Confidencias de un amoral
Aunque encabezo con este título el relato que sigue, en el fondo, no estoy convencido de que yo sea un amoral. Porque, si la moralidad es una cualidad de las acciones humanas que las hace buenas, ¿qué de malo tienen mis sentimientos, mis proyectos y mis realidades que no sólo concuerdan con el orden jurídico sino también con los más estrictos dictados de mi conciencia? Por otro lado también parece tener razón Fernando Pessoa cuando dice que «El derecho a vivir y a triunfar se conquista hoy (lo escribe hacia el primer tercio de este siglo) con los mismos procedimientos con que se conquista el internamiento en un manicomio: la incapacidad de pensar, la amoralidad y la hiperescitación». También pensé el título Confidencias de un sinvergüenza, pero lo quité también porque realmente yo no era, no soy un sinvergüenza y sí acaso un vividor. Pero no, un vividor, tampoco. O al menos en la acepción más conocida de la persona que se busca la vida sin escrúpulos. Me considero como un ser trabajador que busca la manera de ganarse la vida. Con escasa fortuna desde luego. Pues mientras mis antiguos compañeros de estudios habían encontrado en su mayoría acomodo yo no acertaba a «colocarme» con el consiguiente quebranto moral y económico. Los hay que provenientes del sindicato vertical o incluso de la misma Falange habían tenido acceso a las cúpulas de todos los partidos y que bastantes de ellos habían paladeado ya las mieles de los ministerios, las direcciones generales o los gobiernos civiles, amén de otras poltronas apetitosas en los más diversos organismos públicos y privados del Estado. Y yo sin comerme todavía una rosca. Sin un mínimo curriculum que llevarme a la boca, rebasados ya con creces los treinta tacos. Cierta noche y mientras vagabundeaba por el Madrid de Galdós me topé de sopetón con un antiguo compañero en la facultad de derecho. Celebramos ambos el encuentro después de no habernos visto desde hacía varios años y acudimos a festejarlo al primer bar que hallamos a mano. Después de un rato de charla en la que nos pusimos al corriente de nuestras respectivas andanzas por la vida, mi excompañero de facultad me dijo que era casi seguro que le nombraran gobernador civil de una provincia todavía sin determinar y que si esto sucedía iba a necesitar una persona de mis características para desempeñar su secretaría particular. Luego me amplió algunos detalles e incluso alguna que otra confidencia relativa a su amistad con el ministro del Interior. Yo escuchaba con atención y procuré mostrarme en todo momento prudente. Al cabo de un buen rato y tras varias rondas de copas quedó claro que yo estaba a su entera disposición. Insistí en invitarle pero no lo consintió. Quedamos en vernos a la mañana siguiente. Me sentí otra persona. Nos despedimos y yo me dirigí a mi pensión, a mi modesta pensión de la calle Valverde. Por el camino iba pensando si sería verdad, si todo aquello no era pura broma. Mi amigo no tenía fama de serio precisamente. Quizás yo había entrado fácilmente al trapo, sirviendo de entretenimiento a aquel caradura con tan pocos escrúpulos. Al llegar a la pensión mi patrona me recordó una vez más mis atrasos en el pago. Y una vez más tuve que excusarme, en este caso con más sólidos argumentos. Dormí aquella noche poco y mal. Y cuando a la mañana siguiente, después de la creciente angustia que supuso la espera, mi amigo me confirmó el puesto me quedé como insensibilizado, como sumido en un vacío inmenso. Tomamos un tentempié de cierta consistencia y me dio las primeras instrucciones en un tono ya que marcaba su nivel de jefe. Iríamos a Segovia. Y a Segovia vinimos. Y en Segovia estamos. No era Segovia una provincia conflictiva, comparada con otras de Cataluña o del país vasco. No se le pedían por tanto a mi jefe acciones brillantes que por otro lado tampoco eran necesarias. Solo cubrir el expediente. Segovia es una provincia con apenas 150.000 habitantes, menos