consignado, si posible fuera probarlo con testigos, peche el coto; y si no, pruebe su inculpabilidad con dos vecinos prestigiosos que no sean carniceros.


En el Fuero se citan tres tipos de mayordomos: el de los fiadores de esta rúbrica, el del Concejo (rúbrica CXII) y el de la muralla (rúbrica XCVII). Recordemos que el «dinero» era la sexta parte del «sueldo» y la «meaja» era la sexta parte del «dinero» (ver comentario a la rúbrica XXXV).
La carne que se comía en la época del Fuero en Madrid era, como vemos en esta ley, la cabra, la oveja, el cutral (buey viejo y vaca que ya no pare) y el ciervo; en la rúbrica XCVIII se cita el conejo y en la CXVI, última rúbrica del Fuero, el cordero.
La venta de «carne de los judíos, trifá u otra carne alguna exclusiva de ellos» se sancionaba con el pago de 12 maravedíes y si no, con la horca, durísima pena, lo que quiere decir que a este delito se le concedía una gran importancia. «La voz trifá deriva del sustantivo femenino hebráico t`refah, cuya raíz significa propiamente desgarrar«... denota, como los diccionarios hebreos señalan: animal desgarrado por una fiera; todo animal sacrificado sin sujetarse al rito judío; ali­mento prohibido al hebreo...» (Fuero de Miranda, de Cantera Burgos).
La tercera acepción es el sentido habitual con el que figura el vocablo en los textos castellanos medievales, de manera que la ley pretendía evitar que los

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cristianos comprasen carne desechada por los judíos como carne impura, bien por motivos de carácter religioso (los judíos sacrificaban las reses con ritos su­perticiosos) o por razones sanitarias.

LVII.- Quien permaneciera dentro de los ejidos.
Todo hombre que permaneciese dentro de los ejidos y en las entradas o abrevaderos de aguas peche dos maravedises a los fiadores.
El ejido era un campo común de todos los vecinos del Concejo, lindante con la población, que no se labraba y donde solían llevarse los ganados para pastar, estableciéndose en ellos, en otras ocasiones, las eras.
LVIII.- Del pisador y tejedor.
Todo hombre que fuese pisador o tejedor, pise y teja con arreglo a la cana. El pisador pise cincuenta canas de sayal por cuarta; y el tejedor teja cincuenta canas de sayal por una cuarta. El cardador llamará a su dueño o dueña al cardar, y, si no los llamare, pague dos maravedises. El cardador entregará la borra a los propietarios del sayal, pero si no quisieran venir, reciban su sayal y borra que encontraren sin derecho alguno. El tejedor o tejedora tejerá veintidós canas por cuarta; cáñamo y tejido gordo, veinticin­co canas por cuarta. Y el que no trabaje conforme a este fuero pague dos maravedises a los fiadores; y quien quebrantara esta tasa y hubiere sido probado con dos testigos, peche dos maravedises a los fiadores; en caso contrario preste juramento por su vida.
El «pisador» era el que tenía por oficio pisar el paño.
La «cana» era una medida equivalente a dos varas aproximadamente. El «sayal» es una tela basta de lana burda.
La rúbrica cita también 'los tejidos de lino y cáñamo.

LIX.- Quien comprare grano.
El hombre de Madrid que comprare grano para la venta en arriería pa­gue dos maravedises a los fiadores. Y todo vecino, que llevase grano fuera de la Villa para venderlo a atijara pague dos maravedises, si pudieren pro­bárselo, y si no, demuestre su inocencia con el testimonio de dos vecinos.

La «venta en arriería» se refiere a la que se hacía utilizando como medio de transporte las bestias de carga
Esta ley pretendía proteger el abastecimiento interior de grano, penándose el sacarlo «fuera de la Villa para venderlo a atijara» (en arriería).

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LX.- Del carnicero y vinatero.
Todo carnicero o vinatero o menestral sospechoso del quebranto de la tasa, pruébenselo con dos vecinos prestigiosos y pague dos maravedises; mas si no fuera así, demuestre su inocencia con el testimonio de dos veci­nos. También a los tejedores, si se lo probaran, y si no, líbrense jurando por su vida.
En esta ley se citan, como ya dijimos antes, otros dos oficios mas, el carni­cero y el vinatero.

LXI.- De la panadera.
Cualquier panadera a quien encontraren pan falto de peso, pague medio maravedí, si excediera de tres panes.
Es obvio que este oficio (el Fuero debe referirse exclusivamente al es­plendor) debía ser practicado casi siempre por mujeres, pues a ellas se refiere específicamente la ley. La fiscalización del peso de los panes estaba, pues, re­glamentada.

LXII.- Quien comprare cubas.
El hombre que comprase una cuba véndala con arreglo a la tasa, como los taberneros; pero si vendiere a más, pague dos maravedises y venda con arreglo a la tasa. Sin embargo, el amo de la cuba venda a como deseare. Todo vinatero o vinatera, tabernero o tabernera, que no vendiera el vino tal cual lo comprare, y se le hubiera probado con dos testigos, pague dos mara­vedises a los fiadores; y si no le pudiera probar, demuestre su inculpabilidad con el testimonio de dos vecinos.
Dos aspectos importantes a destacar en esta ley; el precio del vino estaba re­
gulado, como hemos visto anteriormente para el pan, y se castigaba con 2 mara­vedíes la adulteración del vino, debiendo ser vendido «tal cual lo comprare».
Obsérvese también como recalca, una y otra vez, la existencia del oficio en­tre hombres y mujeres: «vinatero o vinatera, tabernero o tabernera».

LXIII.- Nadie embargue al que viniera con mercadería.
Al hombre que viniese a Madrid en recua, acarreando alguna cosa, no le tomará prendas hombre alguno; y quien lo embargare peche dos mara­vedises a los jurados del rey y restituya la prenda sin fianza.

Es obvia la importancia que el Fuero concede, como en otras leyes, al abas­tecimiento de la villa, que no goza de mercado franco hasta el reinado de En­rique IV de Castilla (1454-1474).

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LXIV.- Del que marchare a tomar prendas por la violencia.
Todo hombre que fuera a prendar y le impediesen la entrada en la casa, y a pesar de ello entrara dentro y allí lo mesaren o hirieren, nada peche; sin embargo, si penetrase a la fuerza y no lo hirieren tras haberle impedido la entrada, pague sesenta sueldos.
La rúbrica se refiere al prendimiento extrajudicial y es por eso que aunque «lo mesaren o hirieren, nada peche», es decir, vaya lo uno por lo otro, como tantas veces se observa en el Fuero. Y todo ello por el estricto sentido de la inviolabilidad y la paz del hogar que el Fuero refleja en muchas de sus leyes.
La caloña impuesta de 60 sueldos, aparentemente alta por prendimiento inde­bido, lo era también por allanamiento de morada. Los «sueldos» a los que se refiere la ley son los antiguos, de vellón (aleación de plata y cobre), cuyo valor era la sexta parte de la onza (6 dineros), que duraron en el reino de León has­ta mediados del siglo XII y en Castilla hasta 1221 (Mateu Llopis, La moneda española). Recordemos que, según la Crónica de Alfonso el Sabio, los reinos de León y Castilla tuvieron monedas independientes hasta 1252, excepto el marave­dí de plata que equivalía a 4 sueldos antiguos castellanos, aunque no leoneses.

LXV.- Quien plantase majuelo.
Todo hombre que plantase majuelo y al cabo de un año no diera pren­das, no responda a la demanda. Y quien construyera un molino o huerto y al cabo del año no ofreciera prendamiento, tampoco responda.
Las plantaciones de majuelo a las que se refiere el Fuero son las viñas. Re­cordaremos aquí que en las tierras castellanas de La Rioja se llama majuelo a la
cepa nueva.

Esta ley foral pretende favorecer al agricultor exonerándole de dar prenda plantaciones de viñas como por la durante el primer año, tanto por las cons­trucción de molinos y preparación de
huertos.


LXVI.- De la demanda de viña o de casa.

Cualquier clase de hombre de Madrid, que reclamara particularmente a otro una viña o casa u otra heredad cualquiera, y presentase dos testigos sobre que ya en vida de sus padres se reclamó tal heredad y, además, preste juramento de que no le fue posible entonces obtener justicia; replique jurídi­camente el demandado que hoy se halla en aquella heredad, y si testigos no tuviere, jure que posee tal heredad y que no fue sabedor de que retuvieran a sus padres el derecho y se resistieran a la toma de prendas por esta heredad; y no replique a la demanda ni acuda a jurisdicción foral alguna. Todo ello

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plugo a nuestro señor, el Emperador en tiempo de Fernández Rodríguez; era milésima centésima octogésima tertia. Y fue firmado y otorgado por el Emperador ante condes y potestades en el ejido del vado de Húmera.

En esta ley puede observarse un caso típico de prescripción civil, de manera que, cuando se dan las circunstancias descritas de posesión continuada, de pa­dres a hijos, el demandante no puede replicar ni acudir de nuevo a otras jurisdic­ciones forales, tal y como pone de manifiesto esta ley.
Al mencionar a «nuestro señor el Emperador», se refiere a Alfonso II de Cas­tilla (VII de León) indicando el «plugo» la aceptación real de la sentencia, por lo que cabe suponer que Fernández Rodríguez fuese un juez local nombrado por el rey. La era 1183 que cita esta ley se refiere a la Era Hispánica, cuyo comienzo lo determinó el fin de la conquista romana de la península Ibérica, (año 716 de la fundación de Roma), correspondiente al año 38 antes de Cristo. Esta denomi­nación del tiempo fue abolida en las Cortes de Segovia el año 1383, persistiendo en los documentos oficiales castellanos y leoneses hasta diciembre de 1384.
Húmera era entonces una aldea de la tierra o alfoz de Madrid, como Pozuelo, los Carabancheles, etc.
LXVII.- Acerca de los moros apresados con hurto.
Todo moro cogido con cosa hurtada, si fuere libre, ahorcarlo; mas si fuere cautivo, córtenle el pie. El moro que hiriera o mesara a un cristiano, de que aquél hirió primero, redima su mano con sesenta sueldos, si se que­rellase el cristiano a los fiadores. Quien mesara o hiriera a un moro libre, pague a su señor un maravedí. Cualquier moro que hiriere a otro moro, ambos cautivos, peche un maravedí a su mano. Los amos del moro bautiza­do, muerto sin hijos, hereden sus bienes; y el que pretendiese allanar este estatuto, invocando a Dios, no tenga parte alguna; amén. Todo moro, que años ha fue esclavo, y ahora libre, vuelva al servicio de su antiguo amo, si se acogiera al servicio 'de otro señor, sin pechar caloña. Respecto de otros moros, que salieron debido al oro o marcharon a otra región, captúreselos, tal cual fue la voluntad de sus amos. En cuanto al testimonio al moro libre sirva de prueba el de otro moro libre y un vecino cristiano; al cautivo sirvan de prueba dos cristianos y pague el amo; al moro que está al servicio de un señor por una cantidad convenida o durante un cierto número de años, sir­van de probanza un moro y un cristiano. Cualquier moro a quien manifesta­ran «hurtase esto», pruébenselo con dos testigos honrados y córtenle el pie; sin embargo, si no fuera posible, pruebe su inocencia con el testimonio de su señor; y si su señor no quisiere prestárselo, córtenle el pie. Al moro que se hubiese ajustado con sus manos, córtenle el pie sus propios señores, caso que huyera; mas si no se lo cortaren, pague diez maravedís a los fiadores.
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La comunidad mora de Madrid, en su mayoría mudéjar, procedía del Al-Andalus musulmán, que huyó por las persecuciones religiosas de ahnorá­vides y almohades, hacia los territorios cristianos castellanos y de Toledo. El Fuero distingue la pena al aplicar por hurto al moro «libre», mucho más dura, del «cautivo», al que se le aplicaba una pena muy inferior.
LXVIII.- Quien sacase armas.
El que sacara armas para perseguir con ellas a un vecino, pague cinco maravedises a los fiadores. Cualquiera que sacare cuchillo contra un vecino o hijo de vecino, o bien amenazase con ello, peche dos maravedises; pero, si no tuviera bienes para pagarlos, córtenle la mano. Sin embargo, si deman­dante no responde a la demanda.
LXIX.- El prado de Atocha.
El prado de Atocha esté adehesado desde la fuente del Manzano, tal y como se unen los arroyos de los valles, desde allí hacia abajo, hasta el asiento de los huertos, que delimitaron los sabedores del Concejo; y per­manezca siempre para la obra del adarve conforme a fuero. Y otro ganado que allí entrara pague una cuarta por cabeza; mas si el amo del ganado se negase al prendamiento, peche un maravedí a los fiadores. Y el que lo cogiera allí tome de ello la mitad. Todo esto mediante testigos, y, si no, preste su juramento y denle su ganado.
El prado de Atocha, donde hoy existe un tremendo nudo viario, era una pro­piedad comunal, cuyo pasto era aprovechado por todos los vecinos y moradores de Madrid y su tierra. Ningún otro ganado podía pastar en ese prado, multándose con una cuarta (un cuarto del maravedí de plata) por cabeza a los amos de las reses que lo hicieran.
Qué distante está ese Madrid de prados, fuentes, arroyos, valles y huertos que nos describe esta rúbrica, pero es necesario que los madrileños no olviden que así era el Madrid del Fuero que estamos comentando.
LXX.- El carrascal.
El carrasca¡ de Vallecas, tal y como lo adehesó el Concejo, los molinos, el canal y la renta entera de Ribas, que allí posee el Concejo, permanezca siempre para la obra de la muralla de Madrid con arreglo a fuero. Y además de esto, queden las medidas del grano y de la sal y de otro fruto, que el Concejo haya subastado, sea siempre para el mantenimiento de los muros conforme a fuero.
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En esta rúbrica vuelven a mencionarse diversas posesiones comunales, es de­cir, del Concejo. Cita el «carrascal de Vallecas» , lugar poblado de carrascas (encinas), cuya localización cabe suponer dentro del área actual del mismo nombre. Los «molinos» a los que se refiere el Fuero parece que eran tres, tam­bién comunales, pero que ya eran propiedad particular en 1427 según los licen­ciados Marcos y Guadalajara; eran el molino de Arganzuela, el de Mohed y el de María Aldínez, su propietaria por aquel año. De los tres hay pruebas do­cumentales posteriores que reconocen expresamente haber sido comunales.
La «renta de Ribas» probablemente procedía del arrendamiento a particula­res de tierras labrantías así como de la caza y pesca de barbos y bogas en el río Jarama.
Se destinan estas rentas, como en otros casos, a la muralla de Madrid, de la que apenas si nos quedan algunos fragmentos de recuerdo, sobre algunos de los cuales se ha construido hace pocos años una casa, como ya hemos indicado anteriormente. ¿Cabe mayor despropósito?

LXXI.- A propósito de los andadores.
Todo andador que marchara a una aldea para la toma de prendas sin mandato de los alcaldes, de los fiadores, de los adelantados o de su Concejo pague un maravedí.
El «andador» era un oficial de justicia a las órdenes de los alcaldes, de los fiadores, de los adelantados y del Concejo. También trata sobre los «andadores» la rúbrica LIX.

LXXII.- Mayordomo de fiadores.
Los mayordomos de los fiadores, que mandaran vender el pescado a más precio de cuanto está consignado en la presente carta foral, o bien si algu­no admitiere algo de ello cáigale en perjurio y peche un maravedí a sus compañeros.


Recordemos que el Fuero, en su rúbrica LV, fija los precios de los pescados que se vendían en el Concejo, todos de río como es lógico: bogas, barbos, pes­cado mediano y jarabugo.
En esta rúbrica se prohibe a los mayordomos autorizar precios de venta supe­riores a los estipulados en el Fuero, así como percibir comisión en especie, por lo que tendría que pechar un maravedí, destinado «a sus compañeros», es decir, a los demás mayordomos.

