miércoles, julio 13, 2011

La plaza mayor de Segovia (José Gutierrez Solana, La España negra 1920)

LA PLAZA MAYOR DE SEGOVIA

(La España negra)

ESTA famosa plaza la forman unos lienzos de casas derrengadas, todas apretadas y uni­das, cuyos balcones de madera están tan curvados y hacen tantas bajadas y subidas, que parece de un momento a otro van a ve­nirse abajo. El cielo aparece muy blanco por encima de estas casas, todas desiguales, unas anchas y rechonchas, y otras, muy estrechas y largas, que parece buscar la protección en la compa­ñera para no derrumbarse ese cielo que parece de nevada y que hace resaltar tanto estos tejados destartalados y combados de tejas negruzcas, que destacan la mancha blanca de la argamasa como trozos de nieve, y las chimeneas primitivas de sus buhardi­llas. En esos días de frío que barre toda la plaza de gente aparece esta aglomeración de las casas con un color estupendo. Observa­mos su comercio y su vida; en sus portales anchos, encuadrados por gruesos postes de piedra a manera de soportales, descansan las fuertes vigas que sostienen a estas casas, las cuales muestran su vejez por las grandes cribas y grietas y la negrura y hume­dad de sus portales, que se cierran por pesadas puertas; llenas de agujeros de inutilizadas cerraduras, los carcomidos y las hendiduras de los porrazos producidos por aldabones enormes y llenos de orín.

Mirando a los balcones vemos la ropa tendida, las cami­setas, camisas, pañuelos de color y medias de las mujeres, y las blusas, bragas y calcetines de los hombres; en los pisos altos hay alguna silla de enea olvidada en un balcón cerrado, y donde ha estado cosiendo al sol una mujer por la mañana; en las ventanas cuelgan, atadas de una cuerda, mantas y faldas , en los balcones hay colgadas muchas jaulas rústicas .con pájaros que han comprado en el mercado. En un piso «my alto hay un palomar, una ermita de madera con una cruz y varias campanas; un palo atado al lado, que sobresale del Mojado con un puchero por montera, sirve para espantar a los pájaros ladrones de palomas; éstas, cuando se asoman a este campanario, hacen voltear las campanas y se entretienen en- liando y saliendo por sus agujeros; también en estas ventanas qua dan a los tejados hay unas poleas con cuerdas que sirven para subir los cubos de agua por el hueco de la escalera, de 1011 pozos que hay en el portal de estas casas. En un piso bajo hay una tabla:

«MESON GRANDE,
SE SIRVEN COMIDAS CON VINO»

Este mesón ocupa un ancho portalón donde entran los ca­rros; en las paredes del patio hay ventanas desconchadas y carcomidas por la lluvia; un piso en forma de casa adosada al muro con des ventanas tapadas por cortinillas es donde están los dormitorios, pobres de aire y de luz y muy bajos de techo. Bajo el hueco oscuro de esta casucha hay unos carros viejos, y están poniendo dos hombres herraduras a una mula; al lado de este mesón hay una carbonería; se ven los serones en el suelo cosidos y apuñalados por las largas y relucientes agujas. En medio de la calle descargan los sacos de carbón (le un carro de bueyes; son éstos de gran alzada y de cuernos muy grandes, llevan unos pesados campanos y braman de vez en cuando como toros; en Segovia se ven los bueyes más her­mosos de España, que en nada se parecen a los bueyes blandos y rubios de las provincias del Norte, que son como burras de leche al lado de estos poderosos animales; los descargadores de este carro van envueltos en pesadas mantas, con gorra de pelo a la cabeza y las manos abiertas e hinchadas por el frío; entre sus fajas negras se ve el brillar de plata de las cadenas y el del acero de sus cuchillos.

Las tiendas pintorescas de esta plaza: la «Taberna de los Artistas», donde vienen los albañiles y obreros a comer; en su escaparate cuelga algún trozo de cecina y cordero en carne viva con los ojos fuera, y nada más, pues en Segovia se come poco y hay mucha hambre; en un plato se ve las calvas blanca y tristes de esqueleto de los pájaros fritos cazados a ballesta Las cordelerías; con largas trenzas de cáñamo y sogas que cuelgan del techo.

Las albarderías, con collares, albardas, cinchas, zuecos de madera que los emplean, como estribos y armazones de monturas, como muestra, para luego forrarlas de cuero o piel.

