miércoles, junio 01, 2011

Lengua castellana (Gustave Doré, Ch. Davullier 1874

Viaje por España
Vol II
Gustave Doré y Ch. Davillier
Paris 1874


El español es, en nuestra opinión, la lengua que más parecido ofrece con el francés. En el siglo xvi estaba muy extendido por Francia. Se encuentra entre nuestros autores de esta época buen número de palabras y de giros tomados de la lengua castellana. Brantóme habla de una «muy bella y honesta dama que hábloit (hablaba) un poco de español y la entendía muy bien...» Hagamos notar de pasada que el verbo hablar (hâbler) ha tomado entre los franceses un sentido peyorativo, y que (parler) es tomado igualmente por nuestros vecinos españoles en sentido des­pectivo. Tiene, por tanto, el mismo significado de nuestro hâbler.

«Acostumbradamente —dice también Brantóme—, la mayor parte de los fran­ceses de hoy, al menos aquellos a quienes se ve un poco, saben hablar o entienden esta lengua...» Sería fácil multiplicar los ejemplos, pero nos contentaremos con el testimonio de Cervantes, quien asegura en su novela Persiles y Segismunda que «en Francia, ni varón ni mujer deja de aprender la lengua castellana».

Los méritos de la lengua castellana han sido a menudo celebrados, lo mismo por extranjeros que por españoles. Iriarte, autor del Poema sobre la música, ha hecho una elocuente defensa en favor del español: «Si busco —dice—, fuera de Italia, una lengua que convenga al canto, sólo encuentro el español, noble, rico, majestuoso, flexible, enérgico, armonioso. Es una lengua donde no se encuentran ni letras mudas, ni sordas, ni nasales; en la que las consonantes y las vocales están distribuidas con tanto orden, que no se descubre ninguna irregularidad. Es una lengua muy diferente de las de las naciones septentrionales, donde la multiplicidad de las consonantes duras ofusca y violenta los sonidos de la voz y del canto. Una lengua, en fin, que ofrece en sus terminaciones buen número de breves y de varia­dos acentos. Si en algunos casos se hace sentir el acento gutural, el cantor encuentra los medios de suavizarlo, y el poeta tiene cuidado de evitar su frecuencia. Con un idioma semejante, la melodía española envidiará cada vez menos a la lengua de Florencia y de Roma; sin dejar de admirar la gracia del toscano se hará justicia a la del castellano.»

El caballero de Langle, autor de un Voyage en Espagne, en el que se muestra a menudo injusto hacia este país, no testimonia menos entusiasmo: «Es preciso oír hablar a una española, por poco que se la ame, o que uno sea amado, que sea bonita; todas las palabras que pronuncia se graban en la memoria y dejan en el oído un sonido tan dulce, tan melodioso, que uno cree oírlo, que uno cree que sigue hablando cuando ya se ha callado. ¡Oh, magia poderosa y maravillosa de la voz de una mujer! Más de cien hombres me han hablado en Madrid. Yo les he escuchado con atención, pero nada de lo que dijeron me ha quedado y un minuto después se me había olvidado por completo».

El autor del Vago italiano, el Padre Caimo, opina que el español es más abun­dante que el francés y más armonioso que el italiano. «Es verdad —añade— que los franceses tienen una pronunciación más suave que la de los españoles, que es un poco ruda. Los franceses deslizan las palabras y los españoles las golpean con frecuentes aspiraciones y un tono enfático... No vacilaría en dar la preferencia a la lengua española sobre todas las demás sí no fuera la italiana la más hermosa de todas las de Europa.» No hay que olvidar que el que habla es un italiano.

La lengua española, decía el cardenal Du Perron, es muy propia para las rodomontadas (fanafarronadas) y para presentar las cosas más importantes de lo que en realidad son. En un panfleto del siglo xvii, publicado bajo el título de Relación de Madrid, se hace una crítica singular de la lengua española: «Si se quitaran de ella las As y las Os, sólo quedarían bostezos y muecas».