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LXXIII.- Quien recibiere ganado.
Cualquier hombre de Madrid, que recibiereganado sin orden de su sueño y hubiese testigos, péchelo doblado, y además un maravedí a los fiadores; ello si mediare querella.
La pena impuesta siempre que existiese querella, era pechar el doble del va­lor del ganado apropiado, además de la multa de un maravedí a los fiadores. Es evidente la protección que da el Fuero a la propiedad privada del ganado.
LXXIV.- Del que hubiere de retar.
Quien hubiere de retar en el Concejo mayor, hágalo en domingo; pero si desafiara en lugar distinto y le hubiera sido probado, pague un maravedí a los fiadores.
La expresión «Concejo mayor» aparece en el Fuero cuatro veces (rúbricas XIII, XLIV, XCV y en esta misma) y aunque hay autores que distinguen «Con­cejo abierto» de «Concejo mayor», cabe pensar que éste era la reunión que cele­braban conjuntamente el juez local, los alcaldes y el propio Concejo vecinal, cuyas reuniones se celebraban el primer domingo de cada mes, tras la misa mayor en la iglesia del Salvador y en la cual se administraba justicia (véanse los comentarios a la rúbrica XIII).
Recordemos que el Fuero madrileño solamente admite el reto ante el Concejo mayor, fijando lugar y día para que, en su caso, se celebrara el duelo. En cam­bio, otros fueros castellanos, como el de Haro, Sepúlveda, Miranda de Ebro, etc., no fijan el lugar ni el día de celebración; sin embargo el Fuero Real (lib. IV, t.21) dedica 25 leyes a la regulación del reto.
LXXV.-Del que hallase ganado.
Quien encontrase ganado o moros y no lo declarase el primer domingo en Concejo, pague un maravedí a los fiadores, habiendo testigos.
Llama la atención la igualdad de trato que se daba al ganado y a los moros, que lógicamente debía referirse a los cautivos y no a los libres. En esta ley se vuelve a citar de nuevo el Concejo del primer domingo, que era el «mayor», aunque esta vez no lo dice expresamente.
LXXVI.- Quien hubiere de prendar.
Todo hombre que marchare a la toma de prendas, entrégueselas el deu­dor por valor de una ochava, durante el primer día; pero si no le entregare prendas o le respondiera: «te impido la entrada en mi casa y no te entregaré prendas», queréllese al juez, entréguele al sayón, y, en su compañía, ejecute el prendamiento: unas para él, otras prendas para el vecino y pague por esto

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una ochava al sayón. Y a partir de ocho días entregue a su contendiente prendas por valor de un maravedí diario hasta que la haga justicia.
La «ochava» era la octava parte del maravedí y era el valor de prendas que
debía pagar el deudor si lo hacía el primer día de su reclamación; si no fuera así, el prendador se querellaba al juez y en compañía del «sayón» ejecutaba el pren­dimiento, repartiendo unas prendas para el prendador, otras para el vecino que,
quizás, hubiera sido el importe del-prendimiento de haberlo hecho el primer día.
El «sayón» era un oficial ejecutivo del Concejo, cuyas funciones -muy pa­
recidas a las del «alguacil»- consistían en tomar prendas, ejecutar las sentencias y decisiones de los alcaldes, cumplir órdenes y guardar los presos (Val­
deavellano, Historia de España tomo 1º).

LXXVII.- Herreros de azadas.
El herrero que ajustare azadas hágalo a un maravedí por doce; y si co­brase más, peche un maravedí, a los fiadores. El herrero que forjase herra­duras, caballares y mulares, a maravedí por treinta y un pares; las asnales, a maravedí los sesenta pares. Todo herrero, que no trabajara a esta tasa o precio, peche un maravedí diario cuantos días así no trabajare.
En esta rúbrica se fijan los precios de los trabajos efectuados por el herrero, bp.jl) multa de un maravedí diario si no los respetaba. No hay que olvidar que en aquellas villas castellanas en las que sólo había un herrero, este oficio se adjudi­caba públicamente, no pudiendo ejercerlo otro pero debiendo respetar los precios estipulados para sus trabajos.

LXXVIII.- Quien no fuere vecino.
El hombre que no fuera vecino de Madrid, pague su portazgo; y si manifestase que lo es y reside en Madrid las dos terceras partes del año, líbrase con el testimonio de dos vecinos y no lo pague.
El «portazgo» era un tributo indirecto para la hacienda real que gravaba el tránsito de mercancías y su venta en el mercado; se denominaba así por ser las puertas de las villas y ciudades los lugares donde se recaudaba.
La exención que los madrileños tenían de este tributo pone de manifiesto la gran autonomía del Concejo, que por el simple hecho de vivir las dos terceras partes del año en Madrid, ya no tributaban a la hacienda real, aunque también podía ser una coacción a los vecinos para imponerles residencia fija, tal y como ocurre con las casas desocupadas (ver rúbrica LXXXVIII).

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LXXIX.- De las balanzas.
-as balanzas de la Villa pesen objetos de oro y al que hallaran falto le diez maravedises a los fiadores.
Esta rúbrica se refiere a las balanzas públicas, debidamente contrastadas, para pesar objetos de oro, Obsérvese la multa tan cuantiosa impuesta por falta de peso en oro.
LXXX.- Del que azotase al hijo de un criado.
El que azotara al hijo de un criado o mujer u hombre, que viviera en su casa a su manutención o costa, peche otro tanto cuanto por un morador se pecha.
LXXXI.- De los moradores.
El que mesare o hiriere a un morador con un puñetazo o a coces pague un maravedí; y quien lo hiriera con lanza o espada, con cuchillo o porra, o bien con piedra o hierro o palo, pague tres maravedises a los fiadores. Todo ello en caso de muerte; a propósito de las heridas pague por morador que tuviera casa alquilada.
Eran «moradores» los que residían en Madrid sin carta de vecindad y había enormes diferencias, desde el punto de vista penal, entre estos y los vecinos. Esta distinción era muy frecuente en la Edad Media y es patente en casi todos los fueros.
En cuanto al término «coces» veánse los comentarios de la rúbrica IV. Obsérvese la pena tan suave que el Fuero establecía por matar a un morador a palos, por ejemplo; incluso en el caso de producir solamente heridas habría de pagar un maravedí pero siempre que el morador tuviese casa alquilada.
LXXXII.- Sobre las tripas.
Quien lavara tripas desde la alcantarilla de San Pedro hacia araba pague una ochava de maravedí a los fiadores. Y quien encontrase un halcón y no lo trajere o dejara de declararlo en el Concejo el domingo primero, pague un maravedí a los fiadores.
El vocablo «alcantarilla», diminutivo de «alcántara», tiene aquí el significado de «puente» (Gil¡ Gaya, Tesoro lexicográfico) y no el que actualmente se le da de pequeño colector de aguas sucias y que en los documentos madrileños del siglo XVI se le denomina «bóveda» o «mina». Esta puentecilla salvaba el ba­rranco de San Pedro, hoy calle de Segovia, entre las manzanas 136 y 139, unien­do el barrio de Santa María con los Caños Viejos, de la antigua colación de San
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Andrés. Por este barranco discurría uno de los innumerables arroyos que había en Madrid, del mismo nombre que las Fuentes de San Pedro, donde nacía, cerca de Puerta Cerrada. Esta puentecilla desapareció entre 1567 y 1575 para abrir nuevas calles.
En esta rúbrica se hace mención de la «ochava maravedí», de donde se de­duce que las referencias que se hacen en otras partes del Fuero a la «ochava» deben entenderse como la octava parte del maravedí.
La obligada declaración «en el Concejo el domingo primero» (se refiere al Concejo abierto o vecinal) de haber encontrado un halcón estaba justificada por la elevada cotización de estas aves de rapiña que eran utilizadas en la caza de cetrería.

LXXXIII.- Testigos.
Cualquier hombre que hubiera de presentar testigos en el corral de los alcaldes y su contendiente creyera que no son veraces, preste juramento de que lo son la persona que los presenta y después pruébenlo; mas si se nega­re a jurar, pierda por ello.

LXXXIV.- Sobre el estiércol.
Todo hombre que arrojase estiércol dentro de la villa, por las calles o en otro lugar, a la puerta de Guadalajara o en otras puertas donde colocaron los hitos, pague una ochava a los fiadores siempre que medien testigos y si no preste juramento; a causa de ello los andadores tomen prendas y el que se resistiere al prendamiento pague una cuarta.
Esta rúbrica constituye una norma de policía similar a la establecida en la LXXXII, prohibiendo lavar tripas más arriba de la alcantarilla (de San Pedro). Este tipo de normas era frecuente en los fueros castellanos; el de Cuenca, por ejemplo, señala los muladares con estacas.
El estiércol debía ser vertido en los lugares señalados al efecto.

LXXXV.- Quien ofreciere ganado a un alguacil.
El hombre de Madrid, que entregare al alguacil o a otro hombre con destino a él, una oveja o cordera, peche cinco maravedises, la mitad a los adelantados y la otra mitad a los fiadores; y recójanlo por el juramento prestado.
No olvidemos que el «alguacil» era un oficial del Concejo, que, entre otras funciones, toma de prendas, por lo que el Fuero castiga las dádivas destina­das a ellos.

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LXXXVL- Prendas de alguacil.
Al hombre a quien el alguacil tuviere embargado y no acudiere a pagar, conforme a derecho, sobre el motivo del prendamiento; y en el intermedio ce­sara el alguacil en el Concejo, reclame sus prendas dentro de nueve días; mas si dentro de tal plazo no las reclamare, no lo replique después el alguacil.
Hay que tener en cuenta que el cargo de alguacil tenía una duración de un ), como el de los alcaldes, por lo que es lógico que el Fuero recogiese esta circunstancia, que no sería infrecuente.
XXXVII.- Negativa de prendas.
Quien se opusiere a entregar prendas al andador, que fuese a tomarlas por orden de los adelantados o de los fiadores, pague una cuarta con intervención de testigos.
Tal y como el Fuero estipula en la rúbrica XXII también los «adelantados» intervienen en la toma de prendas, junto a los alcaldes y fiadores.
LXXXVIII.- Del que tuviera casa en la Villa.
Todo hombre que tuviera casa en la Villa y no morase en ella durante las dos terceras panes del año, pague doble peche, una con los aldeanos y otra con los de la Villa.
He aquí otra ley coactiva orientada a fijar la residencia a los vecinos, hasta el punto de pagar el doble de impuestos si no la ocupaba durante las dos terceras partes del año, que era condición indispensable para ser vecino de la villa, tal y como establece la rúbrica LXXVIII.
LXXXIX.- Exacción de caloñas.
De la caloña, que, debido a litigio o carta, exigiesen los fiadores, no per­donen nada de ella; mas si les suplicaren antes, remitan algo sin caer ellos en perjurio.
La súplica para la reducción del importe de la caloña tenía que ser ne­cesariamente anterior a la exacción propiamente dicha, exigida por los fiadores.
XC.- Quien cortare viña
Todo hombre que cortare viña o huerta ajena en Madrid o enn su tér­mino, ajusticiarle a la manera del ladrón. Igualmente, quien quemara casa o matase, debido a malquerencia, buey, vaca, caballo, yegua, mulo, mula o asno, y le hubiese sido probado con dos testigos destacados, ajustíciesele

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como a un ladrón; pero si no hubiese testigos, demuestre su inocencia con seis vecinos y él siete.
El Fuero se ocupa aquí de la protección de las propiedades particulares: la casa, las viñas y huertas, los bueyes, vacas, caballos, yeguas, mulos, mulas y asnos. La protección de las propiedades comunales se hace en otras rúbricas separadamente de las particulares.
XCI.- Quien arrancase de cuajo una vid.

El criado que arrancase de cuajo ajena o cogiese fruto en un huerto o vi­ña, pague cinco maravedises, una vez probado con dos testigos; sin embar­go, si no se le probara jure con otro hombre; y si no pudiere contar con el hombre que demuestre su inocencia junto a él, pague un maravedí a los fiadores, si mediare querella.
En este caso el «otro hombre» al que se refiere el Fuero, no es un testigo, sino un cojurador que puede reforzar la inocencia sostenida por el acusado.

XCII.- Del que tuviere medidas.
El hombre que tuviere medidas, téngalas justas y nada peche. Mas si las tuviere menguadas, pague dos maravedises a los fiadores y al alguacil su caloña. Todo fiador o almotacén u hombre alguno, que algunas de estas medidas desease contrastar allí donde las tomare, mídalas en aquel mismo lugar; pero si la llevare antes del contraste pague dos maravedises a los fiadores, y si el dueño no la quisiera entregar para medirla o pesarla, peche como si estuviera menguada. Y todo ello por medio de testigos.
El «almotacén» era el encargado por el Concejo de contrastar pesos y medi­das, para lo que solían existir otras, propiedad del Concejo, que se adoptaban como patrones. Es bien conocida la «romana de la Villa» que aún existe en muchos pueblos castellanos y que se utiliza para pesar cuando el comprador o el vendedor así lo requiere. En las villas castellanas el almotacén era nombrado cada año y era el responsable de la guarda de los pesos y medidas tomados como patrones para los contrastes.

XCIII.- Del tañedor de la cedra o cítara.
El juglar tañedor de la cedra, que viniese a Madrid a caballo y cantara en el Concejo, y éste se aviniera a entregarle una dádiva, no le den más de tres maravedises y medio; y si los fiadores insistieran en más, cáigales en perjurio. Y si hombre alguno del Concejo declarase: «démosle mas», pague dos maravedises a los fiadores.


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De esta ley se desprende la gran afición del pueblo madrileño al espectáculo juglaresco, de ahí que el Concejo limitase las dádivas que se entregaban a los juglares. Menéndez Pidal escribe así de los juglares: «...la figura del juglar caste­llano que recorre a caballo las ciudades, y al son de las cuerdas de su cedra, canta en medio del concejo de los vecinos, recreando a sus oyentes hasta el entusiasmo;...».
Los juglares cantaban y bailaban ante el pueblo, haciendo a veces juegos y truhanerías y recitando poesías de los trovadores. El arte u oficio de los juglares de la Edad Media se conoce como «mester de juglaría» y, por oposición al de juglaría, se conoce como «mester de clerecía» el género de literatura cultivado por los clérigos de la Edad Media, entre los que queremos recordar la poesía de Gonzalo de Berceo, primer poeta castellano.
La «cedra o cítara» es un instrumento de cuerda parecido a la lira, con caja de resonancia construída de madera; tenía entre 20 y 30 cuerdas que se tocaban con púa.
XLIV.- Del que trajere armas.
El hombre que trajere armas por mandamiento de alcaldes y fiadores e hiriere con ellas a un vecino o hijo de vecino, peche doce maravedises y salga desterrado como enemigo particular; pero si amenazare sólo con ellas, pague seis maravedises. Igualmente, si las entregara a otro hombre, que hiera o amagare con ellas, peche de igual modo; mas si las entregare y no hiriese pague seis maravedises a los fiadores. Empero, si entregara las ar­mas o bien causare heridas con ellas, muriendo el herido, salga desterrado como enemigo público y pague todos los cotos consignados más arriba en la carta presente, siempre que hubiera testigos; y si no demuestre su inocen­cia con doce vecinos a propósito de la muerte; y a causa de las armas líbre­se con dos vecinos.
Es de destacar la especial dedicación que el Fuero da a este asunto, así como el número de testigos tan elevado (doce) para poder testificar su inocencia. Recordemos que en la rúbrica XIII, que trata de la inviolabilidad de la casa, también se exige la concurrencia de «doce vecinos honrados» para demostrar la inocencia del acusado. Estos delitos son considerados como altamente punibles en el Fuero, pudiendo considerarse una relación directa entre los propios delitos y el número de testigos necesarios para eximir de responsabilidad al acusado.
XCV.- Facultades del juez local.
El juez local no pronuncie sentencia menos con motivo de hombres de su casa o de hombres de la Corte real o de moros o judíos, que pertenecen al Rey o en el Concejo mayor, sino que permanezca en el tribunal judicial y
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los voceros transmitan las decisiones y administren justicia los alcaldes, y de quien hubiere de tomar caloña, tómela.
En Castilla, el «juez local» supremo magistrado y representante del rey en el
'municipio, era elegido por asamblea vecinal por un año;
algunos fueros castella­
nos como el de Medinaceli y el de Sepúlveda le denominan «juez añal», precisa­
ente por la duración de su mandato. Este es un aspecto diferencial muy impor­
tante de las villas castellanas libres, administrándose la justicia, además de ha­
cerse sus propias leyes, incluso eligiendo al juez democráticamente. ¿Qué ha sucedido desde entonces en Castilla para que se haya perdido este sentido tan
profundamente democrático y autónomo en la administración de la justicia? ¿Por qué no exigimos los castellanos nuestra autonomía en este sentido así como la
restitución de nuestros derechos forales?
He aquí un tema muy importante para
el pueblo castellano en el que deben ahondar los eruditos en esta materia. Es
imprescindible que los castellanos dediquemos más tiempo y esfuerzo al conoci
miento y divulgación de nuestros derechos, arrancados por la fuerza a lo largo
de los siglos. Y que conste que en la actualidad no han sido recuperados, segu­
ramente porque no hemos sabido exigirlos.
La expresión «hombres de la Corte real» se refiere a la agrupación material
de personas o al organismo colectivo que desempeñaban cargos en la corte al lado del monarca (R. Menéndez Pidal, Poesía juglaresca y juglares) y no a la
existencia en Madrid de palacio material de la corte que, por otro lado, gozaba de jurisdicción exenta, diferente de la del Concejo. Un ejemplo de estos «hom­b.,.'-s de la Corte real» podía ser el «merino», oficial del rey que llegaba a la villa penúdicamente para recoger los cotos y caloñas pertenecientes al rey.
Los «moros o judíos, que pertenecen al Rey» eran los de condición libre y
estaban bajo la protección directa del rey, puesto que a él pagaban sus impuestos. Los moros lo hacían por cabeza, y los judíos colectivamente, por judería.

XCVI.- Del aldeano que no acudiese a una citación.
Cualquier aldeano que no acudiera a citación o aviso de alguacil al cabo del tercer dia, que le hubiera sido comunicado, peche medio maravedí al juez.
En esta rúbrica se establecen tres dias de plazo para acudir a las citaciones del alguacil. Es, sin duda alguna, una consideración hacia la «tierra» de Madrid, pues es evidente que los residentes en la villa no precisaban de este plazo.
El «juez» al que se refiere esta ley es al «local» que antes hemos descrito.

