martes, diciembre 05, 2006

Capitalidad de Madrid y Papel de Castilla (José Miguel Azaola. Vasconia y su destino. Ed Revista de Occidente. Madrid.1972)

(José Miguel Azaola. Vasconia y su destino. 1ª parte La regionalización de España. Cap VIII Capitalidad de Madrid y Papel de Castilla. Ediciones Revista de Occidente pp 427-462)


CAPíTULO VIII

CAPITALIDAD DE MADRID Y PAPEL DE CASTILLA

Si Madrid se limitase hoy, como se limitó en tiempos dle la monarquía, a ser capital politicoadministrativa e intelectual de España (lo que no es moco de pavo), el problema de la capitalidad se plantearía de muy distinto modo.

Un emporio industrial, comercial y financiero

Pero es el caso que, a lo largo de los últimos cuarenta años, y muy especialmente después de la guerra civil y en forma cada vez más ace­lerada, Madrid ha añadido a esa doble capitalidad la importantísima característica de gran urbe industrial, verdadero emporio del sector secundario. La producción bruta por este concepto ascendió en la provincia madrileña, en el año 1967, a 72.620 millones de pesetas: cifra que, si está todavía lejos de alcanzar los 112.931 millones de la provincia de Barcelona, duplica en cambio los 36.375 millones de Vizcaya, que son las otras dos provincias españolas de mayor renta industrial en dicho año *. Con la particularidad de que una parte muy considerable de la industria barcelonesa y una porción apreciable de la vizcaína se hallan emplazadas fuera de las capitales provinciales y de sus comarcas respectivas, mientras que la casi totalidad de la industria de la provincia de Madrid está concentrada en la capital y en los municipios inmediatos a ella. Sumemos a esto los numerosos e importantísimos

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* Estimaciones del Servicio de estudios del Banco de Bilbao. Para dar una idea de la velocidad a que crece ht producción industrial madrileña ,he aquí las cifras, correspondientes a 1955: Barcelona,55.716 millones; Madrid, 24.033;Vizcaya 17.205. (datos do la misma fuente.De donde resulta que, en doce años, la producción industrial de Msdrid aumentó un 202 por 100, la de Vizcaya 4n 111 por 100 y la de Barcelona un 103 por 100.
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servicios (además de los de la Administración pública que implica la capitalidad de un Estado fuertemente centralizado, como es España) multiplicados a la sombra o al compás del auge industrial: servicios comerciales, hoteleros, culturales, financieros, recreativos, cuyo incre­mento en Madrid resulta impresionante, tanto por su rapidez como por su volumen. Todo ello ha implicado la creación de una cantidad enorme de puestos de trabajo en los diversos sectores y en los más distintos escalones y, de este modo, la atracción al término municipal de Madrid (considerablemente ampliado como consecuencia de la anexión de los municipios circunvecinos que tuvo lugar poco después de la guerra civil) de una elevadísima cifra de inmigrantes: bastante más alta que las que figuran en las estadísticas migratorias, como puede comprobarse al comparar estas con las rectificaciones anuales del padrón de habitan­tes y con los censos oficiales decenales, una vez deducido de estos últimos el incremento vegetativo resultante de los datos suministrados por el Registro Civil. De tal comparación se deduce que es la provincia de Madrid (o sea, fundamental y casi exclusivamente, la villa de Madrid), y no la de Barcelona, la que arroja la cifra absoluta más. alta de inmigra­ción neta anual, acompañada de un crecimiento vegetativo nada des­preciable *. Y así ocurre que Madrid ha pasado, de tener un millón de habitantes en 1940, a tener dos millones en 1959 y tres millones en 1968. Y, a este ritmo, la descomedida aglomeración (que -no me cansaré de repetirlo- constituye uno de los problemas más graves que España tiene planteados en la actualidad) habrá rebasado los cinco millones de almas en 1980 y los doce millones en el año 2000. La actual capital de España tendrá entonces tres millones de habitantes más de los que hoy tiene la región parisina. Con la particularidad de que Francia cuenta actualmente cincuenta millones de habitantes, y la Es­paña del año 2000 se encontrará, probablemente, por debajo de esta cifra: lo que quiere decir que una cuarta parte, como mínimo, de sus habitantes residirá en Madrid o en sus inmediaciones.
Sabido es que el crecimiento de París (me refiero, por supuesto, al conjunto de la aglomeración parisina: no a la ciudad de París, núcleo de aquella, que se despuebla lentamente mientras sus suburbios no dejan de crecer) constituye uno de los más graves problemas de la Francia de nuestros días: un proceso devorador que se intenta detener,



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* Es fácil comprobar la discrepancia entre las estadísticas de inmigración y los padrones y censos (mucho más fidedignos que aquellas) en los sucesivos Anuarios del Instituto Nacional do Estadística, donde figuran unas y otros. Vid. también Migración y estructura regional, ya citada.
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sin que hasta ahora se haya logrado más que frenarlo discretamente. Con varios decenios -casi un siglo- de retraso (pero de un retraso que está colmando a pasos agigantados), Madrid sigue el rumbo de París, con notable fidelidad al mismo esquema al que la «ciudad luz» ha obedecido: la centralización política y administrativa produjo pri­mero la centralización intelectual y la centralización ferroviaria; y estas han producido (juntamente con las primeras) una concentración eco­nómica que amenaza convertirse -como ha ocurrido ya en París­ - en centralización, según hemos visto en el capítulo quinto.

La ciudad hija, obra de todos

La masa migratoria que tan decisivamente contribuye al crecimiento demográfico madrileño procede en buena parte, como ya he dicho *, de provincias circundantes cuya cifra de población decrece vertical­mente al par que sube la de la capital; pero también es notable la afluen­cia de algunas regiones periféricas (Andalucía, Galicia, Extremadura). Esto, en lo cuantitativo; que en lo cualitativo, todas las regiones de España, sin excepción alguna, contribuyen poderosamente al crecimiento de Madrid.

Esta es, pues, no ya metrópolis (ciudad madre), sino tigairópolis (ciu­dad hija) de las Españas: obra y resultado de la aportación de las dis­tintas regiones, crisol donde se mezclan -sin llegar siempre a fundírse - ­las masas de muchas de ellas y las élites de todas: «rompeolas --como cantó Antonio Machado- de las cuarenta y nueve provincias espa­ñolas».

Hay por eso buena parte de verdad (aunque no tanta como su autor pretende) en la tesis de José María Fontana **, el cual establece un para­lelo y una especial vinculación entre Madrid y la periferia española, «expresada por dos hechos innegables: -la correlación entre su desarro­llo y el de las partes periféricas, -su población compuesta por migra­ciones de toda España». La causa de este fenómeno es, según el autor (que no parece tener en cuenta ninguna otra), la necesidad de dis­poner de una «pieza de, relación -comunicaciones y transportes - ­entre las ricas, densas y no relacionables piezas periféricas, dentro de un amplio sistema de Estado Nacional y merced a una acertada situación

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* Supra, pp. 131 y 132.

**Abel en tierra de Caín. El separatiatrao y el problema, agrario, ya citado.
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en un solar sano y bastante bien dotado, por la proximidad estimulante de las altas sierras y su riqueza en aguas potables». A continua­ción de lo cual, trata Fontana de desvincular Madrid de Castilla: «A pesar de su ubicación en el Centro y entre ambas Mesetas, quizá el único hecho netamente castellano de Madrid sea el carácter alógeno de su demografía (alusión al hecho de que Castilla se repobló, a lo largo de la Reconquista, con gentes venidas del Norte y del Noroeste de la Pen­ínsula, de Francia, etc.) y su consecuencia, o sea la idiosincrasia poco localista de sus recreaciones culturales, a menudo incluso cosmopoli­tas». Pese a esto último, dice luego Fontana en la misma página: «El éxito de Madrid y su atractivo amoroso son tan grandes que llegan a ser excesivos para una misión capitalicia, dirimente, representativa del todo, y los madrileños, enamorados de nuestra ciudad, nos convertimos en madrileñistas, dando vida, paradójicamente, a un localismo naciona­lista». Con ello desaparece el último nexo entre Madrid y Castilla: la desvinculación es ya total a ojos del autor. Y este hace resaltar el loca­lismo madrileñista como cualidad incompatible con el sano ejercicio ele la capitalidad.

La verdad es que minorías y masas procedentes de todas las regiones de España han hecho el Madrid de hoy. Por eso, nos guste o no nos guste este Madrid, ninguna región española tiene derecho a renegar de él; y, mucho menos, a desentenderse de él. Ya que, del porvenir de Madrid, depende en gran medida el porvenir de España.

Todas las regiones tienen, pues, motivo para preocuparse por Madrid y colaborar en la solución de sus problemas: motivo que viene a sumarse a otros, muy poderosos, a la cabeza de los cuales se halla el de ser Madrid la capital de toda España: hecho que a ningún español puede tener sin cuidado. Como no puede tenerlo sin cuidado el hecho económico, de extraordinario peso en la vida española: España entera financia los servicios administrativos del Estado, cuya sede es Madrid; España entera financia el sistema de trasportes terrestres, cuyas líneas convergen en Madrid con las consecuencias que ya sabemos; España entera financia otros muchos servicios públicos (y españoles de todas las provincias, numerosísimos servicios privados) igualmente asentados en Madrid; España entera contribuye a financiar la construcción cos­tosísima y el nada barato entretenimiento de las importantes obras de fábrica que requiere el alivio del congestionado tráfico madrileño; etcétera.

Una regla de oro.

Por lo que se refiere a la capitalidad, procede recordar aquí la regla de oro que ha venido observándose en varios países de estructuras federativas o fuertemente descentralizadas (Estados Unidos de América -tanto al nivel federal como al nivel de los Estados-, Australia, Brasil, Unión Surafricana, República Federal de Alemania) y según la cual debe evitarse que la capitalidad politicoadministrativa se establezca en un centro urbano de pujante vida económica. En primer lugar, para impedir que se acumulen en un mismo sitio tantas y tan diversas acti­vidades, eludiendo así en lo posible la convergencia del poder, de la riqueza, de las personas, etcétera; en segundo lugar, para evitar la iden­tificación de la capital del conjunto con la de una de las partes (ya que toda gran urbe es, cuando menos, la cabecera económica de la región donde se halla asentada): identificación susceptible de engendrar un desequilibrio político que puede llegar a ser grave; finalmente, para que no afecten en forma exagerada a la vida politicoadministrativa del país entero las tensiones, las convulsiones y los conflictos que, inevitable­mente, sacuden la existencia de toda ciudad económicamente poderosa. La regla de oro que se apoya en estos razonabilísimos motivos consti­tuye un sabio principio de ordenación espacial, singularmente digno de tenerse en cuenta en nuestra época, en que tanto proliferan las con­centraciones urbanas exageradas hasta lo patológico.

