Gracia y desgracias de Castilla la Vieja
Ramón Carnicer.
Plaza y Janés. Barcelona 1976
Este libro es la narración de un viaje realizado entre febrero y noviembre de 1973. El viajero, dentro de los vagos contornos en que suele inscribirse Castilla, ha intentado recorrer Castilla la Vieja, tomando como base las seis provin¬cias que tradicionalmente se vienen incluyendo en ella. Ha prestado más atención a las villas y aldeas que a las capitales, y ha puesto pie, por distintos motivos, en esta o la otra parte de las provincias limítrofes.
La razón principal del viaje fue la sospecha de que eran infundados muchos de tos tópicos sobre aquella región; unos, geográficos (Castilla como tierra llana); otros, espirituales (creados en particular por la Generación del 98); otros, políticos (imposición por parte de Castilla de ciertos moldes al conjunto peninsular); etcétera.
El viajero ha tratado de acercarse al pasado de Castilla la Vieja siguiendo las líneas discontinuas y a menudo trun¬cadas que desde ese pasado han llegado a nosotros. Para ello, ha leído viejos y nuevos papeles, ha evocado sombras lejanas y se ha puesto en contacto, en las seis etapas de su viaje, con la gracia -en el más alto sentido- de su geografía y sus gentes y ha percibido la soledad, el abandono y el olvido -las desgracias, en suma- abatidas sobre gran parte de esta región.
Aunque en él entre la historia, este no es un libro de historia, ni en él se hácen exaltaciones retóricas, impropias de una región tan ajena a la retórica como es Castilla la Vieja. Este es un libro de viajes, con las licencias que todo viajero tiene para dialogar y para reflexionar sobre lo que 1e sale al paso. Es, o puede ser tal vez, testimonio de una situación, acerca de la cual el viajero no quiere sentenciar ni vaticinar, ni tampoco entonar un réquiem, cosas que acaso pueda hacer el lector, si su paciencia le permite dar cabo a la lectura de este libro.
Barcelona, diciembre de 1975
La idea espantadiza de algunos catalanes respecto de la geografía castellana procede en buena parte, como en el resto de la periferia peninsular, de viejos errores acerca de lo que ha de entenderse por Castilla. De aquí que los gallegos crean hallarse en ella cuando pasan el puerto del Manzanal, poco antes de Astorga, lo mismo que los andaluces en cuanto dejan atrás Despeñaperros. En el caso de los catalanes, estimula aquella idea la visión de una parte muy considerable del sur de la provincia de Zaragoza (con un entrante en la de Teruel), por donde corre el ferrocarril de Madrid que utiliza ahora el viajero, el 2 de febrero de 1973. De nada vale, al paso por Caspe, pensar en San Vicente Ferrer, gran productor de milagros, gran predicador y misionero, especialista en bautismos multitudinarios de moros y judíos y fautor del acceso de los Trastámara a la Corona de Aragón, hecho que despierta duras nostalgias en los eruditos barceloneses usuarios de esta línea. Allá queda el adusto cerro del Compromiso para dar paso a un mundo lunar donde sitúan los arqueólogos la acrópolis de Azaila. Es natural que aquellos catalanes se es¬panten cuando al abandonar los límites de su región, bien cuidada, frondosa y oreada por el Mediterráneo, se encuentran con esta tierra que parece haber sido expoliada por una cuadrilla de bandoleros y sembrada de sal. Más allá, con la presencia continua del Ebro, las cosas empiezan a mejorar, y pasada Velilla, sin preocuparle demasiado si la cam¬pana de su torre suena o no suena sola como en tiempos en que anunció el Saco de Roma, la muerte de don Juan de Austria, la pérdida de la flota de Nueva España y otros sucesos, el viajero se aproxima al término de su viaje: Zaragoza.
Ramón Carnicer.Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. P.13
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