viernes, febrero 18, 2011

El águila sobre Numancia (Eugenio Noel, España nervio a nervio, 1924)

EL ÁGUILA SOBRE NUMANCIA

¡Oh bellísima frase de Virgilio: Spirantia mollius aera...! Las águilas, ha dicho el pastor, vuelan solas. Y esa ave es un águila. Durante mucho tiempo su gran mancha negra voló lenta sobre el cauce del Tera; luego, planeando con la majestad de un velívolo moderno, cruzó, en altura inaccesible a otro pájaro que a ella, el pueblecito de Garray. Ahora está sobre nosotros, a pocos metros, en estas laderas del cerro de Muela, el más sugeridor de los alcores españoles.

Embelesado la miro. Es negra, de un negro de nada, y no tiene, como la myrsaeta calzada del Guadarrama, las patas cubiertas de pluma, ni el copete de cerdas en el pico. Un rayo de sol amarillea en su cabeza y en el borde de las alas.

Como si sintiera el deseo del alma, el águila no se va, y lenta, tan lenta, gira varias veces en torno del monolito erigido en honor de los numantinos. Coincidencia deliciosa, que transporta al corazón muy lejos: ¡esta águila volando sobre las ruinas sagradas!

Viene de pico Frentas, la proa altísima de la paramera triá­sica anclada a la vista de Soria; el pastor sabe que viene de allí. Sabe que no es una rapaz perdicera de las del vuelo terrero, ni un águila albeante, ladrona de lebratos: es águila serrana, de las que anidan en rocas y no en árboles, como los buitres pelones, de las que luchan con los mismos guardianes cuando la paridera.

Sea lo que quiera, su visión es adorable, y al verla tan cer­cana se olvidan los tiempos ibéricos que el sagrado lugar des­pertó en el amor de la raza. La bellísima ave, más bella así en la realidad de este día de sol que en las estilizaciones líricas, que en las heráldicas, llena el alma toda. ¡Oh, que no se vaya, que no se marche, aunque haya venido al olor de, la carroña de alguna bestia abandonada! Esas alas inmensas, que veo tan cerca, inspiran al corazón una fuerza radiante, comunican ener­gía sana. Su masa poderosa, negra, de contornos de oro; sus plumas enormes, que parecen de bronce, no debieran alejarse de los ojos jamás…

Pero ella se va...; pronto es un punto nada más en el pano­rama estupendo, en el telón de montes claros que corre desde la nieve de la Cebollera a la nieve del Mons Chaumus, donde los romanos de Graco derrotaron a nuestros inaferrables nó­madas. Cuesta trabajo olvidar la silueta de la rapaz soberbia, hacerse a la idea de no verla otra vez sino a través de las fría palabras de un Willonghbi Verner... Allá en el viento, cuando ya era alta, parecía escapada del astil de una enseña de legión romana. Cuesta ahora trabajo traer a la memoria los libros que nos hablan de este cerro ibérico después de haber visto viva esa águila sobre la ciudad desenterrada por Saavedra y Schulten.

¿Cómo verá ella estas excavaciones y piedras, estas calles venerandas? Otras águilas contemplaron la ciudad altiva e indomable en todo su esplendor racial, esa ciudad carbonizada, que hoy reaparece, bajo la ciudad latina, movida por la mano sabia de Mélida. Vendrían esas águilas, como ésta ha venido, desde las ramificaciones del Idúbeda, desde los aledaños de las viejas sierras, que entonces tendrían esos nombres raros leídos en la Geografía antigua, de Forbiger, en los geógrafos latinos, de Riese, en los geógrafos griegos, de Mueller... y sorprende­rían las hazañas numantinas, los gestos de aquellos héroes cuyas palabras, transcritas por Veleyo, son todavía medula de nuestro genio; cuyos actos, admiración de Plutarco, aun hoy, que todo palidece en el poniente de nuestra inercia, son gloria regia.

