martes, julio 26, 2005

Comunidades castellanas (Joaquín Pedro de OLIVEIRA MARTINS, Historia de la civilización ibérica. Aguilar S.A. de Ediciones. Madrid 1988 pp 203-212)

LOS ELEMENTOS NATURALES

La naturaleza del asunto y la subordinación de las diferentes materias a un cuadro sistemático nos imponen ciertas repeticiones -por lo demás útiles, porque fijarán en el espíritu del lector el carácter de los hechos esenciales que estamos es­tudiando-. Ya bosquejamos los diferentes ele­mentos y condiciones del desenvolvimiento de la moderna sociedad peninsular en su conjunto; nos toca ahora examinarlos uno por uno y en la historia de su transformaciones como partes del todo nacional a cuya reconstitución asistimos.

Vimos cómo el sistema municipal se consolidó y amplió en virtud de las propias condiciones espontáneamente creadas por la Reconquista. Con­forme los territorios iban cayendo bajo la domina­ción de los reyes cristianos, reuníanse, formando nuevas ciudades, los colonos mozárabes (llama­dos presores y privados) y los colonos libres (condiciones y clases cuya naturaleza ya hemos
estudiado), o bien continuaban viviendo en las que íntegras pasaban al nuevo régimen. Un jefe, delegado del rey o de algún conde, fácilmente regiría una colonia de adscritos; pero no ocurri­ría lo mismo al tratarse de hombres libres en el pleno goce de los fueros municipales respetados por los emires. Presores (1) y colonos instaban, sin duda, la reconstitución de la antigua ciudad y estos deseos concordaban con el interés que los reyes tenían de repoblar los territorios devastados y mantener la población en las regiones de nue­vo pobladas. Así se explica la liberalidad con que se otorgaban cartas pueblas o cartas forales. En esas constituciones no se reproducían uno o más tipos de forma sistemática, porque se care­cía entonces de ideas fijas o rígidas de adminis­tración, como las que había entre los romanos.

Cuando los eruditos, al comparar y clasificar las cartas forales, hallan hoy, a posteriori, tipos genéricos, demuestran con ello cierta paridad de condiciones, por cierto natural, sin que sea lícito inferir de esta analogía la existencia de un sis­tema en la distribución de esas cartas. Ni las ideas de entonces, ni las condiciones sociales, lo permitían. Las cartas consignaban los usos pre­establecidos y expresaban los términos de un concordato o convenio entre dos verdaderos poderes: el señorío (del rey, del conde o de la Igle­sia) y el concejo; por estos dos aspectos las es­tudiaremos.

Si se ahonda en el primero, vemos hasta qué punto las nuevas condiciones desfiguraron y per­virtieron, hasta destruirla, la forma que la pro­piedad tuvo entre los romanos, precisamente al dar al municipio un carácter político que esfuma su antigua significación social y económica. Por otra parte, en el creciente y casi total olvido del derecho antiguo, los concejos, a pesar de atrave­sar, sin destruirse, toda la época de disolución, perdieron con la sociedad entera la noción del carácter filosófico o general de las leyes roma­nas y de las del Código visigótico, redactado a su imagen y semejanza, adoptando -y no podía de ello eximirse- las costumbres y usos bárbaros de los pueblos germánicos, o bien consagrando los usos y costumbres indígenas, bárbaros tam­bién, que la civilización romana no logró nunca borrar completamente (2).

Por ello, en los nuevos concejos, tales como podemos estudiarlos en las cartas forales, vemos establecida la compurgatio, juicio de Dios o Werg­held, esto es, las diversas formas del procedimien­to rudimentario de los pueblos bárbaros, sin la menor alusión a principios generales en el cuer­po o sistema de disposiciones jurídicas, calcadas ahora exclusivamente sobre la costumbre. Esta circunstancia, conjugada con la del carácter po­lítico de los concejos, indujo a un moderno es­critor nuestro a defender una doctrina que la Historia no confirma: la del exclusivo origen germánico de los concejos peninsulares de la Edad Media; teoría insostenible, por cuanto la ciencia nos demuestra la existencia ininterrum­pida de la institución a través de los diversos accidentes de la disolución de la sociedad anti­gua; e insostenible, sobre todo, porque presupone la eliminación de las poblaciones hispanorroma­nas y funda la existencia de la clase media del período visigótico en las masas de pueblos ger­mánicos que vinieron a repoblar España. Com­prendemos, sin embargo, la alusión, al ver cuánto se transformaron la fisonomía y los caracteres del antiguo municipio con los accidentes de la His­toria (3).