Carlos V era más justo cuando decía que el español era la lengua de los dioses. «La encuentro muy de mi gusto —decía Madame d'Aulnoy—; es expresiva, noble y grave.» El español se ha conservado más puro de mezclas extranjeras que el ita­liano, y ha recibido menos galicismos, incluso en la época en que la influencia francesa era tan grande en la Corte de España. La resistencia se manifestaba en­tonces de un modo muy original; por ejemplo, la camarera mayor de la reina, primera mujer de Carlos II, hizo matar dos loros porque hablaban francés.

En nuestra opinión, el español es la lengua más fácil de aprender para un francés, si conoce el latín, pues a pesar del considerable número de palabras árabes que posee, es la que más se parece al latín, sin exceptuar el italiano. Un conoci­miento mediano del italiano, lejos de ser útil, es más bien perjudicial, pues el parecido entre ambos idiomas es más aparente que real, lo que da lugar a frecuentes confusiones. Los españoles se muestran muy halagados cuando oyen a un extranjero hablar su idioma, y éstos se benefician con ello en más de una ocasión. El conse­jero Bertaut cuenta a este respecto en su Voyage en Espagne lo que le sucedió en 1659. «Encontré en el paso (de los Pirineos) a un español, que se hacía llamar gobernador de aquella región, quien me dejó entrar en el país y me dio mi billete sin pedirme el derecho de paso ni el pasaporte, que por cierto no tenía. Sin em­bargo, a muchos franceses les había revisado a conciencia sus ropas; pero me hizo este honor porque yo hablaba español...»

Dejemos ahora la noble y pura lengua castellana para ocuparnos un instante de la germania, lengua de los ladrones. No hay país que no tenga su argot: los ingleses le llaman Cant, Slang, Pedlar's french, Gibberish, Thieve's latin, Saint, Giles's greck, etc.; los alemanes, Rothwelsch (o italiano rojo); los italianos, gergo, Parlar furbesco; los holandeses, Diventael o Bargoens; los portugueses, Calao etc.

El argot francés presente, como lo demostraremos en seguida, curiosas analo­gías con el español, y se sabe que se remonta a una época muy antigua. En el siglo xvi ya tenía su diccionario, que es la continuación de la curiosa obra titulada Vie des Marcelots, Gueux et Boémiens... plus a été ajousté pn dictionnaire en langue blesquin, avec l'explication en vulgaire. Hablaban esta lengua los ladrones, mendigos, vagabundos y otras gentes de mal vivir como los Mattois, Cagoux, Gueux, Bons-compagnons, Larrons, Picoreurs, Coquillarts, Gailleurs o gayeux, Maridots, Piétres, Sabouleux, Boémiens, Saupicquets, Joncheurs, Fallots, Hubins, Francs­mitoux. Bezoards, Marcandiers, Malingreux, Millards, Capons, Drilles o Narquois, Spelicans, etc.

Los barrios de París también tenían su argot, conocido con el nombre de goffe. «La reina madre —leemos en Scaligeriana— hablaba el goffe parisién tan bien como una vendedora de la plaza Maubert, y nunca se hubiera dicho que era italiana.»

Volvamos a la germanía española. En la Península se la llamaba antiguamente amancebamiento; hoy la llaman los ladrones rufianesca, pero es conocida general­mente por germanía, que viene del latín germanus, y significa asociación o cofra­día. Poco más o menos es la misma palabra que hermandad, que ofrece el mismo sentido. La G. se confunde a menudo con la H en el castellano antiguo. Las palabras jerigonza, jerga o jergón son poco más o menos sinónimos, y en español se usa la proverbial locución: Hablar en jerigonza, en jerga o en jergón, para designar una lengua ininteligible. Hay, evidentemente, cierta afinidad entre estas diferentes palabras y el francés antiguo gergon, del cual proviene jargon y, por corrupción, argot.

