martes, junio 14, 2011

Las nacionalidades españolas III (Luis Carretero Nieva , Mexico 1948)

La derrota de Villalar no arrasó completamente las comunidades castella­nas, pues, por triste paradoja, esta labor estaba reservada a los liberales del siglo XIX, alucinados con la idea de que nuestras libertades tenían que establecerse arrancando sus raíces históricas para acogerse a las normas de la Revolución francesa y a sus principios, muchos de los cuales no eran nuevos en España, como proclamaba al tiempo que los defendía con vigor, el agudo clérigo asturiano Martínez Marina, para quien las ideas entonces revolucionarias en Europa, que se presentaban como ejemplo digno de imitar, eran ya ejercicio tradicional hispánico. Últimamente comienzan los extranjeros a hacer justicia a España, v así Carlyle, en su interesantísimo libro "La libertad política", ve en nuestra tierra un vivero de la libertad y la democracia.

La Revolución francesa está considerada por muchos como el torrente que derriba un viejo edificio y deja el solar despejado para una nueva cons­trucción, lo que puede ser cierto para Francia, pero no para todo el resto del mundo; porque la esencia de lo que instaura la Revolución francesa se había establecido en otros lugares antes de la caída de la Bastilla y era una realidad en los tiempos de la declaración de independencia en las antiguas colonias inglesas de Norteamérica; del mismo modo que la destrucción de la aristocracia holandesa había dejado el paso libre a una burguesía mer­cantil muchísimo tiempo antes; ni es nueva la repulsa a los privilegios, ni la libertad religiosa, que están en el contenido de los fueros españoles pri­mitivos, aun con las alteraciones neogóticas, y tan claramente en alguna de sus leyes como aquella —no recordamos a qué fuero pertenece, pero desde luego a uno del modelo sepulvedano— tan amplia que no permite ningún privilegio ni ninguna postergación "ni por pobreza, ni por riqueza, ni por linaje, ni por creencia". Lo que realmente se hace en Francia, que es de grandísimo valor y que es conveniente estudiar para comprender su influjo en España, no es precisamente traer nada nuevo, sino enardecer en el mundo el afán de libertad, con el ejemplo del triunfo de los revolucio­narios, y poner al servicio de la humanidad dos virtudes de la cultura francesa, a saber: su gran destreza para organizar el instrumento adminis­trativo del Estado, independientemente de la forma del régimen, y su capa­cidad para formular una teoría que explique unos hechos o para ordenar

Una disciplina científica. Y eso es lo que hizo Francia, escribir la teoría de
la república democrática.

Durante el siglo pasado nutrieron los partidos liberales de España unos hombres generosos, con gran afán de progreso, muy amantes de la libertad y de la democracia y, por añadidura, muy cultos en términos generales. Pero el espectáculo de la Revolución francesa, la propia grandiosidad de este espectáculo que deslumbró al mundo, les ha deslumbrado también a ellos., no dejándoles ver que la libertad es una aspiración viejísima del hombre y que, antes de la República francesa, ha habido también libertades y poderes populares, y democracia. Para estos hombres, el árbol de Guernica y el Fuero de Sepúlveda no son otra cosa más que recuerdos históricos muy venerables de aspiraciones populares sin satisfacer; olvidando que la lucha de los oprimidos contra los opresores, de la libertad contra la tiranía, ha sido per­manente en la historia y que, si bien los poderosos han llevado generalmente la mejor parte, ha habido también épocas y lugares en los que la libertad se ha establecido y afirmado largo tiempo.

Su admiración por la Revolución francesa les cegó hasta el punto de llegar a creer que todo aquello que no había nacido en Francia y en el momento de su revolución era contrario a los principios revolucionarios. Convencidos de que las revoluciones y cambios sociales podían hacerse en todas partes copiando exactamente el patrón francés, sin tener en cuenta las condiciones y caracteres peculiares de cada pueblo, aquellos progresistas fueron causa de un retroceso económico, político y social en el país comu­nero. Al sacar a venta los llamados bienes de manos muertas, buscando lo que en Francia había sido un progreso que acabó con la propiedad feudal de los nobles y la Iglesia para crear una clase de burgueses campesinos im­pulsora de la agricultura, nuestros liberales vendieron los bienes comunales creando una clase de terratenientes reaccionarios, antes inexistente en Cas­tilla, que todavía es grave obstáculo para la implantación de un régimen de justicia y progreso en el campo español. Por añadidura los propietarios caciques así creados se limitaron a cobrar a los auténticos labradores una renta mayor que la que antes pagaban a la Iglesia y a talar el monte que había sido común, sin contribuir para nada al fomento de la producción agrícola y esquilmando la riqueza forestal. De nada sirvieron ante el dog­matismo liberal de la época las advertencias de quienes con objetividad y agudeza estudiaron la situación, como la de aquel clarividente diputado an­daluz, por el reino de Sevilla, que en las Cortes de Cádiz dice: "Con el repartimiento de tales montes y tierras —las comuneras—, el hombre del pueblo venderá su suerte aun antes de que le haya sido adjudicada, como ha sucedido en algunos lugares ante el solo anuncio del proyecto, y vendrán a ser los una o, los poderosos, quedándose los infelices sin tierra donde criar animal alguno, donde sembrar y donde proveerse de leña; según he visto en pueblos de la provincia de Segovia, en los cuales, con el pretexto de socorrer a los pobres, lograron el repartimiento los poderosos, para venir a hacerse dueños de todo". Con una gran percepción del futuro se opone a las ventas de los bienes comunales un hombre que ve en España mucho más adelante de su tiempo: el gran economista asturiano don Alvaro Flórez Estrada, que no se dejó seducir por las teorías individualistas dueñas de las mentes progresistas de aquella época, ni se limitó a teorizar, pues des­arrolló un plan para aplicar los beneficios de la desamortización a las clases labradoras que se convertirían en condueñas del Estado en las posesión de las tierras, pero su autorizada voz no pudo reunir en las cortes de 1836 una quincena de votos.

La aguda visión de Flórez Estrada de utilizar un elemento tradicional en beneficio de las teorías modernas a fin de implantarlas pronta y eficaz­mente, contrasta con la ciega opinión de los modernos seguidores de las doctrinas socialistas que, tan dogmáticos y desconocedores de la realidad nacional como los liberales del siglo pasado, no conciben más camino para el socialismo en España que el andado por los revolucionarios extranjeros.

La desamortización, verdadero despojo al campesino, regalo gratuito de tierras al rico, tan mal vendidas que se entregan por la presentación de un dinero recobrado a los pocos meses, acaba de extender la miseria en Castilla, a la vez que unas instituciones copiadas del extranjero, más aparente y alabadamente progresivas pero realmente menos democráticas que las tra­dicionales arrinconadas.

Las comunidades no se disuelven hasta después de las Cortes de Cádiz, en el año 1834, con la protesta del pueblo, rural segoviano, y en esta protesta tres labradores, a quienes podemos llamar los últimos comuneros, convocan la junta de Valseca de Bohones para pedir al Gobierno español el restable­cimiento de su vieja comunidad.

Lo ocurrido en lo económico con la desamortización, se repite en lo político al copiar nuestros liberales el sistema centralista napoleónico, esta­bleciendo la división de España en las actuales provincias, que tan útil ha sido a la monarquía y a las clases reaccionarias. Lo que en Francia pudo ser un progreso, porque acabar allí con las administraciones locales era acabar con los gobiernos feudales de los nobles y la Iglesia, ocasionó en España un retroceso que más de un siglo después no se ha podido vencer completa­mente. Retroceso no sólo porque la supresión de las administraciones regio­nales aminora la participación del pueblo en la gobernación del país, sino porque al intentar ahogar las personalidades de los distintos pueblos hispá­nicos dificulta el cordial entendimiento entre todos ellos.

