jueves, febrero 24, 2011

Ante el sepulcro del Cardenal Cisneros en Alcalá de Henares (Eugenio Noel, España nervio a nervio 1924)

ANTE EL SEPULCRO DE CISNEROS EN ALCALÁ DE HENARES

Un buen paseo el de esta mañana río adelante frente a los collados del Gebel Zulema y entrando audazmente en los bos­quecillos de las fincas que han acotado casi toda la orilla de­recha del Henares. ¿En qué pensar por estos sitios si no es en Cervantes? El 18 de diciembre de 1580 él mismo firmaba un documento en el que declara ser natural de Alcalá. Toda su vida aventurera pasa por nuestra imaginación: su estancia en Italia, su existencia de soldado, la tragedia de Argel, sus amarguras de Madrid, Lisboa, Esquivias; su comisaría de abas­tos; su asendereado trajín de mercader pobre; su empleo como agente ejecutivo de la Real Hacienda; su prisión en las cárceles de Castro del Río y Sevilla; su peregrinación por aquellas po­sadas, en las que no había otra luz que «la que daba una lám­para que colgada en medio del portal ardía», y en cuyas camas de cuatro mal lisas tablas tenía por cobertores las enjalmas de los machos y sábanas hechas de cuero de adarga y mantas de angeo tundido, y por colchón, uno lleno de bodoques...
Por las rondas llegamos al parque de O'Donnell y el Cho­rrillo. Los alemanes internados del Camerón toman el sol a grandes zancadas o miran melancólicos los hermosos cipreses del cementerio. No sabemos por qué esos cipreses nos han traído a la memoria la Universidad y el pálido y grave sem­blante de Cisneros. El alma, un poco preocupada, se abandona, no obstante, al recuerdo de esta figura recia que fue allá en la adolescencia pasada en el Seminario, tema de tantas medita­ciones. Y lentamente, por San Bernardo, por San Felipe, descu­brimos la plaza de los Santos Niños y entramos en la Magistral, la bella iglesia tantos años en restauración.

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Sobre el sepulcro de Cisneros los operarios han coloratIn haquetas y gorras. Toda la vastísima iglesia es ocupada por enorme andamiaje, y hace frío en ella. Sentado en la gradería del altar mayor, contemplo la obra de Bartolomé Ordóñez y pienso en el que descansa en humilde caja de muerto bajo esa fábrica orgullosa de piedra. Dentro de pocos días vendrán, con el aparato acostumbrado en estos casos, los celebrantes del centenario y habrá discursos, muchos discursos, los famosos discursos hispánicos, hueros de profunda exégesis, plagados de lugares comunes, copia matemática de lo que se ha venido escribiendo sobre Cisneros durante siglos, sin que por casualidad se le haya ocurrido a ninguno otra cosa que documentarse en los libros en que todos los antepasados se documentaron. ¡Ah! El que más, sin duda alguna que hablará de Prescott y aliviará de hechos el Archetypo de virtudes y espejo de prelados, no sin aprovechar la ocasión para hablar de la política de nuestras días y echar de menos en ellos un Cisneros... el Cisneros del auto de fe de Bib-Rambla.
Los centenarios entre nosotros son así: un homenaje ciego, alabanza a todo trapo, agresión y mordacidad contra los quo no opinen como nosotros. El De rebus gestis de Gómez de Castro y una exhumación del discurso 12 del tomo IV del Teatro crítico de nuestro imprescindible Feijoo: he aquí lo que destellará en los cercanos días del centenario. Lafuente a todo pasto; eso tampoco faltará, como no faltará una descripción del reinado de los Reyes Católicos, con alusiones al testamento Doña Isabel, leído en los Anales y Discursos varios, de Galíndez de Carvajal y de Dormer. Pero al verdadero Cisneros ¿cuándo le conoceremos?... ¿Cuándo poseeremos acerca del hosco y genialísimo arzobispo de Toledo un libro ibérico que responda al concepto científico de certeza, que nos libre de la investigaciones históricas detallistas, de las orientaciones individualistas, de las influencias filosóficas que construyen estáticamente los hechos? ¿Será posible algún día que un español que ofrezca ese libro sin sistematizaciones ideológicas, un más allá sobre Lamprecht, sobre el mismo Kurt Breysig, sobre las basa étnico-geográficas que diera Lager con tan admirable acierto a su Historia de la literatura alemana? No es posible que nos contentemos hoy en rebuscar en Lucio Marineo Sículo y Pedro Mártir de Anglería, como indica poco cuidado que se le recomienden al pueblo los dos volúmenes sobre. Cisneros de Mersollier y aun los libros de Brandier y el gran Hefele, con no haberlos superiores a ellos.