A la luz de esta argumentación, debemos adquirir clara conciencia de la disyuntiva que se nos presenta: o bien aceptamos para España una trágica vocación de macrocefalia. cuyas consecuencias -próximas y remotas- serán gravísimas, o bien Madrid debe dejar cuanto antes de ser al mismo tiempo su capital politicoadministrativa, su capital cultural y su capital económica. Y siendo, como es, mucho más fácil manipular y cambiar lo existente, y sobre todo crear ex novo, en la super­estructura politicoadministrativa que en la estructura económica, lo procedente es que Madrid mantenga su importancia económica, e in­cluso la aumente (no sin que se adopten medidas para frenar su cre­cimiento en la forma que resulte más prudente, eficaz y rentable), y que se traslade cuanto antes a otro sitio la sede de las altas instituciones políticas y de los servicios de la Administración central.

La hipótesis de un Madrid de doce millones cíe habitantes a fines del presente siglo no es tan sólo un cálculo de gabinete. No se trata de un mero grito de alarma, de una invitación al gobierno a tomar medidas (de cuya necesidad se habla desde hace años, pero que no llegan): se trata también de una probabilidad tan verosímil como te­rrible, y que todavía recientemente ha sido comentada con la mayor serenidad y con el mayor optimismo imaginables por altos responsables de la administración municipal que han aludido, como una de las solu­ciones del colosal problema, a la edificación de una especie de «Brasilia» madrileña, de una ciudad-satélite donde se concentrarían los servicios administrativos y las actividades culturales y que albergaría, a poca distancia de la Puerta del Sol, unos tres millones de almas, o sea del 25 al 30 por 100 de la población del enorme complejo. A lo que me atrevo a comentar que, puestos a edificar una «Brasilia» de tres millones de almas, lo que hay que hacer es levantarla lejos de Madrid, para que le sirva de contrapeso en lugar de servirle de estorbo; para que irradie en torno suyo, en otra zona de la Península, el dinamismo corres­pondiente; y para no privar de servicios administrativos y, menos aún, de servicios culturales, a los restantes ocho o nueve millones de perso­nas que, según la hipótesis que estoy considerando (y que tiene mucho de aterradora, pero poco de descabellada), vivirían en el año 2000 en el Madrid propiamente dicho.
Pero está claro que una de las finalidades de la descentralización -administrativa, económica, cultural y, por ende, demográfica- debe consistir en evitar que semejante hipótesis se cumpla. Y que, si Madrid opta por un destino de urbe industrial y comercial, al que tiene perfecto derecho (siempre que su congestión no rebase ciertos límites), y para el cual se encuentra hoy la capital muy bien preparada, se resigne al menos a no seguir monopolizando la Administración pública; y, si ello es preciso, a que se levante un día, a cien o doscientos kilómetros de la Puerta del Sol o aún más lejos, la «Brasilia» que le aligere de una carga que empieza ya a pesar gravemente sobre los hombros de los madrile­ños y sobre los del resto de los españoles, obligados a financiar a través del impuesto los enormes despilfarros a que conduce el mastodontismo urbano. '

El papel cultural de Madrid.

En cuanto a la capitalidad cultural, que constituye el tercer cuerpo del tríptico, es un fenómeno bastante más inasible y bastante más deli­cado de tratar que los otros dos. En él se impone, mucho más que en estos, el laissez faire, por requerirlo así la naturaleza misma del quehacer
cultural. Si hay en otras regiones centros urbanos capaces de alimentar una vida cultural lo bastante intensa y de categoría suficientemente ele­vada como para hacerle sombra a Madrid en este terreno, tengamos la seguridad de que acabarán haciéndosela, siempre y cuando reciban para ello los estímulos y los medios necesarios. La descentralización de las estructuras y de las decisiones, tanto en lo politicoadministrativo como en lo económico, debe bastar para suministrarles esos estímulos y esos medios. Ya bajo las condiciones hoy imperantes, Barcelona viene ha­ciendo sombra a Madrid desde hace muchos años en lo que a la música -y especialmente, en lo que a la ópera- se refiere. Y nada tiene que envidiar a la capital en el terreno de las artes plásticas. Por otra parte, los editores barceloneses editan anualmente mayor número de libros que sus colegas madrileños, y este fenómeno tan sólo en una parte pequeñísima es atribuible al bilingüismo, ya que la producción en catalán apenas si llega al 10 por 100 de la producción editorial de Bar­celona. Pero allí donde, por una causa u otra (y pueden ser muchas y muy variadas), no se dé el ambiente favorable que necesita, la vida cultural seguirá siendo, como hasta ahora, modesta.

Madrid ha sido fuente fecunda de obras importantes en muchos terrenos de la ciencia y del arte, y posee una tradición (sobre todo literaria, aunque muchos de los escritores que en Madrid residen sean luego editados en Barcelona) que merece respeto y autoriza esperanzas y ambiciones cara al porvenir, dicho sea sin ignorar sus fallos, sus extravíos y sus lagunas, a veces muy grandes. Constituye por ello un elemento capital en el panorama de la cultura española, y más aún: en la de todo el mundo hispánico. Será la vitalidad de las regiones, la que hará surgir otros, si puede, en diversos lugares de la Península, sin que tenga para ello la menor utilidad el emprender ofensivas anti­madrileñas que sólo engendrarán resentimiento. Se trata de una carrera de emulación, en la que nadie tiene derecho a zancadillear al vecino y en la que cada uno -empezando por los madrileños, demasiado propensos a olvidarlo- ha de esforzarse en aprender de los demás, enriqueciéndose así mutuamente, y a España entre todos.

Se me dirá que, en comparación con Madrid, los demás centros urbanos corren esta carrera con desventaja. Y es cierto que las ayudas del gobierno podrían distribuirse con más equidad. Pero no es menos cierto que la capital no puede estar en todas partes y que, lógicamente, las necesidades de las grandes ciudades han de atenderse en general con prioridad; sin contar las ventajas que implica la concentración de la riqueza. Por estos motivos --excepto el de la capitalidad--, también están en desventaja aquellos centros respecto de Barcelona; ¿y cómo extrañarse cíe ello? El igualitarismo absoluto, además de ser una utopía, resultarla perjudicial y aprovecharía principalmente a los mediocres. La regionalización de España puede y debe servir, entre otras muchas cosas, para dotar más generosamente a varias universidades, estimular la investigación científica y el cultivo de las artes en poblaciones cuya vida cultural adolece hoy de alarmante atonía, despertar la curiosidad hacia los temas del espíritu y asegurar un porvenir a quienes se con­sagren a ellos. Surgirán así nuevos centros intelectuales, científicos v artísticos cuya pujanza será más o menos grande, y algunos de los cuales llegarán quizás a brillar fuertemente en el firmamento de la cul­tura universal. Ello, si es que se logra, requerirá tiempo. Entre tanto, bueno será que Madrid continúe dando frutos culturales no solamente en beneficio propio, sino en el de toda España. Y lo que han de buscar las regiones no es su postergación y su decadencia, que no está España tan sobrada en ciencias y en artes como para permitirse el lujo de seme­jantes sacrificios: lo que hay que procurar es que, en lugar de uno o dos grandes focos culturales, haya tres o cuatro; que los pequeños pasen a ser medianos, y los medianos a ser grandes; no que los grandes pasen a ser medianos o pequeños: pues en tal caso no serían ellos solos los perdedores, sino que España entera saldría. perjudicada.

El traslado de la capitalidad

Dejemos de lado, en vista de todo esto, la cuestión cultural. Queda en pie la opción que nos imponen los otros dos aspectos de la realidad presente: Madrid debe seguir siendo gran urbe económica, o capital politicoadministrativa; pero no ambas cosas a la vez. Ya he dicho en qué sentido estimo que se debe optar. El hacerlo es tanto más urgente cuanto que, cada día que pasa, la congestión se agrava más y más, :acercándose hoy a un punto crítico a partir del cual la vida madrileña será infernal y terriblemente gravosa para España entera. Tampoco hay que olvidar que, al propio tiempo, a medida que se retrase la opción, aumentará la capacidad de resistencia de todos los interesados -muy numerosos - en que la capitalidad no se desplace; a cambio de ello, irá poniéndose cada vez más cíe relieve, saltando a nuestra vista de manera cada día más llamativa, lo absurdo y lo pernicioso de una prolongación indefinida de la situación presente* .
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* La mayor rentabilidad financiera en las regiones ya desarrolladas no podrá ser mantenida más que por medio de inversiones públicas masivas y desmesuradas en infraestructura urbana. Teniendo en cuenta estas inversiones y la cantidad de tiempo improductivo consumido en el transporte a través de una ciudad monstruosa­mente grande, un trabajador no cualificado (...) es comparativamente menos pro­ductivo en la gran ciudad.» (Tamames, op. cit., p. 63.) Esto es cierto, en España, no solamente de Madrid, sino también de Barcelona; y empezará pronto (si no ha empezado ya) a serlo de Bilbao, cuyo crecimiento debe frenarse cuanto antes si no se quiere caer en una situación similar, agravada por la orografía. Las inversiones de que habla Tamames aumentan su volumen a medida que las dificultades crecen: aquí juega, para Bilbao, la orografía; pero juegan también, para ciudades sin proble­inas de geografía física, otros factores, tales como el volumen demográfico: las obras de infraestructura son veinte veces más caras en París que en Milán, a igualdad do rendimiento (Vid. J.-F. Gravier, La question régionale, pp. 207 y s.).
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Otra razón para optar con rapidez es la imposibilidad de improvisar y de tomar medidas precipitadas en materia tan delicada; por lo que, una vez tomada la decisión, pasará bastante tiempo hasta que pueda ponerse en práctica. En efecto: hay que encontrar, para establecer la capitalidad, una población adecuadamente emplazada, no muy próxima a Madrid (a fin de evitar que el traslado resulte una ficción y complique las cosas en vez de arreglarlas), bien comunicada con toda España (sobre todo por carretera y por aire; y para esto último, es indispensable que exista en sus inmediaciones un terreno lo bastante extenso para instalar en él cómodamente un gran aeropuerto desde donde poder volar a cualquier punto de la Península y de Europa, y a poder ser del mundo); sin acusada vocación económica, a fin de que no se reproduzca la duplicidad de funciones que ahora se trata de suprimir; pero (a menos que se opte por crear la capital ex novo, a lo Brasilia) deberá escogerse un centro urbano de cierta solera, con un nivel decoroso de vida y de cultura, sin fiarlo todo a la inyección que ha de suponer el traslado de la capitalidad, ya que este no podrá hacerse de golpe, y es indispensable disponer de un marco digno para acoger los primeros servicios que se desplacen a la nueva capital, aparte la cuestión del prestigio, digna de ser siempre tenida en cuenta.

Una vez decidido el emplazamiento, y aun cuando no se adopte la solución de hacer una ciudad enteramente nueva, habrá que edificar febrilmente: grandes conjuntos administrativos para albergar Minis­terios y otros servicios; una universidad con varias facultades (si es que no se escoge una población que disponga ya de instalaciones uni­versitarias); viviendas para alojar el numeroso personal político, admi­nistrativo y diplomático que deberá poco a poco trasladarse a la nueva capital; buenos hoteles en cantidad suficiente para albergar la población flotante; edificios donde establecer otros servicios llamados a poner la ciudad a la altura que requieren las circunstancias... Y, naturalmente, !os edificios representativos. Para hacer bien todo ello, preciso es to­marse tiempo; y apelar quizás a soluciones provisionales (por ejem­plo, instalar Ministerios temporalmente en otras ciudades) a fin de no alargar interminablemente los plazos a fuerza de querer hacerlo todo perfecto desde el principio. Los aciertos y los fallos que se observan en el traslado de la capital brasileña pueden, a este respecto, servir de provechosa lección.

