Guía de Castilla la Vieja
Dionisio Ridruejo
Ediciones Destino 1973,1974
PRÓLOGO
Una dificultad material
La composición de este libro, que, en definitiva, es simple y de pocas pretensiones, ha pasado por algunas dificultades nacidas de un doble problema de límites. Se trata, claro es, de un libro de encargo que ha de encuadrarse en una serie editorial cuyas características conoce el lector: una Guía de España desarrollada por regiones, cada una de las cuales había de caber en un volumen densamente ilustrado, lo que reduciría el texto, en el caso de mayor holgura, a tres centenares de folios. Estrecho límite, sin duda, para un tema abundante. Imposible más que estrecho cuando el autor (como hice yo en mi primera tentativa) pretende no privarse de la digresión ensayística, de una cierta morosidad en la descripción de paisajes y ambientes, de introducir en el retrato una cierta cantidad de datos geológicos, económicos, históricos, sociales, psicológicos y artísticos, sin contar otros de carácter práctico que pudieran convenir a la comodidad del viajero. Así resultó que no había salido de Santander (por donde empezaba y empieza nuestro viaje) y ya rondaba el límite que antes de salir de Burgos remontaba los quinientos folios. Hubo que empezar de nuevo, no sin muchas cavilaciones, y, aunque los editores tuvieron finalmente la generosidad de concederme doble espacio, el resultado ha sido la sombra de una sombra. Espero, sin embargo, que baste para orientar al que, con ánimo curioso, se ponga en carretera para conocer el cuerpo real y complejo que dicha sombra evoca.
Regiones y pueblos
El otro problema de límites es un poco más grave: no se trata de nuestro libro, sino de su mismo objeto. El concepto de región pertenece a la llamada Geografía física y por lo tanto resulta forzado cuando se le aplica a la Geografía histórica o política, cuyas unidades se han constituido casi siempre en un proceso de desarrollo espacial que excluye la obediencia a un "hábitat" homogéneo y determinante. En España, sólo Galicia y hasta cierto punto Navarra han alcanzado personalidad de pueblo sin desbordar los límites de una región geográficamente definida. Las montañas gallegas eran ya viejas cuando el resto de la Península y buena parte de Europa yacían bajo las aguas. Navarra quedó cortada en el siglo XII por los dos mastines históricos (Castilla y Aragón) que ella misma había coronado. Los otros pueblos peninsulares se hicieron por corrimiento de fronteras primero y luego por incorporación de regiones y poblaciones dotadas de personalidad peculiar. Buscar, por lo tanto, la identidad "regional" de cualquiera de ellos significa desandar los pasos de su historia y, hasta cierto punto, perder de vista el sujeto que se persigue.
Castilla sin límites
En el caso de Castilla esta dificultades son extremas, pues ningún otro pueblo peninsular se resiste tanto a la idea del "hábitat" (fijo, sedentario, estable) ni sugiere tan vivamente la de un dinamismo sin riberas. El dinamismo de un grupo que se entrena en situaciones extremadas de pobreza y acoso y que, rompiendo todo cerco, acaba por perder el gusto (y la razón) de la tierra por la que ha combatido para alejarse más y más, sin otro límite posible que el del agotamiento. Esto parece ser la Historia de Castilla cuando se simplifica: una serie continua de conquistas y poblaciones a partir del grupo complejo que se constituyó a la defensiva en un rincón exterior de la montaña nórdica y que incluso hubo de replegarse a la montaña interior, para salir, acrecentado, a ocupar el norte de la Meseta desde los páramos de Amaya a los montes de Oca. Después, por el Pisuerga y por la sierra oriental abajo, hasta el Arlanzón y el Arlanza. Luego hasta el Duero y hasta las faldas del Guadarrama, sin dejar de internarse por La Rioja. Más tarde hasta la frontera Bética. Luego aun (enriquecedoramente) por Al Andalus, por toda la depresión del Guadalquivir y las altas montañas que otean el África. Y por América.
El dinamismo castellano
Cuando todo eso se recapitula esquemáticamente se tiene la sensación de un desplazamiento en masa, de un verdadero corrimiento de la nacionalidad, aun si se compara, no ya con los pueblos "cortados" del medievo español, sino con el pueblo paralelo dinámico y expansivo: el catalán-aragonés, cuyos avances dan la sensación de estar hechos "desde casa" y para volver, con seguridad y riqueza mayor, al "hábitat" originario. De donde resultará que el ente político generado por los dos (España) dará la ilusión de ser la pura consecuencia de la salida de madre del dinamismo castellano, olvidando la parte que en todo ello tuvo el cálculo del rey aragonés metido ya, a través de Italia, en el laberinto de la gran política europea. Desde luego fueron los castellanos los que terminaron por verlo así y ello explica que Castilla fuera lo más absorbido y desustanciado por la España siguiente que, en muchos aspectos, parece heredar ese desasosiego expansivo, ese encontrarse mal en su cuerpo y en su límite que ya sugería la vividura castellana.