Aquí, delante de esos restos del gran Cardenal, se odian más que nunca las nubes de retórica y los aspavientos que acostumbramos los españoles a idealizar o discutir nuestras figuras históricas. ¿Qué mayor homenaje al franciscano inmor­tal que conocerle tal cual fue? ¿Y qué mayor escarnio para un país que derramar, al cabo de tantos años, sobre la tumba del fundador de tantos colegios, flores de fanatismo, en vez de ideas claras de comprensión? Aunque parezca mentira, no sa­bemos todavía cómo fue Cisneros; es decir, sabemos poco más o menos lo que los niños aprenden en sus primeras letras. Fléchier, Balbín de Unquera, Brieva, cuantos han escrito de él, no nos satisfacen. El doctor Richter, en su libro acerca de la terminología filosófica de Spinoza, nos ha demostrado qué difí­cil es acertar con la significación justa que debieron tener pala los filósofos los conceptos que usaron, y al mismo tiempo la necesidad en que estamos de fijarlos. Pues si en los filósofos es necesario ese estudio formidable, ¿qué no sucede en el caso de los genios de la acción? Como siempre, simplistas hasta el tuétano, temerosos de que la crítica nos cambie nuestro ídolo, preferimos y preferiremos la apologética a chorro libre, aunque nuestras ideas se acumulen en monstruosas homeomerías. Eso es muy nuestro; cuando nuestro ídolo no es aceptado en toda su deificación, parece que se le restan méritos, y antes de sentir en ello, abrumamos al icono, al kustari, de alabanzas y heroísmos con una humildad rusa. Uno de los mejores estu­diantes modernos decía al que esto escribe, con cáustica frase: Nuestros compatriotas están en eso de criterio científico al cero absoluto, a la temperatura del helio líquido o a la del horno eléctrico.» Lo triste no es que sea verdad; lo triste es que se molestan cuando se les dice. Por grande que sea una probabilidad, afirma la ciencia actual, no es nunca una certeza. Nunca es bastante en la investigación. Ante el sepulcro del Cardenal se echa de menos su figura, sin duda gigantesca, pero inexplorada; tan poco cierta en su conjunto como esa efigie yacente que colocaron en la tumba cuatro años después de su muerte. ¿Cómo fue ese fraile de facie obducta, según las Epístolas de Pedro Mártir, armígero y aun desasosegado, en sentir de Hurtado de Mendoza? Podemos imaginarle a capricho de nuestra fantasía ibera; la ignorancia y la haraganería mentales del país nos han dado ese permiso, triste permiso, que ahora aquí, delante del túmulo, de nada sirve. Es decir, sí sirve; para avergonzarnos, Sólo mintiendo, sólo siendo un idólatra furibundo o un detractor contumaz podríamos imaginarnos la interesante silueta de uno de los hombres más enérgicos que ha creado la meseta española. Nos queda otro recurso: acudir a los extran­jeros y leer en francés la novela de Jean Bertheroy.

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Y, sin embargo, pocas figuras habrá en la vida de los pueblos tan interesantes como la de Cisneros; tan digna de tener en inteligencia una forma concreta. Su tiempo fue el más importante período de nuestra Historia; su genio, una síntesis prodigiosa de rasgos nuestros, muy nuestros. Entre don Alonso de Carrillo y el gran cardenal Mendoza, Cisneros es él, y nada más que él. Parece imposible que un alma pueda poseer carácter más definido e interesante que esos dos prelados ibéricos; Cisneros es un más allá de los dos. No es sabio, y lo parece; no es santo, y merece serlo. Fue un sabio y santo a su modo. Hacía imprimir libros, que repartía luego en los conventos de monjas, «para que no estuviesen ociosas y quemaba a millares en Granada los libros de los moros. Cisneros es un hombre de Estado hecho en el yermo de la Salceda y sus procedimientos son los de un abad de las antiguas Lauras, en las que los monjes se contaban por millares. En efecto para entender al Cardenal-Regente es preciso leer la recopilación de las Reglas de los monjes de Oriente y Occidente, de San Benito de Anianom, o el libro de Veingarthem. Cuanto de él se refiere, bueno o malo, falso o verdadero, tiene el interés enorme de hacernos suponer un alma ibérica formidable. Su manera de convertir a los alfaquíes, xeques y demás morería en morisco, es profundamente ibérica, diga lo que quiera en su Quincuagenas Gonzalo de Oviedo. Las ediciones monumentales de la Biblia complutense, de las obras de Aristóteles y del Tostado, que fueron encomendadas a otros, le han dado a fama extraordinaria. No estaría mal que se le imitara en nuestro tiempo. Prelado el más rico de la cristiandad, empleaba su renta diocesana de 80.000 ducados en abrir escolanías. Toda su vida parece ser un alarde de energías, en las que hasta las espirituales se transforman en acción, cueste lo que cueste. La bella leyenda de la calle del Sacramento, que tan simpático le ha hecho al pueblo, debe encubrir episodios admirables. ¿Y qué más admirable que un fraile franciscano al frente de la nación más poderosa del mundo?... La más poderosa y la más difícil de manejar, ayer como hoy...

Eugenio Noel
España nervio a nervio (1924)
Colección Austral. Espasa Calpe. Madrid 1963
Pp. 229-232

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