XCVII.- Quien se negase a la entrega de prendas.
Quien se opusiera a la entrega de prendas a los mayordomos para los trabajos de construcción de la muralla, pague dos maravedises, uno a los

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fiadores y otro a los mayordomos, si existiesen testigos; sin embargo, si no los hubiere preste su juramento.
La figura del «mayordomo» es citada en el Fuero con tres significados di­ferentes: los «mayordomos de los fiadores» en la rúbrica LVI, el «mayordomo concejil» en la rúbrica CXII, y los «mayordomos» de la presente, ocupados de la recogida de prendas para la construcción de la muralla, a la que el Fuero de Madrid concede gran importancia.
VIII.- Sobre conejos.
Véndase dos conejos al precio de una libra de carne y carnero; y el que vendiera a más pague dos maravedises a los fiadores. El hombre que ndiere conejos, carnes y pellejos, pague dos maravedises, si fuera vecino Madrid; igualmente, si un vecino de Madrid los comprase con carnes y llejo, peche dos maravedises y pierda los conejos. También, si un foraste­comprase conejos con carne y pellejo, cójaselos sin caloña alguna la rsona que los hallare. El que comprara conejos, liebres o perdices para la
debían venderse al precio de una libra de carne de carnero. Obsérvese que de esta última no se estipula el precio en el Fuero, mientras que sí lo están las de cabra, oveja y ciervo (ver rúbrica LVI).
XCIX.- De corambre.
Todo hombre que vendiere alguna corambre a un forastero de la Villa, pague diez maravedises, y si el mismo lo llevare fuera de la Villa, peche diez maravedises y pierda la corambre.
Indiquemos que «corambre» son cueros o pellejos, curtidos o sin curtir, par­ticularmente de vaca, buey o macho cabrío.
Sin duda la pena tan alta impuesta era una medida protectora, como hemos visto en otras ocasiones, del mercado interior del Concejo. Por otra parte, si se impedía la salida de corambre foralmente, sería porque se curtirían en Madrid, lo que supondría admitir la existencia, por otro lado probable, de curtidores, oficio que no es citado en el Fuero.
C.- Del peso de la harina.
El judío o cristiano que pesara harina, hágalo en el lugar donde está el peso público; y si allí no le pesare o saliere del lugar, pague diez ma­ravedises a los fiadores. Y sean únicas la arroba, la media, la cuarta y la
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tercia sin que las pesas tengan añadidura alguna; también quien tuviere la pesa cubierta o en talega, peche diez maravedises por ella.
En este menester y en el de carnicero (ver rúbrica LVI) son los únicos en los
se menciona expresamente a los judíos.
Las unidades de peso de las que habla el Fuero son: la arroba, la media, la
la tercia y la libra, citadas en esta rúbrica, en la LV y otras.
Recordemos que la «arroba» equivalía en Castilla a 25 libras, exactamente
:502 gramos; la «media», «la cuarta» y la «tercia», eran la mitad, la cuarta y
rcera parte de la arroba, respectivamente.

CI.- De los perros.
Los que posean viñas en las aldeas y manifestaran al dueño del perro: «echa garabatos a tu perro, porque daña las viñas», y no quisiera ponérselo y después lo cogieren dentro de la viña, pague cinco sueldos, si hubiera sido probado con dos testigos; la mitad para quien cogiera al perro en la viña, y la otra mitad a los fiadores. Y a causa de esto no se practique la mencuadra.
L El «garabato» era un bozal que se ponía a los perros para que no mordiesen; ta palabra está actualmente en desuso.

El maravedí de plata, utilizado entonces en Castilla, equivalía a cuatro suel­s antiguos castellanos, si bien Alfonso I acuñó monedas de vellón (liga de
ta y cobre) que equivalían a seis «sueldos» de un sexto de onza, y cada uno estos equivalía a seis «dineros» (ver comentario a la rúbrica XXXV).

CII.- Del hortelano.

El hortelano que entresaca el fruto plantado o sembrado, antes de partir
con el amo del huerto, pague dos maravedises, si le hubiera sido probado; mas si no, jure con un solo vecino, que no sea hortelano y marche en paz;
y si se lo probasen, pague dos maravedises, uno a los fiadores y el otro al
amo del huerto.
En esta rúbrica aparece el antiguo contrato de «aparcería», por el que se es­blecía un compromiso entre el propietario y el cultivador de la tierra, que van la parte en el producto obtenido; tenía carácter temporal.

CIII.- Del duelo o lid.

El que manifestase a otro: «yo te lo mantendré en duelo o te lo demos­
traré en desafío o lo haré mi cuerpo al tuyo», pague diez maravedises.

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El Fuero cita textualmente las fórmulas de reto empleadas, escritas en romance llano levemente latinizado: «lidiar te lo e o aberare te lo ad meo corpo al tuo».
CIV.- Del pleito.
Celébrese el pleito en la colación del alcalde que juzgase el litigio; y si allí ocurriera, dispóngalo sin dilación; sin embargo, si en ella no se cele­brase, ambos alcaldes nombren un fiel que lo elija.
Recordemos que las «colaciones» eran demarcaciones eclesiásticas (parro­quias) que se aplicaban también a la vida civil. En el Concejo de Madrid del siglo XIII existían 10 colaciones, que se detallan en la rúbrica CIX del fuero. (Ver los comentarios a la rúbrica XXXVIII).
Obsérvese que el «alcalde» actuaba como juez individual en su colación y actuaba como tal en los litigios celebrados en la misma. De no ser así, los dos alcaldes afectados nombraban un «fiel» que elegía al alcalde que juzgaría el liti­gio. El «fiel» tenía a su cargo el litigio mientras se decidía el pleito.
CV.- De las cegateras.
Todo regatón o regatona, que comprase huevos o pollos o gallinas para revender, pague dos maravedises; y todo cegatero o cegatera, que comprara fruta de hombres de Madrid o de su término para venderla, peche dos mara­vedises, si se le hubiera probado. Y si no, demuestre su inculpabilidad con el testimonio de dos vecinos.
Como puede verse, el Fuero no permitía la reventa al por menor mediante «regatones», adquiriendo previamente al por mayor los productos; es decir, el Fuero no permitía la existencia de intermediarios en productos comestibles como los huevos, pollos, gallinas y frutas.
El «regatón» o «cegatero» era la persona que vendía al por menor lo que previamente compraba al por mayor. El Fuero utiliza la primera denominación al relacionarlo con las gallinas y sus subproductos, y la segunda cuando se trata de la reventa de frutas.
CVI.- Vestidos de los fiadores.
Los cuatro jurados del rey, los alcaldes y los fiadores se avinieron a esto en provecho de la Villa y Concejo entero; que ninguno de los alcaldes ni fiadores saquen vestido sobre la caloña del tribunal de alcaldes, y si no cáigales en perjurio.
Los mismos oficiales concejiles que percibían caloñas se imponen esta medida, por la que se pretende impedir la transformación de los fondos pro­
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cedentes de caloña en prendas de vestir, al ser considerado como un acto poco decoroso.

CVII.- De las heridas ocasionadas como arma de hierro.
Cualquier hombre que hiriere a un vecino o hijo de vecino con lanza o espada, con cuchillo o porra, o con palo o piedra y le ocasionara lesiones, pruébese con dos testigos, peche doce maravedises a los fiadores y salga desterrado como enemigo particular durante un año; empero, si lo hallaren, no lo maten ni lo hieran, sino azótenlo y acójanlo, y si no lo azotaran, al fin del año ruegue al Concejo en favor suyo y recíbanlo. Y si no se lo proba­ren, líbrese con dos vecinos.
Como vemos más adelante, en la «carta del otorgamiento» desaparecen las penas de destierro como enemigo particular, a la que hace referencia esta rúbrica del «Fuero viejo».

CVIII.- A propósito del cuchillo.
Cualquier hombre que trajera cuchilo puntiagudo o lanza o espada o porra o cuchillo puntiagudo o lanza armas de hierro o bohordo con punta afilada al coso o al arrabal o a la Villa o al mercado o al Concejo, pague cuatro maravedises a los fiado­res; si le fuera probado con dos fiadores o un solo fiador acompañado de un vecino: el fiador diga la verdad por el juramento prestado y el vecino ju­re sobre la cruz. Y lo que deben probar es: que recorría la Villa o se hallaba en términos libres de todo peligro; y pague cuatro maravedises a los fiadores.
También, si los fiadores dijeran a alguien: «sométete a registro», aunque no sean más de dos fiadores o un solo fiador con un vecino, pague cuatro maravedises, si se opusiera al cacheo. Sin embargo, en el caso en que los fiadores no pudieran probarlo, jure con un solo vecino, que iba o venía de fuera de los mencionados términos; y pague los cuatro maravedises, si no pudiera librarse de la inculpación. Igualmente, si durante el día o de noche llevara por estos lugares las armas dichas, peche también. Cualquier carni­cero, que fuera de la mesa o de la espuerta trajera cuchillo o hacha, pague cuatro maravedises a los fiadores. Todo vecino de Madrid no responda judi­cialmente por un forastero o persona acogida al seguro de la villa, sino por sus lesiones.
Son seis armas las que cita en el Fuero en esta rúbrica, todas ellas bien conocidas, pero queremos recordar al lector que el «bohordo» era una lanza corta para arrojar que se usaba en los juegos y fiestas de caballdría, que se lan­zaba para derribar tablados.

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Los lugares a los que hace referencia son el «coso», el «arrabal», la «Villa», el «mercado» y el «Concejo». En el original del Fuero aparece la palabra «almuzara», que hemos traducido por «coso» aunque otros autores lo traducen como «campo labrado». La «almuzara» era un «coso o arenal de la villa donde se celebraban juegos y donde los jinetes se ejercitaban en las carreras» (R. La­pesa, El lenguaje del Fuero de Madrid). Esta aceptación parece la más acertada, También en el Fuero de Alcalá de Henares se cita esta palabra «almuzara» como lugar donde corren los caballeros. Es probable que este coso de Madrid estuviera situado en el lugar que ahora ocupa la actual plaza de la Armería del Palacio de Oriente, según A. Gómez Iglesias, aunque también pudo estar situado «debajo de la puerta de la Vega y a la izquierda del Puente de Segovia», donde el plano de Texeira señala un campo de torneos, que eran presenciados por el pueblo desde la muralla. Esta última situación está respaldada por la enumeración que hace esta rúbrica de fuera hacia adentro, al citar, en este orden, la «almuzara», el «arrabal», la «Villa», el «mercado» y el «Concejo».
Los arrabales más antiguos fueron: el denominado «de la Morería», por los cristianos, después de la conquista de Madrid por las tropas castellanas en el 1083, que se formó «al otro lado del barranco de la calle de Segovia» (A. Gó­mez Iglesias) y el «de San Ginés», situado donde ahora se encuentra la plaza de San Martín, entre la calle de Arenal y la plaza del Callao.
El lugar de la «Villa» al que se refiere, era obviamente todo el territorio in­tramuros.
El «mercado» lugar en el que se celebraba el mercado semanal durante la Edad Media, posiblemente sería la plaza de San Salvador, situada en la actual plaza de la Villa. En la toponimia actual madrileña aún se conserva la calle del Rollo que une las calles de Segovia y la plaza de la Villa (que símbolo tan cas­tallano de hermandad entre la ciudad segoviana y la villa madrileña). Recorde­mos que el «rollo» simbolizaba la jurisdicción y autonomía administrativa en la época medieval en las ciudades y villas castellanas.
El «Concejo» cabe suponer que se refiere al lugar donde se celebraba el concejo abierto o vecinal, siendo el más frecuente «la denominada plaza de San Salvador, ante la iglesia de su nombre» (A. Gómez Iglesias). El Concejo re­ducido, integrado por los oficiales concejiles encargados de la gestión ordinaria, se reunía en la iglesia parroquial de San Salvador, en su claustro, en su cámara, o bien en el cementerio qué estaba situado a espaldas de la misma. Esta iglesia, como ya hemos explicado antes, estaba situada en la actual calle Mayor, a la altura de la plaza de la Villa.
Con esta rúbrica finaliza el Fuero Viejo de Madrid, cuyo texto hemos comen­tado, salvo el cuadernillo original extraviado como ya se indicó con anterioridad. A continuación se ofrece la traducción de la «Carta del Otorgamiento», en su totalidad. Comienza con la invocación denominada Crismón, monograma de

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Cristo, para implorar su protección, consistente en un monograma formado por las letras X y P, enlazadas entre sí, iniciales del nombre griego cristos (Christus, en latín). A continuación, figura el monograma constantiniano constituido por las dos letras griegas apocalípticas «Alfa» y «Omega».

CIX.- CHRISMON.- Alfa y Omega.- En el nombre de Dios y de su Gra­cia. La presente es la carta del otorgamiento que redactaron el Concejo de Madrid con su señor, el rey Alfonso:
- El que forzare a una mujer muera por tanto.
- Quien matare a un hombre tras haberle saludado muera por ello.
- El que matara a un hombre, a pesar de la fianza de salvo, muera a causa de ello.
- El que matara a un hombre con propósito deliberado o cuando estuviera o caminara sin riesgo o temor muera por tal causa.
- Quien rompiera casa ajena, echen a tierra las suyas, y si el autor del que­brantamiento no poseyera casa, pague el doble al agraviado de lo que va­lían las suyas. Mas, si no poseyese de donde pagar la indemnización, préndanlo y reclúyanlo en casa del alguacil hasta que la complete; y si al término de tres plazos de nueve días no pagara la multa, no coma ni beba hasta el momento en que muera.
- El que hubiera sido reconocido como ladrón o capturado con el objeto ro­bado muera por tal motivo.
- Quien se apodere de algo por la fuerza, restituya el doble de lo forzado y peche sesenta sueldos, que se destinarán a la obra de las murallas.
- El que matase a un hombre, y no tuviere de donde pechar el coto y el ho­micidio, muera por tanto.
- Todas las caloñas del Concejo inviértanse en la obra de la muralla hasta que se termine.
- Quien jurase una falsedad o atestiguase en falso al demandante entera­mente el doble, por lo que juró o atestiguó con falsía.
-Los que organizasen reunión tumultuaria y no la abandonaran o la alar­garan durante más tiempo, pechen cien áureos, que se entregarán para las obras de la muralla.
-El que adrede dejara de desafiar al que mató a su pariente y desafiara a otro mediante una recompensa, o a petición, o por mala voluntad hacia él, quédese sin enemigo familiar; y además peche el homicidio que pagaría el enemigo aquel, si hubiese sido desafiado en justicia.
- Quien llevare cuchillo dentro de la Villa en las aldeas, pague cuatro ma­ravedises para la obra de la muralla, excepto silos pesquisadores lo es­timasen tal cual por derecho.
- Si alguien exigiera un fiador a cualquier hombre de Madrid y no lo prestare,

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salga desterrado como malhechor declarado; empero, si presentase fiador, sea éste tal que posea bienes por valor de cien maravedises. Y si tal fia­dor deseara salir de la fianza, métanlo preso en la casa del alguacil hasta que preste otro fiador. Igualmente, todos los que hubiesen sido ahorcados o muertos a causa del daño que hubiesen cometido, pechen el coto entero y la totalidad de la caloña foral, que tradicionalmente tienen allí el señor, y los de la Villa, téngalo.
- Quien entregare una cantidad a cambio de la alcaldía, derriben sus casas, peche veinte maravedises y nunca más tenga cargo en la administración de justicia.
- Si por azar ocurriera alguna riña en Madrid y alguno de los pesquisa­dores, o sea de los cinco que han sido designados para hacer justicia, sa­liera armado hacia tal pelea, peche veinte maravedises y salga del cargo por infiel y desleal.
- Y quien se apartare de lo que ha sido consignado en este documento, yo el rey Alfonso otorgaré mi carta real, a fin de que le busquen a través de mi reino entero hasta que se le ahorque.
- De acuerdo con los motivos arriba indicados los pesquisadores realicen su pesquisa, y cuando averiguaren acerca de alguien que cometió el cargo que se le imputa hagan justicia sobre él, conforme a lo contenido en esta carta.
- Si los pesquisadores, en cambio, declararan que no comprobaron su pes­quisa, a propósito de su participación en el hecho que se le inculpaba, aléjense de él.
- Del mismo modo, si los pesquisadores manifestasen que en tal lugar se cometió contra alguien lo imputado, y que no comprueban la indagación acerca de sí ni no, decídase por el fuero local; y el que conforme al fuero hubiere sido culpado, no le castiguen, sino cuanto el fuero local ordenare.
- Y lo que ha sido consignado en la presente carta continúe así mientras pareciera bien al Rey y al Concejo; empero, cuando no agradare al Rey ni al Concejo, vivan conforme a su propio fuero local.
- Los pesquisadores, que deben indagar todo lo señalado en esta carta, son Juan Pérez García Preídez, García Núñez, Martín de Logroño, Miguel Fa­zen. Y ordeno, además, que estos cuatro se hallen en la ejecución de las pesquisas, aquí consignadas, acompañados de los otros cinco: Juan Mar­tín, Lope Peídrez, Moriel Juan, Juan el Mozo. Igualmente son éstos los que tienen que administrar la justicia consignada en esta carta.
- De la colación de Santa María: Juan Domínguez, hijo de Domingo Gas­tajo; Rodrigo el Grande; Ferrando, carnicero; don Julián de Picos, don Bastardo.
- De San Andrés: Juan Gonzálvez, Domingo Vicent, Domingo Juan, hijo de Juan Román; Martín Pérez, Muño Juan, García Garcíez.

