domingo, junio 09, 2024

GENIO DE CASTILLA ( Ernesto Giménez Caballero)

 Ante el Milenario de Castilla (943-1943): meditaciones histórico-políticas

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(Ante la duda, enviamos el artículo, advirtiendo de los consabidos tópicos y extravagancias del sr Giménez Caballero)


GENIO DE CASTILLA


Por Ernesto Giménez Caballero


I ORIGEN CÁNTABRO DE CASTILLA (Visto en Santander)


Castilla existe —según los fastos tradicionales— hace mil años. Y existe —según esas efemérides— desde que el conde Fernán González, por tierras burgalesas, independizándose de los reyes astúricos, erigió aquel mojón de Amaya hasta Fitero en reino.


Todo cuanto celebre en España un hecho castellano deberá ser tenido como sacro. Y cualquier conmemoración de Fernán González en un ideal como el nuestro, esencialmente unitario y continental, de tierra firme —es decir, castellano— merece la gratitud más profunda de todo profundo y genuino corazón de España.


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Ahora bien: puestos a exaltar la mística de Castilla, puestos a aclarar el misterio del castellanismo, no sería oportuno —hoy más que nunca y antes de que sea tarde— el preguntarnos: ¿Pero de veras existe Castilla sólo hace mil años ? ¿Pero es cierto que Fernán González fue su único fundador?


La verdad es que Castilla existió mucho antes de Fernán González. Y que Fernán González no fue sino un Alzado o Pronunciado para continuar la misión histórica de Castilla, frente a unos reyes que, olvidados de tal misión, se habían inmovilizado, neutralizado, en la primitiva Castilla cántabra. Frente al parón burocrático y pacifista de la Monarquía asturleonesa, Fernán González representó el Caudillo que intenta y logra renovar una máquina reconquistadora que no funcionaba.


Ya antes de Fernán González (923-970) existió la palabra Castiella (Castilla). Parece ser que un documento árabe del 759 la cita. Y otro castellano del 801. Y que fue el nombre genérico —o mejor dicho, pronominal— de Bardulia. (Bardulia quae nunc appellatur Castella.) O sea: aquella, zona desde Pancorbo a las fuentes del Ebro que —formando parte del ducado de Cantabria— quedara unida a la Monarquía, asturiana por Alfonso el Católico (739- 757) y cedida en gobierno a Condes (a lo que llamaríamos en términos germánicos recientes: Gauleiters).


Uno de esos Condes fue Fernán González, de auténtica estirpe aria, el cual, desesperado ante la crasa marcha de su rey, Sancho el Craso, provocó el levantamiento de hace mil años, que habría de dar renovado vigor a la misión reconquistadora, unitaria y continental de Castilla. Fernán González inicia la genial línea de caudillos que se proseguiría en el Cid, Giménez de Rada, el Cardenal Albornoz, Alvaro de Luna, Cisneros —en la etapa ascendente de España—. Y luego en la trágica del siglo XIX, con todos aquellos generales de los pronunciamientos. Hasta D. Miguel Primo de Rivera, quien habría de preparar —a través de su hijo José Antonio— la posibilidad de que un Caudillo como Franco renovase en positivo, doctrinalmente, la línea, otra vez creadora y auténticamente castellana de Fernán González. Castilla, cronicalmente, existe hace mil años, desde Fernán González. Pero Castilla, continental-mente, con sentido histórico, existió desde Pelayo. Existió desde la Monarquía visigoda. Existió desde el Imperio romano. Existió desde la Prehistoria celtibérica. Y existirá siempre, mientras no se la trague el mar. Porque Castilla es el numen de una realidad eterna. Castilla es el genio terráqueo frente a la idea marina del mundo. Castilla es un concepto telúrico y divino. A Castilla la fundó Dios.


Desde que en la creación geodinámica del mundo apareció sobre las aguas diluviales del occidente europeo una vasta emergencia primaria de tipo piramidal, que —truncada en forma de meseta —habría de enlazarse en la época terciaria, a lo que se llamarían Cordilleras Pirenaica al Norte y Penibética al Sur, desde entonces y primigeniamente comienza a existir Castilla. (Por eso tiene razón el santanderino Luis Santamarina al señalar videntemente un elemento autóctono y permanente en el genio de Castilla.)