En efecto, además de las adulteraciones del de­recho antiguo, observamos también que el mo­derno concejo, al coexistir con la propiedad feu­dal y el régimen político aristocrático, se trueca de municipio romano en comunidad o república medieval. Los romanos habían transformado en municipios las antiguas ciudades más o menos autónomas al modo (4) salvaje; en la anarquía de la Edad Media, los municipios, deshecho el prin­cipio de unidad del Estado, revierten al tipo le­jano o primitivo, hasta el punto de que en Italia y en Alemania aparece restaurado el régimen fe­deralista anterior al romano (5). La fuerza irresis­tible del medio, que determinara la revolución del Derecho, produjo también la de las instituciones. Los concejos son, como los señoríos, miem­bros casi independientes de una federación po­lítica. La nación es la congregación de un sistema de dominios aristocráticos y de un sistema de concejos o comunidades democráticas.

La administración interna de éstas es tan inde­pendiente como la de los primeros. Las especies varían, pero generalmente la magistratura muni­cipal se compone de cierto número de alcaides, encargados de la jurisdicción civil y criminal, de un alguacil mayor o cabo de milicia, de cierto número de regidores, la mitad caballeros -ya ve­remos más adelante en qué consistía la caballe­ría villana o burguesa-; la otra mitad, simples ciudadanos; de jurados o sesmeros, especie de abogados o tribunos del pueblo, encargados de defenderlo contra las demasías de los jueces; de fieles, en fin, que, con los nombres de alami­nes, alarifes y almotacenes, eran los oficiales eje­cutores de las ordenanzas municipales.

Vimos anteriormente que el municipio romano, a pesar de caracterizarse, como el mir ruso, por sus funciones administrativas y económicas, y no particularmente políticas, gozaba de un self-go­vernment exigido por la naturaleza de la institu­ción; ahora hallamos una verdadera autonomía, porque los concejos están, con relación a sus so­beranos, en el mismo plano y condición que antiguamente las ciudades federadas respecto a la república romana. No confundamos, pues, el hecho, además, era una consecuencia necesaria de la misma institución, que ahora proviene de la creación espontánea de una autoridad política análoga a la que da autonomía a los señoríos aristocráticos. Este paralelismo se acentúa progresivamente con la historia del desenvolvimiento y caída del sistema municipal. El carácter de los concejos y el de los señoríos proviene de las mis­mas causas y obedece a una ley común. Son dos corrientes que en la reconstitución de la sociedad traducen, una la aristocracia germánica, y la otra, la democracia latina, bajo formas que la mis­ma reconstitución impone que sean comunes, y que por ello determinan también cierta confra­ternidad histórica en el proceso de reducimiento a la definitiva constitución política de la nación y la monarquía.

Los concejos de la Edad Media ya no son los órganos sociales en que se fija tan sólo la vida económica de las poblaciones dentro de la esfera de un Estado militar políticamente soberano y centralizado. Manteniendo sus caracteres antiguos, el concejo es ahora en sí mismo una miniatura de Estado: la unidad nacional, por consiguiente, sólo aparece expresa en los lazos más o menos frágiles de la confederación de concejos y seño­ríos. El concejo continúa siendo una unidad so­cial (6), pero también se convierte en entidad polí­tica y militar; tiene tropas y fortalezas, y la reunión de sus fuerzas con las de los hidalgos forma un ejército, del cual es jefe el monarca. Cada municipio es casi una república y la na­ción, por este lado, ofrece el aspecto subsistente aún hoy en la organización federal de Suiza, a pesar de los hondos cambios producidos (7) por la influencia ejercida por las instituciones de las naciones próximas. La misma soberanía de la justicia, respetada siempre por la corona, casi llega a perderse; y al fin del siglo xI es tal la importancia y la fuerza de las repúblicas conce­jiles, que los reyes han de inclinarse ante ellas y acatar la preferencia de la autoridad de los magistrados populares sobre los merinos y fun­cionarios de la corona y admitir que la elección de los jueces municipales recaiga en un vecino del concejo.

Y no para aquí el movimiento de independen­cia, que fomenta y anima el ejemplo de la de los señoríos aristocráticos. Por momentos, el lazo que hacía dependientes de la corona a los concejos se afloja hasta deshacerse, como a menudo se rompían los tenues vínculos que obligaban con el rey a sus vasallos poderosos. Los concejos for­man entre sí confederaciones o ligas, imitación de las de la nobleza; son las uniones o herman­dades, con las que las ciudades se dan trato de estados, y, federadas, pactan con la Corona, como un estado con otro. Estas ligas llegan a adquirir cierto carácter de permanencia en períodos tur­bulentos, como fue el del reinado de Juan II de Castilla, en el cual Murcia y Sevilla se reunieron en una especie de Cortes o asambleas federales. Los reyes no podían dejar de inclinarse ante ta­maña fuerza y reconocerla, si no legalmente, como un hecho vivo, enviando embajadores a las Cortes y suscribiendo pactos con ellas. «Castilla parecía -dice un historiador- una confedera­ción de repúblicas, trabadas por medio de un superior común, pero regidas con suma libertad y en las cuales el señorío feudal no mantenía a los pueblos en penosa servidumbre.» La no exis­tencia de esta dura servidumbre y la exención de los pesados tributos que oneraban el tránsito y comercio en las tierras de señorío habían con­tribuido poderosamente a desarrollar la riqueza de estas clases libres, constituidas junto a un ré­gimen aristocrático y a su ejemplo en cierto sen­tido.