La germanía de España no parece ser más antigua que el argot francés. En el siglo xvi, y aun antes, varios autores habían compuesto en esta lengua roman­ces y poesías. Fueron recogidas y publicadas por primera vez en 1609 por Juan Hidalgo con el título de Romances de Germanía de varios autores con su voca­bulario para declaración de sus términos y lengua. Esta obra debió tener un gran éxito, a juzgar por el número de ediciones que siguieron a la de 1609. Un poco más tarde, otro autor español. D. García, publicó un libro análogo titulado Anti­güedad y Nobleza de los ladrones, que fue traducido al francés poco tiempo des­pués y publicado en París bajo el título L'antiquité des larrons, ouvrage non moins curieux que délectable.

Hacia fines del siglo xvi y principalmente en la época de Felipe II, algunas obras, más conocidas, dan una exacta idea de la vida picaresca de la época y con­tienen informes muy curiosos sobre la lengua que hablaban entonces los pícaros o gentes de mal vivir: tales son La Vida y Hechos del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán; la Vida de Lazarillo de Tormes, de Diego Hurtado de Men­doza; La Historia y la Vida del Gran Tacaño, de Quevedo. Cervantes ha colocado ciertos términos, sacados de la lengua de los ladrones, en varios lugares del Qui­jote pero sobre todo es en su novela Rinconete y Cortadillo donde ha demostrado su profundo conocimiento de la jerga de las diferentes variedades de ladrones. Los dos héroes de la novela picaresca, lo mismo que otros personajes como Manipodio, Chiquiznaque, la Cariharta, la Escalante y la Gananciosa son figuras de pícaros tomadas del natural. En algunos barrios de Sevilla y de Málaga, y en el Rastro de Madrid, aún se pueden encontrar hoy los originales de estos retratos.

La germanía española ya no es lo que antiguamente. La lengua de los ladrones, llena de imágenes y pintoresca, ha sufrido frecuentes modificaciones, pues la ma­yor parte de las expresiones se deben al capricho y a la imaginación de los indi­viduos.

Ciertas palabras no tienen ninguna relación con el castellano; otras, por el contrario, están sacadas de esta lengua, pero parte de sus sílabas están truncadas o alteradas.

Con bastante frecuencia las palabras españolas se han conservado sin altera­ción, aunque con distinto significado del ordinario; y de ello resultan tropos de gran atrevimiento, singulares metáforas, como podrá juzgarse por los ejemplos que damos más abajo.

No hay que olvidar, entre los elementos que entran en la composición de la germanía de los ladrones españoles, el caló, del que ya hemos hablado, esa curiosa lengua de los gitanos de la Península. Sin embargo, aunque la germanía haya sacado un buen número de palabras del caló, no deben confundirse ambas hablas. La lengua de los gitanos, o caló, como ya hemos dicho anteriormente, es de origen indio; entre las palabras que la componen hay muchas que se pueden relacionar con el sanscrito.

En las cárceles, en los presidios y ciertos barrios de algunas grandes ciudades es donde se habla principalmente la germanía; por ejemplo, en Madrid, en El Rastro; en Cádiz, en Sevilla y en Málaga, entre los barateros y los charranes, y también entre los contrabandistas andaluces y algunos toreros. Lo mismo que Eugenio Sué en Los Misterios de París, varios autores españoles contemporáneos han introducido la germanía en sus novelas; citaremos principalmente Las Guar­dillas de Madrid, de Luis Corsini, obra que tiene curiosos detalles sobre los ladro­nes de la capital de España.