En el suelo de este grupo se conserva una condición importante ibérica :La tierra ni no es del rey en su origen sino de las comunidades populares y en ciertos casos del municipio, casi siempre por cesión que la comunidad ha hecho al municipio. El rey no puede, pues, crear legalmente feudos ni en Vascosnia ni en Castilla, si bien puede crearlos en el reino de León, ni el rey de Aragón puede crearlos en el Aragón comunero y esto hace que la institución feudal, a pesar del abuso del rey de crearse atribuciones que no tiene, no se extienda por estos países y, como consecuencia, que la organización social de sentido colectivista venga acompañada de una democracia muy práctica en el orden político. Esta democracia, incompatible con el unitarismo imperialista, organiza el país en la forma de una serie de autono­mías sucesivas escalonadas, y no es precisamente el municipio la entidad fundamental ni la depositaria de la mayor libertad autonómica, sino que esta autonomía reside principalmente en el organismo regional o comarcal, que constituye una república semejante en algunos aspectos a las que, regi­das desde una ciudad con carácter marcadamente civil, se crearon en Italia y en el Hansa teutónica, pero con mayor territorio en muchos casos y siem­pre con una mayor democracia y un sentido republicano más acentuado en Vasconia y en Castilla que en Alemania e Italia. Estas instituciones reflejan un sentido colectivista para los medios naturales de producción asegurado por una organización democrática y republicana; y la virtud de esta demo­cracia puede sostenerse a su vez y ser satisfactoria por el modo colectivo de poseer el suelo para los ganados y otros medios de producción; así es que una consistencia más popular contra la condición burguesa y un sentido social más colectivista señalan las diferencias entre las comunidades de Aragón, Castilla y Vasconia con las repúblicas alemanas e italianas.

Por el mismo modo de poseer los elementos naturales de producción, en un país donde, por razones de geografía económica, estos elementos re­quieren una cierta amplitud de terreno para subsistir, se producen institu­ciones de gobierno que no pueden desarrollarse dentro de la extensión e intimidad de vida en que se desenvuelve el municipio, de aquí el nacimiento de estos pequeños estados o repúblicas con funciones y facultades políticas inaccesibles para los municipios. Por la misma razón geográfica que hace que la ganadería se mueva en Vasconia dentro de una amplitud territorial mas pequeña, las repúblicas comuneras vascongadas tienen una extensión menor que las más importantes de Castilla y Aragón; tanto que la que se reunía en Guernica no comprendía siquiera la totalidad del señorío del Vizcaya, donde había pueblos que no formaban parte de las Juntas de Guernica y había otras juntas en Gueridiega.

No ha habido, pues, en estos pueblos vascos, castellanos y aragoneses comuneros una clase fuerte de poseedores de la tierra, que es de donde han salido los poderosos en siglos pasados, y, por haber mayor igualdad, ha habido un sentido patriótico más desarrollado, pero sin codicia de dominación sobre lo ajeno, sin pasión guerrera ni espíritu de supremacía o hegemonía.

Pero pongamos la verdad en su punto. Ni Castilla ni el País vasco sehan visto libres de los ataques del feudalismo, ni tampoco han podido eludirtotalmente su influjo; la suerte está en que, rodeados de un mundo feudal,contrario a su democracia y a su autonomía, han podido y sabido onservarsus instituciones hasta tiempos relativamente recientes, lo que es realmenteextraordinario. El ejemplo de Ávila que, conservando la forma exterior desu institución republicana, permitió que se apoderara de ella la casta delos caballeros que la llevan a la ruina abona la conducta de los demás; puesno basta instaurar la democracia: hay que defenderla enérgicamente, sinconcesiones ni debilidades hacia el ansioso de mando, como nos enseñarepetidamente la historia y nos lo han demostrado acontecimientos que hemospresenciado y padecido, que gentes sencillas y poco ilustradas veían llegary no percibieron otros más encumbrados y colocados en mejores atalayas.

Dentro del territorio de este grupo, en una parte de él, se conserva un
idioma viejísimo, el vascuence, que recientemente ha sido , cuidado y perfeccionado con aumento de su léxico, pues era una lengua que solo satisfacíaa las necesidades de la vida rural; pero tanto en Castilla, como en Aragón, como en Navarra y en la mayor parte del País vascongado, y desde luego, en las ciudades, el idioma general es el castellano, tan propio y natural de Castilla como de Aragón, Navarra y Alava; que dentro del, territorio del grupo no adquiere formas dialectales, pues apenas pueden considerarse así algunas particularidades que subsisten en Navarra y, sobre todo, en la montañas del Alto Aragón.

El vascuence es un idioma venerable que debiera merecer más atención por parte de los estudiosos españoles y especialmente de los castellanos. Tiene en la formación del castellano, aun cuando no en la del gallego, los bables leoneses y el catalán, un influjo probablemente mayor del que de buenas a primeras se le concede. Tiene un gran interés para los investiga­dores y es un verdadero tormento para los filólogos, pero para ser el idioma nacional del pueblo vasco le falta la condición esencial más importante: la de ser el lenguaje familiar de la mayoría. Un idioma para ser nacional no necesita precisamente haber nacido en el seno de la nación que lo habla, no requiere ser producto de su pueblo, ni usado solamente por él; pero en cambio es inexcusable que sea hablado habitualmente por la mayoría, lo mismo si es autóctono como el castellano en Castilla como si es importado cual en Andalucía o Méjico; pero ya hace muchos años, mejor podemos decir siglos, que el vascuence es desconocido por una gran parte de los vascos. En otro aspecto el castellano es tan propio y creación de los vascos como de los castellanos, aunque aquéllos lo hayan creado en colaboración con estos, lo navarros y los aragoneses. En Alava se ha hablado antes de
llegar la Rioja y en esta tierra castellana, con tantas raíces vascongadas,antes que en el sur de Burgos, Soria y la Castilla del Duero y del Tajo
. El gran Gonzalo de Berceo, el poeta castellano conocido como el más antiguo> era riojano, de una comarca donde los nombres geográficos vascongados, como el de Ezcaray, son abundantes. Es significativo el hecho de que los lectores y copistas de los códices antiguos de Castilla intercalaran a veces glosas en vascuence, según observa don Ramón Menéndez Pidal. "Hemos visto que Castilla —dice el sabio gallego a quien tanto deben los estudios lingüísticos e históricos en nuestra patria— aparece en la Historia recha­zando el código visigótico vigente en toda la Península y desarrollando una legislación consuetudinaria local. Pues lo mismo sucede en el lenguaje. El dialecto castellano representa una nota diferencial frente a los demás dialectos de España, como una fuerza rebelde y discordante que surge en la Cantabria y regiones circunvecinas". Y en otro párrafo del mismo trabajo señ-ala "el carácter especial del castellano como lengua que difiere más que el catalán de las restantes de la Península". "El catalán y el gallego hubie­re de formar parte primitivamente de un área continua, estando unidos por el Sur mediante los dialectos mozárabes".

El castellano, el más moderno de los romances españoles, empieza a conocerse en León en el siglo X por las visitas de los condes castellanos y sus acompañantes. Estos hombres rudos sorprenden a los cortesanos leone­ses con la tosquedad de su lenguaje en formación, en contraste con el leonés, de más galanuras latinas y más parecido al gallego que al castellano. En las interesantísimas "Estampas de la vida en León en el siglo X" del señor Sánchez Albornoz se imagina una conversación entre leoneses de la corte a propósito del atuendo popular y duro lenguaje de los forasteros castellanos:

"Estos castellanotes -decían los fieles del rey— hasta en el hablar son rebeldes y apartadizos; hablan como nadie habla." "Si —les replica el abad—; el conde, en cuanto se deja llevar un poco de la familiaridad, deja escapar las palabras más desapuestas y raeces... y qué mal suena eso de Castilla, silla y portillo, que se escapa tantas veces de la boca del conde. El se corrige y dice otras veces Castiella y portiello; pero buen trabajo le cuesta. Pues aun parece peor aquel pronunciar mujer y fijo, como dice el conde, en vez de muller y fillio, que no parece sino que silba al decirlo". 'Y si el conde habla así —añadía uno de los fieles del rey— ¡ no digamos nada de sus criados! Uno llamaba a su señor duen Hernando, y decía hazer por facere; se comen la f que parecen vascos, y se comen otras letras mu­chas: pues ¡ no llaman a la reina dueña Elvira!; se les atraviesa el decir domna Gelvira".

¡Parecen vascos!; hacen exclamar aquellos rústicos a damas, abades y caballeros. Lo parecen todos y muchos de ellos lo son.

En el País vasco, los documentos oficiales y literarios se han escrito en castellano desde tiempo inmemorial; incluso en los momentos de mayor libertad y autonomía política. Los nacionalistas vascos que, por tradiciona­lismo, pretenden establecer el uso del vascuence como lengua escrita en los documentos oficiales, rompen en esto —como en otras muchas cosas— la verdadera tradición de su pueblo.