Aun cuando, por fuerza, habrá de efectuarse poco a poco, a lo largo de varios años, el traslado de la capitalidad frenará sin duda el ritmo vertiginoso del crecimiento de Madrid, y es posible incluso que lo detenga y que, si se aprovechan bien las posibilidades que forzosamente ha de brindar, inaugure una etapa de racionalización del espacio madrile­ño, gracias a la cual la existencia en la hoy capital podrá ser más lleva­dera y grata, menos abrumada por el problema de la falta de espacio, mejor orientada hacia perspectivas que actualmente le están cerradas y que fortalecerán la confianza de los madrileños en un porvenir prós­pero, fecundo en realizaciones económicas y culturales. Pues el que Madrid deje de ser capital politicoadministrativa de España, no debe ser mirado como una especie de privación o de castigo, que nada justi­ficaría, sino como una medida de racionalización del espacio español y, de paso, como una facilidad para que la villa del Manzanares enfoque con el mejor acierto los nuevos rumbos que su reciente y decisivo auge industrial parece señalarle, y para los cuales la capitalidad constituye hoy un obstáculo difícil de salvar, y será pronto un obstáculo infran­queable.

Un autor que he citado repetidas veces, José María Fontana Tarrats, ha propuesto una variante de esta misma fórmula, que no es posible pasar por alto en un trabajo como el presente. Dice este autor que es preciso «descentralizar la Administración y el Poder Público con traslados íntegros, no con delegaciones (...y, para ello,) como primer paso, repartir la capitalidad de la Nación entre las dos grandes urbes hispánicas -Madrid y Barcelona- siguiendo la nada caprichosa em­blemática bicéfala de nuestros grandes Reyes (...) y distribuir muchos Departamentos y grandes órganos y centros administrativos en los focos de las regiones de acusada personalidad» *. «La jefatura del Es­tado estaría preponderantemente localizada y domiciliada y por periodos

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*Abel en tierra de Caín. El separatismo y el problema agrario, hoy, ya citada, p. 106. Las citas que siguen están tomadas de las tres páginas siguientes.
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similares entre Madrid y Barcelona, pero lo estaría también en los focos galaico, vasco y andaluz. Los órganos e instituciones básicos (parece referirse aquí el autor a las Cortes, al Tribunal Supremo, al Consejo de Estado, pero la cosa no está muy clara) se distribuirían entre ambas capitales, pero incluso alguno en otras provincias, sistema similar al que se seguiría para la ubicación de Ministerios y grandes órganos de la Administración.»

Se trata, como puede verse, de un proyecto de dispersión - no de descentralización- de la Administración pública, con desplazamiento parcial de la capitalidad, inspirado probablemente en lo que ocurrió (obedeciendo a evidentes imperativos de escasez de espacio) durante la guerra civil, cuando los Ministerios del gobierno constituido por el general Franco, no pudiendo agruparse todos en una sola gran ciudad, se dispersaron entre varias. Pese a lo cual, pretende el autor que su fórmula significa «una auténtica descentralización», y más aún: «un nuevo sistema de tipo federal, probablemente más apto, más barato y sin los peligros del federalismo clásico (...) un federalismo sustancial y coherente». Exageración tan evidente, que ni siquiera vale la pena de rebatirla. Pero, si España tuviera que seguir centralizada, no hay duda de que «la participación directa del ambiente regional en las tareas centrales de la Administración» sería un paliativo a los males del sistema: paliativo insuficiente que, en algunos casos, complicará las cosas en vez de simplificarlas y que no puede aceptarse como solución al problema de la centralización -el cual seguiría íntegramente en pie-, aunque sí, en buena medida, al problema de la concentración madrileña.

Un futuro económico de altos vuelos

Habrá, sin duda, quienes opinen en forma diametralmente opuesta a la mía, y piensen que la pérdida de la capitalidad señalará el comienzo de la decadencia económica y cultural de Madrid. Conviene por ello puntualizar las cosas:

Es inevitable que la salida de Madrid de los servicios públicos del gobierno central cause, si tiene lugar, una disminución de la producción, de la población y del atractivo de Madrid como centro neurálgico de España. Pero no tiene por qué causar disminución de la actividad de su industria y de los servicios (financieros, culturales, comerciales, recrea­tivos, sanitarios) que sigan funcionando para atender las necesidades de la población remanente (que será, de todas maneras, muy numerosa).

En el noventa por ciento de los casos, las grandes empresas industriales y comerciales que hoy funcionan en Madrid no tendrán razón. alguna para cambiar de domicilio a consecuencia del traslado de la capitalidad. Y como la mayoría de ellas surten no sólo a Madrid, sino a toda España, lo más probable es que sigan progresando y que su progreso vaya poco a poco compensando la sangría que, también poco a poco, implicará la pérdida de la capitalidad. Negarlo, es negar las leyes de la evolución económica y desafiar al sentido común. Pues un centro urbano de la categoría de Madrid, dotado del mejor sistema de comunicaciones te­rrestres y del primer aeropuerto de la Península, y rodeado de vastísima extensión de terreno baldío, donde cómodamente pueden edificarse factorías, oficinas, conjuntos residenciales y complejos de toda otra índole: un centro urbano tan excepcionalmente emplazado, cuando ha alcanzado el grado de desarrollo económico a que Madrid ha llegado, no se detiene así como así. Pensar otra cosa, es mostrar injustificada desconfianza hacia los empresarios, los técnicos y los promotores que actualmente se alojan en la hoy capital de España y que, en su inmensa mayoría, no verán en el traslado de la capitalidad motivo suficiente para mudarse de domicilio. Es también valorar demasiado alto los estímulos artificiales del crecimiento económico madrileño. Soy de quienes creen que este crecimiento habría sido mucho menos rápido (sobre todo en sus comienzos) si le hubieran faltado los estímulos, en parte artificiales, derivados de la capitalidad. Pero a estas alturas, el papel de esos estímulos es muy secundario. Lo que más cuenta ahora, y más seguirá contando en el futuro, es la concentración de industrias y de servicios (distintos de los de la Administración pública) que continuarán atrayendo hacia Madrid, donde están establecidos en gran número, nuevas actividades económicas. A este atractivo ha de sumarse el que ejercen el emplaza­miento de la villa y la especial estructura de la red española de trasportes terrestres (que el traslado de los servicios de la Administración pública central descongestionaría en parte). Todo ello garantiza a Madrid un porvenir económico de altos vuelos, independientemente de la ca­pitalidad.

Hasta tal punto es esto cierto, que -aun cuando la decisión del traslado de la capitalidad se tomase mañana- hay que esforzarse seria­mente en frenar la concentración económica madrileña. Ya que, ni para el mismo Madrid, ni -lo que es más importante- para el resto de España, es bueno que la economía se concentre, como ahora ocurre, en unos pocos sitios.

Sabido es que existe un plan, para la descongestión de Madrid; pero lo que se ha hecho en este sentido ha sido hasta ahora tan poco eficaz, que sus resultados pueden calificarse, más que de nulos, de contrarios a los planes y a las intenciones proclamadas, hasta el punto de que cabe legítimamente preguntarse si tales intenciones han existido realmente alguna vez.

A ellas obedeció la designación, en 1958, de cinco «polígonos de descongestión»: uno al Norte, en Aranda de Duero; otro al Nordeste, en Guadalajara; otro al Suroeste, en Toledo; dos al Sur, en Alcázar de San Juan y Manzanares. Si quieres, lector, conocer con detalle el re­sultado que estos polígonos habían dado, para decongestionar Madrid, hasta el año 1967, puedes consultar las páginas 1219 a 1237 del Informe FOESSA, del que me limito a entresacar algunos datos.
Entre 1960 y 1965, los cinco municipios citados habían visto au­mentar su población (cifras globales) en 3.514 habitantes, o sea un 3 por 100, mientras que la villa de Madrid aumentaba la suya en 533.000, o sea un 23 por 100. «A este ritmo -comenta el Informe-, el objetivo de acoplar los hipotéticos 400.000 inmigrantes de una década (que había sido asignado a los polígonos en cuestión) tardará en cumplirse más de un siglo (...) para conseguir ese modestísimo resultado se ha invertido, de 1960 a 1967, en la urbanización de los polígonos nada menos que 992 millones de pesetas.» Este comentario, pese a la aparente sorna, es extremadamente benévolo; pues el crecimiento del 3 por 100 en cinco años es inferior al vegetativo, lo que significa que los cinco municipios en cuestión, en vez de atraer inmigrantes, han expelido una parte de su propia población. De modo que, a ese ritmo, los 400.000 pretendidos asentamientos no tendrían lugar, no ya en cien años, sino jamás; y de esos municipios, seguirían saliendo emigrantes... hacia Madrid. Consi­derando los cinco casos separadamente, observamos que Guadalajara y Aranda de Duero aumentan en esos cinco años su población en algo más del 10 por 100; Alcázar de San Juan permanece estacionario; Toledo y Manzanares tienen menos habitantes en 1965 que en 1960.

Para ser eficaces, las medidas de descongestión no deben reducirse a ofrecer facilidades a las empresas que se establezcan fuera de Madrid, sino que deben poner dificultades, y dificultades serias, a las que deseen establecerse en Madrid o ampliar allí sus ya existentes instalaciones: lo mismo que se hace en Inglaterra con la región de Londres y con los Midlands, y en Francia con la región de París. Más eficazmente --dicho sea de paso- en el Reino Unido que en la vecina República, donde los informes anuales de las oficinas encargadas del aménagement du territoire acusan altibajos que no se producirían si las consignas se cumpliesen más a rajatabla. Y así, Londres y las grandes metrópolis regionales del Norte de Inglaterra han logrado detener su crecimiento, mientras que la región parisina tan sólo ha conseguido frenar el suyo modestamente. Mientras tanto, Madrid prosigue su galope: ese 23 por100 que su po­blación ha crecido en cinco años, ha sido el porcentaje de crecimiento de la población de la región parisina en casi el triple de tiempo (entre los censos de 1954 y de 1968). La diferencia ha de atribuirse sobre todo a que en esta última entraban en juego las restricciones administrativas, aunque aplicadas con desigualdad y blandura, mientras que, en Madrid seguían surtiendo efecto a todo trapo los estímulos espontáneos de la concentración.

Por. otra parte, y para que la descongestión se produzca efectivamente, es indispensable que los polos se instalen, por lo menos, a 120 kilómetros de Madrid (condición que no cumplen, ni con mucho, Toledo y Guada­lajara): de lo contrario, están condenados a sufrir la atracción de la urbe que se trata de descongestionar, a carecer por consiguiente de vida propia y a terminar agravando la congestión de la capital, pues la pro­ximidad no solamente facilitará, sino que hará inevitable la presencia en ella de gran parte de esa misma población que se trataba de desviar hacia otros lugares.

