jueves, mayo 11, 2006

ELIMINACIÓN DE LEÓN Y DE CASTILLA DEL MAPA NACIONAL DE ESPAÑA. (Anselmo Carretero)

ELIMINACIÓN DE LEÓN Y DE CASTILLA DEL MAPA NACIONAL DE ESPAÑA. LOS EMBROLLOS CASTELLANO-LEONÉS Y CASTELLANO-MANCHEGO.DESTAZAMIENTO DE CASTILLA Y OCULTACIÓN DE LEÓN

En el actual mapa político de España hay tres regiones histórico-geográficas ausentes a pesar de su antigüedad e importancia. Dos de ellas, Castilla y León, figuran entre las más viejas de la historia de España -y aun de Europa- en cuyo desarrollo desempeñaron, desde hace más de mil años, distinto y relevante papel. La tercera, el antiguo reino cristiano de Toledo (Castilla La Nueva, o País Toledano para evitar confusiones), surge en el siglo XI con la reconquista cristiana de la antigua capital visigoda. Increíblemente, estas tres nacionalidades o regiones históricas han sido desplazadas del mapa peninsular por artificiosas entidades político-administrativas de nueva y atropellada creación: las recién bautizadas «Castilla y León» y «Castilla-La Mancha», y las de Cantabria y La Ríoja -provincias de Santander y Logroño- que han preferido la autonomía uniprovincial a la incorporación al conglomerado castellano-leonés. El antecedente político de la nueva entidad que lleva el nombre compuesto de «Castilla y León» está en una ficticia región compuesta de provincias leonesas y castellanas, en torno a Valladolid, presentada como «Castilla la Vieja» a mediados del siglo XIX por los caciques cerealistas de la llanura del Duero medio para la defensa política de sus intereses, enfrentados ocasionalmente con los de la burguesía industrial catalana. Concepción que encontró inesperado apoyo, años después, en ilustres escritores de la «generación del 98», creadora espiritual de la «inmensa llanura de Castilla la Vieja» y de la «Castilla que nunca vio el mar» (29) (dos grandes mistificaciones histórico-geográficas que han sembrado al voleo por todo el mundo el error y la confusión); y que en la Guerra Civil fue exaltada e impuesta doctrinalmente por la Falange vallisoletana (Onésimo Redondo, «Caudillo de Castilla») como la gran Castilla madre y capitana de la España imperial. Es, pues, un invento político, concebido originalmente para la defensa de intereses oligárquicos, y una entelequia literaria en total contradicción con la realidad histórica y la geografía regional.

Ya hemos visto que Castilla y el romance castellano nacieron en las montañas de Cantabria, la <,Montaña baja de Burgos», el «pequeño rincón» del Poema de Fernán González situado entre el Mar Cantábrico y el Alto Ebro, llamado después Castilla Vieja. En este baluarte montañoso pudieron los foramontanos cántabros - primeros castellanos - defender victoriosamente su independencia frente a los moros y a los reyes de León. La llanura de los Campos Góticos nunca fue Castilla, ni pudo haberlo sido. Tan leonesa es esta Tierra de Campos que Oliveira Martins, con profundo acierto, la llama «base geográfica del reino de León», idea anteriormente expuesta con otras palabras por el gallego Manuel Colmeiro.

Los defensores de la invención castellano-leonesa insisten mucho en identificar este híbrido engendro regional con la cuenca del Duero, lo que, tanto desde el punto de vista histórico como del geográfico, es absolutamente imposible. Castilla tuvo su asiento geográfico original en las montañas que vierten sus aguas en la costa cantábrica y en los valles del Alto Ebro. Los castellanos tardaron mucho tiempo en poder beber agua del Duero; después, rebasaron éste y se extendieron por las tierras del Alto Tajo, y más tarde por las del Alto Júcar. La cuenca del Duero es castellana en su primera y más alta parte, pero en mayor extensión es leonesa, y también es portuguesa; como la del Ebro es castellana, vascongada, navarra, aragonesa y catalana; la del Tajo, castellana, toledana, extremeña y portuguesa; y la del Júcar, castellana, manchega y valenciana. Identificar el territorio castellano con la cuenca del Duero es otra de las grandes falacias que en muchas mentes van unidas al nombre de Castilla.

La creación de la híbrida y artificioso entidad regional de Castilla y León, así como la de Castilla-La Mancha, son decisiones políticas erróneas por muchas razones.