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- De San Pedro: Domingo García, hijo; Pedro Rubio, Domingo Domínguez, don Diego, hijo de García Padierno; don Marciel, Domingo Juan de Alboheta.
- De San Justo: Don Rodrigo, Juan Esteban, García el Grande, Domingo Esteban.
- De San Salvador: Pedro Miguel, hijo de Oreja; Bartolomé Román, Juan Garcíez, don Sancho.
- De San Miguel: Gil García, Domingo Blanco, Diego Muñoz, Gómez Do­mingo, Esteban Domingo.
- De Santiago: Pascual Martín, Esteban García, Juan Sancho, García Pas­cual, don Blanco el Sartenero, Gómez Juan, Pedro Juan, hijo de Juan Díaz; Pascual Gonzalvo.
- De San Juan: García Esteban, Juan Blanco, don Lázaro, Muño Juan, Do­mingo Cebrian.
- De San Nicolás: Domingo Esteban, Garci Facen, Gonzalvo Díaz, don Ro­mero.
- De San Miguel de la Sagra: don García, Domingo Peidrez el Largo, don Florent, Juan Cebrián.
- Y si algo detuviera a los jurados de hacer justicia, contra ellos me volveré especialmente. Y si quedare por los que deben administrarla, contra ellos me volveré, por tanto. Mas si quedare por el Concejo, contra él me volve­ré a causa de ello.
- A esto se avino el Concejo de Madrid, para honra de nuestro señor el rey Alfonso y provecho del Concejo: que los fiadores que lo fueren nombren a los otros; y si alguno de los designados no deseara estar en el cargo, peche cada día diez maravedises, la mitad para la obra del adarve y la otra mitad para sus compañeros. Y ello sea siempre así con arreglo al fuero local.
El texto de la «Carta del Otorgamiento» comienza, como hemos visto, con una invocación al nombre de Dios, citando expresamente el Concejo de Madrid y al rey Alfonso (se refiere al III de Castilla o VIII de la nomenclatura general al uso) como sus redactores.
La violación, que no se contempla en el texto conservado del Fuero Viejo, se castiga aquí con la pena de muerte. También se aplicaba la misma pena para quien matase a un hombre «tras haberle saludado» («postquam eum salutatum habuerit» en el texto original); este saludo se refiere a la ceremonia utilizada en las reconciliaciones, en las que se daba el beso de la paz o bien se estrechaba la mano simplemente.
En la primera rúbrica de esta carta se penaliza con la muerte a quien matase a un hombre «a pesar de la fianza de salvo», es decir, a pesar de haber recibido

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la promesa, ante la autoridad judicial, de no atentar contra él. Pues bien, en la rúbrica XI del Fuero Viejo este delito se castiga con la pena pecuniaria de 150 maravedíes, declarándole traidor y alevoso y destruyendo el Concejo sus casas si las tuviese, siendo además desterrado de Madrid y su término. Téngase en cuen­ta que los que eran declarados traidores y alevosos perdían el derecho a la paz general, por lo que podían ser heridos o incluso muertos sin la intervención de la justicia; sin embargo, en la «Carta del Otorgamiento» no se reconoce la posibili­dad de castigo por parte de los particulares, por el contrario, lo debe hacer ex­clusivamente el poder público.
El robo «in fraganti» se castiga en la Carta con la pena de muerte, mientras que en el Fuero Viejo no se penaliza más que en el caso de cortar una viña (rúbrica XC), arrancar una vid (rúbrica XCI) o cuando el ladrón fuese moro (rúbrica LXVII).
También aquí se destinan las caloñas a la construcción de la muralla y en este caso, íntegramente, hasta su terminación.
El delito de juramento en falso se castigaba con una pena pecuniaria, mien­tras que el Fuero Viejo (rúbrica XLIII) inhabilita al perjuro como testigo en el futuro, rapándole si es hombre y apaleándola si es mujer.
La organización y el otorgamiento de reuniones tumultuarias se penaliza con 100 »áureos« (probablemente maravedíes de oro), mientras que en el Fuero Viejo, en circunstancias similares, se castiga con 20 maravedíes, y no de oro, si­no de plata (rúbrica XVIII).
Hay delitos, sin embargo, que se penalizan igualmente en el Fuero Viejo y en la Carta, como por ejemplo,'el llevar cuchillo, tanto en la Villa como en las aldeas, que en ambos casos se castiga con el pago de 4 maravedíes (rúbrica CVIII).
En esta rúbrica de la Carta del Otorgamiento se cita por única vez en el Fuero la figura del señor (senior, dominos o tenente), oficial del rey con funcio­nes muy diversas, dependientes del grado de autonomía del Concejo. Este cargo tenía en Madrid como única misión la del mando jurisdiccional militar, pues era una villa libre, vinculada directamente a la Corona y con predominio neto y claro del Concejo. Se sabe por los documentos del siglo XIV que los alcaides madrileños de esa época se ocupaban de la custodia del Alcázar y de la puerta de Guadalajara, pero el resto de la muralla corría a cargo del Concejo, de­cidiendo éste, incluso, la apertura de nuevas puertas, como la de «Moros» y «Cerrada».
Los alcaldes, que eran cargos de la administración de justicia electos, tenían penalizada la «compra de votos» para conseguir el cargo, debiendo pagar 20 maravedíes si lo hacían, siendo derribadas sus casas y quedando inhabilitados para ese cargo. Otra lección más para las seudodemocracias modernas en las que indirectamente se «compra» el voto, en ocasiones, a través de medios propagan­dísticos dudosos.
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Se establece una fortísima pena conminatoria para quien se apartase de lo estipulado en la Carta del Otorgamiento, pudiendo ser ahorcado en cualquier otra parte del reino por ello.
En esta rúbrica se incluye también una cláusula suspensiva de la Carta, de manera que cuando el rey y el Concejo lo estimaran oportuno, dejaría de tener efecto, volviendo a regirse el Concejo por «su propio fuero local». Esto eviden­cia que la Carta del Otorgamiento fue pactada entre el rey y el Concejo de Madrid.
En esta rúbrica se nombran los pesquisidores de todas y cada una de las colaciones o parroquias en que estaba dividida la villa de Madrid: Santa María tenía cinco; San Andrés, seis; San Pedro, seis; San Justo, cuatro; San Salvador, cuatro; San Miguel, cinco; Santiago, ocho; San Juan, cinco; San Nicolás, cuatro y San Miguel de la Sagra, cuatro. Todos los pesquisidores eran vecinos de la villa y su nombramiento, por parte del Concejo, tenía carácter permanente; por el contrario, los alcaldes o jueces, que también se designaban por colaciones, eran cargos electos que se renovaban todos los años.

CX.- A esto son avenidos los jurados, los alcaldes, los fiadores y el Concejo de Madrid ajustaron esto: que cualquier hombre que corriere vaca o toro dentro de la Villa, pague tres maravedises a los fiadores; y cuando metieren en la Villa la vaca o el toro, llévenla atada con dos sogas, una a los cuernos y la otra al pie. Igualmente, el hombre que tirase una piedra o garrocha a la vaca o al toro, o bien corriera en el coso con lanza o palo aguzado, pague dos maravedises a los fiadores, por cada cosa que ejecutare de las vedadas en la carta.
Los «jurados», como delegados o mandatarios del Concejo, actuaban como
oficiales administrativos y adoptaban acuerdos, en Concejo reducido, junto a los «alcaldes» y «fiadores», sancionados posteriormente por el Concejo vecinal.
Del contenido de esta rúbrica se desprende, al menos, la afición que el pue­blo madrileño tenía por el toro. Antonio Cavanilles ve en esta norma un testi­monio medieval de la lidia de toros, argumentado además por la existencia del coso, si bien opina que la lidia no debía incluir la muerte del toro, pues no se permitía que el astil y la lanza utilizados fuesen agudos; nosotros simplemente lo dejaremos en el terreno de lo probable y, en cualquier caso, la lidia sería muy diferente de la que se practica en la actualidad.

CXI.- En el nombre de Dios y de su Gracia. A esto se avinieron todo el Concejo de Madrid, debido a la violencia de esta carta concejil: que todo aquél que se apoderase de algo, poco o mucho, pechase sesenta sueldos. El Concejo estuvo concorde sobre que ello les parecía fuero malo; y derogaran

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tal fuero injusto, y dispúsose que por el Concejo que a nadie, que lo invoca­re, le ampare, excepto que el demandante percibiera el doble de lo forzado, pero ninguna otra caloña más. Y si un alcalde o jurado o mayordomo con­cejil o alguacil u otro hombre lo sentenciase o lo invocara, caígales en per­juicio y además carezca de fuerza. Este fuero fue redactado en la época en que Juan Gonzálvez sacó las rentas que pertenecían al castillo... y de Pas­cual y don Aznar y Vicent Juan y Pedro Juan. Hecha la carta en el mes de noviembre, era milésima ducentésima quincuegésima sétima, durante el rei­nado de don Fernando, rey en Castilla y Toledo.
En esta rúbrica, como al principio de la Carta del Otorgamiento (rúbrica CIX) se vuelve a invocar el nombre de Dios y el don de la Gracia.
El escribano que redactó este acuerdo consideró el verbo avenir («se avinie­ron») en plural, precediendo a «todo el Concejo de Madrid», por lo que cabe pensar que se estaba refiriendo al conjunto del «Concejo abierto» y el «Concejo reducido», formados por todos los vecinos y los jurados, alcaldes y fiadores, res­pectivamente, como hemos dicho antes, y de ahí que utilizara el verbo en plural.
Hemos visto en la rúbrica CIX que el robo se castiga con la restitución del doble de lo sustraído, debiendo pagar, además, 60 sueldos, independientemente del valor de lo robado. Esta ley es considerada posteriormente como injusta y es rectificada por la presente, anulando el pago de los 60 sueldos y manteniendo en vigor lo demás. He aquí una prueba evidente de la dinamicidad de las leyes, que eran modificadas tan pronto como el Concejo las considerase injustas («les pare­cía Fuero malo»).
En este texto se cita el nombre de un castillo, probablemente la alcazaba, que era la residencia del señor, pero está borrado en el original y lo único que se desprende del espacio ocupado es que tiene cuatro letras.
La fecha citada equivale al año 1219, durante el reinado del rey Fernando el Santo, cuando todavía era rey solamente de Castilla y Toledo, situación que se prolongó hasta el 1230.
CXII.- A esto se avinieron el Concejo de Madrid, los jurados, alcaldes y fiadores: que todo hombre, que fuere presentado a los fiadores para pechar la caloña, pruebe el querellante con dos vecinos de su colación que es veci­no de carta o hijo de vecino. Tratándose de un hombre de semejante cuali­dad, los fiadores proceden a la reclusión, y no a propósito de otro alguno.
Obsérvese que los dos vecinos a los que alude la ley deben ser «de su cola­ción» (la del demandado, se entiende), lo que da a éste una entidad jurídica in­discutible. La reclusión prevista en esta ley tenía carácter preventivo.
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CXIII.- A esto son avenidos los jurados, los alcaldes, los fiadores y el Concejo entero de Madrid: que cualquier hombre que se casare en Madrid con mujer doncella le dará cincuenta maravedises y no más por vestidos y por calzas, para pan, vino, carne y para zapatas; y esta cantidad sea entrega­da para todo el gasto de la boda. Igualmente, quien casara con mujer viuda entréguele veinticinco maravedises para todo gasto de boda. Y dé la novia al novio, sea doncella, sea viuda, veinticinco maravedises para traje, y no entregue más. El aldeano, sin embargo, que casare con una doncella, déle veinticinco maravedises para el gasto entero de boda, así como queda dicho; y dé la novia al novio, doncella o viuda, quince maravedises y no más, para el traje y gasto de boda. Tampoco el novio dé comida alguna en el día del desposorio. Y los que violasen este acuerdo, sea alevoso y traidor al Conce­jo de Madrid, no entre nunca más a testimonio, ni en cargo alguno de la administración de justicia, y pague cien maravedises de multa. Quien los tomere de más pague cien maravedises y otros tantos al que los diere. Y reciba esta caloña un jurado, un alcalde y un fiador; sin embargo, si por falta de tales recaudaciones la perdiere el Concejo, salgan del cargo por alevosos y pechen esto... Y hombre alguno que hiciera petición o ayuda para la boda, clérigo..., ni por cualquier cosa, peche diez maravedises quien lo diere y diez maravedises el que lo pidiere ... cuanto existe en estas tres cosas, para la boda, por alguacil y por alcalde... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... sean para las calles que hubiere que hubiere de hacer el Concejo. Y esto fue hecho en el tiempo que eran jurados don Diego Garcíez, don Pedro Martín de Oreja, don Muño Juanes, don Sancho, hijo de Sancho García; Garci Es­teban, don Yagüe. Eran Alcaldes Garci Pérez y Garci Juanes y Ferran González, don Rodrigo, yerno de Martín Facen; Domingo Fierrro, Pedro Domínguez, Diego Muñoz, Juan Aparicio, don Florent, hijo del Taco; Pedro Martín, Garci Bicent, Juan Martín. Eran fiadores Domingo Díaz, don Este­ban, hijo de Fagunt; don Simón, don Florent, don Bartolomé, yerno de Domingo Bicent; Esteban Domingo, Sancho Romo, Martín Bidal, don Mar­tín Domínguez, Ferrant Pérez, don Ferrando, hijo de Pascual Martin; don Gonzalo, hijo de Martín Esteban; don..., don Diego, Domingo Miguel. Y esto fue hecho el día de San Marcos, era milésima ducentésima septuagési­ma tercia. Garci Juan quien me escribió.
En esta rúbrica se pone de manifiesto la necesidad de regular los gastos de las bodas, incluso los regalos hechos entre los novios, posiblemente por la ten­dencia popular a la ostentación en los actos que rodeaban a las bodas. Téngase en cuanta que en aquella época las bodas eran auténticos acontecimientos fami­liares, muy celebrados, lo que iría acompañado frecuentemente de mucho boato.

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La ley no se refiere a las arras -dotación del novio a la novia- ni al ajuar -dotación, normalmente en especie, que los padres de la novia aporta­ban para su hija-, sino al gasto producido como consecuencia de la celebración de la boda. Nótese las diferencias que se establecen en los límites económicos según que el novio fuera vecino de la villa o aldeano y dependiendo de que la mujer fuera doncella o viuda, sin distinguir las villanas de las aldeanas (véase gráfica adjunto).

Gastos de boda máximos, en maravedises

Novio Novia Novio

Aldeano Vecino de la villa
25 15 Doncella y vecina de la Villa 25 50
A)25 15 Doncella y aldeana 25 50
15 15 Viuda y vecina de la Villa 25 50
15 15 Viuda y aldeana 25 50

En esta rúbrica hay varias palabras que no han podido ser leídas en el ori­ginal conservado, lo que hemos representado por puntos suspensivos, faltando en uno de los casos renglón y medio, tal y como hemos indicado en el texto.
La pena establecida por el incumplimiento de estos preceptos era muy fuerte, incluyendo multas altísimas, de 100 maravedíes, que eran destinados a la cons­trucción de calles públicas, destino que se repite en los dos acuerdos siguientes y que se diferencian de los establecidos en el Fuero Viejo, que eran el adarve y la muralla.
Los jurados existentes en Madrid en el año en que se redactó este acuerdo, eran 6, los alcaldes eran 13, uno por cada colación y tres por los arrabales, y los fiadores 15 -de los que falta el nombre de uno de ellos en el original-, elegidos como los alcaldes, por los vecinos de cada colación o parroquia y por los de los arrabales.
Esta ley fue escrita, según dice el propio texto, en la era hispánica de 1273, equivalente al año 1235 de nuestro calendario. Obsérvese el tiempo transcurrido desde el acuerdo o rúbrica CXI hasta el presente CXIII: 16 años. La fecha más antigua indicada en el Fuero es el año 1145 (rúbrica LXVI), en su cabecera el año 1202 y en la Carta del Otorgamiento los años 1219 (rúbrica CXI) y el de 1235 en el presente acuerdo; 90 años en total.