Al barruntar los castellanos, con los vascos, que su vida nacional era incompatible con la monarquía astur-leonesa y al persuadirse más tarde de la evidencia de esa realidad, el reino astur-leonés seguía en su designio de restaurar para las oligarquías godas el imperio de Toledo. "No fue, pues, Castilla, sino León el primer foco de la idea unitaria después de la caída de la España goda", dice Menéndez Pidal; a lo que agregamos nos­otros que, contra todo lo que se dice, Castilla no fue esto ni antes ni después, aun cuando en Castilla como en otras partes de España, hay muchos partidarios de un unitarismo cerrado.

El proceso de la independencia de Castilla es muy significativo y, tal vez por ello, hay gentes que quieren que no se hable de él. En la España medieval, como en toda Europa, son frecuentes las secesiones de reinos y condados, pero por discordias hereditarias, por impaciencias de sucesores, por feudatarios ansiosos de sacudir el yugo feudal y convertirse en sobera­nos o por otras causas de ambición o interés personal. Pero el caso de Castilla queda fuera de lo corriente, porque obedece a sentimientos de nacionalidad que en la Europa feudal carecían de bases, pues, pese a la disgregación en pequeños feudos, la cultura y los sistemas económicos, po­líticos y sociales eran tan semejantes que a los vasallos les daba lo mismo depender de un señor que de otro. Para el castellano la independencia era cosa mucho más importante. El proceso de la independencia de Castilla es el de todas las emancipaciones por motivo de nacionalidad: primero, una observación de sí mismo que pone de manifiesto la discordancia del pueblo dominado con la metrópoli; después, se quieren organismos que satisfagan al país disidente; finalmente se rompe con el dominador y se instaura la independencia. A veces la segunda fase ni tiene lugar.

Así se desarrolla la independencia de Castilla : Primeramente, los cas­tellanos rechazan la legislación romano-visigótica del Fuero Juzgo, el fuero de los jueces de León, lo que es repudiar la cultura neogótica, es decir, sentirse nacionalidad aparte. (Cuenta la tradición que los castellanos, al afirmar su independencia respecto de León, juntaron cuantas copias del Fuero Juzgo hallaron por Castilla y las quemaron públicamente. En segundo término, instauran sus propias instituciones: los jueces, por ellos elegidos,que Juzgan según las costumbres locales. Y, finalmente, rompen con el rey de León.

Pero ¿cuál es el escenario y cuáles son los hombres de estos aconteci­mientos,? El escenario es el valle del alto Ebro, al norte de Miranda, pues
Burgos todavía no figura y la capital es Amaya. Es un país en el que los vascos se confunden con los cántabros y los celtíberos, según límites con­fusos, y los hombres que allí se tocan están ligados por contactos muy antiguos y por una común aversión al reino neogótico que ya había sido rechazado en Arrigorriaga. Aparecen varios actores, sin que se vea al prin­cipio la acción de una personalidad central: unos son jueces, otros se llaman condes, que son comisionados que pueden ser nobles o no serlo, y aquí se trata de hombres con prestigio entre aquellas gentes, que lo mismo podían ser vascos, que cántabros, que celtíberos, o que sería unos y otros mezclados. Según Menéndez Pidal, la aparición del condado de Castilla es una protesta vascongada contra el reino neogótico leonés, y en una de sus obras más conocidas dice "Frente a León, impugnando la integridad de su realeza, se colocan los dos pueblos de Navarra y de Castilla, es decir, la Vasconia y la Cantabria, que tanto combatieron contra la Toledo visigoda". Y al decir Navarra se refiere a los vascones en sentido restricto, pues los alaveses y vizcaínos estaban unidos al condado de Castilla.

Es decir, que Castilla se forma por los propios castellanos, pero con una asistencia íntima de los vascos; y se desarrolla después por los caste­llanos también con una asistencia continua y persistente de los vascos.

Las semejanzas entre las nacionalidades de este grupo y sus des­arrollos históricos han sido señaladas por alguno investigadores, el primero y más destacado de ellos don Ramón Menéndez Pidal, tantas veces citado por nosotros; pero el ilustre sabio, probablemente por su formación acadé­mica y su gran respeto por las glorias tradicionales consagradas, no saca de sus interesantes investigaciones las consecuencias —revolucionarias si se comparan con la Historia oficial— que de ellas se deducen.

Fray Justo Pérez de Urbel, el estudioso investigador de la Castilla condal, ha publicado recientemente interesantes trabajos que refuerzan nues­tra visión histórica de la nacionalidad castellana. "Odiaban (los castellanos) —dice en uno de sus libros-- la ley de los godos, contra la cual habían luchado antiguamente sus padres, los cántabros, cuando se la imponían los reyes de Toledo. La odiaban como un símbolo de servidumbre, corno un yugo que estaban dispuestos a sacudir". Y en otro párrafo explica la admi­ración de los castellanos por el conde Fernán González, el héroe popular de su epopeya: "Más que al guerrero, más que al vencedor de Abderramán y sus generales, amaban y admiraban en él al mantenedor de las viejas costumbres, al hombre que se sentaba en las juntas populares para dicta­ minar y sentenciar, al bienhechor generoso que casaba las hijas de los hidal­gos y las enriquecía, que confirmaba los fueros de las villas y los ampliaba...

El catalán Jaime Brossa decía que "el vasco es el alcaloide del caste­llano", frase que gustaba repetir Unamuno, el gran vasco leonesizado y descastellanizado en Salamanca. En este criterio de que el vasco no es más que la quintaesencia del castellano, es decir, el castellano en su más pura condición, y en las semejanzas, desde luego más tenues, del aragonés con el vasco sacamos el nombre para este grupo vasco-castellano o vascongado, es decir, al modo vasco; del mismo modo hubiéramos podido elegir el voca­blo protoibérico, por contener las mayores supervivencias de la España prerromana.

A algunos les sorprenderá el hecho de que Guipuzcoa, por un acto libérrimo de los guipuzcoanos, se separase de Navarra para agregarse a Castilla, pero, si examinamos el lugar y el tiempo y pensamos un poco en cuáles podían ser las ideas de aquellas gentes y sus voluntades colectivas, sin dejarnos confundir por las de los actuales hombres del país, acaso lo expliquemos totalmente. Todos los pueblos primitivos de España tenían un sentimiento arraigadísimo de su libertad, pero no habían pensado en la conveniencia de su agregación con otros hasta que vino la necesidad; así eran todos, menos las cinco naciones de la Celtiberia, que según parece vivían en confederación permanente. A aquellas alturas, el pueblo guipuz­coano, que tenía ciertamente muy buena organización y muy desarrolladas sus instituciones, conservaba, sin embargo, los rasgos típicos de su carácter díscolo a toda agregación. Castilla, libre entonces de su sujeción a León, ajena a todo apetito de unificación, opuesta al imperio, más democrática que Navarra, regida por un monarca que sabía que el fundamento de la subsistencia era el respeto a las autonomías forales de los pueblos del reino, ofrecía a los guipuzcoanos más seguridades para la satisfacción de su voluntad colectiva.

Las semejanzas del País vasco con Castilla y Aragón son más abun­dantes en las tierras comuneras castellanas y aragonesas que en los territo­rios vecinos del País vasco; y así sobre el país comunero aragonés dice la Fuente que las Comunidades de Calatayud, Daroca, Teruel y Albarracín, con su organización foral especial y su terreno montuoso, remedaban en Aragón a las Provincias vascongadas.

Las semejanzas entre las tierras comuneras de Castilla y Aragón son tan grandes que en realidad constituyen un solo país. Sobre este tema tuvimos la suerte de cambiar hace muchos años unas cartas con el catedrático de. Historia de España de la Universidad de Zaragoza, señor Jiménez Soler, quien en una de ellas nos decía aproximadamente: "Desde Burgos y Segovia hasta Morella, y desde Logroño hasta Cuenca, corren las tierras altas del
interior, bordes de las mesetas, constituyendo un solo país, las mismas costumbres, el misemo lenguaje, el mismo canto, un mismo traje, un solo fuero, como general el de Sepúlveda... estorban los nombres geográficos históricos Aragón y Castilla..." Este país, la región serrana central, que no pasa al poniente de Ávila, es el territorio donde nacen y se desarrollan las comu­nidades de ciudad y tierra, llamadas también universidades.