que cualquier barrio de una gran capital. Gentes hospitalarias acostumbradas a decir siempre que sí, al menos en las últimas décadas. Pero una mañana cambió algo. Se recibió una comunicación de Madrid pidiéndonos información sobre un tema al que, la verdad sea dicha, no habíamos prestado demasiada importancia. Se estaba configurando el mapa autonómico español y precisamente en Segovia se mostraban ciertas reticencias. El gobernador me encomendó realizar un dossier y comencé mi trabajo recabando información de diversas fuentes. En un principio nadie sabía, en realidad, de qué iba la cosa. En los medios políticos sólo me dijeron naderías o insignificancias. De los funcionarios obtuve poco más o menos lo mismo habida cuenta de que éstos carecían de antecedentes del pasado de esta ciudad y provincia. Alguien me apuntó, no obstante, la conveniencia de que hablara con cierto historiador local, buen conocedor de todo lo tocante no solo a Segovia, sino también al país castellano. Y así fue como tuve la ocasión de enterarme de unos antecedentes que jamás hubiera sospechado como, por ejemplo que con la palabra Castilla se expresaba un conjunto de falsedades muy distinto de la realidad; que el pueblo castellano era principal víctima del centralismo del Estado moderno; que la vocación castellana es fundamentalmente humanista y el sentido de su vida profundamente igualitario; que Castilla ha sido desnaturalizada por el régimen señorial, por el estado moderno, por el centralismo y el absolutismo de unos y de otros; que en esta hora de articular España en comunidades autónomas Castilla debería ocupar un lugar igual y digno a las demás comunidades en proceso de constitución y que ya desde principios de este siglo hubo precedentes para el establecimiento de la comunidad de Castilla o «Mancomunidad Castellana», con un estatuto que con toda probabilidad se hubiese aprobado en septiembre u octubre de 1936, de no haber sido por el estadillo de aquél mismo año que paralizó totalmente el proyecto. Me contó también que las provincias leonesas, por su parte, estaban interesadas en su propia comunidad o mancomunidad y con el correspondiente estatuto, de la misma manera paralizado como consecuencia del pronunciamiento del 36. Estaba claro que a mi informante le interesaba el tema y no rehuía entrar en
ciertos aspectos que él me exponía con profusión de detalles. Así me dio cuenta de cómo se habían producido movimientos de protesta últimamente en diferentes ciudades de León y de Castilla (principalmente en Segovia, Guadalajara, Burgos, León y Zamora); Movimientos populares contrarios a los falsos entes que se querían constituir de Castilla-La Mancha y Castilla-León y en pro de sus respectivas identidades históricas y culturales. El centralismo político dominante propiciaba, por otra parte, el desmembramiento en cinco partes de Castilla (las dos anteriormente citadas más Madrid, La Rioja y Cantabria) con lo cual se caminaba hacia un genocidio sin precedentes y precisamente amparado por la recién instaurada democracia. Luego y refiriéndose más concretamente al movimiento segregacionista de Segovia, Burgos y León mi comunicante me aclaró que, siendo el hibrido castellano-leonés la negación por antonomasia tanto de Castilla como de León y habiéndose negado la autonomía de la región castellana por separado de la leonesa, en estas ciudades se estaban propiciando autonomías uniprovinciales como medio de escapar al cepo de nuevos centralismos inventados. Por lo que a Segovia se refería y dadas las especiales características históricas de este territorio (sobre el que se asienta una buena parte de la actual provincia madrileña) los segovianos, en ejercicio de su derecho iban a solicitar el inicio de su proceso para constituirse en provincia castellana autónoma que siempre estaría abierta a su futura unión con otras igualmente castellanas. De esta suerte a los segovianos no les mandarían desde el previsible