La sola enunciación de los nombres, de estas dos nuevas entidades: Castilla y León y Castilla-La Mancha, pone de manifiesto que Castilla ha sido mutilada y que importantes porciones de ella han sido anexionadas a sus vecinos, los antiguos reinos de León y Toledo. Hecho que, tan escuetamente aseverado, resulta a primera vista inexplicable, dada la destacada personalidad de Castilla en la historia, la cultura y el conjunto todo de la nación española.

Ni el pueblo de León ni el de Castilla han manifestado espontánea, explícita y conscientemente su voluntad de liquidar estas dos milenarias regiones o nacionalidades históricas para aglomerar ambas en otra de nueva creación. Al contrario, se les está empujando a ello contra una gran inercia popular, cuando no manifiesta oposición, que los promotores del invento han procurado ocultar o superar.

En las provincias de Santander, Logroño y Segovia, la oposición al híbrido conglomerado castellano-leonés ha sido tan grande que, por no ingresar en él, prefirieron recabar la autonomía uniprovincial de Cantabria, la Rioja y Segovia, para salvar así su comarcal personalidad castellana, cosa que a Segovia le fue denegada.

En muchos aspectos se ha procedido con injustificada prisa, para llevar a cabo la fusión castellano-leonesa antes de que los pueblos de Castilla y León, mejor informados, puedan recobrar respectivamente su conciencia comunitaña.

Se intenta convencer a los leoneses y a los castellanos de que deben considerar la autonomía de tal conglomerado, como medio para despertar la conciencia de su personalidad regional y defender ésta. Es decir, que el mejor porvenir regional de Castilla y de León está en que ambos pueblos renuncien a sus respectivos orígenes, historias y futuros en el conjunto español en aras de una nueva, inventada y confusa región. ¡Peregrina manera ésta de «recuperar la identidad perdida»! Y se produce así, contra un verdadero renacer de los pueblos de León y Castilla, precisamente cuando a todas las demás regiones o nacionalidades de España se les reconoce el derecho a defender y desarrollar su personalidad colectiva y se ponen en marcha con tal fin los correspondientes procesos autonómicos.

Para fraguar este desaguisado nacional, se ha aprovechado la triste herencia de apatía, ignorancia y confusión dejada por la dictadura franquista tras cuatro décadas de adoctrinamiento oficial, durante las cuales se ha secuestrado a estos pueblos su memoria histórica y con ella su conciencia de colectividad, en mayor grado que en otras partes de España.

Si estos proyectos se llevaran a cabo definitivamente, en el mapa de las nacionalidades o regiones de España dejarían de existir, como tales y con personalidad propia, León y Castilla (y con ellas el antiguo reino de Toledo), entidades histórico-políticas de las más antiguas e ilustres del pasado nacional hispano, surgidas hace más de mil años y vivas hasta la Guerra Civil en la memoria de los españoles, no obstante la presión cultural y política ejercida durante siglos sobre ellos por regímenes unitarios y centralistas. Y todo al margen de los respectivos pueblos, que no fueron consultados, ni siquiera previamente informados, sobre las consecuencias de tan trascendental decisión, y aun con su oposición mayoritariamente expresada.

Quienes a espaldas de los respectivos pueblos impulsan la fusión castellano-leonesa, violan el principio básico de la España de las regiones, que reconoce a todas ellas el indiscutible derecho de defender y desarrollar su personalidad dentro del conjunto español.

No son consecuentes, además, con uno de los propósitos democráticos de la regionalización: el de reforzar la democracia acercando el gobierno a los gobernados. Una gran región castellano-leonesa (vasta en su extensión geográfica y una en su estructura, no obstante su heterogeneidad natural), resabio del centralismo unitario, aleja tanto a los leoneses como a los castellanos del gobierno de sus respectivas regiones, para someter el conjunto a un nuevo centralismo vallisoletano que, por más estrecho y concentrado, resulta más absorbente que el hasta ahora ejercido sobre toda España desde Madrid.

Ahí está la provincia de Soria en el conglomerado castellano-leonés, con menos de cien mil habitantes, absorbida política, administrativa y culturalmente por la ciudad de Valladolid, muchísimo mayor que ella y de tan diferente tradición nacional. Por este camino las tierras numantinas perderán en pocas generaciones su milenario condición castellana. Y ello en un régimen constitucional que para comenzar proclama su voluntad de proteger la cultura y las tradiciones de todos los pueblos de España.