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CXIV.- También a esto se avinieron los jurados y los alcaldes, los fia­dores y todo el Concejo, a honra de Dios y para honor y servicio del rey don Fernando y con su esfuerzo: que en época alguna del año mate hombre cualquiera pescado fresco, y el que lo hiciere, sea alevoso y traidor al Con­cejo, y además peche veinte maravedises, que recaudarán un jurado, un alcalde y un fiador; mas si por mengua de estos recaudadores perdiere el Concejo tales veinte maravedises, sean traidores y alevosos al Concejo, sal­gan del cargo y paguen este mismo pecho. Igualmente, estos veinte ma­ravedises empléense en las calles que el Concejo hubiere de hacer.
El rey Fernando, al que se refiere el texto, es el Santo.
Este acuerdo renueva la prohibición de pescar que establecía el Fuero viejo en su rúbrica LV, penalizando a los que pescasen en el río Guadarrama (Man­zanares actual), «desde el día de Pascua del Espíritu Santo o Cincuesma hasta San Martín», con multa de dos maravedises, importe que ahora se eleva a vein­te y además «el que lo hiciere sea alevoso y traidor al Concejo». Obsérvese, también, que la prohibición se extiende a cualquier época del año.
CXV.- Cualquier hombre de Madrid y de su término no venda corderos a los carniceros para matar, desde San Miguel hasta la Pascua Mayor; y quien lo vendiere pague veinte maravedises, que serán recaudados por un jurado, un alcalde, un fiador y un alguacil. Mas si por falta de los re­caudadores lo perdiere el Concejo, sean traidores y alevosos al Concejo, salgan del cargo y paguen tal pecho. También estos veinte maravedises destínense a las calles que hubiere de hacer el Concejo.
El período que cita esta ley, durante el cual no se podían sacrificar corderos, comienza el día de San Miguel -29 de septiembre- y termina el día de la Pascua mayor -marzo o abril-, es decir, el tiempo de crianza de las ovejas, lo que supo­ne una clara protección de los corderos «lechales» sacrificándose para la Pascua, es decir, cuando ya son «pascuales».
El incumplimietno de este precepto se sanciona, también, como en la ley anterior, con el pago de veinte maravedíes de multa, destinados igualmente a la construcción de calles públicas.
Y con esta ley finaliza la «Carta del Otorgamiento» y con ella el Fuero de Madrid. Recordemos su primera oración: «Esta es la carta foral que elabora el Concejo de Madrid» y compárese con la última: «Estos veinte maravedises des­tínense a las calles que hubiere de hacer el Concejo». Palabra común de ambos: «Concejo». Este marco institucional en el que convivían nuestros antepasados trazado por ellos mismos, como en toda Castilla.
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El FUERO DE MADRID .Texto comentado del ¨Fuero Viejo y Carta de Otorgamiento(Madrid, villa, tierra y fuero, v. a.)

d) Texto comentado del «Fuero Viejos y de la «Carta de Otorgamiento»



El «Fuero Viejo» de Madrid se conserva en el Archivo General de la Villa, en buen estado y consta de veintiséis hojas de pergamino en medio folio, for­mando tres cuadernillos, de ocho hojas cada uno, más dos hojas intercaladas con posterioridad. Está escrito en letra del siglo XIII muy esmerada y sus epígrafes y letras capitales son rojos.
Como ya hemos dicho antes, se redactó durante el reinado de Alfonso III de Castilla, aunque algunos autores como Martínez Marina y A. de los Ríos apun­tan la posibilidad de que una parte considerable del Fuero procedería del reinado de Alfonso II de Castilla (VII de León), pero esta posibilidad está descartada por otros muchos autores. Los estudios más rigurosos sitúan su redacción entre los dos años 1158 (comienzos del reinado de Alfonso III) y 1202. En algunas rúbri­cas del Fuero se hacen constar que proceden de 1145 y que fueron otorgadas por el «Emperador» (Alfonso VII de León y 11 de este nombre en Castilla), pero podemos decir, según la opinión de la mayoría de los eruditos en la materia, que la mayor parte del Fuero es de la era 1240, es decir, del año 1202, tal y como puede leerse en su rúbrica IV como después veremos.
Su parte más antigua consta de ciento ocho rúbricas o capítulos escritos en latín arromanzado, con palabras y giros castellanos, en una técnica rudimentaria y sin ordenar -no están numerados-. A partir de la hoja 8`--, faltan hojas, proba­blemente ocho, que se suponen perdidas. Posteriormente, fueron añadidos otros siete capítulos más, como hemos dicho antes, escritos en castellano. Estos pre­ceptos se pueden agrupar por su contenido en tres conjuntos: derecho penal, derecho procesal y ordenanzas municipales.
El texto del Fuero que vamos a reproducir y comentar a continuación es la traducción realizada por Agustín Gómez Iglesias, archivero de la Villa, y nues­tros comentarios se inspiran en el estudio filológico realizado al respecto por Rafael Lapesa.
Comienza el Fuero con el siguiente título general:
Esta es la carta foral que elabora el Concejo de Madrid para honra de nuestro señor, el rey Alfonso y del Concejo madrileño, a fin de que ricos y pobres vivan en paz y en seguridad.
Al margen figura la siguiente invocación
¡La gracia del Espíritu Santo nos asista! Comien de Madrid, para que ricos y pobres vivan en paz.
Destaca, en primer lugar, la sencillez de la presentación del texto y la cita, por partidá doble, a «ricos y pobres». Es una característica muy destacable de este Fuero, el tratamiento igualatario ante la ley de todos los vecinos, sin distin­ción alguna por su hacienda, escasa o abundante. Otros muchos fueros castella­nos declaran de manera expresiva y sencilla este principio de igualdad, como el Fuero de Sepúlveda, cuando dice «El rico, como el alto, como el pobre, como el bajo». Este sentimiento estaba profundamente enraizado en el pueblo castellano y también se deja sentir claramente en el Poema de Fernán González al referirse a «chicos y grandes».

1.- Del que golpeara a vecino o hijo de vecino con (armas de) hierro. Todo hombre que hiriere a un vecino o hijo de vecino con lanza o co espada o con cuchillo o con porra o con palo o piedra, y le ocasionase he ridas, pruébese con dos testigos y peche doce maravedises a los fiadores.
Cabe destacar en este párrafo la cita detallada de los objetos que en la época del Fuero podían ser usados con más frecuencia en agresiones personales y la necesidad de testificación de dos personas, que debe entenderse como mínimo.
«Pechar» era un verbo muy utilizado que significa pagar una multa o un tributo.
El «maravedí» es una moneda de origen árabe y comenzó a utilizarse en Castilla en el siglo Xl, en sustitución de las monedas romanas. Circularon distin­tos tipos, de valores y denominaciones diferentes, según la época y el material del que estaban compuestos. Hasta el siglo XV no se conocieron otros más que los de oro y plata.
Los maravedíes de los que se habla en el Fuero son de plata, puesto que cuando son de oro se dice expresamente «marabetinos in auro».
Los «fiadores» eran autoridades judiciales y administrativas de la villa, que tenían a su cargo, entre otras funciones, el cobro de las multas.
La multa de 12 «maravedises» se refiere al caso en el que se ocasionaran heridas, pues de no ser ese el resultado, la pena pecuniaria era menor.

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En este caso, cuando la agresión «con un hierro» no ocasionara contusiones, la multa era de 6 maravedíes, la mitad que la estipulada cuando hay heridas, pero también tiene que ser probada con testigos, lo que quiere decir que se re­querían al menos dos.
En el caso de no ser probado debidamente, se exigía un juramento de carác­ter exculpatorio que eximía al inculpado por carencia de pruebas, lo que eviden­cia la importancia que se concedía al juramento.
Esta rúbrica lleva escrita al margen, en los pergaminos conservados, la fecha del «año 1202».
«Mesar» es arrancar los cabellos o barbas con las manos y era considerado como una acción muy deshonrosa; tanto es así que el Fuero Viejo de Castilla distinguía hasta «una pulgada de mesada».
No debe extrañar la expresión de golpes «a coces», pues la palabra «coz» se aplicaba también al golpe violento dado por una persona con el pie hacia atrás, (R. Menéndez Pidal en Orígenes del español).
II.- Quien golpee con instrumentos de hierro y no ocasionara heridas.
El hombre que hiriera a un vecino o hijo de vecino con un hierro y no le ocasionara contusiones, y esto probado con testigos, peche seis maravedises, y si no fuere probado preste juramento.
III.- Quien golpee con palo o con piedra.
Todo hombre que golpease con palo o con piedra y no ocasionase contu­siones, pague seis maravedises una vez probado mediante testigos, y si no lo fuere jure por su persona.
IV.- Quien mesare o golpease con el puño o a coces.
Cualquier hombre que mesare o hiriere con el puño o a coces a vecino o hijo de vecino en la taberna o en el mercado, en la calle o en cualquier otro lugar que estuviese, sin ofenderle aquél de palabra o de obra, y hubiera sido probado, peche cuatro maravedises a los fiadores.
V.- El que mesare o hiriere.
Quien mesare o hiriere o propinase un puñetazo o golpe en el pecho, y le hubiera sido probado con dos testigos, pague dos marevedises a los fia­dores, y si no se probase preste juramento.
Obsérvese que la multa es la mitad que la establecida en la rúbrica IV, pero en circunstancias también son diferentes, en este caso no se cita la ofensa «de palabra o de obra».

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VI.- Del que golpease a un vecino en la cara.
Quien hiriera a vecino o hijo de vecino con el puño en la cara, y le oca­sionare heridas, pague diez maravedises a los fiadores, y ello con testigo; mas, si fuese golpeado en la cara sin ellas, peche cinco maravedises.
Aquí podemos observar que las heridas producidas en la cara, como parte destacada del cuerpo, se castigan con doble sanción.

VII.- Quien hiriere a vecino o hijo de vecino.
El hombre que hiriere a vecino o hijo de vecino dentro de la Villa o fuera de ella, durante el día y en presencia de gentes y hubiera lesiones, prúebese con dos hombres y peche el coto, pero en primer lugar el alcalde decida por quien hubieran sido producidas las heridas. Mas si el alcalde no pudiere reconocer, por el juramento prestado, que la herida corresponde a la persona contra quien se ha producido la querella, jure el demandante, mos­trando sus heridas y pague el otro la mitad de la caloña; pero si no hubiere testigos, jure por su persona y quede libre. Mas si durante la noche o el día, dentro de la Villa o fuera de ella, no hubiere hombres en el lugar, preste juramento mostrando sus lesiones y peche el otro. Y si el que se defiende afamase que allí había gente, nombre a los tales con quienes prueba, para que afirmen mediante juramento que estuvieron allí en el momento que ocurrió la riña; mas si se negaren a dar sus nombres en el proceso, jure el otro mostrando sus heridas, y peche la caloña a los fiadores.
Al margen de esta rúbrica está escrito en el original el texto siguiente:
Que lo prueben dos hombres, no paguen sino la mitad y no salga ene­migo.
El «coto» era una pena pecuniaria, como la «caloña», que también se cita en esta rúbrica.
El «alcalde» tiene funciones jurídicas, puesto que decide, a la vista de los he­chos probados, «por quien hubieran sido producidas las heridas». Los alcaldes también tenían otras funciones que se pondrán de manifiesto más adelante.
La expresión del margen «y no salga enemigo» , se refiere a la pena de des­tierro, muy frecuente en aquella época en la que la mayoría de las villas estaban amuralladas y los desterrados eran considerados como enemigos, no pudiendo volver a entrar a la villa de la que habían sido expulsados.
En las citas que hace de «el otro», se refiere al demandado.


VIII.- Del hombre contra quien hubiere sospecha de homicidio.
Contra quien hubiere sospecha de muerte humana, de que hirió a un hombre y murió a causa de las propias heridas, pruébese con dos testigos honrados que así ocurrió, pague el coto y el homicidio y salga desterrado como enemigo particular; mas si no hubiere testigos, jure con doce vecinos, además de él mismo, y continúe en paz.
El homicidio tenía tres tipos de pena: la pecuniaria -«el coto, el homicidio»-, el destierro de la villa y la enemistad -«enemigo particular»- que daba derecho a la venganza privada de cualquier miembro de la familia del muerto.
En la rúbrica IX se estipula la pena por homicidio, como veremos, en 100 maravedíes de oro, pero si no hubiese testigos, necesitaba el acusado jurar, jun­to con otros 12 vecinos más, para recuperar la paz.

IX.- Del que matare a un vecino.
Quien matare a un vecino o hijo de vecino peche cien maravedises de oro y pague el homicidio; y distribúyanse en tres partes los cien maravedi­ses, a pagar en tres viernes: el primer viernes pague a los parientes del muer­to; el segundo viernes a los fiadores; y el pago del último viernes destínese a la obra de construcción de la muralla y a la caloña del homicidio. Y si no hallaren los cien maravedises, lo que encontraren distribúyase en tres partes, córtesele la mano y salga desterrado en calidad de enemigo particular; mas, cuando lo desterraren, tómense fiadores, que responden de que no producirá menoscabo alguno en Madrid y su término. Y si el albarrán o forastero matase a un vecino o hijo de vecino y no tuviera bienes de donde pague el coto, ahórquesele. El vecino de Madrid o de su término, que admitiese en su casa a cualquier desterrado de Madrid o de su término, pagará diez mara­vedises. Mas cuando el hombre privado de la paz pública marchase al des­tierro sin dar fiadores, el pariente más cercano pague el detrimento que oca­sionare, dos partes a los fiadores y la tercera al querellante; y si hubiere querellante, responda a la demanda, y si no existiere, no responda.
Si los alcaldes o los adelantados o los cuatro jurados del rey vieren pelear a hombres, emplácelos a juicio; y si disputaran a pesar del emplaza­miento, paguen un maravedí a los autores de tal emplazamiento; mas si no tuviese allí a otro compañero, será suficiente el jurado son un solo vecino. Y si los emplazados negasen, el jurado dirá la verdad por el juramento prestado, el vecino jurará sobre la cruz y el emplazado pagará un maravedí. Igualmente, el vecino que acompañase al aportelado para emplazar y rehusare certificarlo, jure que no oyó el emplazamiento, que el jurado efec­tuó con él; mas, si no pudiese prestar juramento, pague un maravedí y el emplazado jure por su vida, en caso de que no fuera posible probárselo.

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En esta rúbrica, de las más importantes del Fuero, se menciona por única el maravedí de oro, moneda creada por Alfonso III de Castilla en 1172, que ¡valía a 80 reales, mientras que el de plata equivalía a 12 reales. (Mateu, pis, La moneda española).
Los 100 maravedíes de oro, como pena pecuniaria por homicidio, se pagan en viernes porque era el día que se reunía el tribunal de alcaldes, formado, pre­sumiblemente, por cuatro miembros que se reunían en el «corral», lugar habitual de la reunión. El pago se dividía en tres partes: la primera estaba destinada «a los parientes del muerto», la segunda, que debía ser pagada al viernes siguiente, era para los «fiadores», y la tercera se destinaba «a la obra de construcción de la muralla» y a la propia «caloña del homicidio». Compárese esta distribución con lo que establecía, por ejemplo, el Fuero de León (año 1017), en el que la pena pecuniaria pertenecía íntegramente al rey o señor.
Como puede observarse, el Concejo madrileño concedía gran importancia a la muralla de la villa, para cuyas obras de ampliación o reconstrucción se destina la tercera parte de estas caloñas, amén de otros recursos que también recoge el Fuero. Esa muralla, que en realidad fueron dos recintos diferentes, de la que lamentablemente solo podemos contemplar hoy pequeñísimas porciones, como la
existente en la planta baja de una casa que se construyó encima de la muralla en la confluencia de la calle de Bailén y la de Segovia bajo el Viaducto.
Se habla en esta rúbrica de «Madrid y su término», por lo que cabe suponer que, al estar Madrid amurallado, el espacio geográfico al que se refiere es al correspondiente a la COMUNIDAD DE VILLA Y TIERRA DE MADRID.
En el caso de no poder pechar los 100 maravedíes estipulados se distribuían, en la misma proporción antes indicada, los bienes que se encontrasen, cortándo­sele entonces la mano y desterrándolo «en calidad de enemigo particular». ¿Y qué ocurría si el inculpado era «albarrán o forastero» o no tenía bienes para responder de esto coto?; pues que el Fuero ordenaba ahorcarlo; solamente en este caso se pagaba con la pena capital el homicidio.
El destierro se perseguía y exigia su cumplimiento de tal manera que si algún vecino admitía en su casa a un desterrado, debería pagar diez maravedíes.
Los «adelantados» tenían la función de resolver los recursos de alzada con­tra sentencias de rango inferior, además de otras funciones militares y adminis­trativas y su nombre se deriva, probablemente, del hecho de que «el rey los adelanta para juzgar sobre los jueces de aquellos lugares» (Partidas de Alfonso el Sabio). Más tarde, los fueros de 1222, otorgados por Fernando el Santo, conceden a los pobladores la facultad de elegir a los adelantados, sin limitación de número. No obstante, hay que decir que «en esta época el rey no intervie­ne en el nombramiento de los otros cargos», según R. Gilbert (El Concejo de Madrid).
Como puede apreciarse, el testimonio del «jurado» prevalece sobre el de los
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alcaldes y adelantados, dato significativo si se tiene en cuenta que podía estar constituido por un solo vecino.
El «aportelado» que cita el Fuero, era un oficial del Concejo de menos im­portancia que los jueces, alcaldes o jurados. Se le llamaba así porque desem­peñaba un oficio claramente determinado («portiello»), como podían ser los al­guaciles, mayordomos, almotacén, etc. (Valdeavellano, Historia de España, tomo l).
X.- Sobre la piedra.
Cualquier hombre que tomase una piedra o zueco o ladrillo o teja o tran­gallo o hueso contra un vecino o hijo de vecino, peche un maravedí, si el hecho hubiese sido probado; mas si la arrojara y no causara heridas, peche dos maravedises; y si hiriere sin lesiones, pague seis maravedises; y si la hubiere, pague doce maravedises. Y si no se probara, preste juramento por su persona.
El «trangallo» era un palo que se colgaba al cuello de los perros que cuida­ban el ganado para que no pudieran bajar hasta el suelo la cabeza; también se denominaba «taragallo».
En esta rúbrica, como en otras muchas, se hace referencia al «vecino o hijo de vecino», a los que se refieren las leyes locales una y otra vez. Entre los cristianos, se podían distinguir del «vecino o hijo de vecino» -obsérvese que siempre dice el Fuero «o» y no «y», lo que quiere decir que recibían exacta­mente el mismo trato-, el «heredero», que lo era por el hecho de tener casa, viña o heredad, el «morador», que era el que habitaba en casa alquilada y el «alba­rrán», que era el forastero. Es importante tener en cuenta que por el simple hecho de vivir las dos terceras partes del año en Madrid, se adquiría la vecindad de la villa.
Evidentemente, las agresiones por lanzamiento de piedras debía de estar a la orden del día, a la vista del detalle con el que analiza las situaciones diferentes que se pueden dar.
Esta rúbrica tiene una segunda parte, sin titular, cuyo texto es el siguiente:



X.- Todo hombre que hiriere dentro o fuera de la Villa a vecino o hijo de vecino de ella con porra, con lanza, con venablo, con espada, cuchillo, palo, piedra o con cosa que tenga hierro en ella, y el herido se querellase a los fiadores, háganlo encerrar hasta el viernes primero y haga todo cuanto resolviesen los alcaldes; pero si no lo hiciera y se pasease por la Villa, una vez probado con dos testigos, peche cinco maravedises. Y cuantos días se le probase que circula fuera de su casa a vista de todos, peche otros tantos cinco maravedises a los fiadores.