En la luchas entre la leonesa doña Urraca, reina de León y Castilla, y su marido el aragonés don Alfonso I el Batallador, que se presenta común­mente calo un enredo de intereses familiares y dinásticos, puede encontrarse un fondo mucho más importante que les da un profundo carácter de guerra civil. Son, en líneas generales, una lucha de las repúblicas comuneras caste­llanas contra las aristocracias monárquicas, lucha que no pierde su carácter nacional porque alguna parte del reino leonés, como Salamanca, estuviese con Alfonso, ni porque poderosos de Castilla, como los caballeros de Ávila de aristocrático origen leonés, ayudasen a Urraca. Urraca es por derecho reina de León y Castilla, pero el rey popular es su marido Alfonso el Bata­llador, un vasco del Alto Aragón, que comprende al pueblo castellano como no puede comprenderle la reina leonesa rodeada de nobles gallegos, que cuida de sus instituciones forales, que quiere hacer de Soria el centro de sus reinos unidos, que es entre todos los reyes que han gobernado Castilla el que mejor ha entendido su sentido político popular. Así, mientras Urraca desde tierras leonesas y gallegas continúa dando decretos para destruir la Comunidad de Segovia, su marido atiende tanto a las instituciones comu­neras que la Fuente dice que es su creador en Aragón. Admitamos que fue creador de algunas de ellas, como la de Salamanca, única leonesa, que no llegó a cuajar como verdadera comunidad, y acaso sea el fundador de la le Toledo, de vida corta, pero las comunidades castellanas son anteriores al mismo condado de Castilla.

En Aragón, por el influjo europeo, en parte a través de Cataluña, penetra feudalismo, pero no tiene fuerza para ganar todo el país. En Navarra, aun cuando muy atenuado, como en toda la España cristiana, arraiga el feudalismo, tanto que el Fuero general contiene una ley copiada por Costa que manda que los collazos vayan al trabajo acompañados por el sayón. Esto es por influjo francés a través de la casa real. Pero aunque el feudalismo tenga en Navarra más raíz que en el País Vasco y en Castilla no se establece por completo y coexisten con él repúblicas comuneras como la universidad del valle del Baztán.

SoN, pues, de mucho interés los influjos ejercidos por Cataluña y León sobre los pueblos del grupo vasco-castellano. Ambos existen y perturban el desarrollo social y político de los pueblos de este grupo, aunque en distinto grado. El de Cataluña llega hasta la propia Navarra si bien muy tenuemente. La monarquía catalana, que en el desarrollo histórico de la confederación catalano-aragonesa imprime una supremacía de la política catalana, aunque lanzando a los cuatro vientos el nombre de Aragón, no siente prurito de unificación. Sin embargo, el influjo catalán, contaminado de residuos feu­dales de origen franco, contribuye a conservar al pueblo plebeyo aragonés en la servidumbre, apuntalada también por tendencias residentes en el Alto Aragón, y todo ello determina adulteraciones en el contenido de los fueros, principalmente en cuanto a procedimientos judiciales y normas penales, pero con trascendencia sobre usos y costumbres, que llegan hasta el suelo sepulvedano. A pesar de todo, la monarquía catalana con respecto a Aragón no se aparte de las normas de un pacto federal.

Unas palabras para probar la supremacía de la política catalana en el Estado catalano-aragonés, o como suele decirse en el día, la confederación catalano-aragonesa. La Confederación extiende su territorio por las tierras, hoy francesas, de habla catalana; la Confederación adquiere las Islas Balea­res y allí lleva su lengua y su cultura; la Confederación se lanza a empresas marítimas en el Mediterráneo, que no interesan al pueblo aragonés de tierra adentro, por añadidura sin un comercio y una producción importante. Pero el caso de mayor enseñanza es el dle Valencia. El país valenciano se conquista por la confederación y se organiza al modo feudal por nobles aragoneses, como la Casa de Borja, tan conocida por el Papa Alejandro VI y el Santo Francisco; pero estos nobles aragoneses desarrollan en Valencia una labor catalana al implantar el idioma catalán, la cultura y las instituciones catalanas.

De un modo o de otro, Cataluña no intenta anular los sistemas políticos de Aragón para imponer los suyos. No es preciso hablar más de la acción de la nacionalidad catalana sobre las del grupo vasco-castellano. Esto es menos necesario todavía si tenemos en cuenta que al avanzar la conquista aragonesa por el sur, y organizar el país conquistado, los reyes aragoneses se apoyan en la tradición del país nuevamente adquirido y la restauran. Así, Alfonso II da a Teruel el fuero de Sepúlveda, como Alfonso I había aceptado de los de Calatayud el fuero que éstos le habían presentado en romance castellano y que confirma traducido al latín de la época, fuero que, como el de Daroca, no es otro sino el de Sepúlveda.

El caso y la conducta de la monarquía astur-leonesa son muy distintos. El acontecimiento de Covadonga, ajeno en esencia al pueblo astur, que es la base étnica del primitivo reino de León, es una empresa de magnates godos de toda España desalojados de sus sinecuras por los agarenos. Su designio dista mucho de liberar al pueblo español de ninguna sumisión; por el contrario, es el apetito de volverlo a dominar en provecho de las oligarquías de origen godo. "Después de la destrucción del reino visigodo, al consolidarse el pequeño reino asturiano, los monarcas de Oviedo se sen­tían sucesores de los godos de Toledo, continuadores de la monarquía total hispana". Alfonso III de León "pone en boca de Pelayo la frase de que en la peña de Covadonga residía la salvación de la España entera de los godos"; y un cronicón del mismo siglo presenta a España "como nación hija le Roma, como continuadora de la monarquía goda en el reino leonés".
(Menéndez Pidal).

En Covadonga se declaran tres fines como aspiraciones supremas que se quieren santificar con la virtud del patriotismo: Restaurar el imperio visigodo que tuvo su sede en Toledo; recobrar para ello toda España; y establecer un Estado fuertemente unitario, regido y disfrutado por una casta elesiástico-militar que tiene a la cabeza un rey como mediador y repartidor e los beneficios.

Con estas ambiciones, la monarquía astur-leonesa choca con vascos y castellanos al pretender dominar estos pueblos. En cuanto al País vasco, su atención quiebra en Arrigorriaga. Por lo que hace a Castilla, que entonces no tenía tal nombre y era solamente un conjunto de varias sociedades autónomas, como de hecho lo ha sido en todo momento antes de la trans­formación del Estado español por la monarquía imperial, la dominación de monarquía astur-leonesa, más aparente que real, para en la independencia.Si consideramos que las diversas comunidades de los pueblos que en conjunto se denominan Castilla sustentaban unos principios políticos, económicos y sociales incompatibles con las apetencias de los hombres de Covadonga, y que los castellanos, y con ellos los vascos, habían guardado sus organizaciones ante romanos y godos y tenían el hábito de su propio gobierno el sentimiento del ambiente que les rodeaba, nos explicaremos fácilmente independencia de Castilla.

A pesar de que León es Estado de muy vieja tradición y de personalidad histórica no sólo definida sino sobresaliente entre todas las de España, de actuación guerrera intensa y triunfante, que ha contribuido más que nin­guna otra de las nacionalidades peninsulares a la formación de la monarquía española y por tanto del Estado español moderno; y aun cuando Castilla no es más que un grupo agregado discordante, tan en desacuerdo con el núcleo original de la monarquía en sus esencias políticas y sociales que se aparta de ella por un movimiento separatista de carácter nacional; se toma nombre de Castilla como expresión de un conjunto de pueblos y Estados en el que ella es precisamente la parte extraña. Acabamos, de ver que Aragón está en un caso parecido con relación a la monarquía oriental de la Pennínsula.