No olvidemos que esta idea de una gran región castellano-leonesa centrada en la Tierra de Campos responde originariamente a un pensamiento oligárquico del siglo XIX que desarrolló e hizo suyo el franco-falangismo.

Lejos de contribuir a resolver de la manera más natural y sencilla la cuestión de las autonomías para todas las nacionalidades o regiones de España (en total las quince tradicionales de nuestra historia nacional), (30) estos artificiosos proyectos han creado mayores complicaciones y suscitado nuevos pleitos nunca antes planteados, entre ellos el profundo descontento y la amargura de muchos leoneses y castellanos que se sienten defraudados. Es de justicia reconocer que en este confuso ambiente de apresuramientos, improvisaciones, maniobras políticas y actitudes demagógicas en torno a la tramitación de algunas autonomías, no han faltado advertencias muy oportunas y plenas de sensatez, que desgraciadamente no han sido escuchadas con la atención que merecen.

He aquí algunas:

Las autonomías expresan el respeto a la personalidad y el derecho al autogobierno de todos los pueblos que componen España.
Los procesos autonómicos tienen en general una dimensión histórica que obliga a verlos con amplia perspectiva.
Podrían ser desastrosos para los países afectados si se hiciesen a la ligera.
En asuntos tan graves, es preciso evitar toda demagogia, así como el incurrir en planteamientos precipitados o excesivamente simplistas que pueden llevar a un sentimiento de frustración después de las autonomías.
En la cuestión de las autonomías hay que respetar la conciencia colectiva.
No se puede jugar con los países por motivos electorales.
El gobierno ha colocado al país en la pendiente de las autonomías de mala manera... creó así problemas ficticios de los que ahora se da cuenta .(31)

Hemos dicho repetidamente que Castilla ha sido la gran víctima del centralismo estatal español. Y sigue siéndolo más que ninguna otra región. víctima material y víctima espiritual. Porque si la ruina económica causada a los pueblos castellanos por el Estado español es a todas luces manifiesta en la desertización de sus campos y el mezquino desarrollo de sus industrias, el daño moral producido por el unitarismo centralista ha sido aquí más grave que en otras partes de España; hasta el grado de que, cuando la mayoría de los pueblos hispanos obtienen la autonomía de sus respectivas regiones para asumir su propia identidad y su destino dentro del conjunto español, Castilla es eliminada del mapa de la Península Ibérica, dividida en pedazos que sugieren grandes escombros históricos. Tales son:

1. El compuesto por las actuales provincias de Burgos, Soria y Ávila, que han sido agregadas al antiguo reino de León (provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid y Palencia) para formar un coglomerado castellano-leonés, predominantemente leonés.
2. El integrado por las provincias de Guadalajara y Cuenca, que unidas con las de Toledo, Ciudad Real y Albacete forman otro conglomerado castellano-manchego,
predominantemente manchego.
3. El territorio de la actual provincia de Santander, que con el nombre de Cantabria ha recibido un estatuto de autonomía regional uniprovincial.
4. La actual provincia de Logroño, que también ha obtenido su autonomía.

El territorio de la actual provincia de Madrid (excluido el de la capital), que en su mayor parte es históricamente segoviano y en porción menor fue tierra de Guadalajara, pasó a ser asiento geográfico de una nueva región autónoma al servicio de la capital.




Todas estas invenciones, que llevan a la eliminación de Castilla como nacionalidad o región histórica, son también dañinas para las regiones (antiguos reinos) de León y Toledo, cuyas respectivas personalidades quedan artificiosamente deformadas en las confusas entidades políticoadministrativas castellano-leonesa y castellano-manchega.

Suele ponerse en duda la naturaleza castellana de las tierras santanderinas alegando que la Montaña cantábrica tiene características propias que la distinguen de las otras tierras castellanas, lo que, sin duda, es verdad, y en nada merma la castellanísima condición de la Montaña por antonomasia. Cosa análoga ocurre con la Rioja. También los macizos pirenaicos de las actuales provincias de Gerona, Huesca y Navarra son muy diferentes del delta de Tortosa, la estepa de los Monegros y la ribera de Tudela, y no por ello dejan de ser, respectivamente, tan catalanes, aragoneses y navarros como éstas. Y dentro de la provincia de León encontramos partes geográficamente tan distintas como Sahagún de Campos, el Páramo, el Bierzo y las Fuentes del Esla; todas, por historia y estirpe, radicalmente leonesas. La oposición de Cantabria y la Rioja a incorporarse al conglomerado castellano-leonés, lejos de dañar su castellanía, la afirma. Al mantener la propia identidad de cada una, las convierte en reductos castellanos y posibles bases de un auténtico renacer de Castilla.

