jueves, febrero 17, 2011

La Olma de Pedraza (Eugenio Noel, España nervio a nervio 1924)

LA OLMA DE PEDRAZA

Turégano, Coca, Sepúlveda, Cuéllar y Pedraza. ¡He ahí cinco villas recias de fiero abolengo castellano, cinco pueblos peanas de castillos que fueron formidables y hoy, en ruinas ya, en escombros, como Castilla, son evocación de grandes días fastos! ¡Oh, más que todos divino castillo de Coca, joya de arte! Yo muchas veces, con los dos Zuloaga, he meditado en ti, dentro de tus murallas, incomparable señorial fortaleza de los Fon­seca; he leído ante tus restos el libro de Diego López: La car­pintería de lo blanco y tratado de alarifes...

Pedraza, página viva de la más hermosa novela que han es­crito los hombres: de la Historia. Si, viniendo de Sepúlveda, buscáis en el horizonte la villa antiquísima, la veréis entre dos cerros. Una hondonada de exuberante vegetación, y en la única puerta de aquella muralla que aun hoy guarda al pueblo de Dios sabe qué codicias. La subida es áspera, difícil; pero el alma se extasía contemplando la severa silueta del castillo, orienta­do, como todos los castillos, en un magnífico sitio. Hay que detenerse muchas veces para recibir íntegra la impresión de fuerza de aquel baluarte, de un modo soberano enfilado en la altura sobre los depósitos cretáceos sedimentados al pie de la cordillera, dominando inaccesible para los enemigos la cañada y la villa con ese aire de las torres castellanas, que no se pa­rece al de las otras torres.

Ya en el pueblo son delicia de los ojos aquellas casas vetus­tas, vestigios romanos, huellas románicas, góticos recuerdos, ven­tanales abiertos en los ángulos de los edificios, piedras mol­deadas por el Renacimiento, solares hidalgos, panerones y al­hóndigas con su aspecto de casas fuertes, sus hierros forjados a brazo, balaustres y saledizos interesantes, escudos que hablan de rancias empresas afortunadas.

Cuando, en los días de fiesta, entra por esa única puerta abierta en la muralla la cabalgata de los serranos —ellas con su refajo corto amarillo, o rojo de franjas o esquirpas negras, sus cintillos y arracadas, sus manteos o briales, que nada en­vidian a los viejos de jafe, a los paños broslados, a las torrei­nas de bulto; ellos con sus albarcas y zahones, su tez curtida y morena, a la algara de las mozas, en sus sillas ginetas o bri­donas de largas estriberas, el pañuelo atado a la cabeza bajo el tarteño, quién sabe si recuerdo del almófar o de la cofia de lino en que envolvían los guerreros sus cabellos, quién sabe si eso de más lejos, del kufiléh de los almohades...— parece que la ciudad vuelve al tiempo de los Velasco y que las arcadas y columnatas de la plaza recobran el esplendor pretérito...

Son buena gente esos campesinos. Vienen de Navarra, de Aldealuenga, de Gallegos, Matalabuena, Prádena y Arcones; gen­e toda nieta de pelaires y de comuneros, que se rebeló con terquedad castellana a cambiar de costumbres y de trajes y a cuya aparición la villa salta siglos atrás a la edad de la pe­queña iglesia de Nuestra Señora del Carrascal, corno si la visión de aquellas ancestrales reliquias suntuarias la devolviera a ella.

El castillo gigante de los condestables vela. En una de sus torres, tal vez en esa única torre que hoy se yergue entera y desde la que hemos visto la bermeja tierra segoviana, Fran­cisco I dejó en rehenes sus dos hijos, que fueron luego reyes de Francia. Cuatro años estuvieron allí, y el castillo, orgulloso, corno si fuera consciente de su pasada gloria, dice altanerías que el artista sabe interpretar, que caen sobre la villa como menudas hojas invisibles de un árbol de estirpe despojado.

—Ese hombre es de Orejana —dice, señalándonos un labriego.

Y ese nombre es una revelación. ¿No nació allí Aureliana, la madre de aquel emperador romano, todo él ibero hasta los huesos, Trajano el enorme? Trajano, afirman, nació aquí, en Pedraza. En la cercana cueva de la Griega han encontrado hue­llas de otros tiempos... Pero Pedraza tiene dentro de sus mura­llas algo que vale más que Trajano el enorme. Y ese algo es... un árbol.

Y ese árbol es como el castillo: rudo, inmenso, viejo e in­mortal.

¿Quién le plantó allí en el ángulo de la plaza? ¿Quién le dejó crecer hasta que con su ramaje diera él solo sombra al mer­cado de los lunes? Podéis creer que los hijos de Francisco I; podéis sin inconveniente imaginaros que fuera Trajano mismo. Es tan viejo, que asombra; tan fuerte, que pasma. Muchos hom­bres, abiertos los brazos en rueda de rondelo, no pueden abar­car su tronco. Sus brazos gigantes se abren a colosal altura en tres grandes grupos de ramas, a la manera de la hoja del trébol. Las viejas casas de las cercanías podrían guarecerse en ellas sin tocarlas, como las chozas de los africanos bajo los árboles descomunales de que hablan los viajeros. Y no es un cedro del Líbano, ni una Sequoia de California, ni un eucalipto de Aus­ralia: es una cima.

Cerca de ella hay un templo, el templo románico de San Juan, rodeado de un pórtico alto con grandes bolas por adorno. Aquel templo tiene en la fachada una inscripción muy bella: Esta casa es casa de oración.» Las raíces de la olma crecieron bajo el templo románico. Y un día cualquiera, las losas del pavimento se desunieron, las raíces quebraron las lajas, y ellas nismas, hinchadas y libres, serpentearon por la iglesia.

La olma generosa, al sobreviviese, ha derramado en el esp­acio lo que arrancó en las entrañas de la tierra, y si destroza el suelo de la iglesia vetustísima, extiende su velario imponente sobre la plaza. Su vejez es simbólica. Cuándo Pedraza no exista, sin duda la olma seguirá tendiendo sus ramas sobre el vasto sepulcro. Hoy reina sobre la villa; y el castillo, con sus viejas leyendas y fulgurantes historias, no vale lo que ella vale. La savia corre entre las fibras como agua en las vetas serranas, y esa savia es, como el agua de la sierra, fresca y franca vida. Más afortunada que los álamos castellanos, rendidos al hachazo vil, la olma de Pedraza crecerá aún más, y, como Castilla, será más bella a medida que vaya siendo más vieja.

Ante la olma os preguntáis: ¿Qué limo tiene esta tierra que hace así germinar tal árbol? ¿Es que el genio castellano se reveló todo entero en él, o fue que quien lo plantó poseía en el corazón el secreto de la eternidad? Cuando a Pedraza otras ciudades le nieguen su Trajano, recabando para ellas el orgullo de haberle engendrado, Pedraza podrá afirmar, señalando su alma: La tierra que produjo tal árbol bien pudo engendrar tal emperador.


Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
pp. 23-26

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