El ser de los españoles y la necesidad de España
¿Dios Mío, qué es España? El angustiado apóstrofe de Ortega sigue replanteando nuestro problema esencial, lo que es España, en la perspectiva intelectual, en la investigación y análisis de la historia española. Pero aunque ciertamente España es problemática, por el prolongado caos político de su historia, a veces difícilmente comprensible, en ocasiones incoherente, es lo cierto que España es una realidad.
Un francés, Robert Walteufel, en su Esquisse de I'hístoire de I'Espagne, llegó a pronunciar una sentencia desoladora. «La nación española no existe. Es un señuelo, una sombra, un vapor que gentes interesadas, en el curso de los siglos, han presentado como una realidad tangible, palpable y el mundo ha sido engañado por apariencias.»
A pesar de ese desorden y anarquía de la historia política peninsular y de la falta de cristalización definitiva en una organización normal y estable, hay una realidad española -como decía desde su honda catalanidad hispana el maestro Bosch-Gimpera- que ha producido gestas gloriosas y valores humanos permanentes. Desde el arte de la cueva de Altamira hasta ahora, los pueblos españoles han contribuido al arte de la humanidad en la arquitectura, en la escultura, en la pintura y en la música, de hondas raíces populares, en forma tal que supera, a veces, a la contribución de los pueblos que se suponen de vida normal.
Es la misma proclamación española que hace Américo Castro. «Ni en occidente ni en oriente hay nada análogo a España, y sus valores son sin duda muy altos y únicos en su especie. Son irremediablemente españoles la Celestina, Cervantes, Velázquez, Goya, Unamuno, Picasso y Falla. Hay en todos ellos un quid último que es español y nada más.»
Ese quid último es lo que determina el ser español, la manera de ser española, la forma peculiar que tenemos los españoles de ser y de no ser, de vivir y hasta incluso de morir.
España es la sustancia que fluye de toda su tradición histórica, fruto de afinidades profundas y esenciales de los pueblos que la integran. Decimos España, no esa otra cosa que se llama Estado español, configuración jurídica que -como dijo Alfonso Reyes- ha vivido secularmente en continuo vaivén de pérdidas y ganancias.
En los últimos años, cuestionando consciente o inconscientemente la idea de España, se ha preferido por algunos hablar usualmente del Estado español y eludir o silenciar la palabra España. Grave error. Del mismo modo que no es admisible una concepción «ortodoxa,, y excluyente de España, y una pertenencia o vinculación de la patria, de su bandera y demás símbolos, a los sectores políticos y sociales de signo conservador, tampoco ningún supuesto progresismo puede ignorar que existe una nación española, que España es una realidad profunda, anterior y superior al Estado, y que no nace de su Constitución política, sino que la precede.
Una de nuestras más acuciantes necesidades, pala conseguir de verdad la aproximación e integración de las dos Españas, y la realización de la concordia definitiva, es precisamente la nacionalización, en la idea y el sentimiento, del progresismo español. No existe ninguna razón para que el patriotismo sea patrimonio de la derecha, ni que la izquierda continúe espiritualmente acampada fuera de los muros de la ciudad, con su viejo pesimismo histórico y menosprecio de la tradición, en un país como el nuestro en que la verdadera tradición de la nación y de los pueblos españoles contiene el más rico potencial de progreso.
El antagonismo político no puede ser trasladado al plano de la nación, lugar que necesitamos sea de encuentro cordial y de reconciliación, de superación de la dialéctica de reaccionarios y progresistas, mediante la asunción general de toda nuestra historia, incluso la que no nos guste. Ahí tenemos el ejemplo de los franceses, nuestros despiertos e inquietantes vecinos. El conde de París, pretendiente al trono, en el séptimo centenario de la muerte de San Luis, rey de Francia, decía. «Todos somos hijos de San Luis, cualesquiera que sean nuestras actuales apariencias.
La tensión conflictiva y disgregadora de los españoles es una desdichada constante de nuestro devenir histórico. Actualmente en la discrepancia política han venido a confluir todas las tensiones del pasado, sean religiosas, ideológicas, socioeconómicas o regionales. De ahí la insólita vehemencia con que la confrontación política separa unos españoles de otros, haciéndoles descalificarse mutuamente y manteniendo latente un clima de discordia civil.
El problema de las «nacionalidades y regiones» ha venido, inoportunamente, a agravar esta situación, a hacerla más picuda, que diría Ganivet. Unas autonomías precipitadas, mal concebidas, insolidarias, generalmente artificiales y discernidas a destiempo, ponen en cuestión no sólo al Estado sino, lo que es harto más grave, la propia entidad de España.
El conflicto de las banderas, desatado por arte maquiavélico en el País Vasco, es un ejemplo extremadamente grave y preocupante. Algunos vascos no quieren ser españoles. Lo son sin embargo, y lo revela incluso su misma actitud, aunque prefieran ignorarlo. Unamuno era «español doblemente por vasco». El papel jugado por los vascos en la creación de Castilla, de su lengua, instituciones y estilo, ha sido fundamental. El vasco, como decía Jaume Brossa, es el alcaloide del castellano. Somos los castellanos primos hermanos de los vascos, y es gran lástima que ciertos políticos hayan eliminado a Castilla del mapa autonómico de España, ya que la Castilla auténtica que muchos castellanos reivindicamos, como comunidad histórico-cultural y popular, profunda e irrevocablemente española, hubiera sido ese puente necesario de comunicación y entendimiento familiar con el pueblo vasco, para la articulación armónica de España.
En el mundo en que vivimos toda veleidad secesionista es sencillamente suicida. Balcanizada la Península Ibérica, es obvio que los pueblos españoles serían fácil y segura presa de los buitres de turno. Tengamos bien presente todos -catalanes y vascos, gallegos y andaluces, españoles de todas las regiones- que España es la razón de ser y la garantía de sus pueblos. Toda autonomía, sea de un municipio, de una provincia o de una región, ha de estar constantemente referida ala patria común. España es una necesidad: sólo en el regazo de España -la ¡hermosa tierra de España! que canta el verso de Antonio Machado- podrán sobrevivir en su identidad y florecer los pueblos que la forman,
MANUEL GONZALEZ
HERRERO
Castilla nº 20 agosto-septiembre 1983
jueves, octubre 27, 2005
El ser de los españoles y la necesidad de España.Manuel Gonzalez Herrero 1983
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España,
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