Las Comunidades de Villa y Tierra eran repúblicas populares que, dentro del reino de Castilla, poseían los atributos de los estados autónomos de una federación. Castilla, el viejo reino de Castilla, era, a grandes rasgos, un estado federal, un conjunto de comunidades autónomas.
La Comunidad tenía soberanía y jurisdicción sobre un territorio muy variable que comprendía varios pueblos (a veces más de cien y aun de doscientos), teniendo cada aldea, a su vez, una cierta autonomía local y vida propia dentro de la Comunidad.
El poder emanaba del pueblo y era ejercido en el Concejo de la aldea o de la Comunidad. Alcaldes y regidores son de elección democrática. Los concejos son abiertos, y en ellos participa todo hijo de vecino, cuando son convocados a campana tañida y repicada, en el pórtico exterior de la iglesia y a la sombra de viejos olmos plantados junto a ella.
La Tierra (así se llama el territorio comunero fuera de la villa o ciudad cabeza) está dividida en distritos administrativos que abarcan varios pueblos. Estos distritos se llaman sexmos, ochavos, cuartos o quintos, según hemos señalado anteriormente. Cada uno de ellos nombra sus procuradores-representantes en el Concejo de la Comunidad.
Las Comunidades tienen fuero y jurisdicción únicos para todo el territorio. Los ciudadanos son todos iguales en derechos.
Las fuentes naturales de producción son patrimonio de la Comunidad, principalmente los bosques, aguas, pastos, dehesas ... coexistiendo, con esa propiedad colectiva, la propiedad privada de casa y tierras de labor y huertas. Era también de propiedad colectiva el subsuelo – minas y canteras – y, en muchas ocasiones, ciertas industrias de interés general como fraguas, molinos y otras.
Como el suelo es propiedad de la Comunidad, ésta puede repoblarlo haciendo surgir nuevas aldeas. Estas aldeas se extienden por la Tierra de una Comunidad, y sus alcaldes sólo pueden juzgar en causas menores; para asuntos de mayor importancia están el concejo comunero y los jueces de la Villa, quienes deciden, teniendo poder incluso para condenar a la pena capital, en las circunstancias especificadas en los Fueros.
La suprema autoridad del estado castellano residía en el Rey, que debía ejercerla con sujeción a los Fueros. La justicia correspondía al Monarca, pero en suprema instancia y con arreglo al “fuero de la Tierra” respectiva. Los reyes debían juzgar los Fueros; bastando para ello el juramento de los Fueros de cualquiera de las Comunidades. Las demás, por su parte, se aprestaban a acudir al rey para que les confirmara en su fueros, usos y privilegios. Recordemos, por ejemplo, cómo la propia reina Isabel la Católica bajó desde el Alcázar a la Iglesia segoviana de San Miguel, lugar donde se reunía el concejo de la Ciudad y Tierra, para jurar allí los fueros de esa Comunidad y, en ellos, los de Castilla en general; siendo, tras este requisito, proclamada reina de Castilla.
Las Comunidades poseían ejércitos con enseña propia y capitanes designados por ellas; milicias concejiles que seguían el pendón propio del Concejo. Naturalmente que el jefe supremo de los ejércitos era el Rey, a cuyas órdenes, o de la persona en quien delegara su mando, actuaban los capitanes de las milicias concejiles. Muy importante fue el papel de las mismas en la lucha de la Reconquista y destacado el que desempeñaron en aquella decisiva batalla de las Navas de Tolosa y conquistas andaluzas. Por último, los Concejos tenían una ciudad o villa como capital: centro jurídico - administrativo, económico y social de la Tierra.
Sánchez Albornoz, en repetidos textos, ha escrito también con su característica brillantez, la grandeza histórica de la Extremadura castellana y de sus comunidades concejiles: “La repoblación de entre Duero y Tajo – dice – facilitó el nacimiento de una red fortísima de pequeños y grandes Concejos que se dividieron toda esa basta zona, no menos extensa que la comprendida entre el Duero y las Sierras cantábricas. Las comunidades contrapesaron la potencia económica y política de los magnates y de la clerecía; los núcleos urbanos que les sirvieron de centro vital fueron cada vez más populosos y se hallaron al frente de extensísimos términos municipales, poblados de aldeas; y ningún señorío del Reino se les pudo equiparar en población y en fuerza militar y económica ni logró organizar una milicia capaz de acometer las aventuras heroicas que llevaron a cabo, hasta en Andalucía. En Castilla esa apretada red de grandes concejos vino a sumar nuevas y poderosas masas de hombres libres y propietarios a los que habían surgido al norte del Duero a raíz de la primera repoblación de los siglos IX y X. Y así se constituyó una extraña comunidad histórica alzada sobre una amplia base democrática, un pueblo único en Europa y en España. Sí, también en España. León tenía el terrible peso muerto de la Galicia señorial y el señorío había triunfado, así mismo, en Asturias y hasta en los llanos leoneses situados al norte del Duero. En Aragón, las zonas comuneras no lograron superar a las zonas señoriales en que las masas labradoras se hallaban en condición servil. Y en la Cataluña feudal era aún menor que en Aragón la población no sojuzgada por la dura garra de los señoríos laicos y eclesiásticos. Sólo el País Vasco, tan unido a Castilla por lazos de sangre y de historia, se hallaba, también, organizado democráticamente”.
Inocente García de Andrés
Socio fundador de tierra CASTELLANA
Miembro fundador de Comunidad Castellana.
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