Para dar idea de las pintorescas imágenes empleadas por los ladrones españoles, empezaron por los términos que se refieren especialmente a su «oficio». Para expresar la palabra ladrón, la germanía es de una riqueza extraordinaria. Posee más de treinta palabras diferentes: el azor es el ladrón en los sitios altos; el sal­teador, llamado también ermitaño, es el ladrón de los caminos; el corredor com­bina sus robos; el boleador, roba en las ferias. Cada especialidad está designada por un nombre peculiar; el alcafarero opera en los caminos; el almiforero, sobre los caballos; el gomarrero, sobre las gallinas; el cachuchero, en el oro; el bolata y el ventoso se introducen por la ventana; el lechuza sólo trabaja de noche; el murciglero desvalija a las gentes cuando duermen; el florero roba a los jugadores; el filatero corta los bolsillos y las bolsas; el desmotado despoja a sus víctimas de los vestidos: el atalaya sirve de centinela; el bajamano es el ladrón novato; el garitero da asilo a los ladrones; el piloto les guía; el bailón es el ladrón veterano; el gollero, el buzo, el levador y el águila tienen habilidades especiales; el ratero y el ratón son los últimos de la escala.

No acabaríamos si quisiéramos completar esta enumeración. Citemos solamente, para mostrar la riqueza de la lengua de germanía española, algunas otras palabras, como caleta, caletero, lobo, rastrillero baile, bailador, bailito, brasa, palanquín, la­drillo, murcio, expresión poco halagüeña para los murcianos, chori, chor, birlo, botador, chiquiribaile, landrero, etc.

Continuemos, citando las diferentes partes del cuerpo, nuestro examen del vocabulario, lleno de imágenes de la germanía. El cuerpo es el navío o el árbol; la cabeza es el capitel; el ojo tiene varios nombres: fanal, rayo, avizor, el queman­te (en el argot francés el ojo se llama reluit); las orejas son las asa o las hermanas. En cuanto a los dientes, toman el nombre de piñones, sin duda a causa de su pare­cido con el fruto de la piña. La lengua es la desosada y la barba el bosque.

Se comprende que las manos desempeñan un gran papel en el oficio de ladrón: son las labradoras, por excelencia; las anclas, los rastrillos. Por eso los ladrones hablando de los que han sido despojados, dicen que han sido rastrillados. Los dedos son los dátiles o las langostas, a causa del parecido que las articulaciones tienen con las del conocido crustáceo. El dedo índice y el corazón, que son los empleados por los cortabolsas se llaman las tijeras. En efecto, cuando se abren y se cierran recuerdan el movimiento de este instrumento (las tijeras en la germanía española se llaman los mordientes); el pie es el saltador.

Pasemos ahora a los vestidos. Sus nombres son también muy pintorescos. La camisa es la prima; la capa tiene varios nombres: tan pronto es la agüela, proba­blemente a causa de sus numerosos años de servicio, ya la nube en la que uno se envuelve; la chaqueta es la pelosa; el sombrero se llama el techo; el bolsillo, la potosía, aludiendo a las riquezas de las minas del Potosí, tan célebres en España; también se le llama el foso, a causa de su profundidad; las botas se llaman las ilustres, y a las polainas los labrados, pues ya se sabe con qué lujo de bordados y de pespuntes van adornadas, sobre todo en Andalucía; la sábana es el alba y la cama la blanda.

Mencionemos dos objetos que forman parte del traje femenino: el corse ha recibido el nombre del apretado; los borceguíes se llaman los dichosos, ingeniosa y encantadora metáfora que, ciertamente, justifica la conocida belleza del pie de las españoles.

La cárcel, y todos los objetos que se refieren a ella, deben necesariamente ocupar un lugar importante en el vocabulario de la germanía. Así, son muy nume­rosos sus sinónimos; ya es el banasto, o el horno, el banco, la madrastra, la angus­tia, la trápala, la trena, la confusión; la torre se llama la alta; los barrotes del calabozo, en los que apoya el prisionero su frente tristemente para procurar ver algo de fuera, son para él unos anteojos, y el que está tras de ellos por haber trabajado, es el anteojado; las esposas se llaman los anillos.