centralismo provinciano de Valladolid, más pernicioso que el de Madrid. De tener que transcribir aquí todavía las numerosas cosas que el historiador segoviano me dijo, es claro que me excedería demasiado. Sólo diré que me sentí profundamente impresionado con cuanto me dijo y que me emocioné al despedirme. Sin embargo, ésta no era mi guerra. Me limité a redactar lo más concisamente posible mi informe, lo adobé con algunas impresiones personales y se lo pasé al gobernador. Cuando lo hubo estudiado me dijo: «Buen trabajo, te felicito». «Gracias». -Le respondí. Pocos días después alguien nos invitó a mi jefe y a mí (junto con medio centenar de personas más) a una merienda en
un pueblo serrano, cercano a la capital. Resultó aquella una reunión informal de personajes de distinto pelaje ideológico bastante divertida. En cuanto se advirtió la presencia de mi jefe todo el mundo suscitó el tema de la autonomía de Segovia como algo chusco, como una necedad tan gorda que propiciaba el hazmereir de toda aquella gente capitalina cuyas miras estaban muy por encima de las razones de los segovianos. Mi jefe tuvo que sortear con habilidad semejante aluvión de dardos que ocasionalmente le convertían en blanco improvisado. Cuando hubo salido del trance me dijo en un aparte: «Estos no entienden el problema» que, por supuesto tampoco era el nuestro. En los meses que siguieron hubo cierta efervescencia en Segovia y su provincia. Fracasó la iniciativa autonómica propiciada desde Madrid y la inmensa mayoría de los municipios segovianos se pronunciaron por la autonomía uniprovincial y en contra de la integración de Segovia en el ente de Castilla-León. Mas fue precisa una ley orgánica de las Cortes Españolas para «meter» a la fuerza y contra la voluntad popular a los segovianos en el citado ente. Acción esta constitucionalmente nula pues, al fracasar en Segovia tal iniciativa autonómicas, tendrá que haberse disuelto el citado ente y repetirse el proceso pasados cinco años. Mas, cuando comentaba esta injusticia camino de la periferia algún tiempo después con mi compañero de tren (un catedrático de la Universidad de Santiago) viajando yo hacia mi nuevo destino en una ciudad de la periferia, éste me dijo poco más o menos que a los segovianos les había Pasado, en cierto modo, algo parecido a los irlandeses: «En Irlanda se produjeron dos hechos irónicos y significativos. El pueblo irlandés se enorgullece de ser ciegamente fiel a sus tradiciones nacionales y a la Santa Sede. La mayoría de los irlandeses consideran que la fidelidad a estas dos tradiciones es su cardinal artículo de fe. Pero lo cierto es que los ingleses llegaron a Irlanda ante las reiteradas peticiones de un rey irlandés y, es necesario decirlo, sin demasiado entusiasmo por su parte, sin consentimiento de su propio rey, pero amparados por la bula de Adriano IV y por una carta papal de Alejandro. Desembarcaron en la costa oriental con setecientos hombres, una banda de aventureros contra una nación; fueron aceptados por algunas tribus indígenas, y, antes de un año, el rey de Inglaterra, Enrique II, celebraba gozosamente la Navidad en la ciudad de Dublín». Y continuó: «Además, tenemos el hecho de que la unión parlamentaria no fue legislada en Westminster, sino en Dublín por un parlamento elegido con el voto del pueblo irlandés, un parlamento corrompido y minado con gran astucia por los agentes del primer ministro inglés, pero que no dejaba de ser un parlamento irlandés» (1). Mi compañero de viaje se extendió luego en otras consideraciones en tanto que el mar cantábrico comenzó a divisarse a lo lejos. Lucía un sol espléndido. La verdura del paisaje se mostraba en toda su plenitud. Mi jefe llegaría por avión al día siguiente. Nos esperaba una nueva vida.
Marzo 89
(1) Estas palabras son en realidad de James Joyce.
Carlos Arnanz Ruiz .Relatos de la desesperanza. Madrid. Tierra de Fuego .1983. pags 25-30
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