No hay preocupación más excelsa que saber cómo ha sido la raza que habitó el país donde nacimos. Estas piedras redon­das, pulidas y meladas como tobas de arroyuelo serrano; estos solares diminutos, delineados en la llambria del altozano, como esperando el genio de un Adler o un Eustache que las recons­truya en ideales líneas evocadoras; estas callejuelas tan cientí­ficamente desenfiladas del cierzo duro de la meseta... ¡qué ca­ricia son para un español!... La curiosidad viajera calla azora­da, se inerva ante la ciudad que reaparece; la imaginación misma no se atreve a soñar. Hoy no se sueña sobre las ruinas, un modo de profanarlas; no se las llena de sombras estúpida­mente vagas; estas ciudades sobre las que aún vuelan las águi­las sólo necesitan de nosotros él homenaje de la verdad.

¿Cómo fueron los hombres que las habitaron? Y saberlo; no soñarlo. Saberlo como Schliemann supo lo que era Troya en los aluviones de Hissarlik; como Tsountas, Evans, Mélida, Siret, Ce­rralbo, Simancas, saben estas cosas, descubriéndolas por exca­vaciones pacientes, más allá de la capa romana, más allá de la capa de ceniza en que se calcinaron los huesos de Lencon, Ambon, Litenon, Megara y Retógenes...

¿Volverá el águila negra? Ella sobre las ruinas era como una aparición fascinadora. De aquí fueron los hombres que llevaron a Aníbal por la vía Domita del puerto de Perthus, hombres de sierra, hombres que fueron como esa águila es. Riepert y Mommssen hoy, como ayer Tito Livio y Silio Itálico, nos hablan de estas cosas. Días aquellos de Mela, de Amiano Marcelino, de Dion Cassio y Orosio, de Ptolomeo y Solino... Aquí chocaron dos civilizaciones, una que era como la síntesis de las epopeyas orientales, otra que tal vez... tal vez..., ¿por qué no?, era el reflejo de aquella Atlántida ibera de que Platón, en el Critias, y Dionisio de Mileto cuentan grandes périplos... Aquí se extin­guió probablemente el genio ibero para refractarse en mil di­recciones distintas. Y es aquí donde, a través de la epopeya de sangre y de renunciación, pensamos en el ideal de acertar con nuestros orígenes raciales.

Nada semejante al placer y al asombro de los hallazgos en las ruinas sepultadas celosamente por los sedimentos. Ellos no mienten; no son teorías: son hechos fósiles; no son lirismos cantados con un labrys de rapsoda, sino reconstrucción viva. Hay que contribuir con estas revelaciones al esclarecimiento del libro tercero de la Geografía de Estrabón. Hay que vencer la miserable fatalidad que ha querido privar a los españoles del conocimiento exacto de su pasado. Porque nada sabemos de él, porque no hemos podido siquiera descifrar el alfabeto ibérico. Todo, todo, menos estas excavaciones, sueños son.

El águila viene con frecuencia a esta vieja Nenaeto, de la que siempre se alejan las tormentas, los torbiscos y los algarazos. El pastor lo dice, y es verdad; el cerro inmortal se ve libre, gracias a su situación, de las nubes malas que las montañas se envían unas a otras sin atreverse con él. Plinio, en su Historia Natural, dice que pasaba otro tanto enredor de la estatua de Minerva en Nea y en el templo de Venus de la isla de Pafos. Gusta el pecho aspirar desde la Muela santa el aire vasto de la perspectiva, lanzar a ella su deseo y sentir que un día hubo en el sagrado mamelón soriano raza fuerte cuyo espíritu es to­davía ejemplo. El concepto del mundo, antiguo ha variado total­mente, los descubrimientos arqueológicos de Nínive han hecho derivar los conocimientos a aplicaciones nuevas, y sólo queda para el alma el amor a la verdad, el criterio de estudiar las rosas que, avara, guarda la tierra misma...

El águila viene con frecuencia aquí. Y es encantador haberla encontrado un día que visitamos este sitio, uno de los pocos que todavía merecen en España el adjetivo de venerables.

Eugenio Noel
España nervio a nervio.
Colección Austral. Espasa Calpe . Maderid 1963
pp.43-45

No hay comentarios: