miércoles, junio 01, 2011

Inquisición y Plaza Mayor de Madrid (Gustavo Doré y Ch. Davillier 1874

Viaje por España
Vol II
Gustave Doré y Ch. Davillier
Paris 1874

En la época de Cervantes, la Plaza Mayor era uno de los lugares más frecuen­tados de la ciudad, como lo demuestra un pasaje de La ilustre fregona, donde se habla de los mendigos falsos, de los tullidos fingidos y de los rateros del Zoco­dover en Toledo y de la Plaza Mayor de Madrid. En el siglo xvii, sobre todo, era el teatro de las grandes fiestas de la Corte, como los Autos de Fe de la Inquisición, las corridas de toros, los carruseles, los torneos, además de las ilumi­naciones y fuegos artificiales de los que acabamos de hablar.

Las fiestas reales se daban en las grandes circunstancias, como en la coronación de los reyes, en su mayoría de edad o también con ocasión de sus bodas o de las de algún miembro de la familia real. Pero ninguna de estas fiestas celebradas con tanto esplendor, atraía tanta concurrencia como los Autos de Fe. Estas solem­nidades del Santo Oficio eran de dos clases. Los autos particulares de fe, que tenían lugar todos los años en épocas regulares, y los autos generales de fe, que sólo se celebraban con ocasión de grandes acontecimientos.

Ya se ha dicho todo sobre la Inquisición. Desde el famoso inquisidor Torque­mada, que firmó no menos de ocho mil sentencias de muerte esta institución ha tenido gran cantidad de adversarios y apologistas .

No vamos, pues, a resumir la obra del célebre Tribunal. Pero como la Plaza Mayor es el teatro de los Autos de Fe generales creemos un deber dar aquí, según un documento oficial contemporáneo y auténtico, un cuadro de la fiesta más importante de este género que haya tenido por escenario la Plaza Mayor.

En 1680 tuvo lugar aquel gran Auto de Fe con ocasión del Matrimonio de Carlos II. Madame d'Aulnoy, en su Relación del Viaje de España, da muchos detalles minuciosos sobre los preparativos del auto de fe en cuestión, al que, por lo demás, «no asistió». «El último se hizo en 1632 y se prepara uno para el matrimonio del Rey. Como no se ha hecho ninguno desde hace mucho tiempo, hacen grandes preparativos para conseguir que éste sea lo más solemne y magní­fico que puedan ser ceremonias de esta clase. Uno de los consejeros de la Inqui­sición ha hecho ya un proyecto que me ha mostrado. He aquí lo que dice: Se alzará en la Plaza Mayor de Madrid un tablado de cincuenta pies de largo; será alzado a la altura del balcón destinado al Rey...»

Dejaremos a un lado el proyecto para llegar a la ejecución: Se cuenta con los más minuciosos detalles en un grueso volumen de cerca de quinientas páginas, que es muy raro y que lleva por título: Relación histórica del Auto general de Fe, etcétera..., por José del Olmo alcalde y familiar del Santo Oficio, etc. .

El autor comienza diciendo que la ceremonia debió de celebrarse en Toledo, residencia del Inquisidor General, pues dice que «era preciso vaciar las prisiones de esta ciudad, las de Madrid y las de muchas otras inquisiciones de una turba de criminales que la Divina Providencia había permitido descubrir en la isla de Ma­llorca y en sus reinos de Castilla y cuyos procesos estaban acabados».

Se consiguió que el rey testimoniara su deseo de asistir al acto, recordándole que Felipe IV, su padre, había presenciado él mismo una fiesta de esta clase en 1632. Se escogió como fecha el 30 de junio, día de San Pablo. El Inquisidor General fue a pedir al Duque de Medinaceli que llevara el estandarte del Santo Oficio, honor que aceptó. Se formó un consejo para organizar todos sus detalles y se nombraron diversos comités, entre los cuales uno era el encargado de presidir los refrescos destinados a los diferentes miembros de la Inquisición.

Se ordenó a los diferentes tribunales de las provincias que mandaran con tiempo los criminales. Los ministros del Santo Oficio los esperaban en las puertas de Madrid y les hacían atravesar la ciudad en carrozas cerradas, a fin de que las personas no pudieran reconocerlos. Los inquisidores, oficiales y familiares de las principales ciudades vecinas fueron convocados, y por fin, estando todo en orden, el 30 de mayo fue publicada la siguiente proclama en todos los barrios de la capital:

«Se hace saber a todos los habitantes de Madrid, residencia de Su Majestad, que el Santo Oficio de la Inquisición de la ciudad y del reino de Toledo celebrará un acto público de fe en la Plaza Mayor de la villa, el domingo 30 de junio del presente año, y que los habitantes podrán podrán gozar de las gracias e indul­gencias concedidas por los soberanos pontífices a todos los que asistan o presten ayuda a un Acto de Fe.»