Argumento muy utilizado en pro de la creación de una nueva entidad regional castellano-leonesa - discordante con la diversidad geográfica y el pluralismo histórico de los reinos de León y Castilla- es la «conciencia castellanista» de la mayoría de los habitantes de la Tierra de Campos. Razón que se reduce a un error de nomenclatura - abusiva acepción histórico-geográfica del nombre castellano- y a una confusión de identidades; pues lo que muchos de ellos entienden por tierras de Castilla y tradición castellana son tierras y tradición completamente leonesas. Y cosa semejante puede decirse de la «conciencia castellanista» de algunos toledanos.

De aceptar esta consideración habría que proponer la creación de una entidad con todos los territorios de los antiguos reinos de León Castilla y Toledo (provincias de León, Zamora, Salamanca, Valladolid, Palencia, Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Madrid, Guadalajara, Cuenca, Toledo, Ciudad Real y Albacete); gran región nominalmente castellana, pero en realidad un vasto, heterogéneo y variopinto conjunto.

Que la «conciencia castellanista» de los promotores del conglomerado castellano-leonés carece de raíces hondamente castellanas, lo demuestra la tranquilidad -y aun la sensación de alivio- con que acogieron la no incorporación de la Montaña y la Rioja, comarcas sin las cuales los mas conscientes castellanos no pueden concebir una auténtica Castilla.

Secuestrada la memoria de su pasado histórico y perdida la conciencia de colectividad nacional, los pueblos de León y Castilla - salvo pocas excepciones- se hallan hoy sumidos en un estado de ignorancia y confusión en torno a la cuestión de las autonomías regionales que se manifiesta en todos los sectores sociales y grupos políticos, donde se dan las mayores contradicciones. Así, abundan las personas de izquierda que mantienen concepciones históricas y geopolíticas originalmente promovidas por las oligarquías reaccionarias e impuestas en 1939 por el falangismo, y no faltan otras más conservadoras, opuestas al conglomerado unitario castellano-leonés, que defienden el derecho de los pueblos de León y Castilla a sus respectivas autonomías.

¿Cómo ha sido esto posible? preguntamos de nuevo; y topamos siempre con las mismas respuestas:

La enseñanza de una historia tergiversada a base de ocultamientos y mistificaciones, el adoctrinamiento y el obscurantismo dictatorial y la desinformación sistemática han mantenido al pueblo español durante cuarenta años en la ignorancia de gran parte de su pasado nacional, al grado de que, a pesar del progreso científico de los estudios históricos, la generalidad de los españoles sabe hoy menos sobre la realidad histórica nacional de León y de Castilla que cuando Menéndez Pidal publicó las primeras ediciones de Los orígenes del español (1926) y La España del Cid (1929) o el padre Serrano El obispado de Burgos y Castilla primitiva (1935).
La presión política y administrativa ejercida por el poder central mediante una división provincial, arbitrariamente decretada.
El aislamiento mutuo de las tierras castellanas, propiciado por un sistema ferroviario que las ha obligado a la comunicación con Madrid o a depender de centros económicos y culturales no castellanos.
La falta de una universidad auténticamente castellana, cuyo vacío han cubierto en parte, con su propio criterio, las universidades leonesas de Salamanca y Valladolid.
Las maniobras políticas de grupos oligárquicos que siempre han aspirado a dominar el gobierno de una nueva gran región castellano-leonesa.

Todas éstas y otras ya mencionadas en páginas anteriores, son razones que explican la carencia de un pensamiento, una conciencia y una voluntad política castellanas cuando Castilla más necesitada está de ellas, porque lo que hoy se halla en juego es su propia existencia como entidad con personalidad y derechos propios en el conjunto español.

Y con Castilla corre suerte pareja lo que fue insigne reino de León.

Decía Machado, por boca de Mairena:

Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se acepta como una fatalidad,- al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.