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Este segundo párrafo es considerado como un capítulo diferente del X por algún autor como A. López Iglesias, pero nosotros preferimos considerarlo parte integral del mismo, como lo hace T. Domingo Palacio.
En este párrafo se detallan, aún más, los objetos y condiciones de las po­sibles agresiones, citándose expresamente 14 objetos diferentes con los que se podía agredir, entre ellos, el «venablo», que era una lanza corta arrojadiza.
Aparece una nueva función de los «fiadores», la de admitir querellas, como actividad judicial bien diferenciada de las vistas hasta ahora, de tipo ad­ministrativo, como el cobro de caloñas (rúbricas 1, IV, V y X).
XI.- Quien matare a un vecino.
El hombre que matare a un vecino o hijo de vecino, a pesar de la fianza o de los fiadores de salvo, peche ciento cincuenta maravedises, salga des­terrado de Madrid y de su término por traidor y alevoso, y el Concejo derri­be sus casas; también los propios fiadores de salvo entreguen el matador a la justicia. Mas si no hubieran podido encontrarlo, los fiadores pechen el coto, que está señalado arriba, en este documento.
Y en el caso de que el matador no tuviera ciento cincuenta maravedises, recojan lo que encontraren, corten su mano y salga de Madrid y de su tér­mino por traidor y alevoso.
Los «fiadores de salvo» eran designados, a petición propia o por mandato de las autoridades, por la persona de quien se temía algún daño. Esto quiere decir que en este caso el delito cometido venía acompañado de temores previos que habían aconsejado la designación de los «fiadores de salvo». No puede extrañar, entonces, que el coto fuera de 150 maravedíes, en lugar de los 100 que estipula la rúbrica IX, si bien en aquella se citan expresamente de oro. No obstante, cabe pensar que en el caso que nos ocupa, el coto fuera también en maravedíes de oro, aunque el texto no lo dice expresamente y ya hemos dicho que cuando se refiere a maravedíes simplemente, en general, hay que pensar que se refiere a los de plata, pero en este caso podría ser una excepción, a la vista de la similitud de los delitos sobre los que el Concejo legisla.
Además, manda derribar las casas del «matador», que al expresarse en plural, cabe pensar se refiere a todas las que poseyera. Es curiosa la denominación del acusado, hoy en desuso, pero precisa y contundente si pensamos que su signifi­cado, en una de sus acepciones, es el que mata, por lo que el adjetivo aplicado es inequívoco. Es esta una característica del Fuero de Madrid, la precisión a la vez que la sencillez, con las que expresan las leyes.
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XII.- Del que hiriere a pesar de la garantía de salvo.
Quien hiriere, a pesar de la fianza o de los fiadores de salvo, a un ve­cino o hijo de vecino, pero no lo matare, pague treinta maravedises y no in­tervenga más en la emisión de testimonio, ni tenga cargo en la admi­nistración de justicia.
XIII.- Del que penetrara por la violencia en casa de un vecino.
Cualquier hombre de Madrid, que penetrare insolentemente en la casa de un vecino, durante el día o durante la noche, mediante la fuerza y violencia y con armas, y matase en ella al dueño o dueña de la casa, a un hijo o alguno de los parientes, que allí viven a su costa o manutención peche cien maravedises, derriben su casa, salga desterrado como enemigo público y pague el homicidio; si ello le hubiera sido probado durante el día mediante testigos. Mas, si ocurriera de noche, pruébenlo los habitantes de la casa con dos testigos honrados, que acudieran en aquel momento a las voces; y pres­te juramento el señor o la señora de la casa que el hombre indicado lo mató o hirió, e incluya en su juramento que aquellos son los hombres primeros en acudir a las voces; y los fiadores lleven a efecto el litigio con ayuda del Concejo. Pero, si no hubiere testigos, demuéstrese jurídicamente la inocen­cia del acusado con el testimonio de doce vecinos honrados y prosiga en paz. Y de esta multa o coto perciban una tercera parte los parientes del muerto, otra para la obra de la muralla y otra tercera parte los fiadores. Mas, si el muerto fuere un escudero o criado de vecino de Madrid u otro hombre cualquiera, que tuviese en su casa a su pan y mantenimiento y acudiere al dueño de la casa a Concejo mayor manifestara a propósito de este hombre: «si mi criado Fulano cometiera un delito, yo lo entregaré a la justicia o pecharé en favor suyo»; por este tal pechen como por un vecino; sin embargo, si otro criado fuere asesinado en tal lugar, pague veinte mara­vedises y ejecuten los fiadores todo lo indicado más arriba; y si no hubiere testigos demuéstrese la inocencia del acusado con seis vecinos, a más de él mismo como sétimo; sin embargo, si causare heridas a otro criado, pague diez maravedises, habiendo testigos, y si no los hubiere, demuéstrese su ino­cencia con tres vecinos y él como cuarto. Y de esta pena pecuniaria o coto reciba la mitad el señor de la casa y la otra mitad percíbanla los fiadores.
Es indudable la importancia que el Fuero concede a la casa del vecino. También en este caso, como en la rúbrica XII, cabe suponer que los ma­ravedíes que cita fuesen de oro, pues de lo contrario la pena pecuniaria sería muy inferior al caso de la rúbrica XII, cuando en éste se da, además, el agra­vante de allanamiento de morada, delito muy castigado en aquella época. Preci­samente por eso establece una prueba jurídica para demostrar la inocencia del



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acusado, tan fuerte como «el testimonio de 12 vecinos honrados», constituyendo la prueba testifical más exigente de todo el Fuero.
En este caso, también se destina la tercera parte del coto «para la obra de la muralla», como en la rúbrica IX.
El texto menciona expresamente el caso en el que el dueño de la casa donde se habría cometido el delito acudiere a «Concejo mayor»; esta expresión aparece consignada solamente cuatro veces en el Fuero, en las rúbricas XIII, XLIV, LXXIV y XCV. R. Gibert distingue «Concejo abierto» de «Concejo mayor». Recuérdese que «Concejo abierto» era la asamblea general de vecinos en la que se adoptan acuerdos democráticamente, elabora el Fuero y la Carta del Otor­gamiento (rúbricas CIX y CXI) y redacta prescripciones a veces junto con los al­caldes, jurados y fiadores (rúbricas CXI, CXIII, y CXIV); en estos casos el Fue­ro recoge la expresión «Concejo de Madrid». Otras veces habla del «Concejo» donde tañe y canta el cedrero (rúbrica XCIII), de la obligación de declarar ante el «Concejo» si encuentran un halcón (rúbrica LXXXII), ganado o moros, cauti­vos o huídos (rúbrica LXXV), y del ruego del fiador al «Concejo» en favor suyo (rúbrica CVII).
La expresión «Concejo mayor» se refería presumiblemente a la reunión del juez local con los alcaldes, en presencia del Concejo vecinal, que se reunía en domingo, tras la misa, y en el que se administraba justicia.


XIV.- Quien tuviera la obligación de pechar caloña.
Todo hombre que hubiere de pechar caloña a los fiadores y no poseye­ran medios para efectuarlo, córtenle las orejas, si la caloña asciende arriba de dos maravedises; en cambio, si no llegare, métanle en el cepo hasta que pague su haber y restablezca y afirme su situación legal. Y el hombre que tal delito cometiere salga desterrado de Madrid y su término.
Puede observarse el castigo físico, muy frecuente en aquella época, con­sistente en este caso en el corte de las dos orejas y la tortura del cepo. Téngase en cuenta que el corte de las orejas constituía una muestra pública y permanen­te del delito cometido, mientras que el cepo era una tortura temporal que poste­riormente no se evidenciaba. No obstante, en ambos casos, los condenados eran también desterrados «de Madrid y su término».
XV.- Del que huyere con caloña.
Todo hombre que huyera con caloña, impuesta por el tribunal de al­caldes, los fiadores que estuvieran en el portillo reúnan las caloñas, que hu­biesen cobrado a los mismos fugitivos por el juramento prestado; y si no pudieren lograr el coto o multa, cumplan la justicia señalada más arriba en este documento.
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El «tribunal de alcaldes» que se reunía en el Concejo o en el «corral» los viernes, debía estar formado por cuatro miembros, como ocurría en otras muchas villas, en las que existía un cabildo de cuatro cargos, aunque comúnmente no eran alcaldes los cuatro. Se ocupaba de la jurisdicción ordinaria criminal y las decisiones se tomaban por mayoría, que al ser de cuatro miembros se requería, como mínimo, los tres cuartos para conseguirla. En el Fuero de Madrid no se habla para nada de ningún juez especial que sí era preceptivo en otros grandes municipios como Toledo, León, Salamanca, etc.
Cuando se hace referencia a «la justicia señalada más arriba en este do­cumento», se refiere a la rúbrica anterior (XIV).
Aquí aparece de nuevo la pena capital para el «aldeano o morador, que ma­tare a un heredero de la Villa o hijo de heredero» y no pagara el coto. Es im­portante la definición de «heredero» que incorpora la propia ley: «quien tenga casa propia en Madrid, viña y heredad».
La distinción que hace el Fuero, a efectos penales pecuniarios, entre «el here­dero de la Villa o hijo de heredero» y «un aldeano que poseyera casa, viña y heredad» por un lado y «un aldeano, que no poseyera estas propiedades» por otro, era frecuentemente durante la Edad Media y figura también en los demás fueros conocidos. Hay que tener en cuenta que el «morador» era un residente, sin carta de vecindad en la villa, por lo que era considerado como forastero hasta que no adquiría esta vecindad.
Todo hombre aldeano o morador, que matare o un heredero de la Villa o hijo de heredero peche el coto entero y tal coto ascienda a veinte ma­ravedises; y si no pudiere pagar el coto, cuélguesele. Y como tal heredero se considera a quien tenga casa propia en Madrid, viña y heredad. Mas el propietario tal que matare a un aldeano, que poseyera casa, viña y heredad, pague veinte maravedises; sin embargo, el vecino qug matare a un morador, que viviese en casa alquilada, o a un aldeano, que no poseyera estas propie­dades, peche diez maravedises.
XVI.- El que hiriera a un aldeano.
Cualquier vecino de la Villa, que hiriera a un propietario aldeano con instrumento de hierro y le produjese lesiones, pague cinco maravedises; mas si hiriera a un morador u otro aldeano, que no fuera propietario, peche un maravedí a los fiadores:
Vuelven a ponerse de manifiesto aquí también las diferencias en las penas pecuniarias, en este caso entre los propietarios -cabe pensar, por extensión en la propiedad de casa, viña y heredad- y los que no lo eran.



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II.- Quien hiriera a un criado.
Cualquier vecino u hombre alguno que hiriera a un criado o a hombre e morara en casa y a costa de vecino de la Villa, pague dos maravedises
su señor; y ello a causa de mesaduras, puñetazos y coces; por heridas de
nstrumento de hierro, pague tres maravedises a su señor. Si se querellase a os fiadores, reciba el amo la mitad y los fiadores la otra mitad de la caloña
multa, siempre que el delito hubiera sido probado con testigos; y si no lo
fuere preste su juramento y quede libre. Y quien lo matare perciba el amo
pecho del homicidio.
curiosa esta ley, en la que se establece que las calor cometido a un criado, las perciba «su señor» y, en toda
a a partes iguales con los fiadores, si estos intervenían
XVIII.- De reunión tumultuaria.
El que provocara un tumulto por mala voluntad o deseo c la Villa, y se le probase con dos testigos, pague veinte maj fiadores; mas si lo negare, preste juramento con dos pariente
En esta ley los dos parientes no actúan en calidad de testigos, sino come
adores, además del juramento individual, que tenía carácter exculpatorio y
lo tanto eximía al inculpado de la acusación si no había pruebas.
XIX.- Del que viniera en reunión sediciosa o armase reyerta, peche tres maravedises a los fiadores, siempre que le hubiera sido probado con dos testigos; sin embargo, si no existiesen testigos, preste juramento por su vida sobre que no vino a causa de provocar sedición, ni con designio de mesar ni de producir reunión tumultuaria y continúe en paz.
T. Palacio y A. Cavanilles, fijan la pena pecuniaria en 4 maravedises, si bien traducción de A. Gómez Iglesias dice 3 maravedises, pero probablemente es
n error de este último.





XX.- Quien injuriase a un huésped.
Todo hombre que ofendiera al huésped de su vecino, excepto si le ma­nifestase previamente: «mira que ese hombre es enemigo mío particular; arrójale de tu casa» y lo arrojara dentro del día siguiente a la hora tercia, peche tres maravedises, si antes lo injuriase; y ello a propósito de un hués­ped tal que no coma a escote; y la mitad pague a los fiadores y la otra mi­tad a su huésped. Sin embargo, si hubiese sido advertido de la manera arri­ba expresada y hubieraSido injuriado, nada peche.

Se evidencia aquí el acusado sentimiento hospitalario de los madrileños, que amparan a los huéspedes de los vecinos de las ofensas que pudieran recibir. Llama la atención, también, la cita textual y minuciosa de la expresión refe­rente a la observación previa que debería hacerse al vecino que alojase en su casa a un enemigo personal de otro vecino; en este caso, debía ser «arrojado dentro del día siguiente a la hora tercia», es decir, no más tarde del mediodía, si no quería arriesgarse a ser ofendido. Esta cita textual debemos entenderla a título orientativo, aunque el ejemplo es muy expresivo.
XXI.- Quien mesare.
El hombre de Madrid que mesare o hiriere o matare a un pastor o va­querizo en una dehesa o en sus miés o en su viña o en su huerto o en su tierra labrantía, y se negase a entregar prendas apoyado en testigos hon­rados, no pague caloña alguna, excepto la debida al rey; mas, si careciera de testigos, pague el coto.
En eta rúbrica se menciona, por única vez en todo el Fuero, la participación del rey en las caloñas y cotos, al que se destinaba la tercera parte, si bien este reparto variaba de unas leyes a otras, pues en las adiciones posteriores como las rúbricas CXIV, CXV y CXVI, la totalidad de la caloña es para el Concejo de Madrid.
Compárese esta circunstancia con otros fueros, como el de León, por ejem­plo, en el que el importe de las penas pecuniarias se destinaba íntegramente al rey o al señor.
También se hace patente la importancia de la ganadería y agricultura de la época cuando cita al «pastor» o al «vaquerizo» y la «dehesa», por un lado, y la «mies», la «viña», el «huerto» o la «tierra labrantía» , por otro.
La importancia concedida al delito de «mesar» se explicaba por la consi­deración de deshonra que se le imputaba a dicha acción, como ya hemos co­mentado en la rúbrica IV.



XXII.- Del que se resistiera al prendamiento de los alcaldes.
Todo hombre que opusiera resistencia a entregar prendas a cualquiera de los alcaldes o a los fiadores o a los adelantados, y también a los que a causa de andar en provecho del Concejo son como jurados, peche un maravedí; mas éste diga la verdad por el juramento que ha prestado. Y quien lo empu­jare o le diera un golpe en el pecho pague cuatro maravedises, una vez probado con testigos. Si se tratara de un adelantado, sus compañeros recojan su caloña; y si se tratase de alcalde o fiador, los fiadores recojan la suya. Ello en el caso de que fuera posible probarlo con testigos, pero si no fuera así, líbrese jurando por su vida. Igualmente, si un alcalde o adelantado o

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fiador hiriera u ofendiera, en acto de servicio al Concejo, a cualquier vecino o hijo de vecino peche el doble.
En esta rúbrica los alcaldes aparecen con la función judicial de prendamiento junto con los fiadores, adelantados y los que «son como jurados». Estos últimos eran mandatarios del Concejo, con funciones muy variables y no hay que con­fundirlos con los 4 jurados que nombraba el rey.
Las funciones judiciales de los alcaldes aparecen explícitas en las rúbricas VII (reconocimiento de heridos), IX, (emplazamiento a juicio), X (resoluciones acerca de los detenidos), XXII (prendamiento, como ya se ha dicho), XXV y XXXIII (exigencia conminatoria para la prestación de los fiadores de salvo), XXXVII (pena pecuniaria por mentir a los alcaldes), XLIII (pena de rapado para los que jurasen o testimoniaran en falso), LXXI (mandato previo a los andado­res), XLIV (mandato de transporte de armas), XCV y CIV (administración de justicia). Además de éstas tenían otras funciones de tipo administrativo, pero éstas aparecen en las rúbricas adicionadas al final del Fuero, de época anterior, como la CXI y la CXII.


