martes, septiembre 19, 2006

BREVES NOTICIAS SOBRE LAS VENERANDAS MUNICIPALIDADES DE CASTILLA (Desglose de un libro inédito, Soria 1890)

BREVES NOTICIAS
SOBRE LAS
VENERANDAS MUNICIPALIDADES DE CASTILLA

DESGLOSE DE UN LIBRO INÉDITO

ELÍAS ROMERA

Soria 1890

Los Concejos, Concellos, Municipios, Comunes, Comunidades y, también Municipalidades, hoy Ayuntamientos, que nacieron al calor de nuestra reconquista, eran un trasunto, una reminiscencia del Municipium romano, institución pro­tegida por la, Iglesia y autorizada por la dominación visi­gótica; y los grandes servicios que á la religión, á la pa­tria y -al rey prestaron, con páginas indelebles se consig­nan en esa legendaria y épica lucha que en siete siglos sostuvimos contra la infiel morisma; su constitución, su existencia, era medida política que se imponía á nuestros soberanos si habían de ser duraderas y permanente:; sus conquistas en aquella guerra sin tregua y sin descanso que las continuas algaras de los árabes á nuestros padres hacían sostener. Era necesario proteger nuestras avanzantes fronteras estableciendo unas como colonias cívico-militares en las extremaduras, concediendo franquicias, especie de cartas de -marca ó de frontera á sus defensores, que arma al brazo tenian que pelear día y noche por sus bienes y per­sonas, por su religión y por su patria (pro aris el focie), de continuo acometidas por el infatigable enemigo. Así que los Condes de Castilla Fernán-González, Garci-Fernández y Sancho García el de los buenos fueros, los reyes Alfon­so V, Fernando I, Alfonso VI y VII de Castilla y León, Alfonso I de Aragón y Sancho III el Mayor de Navarra, fueron pródigos en conceder cartas pueblas, o sean franqui­cias, y la libertad á los siervos y vasallos que poblasen los pueblos por ellos conquistados, creando así el estado llano ó de hombres buenos ó pecheros, plebeyos y villanos que tam­bién se llamaron ciudadanos y gente menuda, dando así prue­bas, á la vez que de valerosos guerreros, de hábiles políti­cos, porque comprendían que las murallas de aquellos pueblos que á, sí propios se gobernaban eran unos muros infranqueables donde sus habitantes no sólo defendían si­multáneamente, con denodado valor, la patria y sus fran­quicias, sino que también eran una barrera de seguridad y de protección de aquella sociedad necesitada de la paz y del trabajo, factores indispensables del progreso de los pue­blos A la sombra de los fueros se reconstituyó la propiedad se desarrollaron las artes y la industria con los gre­mios de sus menestrales, y el comercio se fomentó por las ferias y mercados que periódicamente se celebraban en las poblaciones aforadas, y este engrandecimiento del tercer estado coincidió con el florecimiento' de la patria. Así, pues afirmar podemos que nuestra nacionalidad la debemos á esos Concejos que tenían el gobierno del pueblo por el pueblo, es decir, la autonomía más omnímoda que, hija de esas evoluciones progresivas de las sociedades, no podía contenerse en los estrechos moldes de la legislación visigó­tica y dio origen á esa legislación tan varia, pero tan indí­gena, la legislación foral, que era la encarnación, y, como si dijésemos, la condensación de nuestras costumbres que, sancionadas por los reyes, pasaban como leyes á los per­gaminos; de los fueros, verdaderos pactos entre el rey y el pueblo que veían en su indisoluble unión el porvenir y ventura de la patria. Y como quiera que la fuerza incon­trastable de nuestras armas iba ensanchando los límites de nuestro territorio, de ahí que el número de pueblos aforados fuese en aumento, pues los reyes no escatimaban esos privilegios que eran el baluarte de sus estados y el germen de la prosperidad de sus vasallos, cuyos fueros juraban guardar en cambio del pleito homenage que los Concejos les hacían, al comenzar su reinado.