Luego vienen las tiendas de ultramarinas; en alguna el ten­dero es un hombre con barba, pelo largo, que parece un intelec­tual; envuelve el queso y el jabón con versos y sonetos escrito por él en los ratos de ocio; en este pequeño escaparate hay un cartón con unos muñecos pintados: una familia aldeana que están cogidos de la mano, el marido, la mujer y un niño peque­ño; sus cabezas son tres garbanzos de los más raros y feos que han escogido de sus talegos, retocándolos con tinta, pintándoles ojos y bigote; debajo de este cartel dice:

LA FLOR DE CASTILLA, KILO 1,20

También se ve en el escaparate, entre las latas de conservas y las madejas de algodón, carretes de hilo y alpargatas, cari­caturas y retratos hechos con tiras de bacalao y esas cons­trucciones que venden en pliegos, que recortan los niños, pegán­dolas en un cartón por suelo; son plazas de toros, un castillo o una noria con un caballo con anteojeras para que no se maree, y también se venden unas hojas, con una orla hecha por el dueño con tinta, en las que están pegadas las cajas de las antiguas cerillas de Cascante con caricaturas, escenas espa­ñolas, «peligros de Madrid» y mujeres bañistas enseñando las nalgas. En algunos de los balcones bajos de esta plaza, donde están establecidos los fondistas y las patronas de casas de hués­pedes, se ven todavía las cortinillas recogidas, estas cortinas que en verano cuelgan de los balcones y toldos de las tiendas bajo los soportales.

En estas fondas y casas de la plaza, aunque estén sus come­dores y alcobas empapeladas siete veces con papeles gruesos de ramos, tienen la ventaja que por el mucho frío que hace en el invierno en Segovia, las chinches en verano, aunque estén hambrientas, saldrán sin fuerza.

En esta plaza encontraréis todo lo que os haga falta; si queréis comprar un anillo de plata para la criada, en seguida encontraréis una platería; mantas, trajes o abrigos, daréis Inmediatamente con un almacén de telas o sastrerías, y si os moréis hacer un retrato, porque os habéis casado, en esta plaza ciaréis con fotógrafos modestos de portal, pero que os sacarán muy bien, de muestras se ven en sus vitrinas toda clase de retratos, desde el obispo viejo, que se pasa en la cama todo el día, hasta el joven y boyante obispo nuevo, gran intrigante y amigo de placeres. Muchos retratos de cura; hay aquí bárba­ros de la tierra que se retratan con el crucifijo en la mano, pero que piensan, más que en la religión, en las mujeres, la eriza y en jugar al dominó y al tute. Junto a los retratos de frailes y algunas monjas, de tantas iglesias y conventos que hay en Segovia, se ven los de los canónigos, con su capucha negra y el vientre adornado con muchos borlones y encajes corno de pantalones de señora. Tampoco falta el imprescin­dible retrato de un niño recién nacido, con su cabeza blanda y en pico, echado, desnudo, boca abajo o boca arriba, encima de un almohadón.

También hay fotografías artísticas de tipos del país, con sus trajes característicos, que ya no los sacan más que en los Juegos Florales o en alguna boda de rumba. Estas parecen preciosas figuras de madera vestidas; ¡qué bien se colocan para retratarse t; ella con su montera de terciopelo rodeada de borlas encarnadas, y al cuello muchos collares que cuelgan hasta su vientre, y sus faldas de colores llenas de franjas de terciopelo guarnecidas de abalorios, y ellos can un sombrero pavero, donde baja la punta del pañuelo que llevan atado a la cabeza hasta.el hombro, con el chaleco desabrochado, donde me ve la pechera blanquísima de la camisa, y a su cintura un ancho cinturón con el cuero, grabadas en grandes letras ins­cripciones, el nombre de su mujer y de él; los pantalones anchos, acuchillados, bajan unas borlas hasta el nacimiento de sus polainas con el cuero labrado como las de los contra­bandistas andaluces, y en las bocamangas y el chaleco lleno de botones calados, que algunas veces suelen ser de plata y oro, afiligranados. Por debajo de la montera de ella cuelgan sus largas trenzas, con un lazo, que las cae hasta la punta de sus zapatos de hebillas y las da esto un aire más de muñeco.

Al pie de estas tiendas se ven anchas baldosas amarillas, acanaladas y resbaladizas; allí se acurrucan las mujeres con las faldas por encima de la cabeza para no quedarse heladas; tienen muchos refajos amarillos y colorados de bayeta; en el suelo se ven pucheros y escudillas de barro, y esparcidos por el suelo, encima de los sacos, granos, legumbres y la nota roja y verde de los pimientos y tomates; son los vendedores ambu­lantes que vemos viajar en el coche de tercera de un tren mixto; ellos, con sus alforjas, envueltos en sus capas amari­llentas y con el sombrero deformado y añoso, bajo sus botas gruesas y blancas por el barro, los talegos y el peso que meten debajo del asiento; ellas, con las cestas llenas de huevos y gallinas, que llenan el vagón al amanecer con un vaho de establo; los refajos de las mujeres huelen a demonios coro­nados.

