martes, agosto 05, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (2) Caballada de Atienza

A mí me enloquece la historia. En mi tierra tenemos ¡tanta, tantí­sima historia! Soy de Toledo. Pero la de Atienza es muy bo­nita.

-Sabrá usted entonces qué es eso de la Caballada. –

¡Ya lo creo! Vengo todos los años a ella, en Pentecostés. Es una fiesta preciosa, con muchas danzas y ceremonias, y con muchas comilonas también, aunque no para mí, que en­gordo sin saber por qué. Preciosa, sí. La organiza la cofradía de la Santísima Trinidad, que era la de los antiguos recue­ros agremiados. Resulta que un grupo de estos recueros, en 1162, libró de las garras de su tío Fernando II de León (y us­ted perdone) al niño que habría de ser Alfonso VIII. El rey leonés, apoyado por los Castro, tenía puesto sitio a Atienza, guardada entonces por los Lara. El rey niño estaba aquí, y para librarlo de los sitiadores, los recueros, con la disculpa de que iban a su comercio, salieron con el niño oculto por esa puerta que habrá visto usted que llaman de Salida. Le diré, entre paréntesis, que eso de Salida es una corrupción posterior. En realidad, el nombre de la puerta era Salada, a causa de una fuente salobre situada en las proximidades. El barrio de esa puerta era entonces uno de los más populosos de Atienza, y a él correspondía la iglesia de San Bartolomé, conocida como iglesia del Cristo de Atienza. Pero esto no hace al caso. Pues bueno, cuando llegaban a la ermita de la Virgen de la Estrella, los recueros vieron que se les acercaba al galope una tropa de los sitiadores. Imagínese el susto, al suponer, como así era, que iban tras ellos. Entonces, ¿qué hacen? Pues entran en la ermita, sacan al pórtico la imagen de la Virgen y empiezan a bailar una danza morisca en su honor. Los soldados, entretenidos por la danza y creyendo que era una costumbre del gremio, ni se dieron cuenta de que los recueros más veloces, a galope tendido, escapaban con la criatura. Parece una película del oeste, ¿verdad? En
siete jornadas llegaron a Ávila y entregaron el niño a sus tu­tores, los Lara.

En este momento entra el fondista con la cena de don Juan. Trae un vaso, mediado, de leche y dos huevos pasados por agua.

-¿Me puedo poner a su mesa? pregunta. -Con mucho gusto.

-¡Ay, gracias! No me gusta nada estar solo.

Contemplado por Molinero, don Juan se concentra, casca uno de los huevos y comprueba, complacido, el grado de flui­dez con que el contenido se desliza en la leche. Sonríe Moli­nero. Ya es seguro que han quedado a su gusto, cosa que confirma al verter el segundo. Echa dos cucharaditas de azú­car y revuelve muy sonoramente la mezcla. Sin dejar de re­volver, explica:

-Es mi cena de siempre en Atienza. Me chiflan los huevos pasados por agua. Claro que -ahora en voz confidencia ­nadie los deja tan a punto como mi mamá, con quien vivo en Guadalajara; porque yo, gracias a Dios, solterito. ¿Es usted casado?

---Un poco. Bueno, quiero decir que no tengo más que un chico, lo cual no es estar muy casado.

-¡Ay qué gracia! ¡Un poco casado! Nunca había oído decir eso. Que yo recuerde, esa figura legal no la trae el có­digo civil, ni el canónico tampoco.

Molinero me pone en la mesa dos huevos fritos. Don Juan empieza a mojar pan en su combinación, y los de La Almunia de Doña Godina, que lo miran compadecidos como si estu­viera tomando un purgante, para neutralizar el mal efecto que debe de producirles la triste escena, se echan al cuerpo un vaso de vino de Cogolludo.

-Pues con este Alfonso VIII, que era agradecido, Atienza creció mucho. Aquí se labraban paños y cordobanes, había caldererías y ferreterías, ceramistas..., de todo. Y en Atien­za posó varias veces don Alfonso, algunas con su mujer, doña Leonor de Inglaterra, hermana de Ricardo Corazón de León, como usted sabe.