La coexistencia de estos dos sistemas, seme­jantes exteriormente, pero en esencia opuestos; de estos dos sistemas que, desenvolviéndose aná­logamente, bajo el imperio de condiciones idén­ticas, representaban, sin embargo, en la nueva sociedad la corriente aristocrática germánica y la democrática latina; en principio irreconciliables, por partir de ideas opuestas, basadas en los mo­dos diversos de apropiarse la tierra; es la causa principal de la ruina del sistema comunal de Es­paña, que en este punto obedece a la corriente general de Europa, más que en parte alguna vi­sible y manifiesta en la historia de las repúblicas italianas.

La riqueza de los concejos excitaba la codicia de los nobles arruinados; y en la entrada de és­tos y de sus vasallos en el gremio municipal sem­braba en él el desorden; lo confirma la sangrienta historia de Sevilla bajo el conde de Arcos y bajo el duque de Medina Sidonia, historia que repro­duce entre nosotros la de los podestás italianos. Sometido el concejo a la tiranía de un noble, pronto aparece el rival que le disputa la presa; y así el forum municipal se transforma con frecuen­cia en campo de batalla.

Elimínese esta influencia y la historia de la Península habría podido ser la de Suiza; porque solas, frente a frente, la monarquía y las uniones federales de los concejos, no es lícito dudar a qué parte hubiera correspondido la victoria. Téngase en cuenta que en el campo de los concejos están los hidalgos y entre ambos se yergue la monar­quía, con lo cual se confirma la verdad del ada­gio latino. El rey, sometido a los nobles con las fuerzas comunales y a los concejos con las tropas aristocráticas, por la fuerza de las cosas había de venir a ser el heredero de ambos poderíos.

Pero no es esto sólo lo que da la victoria a los reyes. Concejos y señoríos, aunque injertados en tradiciones diversas, procedían de una formación espontánea surgida y desenvuelta en una anarquía de la Reconquista. Las condiciones de su des­arrollo imponían a los concejos vicios de ori­gen, que acaso el tiempo y la forma republicana hubiesen corregido, si los hechos históricos ya mencionados no hubieran determinado que la corrección se operase por vía de la unidad mo­nárquica. Con el gradual desenvolvimiento del organismo nacional iba apareciendo la necesidad de unificación y definíase la idea del derecho, condenando en principio el sistema de usos, ex­cepciones y privilegios que formaban el cuerpo de la jurisprudencia foral. La ley había de adqui­rir de nuevo un carácter general y una base fi­losófica, expresiones necesarias de un organismo social perfecto, y dada la lucha entablada entre la democracia y la aristocracia, sólo la suprema­cía monárquica podía hacer adelantar aquel paso a la vida nacional de España.

Por ello vemos que ahora se repite, aunque por motivos diversos, la absorción de la autori­dad política de los concejos del mismo modo que en la época del imperio romano se realizó por motivos de orden fiscal y administrativo. Ya a fines del siglo xiii, los reyes se reservan el dere­cho de nombrar ciertos oficiales municipales, y en el xiv se inicia la era de la abolición de estas libertades concejiles. Alfonso XI de Castilla (1312­1350), decididamente se arroga el derecho de nombrar alcaides y jurados municipales, y en 1327 Sevilla pierde la facultad de elegirlos, por­que de la elección provenía «mucho mal, mucho escándalo e mucho bollicio». La Historia sigue en ese tiempo el mismo derrotero en Portugal; y en toda la Península, a partir de la segunda mitad del siglo xiv, los concejos pierden, con los usos y ordenanzas del cabildo, su autonomía política, para perder poco después también, con las refor­mas de los fueros, las legislaciones particulares, condenadas ya no sólo por el grado de la cons­titución orgánica de los estados peninsulares, sino además por la tradición erudita del Derecho ro­mano, cuya influencia en este momento histórico valoraremos en el lugar adecuado.

NOTAS

(1) Reciben el nombre de presores los colonos infe­riores a la clase noble y privilegiada, que recibían tierras conquistadas a los moros en el reparto que hacían los reyes.
Los godos llamaron ya privados a los que recibían en el reparto de las tierras conquistadas una porción de las mismas. (N. del T.)
(2) V. Instit. primitivas, especialmente en el libro III «Los usos forales de los juicios portugueses», y Re­gime das riquezas, págs. 173-75.
(3) V. Instit. Primitivas p 147 nota
(4) Hist. Da repub romana II p 139-40
(5) Hist. Da repub romana I
(6) V. Regime das riquezas, págs. 173-75.
(7) V. Taboas de chron., págs. 361-62.

(Joaquín Pedro de OLIVEIRA MARTINS, Historia de la civilización ibérica. Aguilar S.A. de Ediciones. Madrid 1988 pp 203-212)

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