A mediados del siglo XIX, la burguesía agraria de la meseta del Duero medio, deseosa de asegurar sus negocios, defiende el proteccionismo aduanero (que, de otra manera y por otros intereses, también defendía la burguesía industrial catalana), utilizando para ello la prensa regional. Se alza el nombre de Castilla la Vieja, o simplemente Castilla, bajo el cual se incluyen las cinco provincias leonesas y las castellanas de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila. Surge así un «regionalismo castellano viejo», o simplemente «castellano» y se inventa la región castellano-leonesa, que se procura identificar con las tierras de la cuenca del Duero. En 1859, el Norte de Castilla (diario portavoz de los terratenientes y negociantes trigueros, fundado de 1856) declara que Valladolid es la «capital de Castilla la Vieja». El embrollo castellano leonés y la «llanura» de Castilla la Vieja ya tienen carta de naturaleza. El hecho ya está señalado y convertido en bandera.

Años después, la pérdida de los últimos restos de lo que fue gran imperio español conmueve a los sectores más vivos de la nación. Las conciencias más despiertas de España emprenden una dolorosa labor introspectivo. Los escritores de la «generación del 98» buscan acuciosamente las entrañas de lo español con el noble propósito de promover una regeneración nacional y -con notables excepciones- creen hallarlas en esa vasta <,Castilla» que consideran madre de la nación española. Es la «Castilla» de Unamuno: la «inacabable llanura», la del «espíritu centralizador», «verdadera forjadora de la unidad y la monarquía españolas», la que impuso en España «un monarca, un imperio y una espada», según cantaba Hernando de Acuña, el vate de Carlos V. La «Castilla» de Ortega: la plana meseta en cuya geometría «no hay curvas», la del rey leonés Alfonso VI (a la que los castellanos oponían su «terco parlicularismo» con «el pelo de la dehesa»). La Ancha es Castilla - y larga -. Va desde la cornisa cántabra -más allá de Aguilar de Campoo es la Montaña- hasta las cumbres de Guadarrama, en cuya vertiente meridional ya está la tierra de Madrid, la Sierra, y cuando la llanura, la Mancha. Llega a la raya de Portugal por predios salmantinos y zamoranos, y extiende sus dimensiones a los linderos del propio Aragón. Pues es aquí, en tan señalada extensión, donde situaremos nuestros itinerarios, haciendo punto y aparte con Logroño, porque no es Castilla, sino Rioja, con propia personalidad, y con Santander, que tampoco resulta lo estrictamente castellano, y sí la Montaña, Cantabria, también con especial definición toponímica. En cambio, restaremos de la región leonesa a Palencia, a Valladolid, a Zamora y a Salamanca, las dos primeras castellanas hasta los tuétanos, y las otras dos, en su mayor parte.

Los miles de lectores, extranjeros y españoles, de las muchas ediciones de esta obra, recomendada por el gobierno español para información de turistas, que se hayan atenido a lo aquí escrito, habrán «aprendido» que la provincia de Santander no es Castilla, sino Cantabria o la Montaña; que la de Logroño tampoco lo es, sino la Rioja; que las provincias de Palencia, Valladolid, Zamora y Salamanca hay que rescatarlas de la región leonesa, porque las dos primeras son castellanas (hasta los tuétanos), así como las otras dos (aunque no tanto); y deducido que el único territorio que perteneció al antiguo reino de León es el de la mera provincia de este nombre; y que las tierras castellanas del Alto Tajo y el Alto Júcar no son Castilla -ni siquiera las de la actual provincia de Madrid que hasta mediados del siglo pasado fueron segovianas -, porque todas ellas están al oriente de las crestas de Guadarrama. Mayor confusión y cosas más peregrinas no caben en tan pocas líneas. Con el mismo arbitrario criterio que le ha servido para delimitar así el ámbito geográfico de Castilla, su autor podría afirmar que Córdoba y Sevilla no son Andalucía, sino Bética; y que tampoco es andaluza Málaga, porque está al sur de la cordillera Penibética; ni Almería, porque tiene propia personalidad levantina.