EN el Occidente, y teniendo como núcleo de unión la monarquía astur­leonesa, cuyo carácter original ya hemos expuesto, se forman los Estados de Galicia, Portugal, Asturias y León; estos dos últimos constituyen más bien uno solo, pues si Galicia tiene a veces personalidad separada como Estado, la monarquía astur-leonesa es la misma en el curso de su historia, ya tenga la capital en Oviedo o la traslade a León al extenderse por la llanura del Duero medio. Los pueblos de este grupo tienen una personalidad muy fuerte y unos caracteres comunes a todos ellos que los diferencian de los restantes de España. Salvo unos restos de astures en el norte y unos lusitanos en parte de Portugal, la población prerromana de este grupo es celta, lo que le da una raíz étnica especial en el conjunto de los pueblos peninsulares. Este predominio de lo céltico tiene una importancia muy grande en la gestación de las nacionalidades del grupo. Los celtas establecen una organización política, social y económica con el castro como centro y una masa general de población dispersa en el campo circundante; con pequeñísimas aldeas en Galicia, Asturias y montañas leonesas; con caseríos repartidos por el llano, que tenía entonces población muy rala y que se concentra más tarde en esos mismos caseríos para convertirlos en núcleos mayores con una economía adecuada en la que los celtas extendieron el cultivo del trigo en gran escala, pues el fomento de este cultivo es una de las características de celta histórico. La meseta leonesa —mal llamada castellana— les debe según parece su agricultura cerealista, siendo de presumir que antes de la llegada. de los celtas la población autóctona, poco densa, fuese predominantemente pastora. La gobernación de los celtas que establece unas reformas tan pro­fundas en la constitución política y, sobre todo, en los sistemas de produc­ción y en el concepto de propiedad, unida a la transformación de la base étnica determina con el tiempo los rasgos nacionales de este grupo. "La prosperidad de los celtas durante su apogeo en España la indica el floreci­miento de los distintos grupos regionales de la cultura de los castros de Portugal y Galicia con grupos relacionados de Extremadura, León y la meseta palentina" (Bosch-Gimpera). El establecimiento de una economía estante agrícola en el llano, de una ganadería estante en las montañas y en las 'somozas, como se llama en leonés a lo que en castellano llamamos so­montano, asienta firmemente al correr de los tiempos una organización social. Más adelante, Roma no crea la nacionalidad, aunque contribuye a modificar la que encuentra, por lo que al caer el Imperio visigodo "asistimos al revivir de los pueblos españoles cuya evolución interrumpió el Imperio romano, como luego el de los Austrias, impotente, lo mismo que el absolu­tismo moderno o la uniformidad administrativa y centralista, para fundir o para coordinar violenta y artificialmente lo que fue y sigue siendo tan abigarradamente diverso" (B-G). La repoblación visigoda que da a la lla­nura leonesa el nombre de Campos góticos, contribuye a la formación de las nacionalidades de este grupo. La monarquía astur-leonesa, heredera de aquello. godos, ejerce después un influjo decisivo.

La nacionalidad leonesa que se encuentra suelta al caer el Imperio visigodo, surge después reorganizada por los restos del ejército godo derro­tado, godos de toda España que se reúnen en Asturias, sin relación probada con e1 pueblo astur habitante del país, el que probablemente es ajeno en un, principio a la empresa de la reconquista. El nuevo Estado, que es godo en su constitución, tiene pronto magnates y obispos pero apenas tiene pueblo y como tal utiliza primero a los astures de aquellas tierras poco pobladas y luego a los gallegos. Más tarde, cuando el reino astur-leonés salta la cordillera para pasar a los llanos de Duero, encuentra el territorio sin apenas habitantes; la Tierra de Campos, los viejos campos vacceos, los Campes Góticos se repueblan con mozárabes, al paso que Castilla, salvo Ávila, se repuebla con cántabros y principalmente con vascos. Estos mozárabes, viejos vasallos de los reyes godos de Toledo, se llaman así cuando viven con los árabes al amparo de su hospitalidad ; son españoles que vivieron bajo los árabes conservando su religión, su cultura, fundida con la nueva, e incluso sus obispos y otras autoridades, lo que demuestra una generosidad y culta tolerancia por parte de los musulmanes que no se ve igualada en los Estados católicos de la época. Al llegar a Campos, la montaña de León y el valle del Bierzo se establecen en quintaras y caseríos que son el origen de sus futuros pueblos y municipios. En León y Galicia, que los árabes llegaron a poseer, la dominación fue efímera y el influjo árabe, intenso sin embargo, se ejerce después por los mozárabes. Son estos repobladores del reino de León, salidos por diversas causas del suelo musulmán para volver al de los cristianos, probablemente de su abolengo, los que construyeron las inte­resantísimas iglesias mozárabes abundantes en esta parte de España, entre las que destaca la preciosa de San Miguel de Escalada; los que crearon en el reino de León una cultura de origen árabe-andaluz superpuesta a la godo-romana.

Así se han formado un carácter y una cultura. En este grupo hay varios lenguajes, que en realidad son uno solo con modificaciones dialectales. Lengua fundamental del grupo es el gallego, que al propagarse por Portugal v desarrollarse en su carrera constituye el actual idioma portugués; el cual, aun cuando corresponda a una nación con un Estado que ha esparcido por el mundo sus colonias y aun cuando una de esas colonias sea hoy una nación tan importante como el Brasil, filológicamente no es más que un dialecto no muy diferenciado del gallego, que es la lengua madre por su antigüedad y por el proceso de extensión de norte a sur.

El otro lenguaje de este grupo es el leonés, apreciablemente afín al gallego. ("El lenguaje que el vulgo hablaba en la ciudad de León a raíz de ser hecha corte, se parecía más al gallego que al castellano", —Menéndez Pidal—). Hoy está en las postrimerías de su agonía y se ve desalojado de todas partes por el castellano. Tiene una importancia muy grande, aun por el solo hecho de haber nacido y medrado, como prueba de que ha habido una cultura genuinamente leonesa, desde el Pisuerga hasta el Sil y desde Gijón hasta Huelva. El antiguo reino leonés comprendía desde el río Pi­suerga al Occidente. Le pertenecían: algo de la actual provincia de Santander, casi toda la de Palencia (salvo la pequeña comarca de Campoo y unos con­tadísimos pueblos, como Brañosera, la patria de Nuño Rasura) y la mayor parte de la de Valladolid, al Oriente; las de Asturias, León, Zamora y Salamanca, en el centro; gran parte de las de Cáceres y Badajoz, al Sur; Galicia y el Norte de Portugal, al Poniente. Antiguamente se hablaba leo­nés en toda la extensión de este reino, exceptuada Galicia y el Norte de Portugal como región lingüística aparte. Además el leonés fue lengua escrita. Los notarios redactaban sus documentos en leonés, desde Palencia y Carrión basta Astorga y de Oviedo a Badajoz; tiene interesantes manifestaciones literarias ; fue muy utilizado en la legislación y en él están escritos los fueres de Avilés, Zamora y Salamanca,- los diversos romanceamientos del Fuero Juzgo, que al ser rechazado por Castilla quedó como legislación de León y en tierra leonesa se hicieron principalmente las traducciones, del texto latino.

El leonés ha sido objeto de la curiosidad de algunos filólogos, muchos de ellos extranjeros, pero pasa inadvertido para la mayoría de los españoles, incluso entre gente de letras, por dos razones: la primera, porque sus pala­bras se van perdiendo y las que quedan, que son todavía muchas, han sido incorporadas al castellano por la Academia —en grandísimo número como provincialismos de Zamora y Salamanca—; la otra, porque los leoneses si­guen en general la tradición unitarista de su antiguo reino, no sienten pa­triotismo regional y atribuyen a una Castilla ficticia de la cual se consideran parte la empresa de la unidad española; por eso, cuando descubren algún rasgo propio de ellos desdeñan su cualidad leonesa y lo reputan de castella­no, y así muchas palabras de su viejo romance son consideradas en la propia tierra como del antiguo castellano. El leonés no es un dialecto del castellano, entre otras razones, porque este romance es el más moderno de los pen­insulares, y mal pudo ser el leonés modificación de una cosa todavía in­existente y que tampoco es el resultado de una evolución del leonés. Por ejemplo, la palabra castellana roble, que también tomó la forma roble, pare­cida a la catalana roure, no se parece a la leonesa moderna carbajo, leonesa antigua carbaxo, que es la misma asturiana carbayo, la gallega carballo y la
portuguesa carbalho. El vocablo leonés antruejo, muy afín al gallego antruxo no se parece a carnestolendas, en catalán carnestoltas. Los ejemplos abundan y vamos a limitarnos a citar algunos otros. Nunca hemos oído en castellano llamar al becerro xato, como en gallego y leonés, ni jato, palabra que pasado al español moderno pero que no es de origen castellano; ni a la pina tamba, como en León, Asturias y Galicia, ni cambón, como en la provincia de Valladolid; ni el rollizo o tronco sin aserrar se ha llamado en Castilla tuero; ni el cerro cueto... El proceso de desplazamiento del leonés el castellano va con tanta rapidez últimamente que un municipio de provincia de León que antes de 1910 se llamaba oficialmente Campo la Llomba lo hemos visto transformarse, también oficialmente, en Campo la Loma. Aunque la mayoría de los leoneses, sobre todo los de Valladolid y Palencia, oirán con estupor a quien les diga que el castellano no es su lengua vernácula, lo cierto es que el romance de Castilla es en las tierras leonesas del occidente del Pisuerga tan importando como pueda serlo en Galicia, Extremadura o Valencia. El leonés ha ejercido un influjo sobre el castellano, o mejor dicho sobre el castellano moderno extendido por toda Españaa título de español por antonomasia; pero, por otra parte, no se puede olvidar: el que también ha tenido el catalán en la formación de la literatura castellana, ya que esa estúpida y artificiosa incompatibilidad entre Castilla y Cataluña, atizada de modo poco discreto por gentes que aunque se llaman castellanas no lo son casi nunca, es cosa de tiempos muy recientes. El primer canto conocido referente al Cid, el Carmen, no es de origen cas­arlo, sino catalán, y el primer texto histórico cidiano, la Historia Roderici, tampoco proviene de la antigua Castilla, sino de las fronteras de Zaragoza y Lérida. En el lenguaje castellano de Segovia del siglo XIII encontramos muchas palabras y formas lingüísticas catalanas, como pelaire, el Alpedret, Ambit y el uso de la partícula locativa hi o y. El gran juglar burgalés del siglo XIV Alfonso Álvarez de Villasandino escribía a veces en catalán, y en catalán se dirigía cariñosamente a sus guerrilleros catalanes Juan Martín Díaz, el Empecinado, el patriota liberal de Castrillo de Duero, pueblo de la Comunidad de la Villa y Tierra de Roa, provincia entonces de Burgos y diócesis de Segovia.

