La Constitución de 1978 nos dice que España está compuesta por nacionalidades y regiones, sin dar nombres, ni precisar en qué consiste la diferencia entre ambos componentes. Redactada bajo una democracia frágil y apenas estrenada, bajo la angustiante presión de los sectores más reactivos y reaccionarios del Ejército –“el poder fáctico”, se le llamaba entonces-, la Constitución es como uno de esos edificios en los que asoman pilares de hormigón en la azotea: el inmueble ya está habitado, pero sus moradores, si se lo propusiesen, podrían construir un piso superior. Digámoslo claro: la Constitución española admite un cierto desarrollo plurinacional de España, sin necesidad de proceder a su reforma. Bastaría con una ley orgánica que desarrollase el artículo 2. La ley de las nacionalidades y las regiones de España.
Es interesante releer el artículo 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”
En este redactado están muchas de las claves de aquel momento histórico. La palabra ‘indivisible’ aparece dos veces y junto a ella surge un concepto relativamente nuevo en el lenguaje jurídico-político español: las nacionalidades. Por primera vez, el orden constitucional español reconoce sujetos integrantes de distinta naturaleza. Insisto, por primera vez.
Esa distinción no figuraba en la Constitución de la Segunda República (1931), cuyo artículo 8 decía lo siguiente: "El Estado español, dentro de los límites irreductibles de su territorio actual, estará integrado por Municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía". La diferenciación entre nacionalidades y regiones también estaba muy lejos de la imaginación de los redactores del audaz proyecto de Constitución federal de 1873 –nunca aprobada y abortada en 1874 por el golpe del general Pavía- donde los órganos de la Primera República quedaban definidos así en el artículo 43: “El Municipio, el Estado Regional y el Estado federal o Nación”.
Los ponentes de la Constitución de 1978. Sentados, a la izquierda Miquel Roca, a la derecha, Jordi Solé Tura.
La inclusión del término nacionalidades en la Constitución de 1978 fue iniciativa de Miquel Roca i Junyent, con el apoyo de Jordi Solé Tura. Eran los dos ponentes catalanes en la comisión constitucional. Un abogado y un profesor de Derecho con experiencia política a cuestas. Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) y el Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC). El ‘compromiso histórico’ de los años setenta entre el nuevo partido de las clases medias catalanistas y el partido más activo en la Catalunya de las fábricas y los barrios. Un abogado de estirpe nacionalista nacido en el exilio y un panadero autodicacta que llegó a ser catedrático de Derecho Constitucional. Un nacionalista pragmático y un eurocomunista (antiguo redactor de Radio España Independiente en Bucarest) con la mirada puesta en la socialdemocracia. En síntesis: la huella de la Assemblea de Catalunya en la Constitución española. El PSOE y el PCE estuvieron de acuerdo. UCD lo aceptó. Alianza Popular se opuso, exclamando desde la tribuna del Congreso: “¡Nación sólo hay una!”. Y los militares reactivos consiguieron que la palabra “indisoluble” se repitiese dos veces en dos líneas, por si alguna cosa no quedaba clara.
(Al escribir estas líneas me viene a la memoria el tablón de anuncios de la 5ª Compañía del Batallón Nápoles de la Brigada de Infantería de Reserva (BRIR) del campamento Álvarez de Sotomayor, en Viator (Almería), en cuyo estadillo de efectivos figuré durante catorce meses como soldado y cabo. Años 1979-80. Un tablón de anuncios que exhibía en lugar bien visible el testamento político del general Franco. Ya se habían celebrado las primeras elecciones democráticas. La Constitución ya había sido aprobada y refrendada. Y el testamento de Franco seguía allí).
El testamento del dictador en el tablón de anuncios de las unidades militares. En ese contexto se redactó y aprobó la Constitución de 1978. Conviene no olvidarlo. Y en ese contexto, los ponentes catalanes consiguieron el consenso suficiente para que el término nacionalidades figurase, por primera vez en la historia, en el articulado de una Constitución española. No está de más recordarlo en el actual fragor sobre la cuestión catalana. También conviene recordarlo a quienes, desde Catalunya, sin mucho conocimiento de causa, denigran la transición como tiempo de flojera y rosario de claudicaciones.