El segoviano es un hombre pequeño, que come poco, porque apenas gana para vivir; al sentarse a nuestro lado, en el tren, su capa dura, que ha resistido tantos años la lluvia, está tirante y sus pliegues los sentimos en las rodillas como si estuvieran tallados en madera y huele a su cuerpo; son gente sufrida y dura como la tierra.

En la plaza de Segovia se ven esos pobres envueltos en sus capas, llenas de remiendos, con el sombrero pavero agujereado y atado por debajo de sus barbas, con los pies descalzos, mora­dos por el frío; llevan una gran cayada y se quitan muy cor­teses el sombrero para pedirnos una limosna; entonces vemos su cabeza de garbanzo, calva y roja, haciendo contraste con la pelambrera de su barba con mechones canosos; algunos de estos pobres son como apariciones en medio del camino o recos­tados en el muro de un edificio antiguo; es tan anticuado su traje, que parece que no son de este siglo.

Llego cansado otra vez a esta plaza, después de recorrer todo el pueblo; aunque son las cinco de la tarde, se ve muy poco; hace un frío tan intenso, que se nos mete en los huesos y deja las manos sin movimiento; me pongo a pasear por los soportales; veo salir del portal de un callista a un segoviano viejo y rico, con lujosas polainas negras; su pantalón y cha­queta está lleno de botones de plata; lleva un sombrero nuevo y una larga capa que se refleja al salir en el cristal de un escaparate, donde se ven las hormas de un zapatero, y se vuelve a meter en otro portal negro, donde hay un letrero de un médico, y sale al poco rato con una chica anémica cogi­da de la mano.

De un taller de relojería sale un aldeano de León con su trajo de maragato; lleva por encima de su gran capa las alforjas; saca de un bolsillo un pañuelo de hierbas, donde lleva metido el dinero, y se pone a palpar, maquinalmente, el bulto do los duros; mientras, muy plantado, mira frente a la plaza, como si no recordase la dirección de algún sitio que tiene que Ir a hacer sus compras.

Dos labradores salen, muy cargadas las alforjas, de una tienda de granos, y atraviesan la plaza muy de prisa con sus varas en la mano y las gorras de cuero y pelo en la cabeza.

Las hogueras empiezan a encenderse a la puerta de los soportales y brilla el fuego en las cocinas de los figones.

En esta hora aparecen, llenando la plaza, un rebaño de ovejas; en sus lanas traen pintado con rojo un número; los ludidos se prodigan melancólicos; los pastores las cuentan y entierran por grupos en los corrales de las casas.

Este rebaño es el que vi por la mañana en la llanura que el, ve bajo los arcos del Acueducto.

La catedral, que está detrás de estas casas, cuyas altas agujas y pesada mole, toda la piedra ha tomado un color amarillo, y del campanario baja a la plaza el estruendo de sus campanas llamando al rosario.

Muchas mujeres bajan de sus casas, con la silla en la mano, y al poco rato un largo cordón negro de beatas entra en la catedral.

Por encima de los aleros de algunas casas que hay junto a la catedral se ven a lo lejos los arcos del Acueducto, cuyas piedras están sueltas, sin argamasa, y llevan ya muchos siglos hin caerse. Entre la gente del pueblo hay la creencia que fué hecho por el demonio; algo de razón tienen en esto, pues no lie puede dar una construcción más descabellada y de más belleza y grandeza.

En las puertas de las: posadas se ven las pesadas diligencias a Arévalo, Sepúlveda y otros pueblos; suben por una escalera a su techo, revestido con gran encerado, por si llueve, donde atan los mozos las maletas y los pesados baúles de ruedas, que hacen crujir el techo, sintiendo los viajeros, que han ocu­pado por completo la diligencia, los golpetazos, y mirándose unos a otros, asustados, como si el techo los fuera a aplastar antes de emprender el viaje.

Yo me voy andando a la estación, y paso por debajo del Acueducto, que vi en distintas horas; a la del mercado, cuando los traficantes ponen sus toldos y cajones al pie de sus arcos gigantescos, y de noche, cuando los serenos de la ciudad se reúnen para pasar lista, en las casas al lado del Acueducto, que son las primeras de la ciudad; estos serenos, envueltos en sus capotes, y puestos en fila, con los chuzos en ristre, parecen duendes, cuyos faroles son ojos luminosos que proyectan en el suelo y en las casas redondeles luminosos.
Cuando el tren comienza a andar por la llanura pelada, viene a mi memoria todo lo que vi en Segovia el poco tiempo que estuve; a la entrada en la ciudad, apenas comenzaba a clarear el día, cuando me desperté y miré por la ventanilla, llena de escarcha, notando que la tierra era lisa como la palma de la mano; luego la llegada a Segovia.

Sobre una loma, algo abultada, asomaban las agujas, torres y cúpulas de la catedral y la punta de unos muros, como si estuvieran sepultados en un hoyo, pero que, por su separación, me dió la impresión de un pueblo grande.

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