Idénticas observaciones son aplicables a Barcelona: otra urbe cuyo gigantismo rebasa hace tiempo las fronteras de lo aceptable.

Creación de nuevas ciudades

La idea de desplazar de Madrid la capitalidad de España será acogida con hostilidad por muchos, con un desdeñoso encogimiento de hombros por los más, con comprensión por muy pocos y con asentimiento por casi nadie. Me gustaría equivocarme. Tengo en cambio la seguridad de que, dentro de pocos años, el número de sus partidarios habrá engro­sado muy considerablemente, pues el papanatismo que rinde culto alas urbes «multimillonarias» se debilita sin remedio a la vista de la patológica congestión de que es teatro la villa del oso y del madroño. Ojala se imponga cuanto antes la evidencia y se tomen a tiempo las medidas que dicta una prudencia elemental y que, naturalmente, no pueden consistir en desarticular las actividades industriales madrileñas y dispersarlas por los cuatro puntos cardinales. Mucho más fácil y más sencillo, e Infinitamente más razonable, es sacar de Madrid los servicios político­-administrativos inherentes a la condición de capital de España. Yendo aún más lejos, propone el profesor Tamames * que se haga un estudio apara analizar los gastos de infraestructura que habrá de suponer el crecimiento urbano de Madrid y Barcelona, y (...) el eventual empleo alternativo de tales fondos en el montaje de la infraestructura de dos o tres grandes ciudades enteramente nuevas». Propuesta inspirada por el más puro y aplastante sentido común.

Sabido es que existen proyectos -todavía embrionarios, que yo sepa- de ciudades de nueva planta destinadas a descongestionar Madrid, sin por ello privarle de la capitalidad. Recuerdo, por ejemplo, el que el joven y brillante sociólogo Amando de Miguel expuso hace unos años en las páginas de la prensa diaria, y que ha reiterado con más detalle y amplitud en el Informe FOESSA **: creación de «NC I» (nombre pro­visional: «NC significa Nueva Ciudad) en un emplazamiento manchego al Mediodía de Madrid, suficientemente alejado de la capital y bien comunicado con esta, con el resto de la Mancha, Extremadura y Andalucía: lugar, en suma, favorable al establecimiento de un «polo de desarrollo».

Con ser razonable, esta fórmula no basta. Pues el grave inconve­niente de este tipo de centros de descongestión, es que crecen muy des­pacio: es decir, cumplen muy lentamente la misión que se les asigna. Por eso es preferible partir de algo ya existente. De Miguel calculaba que su «NC I» alcanzaría medio millón de habitantes en el año 2000. Pero ¿qué son 500.000 almas en comparación con la docena de millones de personas que vivirán en Madrid a fin de siglo, si no se toman las enérgicas medidas correctivas que la situación requiere? De aquí al año 2000, será preciso desviar mucho más de medio millón de individuos del camino que conduce a la Puerta del Sol, si se quiere -pero si se quiere en serio, y no sólo de labios afuera- que Madrid no se convierta en un monstruo. Y como es muy difícil que, en un cuarto de siglo, una ciudad de nueva planta --por favorable que sea su emplazamiento y por bien cuidada que esté su infraestructura en todos los órdenes- llegue a tener más de 500.000 habitantes, y aun que alcance esta cifra, no hay más remedio que orientar la descongestión hacia centros urbanos ya exis­tentes y dotados de un equipo que, al menos, sea suficiente para empezar, si es que no se quiere o no se puede acometer la construcción de diez o doce «NC», sólo para descongestionar Madrid.

Insisto por eso en la solución que es, a todas luces, más fácil y menos
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* Op. cit., p. 51.
** Pp. 1259 y ss.
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costosa: la del desplazamiento de la capitalidad. Solución -repito­ - inicial y básica que, para ser plenamente eficaz, ha de completarse con otras medidas descongestivas ya apuntadas.

Un problema de interés general.

Creo firmemente que ello va en interés de los propios madrileños; pero, aun en la hipótesis de que así no fuera, la medida se impone por el hecho de que va en interés de la inmensa mayoría de los españoles; ya que el error de que la capital del Estado sea una gran urbe de fuerte empuje económico, como es el Madrid de nuestros olías, ha de pagarse caro por el conjunto de España en virtud de las razones que he enu­merado hace un instante al explicar el porqué de la regla de oro que requiere el establecimiento de la capitalidad en ciudades de poca impor­tancia económica.
La verdad es que, contra lo que se figura la gente de otros sitios, el habitante de Madrid se ve a menudo tanto o más perjudicado que favo­recido por el vertiginoso crecimiento de la gran urbe; sobre todo, el madrileño de adopción que, si le hubieran ofrecido trabajo en una ciudad más pequeña y más cómoda, no habría ido a vivir a Madrid *. Pero, con todos los respetos que el madrileño -nativo o de adopción­ - merece, hay que dejar bien claro que el problema de la capitalidad no es ante todo un problema de Madrid, sino que es ante todo un problema

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* Puede inducir a error el resultado de la encuesta que, a este respecto, publica el Informe FOESSA en sus pp. 1263 y 1301, y según el cual el 68 por 100 de las amas de casa residentes en la provincia de Madrid están satisfechas de vivir en el municipio respectivo, siendo esta proporción aún mayor entre las residentes en la propia capital. La pregunta sobre la satisfacción por el lugar de residencia no elimina la comparación con otros lugares donde las condiciones de vida son peores, sino al contrario: implica esta comparación. Una encuesta similar, realizada en París en 1965 (según J.-F. Gra­vier, La question régionale, pp. 211 y s.; vid. también Durrieu, op. cit., p. 36) por el Instituto Nacional de Estudios Demográficos, dio el resultado siguiente: solamente el 42 por 100 deseaba quedarse en París, mientras que el 15 por 100 prefería vivir en una ciudad grande de , el 16 por 100 en una ciudad pequeña, y el 23 por 100 en el campo. Pero la pregunta había sido formulada así: “Si pudiera usted elegir, y a condición de disponer ole los mismos recursos, preferiría usted vivir...?, etcétera”, La condición (que yo he subrayado) es muy importante para garantizarla libertad de elección. Mientras encontremos en el campo (o en las ciudades chicas) subdesarrollo y rniseria, las ciudades grandes nos atraerán, nos gusten o no, y no querremos salir do ellas. En el adelanto que la prensa diaria ha publicado de los resultados do una. Encuesta hecha por el Ministerio español de la Vivienda, se puedo comprobar que el 45 por 100 de los residentes en Madrid están descontentos de vivir en la capital. Pero no es posible formarse una opinión antes de conocer los detalles do la encuesta.
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de España que, como tal, afecta directa y vivamente a todos los espa­ñoles y, en consecuencia, ha de resolverse en función del interés general y no exclusiva, ni siquiera primordialmente, en función del interés de la propia capital. Ya que el ejercicio de la capitalidad no es, ni debe ser, otra cosa que el servicio que una ciudad presta al resto del país; por eso, la preocupación fundamental -e incluso la única preocupación- que debe movernos al abordar el problema, ha de ser la de encontrar la mejor manera de que ese servicio sea prestado eficazmente.

En el caso de Madrid, se suma a este un problema que no es ya espe­cífico de la capital, sino común a ella, a Barcelona y a otras zonas con­gestionadas: el del elevado costo que, para toda la colectividad, su­pone la existencia de grandes urbes donde se produce una excesiva acumulación de funciones y de personas. También visto desde este ángulo, el caso madrileño se erige en problema de dimensión española, que sería vano, además de injusto, pretender resolver con criterios meramente locales *.

La cuestión tiene además otro aspecto, en virtud del cual nos afecta de lleno a todos los españoles, y muy en especial a quienes pensamos que la regionalización es no solamente necesaria, sino urgente, para que España responda como debe a los requerimientos de nuestro tiempo. Ya que el éxito de la regionalización dependerá a la larga, en gran media, de los efectos beneficiosos que la nueva estructura tenga en el corazón de la Península: esto es, en Castilla. Y con ello se plantean ineludiblemente, como problemas de orden general, y no meramente regional, el de la situación que habría de ocupar Madrid en una España regionalizada y, muy especialmente, el de su relación con la región cas­tellana que lo circunda.

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* El desmesurado crecimiento de Madrid, con los enormes problemas que ha suscitado, ha dado lugar a una literatura relativamente abundante. Además de los libros citados en páginas anteriores, el curioso encontrará estudios interesantes, entro otras, en las siguientes publicaciones: el número de Información Comercial Española dedicado a Madrid, de febrero de 1967; V. Simancas .y J. Elizalde, El mito del gran Madrid, Madrid, Guadiana de Publicaciones, 1970: Antonio Figueroa., «La red arterial de Madrid», en Revista de ciencia urbana, núm. 3; Antonio Valdés, Problemas del tráfico en Madrid», ponencia presentada a las Primeras Jornadas Nacionales sobre Tráfico y Urbanismo, 1970; Fundación FOESSA, Informe sociológico sobre la situación. social de Madrid, Madrid, 1967 (pero tenga en cuenta el lector que, cuando hablo en el texto del Informe FOESSA», sin más precisiones, no me refiero a esto título, sino al Informe sociológico sobre la situación social de España 1970, citado igualmente en otros capítulos del presento trabajo, el cual consagra a Madrid gran número de páginas); Secretarla General Técnica del Mlinisterio de la Vivienda, La descongestión de Madrid. I.-Guadalajara, Madrid, 1967; Instituto de Estudios do Administración Local, Problemas de las áreas metropolitanas, Madrid, 1969.
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La fórmula del «área » metropolitana»

Según hiemos podido ver en el capítulo sexto, son bastantes los esquemas de división regional formulados hasta la fecha que consideran por separado la provincia de Madrid, en general con el nombre de «área metropolitana», apartándola del resto de Castilla la Nueva. Y ello por una de estas dos razones, o por ambas:

-- la enorme disparidad, cuantitativa y cualitativa, que existe entre la gigantesca y pujante urbe y la zona inmediata de su expansión (más menos correctamente identificada,-sobre todo por imperativos estadísticos, con el resto de la provincia de Madrid) por un lado, y por otro el vasto, invertebrado y átono país agrícola que las rodea;

- la indudable conveniencia de que no coincidan en un mismo centro urbano la capitalidad de la España regionalizada y la de una de sus regiones.

Corresponde por derecho propio e inalienable a los castellanos, leoneses, manchegos y extremeños, y sólo a ellos, el decidir si en una España regionalizada deberá haber una Gran Castilla comprensiva de las cuencas del Duero, del Tajo y del Guadiana, o bien cuatro regiones distintas (Castilla la Nueva, Castilla la Vieja, León y Extremadura), o bien dos (Submeseta Norte y Submeseta Sur), o tres (sean Duero, Extremadura y Castilla la Nueva, o sean Submeseta Sur, León y Castilla la Vieja). Todos los que nos hemos detenido a reflexionar sobre el tema, tenemos acerca de él una opinión más o menos bien definida; pero la decisión debe tomarse por los más directamente interesados.