Don Juan moja y revuelve con gran avidez. Sigue:

-Atienza tiene mucha historia, mucha. Por aquí anduvie­ron personajes muy importantes de todos los siglos, entre ellos aquellos dos horribles hermanos del pobre Alfonso X el Sabio, que si hubiera sido santo, como su padre, a estas horas sería el patrón de nuestro oficio; hablo de aquel don Felipe, que colgó el báculo y los ornamentos abaciales de Covarrubias para intrigar contra su hermano el rey, a veces (da dolor decirlo) aliado con los moros de Granada. El otro era don Enrique, de quien se habla mucho en la crónica de Fernando IV. Menudo trabajo dio a la nobilísima doña María de Molina, que era una verdadera mártir. Al final, la pobre, no tuvo más remedio que darle la gobernación del reino; y entre otros lugares, recibió Atienza como heredad. Le llama­ban el Senador, a causa de sus andanzas por Roma, y de él dice la crónica de Fernando IV, con toda la razón, que era gran bolliciador». ¡Qué bonita palabra! A mí, el castellano antiguo me trastorna.

Concluido el pan, el abogado bebe los restos de la mezcla. Al poco llega Molinero y le sirve una manzana, y a mí, una naranja.

-Pues en 1305 (los abogados tenemos mucha memoria para las fechas, ¡aviados estaríamos si no la tuviéramos, con toda la legislación que se produce! ), reinando el mismo Fer­nando IV, cayó enfermo y murió aquí el odiado judío Si­muel, muy privado del rey, a quien acompañaba al retorno de unas vistas con el rey de Aragón. «Pesó mucho al rey», dice la crónica, «pero plugo mucho a todos los de la tierra». ¿Ha visto usted qué preciosidad de lenguaje? ¿Ha leído usted las crónicas antiguas? ¡Oh, son verdaderos tesoros! Yo, bue­no, puesto ante una crónica, me olvido de todo, y me es­taría sobre un pie una semana, sin comer, sin dormir ni nada.

-¿Qué entiende usted por «ni nada»?

-¡Ay, qué preguntas más malas hace usted!, !qué malas!

El abogado, gimoteando unas risas contenidas y bombar­deándome con miradas breves, empieza a pelar la manzana poniéndola a la altura de la nariz.

-Atienza es villa de fidelidades -prosigue-. Bien lo de­mostró con la Caballada, y lo confirmaría con Pedro I, el calumniado Pedro I, frente al bastardo Enrique, que era un hombre terrible y dio Atienza, y también Calatañazor y Al­mazán,-a aquel Beltrán Duguesclin, un salteador a sueldo que puso de lugarteniente a un escudero que no sé si se llamaba Trouchette o Tronchette, pues de las dos maneras se ve es­crito, una sanguijuela que dejó a los atienzanos sin un mara­vedí. Atienza padeció mucho en el siglo xv con las guerras de los infantes de Aragón, hijos de don Fernando de Ante­quera y hermanos de doña María, la esposa de Juan II de Castilla. A causa de estas guerras, Juan II y don Alvaro de Luna la tuvieron cercada sesenta días, intentando, inútilmen­te por cierto, arrojar de aquí a la guarnición navarra. Total, que al retirarse, los castellanos habían incendiado y destrui­do barrios enteros. Después de otros dos sitios, pasó de nue­vo a Castilla, en 1456 (esto es muy fácil de recordar: cuatro, cinco y seis), pero despoblada, con los bosques talados, lo cual arruinó tierras, originó barrancas, empedregó vegas fer­tilísimas y dejó a los de la villa sin leña ni caza. Después de todo esto, Atienza ya no volvería a levantarse.

-Le agradezco mucho este curso de historia que me está dando. Sabe usted mucho.

-¡Qué va, Dios mío! No hago más que repetir lo que dice nuestro gran historiador don Francisco Layna Serrano, con alguna que otra cosilla que he ido picando por ahí, sobre todo en las crónicas. Lo mío es el derecho civil y el procesal. La historia es mi hobby, como dicen ahora.

Ramón Carnicer. Gracias y desgracias de Castilla la Vieja. pp.51-54

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