El embrollo ha aumentado mucho desde la instauración de los regímenes autonómicos de «Castilla y León» y <,Castilla-la Mancha», donde las burocracias culturales al servicio de los gobiernos autónomos han emprendido la tarea de crear una conciencia comunitaria en estas nuevas regiones. Con tal fin ha sido preciso publicar geografías delimitadas por los nuevos contornos regionales, y escribir (o inventar mediante adecuados arreglos u omisiones) historias ajustadas a las recién concebidas entidades político-administrativas. En otras palabras, invirtiendo el curso natural del acontecer histórico se escriben estos libros desde el presente hacia el pasado, procurando que el relatado ayer explique o justifique el hoy autonómico arbitrariamente establecido. Así se han escrito geografías e historias de «Castilla y León» en las que no figuran las provincias de Santander, Logroño, Madrid, Guadalajara y Cuenca. ¿Se atrevería alguien a escribir una historia de Cataluña de la que estuvieran ausentes Lérida y Gerona o una Galicia sin la Coruña y Pontevedra? En tales libros nada podrá en verdad aprenderse del nacimiento de Castilla en el las luchas por la independencia de Castilla de la monarquía asturleonesa, auténtica epopeya nacional de «los pueblos castellanos»-, ni del nacimiento del idioma castellano sobre el mismo solar vasco-cántabro, y el avance hacia el centro de la Península de la cuña lingüística castellana; ni de la Tierra de Campos como base geográfica del reino de León; ni del bable astur-leonés que se habló en todo el territorio de Asturias, el País Leonés y Extremadura; ni de la aparición de las Glosas Emilianenses en la Rioja, patria también de Gonzalo de Berceo; ni de san Millán de la Cogolla como patrón de Castilla; ni del rechazo del Fuero Juzgo, legislación fundamental de la corona de León, por los castellanos y los vascos; ni de la condición radicalmente leonesa de Alfonso VI (primero de este nombre en Castilla), de su hija doña Urraca y de su nieto Alfonso VII, el Emperador de León por antonomasia; ni de la fundación de Valladolid por el conde Pedro Ansúrez, en su tiempo el personaje más poderoso y destacado de la corte de León; ni de la creación de la Universidad de Salamanca por el leonesísimo monarca Alfonso IX, que no reinó en Castilla; ni de las Cortes leonesas (no castellanas) reunidas por este rey en la ciudad de León en 1188, primeras de España y aun de Europa; ni del Fuero de Sepúlveda, primero y tipo de los que rigieron en todas las tierras comuneras de Castilla (Soria, Segovia, Ávila, Atienza, Cuenca ... ) y de Aragón (Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín); ni de la total diferencia entre las milenarias comunidades (o universidades) de ciudad (o villa) y tierra de Castilla y Aragón, y la efímera guerra llamada de las «Comunidades de Castilla» que abarcó la mayor parte de España; ni de la solidaridad que durante muchos siglos unió a los leoneses con los asturianos, los gallegos, los portugueses (hasta el XII) y los extremeños, por un lado, y a los castellanos y los vascos, por otro; ni de tantas otras cosas importantes propias de León que se ocultan como tales o se califican erróneamente de castellanas.

En tales historias se pasa rápidamente sobre los siglos IX, X, XI y XII, los más propiamente leoneses y castellanos, para presentar a partir del año 1230 las historias de León (sin Asturias, Galicia ni Extremadura) y de Castilla (sin el País Vasco) como si se tratara de una sola y mezclada entidad «castellanoleonesa,>.

Notas

28. Castilla la Vieja se ha denominado oficialmente, desde la división provincial de 1833 hasta el actual barullo, al conjunto de las seis provincias castellanas de Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila, y así consta en los textos de enseñanza escolar, los mapas y atlas geográficos, las enciclopedias (véase p. ej. el tomo XII de la enciclopedia Espasa) y las estadísticas oficiales. Quedan fuera de ella las provincias castellanas de Madrid, Guadalajara y Cuenca, que con las de Toledo y Ciudad Real forman la también confusamente llamada Castilla la Nueva.
29. Sin propósitos políticos y menos aún reaccionarios, pues aquella <,generación», domina por nobles inquietudes, estuvo liberalmente abierta a todos los horizontes intelectuales. 30. No incluimos - aquí y ahora- a Portugal 31. Opiniones del secretario del PSOE, Felipe González, expuestas públicamente en diversas oportunidades entre 1973 y 1980.


(Anselmo Carretero y Jiménez. Los Pueblos de España. Editorial Hacer. Colección Federalismo. Barcelona 1992. Páginas 378-388)

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