Cuando los servicios prestados por los pueblos eran verdaderamente extraordinarios, no solo concedían los re­yes privilegios o fueros de villazgo á las villas ó ciudades, si que también les daban jurisdicción sobre determinado número de aldeas ó lugares que constituían lo que se llama alfoz, tierra o ejido, Universidad ó Comunidad del nombre de la villa ó ciudad señorial, sobre cuyos pueblos ejercían un verdadero y pleno señorío, siendo vasallos sus habitan­tes del Concejo que nombraba Alcaldes pedáneos, conocía en la apelación de sus sentencias, asimilándose sus milicias y percibiendo, por medio de sus cogedores, determinados tributos y derechos. Todos los pueblos de la jurisdicción disfrutaban de la mancomunidad de pastos, cuyos derecho se denominaba facería. El medianeto era el derecho de tener juntas en puntos determinados con las villas aforadas co­lindantes para juzgar sus diferencias. Algunos fueros da­ban intervención en la administración municipal á los pue­blos jurisdiccionales que nombraban un representante ó sexmero por cada sexmo en que se hallaba dividido el te­rritorio de la villa aforada. De ordinario faltaba armonía entre las villas y su tierra (1).

Las villas sin más jurisdicción que la de su término, se llamaron exentas ó eximidas, es decir, libres de todo dominio o Señorío y, por tanto, posteriores á las jurisdiccionales de las que dependieron, así que también se llamaron redimi­das (2) ó sacadas.

Las Behetrías era: villas que elegían por Señor á quien bien les parecía, ya entre un linaje, ya sin limitación, o de mar á mar, como se decía: pagaban un tributo llamado

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(1) Las villas con jurisdicción de esta provincia eran las siguientes: :greda, Almazán, Berlanga, Burgo de Osma, Calatañazor, Caracena, Fuentepinilla, Gormaz, Magaña, Medinaceli, Monteagudo, Pedraja, San Estéban de Gormaz, San Pedro de Yanguas Serón, Soria, Ueero y Yan­guas.

(2) Las villas exentas del territorio actuaUde esta provincia son las si­guientes: Abejar, Alcubilla del Marqaés, Almaluez, Almenar, Arcos, Baraona, Berzosa, Barca, Borobia, Cabrejas del Pinar, Carrascosa, Castille­jo de Robledo, Cigudosa, Cihuela, Círia, Gómara, Inés, Hinojosa de la Sierra, Langa, Matanza, Montenegro; Morón, Noviercas, Clvega, Povar , Puebla de Eca, Quintanas Rubias de Arriba, Rejas cíe San Estéban, Rello, Retortillo, Rioseco, Santiuste, Somaen, Soto de San Estéban, Te­jado, Torralba, Valtajeros, Velamazán, Velilla de San Estéban, Villasa­yas, Vinuesa y Utrilla.
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devisa y proveían; de galeotes á la Armada, pero Don Juan II trastornó las bases primitivas de estas institucio­nes en 1454, ya: reformadas por Don Pedro I en 1351.

El rey, al conceder fuero á una población, se reservaba siempre cuatro atribuciones inherentes a la Corona, que nom las debe dar á ningun ome, nin las partir de sí, ca perte­nescen á él por razón de señorío natural, según el Fuero Juz­go. La Justicia suprema, ó sea constituir tribunal de ape­lación. La moneda forera, que se pagaba de siete en siete aros en señal de señorío. La Fonsadera, ó tributo que de­bían de satisfacer los que estando obligados á ir al fónsado ó la guerra, no concurrían; y, por último, los Yantares ó Conducho, ó sea el mantenimiento del rey y su comitiva cuando iba de camino. Tambien cobraba el rey la Martíniega, contribución que se pagaba el día de San Martín, en Noviembre, y las Caloñas ó multas que por infracción de las leyes se imponían á los culpables, así como la mañería ó contribución por derecho de testar los que morían sin hijos. El rey tenía un funcionario llamado Sennior ó señor encargado en el Concejo de la defensa de los derechos de la Corona, pero carecía de voz y voto en la Asamblea, y su deber era vigilar y hacer efectivos los tributos. El Sen­nior nombraba al Merino menor, que era otro funcionario que cuidaba de la ejecución de las sentencias y hacía efec­tivas las coloras. Los Alcaides de las fortalezas también eran cargos cuyo nombramiento competía a la Corona.

Los fueros municipales no eran, al principio de la re­conquista mas que una exención de tributos y concesión de franquicias; mas ya en el siglo XI fueron tomando carácter, de verdaderos. códigos en embrión, así políticos como administrativos, tanto civiles como criminales y hasta mercan­tiles y militares, respondiendo así mejor a las necesidades de aquel período histórico en el que tan brillante papel des­empeñaron los Concejos; cuyo creciente poderío y recono­cida importancia los llevó á tener representación en las Cortes de Castilla, en el último tercio del siglo XII; y llega­ron á sobreponerse á la nobleza y al clero que habían for­mado hasta entonces parte integrante de ellas, hasta el punto de que después se llegó hasta omitir la convocación de esos dos estamentos privilegiados. Mas-no anticipemos ideas y veamos la constitución de los antiguos Concejos o munici­palidades de Castilla.