Del leonés ha habido varios dialectos, tales como el leonés oriental —el primer en ceder ante el castellano— de la Tierra de Campos, donde toda- quedan dejos leoneses, el asturiano —conservado en parte—, el leonés extremeño, el charro, el maragato, el sayagués —aludido ya por Cervantes en un conocido pasaje del Quijote-- Todas estas variedades dialectales
han sido estudiadas modernamente en su unidad primitiva.

Pero el idioma leonés, aparte de confirmar la personalidad histórica de una nacionalidad bien definida, tiene para nuestro tema el interés de afirmar por otro camino la naturaleza y carácter del antiguo reino astur-leo­nés deducidos de su desarrollo político y social. Si en estos aspectos funda­mentales el reino de León es, según hemos expuesto, el heredero y continua­dor del Imperio visigodo, el idioma leonés es también, al decir de don Ramón Menéndez Pidal, "el más directo heredero del romance cortesano de la época visigoda" pues "al sobrevenir la invasión árabe, el romance cortesano de Toledo hubo de ser imitado en Oviedo, centro de la monarquía asturiana". "El dialecto moderno asturiano y del Norte de León —dice el ilustre filólogo— conserva fielmente muchos de los rasgos que hemos averiguado como propios del romance de la edad visigoda".

La cuestión idiomática es causa general de error y confusión en el estudio de las nacionalidades españolas. Basta que al castellano se le consi­dere como el español indudable y exacto y que vaya desalojando de la Península a los demás romances, para que se tome a éstos cual dialectos del castellano, hasta el punto de que como tal se juzgue no sólo al hable leonés sino al mismo lenguaje gallego, más antiguo que la lengua de Castilla.

Sobre este punto Oliveira Martins dice: "La importancia del gallego en la España de los siglos XI y XII es preponderante: es la lengua de la corte de Oviedo". También fue el lenguaje familiar de la corte leonesa de Alfonso VI, y no ha de extrañarnos esto otro que escribe el mismo Oliveira Martins: "Hoy, al estudiar los documentos de estas edades, reconocemos la posibilidad de que el gallego hubiera sido adoptado por la monarquía de León y Galicia, suplantando al castellano. Si eso hubiera ocurrido, podríamos ahora observar las diferencias que la independencia política de las dos naciones peninsulares hubiera determinado en una misma lengua popular". Salvo que lo que hubiera sobrevivido no hubiera sido una suplan­tación del castellano, que no estaba implantado en el reino leonés más que en un pequeño trozo del sureste, sino que hubiera habido un obstácu­lo a su entrada, no hay duda de que el gallego llevaba las de ganar en la lucha idiomática, dentro de la unión de las coronas de León y Castilla, por ser el idioma propio de la parte dominante, que nunca lo ha sido Castilla. La propagación del castellano en España no es signo de ninguna superiori­dad castellana de poder: es consecuencia de su firmeza lingüística y, sobre todo, de un hecho que lamentablemente se olvida o se desdeña, y es que el castellano es el romance natural del conjunto de pueblos o nacionalidades que hemos reunido en el grupo primero, porque no sólo es castellano, sino —con ligeras variantes— aragonés, navarro y alavés. Los de Calatayud escribieron sus documentos oficiales en castellano antes que los segovianos, sus coterráneos —así los llama la Fuente— del país comunero. No hay que calentar la imaginación patriótica de los castellanos haciéndoles creer que la propagación de su idioma es signo de fuerza superior de su antiguo estado; es mucho más saludable atenerse a la verdad, que, por lo demás, debe anteponerse en todo estudio a cualquier otra consideración.

Las aspiraciones de la monarquía neogótica se condensan en la reconquista de España en beneficio del trono, el altar y la espada, para lo que e reparte el país en feudos, creando señoríos que no rompen la unidad del mano real, pero en provecho de la nobleza, los obispos y los abades. El feudalismo en el reino de León, aun cuando enormemente atenuado en relación con Europa, pues las obligaciones de los siervos están muy mermadas y sin deberes vejatorios, está muy extendido. De un modo o de otro 'cede decirse que, salvo excepciones como la Tierra de Salamanca y la de Medina del Campo, no hay en el reino de León una sola comarca que no sea feudo de un noble, como el conde de Benavente, el de Alba de Liste, el de Luna y el de Lemus, de un obispo, como el de Lugo, el de Palencia y el de Zamora, de un monasterio, como el de Sahagún, el de Valcabado y el de Eslonza, o de una orden militar como en Ponferrada.

Dentro del feudalismo leonés aparece un colectivismo rural de los más ejemplares de toda España, de bosques, de pastos e incluso de tierras de labor; pero estos aprovechamientos comunales son cosa muy distinta de los bienes comuneros del País vasco, Castilla y Aragón. En el régimen feudal de la tierra, el labriego apegado al terruño no puede salir de él, pero es corriente que el señor reserve una parte de bosques y prados para leñas y pasto de libre uso por sus feudatarios. En cuanto a la condición personal del campesino y a su unión con la tierra, Sánchez Albornoz, en su interesantísimo libro ya citado sobre la vida leonesa en el siglo X, describe la captura en la capital del reino de un siervo que había huido de las tierras le su señor, prisión que no podría ocurrir en el País vasco, ni en el comunero le Castilla y Aragón. Se explica, y es necesario repetirlo, que la separación independencia de Castilla obedece y triunfa por una incompatibilidad de principios políticos y sociales; por lo que se ha definido a Castilla, dentro de España, como el pueblo que rechaza el Fuero Juzgo, que es rechazar el Estado neogótico, su constitución y sus ambiciones. La comunidad de bienes, sin la compañía de funciones de gobierno, tiene mucha pujanza en los reinos de León, Asturias, Galicia y Portugal con su extensión extremeña y ha sido calurosamente encomiada por Joaquín Costa, sobre todo el colectivismo implantado al sur de Zamora, en Sayago, Aliste y Fuentes de Oñoro. Pero el colectivismo leonés, salvo el de la tierra de Salamanca, es eminentemente feudal, con pago de renta (infurción) y las demás obligaciones feudales, como la prestación de servicio en las mesnadas señoriales y la de dar al señor jornadas de trabajo con ganado y aperos (senras en gallego y bable leonés , sernas en castellano). Los de Sayago, con una comunidad agraria encomiada por Costa en alto grado, se redimieron de las cargas feudales por pago a Felipe V de 47.400 reales; los de Fuentes de Oñoro eran vasallos de las casas de Castelar y Salcedo; los de Aliste, del marqués de Alcañices; y los de la comarca de la Armuña (Salamanca) llegaron a librar la propiedad comunal por donación de un príncipe de Salerno a cuyas manos vinieron a caer los señoríos.