Sin perjuicio de ello, la inclusión de la villa de Madrid en la región castellana única o en una de las regiones castellanas, o bien su separación de Castilla y su erección en «área metropolitana» (que comprendería asimismo cierta extensión de terreno circundante, más o menos coinci­dente con la actual provincia de Madrid), es cuestión de interés general, sobre la cual todos los españoles tienen derecho a pronunciarse, ya que todos ellos afectará directamente su solución.

Recordemos por de pronto, una vez más, que distinguir no es separar. Cuando se hace el distingo entre la provincia de Madrid y el resto de Castilla la Nueva, o de la :Meseta, a efectos estadísticos, teóricos, para facilitar la visión, la consideración y el estudio de realidades muy diversas, impedir la adición de, cantidades heterogéneas y evitar los errores a que suele conducir una abusiva globalización de datos, se practica una separación analítica perfectamente justificada, clarificadora y, por ende, plausible. Cosa muy distinta sería el separar Madrid de su región y darle un destino diferente del de esta, en cuyo caso nos encontraríamos ante una operación política muy discutible por entrañar un enorme riesgo, no sólo para Madrid, no sólo para Castilla, sino para España entera *. El riesgo --nada menos- de que fracase la empresa de regiona­lización.

La misión que Madrid debe asumir

¿Por qué? Pues, sencillamente, porque, sin Madrid, Castilla la Nueva se desintegra. Hoy están ya desintegrándose sus cada vez más desme­dradas provincias que se desangran a chorros para alimentar el rapidí­simo crecimiento de la urbe absorbente que sólo con ignorancia, cuando no con desdén, les paga la entrega incesante de millares de hijos, entre los cuales figuran en primer término las minorías selectas que constitui­rían eventualmente la única fuerza capaz de sacar esas provincias del marasmo en que se encuentran cada día más irremediablemente hun­didas; situación deplorable que no podrá enderezarse si Madrid no asume el papel y la responsabilidad que le corresponden como cabeza de Castilla la Nueva: de una Castilla la Nueva que probablemente debería ampliarse para ser más racional y viable, incluyendo en su seno las pro­vincias de Segovia y de Avila, así como, quizá, todo o parte de Extrema­dura y de Albacete, de modo que comprendiera la totalidad de la zona sobre la que Madrid ejerce influencia directa, si es que se rechaza la idea de la región grancastellana a la que antes he aludido. Mas no es mi objeto hallar aquí de lós límites de la, región castellana -o de las regiones castellanas- sino de su centro; cuando menos, del centro de una región aproximadamente identificable con la histórica de Castilla la Nueva: centro que debe ser la villa de Madrid, a la que corresponde (ya que sólo ella puede hacerlo) producir los que Myrdal llama efectos spread, esti­mulando a su contorno; lo que Colin Clark --ese otro gran clásico de la economía moderna- llama la «microlocalización» (dispersión de focos productores en el interior de un área regional).

Tras de succionar la sustancia humana de una enorme extensión

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* Además de lo cual, bueno es recordar que, en algunas de las divisiones regionales donde la provincia de Madrid aparece separada del resto de Castilla la Nueva, también la provincia de Barcelona aparece separada del resto de Cataluña; pese a lo cual, no creo que a nadie se le ocurra institucionalizar una región catalana, de la cual quedase Barcelona al margen. Se trata, más que de verdadera separación, de distinción a cfec­tos de estudio y al servicio de la claridad. De aquí a proponer la escisión politico-adrninistrativa, va un abismo.
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De la meseta, Madrid es, a la hora de la vertebración regional, el único centro urbano capaz de asumir la tarea de encabezar, de orientar y de reanimar ese cuerpo casi exangüe. Y ello no sólo porque la descongestión demográfica y la irradiación económica de la aglomeración madrileña deben tener por principal beneficiario a la Castilla circundante, la cual lleva tantos años esperando en vano recibir los efectos spread que ese emporio debiera lógicamente producir, sino también porque Madrid no puede eludir en justicia las obligaciones que le impone el haber confiscado las minorías selectas de la región: tras de haber así decapitado, desorientado y privado de vida a las comarcas que la rodean, la hoy capital se halla en el deber de asumir ese papel de cabeza orientadora y reanimadora, a que acabo de aludir. Vertebrar y desarrollar la región ordenando su territorio en función de los centros urbanos ya existentes, industrializando estos, modernizando y racionalizando la agricultura, acercando a los focos repelentes de emigración los focos atrayentes de inmigrantes, descentralizándola así económicamente al par que admi­nistrativamente: regando, en suma, con savia de vida nuevá las cuencas del Tajo y del Guadiana (y, al menos en parte, quizá también la del Duero) actualmente en vías de desintegración acelerada: he ahí una operación de muchísimo aliento que requiere amplia base, abundantes recursos, mucha fuerza expansiva y el trabajo perseverante de una minoría dirigente que ha de ser a la vez selecta, compleja y numerosa. V es evidente de toda evidencia, que sólo Madrid está en condiciones de suministrar todo esto.

Pensar que, partiendo de la situación actual, las provincias de Cas­tilla la Nueva, e incluso las de Extremadura, amén de Avila, Segovia y Albacete, van a ser capaces de estructurar una región verdaderamente autónoma (y no autónoma sólo sobre el papel) y verdaderamente viable, por muchas subvenciones que reciban -si es que las reciben en cantidad suficiente- del poder central, sobre la modestísima base de sus micro­ciudades y de su campo despoblado, sin más que sus grupos dirigentes reducidos -cuantitativa y cualitativamente- a la mínima expresión: pensar que es hoy posible semejante empresa, quizá realizable hace cua­renta o cincuenta años, cuando la relación de fuerzas no era todavía. tan catastrófica para ellas, es pensar en lo excusado. Privada de Madrid, esa región será un cadáver artificialmente mantenido en pie desde fuera. Centrada (pero no centralizada, que son dos cosas muy distintas) en torno a Madrid, puede en cambio -si se planean bien las cosas, y si los planes se cumplen juiciosamente- recobrar la vida que hoy está perdiendo a chorros.

Necesidad de una Castilla viable


Más de un periférico se impacientará pensando que pierdo demasiado tiempo con un problema que, en fin de cuentas, es pleito interno entre castellanos. Esto es no ver que el tema de la capitalidad nunca puede ser exclusivamente castellano, sino español, y propio, por consiguiente, de todas las regiones; y que los problemas de Castilla, región medular de la Península, adquieren en todo caso una dimensión especial,no por ca­pricho, ni por privilegio, sino por la naturaleza misma de las cosas, ante la cual el cerrar los ojos, además de no servir para nada si no es para mejor fracasar, constituye signo de estupidez.

Pues ¿cómo va a prosperar la regionalización de España: esa reforma estructural, en la que tantos españoles de la periferia tienen, con razón, puestas sus ilusiones: si se empantana en la impotencia, se depaupera y se desintegra una extensa región situada en el corazón de la Península, y a la que histórica y geográficamente pertenece la mayor urbe española (conserve esta o no la capitalidad política)? El riesgo es tan grande, que sería una locura correrlo.

El fracaso de Castilla como región, traería probablemente consigo el fracaso de la regionalización cómo sistema. La viabilidad regional de Castilla debe, por ende, quedar asegurada de antemano. Y sólo puede asegurarse si se hace de Madrid el centro propulsor de la región y su cabeza rectora, sea o no su capital políticoadministrativa. (Parece normal que no lo sea, y que la vertebración de una Castilla moderna em­piece por la fijación de esta capitalidad en una de sus ciudades de tamaño medio.)

Esto significa que el «área metropolitana» (que, comprendiendo la provincia de Madrid, figura en varios esquemas de división regional española y que, con iguales o parecidos límites, podría segregarse de la región en la que está enclavada) no debe ser institucionalizada. Y que si, contrariamente a lo que digo y sostengo en el presente capítulo, Madrid fuese mañana la capital de una España regionalizada, habría de aceptarse el que fuera al mismo tiempo la cabeza y el centro de su región; y hasta su capital, si ello no pudiera evitarse y pese a las muchas razones que desaconsejan el fijar en una misma población la capitalidad de España y la de una de las regiones. Ya que, aun cuando Madrid no fuese la capital politicoadministrativa regional, vendría a ser de hecho la urbe rectora, centro, corazón y cabeza de toda su región.

En cambio, si la capitalidad de España se traslada a otra ciudad, sería aconsejable el sustraer esta última de la región correspondiente y convertirla, con el espacio circunvecino, en «área metropolitana» dotada de un estatuto especial que la independizase lo más posible de toda especie cíe localismos.

Pero en el caso de Madrid, y por más que la perspectiva de semejante «área» halague a muchos madrileños y haga las delicias de estadísticos y de tecnócratas, hay que esforzarse todo lo posible para que la idea no salga de los gabinetes de estudio e impedir que salte al campo de las realizaciones. La villa del Manzanares es cabeza de una extensa región estratégicamente situada en el centra peninsular, cuyas riquezas ha absorbido poderosamente y que, con Madrid, puede llegar a ser mucho, pero, sin Madrid, no será nada. Ya desde luego, sin esperar a que España se regionalice, Madrid está en la obligación de asumir la respon­sabilidad que entraña semejante situación. España entera, que -como hemos visto--- ha hecho de Madrid la gran urbe que hoy es; y especial­mente la Castilla circundante, que ha contribuido a ello más que ninguna otra región, tienen derecho a exigírselo. Y deberán exigírselo, si es pre­ciso, con toda firmeza. Pues no hay que descartar la hipótesis de que Madrid se resista a encargarse de la gran tarea de revigorizar a Castilla, lo mismo que hemos de prever que se resista a verse privada de la capitalidad de España. Pero -repito- si este último punto es grave, el primero lo es más. Por eso, y sea o no la capital de una España regionalizada, Madrid tiene que ser desde ahora la cabeza orientadora y el corazón reanimador de Castilla la Nueva; y el día de mañana, la gran urbe rectora de la región la que geográfica e históricamente pertenece.

Madrid, urbe aislada

¿Sabrán comprenderlo así, y aceptarlo de buen grado, los madrileños? La duda es lícita, dadas las circunstancias especialísimas en que la villa ha venido desarrollándose.

Madrid ha creado en torno a sí un descomunal vacío geográfico y se asienta hoy en medio de un enorme espacio invertebrado, carente de centros urbanos y de estructuras sociales sólidas. únese a esto la tenden­cia (no exclusiva de Madrid, sino común a todas las capitales de países centralizados) a dejar en segundo término, ignorándolos o desdeñándo­los, las opiniones y los problemas del resto del país. Ambos factores contribuyen poderosamente a sacar al madrileño de la realidad española y confinarle en su capital: sin permitirle ver lo que ocurre fuera de esta y dejándolo de espaldas a aquella, que es la realidad del noventa por ciento de los habitantes del país, los cuales, en injusta contrapartida, no pueden permitirse el lujo de perder de vista, ni siquiera por un mo­mento, la realidad madrileña; ya que esta es la que cuenta a la hora de tomar decisiones en cualquier faceta del vivir colectivo español, incluso del vivir local de las regiones y de las provincias.

