martes, agosto 05, 2008

Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Ramón Carnicer (3) Diferencias entre León y Catilla

-Bueno, ahora voy a contestar a tu pregunta sobre lo que diferencia a León y Castilla. Me haré la ilusión de que estamos otra vez en el instituto, pero seré bre­ve, para que vayas pronto a dormir. La unión definiti­va entre los dos reinos se produce, como sabes, en la persona de Fernando III. Hijo de Alfonso IX de León y de doña Berenguela, su segunda esposa (hija a su vez de Alfonso VIII de Castilla), Fernando, leonés educado en León para ser su rey, lo fue primero de Castilla cuando a la muerte de su tío Enrique I fue proclama­da doña Berenguela, que renunció en seguida en favor de Fernando. Trece años después, en 1230, muere Al­fonso IX, y tras la renuncia de Sancha y Dulce, hijas del primer matrimonio de este, en cuyo favor había testado, Fernando III pasó a ser rey de León también y acometió sus grandes campañas andaluzas, iniciadas antes como rey de Castilla. Este rey, si bien respetó los fueros locales, concedió como ley general, a las ciudades ganadas por él en Andalucía y Murcia, el ro­manizado Fuero Juzgo de los visigodos o Fuero de los Jueces de León, contra la conciencia jurídica de los castellanos, que rechazándolo sistemáticamente y rom­piendo así con lo hispanorromano y lo hispanovisigodo, habían alumbrado un nuevo derecho a base de las sen­tencias de sus jueces.

Volviendo al principio, la llegada de Fernando III al trono castellano fue puro azar, y este mismo azar determinó que ello acaeciera antes de su ascenso al que le era propio, el de León. De aquí que en la enu­meración de sus dominios figurara primero Castilla y después León. Si los hechos se hubieran producido a la inversa, en lugar de rey de Castilla (con Toledo y el País Vasco) y León (con Asturias, Galicia y Extrema­dura) y los etcéteras posteriores, habría sido rey de León, de Castilla, etc., cosa más concorde con la his­toria, puesto que antes fue reino el primero que la segunda, y también con la realidad, porque unidos los dos reinos fue mayor la influencia leonesa que la cas­tellana. Así, las glorias y los males de los reinos ya unidos, que por simplificación generalizada irían re­duciéndose al nombre de Castilla, con la consecuencia de llamar castellanos a todos los súbditos del rey, se habrían atribuido con más justicia y verdad (sobre todo los males) a León.

Lo que fundamentalmente diferenciaba a León y Castilla era lo siguiente: León era un reino aristocrá­tico, señorial, unitario. Precisamente contra su unita­rismo se rebeló el condado de Castilla, la primera co­munidad peninsular que en términos actuales podría llamarse separatista. Castilla, en cambio, era popular, comunera, federal. En Castilla se vivía en régimen fo­ral, con arreglo a un sistema de usos y costumbres que nada tenían que ver con el unitarismo y centralismo leonés. Los vascos, que siempre habían mirado con re­celo el carácter feudal de Navarra -a fin de cuentas más próxima a ellos en raza y lenguaje- comprendie­ron, al unirse a Castilla, que el modo de ser y las ins­tituciones democráticas de los castellanos ofrecían ma­yores garantías para el mantenimiento de las propias; y no se equivocaron, porque Castilla se atuvo fielmente a lo pactado. En lugar de privilegios señoriales, había en Castilla pequeñas comunidades diferenciadas por sus fueros, como acabo de decir. Frente a las prerroga­tivas de la aristocracia leonesa, en Castilla todos eran iguales ante la ley. Quizá la institución más interesante de los castellanos sea la Comunidad de Ciudad (o Villa) y Tierra (las aldeas), de las que te hablé esta tarde. Las más importantes eran las de Ávila, Segovia y Soria, con más de ciento cincuenta pueblos cada una. Pues bien, todas ellas decaen a partir de Fernando III y van perdiendo entidad hasta su supresión en 1837. A las diferencias dichas, ha de añadirse esta otra: el gran poder de la Iglesia en la monarquía neogótica de León frente al laicismo de los castellanos, creyentes, sí, pero con unos obispos y clérigos atenidos exclusivamente a su función religiosa.

Hoy, en que parece no estar de moda, sobre todo en las regiones autonomistas peninsulares, se atribuye a Castilla el unitarismo hispánico, cuando lo unitario fue una característica de los leoneses, ilusionados siempre con rehacer el reino visigodo. Confirma en parte tales diferencias el hecho de que los mozárabes, supervivien­tes de la mentalidad visigoda en el sur, cuando hubie­ron de emigrar hacia el norte lo hicieron sobre todo a los dominios leoneses, mientras que las zonas de ex­pansión castellana abiertas por la reconquista se re­poblaban con cántabros y vascos. En Castilla, distante y aun abandonada del poder central leonés, enzarzada en larga lucha con los moros y forzada a una vida en modo alguno muelle, creció desde sus orígenes la li­bertad interior, favorecida por la carencia de grandes señores y de siervos y por el escaso poder del clero. Sus condes, que gracias a aquella distancia tuvieron gran libertad de acción, supieron atraerse la adhesión de los pobladores, de cuyo espíritu y apetencias eran testigos inmediatos. A lo largo de dos siglos, el ix y el x, los castellanos tomaron conciencia de su empuje colectivo y constituyeron una comunidad verdadera­mente libre.