Respiro para el pueblo leonés y alivio de su situación económica es la institución del foro, o forma de contrato de arriendo que así se denomina, y que, aun cuando vulgarmente se toma por exclusivo de Galicia, ha existido muy vigorosamente en todo el reino de León y no ha salido de él. La tras­cendencia de esta institución para nuestro tema es que corresponde a una condición del uso y posesión de la propiedad rural en Galicia, Asturias, León y Extremadura tan típicamente leonesa y tan ajena a Castilla que al dar Primo de Rivera la ley de redención ya mencionada la hizo válida para las cuatro provincias gallegas, las cinco leonesas, Asturias y las dos de Extre­madura, con estas dos circunstancias que precisan más la cuestión: la ley regía en la provincia de Valladolid, pero estaban exentos de su vigencia pueblos, como los que pertenecen a los partidos de Peñafiel y Olmedo, que no eran del reino de León, sino que habían sido tomados 'de territorio castellano al crearse la actual provincia de Valladolid y, para mayor pre­cisión, se incluían en la misma ley como zona de aplicación pueblos del oeste de la provincia de Santander que, por el contrario, se habían tomado del territorio leonés al crearse la provincia montañesa. La institución co­rresponde a un modo particular leonés (gallego-astur-leonés y extremeño) de entender sus conveniencias, sus obligaciones y las circunstancias históricas del momento por parte del propietario, y a una manera de comprender sus derechos, de defender sus intereses y una agudeza para mejorar su posición al amparo de aquellas circunstancias históricas por parte del campesino. Como se ve, la institución del foro, que llamaremos leonés y no gallego, por ser característica general de todo el territorio de la corona leonesa, por ser reflejo de cualidades de este conjunto de pueblos, por ser adaptación al modo de ser, de sentir y de pensar, de una clase social prudente o vencida por el desarrollo histórico de la sociedad, y un acomodo a las aspiraciones de otra clase social oprimida y con ansias de redención, está tan sensible­mente ligada a la condición de este grupo de nacionalidades que es un índice de su cualidad íntima.

El contrato de foro se llama de apréstamo en la Tierra de Campos, donde se toma el verbo aprestar por prestar y no en la significación caste­llana de aparejar, aderezar o preparar.

Nuestra visión de Castilla y el recuerdo de la novela que se ha forjado con ella, nos mueve a una censura de la monarquía astur-leonesa y, más todavía, de los que quieren enlazar a Castilla con ella. Ahora bien, al lado de esta censurahay que rendir un homenaje al pueblo leonés Por sus decididos propósitos de liberación y su destreza política al lograr sus instituciones municipales, tan ensalzadas y tan genuinas. Esto, que reclama la justicia, da satisfacción al que escribe por los lazos de orden cordial íntimo que le unen a la tierra leonesa.

El municipio leonés es una concesión que, muy en contra de sus deseos, se ven obligados a hacer a sus vasallos los señores leoneses, y se impone por las circunstancias y por la acción tenaz, pacienzuda e inteligente del pueblo leonés. Su posibilidad arranca del Fuero de León de 1020, que ciertamente no define un municipio, pero que es su base fundamental y el modelo constitucional de todas las ciudades de aquel reino, sobre el cual construye más tarde un municipio más definido y libre. El municipio al modo leonés, tan distinto de las instituciones castellanas y vascongadas, que acaso se inspire también en un recuerdo romano, nace por un movi­miento popular que hoy podríamos llamar de sindicación de los labradores, que es expresión que corresponde a aquellos siervos que, a diferencia de los de la Europa feudal, cuentan con la libertad y la dignidad suficientes para defenderse. No es fruto de un alzamiento súbito ni de un episodio guerrero sino de una tarea de paciencia y serenidad victoriosas. En el concejo rural leonés, como en los municipios rurales castellanos y vascogados, como en general en los de toda España, hay asistencia, voz y voto de todos los vecinos, pero las atribuciones son muy limitadas; se reducen los menesteres de la vida vecinal, a arreglar caminos, cuidar de los riegos reglamentar los pastos, pero no tiene función judicial ni política, ni puede dar fuero, ni crear otras poblaciones, ni mandar más que dentro del muni­cipio, ni tiene ejército ni capitanes propios, no es un Estado autónomo como es la comunidad castellana y aragonesa o lo son las juntas vizcaínas guipuzcoanas, o las cofradías alavesas; en León, fuera de los negocios puramente vecinales, la autoridad es sólo del rey y se da en feudo.

El municipio y el foro son instituciones de componenda entre el régimen feudal y las ansias de libertad popular; son lo más que se puede lograr en país influido por el feudalismo europeo y sujeto a poderes muy relacio­nados con los países feudales de Europa, con mucho empeño para echar al moro pero probablemente con tanto o más para sujetar al siervo, un tanto soliviantado por las libertades de la vecina Castilla. El municipio leonés no es una institución exclusivamente popular, sino que en ella actúan con frecuencia los poderosos y los desvalidos. Cuando Pedro Ansúrez, el prócer leonés más significado de la corte de Alfonso VI, conde en Liébana, Sal­daña, Carrión y Zamora, principal de la aristocrática familia de los Beni Gómez , a la que pertenecieron los famosos infantes de Carrión del Poema Cid, enemigo pertinaz de Castilla y de su democracia, fundó, como feudatario del rey de León, la villa de Valladolid en las proximidades del territorio comunero castellano y creó su municipio, siguiendo el uso leonés, ordenó que formasen parte del concejo dos clérigos de la Iglesia de Santa María. Aunque el municipio leonés tenga una gran libertad, por sus fun­ciones muy ajenas a las de los altos poderes del Estado y por la intervención de las clases privilegiadas, es perfectamente compatible con el régimen unitario y con las instituciones imperiales.

Dice Antequera que en el Fuero de León de 1020 solamente son libres los hombres de behetría con sus casas y heredades. Sin embargo de esto, la lucha del pueblo leonés para conseguir su municipio, que no es una herencia del pasado cual en Castilla la comunidad, es digna de gran admi­ración, porque el tiempo y el lugar no pueden ser menos propicios : Una monarquía extraña al pueblo y asentada por la fuerza, sumamente ambiciosa de poder absoluto; un pueblo creado por la monarquía con las inmigraciones que le han convenido, gentes de los Campos Góticos reforzadas con mo­zárabes vueltos al solar de la servidumbres de sus abuelos, que han de entrar nuevamente en vasallaje si quieren tierra; población que se asienta en caseríos, quintanas o almunias, como se las quiera llamar, desperdigada por una tierra casi despoblada, y que, sin embargo, tan pronto como se con­centra un poco tiene alientos para pretender su liberación, es población de entereza. Aquí viene la epopeya silenciosa, paciente, tenaz, que llega al triunfo por obra de la destreza y de la perseverancia.

¿Y cómo pudo ser esto? Colmeiro, después de un elogio a la prosperidad de las comunidades libres, nos da una explicación: "...Acudían (a las co­munidades) los menos dichosos en demanda de vecindad y fortuna... A la vista de un gobierno tan allegado a la razón y conducido con tal blandura, llevaban los vasallos del clero y la nobleza, con consiguiente desánimo, su servidumbre, y, cuando no podían ponerse bajo la salvaguardia del concejo, lograban de ordinario fueros y privilegios de sus señores, cuya mala voluntad cedía ante la fuerza incotrovertible del ejemplo". Pero el siervo leonés no perdía su condición mientras no saliese de los dominios del reino, ni aun entrando en una villa poblada a fuero de León o Benavente. No le que­daban más refugios que el moro o Castilla; el moro, pese a la liberalidad de los califas andaluces, no le seducía por motivos religiosos, con lo que no le quedaba otra salida más que Castilla, donde los fueros de tipo sepul­vedano dan amplia acogida a los exiliados. Estos fueros de comunidad, al ofrecer al siervo leonés un asilo, obligan al señor a ceder y reconocer liber­tades. La independencia y separación de Castilla, si perjudicial para las ambiciones de la monarquía unitarista, fue una ventura para el pueblo leonés en su lucha por librarse de la servidumbre. Por eso los partidarios de las dominaciones y de los privilegios de clase tienen tanto interés en que estas cosas se olviden y en que los castellanos cobren veneración por las "glorias- de una tradición falsamente presentada.