Castilla: Recuerdo siempre en el acantilado santanderino los tremendos espectáculos dramáticos que gusto presenciar. Por horas y horas he permanecido suspenso ante los embates de la mar atlántica cuando quiere seducir al litoral montañés. Con apariencia de caricia cada ola, y de besos sus espumas, y de abrazo cada infiltración por las calas, quedan cubiertos una vez y otra roquizos farallones, cabos peñascosos, arrecifes que —como nuevos Ulises— resisten virilmente a las saudosas sirenas. Yo no sé cómo la gente encuentra dulce y sosegado el paisaje de este borde marino de España. A mí me ha parecido un paisaje de infierno y de agonía. Paisaje desesperado. La lucha de Ormuz contra Arimán, del Mal contra el Bien, de las Tinieblas contra la Luz, es nada comparable a la lucha porfiada y feroz de la mar atlántica contra este sistema continental. Oleadas tras oleadas, incansables, inextinguibles. Fluidez y fluidez contra lo sólido. Masas de agua contra líneas sucintas de peñas. En tiempos de la invasión de Europa me daba la impresión de presenciar lo que debía ser en aquellos instantes las avalanchas bolcheviques, una tras otra, contra el litoral de las líneas europeas en el Este. Así se explica que, en esa lucha milenaria del Mar y Terrazgo en Santander, se haya producido cierto paisaje híbrido, fronterizo, donde no se sabe cuándo empiezan los montes y terminan las aguas. Esteros, calas, puntas, ensenadas, bahías, conchas, forman tal laberinto de encarnizada batalla, que cuando se oye gemir al viento entre pinedos, eucaliptus; y llorar las olas sobre playas —y todo envuelto en tiniebla, como vaho de sangre cósmica—, el alma se aterroriza y, al comprender el drama ineluctable, siente ganas de salir corriendo.


Esa lucha que las litorales vanguardias montañesas de Castilla vienen desde milenios sosteniendo contra el bloqueo de la mar inmensa, esa ha sido, es y será siempre la contienda específica de Castilla en la historia: luchar contra las oleadas disgregadoras, contra las rías infiltradas, contra el separatismo en islotes. Misión de tierra firme. Misión pontifical: de servir como puente entre los aislamientos que la mar provoca.


* * *

Contemplando las rocas de Cabo Mayor, yo pensaba: «¿Qué más castillos naturales y primordiales sino estos peñascos?» Por eso el islote costero y el palafito fueron los primeros castillos de Castilla. Aun hoy, el hórreo de las campiñas agónicas del litoral cántabro nos muestra su vocación «pontifical» originaria, de castillo salvador, de puente sobre desaparecidas aguas. Hincados los hórreos sobre lajas graníticas son las vejísimas Arcas, de Noé que salvaron del diluvio a los primitivos castellanos palafitícolas de España, y que hoy ya, a falta de humanos inquilinos, salvan aún sus víveres y cosechas.


En ese mismo sentido de castil primigenio —de castro eminente sobre la plana— hay que considerar las «Cuevas rupestres» erguidas sobre castellones. Y luego los «cerros fortificados» y los «talayots» de las poblaciones ibéricas. Toda emergencia pétrea y defensiva que valga para enlazar —pontificalmente— la tierra firme, eso es un «castillo». Y su sistema militar, una «castilla».


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Por eso Castilla no es sólo una zona privativa de España. Allí donde sobre un altiplano o llanura se organice un sistema frontal y guerrero para «avanzar en tierra firme» y unificar razas, pueblos, naciones y fundir un continente, allí existe una «Castilla».


Castellana fue Roma. Castellana fue la cultura céltica con sus «Brigas» o castillos originadores de regiones y ciudades, como Brigantia (Brianza), de donde salieron en el medievo los «bringantes» o bandidos; Arcobriga, Segobriga, Conimbriga. Castellana fue la cultura germánica de los «burgos». Castellana fue la l'Ille de France, Castilla primorgánica de la nación francesa. Castellano fue el impulso mahometano de las llanuras arábigas. Castellana fue Prusia. Castellano es quizá el sentido que hoy va tomando la expansión americana de los Estados Unidos. Y la de Rusia.


Unificación: pontificación. De ahí que el máximo representante que tuvo hasta ahora, el sentido castellano en el mundo, Julio César, se llamase «Pontifex Maximus». El que logró tender «puentes» entre todos los islotes raciales y tribales de la Europa augustal. Y aun hoy recibe el calificativo de «Pontífice» el Jefe de la Iglesia, cuya suprema tarea es la de «enlazar corazones universalmente» : unir lo diverso en las almas del orbe. Por lo que «pontifical» quiere decir «católico». Todo castellanismo, todo unitarismo —quiéralo o no— lleva un fondo católico : universal.


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Ahora bien: si Castilla existió en España desde épocas telúricas, geogénicas y tectónicas, ¿ desde cuándo existió lo «castellano», esto es, la «conciencia histórica de Castilla en España» ?


Nosotros creemos que desde la cultura altamirana y cantábrica. Desde el limen histórico. Pero, para atenernos a datos precisos, sabemos que en las poblaciones celtibéricas que encontraron los romanos al llegar a España (siglo III… (*) castellano enhiesto. Cuando Floro define la Celtiberia: «Id est robur Hispaniae», ha definido la tierra, «robliza» que habría de proseguir en la Historia la misión cesárea y materna de Roma misma.


La romanización de España fue, en rigor, una castellanización intensiva. Roma potenció, hasta los tuétanos, el innato genio de Castilla. Por eso, Castilla sería siempre en la Historia el sucedáneo filial de lo romano.


Cuando los visigodos, caída Roma, continuaron la labor pontificial y continental del Imperio, encontraron en España su sede más congrua. De ahí que el germanismo en España tomase en seguida caracteres tradicionales, hasta el punto de surgir en esa, época nuestra Monarquía católica.


Y es que «Celtiberia-Roma-Germania» (culturas las tres continentales) habían nacido para entenderse. Contra el mismo enemigo común: afroasiático y piratesco.

La guerra contra el cartaginés la realizó Roma en España. La guerra contra el árabe -sucesor del cartaginés— la realizaron en España los visigodos españolizados. Desgraciadamente, la hecatombe del Guadalete hizo retroceder Castilla a su límite litorálico y primerizo : las breñas cántabras.


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La Reconquista, iniciada por Pelayo con la «avalancha agarena», marca el primer renacimiento español.


Porque hora es de advertirlo a todo el mundo: «renacimiento», en España, así como en Europa, quiere decir «reconquista». Quiere decir «liberación de tierra firme». Quiere decir «política continental». Genio de Castilla.


Toda Edad Media es un «puente» entre una etapa «continental» de Europa y la «reconquista de esa cultura» cuando se ha perdido. Toda Edad Media es siempre un puente para un Renacimiento.


El Renacimiento «histórico» en España no empieza en el siglo XV, como dicen las historias. En el siglo XV —1492— «termina» con la reconquista de Granada.


El Renacimiento «histórico» empieza con Don Pelayo, en la Castilla montañosa de Cantabria, en el año 719, ocho años después del Guadalete, ocho años después de la pérdida de España. La Edad Media española —el puente entre 719 y 1492— fue, simplemente, el avance de los castillos, el avance de los frentes: una marcha triunfal hacia el renacimiento total de España.


Ese avance fue primero del castillo montañés al leonés. Luego, con Fernán González y el Cid, a la línea del Duero. Luego, con Alfonso VI, a la del Tajo. Con San Fernando (siglo XIII), hasta la del Guadalquivir. Finalmente, con los Reyes Católicos se «restituye, la situación inicial» : el «Estado unitario» de la España de Recaredo.


A partir de ese momento la «línea castellana» franquea el mar y «echa el puente» sobre África y América, fundándose la «Novísima Castilla» de Colón.


Sinteticemos. Hubo, por tanto : 1) Una Castilla geológica ; 2) Una Castilla prehistórica; 3) Una Castilla celtibérica ; 4) Una Castilla romana, y 5) Una Castilla visigoda, que logra el Estado unitario de España.


Al perderse ese Estado unitario, su reconquista plasma: a) La Castilla roquera de Pelayo; b) La Castilla vieja del Duero; c) La Castilla nueva del Tajo y Guadalquivir, y d) La Castilla novísima e imperial por tierras africanas y de América.


* * *


La nueva Edad Media que con los nombres de «barroquismo» y «romanticismo» anegaría la «tierra firme» del Imperio castellano, comienza desde que las «potencias marítimas» ponen cerco a ese Imperio y poco a poco lo van liquidando), reduciendo a «líquido», a «fluidez», a espuma. A nada.


Desde finales del siglo XVII hasta el 18 de julio de 1936 la imperial Castilla retrocede a límites tan estrictos, que vienen a coincidir casi justamente con los primigenios o geológicos, con la Castilla del alzamiento tectónico al crearse la tierra. Ya he hecho observar este fundamental fenómeno otras veces; pero no está de más el recordar que la Castilla «alzada» el 18 de julio del 36 (pirenaico-montañesa, galaico-leonesa, burgalesa y penibética) fue la misma de la época primaria en la formación geofísica de España.


Ahora bien : del mismo modo que en los anteriores «plegamientos» de Castilla no pereció nunca el «genio castellano», así tampoco desde el siglo XVII hasta nosotros.


En el medievo fue la Iglesia, con sus monasterios y sus cultos «ecuménicos», la sostenedora de la «idea castellana», alentando la Reconquista y levantando huestes heroicas y épica poesía. El culto de Santiago fue el más característico de esa etapa medieval. Santiago, de ser un apóstol oriental, un pobrecito pescador de origen semita, pasó poco a poco a constituir, bajo el efluvio creador del genio castellano, un Santo caudillal: ario y matamoros. Símbolo de la nueva unificación, no sólo de España, sino del Continente; pues a través de su Vía láctea, de su «caminito», logró recuperar la conciencia continental», perdida desde la liquidación del Imperio romano. Respecto a nuestro país, Santiago, con su grito famoso de «¡Cierra, España!», como un San Jorge castellano, enarbolando la Cruz romana, y con sus galaicas rubias barbas de Patrón solar y celeste, representó por siglos el clamor de «unidad» contra la disgregación: representó la consigna de «cerrar» la brecha abierta en el Guadalete. Brecha que fue al fin cerrada con la toma granadina de 1492. Por lo que desde entonces el culto de Santiago quedó reducido a otras proporciones menos perentorias y dramáticas.


Pues bien: desde el siglo XVII, en la nueva Edad Media; barroco-romántica hay también gritos para «consolidar» o «cerrar» de algún modo la nueva liquidación hispánica. Los índices espirituales más preclaros de los siglos XVII a XIX representaron esa ansia consolidadora. La dinastía borbónica, a pesar de todo «continental», se esforzó, como mejor pudo, por detener la sumersión española. Sus hombres espirituales más representativos —como Feijóo, Jovellanos, Cadalso, Larra— fueron verdaderos islotes de agonía en el océano circundante. Así como los Caudillos de los «pronunciamientos». Todos quisieron contener lo incontenible. Pero su fracaso no quita trascendencia a su heroísmo de peñascos solitarios resistiendo el estallido de las olas.


Precisamente de esa corriente castellanista «islotizada» que acabo de señalar surgió la llamada «generación del 98», fecha de la última «liquidación» colonial.


A la generación del 98 se le puede negar todo, menos un gran mérito: el de haber revivido poéticamente la «mística de Castilla».


Costa predicó el «cirujano de hierro» (el Caudillaje) desde su páramo aragonés. Como Marías Picavea predicaría la «regeneración» tajante tras el desastre colonial. Sueños políticos de Cánovas, Maura, Vázquez de Mella. Cossío, el institucionista, tiene nombre santanderino. Ángel Herrera lleva a Santander su acción pedagógica católica. Ganivet regeneró el idealismo de Castilla desde su encanto granadino. Cajal logró un enlace continental por su genialidad científica. Menéndez Pidal, con su escuela, reveló la grandeza épica de Castilla y el secreto de la lengua castellana. Hinojosa precisó su Derecho germánico y europeo. Unamuno bajó de Cantabria a vivir y soñar la magia áurea de Salamanca. Galdós vivió mucho en el Santander de Pereda. Bonilla San Martín desempolvó con Vives el sentido del Renacimiento español. Maeztu anunció la crisis de lo liberal y lo regional. Baroja, abandonando la estrechez vasca, se recorrió paso a paso la vida profunda y psicológica de España. «Azorín» desveló el «alma castellana» a través de sus misteriosas ciudades viejas y de sus tipos anónimos y sus clásicos olvidados. Valle-lnclán cantó las guerras carlistas con más sentido tradicional que lo hiciera Galdós en sus liberizantes Episodios Nacionales. Benavente recuperó la tradición del «ingenio» dramático del Teatro clásico. Rubén Darío, desde Nicaragua, tendió el único puente lírico, desde la perdida de América, con España. Antonio Machado hizo reverberar de significación honda las parameras sorianas, y su hermano Manuel, el secreto andaluz. Juan Ramón Jiménez depuró la poesía de Castilla como un orfebre mudéjar, dejándola en piedra y cielo. Pérez de Ayala resucitó la clave de Asturias en la estela de «Clarín». Y Palacio Valdés. Marañón abordó temas tan castellanísimos como el de Don Juan o el de Enrique IV. Salaverría cantó los paladines iluminados. Eugenio d'Ors, recreando el genio castellano de Boscán, hizo hablar a Cataluña la prosa más hermosa del tiempo. Ortega y Gasset, estremeciéndose egregiamente al recorrer en su automóvil los castillos de Castilla, atisbo el genio de Roma en España frente a la irritante anarquía del feudalismo.


La generación del 98 y su contorno posterior contribuyó eficaz y honradamente a crear un clima histórico y moral, donde nosotros aprendimos el camino del 18 de julio del 36. No olvidemos que de esa época del 98, en estrictez coetánea, fue Menéndez Pelayo el taumaturgo del genio castellano de España, como ahora veremos.


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Castilla existe desde el principio de los tiempos, y existirá mientras la Mar no se la trague.


Y digo «la Mar» — y no «el Mar»— porque, como afirma el pueblo marinero con su instinto milenario, la Mar es femenina. (Mar alta, mar gruesa, picada, brava; alta mar; hacerse a la mar; «quien no se arriesga no pasa la mar»; la mar de grande»...)


Ya los antiguos concibieron la mar como mujer. Era Tálasa, la madre de Venus. Pues de la Mar nació Afrodita, diosa del amor y del engaño. Los romanos pintaban a la Mar como una fémina remando, seguida por un delfín. ¿ Qué más símbolo de la Mar que la fascinante y pérfida sirena ? Por eso, todos los pueblos hechos por la Mar son, como ella, engañadores, pérfidos, implacables.


Castilla en sí misma —con sus oleajes de otero y sus ondulados camellones de gleba— parece un mar petrificado. Pero petrificado: firme, sin insinuaciones. Viril. En ese mar viril y castellano, sus naves, como El Escorial, están ancladas en eternidad y sin naufragios.


Y es que los pueblos, desde que el mundo es mundo, se dividen en los que viven sobre el Mar y los que pisan terreno firme. Y la lucha entre ellos es tan ineluctable como la que yo veía aterrado este verano, horas y horas, en el litoral santanderino: mar océana contra peñascos continentales.

El genio de Castilla triunfó el 18 de julio del 36 porque triunfaba en Europa la idea de unificación y continentalidad. Pero inundaciones asiáticas y otros anegamientos acechan otra vez, preparando una nueva Edad Media, un desmenuzamiento de la tierra firme, un aislamiento en arrecifes estancos y feudales sobre el gran hecho castellano de Europa.


* * *

Por eso, potenciar el genio de Castilla —unitario, continental y unificador—, conmemorar la figura ensanchadora y liberadora de Fernán González, constituirá siempre una fe de vida, una voluntad de persistencia histórica, un ansia de eternizamiento.


Podrán cercarnos, islotizarnos y desmenuzarnos otra vez. Pero el genio de Castilla sobrevivirá. Y triunfará de nuevo.


Porque el genio de Castilla —fundado por Dios para luchar contra el fluido infinito romántico— es sacro. Es imprescriptible y perenne. (…)


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(*) Parece faltar al menos una línea en el texto original

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