El tablado se preparó en poco tiempo, gracias al celo de los obreros; un maestro carpintero llegó a ofrecer el derribo de su propia casa en el caso de que faltase madera. Se cubrió de reposteros, como los anfiteatros antiguos, toda la superficie de la plaza, diecinueve mil pies cuadrados. Varios días antes de la ceremonia, algunos grandes señores fueron recibidos como familiares del Santo Oficio, entre ellos los duques de Alburquerque, de Béjar, de Hijar, de Medina­celi, de Lemos, de Osuna, del Infantado y otros.

Mientras que se ocupaban de estos preparativos, no se descuidaban otros, los de la hoguera, pues los reos, sin duda a causa de los peligros del fuego, debían ser quemados fuera de la ciudad, cerca de la Puerta de Fuencarral. Esto se confió a algunos habitantes de Madrid alistados en la Compañía de los Soldados de la Fe. Dice José de Olmos que cumplieron su cometido con tanta caballerosidad como valor. Se dirigieron hacia la Puerta de Alcalá, donde había preparada canti­dad de haces de leña por los cuidados del corregidor. Cada soldado fue tomando uno, y con esta fagina volvieron marchando hasta hacer alto en la plazoleta de Palacio. El capitán cogió uno de estos haces, lo colocó sobre una rodela e hizo que lo presentara al rey, quien por su propia mano entró a mostrárselo a la reina, y volviéndolo a sacar lo recibió el duque de Pastrana. Este lo devolvió al capitán diciendo que su Majestad quería que el primero se encendiese en su nombre.

Los soldados de la fe fueron marchando hasta el brasero, llevando cada uno un haz en la punta de su pica. El capitán llevaba en la rodela el haz recomendado de Su Majestad. La hoguera, en cuyo centro se había preparado una escalera, tenía sesenta pies de lado por siete de alto. Su custodia fue confiada a los soldados de la fe, que pusieron cuidadosamente a un lado el haz del rey.

Mientras llegaba el gran día, tuvieron lugar varias procesiones por la ciudad. Por la tarde, todos los reos fueron conducidos a la prisión del Santo Oficio. Veintitrés de ellos, designados como relajados, fueron entregados al brazo secular.

El inquisidor más antiguo les comunicaba su sentencia.

Por fin llegó el 30 de junio. Desde las cinco de la mañana estaban vestidos los reos y habían desayunado. Todo estaba dispuesto en la Plaza Mayor, y los asientos habían sido designados por el duque de Frías, mayordomo mayor. Al tiempo que el rey aparecía en su balcón, la procesión salía de la cárcel de la Inquisición. Los soldados de la fe abrían la marcha, seguidos del clero y de ciento veinte reos, acompañados cada uno por dos religiosos y marchando por el orden siguiente:

Treinta y seis efigies de relajados, muertos en la cárcel o que habían conse­guido escapar. A varias de estas efigies iban atados ataúdes con los huesos de aquel que representaban.

Once culpables, admitidos en penitencia, llevaban cirios de cera amarilla, con­denados sólo a la prisión o a azotes. Estos últimos llevaban una cuerda al cuello con tantos nudos como azotes recibirían.

Cincuenta y cuatro culpables convictos de haber judaizado fueron condenados a prisión perpetua o a destierro con confiscación de todos sus bienes. Llevaban Sambenitos con la Cruz de San Andrés.

Por último venían veintiún relajados, no en efigie, sino en carne y hueso, condenados al fuego, entre los cuales había «cinco mujeres y un mahometano». Doce de ellos iban amordazados y llevaban trajes y cogullas sembradas de llamas; dragones, pintados en medio de estas llamas, marcaban los herejes más empeder­nidos.

Tras los condenados marchaban los familiares y el Consejo Supremo de la Inquisición, el Ayuntamiento de Madrid, los Tribunales, y, por último, el Consejo de Castilla que era la primera magistratura de España.

Cerraba la marcha el señor Inquisidor General, a caballo, seguido de doce lacayos, y después de haber recorrido la procesión las principales calles de la ciudad llegó a la Plaza Mayor, que estaba obstaculizada por la multitud, y fue preciso algún tiempo para despejarla.

Por último empezó el acto de fe. El señor Inquisidor General recibió el jura­mento del rey, quien juró defender con todo su poder la fe católica. En seguida empezó la misa, y después del Introito, el celebrante pronunció un largo sermón.

Los relajados, por último, fueron llevados al lugar del suplicio.

La ceremonia duró hasta las nueve de la noche. Una vez que se dio la abso­lución a los reconciliados condenados sólo al látigo, el señor Inquisidor General levantó la sesión. «Desde las ocho de la mañana asistió el rey en el balcón, sin que el calor le destemplase, la muchedumbre le ofendiese, ni la dilación de función tan prólija le fastidiase. Su devoción y su celo fueron tan superiores a la fatiga que ni aun para comer se apartó un cuarto de hora, y habiéndose acabado el Auto, preguntó si faltaba más o si se podía volver.»

Y la muchedumbre se dispersó para volverse a reunir el martes, fecha en que tendría lugar la fustigación de los condenados reconciliados.

La Inquisición fue cada vez menos temible, hasta que se suprimió definitiva­mente. Una de las últimas víctimas, a la que se limitó a perseguir y encarcelar, fue el célebre Olavide.

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