También suele hablarse, en la periferia, del impe­rialismo castellano, consecuencia de su supuesto unita­rismo. La verdad es que los imperialistas eran nuestros paisanos los leoneses. Huellas bien manifiestas de ello quedan en el hecho de que en la conquista y coloniza­ción de América, y antes en la del sur peninsular, así como en la gobernación de los Austrias, abundan sobre todo los nombres de origen leonés. Muchos de los actuales latifundistas andaluces, que claman al cielo cuan­do se habla de reforma agraria, descienden de leoneses. En cuanto al centralismo, otro de los pecados atribui­dos hoy a los castellanos, diré que Castilla nunca fue centralista. Su Corte, incluso después de constituir uni­dad con León, siempre fue trashumante.

A Castilla se le achaca a veces la destrucción de España, pero lo cierto es que España destruyó a Castilla. Nada queda apenas de sus instituciones ni de la deci­sión y seguridad pretérita. ¿Qué beneficios obtuvo Cas­tilla del imperialismo que le atribuyen los catalanes, los vascos de hoy y los gallegos? ¿Dónde están las rique­zas que arrebató a la periferia y las que capturó más allá de la geografía peninsular? Castilla, como dice Sánchez Albornoz, no aplastó las libertades de unos ni de otros, y si impuso su lengua fue por el peso especí­fico de sus ingenios, creadores de la primera y más importante literatura peninsular. Los vascos llegaron con sus fueros hasta mediados del siglo xix, renaci­dos en parte con el concierto económico del actual, de­rogado en dos de sus provincias durante la guerra civil. Los gallegos no tenían libertad ninguna que per­der, porque siempre habían estado sometidos a sus obispos, abades y nobles, y después, hasta el siglo xx también, a los caciques, que tanto tú como yo hemos visto mangonear, y aún puede que sigan mangoneando. Y si Cataluña, tras unirse al Archiduque, perdió sus fueros (lo recuerda también Sánchez Albornoz), no fue por obra de Castilla, sino de Felipe V, que con su «De­creto de Nueva Planta» la incorporó, con Valencia y Aragón, también desposeídos de los suyos, a la monar­quía unitaria y centralizadora de los Borbones. Sin que deba olvidarse que antes y dentro de la corona orien­tal, Cataluña había apoyado la política centralista e im­perialista de los sucesores de Ramón Berenguer IV. Porque Pedro IV, entre otros, superó a todos los reyes peninsulares en la realización de tal política. Y cuando en definitiva es, «bien que se deshace entre las manos y en fin [el oro y la plata] es tesoro de duendes que se torna en carbones», como decía en el siglo xvi Juan de Mal Lara, recordado por Américo Castro, quien re­cuerda también este otro dicho del converso Herrando del Pulgar: «que para enriquecerse uno en breve tiem­po, eran menester dos pocos y dos muchos: poca ver­güenza y poca conciencia; mucha codicia y mucha dili­gencia». Pero vete tú con estas ideas a los desarrollis­tas y los consumistas de hoy, obsesionados por esa gente que rige el Mercado Común y se pasa meses y meses discutiendo sobre el precio de los tomates, las cebollas y otras hortalizas.

En fin, puede que esté generalizando excesivamente, pues sé muy bien lo difícil que es definir una comuni­dad humana, aunque ahora esté intentándolo sólo en parte. Pero hay algo en que la generalización ha de ser­me permitida. Esta: de las viejas e históricas persona­lidades regionales, Castilla es la única cuyos hombres no se jactan de pertenecer a ella. Piensa en catalanes, vascos, navarros, asturianos, aragoneses, andaluces, ga­llegos y no sé si también valencianos, mallorquines y canarios. Todos ellos se envanecen de su condición re­gional. Se creen el ombligo del mundo y los favoritos de los dioses (los andaluces, por ejemplo, dicen que aquella es la tierra de María Santísima). Los castella­nos no sienten tan pueril vanidad, salvo algún que otro majadero o componente de una fuerza viva local, lo cual no quiere decir que abominen de su tierra, ni mu­chísimo menos. Los únicos que se envanecen de ser castellanos, sin serlo realmente, son los de Valladolid, que además tienen un periódico titulado «El Norte de Castilla», sorprendente arbitrariedad contra la idea por todos aceptada de los puntos cardinales y contra la di­visión regional que en mis tiempos, y en los tuyos tam­bién, se explicaba en las escuelas.

Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp.106-111

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