Tratemos de comprender este fenómeno que tiene causas bien fácil­mente perceptibles. Para el madrileño es difícil conocer, entender, observar, auscultar al resto de España, que rara vez tiene ante sí (no hay que contar el fugaz y superficial tránsito de las vacaciones, precipitado unas veces, desenfocado otras y casi siempre engañoso, corno no puede menos de ser; ya que no sale uno de vacaciones para encararse con los problemas, sino para escapar a ellos, ni en viaje de estudios, sino de placer y despreocupación).

El madrileño no tropieza en su vida cotidiana con la realidad del resto del país, no la percibe directamente, y ha perdido (si la ha tenido alguna vez) la curiosidad de asomarse a ella. Curiosidad -por otra parte- bastante difícil de satisfacer, lo que explica y justifica en muchos casos su ausencia.

En efecto:-cuando el madrileño sale de su villa, no encuentra nada. Recorre kilómetros y kilómetros de desierto interrumpido de cuando en cuando por un villorrio insignificante, por una vieja ciudad aletargada, de reducidas dimensiones y de espíritu más reducido todavía, o por una aglomeración desangelada, satélite de la propia capital: nada de lo cual cuenta, como es lógico, a sus ojos. Ya hemos visto * las distancias, siempre grandes, enormes a veces, que es preciso recorrer cuando se sale de Madrid, hasta encontrar una ciudad de 50.000 o más almas. A esta falta de contorno urbano se añade, en el caso de Madrid, la falta de contorno rural: no hay, circundando a la capital, un agro que plantee problemas a los habitantes de esta, ni siquiera que surta a sus estómagos de una cantidad un poco apreciable de los alimentos que consumen. Si los madrileños se vieran reducidos a alimentarse exclusivamente de los productos agrícolas de su propia provincia, morirían de hambre en muy pocos días. Sin las hortalizas y las frutas de Valencia, de Murcia y de Aragón, sin el pescado de Galicia y de Vasconia, sin las carnes de Santander y de Asturias, Madrid no comería. Y todos estos sitios que­dan muy lejos. Tanto daría importar los comestibles del exterior de España: de hecho, por las razones que sean (no entraré ahora a exami­-
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Supra, p.132.
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narlas), buena porción de los alimentos que consumen los madrileños y otros españoles urbanos se importa del extranjero.

No hay, pues, en torno a Madrid, ni ciudades ni campo que hagan acto de presencia y que, abriendo los ojos de los habitantes de la capital, les obliguen a contemplar los límites de esta, a sentir las fronteras con que tropiezan su influencia, su expansión, su poderío, los cuales ter­minan por parecerles ilimitados, pues no encuentran nada que se les ponga por delante. Y si, a pesar de todo, los madrileños creen que hay algo, en vano mirarán en torno suyo sin alcanzar a verlo: ese algo queda demasiado distante, tiene para ellos una existencia mucho más teórica que real. Y acaba así, en tantísimos casos, por no existir para su mente, lo mismo que no existe para sus ojos. De este modo, la ceguera termina engendrando la ignorancia.

El fenómeno es perceptible sobre todo en las capas menos ilustradas de la población; pero da lugar a un ambiente, a una actitud generalizada que afecta también a una proporción alarmante de hombres y mujeres, de cuya instrucción cabría esperar una postura más realista. Y así se explica la increíble frecuencia con que personas maduras, acostumbradas al desempeño de funciones de responsabilidad en la vida privada o en la pública, cultas y dotadas de sentido común, nacidas en Madrid o residentes en la capital desde hace largo tiempo, sientan cátedra acerca de numerosos problemas españoles deseando y, lo que es más gordo, creyendo tener muy en cuenta puntos de vista y opiniones de los habi­tantes de otras regiones, pero incurriendo realmente en un desconocimiento total de la manera como se enfocan y se plantean esos problemas fuera de Madrid, y mostrando una incomprensión y una ignorancia verdaderamente lamentables y casi siempre involuntarias (aunque acom­pañadas en ocasiones de un irritante desdén) de los enfoques y de los planteamientos que a esas cuestiones les da el 90 por100 de los españoles: los que residen en la periferia y los que, residiendo en el interior, cometen el inexcusable error de no hallarse encaramados a ese único observatorio válido que es -de hecho, ya que no de derecho- la villa de Madrid.

Porque no es la periferia la única preterida, ignorada e incompren­dida. Todas las regiones, interiores y exteriores, sufren este trato; y todavía las periféricas poseen sobre las demás la ventaja de sufrir en menor medida la succión extenuante de la capital.

Resulta, pues, ser Castilla, y sobre todo Castilla la Nueva, la región que más cruelmentepadece las consecuenclas del centralismo madri­leño.Y para colmo de colmos Madrid y sus habitantes son los pri­meros en sufrirla, por más que muchos madrileños y la inmensa mayoría de los demás españoles no se percaten de su padecimiento, el cual repercute en su propia conducta y, como consecuencia de esta, recae finalmente sobre las espaldas de España entera. Entre otras causas, porque, si la ceguera a la que acabo de referirme es un mal (y nadie dudará de que lo es), ese mal es sobre todo grave para los propios ciegos.

El caso es, en España, único. No solamente porque Madrid es su capital desde hace más de cuatro siglos, y no hay otra: esto sería una perogrullada. Sabido es, como he dicho hace un momento, que todas las capitales de países centralizados propenden a no tener en cuenta los planteamientos de otros sitios; unas veces porque, en tratándose de asuntos locales, piensan poder resolverlos con una objetividad a la que no pueden aspirar los directamente interesados, obnubilados por lo mucho que se juegan en la partida; otras, porque, en tratándose de asun­tos de interés general, nadie, fuera de la capital, se halla capacitado para resolverlos acertadamente; otras, porque cada problema ha de situarse en el contexto de todo un conjunto de acontecimientos muy diversos, y ¿desde dónde va a tenerse una adecuada visión del conjunto, si no es desde la capital? Y así sucesivamente. Pero si solamente fuera eso, no habría sino lamentarse de que España sea también un país centralizado. En el caso de Madrid hay que lamentarse además de ese fenómeno singularisimo, consistente en que la capital se encuentre en un vacío geográfico (cosa que no sucedería si la capitalidad se hubiera emplazado en cualquier otra gran ciudad española), lo que hace decir a los autores del Informe FOESSA, que Madrid «se asemeja más a las agro-ciudades del Sur que a las grandes capitales europeas» *.

La gigantesca Barcelona gravita, sin duda alguna, con un peso exce­sivo sobre el resto de Cataluña.; pero no suprime a este, ni puede igno­rarlo: Tarragona y Reus, Lérida, comarcas como la de Vich o la de Urgel, Gerona y su Pirineo, la cenefa turística de la Costa Brava, tienen acusada personalidad e intereses, a veces, poderosos, en cuya defensa se hallan empeñadas, sin abdicar siempre esta misión en manos de la capital del antiguo Principado; incluso ciudades más cercanas, casi arrabales de la gran urbe mediterránea -Sabadell, Tarrasa, Manresa- constituyen una red de centros urbanos sólidamente estructurada, en la que Barce­lona descubre a diario, de grado o de fuerza, los que son al mismo tiem­po servidores y amortiguadores de su propia influencia, de su propia expansión y de su propio poderío. Los problemas del agro catalán en­cuentran eco en toda la región, y especialmente --como en una gran
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*P. 1222.
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caja de resonancia- en la urbe barcelonesa: recuérdese la trascendental cuestión de los rabassaires (uno de los mayores escollos con que tropezó la segunda República), y hágase memoria para averiguar cuándo y cómo se hizo Madrid eco en forma, no ya igual, pero ni remotamente parecida, de un problema privativo del agro castellano.

De Bilbao puede decirse, sin exageración, que se ha anexionado el resto de Vizcaya; pero no es menos verdad, que la altísima densidad de población de esta provincia impide al bilbaíno ignorar la presencia de las restantes comarcas vizcaínas, cuya congestión frena fuertemente el desbordamiento demográfico y económico de la villa del Nervión. A pocos kilómetros de esta, Vitoria por el Sur; Eibar y los importantes municipios vecinos, y algo más allá San Sebastián, por el Este; Santan­der por el Oeste... hacen sentir -duramente a veces- a los bilbaínos los límites de su potencia expansiva y los obligan a tener en cuenta realidades vecinas, hermanas, favorables unas veces, hostiles o rivales otras, que imponen insoslayables esfuerzos de convivencia en el seno de un conjunto de centros urbanos próximos.cuya vocación es consti­tuirse en red bien trabada, en sistema, cada uno de cuyos» elementos ha de armonizarse con los demás.

Valencia, por su parte, está bañada en campo: no sólo cercada, sino invadida por un rico y poderoso contorno rural que da ambiente y per­fume a la gran ciudad de más de medio millón de habitantes, tanto en su aspecto exterior y pintoresco como en la entraña misma de su es­píritu, de su actividad, de su forma de concebir el mundo y abordar sus problemas. Casi lo mismo cabe decir de Sevilla, pese a los cambios que la reciente e intensa industrialización ha impuesto a la fisonomía de la ciudad. No obstante su condición de cabeceras indiscutibles de las regio­nes respectivas, tanto Sevilla como Valencia han de contar además con la serie de centros urbanos más o menos próximos que rodean a cada una de ambas: dinámicas ciudades de tamaño medio, semiagrícolas y semiindustriales, en su propia provincia y en las vecinas (sobre todo en la de Alicante) en el caso de Valencia; ciudades importantes, de personalidad acusada e intereses económicamente bien definidos, como Córdoba, Jerez de la Frontera, Cádiz y la hoy pujante Huelva, además de otras menores, en el de Sevilla.

Ni puede Zaragoza olvidar su condición de capital y mercado de una importante zona agrícola, y de etapa principalísima en la ruta del Ebro: encrucijada de caminos entre Cataluña, Vasconia, Valencia y Castilla; ya que su destino es inseparable de esta condición, a la que se halla la ciudad sometida (mientras que Madrid se impone a ella, y es encrucijada en la medida en que lo ha querido, lo ha buscado y lo ha conseguido, y en la forma que mejor le conviene, no en la forma en que mejor puede servir a otras zonas, como es el caso de Zaragoza).

Y en Galicia, la sobrepoblación del campo, la bipolaridad Vigo-­La Coruña, la presencia del gran centro intelectual, religioso, artístico y turístico que es Compostela, el peso industrial del Ferrol, la recia e inquieta personalidad de Orense, impiden todo centralismo absorbente y excluyen la ignorancia del contorno y el olvido de los problemas de la región por parte de una cualquiera de sus ciudades.