Cuando al correr de los tiempos el siervo leonés ya no está sujeto a la tierra, aun cuando sí que lo está hasta muy tarde al pago de infurción en forma de renta, este pueblo no veía las rebeldías de España más que de los modos que tenía delante de los ojos o de lo que llegaba a saber por noticias desfiguradas; es decir, ya como unas demarcaciones señoriales que estorbaban a la defensa que el rey hacía a veces del derecho del feuda­tario oprimido, o corno unos cercados dentro de los cuales sus habitantes disfrutaban de un privilegio a costa de los demás. No conocían el gobierno por sí mismos que es necesidad primordialmente sentida en los que han disfrutado de la propia dirección. Estas ideas ancestrales han arraigado tan firmemente en el pueblo leonés que una declaración del Ayuntamiento de Valladolid durante la República, cuando se estaba discutiendo el Estatuto de Cataluña, decía que Castilla no comprendía esas autonomías de cor­poraciones regionales contrarias a su espíritu y a su historia, pues Castilla lo que estimaba era la autonomía municipal; declaración que, acomodada a la constitución histórica, al criterio tradicional del Estado leonés y tal vez a su pensamiento actual, es totalmente opuesta a la esencia castellana. Lo que prueba esa declaración son dos cosas: que Valladolid sigue siendo un pueblo de tradición leonesa y que sus clases directoras desconocen total­mente a Castilla, pese a su pretensión de convertirse en cabeza de esta región que no es la suya. Es cosa ya observada por varios escritores que la oposición a las autonomías regionales dentro de España, más que en las ierras castellanas propiamente dichas, como la Rioja, Soria, Segovia, Guadalajara... donde el republicanismo tiene una cierta tradición federal, se ha manifestado, utilizando el nombre de Castilla, en las provincias leonesas, en regiones ligadas en su desarrollo histórico a la tradición política de la corona de León.
La cuestión de las nacionalidades españolas, muy compleja de por sí, e complica aún más por esta falta de un sentimiento regional entre los leoneses, hasta el punto de que el vocablo ha perdido su significación genérica para designar limitadamente a los habitantes de la actual provincia de León, o de su capital. Tal vez la coincidencia del nombre de una ciudad con del antiguo reino y las rivalidades provincianas entre las principales poblaciones de la región hayan contribuido a ello. Esta desvinculación no­minal es mayor en la Tierra de Campos, de condición y tradición muy leonesas, donde nunca arraigaron las instituciones castellanas. Una sola de ellas logró implantarse en este país, apegado a sus instituciones municipales señoriales, la de las merindades, tomada de Santander y Burgos, pero sus behetrías degenera rápidamente en meros señoríos. Cuando el pueblo de ambos reinos se organiza en hermandades en 1295, en Valladolid se forma la de León, con Asturias y Galicia, mientras que en Burgos se organiza la de Castilla y comprende al País vasco.

En este grupo gallego-leonés tenemos unas cuantas nacionalidades que en su formación y desarrollo presentan como caracteres comunes: Un Estado creado por personajes de otro Estado, extraño al pueblo y vencido por los árabes, que se reagrupan para recobrar la posesión perdida; Estado al ser­vicio de estas gentes, con una organización neogótica, es decir, de sucesión del Imperio visigodo arruinado; ajeno a los intereses de los pueblos astures y galaicos, en los cuales se apoya después corno núcleo de población cam­pesina que amplía con repoblaciones mozárabes; de condición feudal en cuanto a la posesión v propiedad de la tierra, que tiene que transigir con dos instituciones genuinas, el municipio y el contrato de foro, ajenas a la Europa típicamente feudal, arrancadas por el pueblo campesino en un empeño de magnífica tenacidad; nacionalidades que crean una cultura v, con ella, un idioma, el gallego y su afín el leonés con varias modificaciones dialectales. Caracteres fuertes, tanto para distinguir al grupo de los otros peninsulares, como para comprender las analogías internas.

El concepto de este grupo gallego-leonés, de cualidades tan diferentes a las de Castilla, está contenido ya en la primitiva literatura castellana que lo deja ver claramente en repetidos pasajes, como cuando llama gallegas a todos los leoneses, de cualquier lugar del reino; esto mismo hacen los moros del Andalus que también llaman gallegos a todos los habitantes del reino de León, cualquiera que sea su comarca.

La psicología colectiva de los pueblos del grupo acusa también carac­teres comunes, generalmente desatendidos, pues en la opinión vulgar es­pañola hay una diferencia temperamental que tiene sus puntos extremos en el Norte y el Sur y se resume en la repetida frase "de Madrid para arriba y de Madrid para abajo". Sin negar la diferencia grande entre los pueblos situados al norte y al sur del 'Tajo, es decir, entre castellanos y vascos por un lado, y manchegos y andaluces por otro, hay también una diferencia muy fuerte, acaso aún mayor que la señalada, entre una España occidental y atlántica y otra oriental y mediterránea; entre gallegos, portugueses, astu­rianos y leoneses al Poniente, y castellanos, vascos, navarros, aragoneses y catalanes al Oriente. León es totalmente occidental, mientras que Castilla, cabalgando sobre las sierras centrales, tiende más hacia las tierras ibéricas. Segovia, tan metida en la cuenca del Duero, hace siempre política hacia el Ebro.

Es conocido el gallego por su cautela y sus modales moderados, con- secuencia de la actitud defensiva que tuvo que adoptar durante siglos frente al feudalismo; sistema que en todo el reino de León se venció por la perseverancia, y la sagacidad, que en Castilla no tuvo arraigo y en Cataluña fue derrotada por acciones enérgicas y por la potencia económica de los menestra les, crecientes en prosperidad y empuje de un modo que hacía in­necesaria la suave tenacidad. Este rasgo psicológico colectivo, muy general entre todos los campesinos del mundo, porque la gran mayoría de ellos han pasado por situaciones de dominación en los países de régimen señorial, que han sido los más, es muy firme no sólo en Galicia sino en todo el territorio de la antigua corona de León. El suelo de la Tierra de Campos es cuna de los famosos aforismos de la "gramática parda", encaminados a dar normas convenientes de conducta al labriego a fin de ayudarle a nave­gar prudentemente en el mar tormentoso de la vida; "gramática" que acon­seja acomodarse al medio, eludiendo violencias, dejando jactancias y guar­dándose del desasosiego; poner celo en la observación cuerda y perspicaz; acogerse a la paciencia, a la calma y a la firmeza; táctica toda ella que indica una coincidencia con la psicología —por otra parte perfectamente honesta—, la sagacidad, la discreción y la serenidad tan alabadas en los gallegos y contrarias a las irritaciones, con frecuencia encrespadas, de cas­tellanos, vascos, navarros y aragoneses.

Las diferencias históricas entre el grupo leonés y el castellano están disimuladas y escondidas como resultado de una labor persistente para ocultar la verdad en provecho de los detentadores del gobierno del Estado unitario, de las oligarquías eclesiásticas y militares y de determinados grupos caciquiles de logreros del trigo, que no agrarios y menos labradores. Labor deliberada para apagar el espíritu tradicional de la vieja Castilla y hacer que el pueblo olvide a los hombres más significativos de su pasado, lucha­dores todos ellos contra los poderes tiránicos, desde Fernán González hasta los defensores de Madrid, pasando por los comuneros, Martín Zurbano y el Empecinado burgalés; que deje a un lado el recuerdo de su democracia autónoma, defendida ya contra Roma en Numancia y Coca, y se acoja, seducido con falsas glorias, al ideal germánico de los godos, del Imperio de Carlos V y de los Felipes.

Hay una nacionalidad en este grupo que desde hace mucho tiempo constituye nación independiente y que, como tal, ha desempeñado un gran papel en la historia del mundo: Portugal. Pero Portugal se desprende de la corona de León sin ninguna alta razón de orden político ni social: porque un francés, yerno de Alfonso VI de León, tiene la ambición de crearse una corona para sí. En la anarquía de las relaciones feudales, en casos como éste o en casos de herencia, los egoísmos se superponen a los designios más altos y nada cuentan los intereses ni las voluntades de los pueblos. Y es lo curioso que esta escisión portuguesa se produce precisamente en el seno de una monarquía que lleva en España la voz cantante en la unificación del Estado sobre toda la Península. Los reyes inculcan a los pueblos la idea de que estas ambiciones útiles a sus dinastías son una bendición para la conveniencia popular, y son precisamente los egoísmos internos de las fa­milias reinantes los que malogran tales propósitos, diputados por sagrados cuando es el pueblo quien ha de sacrificarse por ellos. Portugal se incorpora a la corona que ya agrupaba a los restantes pueblos de España a fines del siglo XVI: por vez primera desde el nacimiento de las modernas naciona­lidades peninsulares la monarquía puede titularse española con exactitud geográfica. Pero la torpeza de esta monarquía unitarista hace efímera la unión; y, desde la segunda separación de Portugal, el Estado llamado es­pañol lleva un nombre que no le corresponde cabalmente, pues ninguno de nuestra península puede usar con plenitud el de España si no abarca a todos los pueblos españoles.

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