Ahí están las nacionalidades. En el artículo dos. Ese pilar que asoma por la azotea es hoy objeto de diversas interpretaciones arquitectónicas. Para el sector más duro de la derecha constitucional es un elemento molesto, en mala hora concedido, que algún día habrá que eliminar. Para otros es un mero elemento decorativo al que no hay que dar mayor importancia: vale más dejarlo como está y olvidarse de él. Bastantes dirigentes y cuadros del PSOE reunidos este fin de semana en Madrid ya se han olvidado, por ejemplo, del entusiasmo con que Gregorio Peces-Barba defendió el término nacionalidades desde la tribuna del Congreso, a la hora de rechazar una enmienda contraria de Alianza Popular: “Centrándonos ya en el tema ‘nacionalidades’, tengo que decir que nosotros no participamos del catastrofismo con que se enfoca en la enmienda que combatimos y en la inteligente intervención que el señor Silva (Federico Silva Muñoz, ex ministro de Franco y fundador de AP) ha hecho para defender su posición. Primero, nosotros hemos dicho en Comisión, y lo afirmamos de nuevo aquí, que el término ‘nacionalidad’ es un término sinónimo de nación, y por eso hemos hablado de España como nación de naciones”. Otros tiempos.
Miquel Roca lo defendió así, en términos muy pragmáticos: “Nación de naciones es un concepto nuevo, es un concepto -se dice- que no figura en otros Estados o que no figura en otras realidades, quizá sí; pero es que, señores, ayer ya se decía que nosotros tendremos que innovar. Lo que estamos intentando es encontrar soluciones propias a los problemas propios. El ignorar que el problema de las nacionalidades ha mantenido en vilo la estabilidad democrática de las instituciones españolas, desde hace centenares de años, es un grave error”.
Y Jordi Solé Tura lo remachaba: “Se define, en consecuencia, que España es una nación de naciones, y éste es un término que no es extraño en nuestra reflexión política y teórica como han demostrado algunos historiadores. Me refiero al senador catalán Josep Benet, que ha escrito un sugestivo artículo sobre el tema, ni es un término que política y sociológicamente sea tampoco tan extraño”. (Josep Benet, historiador, militante catalanista desde los años treinta, católico, hombre del monasterio de Montserrat y amigo del PSUC. De nuevo el ‘compromiso histórico’).
‘Nación de naciones’. Susana Díaz, la nueva estrella emergente del PSOE, hoy se mordería la lengua antes de pronunciar esa expresión, temerosa de ser acusada de antiespañola por la prensa conservadora de Madrid; temerosa de perder el favor de sus electores, asustados por la crisis y muy disgustados por la corrupción y el amiguismo detectado en la administración regional andaluza, donde no ha habido alternancia política en los últimos 31 años. No es difícil imaginarse a Carme Chacón removiéndose en la silla ante la inquietante nación de naciones. La joven y tenaz candidata, antaño estudiosa del fenómeno de Québec, siempre atenta a la oscilación de los humores en Madrid, sabe cuáles son las palabras que conviene y no conviene pronunciar. ¿Nación de naciones? A ver quién va al programa de Ana Rosa Quintana con ese lenguaje. Aquellos fueron los tiempos de la Política en sí misma. Hoy se impone el Postureo (dícese del arte de adoptar en cada momento la pose o actitud adecuada).
La nación de naciones, sin embargo, es una expresión de genuino sello socialista. Un sello anterior al congreso de Suresnes de 1974, en el que cómo recordábamos en semanas anteriores, el tándem formado por Felipe González y Alfonso Guerra llegó a defender “el derecho de autodeterminación de las nacionalidades” (
Cuando el PSOE decía: ¡Autodeterminación!)
Señoras y señores, con todos ustedes,
Anselmo Carretero Jiménez (Segovia, 1908- Ciudad de México, 2002), autor de la reflexión más compleja efectuada desde las filas socialistas sobre la pluralidad territorial española. Un hombre poco conocido por el gran público, pero con una impronta nada desdeñable en la España de los años setenta y ochenta. En parte, inventor del ‘café para todos’. Ahora veremos por qué.
Anselmo Carretero Jiménez, ingeniero industrial de formación, oceanógrafo, apasionado de la historia de España –y muy en particular de la de Castilla-, militante socialista desde joven, estudiante en Alemania y México, director general de Pesca con República, combatiente en la Guerra Civil y exiliado en México desde el final de la misma, desarrolló la teoría de España como nación de naciones.