XXXIII.- Sobre el prendamiento de fiadores.
Al que los fiadores tomasen prendas y no acudiera a responder de su prendamiento el viernes primero, y el fiador pronunciase la apelación: «entra y lucha por tus prendas»; si no entrase para defenderse, anúlense y prendan otras; y ello con intervención de testigos.
La toma de prendas era una de las funciones judiciales de los fiadores que tenían, también, otras de tipo administrativo.
Las primeras aparecen constatadas en las rúbricas siguientes del Fuero: I, IV, V, VII, IX, XI, XIV, XV, XVI, XVII, XVIII, XX, XXV, XXVIII, XXIX, XXX, XXXIV, LXXXI, LXXXIX,y XXXVIII (toma de prendas); XXV (mandato para designar fiadores de salvo), XXXIII (mandato de dar palabra), LII (mandato para entrar en el tribunal de alcaldes), XCIV (mandato para transportar armas), CVI (acuerdo conjunto con los 4 jurados del rey y los alcaldes para que no «saquen vestido sobre la caloña del tribunal de alcaldes»), CVIII (registros junto con otro fiador o con un vecino), y en la CXIII (ejecutores de la reclusión de los deman­dados). La funciones administrativas también aparecen en las adiciones últimas del Fuero (rúbricas CXI, CXIII y CXV).
XXIV.- Del que tuviere hijo en su casa.
El hombre de Madrid o de su término, que tuviere un hijo en su casa y a su costa, o a un sobrino, primo o pariente, entréguele a la justicia, si co­metiera un delito; y si así no lo hiciere, peche la caloña. Ello probado con testigos.
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Como puede apreciarse, «el hombre de Madrid o de su término» podía ne­garse a entregar a la justicia a un pariente que viviese a su costa, con tan sólo pechar la caloña establecida. En este caso, se da el mismo trato al hijo y a los demás parientes.
XXV.- Acerca de los fiadores de salvo.
Todo hombre a quien los fiadores dijeran, aunque no sean más de dos fiadores o un fiador con un alcalde: «garantiza, a Fuero de Madrid, de no hacer daño a Fulano, o designa fiadores de salvo», y no la ofreciera en se­guida o no designara los fiadores y dé además la seguridad mentada; y si a pesar de esto hiriere o matare, peche como si lo hubiese garantizado. Sin embargo, si no se atreviera a dar tal seguridad mediante algunos parientes, nómbrelos y los fiadores oblíguenles a dar tal garantía. También, quien hubiere de designar fiadores de salvo, nómbrelos ante dos fiadores o ante un fiador con un alcalde. Y si no ofreciera, empero, tal garantía o no nombrara fiadores de salvo a vecinos destacados, propietarios de casas, viñas o here­dad en Madrid, pague tantas veces dos maravedises como días transcurrie­ren. Mas, si no ofreciera fiadores, preste juramento de que no los ha podido hallar y salga desterrado de Madrid; caso contrario, pague dos maravedises. El juramento debe hacerlo al día siguiente del mandato de los fiadores, y si no fuera así, peche tal y como está consignado en la presente carta.
Aquí se expresa una de las funciones judiciales de los fiadores y alcaldes, antes comentadas.
En esa rúbrica se menciona tres veces el nombre de la villa y en las tres oca­siones está escrito «Madrid», con minúscula, en los pergaminos conservados. Es­te nombre es el más común en el Fuero, pero también aparece escrito «Magerit», «Magirto», «Madrdt» y «Madride» (A. Cavanillas, Memoria sobre el Fuero de Madrid).
Los fiadores de salvo debían ser «vecinos destacados, propietarios de casas, viñas o heredad en Madrid» condición varias veces repetidas en el Fuero.
XXVI.- Del hombre que recurriere al duelo.
Cualquier hombre que apelase a la lid, peche un maravedí a los fiadores; mas, si se armara y saliera fuera de la Villa, pague cincuenta maravedises a los fiadores, siempre que hubiere dos testigos. Y el que sacase fuera a su criado para lidiar por burla o de veras, pague cuatro maravedises habiendo testigos, y si no los hubiera preste juramento.

El Fuero de Madrid admite el reto o desafío, acabase o no en duelo, sola­mente ante el «Concejo mayor» y en domingo, tal y como exige la rúbrica
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LXXIV, como veremos más adelante. La regulación es muy parca frente a otros fueros que lo regulan con todo detalle; el Fuero Real le dedica 25 leyes y Las Partidas, 6.

XXVII.- A propósito de las palabras prohibidas.
El hombre, que a un vecino o a hijo de vecino, a una vecina o a hija de vecina, que a una mujer llamase «puta» o «hija de puta» o bien «leprosa»; también quien aplicara a un varón alguno de los vocablos vedados, «so­domita» o «hijo de sodomita» o «cornudo» o «falso» o «perjuro» o «lepro­so» u otra cualquiera de las palabras que están prohibidas en esta carta fo­ral, peche medio maravedí al demandante y otro medio a los fiadores, si aquel se querellase; en otro caso, preste juramento y niegue las palabras que pronunció. Mas si el otro le replicare con tales palabras prohibidas, no pague coto alguno, sino que vaya lo uno por lo otro; y todo ello mediante el testimonio de testigos. En cambio, si no fuera posible probarlo, jure sobre la cruz que lo ignora acerca de él marche en paz.
Entre «los vocablos vedados», como dice el Fuero, quizás sólo sea necesario explicar el significado que se daba a «sodomita».
Recuérdese que sodomitas eran los naturales de Sodoma, antigua ciudad de Palestina, donde dice la tradición que se castigaba todo género de vicios torpes. Pero es que, además, hay una segunda acepción del vocablo, que es el que comete sodomía, es decir, concúbito entre varones o contra el orden natural, de donde se deduce el sentido que se pretendía dar a la palabra. Eran insultos legal­¡rente prohibidos por su gravedad y se castigaban con una multa de un marave­dí, que se repartían, a partes iguales, el demandante y los fiadores, y por tanto su utilización repetida podía resultar tremendamente cara para el insultador y sus­tanciosamente productiva para el insultado. Pero lo más curioso de esta ley es que en el caso de que el insultado respondiera con la misma diatriba de palabras prohibidas, desaparecía el delito en ambos sentidos: así lo establece el Fuero al decir, para estos casos, «... vaya lo uno por lo otro».
Es necesario hacer observar que en este caso, como en todo el Fuero, es imprescindible el testimonio de testigos y también establece el juramento excul­patorio como en otras muchas ocasiones.


XXVIII.- Del pleito.
Todo hombre de Madrid, que tuviere un pleito con su contendiente, lle­vará un vocero o un pariente u hombre de quien se aconseje; o bien el testigo que presentará en el pleito. Y aunque llevare mas, pero hubiera sido probada su culpabilidad, pague dos maravedises, uno al demandante y otro a los fiadores; y si no hubiera sido probado, jure que no llevó más y salga de la caloña.
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El «vocero» al que se refiere esta ley, es el abogado actual, pudiendo ser su­plido por un pariente u hombre de confianza.
XXIX.- Del que va a pleito por mala voluntad de su vecino.
Todo hombre de Madrid que fue a pleito por mala voluntad de su veci­no, si el testimonio no hubiese sido amañado y se le probase, pague dos maravedises, uno al querellante y otro a los fiadores, siempre que existiera querella y hubiera sido probado; pero si no lo fuere jure por su persona y quede libre; sin demandante, en cambio, no responda a la demanda.
En las tres rúbricas anteriores vemos cómo las penas pecuniarias se reparten, a partes iguales, entre el demandante o querellante y los fiadores.
XXX.- Del que se encontrara donde matasen a un hombre.
Cualquiera que se encontrara donde matasen a un hombre, diga lo que haya visto y, si no le prestaran crédito, jure que no vio más; pero si no quisiera jurar, pague tres maravedises a los fiadores y éstos tómenle prendas hasta que preste juramento; y si no lo prestase cáigales en perjuicio.
La necesidad de asegurarse que el testigo no había participado en el ho­micidio obliga a exigirle juramento de «que no vio más», es decir, de que decía toda la verdad, estando obligado a jurar si no quería caer en perjurio.
XXXI.- Nadie responda sin demandante.
Con motivo de cualquiera riña que ocurriere no se responda a la de­manda; si no existe querellante.
Era indispensable que alguna persona se querellase contra otra para que ésta pudiera ser demandada, lo que quiere decir que, en estos casos, la demanda no podía proceder de ningún órgano establecido, ni siquiera jurídico, debía ser una persona -el querellante- el que demandara.
XXXII.- Del hombre que se querellase.
... a la manera que ordena este documento; y si no, preste juramento, acompañado de dos vecinos, de que no lo hirió ni fue el causante de las lesiones y prosiga en paz. Entre caballeros, tales lesiones el herido se las reciba y si invocare el fuero especial no peche el causante el haber o dine­ro de la multa o caloña.
Como se observará el comienzo de esta rúbrica está incompleto. Es aquí, preci­samente, donde faltan las 8 hojas perdidas a las que nos referimos anteriormente.

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Al principio del cuaderno original que contiene ésta y las rúbricas siguientes exis­te un índice incompleto, escrito en letra muy pequeña, posterior a los acuerdos del Concejo, de donde puede deducirse, con aproximación, que son 8 las hojas que faltan. Por el contenido del índice se sabe que trataban, entre otras, de «la ley de los bueyes y de las ovejas», «la ley de los puercos», «la ley de los quinteros», «de manquadra... e de renovo» (transcripción del original que se refiere al mutuo juramento que hacían los litigantes de obrar sin engaño y la renovación de una querella después de haber sido satisfecha en juicio, respectivamente), «de berno vedado», «que hubiere sospecha de muerte de hombre y por esas heridas murió» y «de quien matara herederos siendo morador de casa alquilada».
En esta ley se nos habla de «caballeros», de donde deducen algunos autores, como A. Millares Carlo, que había en Madrid hidalgos y caballeros. A nosotros nos parece la interpretación, como poco, discutible, pero en cualquier caso ha de notarse que la igualdad ante la ley es absoluta y que «el noble residente en el Concejo podía acogerse al régimen de caloñas, propio». Esta es la interpretación que nos da Gibert de la mención que hace la ley al «fuero especial».
,XXXIII.- Quien hubiere de dar seguridad.
Quien por mandato de los alcaldes tuviere que dar seguridad o su pa­labra de no ocasionar muerte o lesión, préstensela los dos parientes más cercanos por ellos y por sus propios parientes; mas si acerca de alguno dije­ran «no me comprometo a asegurarle» vayan los fiadores a él y oblíguenle a dar su palabra en favor suyo.
Aquí aparece una función judicial específica de los alcaldes, como se ha co­mentado anteriormente, así como también de los fiadores.
Obsérvese que si los «parientes más cercanos» no daban su palabra en favor de la persona referida, los fiadores obligaban a éste a darla en su propio nombre.
XXXIV.- De la renovación de querella.
Todo hombre que hubiera vencido a su contendiente en juicio de al­caldes y después se lo negare peche dos maravedises, si le probasen la ne­gativa; un maravedí para los fiadores y el otro al querellante, si entablara demanda de renovación.
La «demanda de renovación» era la querella que se reavivaba después de ha­berse realizado el juicio sobre la misma.
XXXV.- Del juramento mutuo o mancuadra.
Cualquier hombre de Madrid que demandare particularmente a otro a ba de medio maravedí, jure primero la mancuadra, y si no la jurare, no la
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haga caso; mas si jurase y después lo venciese en justicia, peche una cuarta por la mancuadra que le obligaba a jurar, y además tenga derecho a la demanda relativa al objeto del vencimiento.
Ya se ha dicho en los comentarios de la rúbrica XXXII el significado de la «mancuadra».
La «cuarta» era un cuarto de maravedí de plata. Las monedas que se citan en el Fuero son: «maravedíes» (de plata), «maravedíes de oro», «sueldos», «di­neros», «cuartas», «octavas» y «meajas».
Aunque no hay unanimidad en los eruditos sobre las equivalencias de las monedas que circularon en Castilla, para dar una idea al lector del valor relativo de estas monedas diremos que el «maravedí» valía la tercera parte de un «real» de plata, el «maravedí de oro», de 16 quilates, equivalía a 6 maravedís de plata y éste a 4 «sueldos», que se dividían en 6 «dineros», y cada uno de estos tenía 6 «meajas»; la «cuarta» y la «octava» (u ochava), eran la cuarta y octava parte del «maravedí», respectivamente. Para dar al lector una idea más completa del valor de estas monedas, diremos, a título de ejemplo, que una libra (equivalente a 460 gramos en Castilla) de oveja de cabra buenas, se vendía a 3 dineros; la de oveja o cabra viejas a 2 dineros y 1 meaja; arroba y media (17,25 Kg.) de bogas o arroba y cuarto (14,4 Kg) de barbos grandes, se vendían a 1 maravedí, y una arroba (11,5 Kg.) de pescado de río menudo, costaba medio maravedí. Pero es necesario tener en cuenta que la pesca fluvial era entonces muy abundante en Madrid.

XXXVI.- Donde los jueces o alcaldes no se pusieran de acuerdo.
Y si los alcaldes con algún motivo de algún juicio no se avinieren, a donde los más se inclinasen, eso sea; mas si la mitad se inclinasen a una de­cisión y los demás a otra, reúnanse los cuatro jurados del rey con ellos, a fin de dictaminar con más justicia; y hacia donde la mayoría se decida ocurra así a causa de ello.
Hay dos expresiones en esta ley dignas de destacar:
- «A donde los más se inclinasen, eso sea (o los mais se otorgaren eso pase)». - «Y hacia donde la mayoría se decida ocurra así a causa de ello (et si los mays se otorgaren, por ipso pase›.
Se establece el principio de la mayoría cuando no había acuerdo entre los alcaldes y con qué sencillez, claridad y precisión se expresa. Si hubiera empate entre los alcaldes -recuérdese que eran 4 con toda probabilidad- se daba partici­pación entonces a los jurados del rey, que también eran 4, decidiendo entonces la mayoría de los alcaldes y jurados conjuntamente; pero obsérvese que podría darse un nuevo empate ante lo cual no dice nada el Fuero. Y no debemos pasar

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por alto, tampoco, que los jurados del rey, -nombrados por éste- entran en el asunto sólo cuando los alcaldes -elegidos por el Concejo- no consiguen decisión mayoritaria entre ellos.

XXXVIL- Quien desmintiera a un alcalde.
Cualquier hombre que desmintiese a un alcalde o manifestare: «recono­ciste una mentira» pague cinco maravedises.
Pone de manifiesto aquí el Fuero el respeto que esta ley obligaba a tener a las decisiones de los alcaldes en la administración de justicia. Compárese esta situación de respeto obligado por la actual, en la que, en ocasiones, se pone públicamente en tela de juicio la sentencia de un tribunal, sin que ello sea pu­nible, actitud aún más inconcebible si se tiene en cuenta que casi siempre estas actitudes vienen determinadas por posturas interesadas personales o de grupo, pero nunca por interés general de estricta justicia, aunque frecuentemente se pretenden ocultar aquellos con máscaras que parezcan de estas otras. He aquí una ley corta, llana, precisa, de la que, entre otras muchas, cabría extraer ense­ñanzas importantes, perfectamente aplicable en la actualidad en el fondo, aunque precisase, como es natural, su acomodación al presente.

XXXVIII.- De los fiadores que marcharan a la toma de prendas.

Los fiadores que marchasen al apoderamiento de prendas, deposítenlas en casa del fiador donde residiese el prendado. Y cuando el prendado haya reco­nocido a los fiadores del derecho al prendamiento, y no entregara las pren­das, dóblelas el fiador de su colación o parroquia. Pero si debido a su propias prendas, el prendado hubiera de tomarlas, y a pesar de ello fueren los fiado­res a prendarles, salgan del cargo, porque no son dignos de pennanecer en él.
He aquí una de las funciones encomendadas a los fiadores en «apodera­miento de prendas». El significado de las «prendas» en esta ley es el de cosas muebles, como alhajas, enseres domésticos, etc., que se pueden tomar y vender para resarcir un daño.
Se menciona ya en esta ley la «colación o parroquia», demarcaciones ecle­siásticas que se adoptan también en la vida civil, en las que se dividían las ciu­dades o villas y sus ténninos.
Como veremos en la primera ley de la carta del otorgamiento (rúbrica CIX del fuero), la villa de Madrid estaba dividida en 10 colaciones o parroquias que, por su situación geográfica de sur a norte, eran las siguientes: San Andrés, San Pedro, San Justo, San Miguel, San Salvador, Santa María, San Nicolás, San Juan, Santiago y San Miguel de la Sagra, ésta última fuera del recinto amuralla­do. Por lo tanto, había 10 fiadores, uno por cada colación.