Los antiguos Concejos ó municipalidades realengas eran unas pequeñas repúblicas, v entre todas constituían una agrupación de pequeños estados bajo la soberanía del rey; disfrutaban de la más amplia autonomía en su gobier­no, siendo el fundamento de su existencia el sufragio y la igualdad más absoluta entre todos los aforados. El Concejo lo componían el Juez Forero, elegido cada año por distinta parroquia ó colación.; los Alcaldes, uno por cada parroquia; el Mayordomo, el Depositario y el Escribano ó Secretario, siendo oficios dependientes del Concejo los alguaciles, fieles, veedores, andadores y sayones; también formaban parte de la Corporación los jurados, dos por cada parroquia, que si bien :tenían el derecho de asistir con voz al Concejo, care­cían de voto. Todos los jurados reunidos constituían un Cabildo con el carácter y atribuciones de Procuradores del común para contener los agravios y desmanes de los Con­cejales eran una especie de Tribunos; dos de ellos habían de ser los Mayordomos del Tesoro municipal; elegidos por el Concejo. De los dos Procuradores que los Concejos envia­ban á las Cortes, uno de ellos habría de ser jurado. Como se ve, el Juez, los Alcaldes y Jurados constituían la Cor­poración municipal, a la que estaba sometido el gobierno de la población y su alfoz, según el fuero, formando una Asamblea deliberante para la decisión y conocimiento de los asuntos de interés general, y un Tribunal colegiado, una especie de scabinato para la administración de la justicia. Se les llamó aportellados a los jueces por administrar la justicia en las puertas de las poblaciones y por cuidar de su apertura y cierre diariamente.

Los Concejales se renovaban todos los años, por elec­ción popular, y sus cargos, exentos de todo tributo y car­ga concejil, eran retribuidos del fondo del común en mu­chos pueblos aforados, ¡fatal circunstancia que acarreó males sin cuento por la codicia que despertaban! No era permitida la reelección sino .en el caso que todas las cola­ciones proclamasen al candidato. Sus atribuciones eran muy amplias puesto que intervenían, en todo cuanto: inte­resaba al bien público, ajustándose siempre al fuero, y, en caso de agravio, el rey era el único Tribunal de apelación. Todos los vecinos con casa abierta eran electores y elegi­bles; y cuando había que ventilar alguna cosa grave, todo el pueblo deliberaba, y á esto se llamaba Concejo abierto convocado á son de campana (1).,A los Concejales salientes se les sometía á un juicio de residencia para depurar sus actos en la administración de los bienes del común. El rey,
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(1) Antiguamente, á los acuerdos del Concejo abierto se les denominó placitum por celebrarse en la plaza pública la reunión en pleno del pue­blo y de ahí acaso la palabra plaza.
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al conceder fuero á una población, repartía tierras á sus vecinos, señalaba otras para el aprovechamiento procomunal, constituyendo éstas el patrimonio del común para atender á las necesidades públicas, locales y tarnbién á las del Estado.

Los Concejos solían disfrutar de los siguientes impues­tos para atenderá los gastos comunales: el herbage ó herbá­tico, el montazgo, el telonio; la: sayonía y la enguera.

El herbage, contribución sobre pastos; el montazgo, sobre leñas; el telonio, -impuesto por entrada de mercan­cías; la sayonía, contribución á los que se eximían de la entrada de las sayones ó alguaciles en sus moradas, - sino por mandamiento del Alcalde; y la enguera, tributo que pagaba, el que se tomaba prenda del deudor.

El Concejo, siendo cuerpo administrativo á la vez que Tribunal de justicia, era el encargado de que el fuero no sufriese menoscabo alguno, tanto por, parte del rey como por lado de magnates que estaban incapacitados para ser Concejales y aun para residir en algunas villas aforadas. Los caballeros hijos dalgo estaban exentos de tributos reales por compensación á tener que llevar caballo á, la guerra, y de ahí el nombre de caballeros que también tenían, pero habían de abonar los tributos municipales como los peche­ros. Las milicias ó mesnadas Concejales las componían todos tos vecinos aptos para la guerra; el nombramiento de Ca­pitán era de elección popular, y el pendón ó enseña conce­jil había de llevarlo el Juez forero, según unos fueros; y, según otros, el Alférez. Para que las milicias concejiles se aprestasen á, la guerra, era, necesario el apellido ó convoca­toria del rey para- ir en fonsado, y ellas, en unión de las mesnadas de vasallos de la, batalladora nobleza v de los poderosos prelados, constituían el ejército nacional con el que se pasó el Duero, se cruzó el Tajo, se llegó al Guadia­na, se repasaron las fértiles márgenes del Guadalquivir hasta llegar a las hermosas costas del Mediterráneo:y por último, despees de una lucha tenaz y constante de siete siglos, comenzada por Pelayo en las montañas de Asturias y concluida, por los lleves Católicos al pié de Sierra Neva­da, coronó la enseria de la cruz las torres de la grandiosa Alhambra, última Corte y residencia de los Califas musulmanes.

El Concejo, era, pues, el gobierno del pueblo por el pueblo, es decir, el self-_gobernment ó autarquía ese- deside­ratum, ese problema de la democracia moderna que ya lo tenía resuelto el pueblo castellano en los primeros siglos médio evales. El legítimo poder de las municipalidades fué tan en creciente, que la corona se apoyaba en su incontrastable fuerza para luchar contra la revoltosa y altiva nobleza, cuyas desapoderadas ambiciones en las minorías de los reyes tenían revuelto y ensangrentado el reino,. El Conejo de Ávila fué el guardador del niño Alfonso VII; el de Soria, del tierno Alfonso VIII; y otra vez el de Ávi­la y también el de Valladolid-del Jovenzuelo Alfonso X.I. Tan sólida., tan legitima era; la, influencia, del tercer estado representado por los Concejos, que Alfonso VIII los; llamó á las Cortes de Burgos en 1169 (crónica general. parte .4.a, cap. 8.°) y despues á las de Carrión (1) en 1188 en unión
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(1 ) A tos Cortes de Carrión, 1188, asistieron, entre otros, los procura­dores de San Esteban de Gormaz, Osma, Atienza, Sigüenza, Medinaceli, Berlanga. Almazán, Soria y Ariza.
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de la nobleza y de la clerecía, cuyos brazos habían disfru­tado exclusivamente de este derecho: los procuradores ó vo­ceros de los Concejos, á quienes otorgó el rey este privile­gio, dieron tal carácter nacional á nuestras Cortes, que po­demos vanagloriarnos los castellanos de que hemos sido de los primeros pueblos que han disfrutado de verdadero go­bierno representativo. Las Cortes eran convocadas por de­recho tradicional al principio de cada reinado, para recibir el juramento al nuevo monarca de conservar y defender los fueros y libertades del reino, jurándole, al propio tiem­po; los procuradores fidelidad y acatamiento al nuevo so­berano. También nombraban las Cortes los tutores del rey cuando no los hubiere testamentarios; tenían el derecho de dirigir quejas y peticiones al rey y el de conceder y votar los servicios y tributos (1).

Y el brazo popular, el estado llano, como despreciativa­mente entonces se le llamaba, tuvo ya tal poder que llegó en las Cortes de Valladolid (1258) hasta poner tasa á los gastos de la Casa Real, asignando para comer al rey y á, la reina 150 maravedis de oro diarios, previniendo al rey "que mandase á los que se sentaban á su mesa que comie­sen más mesuradamente y que non ficiesen tanta costa como facían;" y en las de 1325 expusieron al rey "que, en aten­ción á que la tierra es estragada é yerma, é las rentas men­guadas, tuviese manera é ordenamiento en la costa é fa­cienda de su casa." Y el poderío pujante de los Concejos
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(1) En el reino de León, las primeras Cortes á que asistió el estado llano fueron las de León, en 1188; en Aragón, á las de 1134, mucho ante4spor tanto, que en Inglaterra, que fué en 1226; que en Francia, en 1303; y en Alemania, en 1237.
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contrarrestaba ya de tal modo y en tal forma á la potente y exuberante fuerza de los magnates, que éstos se vieron precisados á impetrar en su favor la intervención de la Corona en las Cortes de Almagro (1273) y en las de Va­lladolid (1518) expulsaron los procuradores del salón don­de se celebraban a los extranjeros ministros del emperador.

Los Concejos, para más afianzar su fuerza y garantir, á, fin de perpetuarlas, las libertades conquistadas á tanta costa, se unieron unos con otros constituyendo Ligas ó Hermandades tan temidas ó más que las confederaciones de la nobleza. En el siglo XII estas hermandades no tuvieron otro objeto más que perseguir á salteadores y facinerosos; más en tiempo del Rey Sábio, su hijo Sancho las fomentó á, fin de ganarlas á su causa, no sin detrimento de la Coro­na y no sin recelo de la nobleza, engrandeciéndose y ampa­rándose las hermandades en las Juntas que celebraban para protegerse y formar alianza contra el que menoscabase sus fueros, así fuese el rey. Lo mismo hizo, muerto Don Sancho, su viuda la memorable Doña María de Molina para, contener las turbulencias de los faccionarios magna­tes en las minorías de su hijo Fernando IV y de su nieto Alfonso XI, y éste, ya rey, las contuvo, pero sus sucesores las toleraron, y en tiempos de Enrique IV llegaron al col­mo de su omnipotencia, hasta el punto que obligaron á la nobleza á resistirlas con las armas, convirtiendo a Castilla en un campo de Agramante; pero tanto en este reinado como en el anterior de Don Juan II, en el que en la bata­lla de Olmedo las huestes concejiles hicieron morder el polvo á las mesnadas de la nobleza, siempre las milicias concejiles fueron leales á la corona. Los reyes católicos las
organizaron y disciplinaron con sus ordenanzas de 1476, siendo después estas fuerzas, armadas de las hermandades. con harto disgusto de la nobleza, la base de las milicias, ó sea el primer ejército territorial permanente, no obstante la resistencia que opusieron al gran talento político de Cis­neros; mas bien pagaron su error las municipalidades, pues á haber tenido reclutadas-.y equipadas sus milicias con las armas en la mano permanentemente, como deseaba e. fa­moso cardenal, jamás hubiese llegado el día infausto de su derrota, ni habría puesto su maldita planta en esta hidalga, tierra el extranjero absolutismo. También algunas veces promovían los Concejos guerras y asonadas unos contra otros, que trastornaron y asolaron comárcas enteras con grave riesgo de la pública tranquilidad.

¡Muchas veces para acallar los disturbios de la inquieta clase noble, y también para –recompensar servicios de al­gún magnate, Abad ú Obispo, les daba en feudo el rey las villas realengas, cometiendo un atentado contra fuero., y to­das las prerrogativas reales se trasmitían al nuevo Señor (1) á quien pagabansus solariegos o vasallos adscritos ó la gle­ba el tributo llamado, Furnázga ó infurción; el, mincio o luc­tuosa y la marzadya. También, nombraba las magistrados municipales o del común, quedando así el municipio suje­to á dominio particular, y lo que es peor, perdiendo el de­recho de tener representación en las Córtes, sufriendo así una, verdadera Capítis diminutio tan perjúdicial al Erario
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(1) Llamado de horca y cuchillo y tambien de pendón y caldera, por ser dueño absoluto de vida y hacienda de sus vasallos, y por llevar sus hues­tes -con su enseña y á su costa a la guerra.
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Real como á, las públicas libertades. Como la nobleza tenía representación directa y personal en las Cortes; allí los Se­ñores de las villas llevaban la voz de sus vasallos: en vano los procuradores de las villas realengas se opusieron a tales donaciones, y aun lograron prohibirlas en las Cortes de Valladolid (1295); pero los reyes, desoyendo estas leales y patrióticas peticiones de los procuradores; abrieron cada día más sus manos á dádivas generosas, hasta tal punto, que la nobleza tenia más villas que el rey, y Castilla era un montón de feudos en que cada pueblo tenía un Señor y cada roca un castillo; de forma que bien pudo decir En­rique III á sus magnates: Vosolros, todos, vosolros sois los reyes era grave dato del reino, mengua y afrenta mía, pues el creciente poderío y constante supremacía de los intrigan­tes señores feudales llegó a inspirar serios temores al rey, á quien también proyectaba demasiada sombra la elevada altura á que se habían colocado los Comunes de Castilla. Es digno de llamar la atención que en las Cortes de Tole­do de 1525 se quejasen los procuradores de que los luga­res realengos pagasen diez tantos más que los de Señorío por las libertades y preeminencias que á estos sus Señores les otorgaban.

Durante el reinado de Sancho IV y las minorías de su hijo Fernando IV y de su nieto Alfonso XI, si alimentó su influencia la turbulenta clase noble no la acrecentaron manos las Corporaciones populares que lograron la inmu­nidad, para sus representantes en las Cortes de Burgos, 1302, confirmada en las siguientes de Burgos, 1303, y de Medina del Campo, 1305, consiguiendo en las de Burgos, 1301, que no se diesen leyes ni ordenamientos sin consentimiento del Reino reunido en Cortes, así como en las de Valladolid, 1307, que no se exigiesen tributos ni pechos no otorgados por el voto de las Cortes, valiosa conquista que fue después atropellada en tiempo de los Austrias.

El ser asalariados los primeros cargos concejiles excitó mucho la codicia de la acaudalada y oligárquica nobleza, y, por otra parte., las elecciones dieron en muchos pueblos lugar á escisiones tumultuarias y hasta á colisiones san­grientas, creándose bandos que á veces eran un peligro para el sosiego público; y explotadas estas escisiones por la astuta nobleza, logró, á pesar de ser contrafuero, el in­gerirse en los Concejos; ya por sustitución ó compra, y al­gunos por malas artes, dejándolos después por juro de heredad á sus hijos los cargos municipales, que fueron ma­teria de acumulaciones, sustituciones, ventas, arrendamientos, cartas espectativas ó mercedes de vacar, contra cuyos excesos reclamaron en balde los procuradores en las Cortes, vinien­do así á parar en granjería la justicia y administración dé los C oncejos, y de ahí los cohechos, los fraudes y las con­cusiones, contra los que nada pudieron ni aun los acuer­dos de las Cortes de Burgos, 1367; Sória, 1380; Vallado­lid, 1385; Zamora, 1432; Valladolid, 1447, ni el ordena­miento de Don Juan II, hecho á fin de cortar tanta dema­sía de la nobleza, resolución real confirmada en las Cortes de Burgos, 1453; de Córdoba, 1455 y en las de Toledo, 1462 y 1480.

Declarado rey Alfonso XI, impuso silencio á los no­bles con sangrientas ejecuciones; y para debilitar las pode­rosas instituciones municipales, les dió un golpe certero haciendo los cargos concejiles perpétuos y de real nombramiento con el hábil pretexto de evitar las discordias entre la nobleza y Concejos: los Regidores perpetuos, que así se llama­ban los instituidos por Alfonso XI, al principio fueron nombrados con el nombre de jueces de salario ó de fuera, Alcaldes veedores, pesquisidores ó emendadores que viesen los fechos de la justicia, solamente para algunas ciudades para más disimular el rudo ataque; en las Cortes de León de 1349 ofreció el rey no nombrar corregidores sino a los Concejos que lo solicitasen; pero después se hizo medida general que bastardeó las bases de las antiguas y veneran­das municipalidades, nacidas del sufragio popular y de la igualdad absoluta de los aforados, cesando así el pueblo de tener intervención en la vida del municipio y en la de las Cortes, puesto que los mismos Regidores eran los que ha­bían de nombrar los procuradores de entre ellos mismos. De esa manera se empezó á desmoronar aquella grandiosa institución en la que estaba concentrada toda nuestra vi­talidad en la Edad Media. Infructuosas fueron las quejas de los procuradores en las Cortes de Alcalá, 1345; de Bur­gos, 1345 y de León 1349 y otras posteriores reclamando contra semejante desafuero, que en nada mejoró el estado de los municipios. Los Regidores perpetuos nombrados por el Rey debían ser vecinos del pueblo y habían de pertenecer al orden de caballeros y de los pecheros por mitad, formando así los Ayuntamientos perpetuos que no reflejaban la opinión pú­blica porque no nacían de ella, y los Regidores constitu­yeron ya un orden privilegiado, una verdadera aristocracia burocrática á quien tan opuesto era el espíritu que a los fueros informaba. Todavía, aunque bastardeados en su fuente los Concejos, ó sea el elemento popular, conservó algún ascendiente, puesto que del Consejo Real instituido por Don Juan I formaban parte en igual forma y manera que la nobleza y el clero, y hasta en su testamento dispu­so el mismo rey que el Consejo de Regencia debía compo­nerse de seis magnates y de seis hombres buenos elegidos por los Concejos. La penuria del Tesoro leal hizo que Don Juan II en 1431, enagenase los oficios de corregido­res para atender á los gastos de las guerras, tanto interio­res como con los moros, y hasta autorizó que los poseedores de estos oficios para trasmitirlos por juro de heredad. ¡La codicia y no la justicia gobernando en los pueblos!

Nuevas agitaciones entre los nobles, que se fueron apo­derando de los Regimientos perpétuos y entre el estado llano, dio lugar a otra resolución de la. Corona; pues si los Regimientos perpetuos habían trastornado la jurisdicción forera, esta nueva reforma iba á concluir definitivamente con la autonomía municipal. Á Enrique III estaba reserva­do el dar el último golpe a los Concejos, creando en 1396 los Corregidores funcionarios de Real provisión con juris­dicción civil, criminal y administrativa y política, como Jefes superiores de los Ayuntamientos y verdaderos dele­gados regios ó Asistentes que dependían del Consejo de Castilla. El oficio de corregidor debía durar dos aros y ser pagados dé fondos del común. Las Cortes de- Madrid de, 1435, y sentencia de Medina del Campo de 1465, logra­ron que los Corregidores fuesen residenciados. En vano los! pueblos sé opusieron en las Cortes de Palenzuela, 1425, y Zamora, 1432 , esta funesta y autoritaria reforma, que se decía -transitoria; pero la autoridad real; que había ganado cuanto los Concejos perdido, hizo respetar su resolu­ción, que extendió después y convirtió en permanente. Los resultados del establecimiento de los corregidores fueron contraproducentes, pues no sólo no se aminoraron los ma­les que se trataban evitar, sino que se dio origen a otros mayores por la venalidad y excesos de estos funcionarios; pues, como decían las Cortes de Palenzuela en 1435, los Corregidores trabajaban por allegar dinero y facer su provecho, y curaban poco par la Justicia; y si mal estaba el pueblo cuando iban, peor quedaba cuando partían, lo mismo dijeron las de Zamora en 1432; las de Madrid, 1435 y Madrigal, 1438. Con la institución de los Regidores perpetuos, y des­pués con la de Corregidores, se iba aniquilando el elemen­to popular y preparando el absoluto predominio del poder real y la unidad política de la nación bajo el férreo cetro del absolutismo, que, lejos de buscar la armonía con el poder local de las municipalidades, las absorbió, centrali­zando en la corona todos los tributos de la más absoluta soberanía, cesando los antiguos Concejos en la Interven­ción de la Gobernación de Castilla, que tan saludable fue en la Edad Media.
Si los Concejos, que eran la representación genuina del estado llano, habían perecido a manos do los Regidores y Corregidores, otra institución, no menos popular y ve­neranda, iba á la par sufriendo los duros y certeros golpes que el poder real le asestaba; los Procuradores de Cortes, elegidos antes por el pueblo con el derecho de residenciarlos (algunos Procuradores han muerto a manos del pueblo por haber hecho mal uso de sus poderes) y prohibiendo todo empleo y gracia Real para que no teniendo codicia atendiesen mejor lo que fuese de servicio del bien público, fueron después nombrados por los Regidores, y posteriormente indirecta­mente por la Corona por recomendaciones especiales, cu­yo contrafuero fue sancionado en las Cortes de Valladolid de 1447, en tiempo de Don Juan II. Y para concluir de corromperse la genuina representación popular, concluye­ron los Procuradores, elegidos por suerte o por insaculación, por gozar de costa é mantenimiento en la Real Casa (cien mil maravedises en tiempo de los Reyes Católicos, Cortes de Toledo de 1480), y tal fué su envilecimiento, que negociaron con las ayudas de costa real.

Los prudentes y vigorosos Reyes Católicos, de tan grata memoria para los españoles, mejoraron las institucio­nes municipales y cortaron muchos abusos de los Corre­gidores; y en las Cortes de Toledo de 1480 dieron varios ordenamientos para el buen gobierno de los pueblos, y su pragmática de 9 de Julio de 1500, expedida en Sevilla, es la disposición real más importante en este ramo de la administración pública.

Todavía conservaban los Concejos una estimable pre­rrogativa, y era la de limitar los poderes de sus procura­dores á los asuntos en ellos indicados; pero esta facultad fué abrogada en las Cortes de Santiago (1520), y en las de Toledo (1525) por la férrea voluntad de Carlos I, que hasta les envió la minuta de los poderes para los Procura­dores en Cortes, á fin de evitar el mandato imperativo. La contínua disminución de las municipalidades por las donaciones reales, el empobrecimiento de los Concejos por la enajenación de sus propios, y por último, los contí­nuos desengaños de las Corporaciones populares á quienes poco á poco se mermaron por los Reyes sus derechos po­líticos, fueron causa de que sus Procuradores no concu­rriesen á las Cortes, á cuyos Procuradores se les concedie­ron, en las de Sevilla, en 1501, cuatro cuentos para, sala­rios y de que éstas perdiesen en autoridad y representa­ción, pues en las reunidas en Toledo en 1480, quedaron reducidas á 17 ciudades y una villa las que concurrieron, las cuales continuaron solamente constituyendo las Cortes de Castilla, Burgos, León, Granada, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén y Toledo, cabezas de Reino; Zamora, Toro, Soria; Valladolid, Salamanca, Segovia, Avila, Guadalaja­ra y Cuenca, cabezas de provincia, y la villa de Madrid. Después se concedió por los Reyes representación al Rei­no de Galicia y á las ciudades de Oviedo y Palencia. La Ciudad de Soria llevaba la voz de las de Osma, Sigüenza y Tarazona.

Es digno de notarse que en las Cortes de Valladolid de 1506, y en otras antes y después, los Concejos con voto en Cortes se opusieron a que el Rey extendiese este privilegio de la representación a otros del Reino, y en las de Burgos de 1512 se comprometió el Rey Católico á, acceder a esta pretensión egoísta, no concediendo ese derecho á ninguna otra ciudad ni villa que las que entonces lo disfrutaban.

Llegamos, al fin, al momento histórico en el que las comunidades castellanas, aunque decadentes, se unieron para resistir las arbitrariedades y vejámenes de la tiranía de la Corona; los antiguos Concejos renacieron y se rejuve­necieron al tremendo grito de la patria, que veía el Tesoro desangrado para empresas extrañas á sus interesen, los car­gos públicos en manos de los extranjeros, y sus libertades y costumbres políticas avasalladas por la férrea voluntad de un déspota mal aconsejado. La lucha era inevitable, eran dos principios antagónicos que se hallaban frente a frente, y el choque era necesario; de una parte estaba la tradición, el derecho y ]ajusticia; de otra, la fuerza y la violencia. Dadas estas premisas, fácil es hallar, en conse­cuencia de parte, de quién ha de estar la victoria. La fuer­za arrolló la justicia, y la violencia se sobrepuso al dere­cho tradicional. Carlos I, al notar la resistencia que á sus proyectos le oponían las comunidades de Castilla, ó sean los Concejos confederados y armados, se atrajo á la noble­za, la eterna enemiga de las municipalidades, y contando con ella los provocó á la lucha porque sabía que suya era la victoria; y la jornada infausta de Villalar, el 23 de Abril de 1521, constituye la losa sepulcral, pero gloriosa, que cubre las cenizas de las Venerandas Municipales de Casti­lla, de esa Castilla que si fue el primer estado de España; también fue la primera víctima inmolada al brutal y ex­tranjero cesarismo, cuya omnipotencia fue ya indisputa­ble y omnímodamente soberana, (1) siendo ya los Ayun­tamientos no más que instrumentos del poder real, sin atribuciones, sin significación ni intervención alguna en el organismo político nacional.
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(1) Lo mismo sucedió con la Liga de la Unión aragonesa, que fué de­rrotada en la famosa batalla (le Epila por las huestes reales de Pedro IV el Cererzonioso, 1318. Casi al propio tiempo que en Castilla las comuni­dades, la guerra civil de las Germanías conmovió el Reino de Valencia con motivo de la tradicional enemiga entre el pueblo y la nobleza, que, auxiliada por las tropas reales, hizo también sucumbir á los agermana­dos, consolidándose así más y más en España el despotismo de la Dinas­tía Austriaca.
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Así pereció esta institución, que, fue el corazón y el cerebro de Castilla, cuyos límites, ha ensanchado y con­quistado palmo á palmo á costa, de la sangre de sus milicias, que constantemente habían sido fieles al trono, y has­ta su amparo, defendiéndole repetidas veces de la desapo­derada nobleza; y ahora, ya prepotente la realeza, se apoyó en ésta para derrocar las históricas cuanto venerandas, mu­nicipalidades- de Castilla.

Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, los corregido­res y regidores de los Concejos continuaron siendo funcionarios reales y la administración municipal estuvo centra­lizada en el Consejo de Castilla, de tal forma, que á este alto Cuerpo confirió Carlos I la facultad de redactar las ordenanzas de los Concejos, viniendo á anular por com­pleto hasta la iniciativa de los Ayuntamientos, en los que carecía de genuina representación el elemento popular; así que la, decadencia de la institución fue visible y la penu­ria del Tesoro fue tal, que los oficios concejiles se vendieron en pública subasta; y para acrecer estos ingresos, Felipe II aumentó las plazas a venta de regidores, contra lo que representaron las Cortes de Córdoba de 1570 y las de Ma­drid de 1573 por ir á parar estos oficios á los nobles y mercaderes ricos, dando en vano el Rey el derecho de tan­teo á los Ayuntamientos; remedio tardío, porque la insti­tución estaba ya muerta hacía tiempo por la absorción asfixiante de la corona; y tal fue el desbarajuste y la in­moralidad en este. ramo, que aun antes de vacar los corre­gimientos se sacaban á subasta, concediéndose las famosas cartas espectativas. ¡A tan degradante estado habían llega­do los antiguos cuanto históricos Concejos de Castilla!

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