Muy influido por su padre, el historiador castellanista Luis Carretero Nieva, Anselmo Carretero nadaba contra corriente e impugnaba uno de los grandes axiomas españoles: la férrea identificación de Castilla con el centralismo. Sostenía que el origen más profundo de la España centralista no está en Castilla, sino en el reino de León, sucesor directo del antiguo reino de Asturias. El imperialismo centralizador que tanto entusiasma a muchos españoles –especialmente a los cuerpos funcionariales del Estado-, tendría su origen genético en el viejo reino leonés y en su epicentro espiritual y religioso, Covadonga. No hay que buscarlo –sostenía Carretero- en los municipios de Castilla que en el siglo XVI tuvieron el coraje de rebelarse contra la corte imperial de Carlos I, recién llegada de Flandes (El 7 de noviembre de 1519, hace ahora cerca de quinientos años, el Cuerpo de Regidores de Toledo se dirigía a las demás ciudades castellanas expresando su malestar por la subida de impuestos y el acaparamiento de cargos por parte de los flamencos. Así empezaba la revuelta Comunera, aplastada finalmente por la alianza del Rey con el clero y la alta nobleza).
Carretero afirmaba que España estaba compuesta por cuatro pueblos monárquicos de influencia gótica (León, Asturias, Galicia y Extremadura) y otros pueblos de vieja tradición democratista o pactista, proclives al federalismo: Castilla, País Vasco, Navarra y toda la Corona de Aragón. Afirmaba que Castilla fue democrática, municipalista y federal en sus orígenes, y que lo demostró incluyendo a los vascos mediante pactos libres. Sometida por las monarquías absolutistas de los Austrias y los Borbones, acabaría convirtiéndose en mito de la España centralizadora. Metáfora de la España doliente, orgullosa y con el ego destrozado de finales del siglo XIX (generación del 98). Baluarte de José Ortega y Gasset. Estandarte del fascismo español (Falange Española y las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista). La España del trigo del general Franco. Arquetipo dominador y a la vez víctima del creciente centralismo de la ciudad de Madrid. Madrid versus Castilla, una idea que aún subsiste en algunos círculos castellanos.
Carretero era, por tanto, un federalista castellanista. Verdaderamente, una rara avis. Es interesante seguir sus teorías, muy bien explicadas en el libro del politólogo Daniel Guerra Sesma, Socialismo español y federalismo (1873-1976), de reciente aparición. Anselmo Carretero reprochaba a los nacionalistas periféricos, sobre todo a los catalanes, haber engrandecido el mito de la Castilla centralista, opresiva e imperial con el contra relato catalanista, inicialmente orientado a combatir el pensamiento depresivo de la generación del 98 en un momento decisivo para el despegue industrial de Catalunya. Sin mencionarlo, Carretero señalaba a Joan Maragall.
España, afirmaba el socialista segoviano, es nación de naciones. Es nación, no una mera superestructura plurinacional como intentó ser Yugoslavia. Una nación con vocación de tal, a su vez compuesta por naciones. Todo lo que no sea Catalunya, País Vasco o Galicia, no es ‘Castilla’, decía, contradiciendo la línea estatutista de la Segunda República, que dio prioridad a catalanes, vascos y gallegos. La nación española no sólo es una nación de ciudadanos, es también una nación de pueblos. Esa era su idea. Una nación-mosaico, cuya única solución razonable es la convivencia federal. Un federalismo nacional: diversidad legítima, unidad necesaria.
Carretero reprochaba al PSOE haber vivido demasiado pendiente de las mitificaciones españolistas y no haber prestado suficiente atención a los sentimientos nacionales de los catalanes. De haberlo hecho –sostenía- la federación catalana del PSOE no se habría diluido en el PSUC (adherido en 1936 a la Internacional Comunista), con las notables consecuencias que ese tránsito tuvo en la política española, como veíamos la semana pasada
(El drama del PSOE en Catalunya). Evidentemente no era ese el pensamiento dominante en su partido. Otro heterodoxo del PSOE, Luis Araquistáin, lo veía de otra manera: “El juego imprudente a las nacionalidades es siempre peligroso en un país como España, perennemente socavado por la anarquía racial, y pudiera muy bien conducirnos a otra atomización cantonalista como la de 1873, que destruyó la primera República”.