Todas las gentes de la justicia tienen, por supuesto sus nombres en la jerga de los ladrones españoles: el carcelero es llamado el banquero, y también se le llama el apasionado sin duda por el celo que despliega en guardar a los mal­hechores, que le han sido confiados; el fiscal criminal es conocido por el expre­sivo nombre de vengainjurias; el juez de instrucción, al que nuestros ladrones llaman le curieux (el curioso), ha recibido en español un nombre poco más o me­nos parecido: el avisado, y también se le llama el bravo; los agentes de la justicia son las fieras o las arpías; en cuanto a la misma justicia, los ladrones se inclinan ante ella, llamándola la justa, como se inclinan ante la religión, dando a la Iglesia el nombre de la Salud.

La sentencia de muerte es la tristeza y también se la designa por el término, aún más expresivo, de la noche; el verdugo al que nadie quiere ver junto a sí, ha recibido el pintoresco apodo de mal vecino. En la época en que se ahorcaba, la horca era llamada la balanza. Por una novela de Cervantes sabemos que en su tiempo los ladrones españoles le daban el nombre de finibusterre; el ahorcado se comparaba a un racimo. Hoy se ajusticia en el garrote, instrumento de suplicio que consiste en una especie de collar de hierro que se pasa alrededor del cuello. Por eso no se dice nunca poner el garrote, sino ajustar la golilla o la corbata de hierro.

En cuanto a la muerte, no podría ser mejor nombrada: es la cierta.

No debemos olvidar las armas, pues figuran forzosamente en la lengua de las gentes que hacen de la violencia y del asesinato los principales elementos de su existencia. Llaman a la espada la centella, el respeto, la filosa y, por último, la joyosa, sin duda en recuerdo del nombre de una de las espadas del Cid.

El puñal, además del nombre de filoso, toma también el de atacador, el enano, el cuadrado, el secreto; la daga se llama la estaca. La cota de mallas, en la época en que se usaba, llevaba el expresivo nombre de once mil, a causa del número de sus anillos. La pistola se llamaba el milanés, pues ya se sabe la fama que tenía la ciudad de Milán en la fabricación de las armas de fuego. La herida hecha por un arma blanca era una mojá.

Cierto número de palabras que pertenecen a la germanía presentan, como ya hemos dicho, mucha analogía con el francés:

parlar, parler (hablar)
sage, sage (astuto)
alar, aller (ir)
belitre, belitre (pícaro)
gorja, gorge (garganta)
formaje, fromage (queso)

La carretera principal, que entre nosotros se llama «le ruban de queue», es igualmente llamada la tira y también la polvorosa, magnífico epíteto referido a las carreteras de un país tan seco como España. Otra palabra que pertenece al francés antiguo es pio (el vino), del latín potus, bebida. «Este nectarico delicioso, precioso, celeste, gozoso, deífico licor al que llaman Piof...», dice Rabelais en el primer capítulo de Pantagruel. Villon ha empleado varías veces esta palabra, de la que la germanía española ha hecho piar (beber), piador (bebedor), piorno (borracho), también se dice está potado, por está bebido.

Un hecho bastante notable es la asombrosa analogía que existe entre cierto número de palabras que emplean los ladrones españoles y los franceses. Tomemos primero, por ejemplo, el sustantivo sourin o chourin y el verbo chouriner, que una novela de Eugenio Sué ha hecho populares. En germanía existe churi y churi­nar, que significan igualmente puñal y apuñalar. El pan, que en germanía es el arfite a artifara, en argot francés es el artie, si se refiere al pan moreno, y el artie de Meulan, si se trata del blanco. Los ladrones franceses también dan al pan el nombre de lartif . La palabra ratón (pequeño ladrón) tiene la misma significación en ambos idiomas. La centella (espada) es la flamme en el argot francés. Pillar una zorra significa emborracharse.

Citemos, aún, para terminar, algunas palabras que son iguales en la germanía y en el argot, como boya («boye», verdugo), colegio («College», prisión); sonante tiene como sinónimo en el argot francés, cassante, que significan, igualmente, nuez. Tunar, mendigar o vagabundear también se dice tuner, etc.

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