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Los abusos de autoridad en el prendimiento eran motivo de cese en el cargo ¡xx no ser «dignos de permanecer en él».
XXXIX.- De los ejidos y abrevaderos.
Los justicias de Madrid declaren públicamente los ejidos, donde el gana­(lo de los madrileños entre y abreve sin vacilación alguna: donde está si­tuado Mangranillo y Beba en el río Jarama. Otro abrevadero está en la aldea (lo Belengo y Caserío de Juan Muñoz; y otro entre el arroyo de Rejas, el caeiserío de Juan Muñoz y el Atarafal; otra entrada en la Quebrada y otra en ,, I vado de Cid Fortes, que rebasa al río Henares; otro abrevadero desde el ,,oto del Verrueco hasta la senda divisoria; y otro en el vado de Carros; y ,le] vado de Sauce hacia abajo; igualmente, desde Calabazas hasta el Con­costo, y donde está situado Nobdes en el Guadarrama, desde tal lugar hacia ahajo den de beber al ganado. Otro abrevadero en el vado Arenoso, desde la Forre de Abén Crespín hasta la cueva de Olmeda; y del Moral de la Almu­ina hasta Codo, bajo las casas; y otro donde se encuentra Rabudo en el Guadarrama. Del arroyo de Fonteforosa hasta el Soto de Pedro Glodio del Anora arriba, a donde quisieren. Y desde donde se encuentra el arroyo de ,Atocha en Valnegral hacia abajo. Sin embargo, quien labrase la tierra a partir del majuelo de Sancho Coso pierda su labranza y peche además se­senta sueldos. Pero en el prado de Caraque pazcan los bueyes y cuadrúpe­dos, excepto en lo que esté labrado. También desde el majuelo de Locrabo­no hasta el linar de Mohadal; y en Sumas Aguas, adonde lleguen a abrevar el ganado de una parte a otra.
Importantísima esta rúbrica para conocer la extensión del alfoz madrileño, así como la situación de los lugares comunales para pastar y abrevar.
En primer lugar, recordaremos al lector el significado de algunas palabras de esta rúbrica, de uso frecuente en el mundo rural, pero probablemente olvidadas en el ambiente urbano. El «ejido» es una extensión de terreno de propiedad comunal, que no se labraba, al que se llevaban los ganados a pastar y en el que solían establecerse, también, las eras. Los «abrevaderos» son lugares en los que existe un estanque, pilón, arroyo o manantial para dar de beber al ganado.
Nótese en el texto de esta ley que los ejidos solían disponer también de abre­vaderos. «Vado» es un paraje llano y poco profundo en el río, por donde se puede pasar con suelo firme. Un «soto» es un lugar poblado de árboles y ar­bustos. Una «senda», es un camino por el que transitan personas y ganados (en la Edad Media, «senda» tenía significado distinto del de hoy; entonces no era «camino estrecho»). Los «prados» son tierras muy húmedas en las que se cría hierba para pastar los ganados. Un «majuelo» es una viña, lugar donde se cultiva la vid. Un «linar» es una extensión de tierra donde se cultiva el lino.
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Dicho esto, veamos los diversos lugares que se citan en la rúbrica para dar al lector una idea aproximada del alfoz del Concejo de Madrid.
Por un lado se citan los ríos o arroyos siguientes: Jarama, Rejas, Henares, Guadarrama, Fonte Forosa y Atocha. Obsérvese que no cita el río Manzanares, pues este nombre aparece ya en el siglo XVII, (Oliver Asín, Historia del nombre de Madrid) denominándose hasta entonces río Guadarrama, palabra etimológi­camente derivada del árabe «wadi-ar-ram-la» (río del arenal).
El río Jarama, al este de Madrid, pasa por Talamanca de Jarama, confluye con el río Guadalix entre Fuente el Saz y el castillo de Viñuelas, discurre hacia el sur entre el aeropuerto de Barajas y Paracuellos de Jarama, cruza la carretera Madrid-Barcelona en el Km. 15,500, bordea por el este San Fernando de Hena­res, donde se le une el Henares, uniéndose al Manzanares junto a Vaciamadrid, pasa después junto a San Martín de la Vega, se une al Tajuña cerca de Titulcia y afluye al Tajo en Aranjuez.
El arroyo de Rejas recoge las aguas de Canillejas y el barrio de San Blas, cruza la carretera Madrid-Barcelona en el Km. 9,200 y discurre hacia el este bordeando la colonia Fin de Semana, afluyendo en el Jarama a la altura del Km. 15,500 de dicha carretera, a 1 Km, al norte de este punto.
El río Henares bordea por el sureste Alcalá de Henares y afluye en el Ja­rama, entre San Fernando de Henares y Mejorada del Campo.
El río Guadarrama, hoy Manzanares, nace en la Sierra de Guadarrama a la que da nombre, discurre en primer lugar por Manzanares el Real (de ahí su nom­bre actual), forma junto con los arroyos de Navacerrada y Mediano, entre otros, el embalse de Santillana, discurre después hacia el sur entre Hoyo de Man­zanares y Colmenar Viejo, pasa junto a El Pardo, atraviese Madrid desde Puerta de Hierro hasta Villaverde Bajo y afluye en el Jarama al sur de Vaciamadrid.
En cuanto al arroyo de Fontes Forosa no conocemos su situación geográfica por haberse perdido en la toponimia posterior, pero se conoce alguna cita de la aldea de Furosa, hoy desaparecida, probablemente situada en la margen oeste del Manzanares y al sur del arroyo de la Zarzuela.
El arroyo de Atocha, hoy desaparecido, recogería las aguas de la cuenca de la actual glorieta y desembocaría en el arroyo Abroñigal que discurría por el trazado actual de la M-30 (Este).
Vamos a describir ahora someramente donde estaban situados los ejidos y abrevaderos que cita el Fuero.
Mangranillo es un cerrillo de cota máxima 661 m. situado entre San Sebas­tián de los Reyes y el río Jarama. Beba estaba situado en el valle por el que dis­curre el arroyo Valdebebas, que recoge las aguas de la cuenca de Valdebeba, entre Las Jarillas y El Encinar de los Reyes, a la altura de los Km. 7 y 8 de la carretera Madrid-Burgos, avanzando en dirección este hasta afluir en el Jarama, a 4 Km al noroeste de Barajas. Si el Fuero se refiere a un sólo ejido, como

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parece desprenderse del contexto de la ley, esta propiedad comunal tendría no menos de 5 Km. a lo largo de la margen oeste del río Jarama.
La aldea de Belenego y el caserío de Juan Muñoz han desaparecido de la to­ponimia actual, si bien existe el caserío La Muñoza, probablemente relacionado con aquél, situado entre las pistas del aeropuerto de Barajas y el río Jarama, por lo que cabe suponer que estaba situado en estos parajes, puesto que el Fuero los describe en la dirección norte-sur a lo largo de la ribera derecha del Jarama.
El ejido situado entre el arroyo Rejas, antes descrito, el caserío de Juan Mu­ñoz y el Atarafal estaría situado entre dicho arroyo y el caserío de La Muñoza. La Quebrada y el vado Cid Fortes debían estar situados en la margen derecha del Jarama, a su paso por San Fernando de Henares, cerca de la desembocadura del Henares, pues en la toponimia actual se conserva el nombre de El Vado para unos terrenos allí situados.
El Soto de Berrueco, junto con Sotil de Lobos y Madres Viejas, eran tierras cuya renta de caza pertenecía al propio de la villa de Madrid. Esta última lin­daba con la dehesa de Piul, perteneciente en el siglo XVI al monasterio de San Lorenzo de El Escorial; en la toponimia actual existen terrenos denominados El Soto y El Piul, lindantes en la margen derecha del Jarama, entre Velilla de San Antonio y La Poveda, en el término de Rivas-Vaciamadrid.
El vado de Carros estaba situado, probablemente, en la orilla izquierda del Jarama, cerca del camino de Valdecarros que confluye con la carretera de Cam­po Real.
El vado de Sauce no figura en la toponimia actual, pero cabe deducir que es­taría situado en la ribera del Jarama, entre La Poveda y la desembocadura del Manzanares en el Jarama.
El ejido desde Calabazas hasta el Congosto está citado en el libro Becerro de la Hacienda y Propio de Madrid, de 1645, como el «ejido de Congosto» y le sitúa a la «otra parte del río de Madrid (río Manzanares), por bajo del Soto de Vaciamadrid», es decir, en la desembocadura del río Jarama. En la toponimia actual existe un camino denominado de Congosto en la curva que describe el Manzanares en su desembocadura al Jarama.
Nobiles no se conserva en la toponimia actual, pero cabe pensar que estaría situado en la ribera del Manzanares, al sur del ejido del Congosto.
El vado Arenoso se extendía desde la Torre de Abén Crispín, aldea de Ma­drid, situada en la cañada real de las Merinas, 1 km. al sur de Perales del Río, lugar de Getafe; al oeste de este lugar existe actualmente un paraje denominado Torre. El otro extremo era la cueva de Olmeda, de la que desconocemos su ubicación.
No conocemos referencias geográficas del Moral, la Almunia y Codo. Por la forma en que el Fuero va describiendo los ejidos, puede pensarse que estarían cerca del vado Arenoso.

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Rabudo era una aldea de Madrid, que se encontraba en el camino de Getafe a la casa de la Torrecilla, donde atraviesa la Cañada Real de las Merinas el
Manzanares.
Del arroyo Fontes Forosa ya hemos hablado antes; Pedro Glodio es proba­lemente un nombre patronímico y Anora es el nombre antiguo de «noria», lo que prueba la existencia de las mismas en el Madrid de la época.
El ejido situado en Valnegral estaba junto al arroyo de Atocha, del que ya i hemos hablado antes.
El majuelo de Sancho Coso parece, también, un patronímico del que igno­ramos su situación.
El prado de Caraque, seguramente, estaba situado en Carabanchel de Arriba, según manifestaciones de los propios vecinos.
Desconocemos la situación del majuelo de Locrabrono y el linar de Mohadal. Sumas Aguas permanece en la toponimia actual como Somosaguas, en Po­zuelo de Alcorcón, cerca de Húmera, quinta regada por el arroyo de Auteunia, que desemboca en el Manzanares junto al hipódromo de la Zarzuela.

XL.- Del puerco cogido en una viña.
Todo hombre que hallare cerdos en su misma viña, cobre una multa de dos dineros y una meaja por cabeza desde marzo hasta la recogida de la vendimia; y entre la especie o el dinero de la multa tome lo que quisiere; y si no hubiese sido pagado en especie, no pierda su coto por ello. Igual­mente, arriba de diez cerdos, si matare alguno, quede muerto en el lugar, no siendo puerco de ceba; preste juramento el amo de la viña de que lo encon­tró en la suya y que por ese motivo lo mató, y quede allí.
Es necesario indicar que en Castilla se labra en marzo y se efectúa la reco­gida de la uva (vendimia) en octubre, de ahí la condición temporal que figura en esta ley.

XLI.- Ferias de la Cuaresma.
Acerca de las ferias permanezcan siempre conforme a Fuero; nadie tome prendas en la Cuaresma, y quien algo hubiera de dar y no lo efectuase has­ta Lázaro, preste testimonio y dóbleselo por Pascua, excepto si fuese una heredad.
El precepto de exceptuar el tiempo de Cuaresma a efectos jurídicos, se man­tiene después en el «Fuero Real» (ley 1, título 5, libro II) y en las «Partidas». El día de Lázaro es el domingo de Pasión.

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XLIL- De las ferias de agosto.
Cualquier hombre que cosechase trigo, no responda a la querella de su contendiente, ni éste a aquél; sin embargo, los hombres que trigo no re­colectasen respondan unos a otros.
Estas fiestas celébranse desde el primer día de junio hasta el primero de agosto.
La época en la que se recolectaba la cosecha en el sur de Castilla, se exten­día de mediados de junio a primeros de agosto.
Otros fueros hablan de la feria de la vendimia, pero el Fuero de Madrid no la menciona.

XLIII.- Del que jurase o testimoniara en falso.
A quien le fuera probado que juró en falso, o prestó testimonio falso, con dos testigos, que los alcaldes vean son imparciales, rápenlo y no inter­venga más como testigo; mas si fuera mujer, apaléenla a través de toda la ciudad y no intervenga más como testigo.
Aquí se observa una intervención más de los alcaldes en los juicios cele­brados por denuncia de falso testimonio. Aparece el castigo de rapado, lo que evidenciaba ante los demás el castigo sufrido, además de perderse la facultad de ser testigo, pena muy importante entonces cuando los testigos constituían prácti­camente el único medio de prueba, junto al juramento.
En el caso de que fueran mujeres, se las mandaba azotar públicamente y también se las incapacitaba para ser testigos en lo sucesivo.
Estas penas, excesivamente duras desde la perspectiva actual, como otras muchas recogidas en el Fuero, no lo eran tanto en aquella época. Compárese con la pena que establecía por falso testimonio el Fuero Juzgo, que rigió fundamen­talmente en el reino de León y en el de Toledo y en el que se establecía una pena de cien azotes, no pudiendo ser testigos en lo sucesivo, perdiendo la cuarta parte de sus bienes en favor del ofendido y, además, prisión perpetua; se com­prenderá entonces que el Fuero de Madrid no era excesivamente duro en el cas­tigo de este delito.


XLIV.- Quien hiriere o mesare en una asamblea.
El que en el tribunal de alcaldes o en el Concejo Mayor hiriese o mesare a otro vecino, no pechen la multa cuantos prestaren ayuda al herido; sin embargo, cuantos ayudasen al agresor paguen el coto de veinte maravedises a los fiadores.
Recordemos al lector el significado de «Concejo Mayor», ampliamente co­mentado en rúbrica XIII, que trata «del que penetrara por la violencia en casa de un vecino».
«Los concejos abiertos» a los cuales, a campaña teñida, concurría todo el ve­cindario, se celebraban en un extenso corral, destinado a cementerio de la Parro­quia de El Salvador; hoy ha quedado a espaldas de la casa de la calle Mayor n4 108 y 110, frente a la plaza de la Villa.
Véase lo que escribimos anteriormente en el artículo dedicado a «Madrid, Concejo abierto».

XLV.- De la casa de vecino.
Todo hombre que entrara en casa de un vecino durante la noche, a fin de cometer deliberadamente un mal y deshonrase al hombre o mujer de la casa, y se le probara con dos testigos, peche cincuenta maravedises; mas si no existiesen testigos, demuestre su inocencia con seis testigos y con él siete. Y de pecho perciban los fiadores dos partes y la tercera el demandante.
Obsérvese una vez más el reparto de caloñas; dos tercios para los fiadores y un tercio para el demandante. También vuelve a repetirse en esta ley la ne­cesidad de dos testigos para probar la culpabilidad y seis (más él mismo, siete) para probar su inocencia. No hay que olvidar que la inviolabilidad de «la casa» era uno de los derechos más protegidos de los castellanos.

XLVI.- Del mudo o sordo.
Quien mesare o hiriere, ya sea un hombre mudo o sordo o fuera de juicio, no peche coto alguno, ni a él por algo.
Los disminuidos físicos quedaban exculpados de las heridas producidas a otras personas; sin duda se daba por supuesto una defensa propia o, en último caso, un trato de favor en la ley.

XLVII.- Del que mesare a un forastero.
El vecino que mesare o azotase a un albarrán o forastero nada pague; pero el albarrán que mesare o hiriere a un vecino o a morador, pague el coto entero.
Aquí, como en otras partes del Fuero, se establecen penas claramente dife­renciadas si se aplicaban al vecino o morador, o bien habían de ser aplicadas al albarrán o forastero.


XLVIII.- Quien viere a su pariente.
El hombre de Madrid que viese a un hermano o pariente suyo con vo­luntad de matar a algún hombre, y con buena intención lo azotara o mesare, no pague coto alguno. Pero si existiere sospecha contra él de que le ofendió
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por malquerencia, demuéstrese su inculpabilidad con dos vecinos honrados o parientes y no peche; sin embargo, si no pudiera probarla, pague el coto.
Es de resaltar el hecho de que la palabra de los «parientes», en este caso, tenía el mismo valor que la de los «vecinos honrados».
XLIX.- Del que matare a un heredero.
Y todo hombre que matare a un propietario o hijo de propietario de la Villa, pague el coto de la Villa, y, si no pagara, ajustícienlo. Y como tal he­redero se considera a quien tenga casa propia en Madrid y viña o heredad. Si tal propietario, empero, matare a un morador, que viviese en casa de alquiler, peche veinte maravedises.
La definición que se hace del «heredero» es clara y concreta: «quien tenga casa propia en Madrid y viña o heredad». También aquí se observan las penas diferentes impuestas por el mismo delito, dependiendo de que el inculpado fuera «propietario» o «morador».
L.- De quien jugase al chito.
Todo hombre que jugara a los chitos, y al arrojar el tejo, hiriera y no matara, pruebe su inocencia con seis vecinos y él mismo el séptimo de que no quiso herirlo; además, pague la cantidad para curar la llaga y no peche ningún otro coto. Sin embargo, si no pudiere probarla, pague el coto.
El chito es un juego que consiste en arrojar tejos o discos de hierro contra un pequeño cilindro de madera, llamado tango, sobre el que se han colocado las monedas apostadas por los jugadores; el jugador que logra derribar el tango se lleva todas las monedas que han quedado más cerca del tejo que del tango. El siguiente jugador arroja su tejo y gana las monedas que se hallan más cerca de éste que del tango, y así sucesivamente.
Hay que pensar que el Fuero está recogiendo, probablemente, una acción malintencionada que con apariencia de juego (lanzamiento del tejo), puede cons­tituir una agresión disimulada y por eso la castiga.