Aunque su nombre nunca figuró en el cuadro de los principales dirigentes del PSOE, Anselmo Carretero tuvo una influencia real en la transición. Algunos jóvenes dirigentes socialistas de 1977 habían leído su obra –Las nacionalidades españolas (1952), La integración nacional de las Españas (1956), Los pueblos de España (1980)- y en cierta medida la asimilaron. Las tesis de Carretero influyeron en el comportamiento del PSOE andaluz a la hora de exigir la incorporación de Andalucía a las autonomías de primera en el decisivo referéndum de febrero de 1980, que significó el ocaso de la UCD de Adolfo Suárez. Hombres como José Rodríguez de la Borbolla y Ramón Vargas-Machuca habían leído a Carretero. Rodríguez de la Borbolla, presidente de la Junta de Andalucía entre 1984 y 1990, sostiene que la iniciativa de romper el techo autonómico estuvo directamente inspirada por el pensamiento federalista de Carretero. Y añade que el movimiento fue urdido exclusivamente por los dirigentes regionales del PSOE; los cuadros que se habían quedado en Andalucía sin dar el salto a la política española. González y Guerra, radicados en Madrid, se lo encontraron de frente y lo autorizaron, en la medida que era un buen jaque a UCD.
Rodríguez de la Borbolla, un hombre honesto cuya presidencia ha dejado buen recuerdo en Andalucía, sostiene con ahínco que la posición del PSOE en el referéndum de 1980 no fue meramente táctica; había un poso detrás. La presión de las élites locales y el deseo de no ser menos acabó generando en Andalucía una corriente autonomista de carácter popular. Incluso en Almería, la provincia más reticente. Doy fe de ello.
Podríamos decir que Anselmo Carretero defendía un café para todos de mejor calidad que el actual y bien etiquetado. Cuando vio la división autonómica que proponía UCD se llevó las manos a la cabeza: ¡Castilla y León, juntas, eso va contra la historia!
Si nos fijamos bien, la sutil distinción que la Constitución establece en el citado artículo 2 entre regiones y nacionalidades no es muy carreterista. Ahí ganó la partida el catalanismo clásico y el influjo del austro-marxismo en el PSUC.
Resulta del todo pertinente recordar hoy la huella de Anselmo Carretero en la aproximación del PSOE a las ideas federalistas. Una aproximación tardía y dificultosa, que siempre ha oscilado entre la audacia, el tacticismo y la impostura. Y no menos interesante es el lenguaje claro de ese castellano federalista. Un lenguaje que hoy sería rechazado abruptamente por el ala más carpetovetónica del partido (Bono, Ibarra, Leguina…) y asustaría a los candidatos y candidatas del socialismo mediático. Señal inequívoca de que el Partido Popular, triunfante, está imponiendo su marco mental y su lenguaje. El PP, heredero de esa Alianza Popular que no quería el término nacionalidades en la Constitución.
Puestos a recordar el castellanismo democrático y federalizante, hay que dar fe de otro personaje singular, hoy casi olvidado. Agapito Marazuela, abnegado reconstructor del folclore castellano; musicólogo, dulzainero, autor del Cancionero de Castilla la Vieja, militante comunista, preso durante varios años en las cárceles de Franco (Madrid, Burgos, Ocaña y Vitoria) e invitado especial en una de las más celebradas novelas de Manuel Vázquez Montalbán, Asesinato en el Comité Central.
(Para calibrar bien la obra de Carretero hay que regresar a su concepto de nación. El ensayista castellano concedía una especial relevancia a la voluntad colectiva, en la línea de Ernest Renan: “la nación es un plebiscito diario”. Bajo esta perspectiva, no es nada seguro que España presente hoy un mapa uniforme. El deseo de autonomía comienza a ser muy desigual. Al cierre de esta edición -como se decía antes-, llega a mis manos un opúsculo editado en 1977 por Ediciones Albia de Bilbao, con el ideario de Felipe González y Alfonso Guerra en el umbral de la democracia. Transcribo un fragmento. “El federalismo respeta la diversidad y crea un marco igualitario para cubrir las necesidades de los pueblos que integran el Estado español. No se trataría siquiera de imponer la autonomía a regiones o zonas cuya conciencia aún no las exija; ni tampoco de imponerlas en el mismo grado a las que la poseen de forma también diversa”).