Castilla invertebrada

En cambio, en Castilla... La del Norte, la llamada Vieja, tiene a Bur­gos por cabeza histórica, pero carece de verdadera capital: de una ciudad que la dirija y que sepa repercutir sus problemas allí donde haga falta. A cambio de ello, la bipolaridad Valladolid-Burgos, que ahora se acusa ya con trazo firme, podrá ser beneficiosa si logra contrarrestar las for­midables corrientes centrífugas que tienden ,a dispersar todas sus zonas periféricas: la Rioja y el Norte de la provincia burgalesa gravitan hacia Vasconia; Segovia y Ávila, hacia Madrid, cuya poderosa atracción llega hasta Aranda de Duero; Santander vive más cara al mar, a Asturias y a Vasconia, que cara a la Meseta. Semejante dispersión, irremediable en parte, mantiene la región del Duero en un estado de depresión que podría probablemente compensarse mejor uniendo al núcleo de Castilla la Vieja el antiguo Reino leonés; pero nos encontramos con que este último es, a su vez, víctima de igual fenómeno: la provincia de León se vence del lado de Asturias; la de Salamanca., del lado de Madrid. Sólo al precio de un gran esfuerzo logrará formarse en la cuenca del Duero un conjunto regional coherente, vertebrado, estructurado por una buena red de comunicaciones terrestres en torno a una constelación de centros urbanos con vida propia, sólidamente apoyados unos en otros y fuertemente asentado cada cual en sus bases peculiares.

Pero la condición de la Submeseta Sur es, como antes he dicho, la más desfavorable. No le falta una urbe, una cabeza capaz, y más que capaz, de ejercer con eficacia su misión rectora, contando sobre todo, como cuenta, con una infraestructura ferroviaria y de carreteras que pone casi toda la región en rápida y fácil comunicación con su capital y con las áreas andaluza, murciana, valenciana y del Sur de Portugal, lo que la convierte en eje de la relación Madrid-Lisboa, que tanta importancia podría y debería tener en una economía peninsular más racio­nal y mejor planteada que la actual. Lo malo es que esa capital, gigan­tesca, la domina por completo y absorbe todas sus energías., No para potenciar a continuación y catapultar los temas regionales, haciéndolos repercutir en el centro de gravedad de la política española, sino para minimizarlos. Madrid es la causa de la preterición de Castilla la Nueva, a la que tiene arrinconada, prácticamente olvidada; a la que ha puesto, volens nolens, al servicio de la centralización y de los grupos sociales dominantes a través de esta. Cierto que, entre los madrileños -nativos `o adoptivos--, hay quien no ha perdido, y quien ha cobrado o reco­brado, esa conciencia regional; pero se trata de excepciones rarísimas. Y cuando, muy de tarde en tarde, un hombre de la preparación y de la penetración de Manuel Criado del Val se descuelga con un libro del tipo de su Teoría de Castilla la Nueva *, no encuentra lectores más que entre los eruditos encerrados en sus celdillas a las que no llega el aire de la calle: el gran público no se nutre de sus ideas, de sus intuiciones, de sus descubrimientos, de sus puntos de vista, y la obra queda cata­logada como alarde de erudición literaria e ingeniosa divagación sobre el pretérito: no como lo que es en realidad: una manifestación de con­ciencia regional capaz de irradiar en el presente y de proyectarse fecun­damente hacia el porvenir.

El mito de la Castilla dominadora

No falta, pues, razón a los que reaccionan contra el generalizado aserto de la dominación de Castilla sobre el resto de España y quieren hacernos ver en aquella una de las víctimas más caracterizadas de la opresión centralizadora. Entre quienes así reivindican el nombre y la causa de los castellanos, merece especial mención Anselmo Carretero y Jiménez, cuyo libro La personalidad de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos es uno de los más inteligentes, amenos, documentados, suge­rentes y persuasivos que se han publicado sobre el tema en los últimos años **. En sus páginas se delimita el ámbito espacial y temporal de
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* Madrid, Editorial Gredos; segunda edIcíón ampliada, 1989.

**Valencia, Fomento de Cultura Ediciones, 1988. Se trata de la tercera edición, revisada y muy enriquecida, de una obra, que tuvo al principio dimensiones mucho más modestas, pues no era sino el texto (lo una conferencia, pronunciada por su autor en Méjico. La segunda edición so hizo, en Madrid; pero es en esta tercera, mucho más extensa y ambiciosa, donde: la obra adquiere su dimensión y su categoría verdaderas. Merece también la pena leerse otras dos publicaciones de Carretero y Jiménez:
el folleto Las nacionalidades ibéricas, Méjico, Ediciones do las Esl>arias, 1962, y el libro Los pueblos de España y las naciones de Europa, Méjico, Editores Mexicanos Unidos, S. A., 1967.

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la Castilla auténtica y se denuncian las adulteraciones y las desviaciones de su espíritu por obra y gracia de fuerzas, casi siempre, extrañas a su genio y a su suelo. El territorio castellano propiamente dicho, compren­sivo de seis provincias de Castilla la Vieja (Santander, Logroño, Burgos, Soria, Segovia y Ávila) y tres de la Nueva (Guadalajara, Madrid y Cuen­ca), con algunas alteraciones de sus límites actuales, tal y como queda definido en el Mapa XXXII, fue cuna de instituciones que bien pueden calificarse de democráticas, parangonables con las del alto Aragón y las provincias Vascongadas por su concepción y su funcionamiento al ser­vicio de los derechos ciudadanos, combatiendo los abusos del poder, secular o eclesiástico, y fomentando la participación del pueblo en la vida pública.

Dicho lo cual, justo es añadir que, sofocado su espíritu por la fuerza y sometidos sus hijos al absolutismo al cabo de un largo proceso his­tórico, convirtióse Castilla en instrumento de la sumisión del resto de España. No en el único instrumento (pues en la empresa centrali­zadora colaboraron españoles de todas procedencias), pero sí en uno de los principales, si es que no el principal. Hasta que, finalmente, España entera quedó sujeta no a Castilla (sostener esto es, además de falso, aberrante), sino a un aparato igualmente opresivo de los castella­nos que de los demás españoles. Más aún: opresivo en Castilla desde más antiguo y más de cerca que en los demás Reinos y otros Estados de la Península.

Castilla, víctima de la centralización

El pasado y el presente nos dicen, en efecto, que Castilla, además de ser cronológicamente la primera víctima del proceso de centraliza­ción, es económica y socialmente su víctima más señalada. Y en lo que se refiere concretamente a su parte meridional, o sea a Castilla la Nueva, cabe afirmar sin exageración que, juntamente con el resto de la Mancha y con Extremadura, está hoy siendo borrada del mapa político de Es­paña por obra y gracia de esa obra cumbre del centralismo, de ese fruto monstruoso de la concentración política, administrativa, econó­mica. y cultural, cuyo nombre es Madrid.

No faltan quienes han interpretado la progresiva disolución de la personalidad de Castilla, la degradación, el desvanecimiento, la volati­lización, el anonadamiento, la aniquilación, o como quiera llamársele, del espíritu regional castellano, como un sacrificio sublime voluntaria­mente ofrecido sobre el altar de una patria mayor: Castilla se niega a sí misma para mejor afirmar a España.

La interpretación, además de ser ingeniosa, tiene valor retórico. Y, sobre todo, no es nueva. Se trata, por desgracia, de un tópico manido con el que se pretende disimular la realidad envolviendo sus humildes y desagradables verdades en el ropaje escénico de brillantes imágenes y de grandilocuentes invocaciones líricas o épicas.

Históricamente, la desaparición . del espíritu regional castellano no tiene nada de voluntaria ni de sublime, y mucho menos de fecunda. Es una de tantas calamidades lamentables como se han abatido sobre España a lo largo de los siglos, cuya primera manifestación más espectacular fue el aplastamiento de la rebelión de los comuneros: una desgracia que afecta directamente y sobre todo a Castilla; pero que -en virtud del peso político, económico y demográfico del Reino castellano en la Península durante los siglos xvi y xvli- no tarda en afectar también, y muy profundamente, al resto de España. Pues lo que se sofoca en las Comunidades y rueda por el suelo con las cabezas de Padilla, Bravo y Maldonado es nada menos que la posibilidad de una Castilla burguesa, cuyo incipiente capitalismo asomaba ya pujante y habría sido la base de una España que ha quedado tristemente inédita *. Aquella Castilla mercantil y artesana era la única capaz de desarrollarse económicamente y enriquecerse con su propio trabajo, y no tan sólo con el oro de las colonias; la única capaz de hacer históricamente carrera, en la Europa de la Edad Moderna, sobre la base de una red de centros urbamos cuya madurez política., cuyo espíritu emprendedor y cuyo realismo no tenían nada que envidiar a los de las ciudades que en la Europa central, desde Italia hasta los Países Bajos, estaban robusteciendo la entraña del con­tinente y poniendo las bases de la economía capitalista: la única capaz de lanzar a la España metropolitana por la vía de la prosperidad y del

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* Pese a sus reservas en cuanto a la capacidad emprendedora de la burguesía castellana, el profesor Reglá destaca la contradicción entre los ideales del patriciado urbano de Castilla y los de la dinastía de Habsburgo, frente a los cuales el patriciado castellano arriesgó nada menos que una guerra civil: las comunidades (vid. el tercer volumen de la Historia de España y América, dirigida por Vieens Vives, ya citada, p. 196). En confirmación de ello, trae una cita de Larraz, tomada del libro La época del mercantilismo en Castilla (Madrid, 1943), donde se ve la persistencia do las con­cepciones y del programa político de los comuneros, más de setenta años después de su derrota militar, entre los representantes do las ciudades castellanas en las Cortes de 1593.
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equilibrio social, en vez de consentir que los tesoros de las Indias ali­mentasen sus desequilibrios interiores y fueran luego a financiar el desarrollo de otros países europeos. Así quedó Castilla, y con ella España, aprisionada en unas estructuras socioeconómicas incapaces de progresar, y vio esfumarse la posibilidad de que el magno esfuerzo desplegado en América sirviera para fecundar y vertebrar la metrópoli en vez de contribuir decisivamente ---como contribuyó- a deshuesarla y a extenuarla *.

El «problema castellano»

Al correr de los siglos, y sobre todo en la segunda mitad del xlx, conforme la prosperidad y el dinamismo se avecindan y arraigan en la periferia, cunde entre las demás regiones un sentimiento a la vez de irritación resentida y de conmiseración desdeñosa hacia una Castilla `que encarna cada vez más la España desolada e inmóvil, incapaz e progreso. Es verdad que la generación literaria del 98 (por obra princi­palmente del andaluz Antonio Machado, del valenciano Azorln y del vasco Unamuno) revalorizó Castilla a ojos del mundo de habla española, y que esta revalorización no tardó en ganar al público culto de toda Europa. Pero no hay que engañarse: se trata de una actitud esteticista y minoritaria que, pese a su indudable importancia, no afecta sino muy de refilón a los conceptos históricos y políticos, económicos y sociológi­cos generalmente aceptados por la opinión pública y que siguen obe­deciendo a prejuicios difíciles de extirpar y a esquemas simplistas que no tienen en cuenta la rica y compleja variedad de las realidades que pretenden captar. 'Ya que hay varias Castillas, muy diferentes unas de otras: desde la verde y jugosísima que se asoma al mar Cantábrico en Santander y en Laredo, hasta la parda y severa que se empina sobre

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* Está claro que, en justicia, las riquezas extraídas del suelo americano debieran haber servido, ante todo, para crear la prosperidad y robustecer las estructuras socio. económicas de sus países de origen, beneficiando en primer término a los habitantes originarios do ellos: lo que no hicieron sino en medida relativamente pequeña. Pero esto ocurrió también en las colonias de otros pueblos europeos; y, para que hubiese dejado de ocurrir, habría sido preciso que toda la civilización occidental tuviera en­tonces una mentalidad bien distinta de la que tuvo. Es posible, y aun probable, que una Castilla capitalista y burguesa habría sido más despiadada con sus colonias que la Castilla de los Habsburgo. Lo que fue una desgracia para España, puede que haya sido una ventura, o un mal menor, para los pueblos autóctonos de Hispanoamérica (aunque no para los Estados llamados a brotar, tarde o temprano, en el suelo de las anti­guas colonias bajo la dirección --casi siempre- de los grupos criollos dominantes).
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Sierra Morena para contemplar desde sus cumbres peladas el ubérrimo valle del Guadalquivir, son muchas las gradaciones e incontables las diversidades étnicas, psicológicas, geográficas, económicas, climáticas, sociales y culturales que nos prohíben generalizar apresurada y gratuita­mente.

Ello, sin tener en cuenta la temeraria ligereza con que muchos con­funden todavía. lo castellano con lo español, incapaces de desembara­zarse de un confusionismo que, si nunca estuvo justificado, pudo hasta cierto punto explicarse cuando era Castilla el más rico, el más poblado y el más activo de los Reinos peninsulares: lo que, como es notorio, ha dejado de ser hace ya muchísimo tiempo.

Como todas las grandes operaciones políticas, la regionalización de España ha de hacerse, si se hace, plegándose rigurosamente a las realidades y teniéndolas respetuosamente en cuenta. Este principio, tan obvio que es casi perogrullesco, vale para la conducta a seguir con todas las regiones; pero es muy especialmente válido para la conducta a seguir con Castilla, dado el carácter de región clave que le atribuye --querámoslo o no- su situación geográfica, y dado el importantísimo ! papel que, en consecuencia, ha de desempeñar, por activa o por pasiva, en empresa de tanta envergadura. La institucionalización de las regiones de España no podrá encontrar --estemos seguros de ello- mejor ni más definitiva consagración, que la demostración de que es conforme a los intereses castellanos.

Y ello, no porque Castilla tenga la intención de subordinarlo todo a sus propios intereses; ni, mucho menos, porque tenga la posibilidad., de imponer semejante subordinación. Pero está todavía en vigor, para innumerables mentes de todas las regiones españolas, sin excluir las más periféricas, la mitología del centralismo; y, según esta mitología, la regionalización equivaldría a la disgregación de España, entre otras cosas, por consagrar la ruina de Castilla, máximo artífice de esa unidad y fuerza centrípeta que la mantiene a través de los siglos. Al descubrir que Castilla renace con nuevos ímpetus gracias a la regionalización, muchos prejuicios quedarán barridos y los mitos se desvanecerán de numerosos espíritus desengañados.

Lleva España. decenios y decenios oyendo hablar del «problema catalán» y, en grado algo menor, del «problema vasco», sin olvidar otros «problemas» periféricos más o menos similares. Pero nadie, o casi na­die, le habla nunca del “problema castellano”, como si este último no existiera. Como si no fuera problema el permanecer atascada mientras los otros progresan, o el progresar despacio mientras los demás lo hacen aprisa; el despoblarse mientras aumenta la población de los vecinos, o el retener una población madura y anciana mientras los jóvenes van a fundar familia en otros lugares: con, por toda compensación, ver surgir de su suelo una enorme ciudad que la ignora, que prefiere vincularse con la periferia y que le chupa en provecho propio casi todos sus jugos vitales. Junto a este proceso trágico, que se acelera hoy alarmantemente, ¿qué importancia puede adquirir, a ojos del soriano, del zamorano o del conquense, el que se enseñe o se deje de enseñar catalán o vascuence en las escuelas de Olot o de Apatamonasterio; o el que unos señores designados por los valencianos, y otros designados por los gallegos, tengan o dejen de tener competencia para plantear, y resolver los pro­blemas interiores de Valencia y de Galicia? Ni a ojos del conquense, del zamorano o del soriano, ni a ojos de nadie que tenga el sentido político medianamente despierto.

Descentralícense las funciones administrativas, culturales y económi­cas del Estado, institucionalícenselas regiones; y la satisfacción que esto cause a los españoles de la periferia parecerá a todo él mundo, empe­zando por los propios periféricos, la cosa más natural: nadie se parará a admirar por ello las virtudes del nuevo sistema, y la reacción normal será decir: «es lógico que estén contentos, cuando han conseguido lo que desde hace tanto tiempo deseaban»; en cambio, si el sistema tiene defectos (y no podrá dejar de tenerlos) y brotan quejas en la España. periférica (que brotarán, pase lo que pase), oiremos decir: «joróbense ahora, que ellos se lo buscaron». Pero si resulta que, entre los contentos, figuran los castellanos; si Castilla estima los beneficios que una regiona­lización bien hecha no puede menos de proporcionarle, y proclama su satisfacción por ella, entonces de España entera subirá, o poco me­nos, el grito de «¡milagro, milagro ¡» A lo que habrá que replicar (lo mismo que el enamorado mancebo que le birla la novia al rico Camacho en la segunda parte del Quijote) exclamando: « lindustria, industrial» . Pues lo que tanto se ponderará no habrá sido don del Cielo, sino resul­tado natural de la aplicación de una técnica política, y, como tal, pura­mente humana. Y tengamos la seguridad de que, con semejante resul­tado a la vista, esta técnica -la de la regionalización- habrá ganado la voluntad de casi todos los que en España dudan de ella, o la temen, y hasta la aborrecen por los males que presumen que ha de traer.

Dése a vascos y a catalanes para sumar a la riqueza material que ya poseen en proporción muy superior a otras regiones, el peso político que se derivará del reconocimiento de su personalidad regional y de la atribución de las competencias descentralizadas; y, por más que la operación sea un éxito, redunde en bien de todos y no atente ni en un ápice a la unidad española, se manifestará sin remedio la envidia que, inconfe­sadamente, suele abrigar el pecho humano ante la buena fortuna de quien era ya rico y poderoso. Y será inútil decir y demostrar que no se les ha dado sino aquello a que tenían derecho; pues, a ojos de la envidia, el poderoso y el rico sólo tienen derecho a que se les despoje de la riqueza y del poder. (Por supuesto que no lo oiremos decir en estos términos; pero podremos leerlo al trasluz de las argumentaciones sofisticas que no dejarán de exponerse.) Pasarán años, y tendrán que ser los éxitos muy reiterados, hasta que los recalcitrantes acaben reconociendo que la regionalización ha sido provechosa para España.

Pero si se hacen las cosas de tal manera que se procure beneficiar, antes que a las más ricas, a las regiones más pobres y atrasadas; si se pone especial urgencia en inyectar nueva vida a la Meseta extenuada y se tiene especial cuidado en que las inversiones canalizadas hacia ella sean administradas en las zonas de destino, y no en Bilbao, en Madrid o en Barcelona, y en que sus beneficios vuelvan a invertirse en ellas, y no lejos de ellas: es decir, si se les da trato de socios, y no de países con­quistados; y si, como consecuencia de todo ello, se detiene el éxodo de sus moradores y se modernizan sus estructuras socioeconómicas, y ad­quieren sus centros urbanos un vigor del que hoy carecen, y la región cobra conciencia de sus posibilidades; entonces, tengamos la seguridad de que los recalcitrantes se rendirán rápidamente a la evidencia y hasta perdonarán a los regionalistas el grave pecado de haber querido hacer la grandeza de España sin desatender las justas reivindicaciones de las regiones ricas, y de haber llevado su osadía hasta el extremo de pretender que también los vascos y los catalanes resuelvan así sus propios pro­blemas.

La garantía del éxito

Créeme, lector que no es el afán irónico ni la intención caricaturesca, sino el conocimiento que creo tener de la psicología política de nuestros compatriotas, lo que me ha dictado las frases que anteceden. Pero si, mirando las cosas con la más fría objetividad, llegamos a la conclu­sión de que el sacar a Castilla de su marasmo y de su anquilosamiento es, a ojos de la gran mayoría de los españoles, un milagro que resulta temerario esperar que se produzca (y difícilmente llegaremos a una conclusión diferente), está claro que el primer problema que la regionalización ha de ponerse a resolver para acreditarse ante el país y ganar en poco tiempo la mayor cantidad posible de adhesiones y de colabora­ciones, es precisamente el de sacar a Castilla de ese anquilosamiento y de ese marasmo.

Por otra parte, una estrategia elemental nos enseña que quien se impone en Castilla posee las máximas probabilidades de imponerse en toda España. Enseñanza confirmada por la historia, y que debe aplicarse a la hora de la regionalización. Una vez triunfante esta en Castilla (pero en los hechos, en los resultados prácticos; no en la letra del Boletín Oficial, ni en el aparato de instituciones divorciadas de la opinión o vacías de contenido), su éxito en toda España. habrá quedado asegurado. Y, para que la regionalización triunfe en Castilla, es indispensable no separar Madrid de la región, sino vincularlo estrechamente a ella y po­nerlo a su entero e incondicional servicio.
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Regresan así mis reflexiones a su punto de partida, y con ello se cierra el presente capítulo. Sólo me permitiré añadir unas palabras para subrayar la urgencia que, también por este lado, como por tantos otros, nos apremia. Porque la década dé1961 a 1970 ha conocido la conmoción demográfica más formidable de toda la historia española., al lado de la cual la entrada de los visigodos y la de los árabes fueron tortas y pan pintado; como que, para encontrar algo comparable a lo acontecido en estos diez años, hemos de recurrir a lo sucedido en siete siglos de Reconquista. Más de tres millones de españoles han trasladado su domi­cilio a otra provincia en tan breve período, y a ellos hay que añadir los que han cambiado de residencia dentro de la misma provincia y los que han emigrado fuera de España: en total, bastante más de seis millo­nes de personas. Este auténtico terremoto poblacional está cambiando muy aprisa la faz de España.. Y, entre otras cosas, está provocando la pérdida del más valioso elemento humano en diversas regiones, y muy singularmente en Castilla la Nueva. . El vacío se hace en esta región con rapidez tal que, de continuar el proceso como ahora, dentro de muy poco tiempo no habrá ya en el agro castellano población emigrante, porque los escasos habitantes que allí queden serán demasiado viejos para emigrar­. Y esos viejos, además de producir poco, desaparecerán en breve. ¿Qué será entonces de Castilla? Su revitalización, hoy difícil, puede llegar a ser imposible. Y esto, hay que evitarlo a toda costa. Porque el vacío demográfico, llevado a semejante„ grado de exageración, no resuelve ningún problema y crea, en cambio, otros gravísimos.

(José Miguel Azaola. Vasconia y su destino. 1ª parte La regionalización de España. Cap VIII Capitalidad de Madrid y Papel de Castilla. Ediciones Revista de Occidente pp 427-462)

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