La Castilla regional
La Historia puede, sin embargo, escribirse desde diversos puntos de vista y no cabe duda de que, con todo lo dicho (historia política) esa Castilla con los límites en corrimiento sucesivo fue también (historia social) la habitación de un estrato de pueblo que fecundaba sus tierras e imponía a la hidalguesca pasión expansiva un contrapunto de urbana o campesina laboriosidad y de ensimismamiento sedentario. Ésta es la otra Castilla, que podría responder a las acusaciones hechas a la primera con el argumento que Unamuno oponía a aquel amigo suyo, criollo de América, cuando le hablaba en Salamanca de las tropelías que en tierras incas hicieron sus antepasados (los del poeta vasco). A lo que el Rector respondió: “Querrá usted decir los suyos, porque los míos fueron los que se quedaron aquí”. Hubo, claro es, una Castilla que se quedó y es ésa, sobre poco más o menos, la que nos vamos a encontrar nosotros. Que aquella Castilla fue fundamentalmente alterada por la segunda no puede dudarse. Pero nuestro problema es ahora cómo encontrarla.
Cuestiones litigiosas
En la práctica hemos resuelto la dificultad por acomodación a los mapas escolares y a la división administrativa vigente. Castilla la Vieja será para nosotros el compuesto de seis provincias; las que inventaron, con mayor o menor acomodo a las realidades geo-históricas, los legisladores de 1833: Santander, Burgos, Logroño, Soria, Segovia y Ávila. Sin duda este tamaño discrepa en más o en menos de cualquiera de las Castillas históricas que hemos conocido. La primerísima no era más que un rincón, una chica comarca respaldada por una región natural. La posterior o condal no comprendía La Rioja y solamente tenía algunas bases en Segovia y Ávila. A la real de los primeros años de Fernando I o de Sancho el Castellano, le faltaba un buen trozo por el norte. La de Alfonso VI, que abarcaba ya las seis provincias actuales, excede ese tamaño con la incorporación del reino de Toledo y aparece, por otra parte, estrechamente fundida con León. La de Alfonso VIII (único rey particular de Castilla desde la coronación hasta la muerte) llega hasta Cuenca y Jaén. Por supuesto, cada una de esas Castilla, salvo la primerísima, son plurirregionales y ya veremos en nuestro recorrido las enormes diferencias de fisonomía y ambiente que separan la Castilla montañesa y marítima, la riojana o ribereña, las de Burgos y Soria a un lado y otro del formidable espinazo Ibérico, y las Carpetanas del fortísimo Sistema Central. Pero las mayores y más importantes renuncias a la exactitud estarán en el lado de occidente. La unión de Castilla y León no se hizo matrimonialmente y sin confusión como la de Aragón y Cataluña. Las tierras de Valladolid y Palencia y parte de las de Salamanca y Zamora pueden testificarlo. Habiendo sido políticamente leonesas en tanto duró la clara diferenciación de los dos reinos, eran y se sentirían luego culturalmente castellanas. “Villa por villa, Valladolid en Castilla”, reza el mote. Nadie le discutirá el nombre de castellano a un hidalgo de Dueñas, de Herrera de Pisuerga o de Aguilar de Campoo. ¿Hubiera sido posible discutirle a Unamuno su castellanía de adopción viviendo en Salamanca? Y aun hemos oído proclamarse castellanos a los labradores de los campos góticos en las cercanías de Toro. Sólo al llegar cerca de la capital leonesa a la vista de las montañas podemos leer un cartel indicador que dice: “A Castilla”, lo que indica que las diferencias nacionales no se extinguen fácilmente en Iberia. Pero ¿quién dibujará con exactitud los linderos de esas nacionalidades internas en casos como el que señalamos? Dificultades menos evidentes, pero también considerables, no dejarán de presentársenos al deslindar los campos entre Álava y Castilla la Vieja, o, en el interior de La Rioja, entre Navarra, Castilla y Aragón. O en Soria con relación a Aragón y a la Alcarria de Castilla la Nueva. O, con relación a ambas Castillas, en el Guadarrama, que es engañoso, pues las montañas pueden ser fronteras pero no dejan de ser países por donde se confunde lo que se separa.
La sociedad castellana
En términos generales podemos decir que la Castilla por la que vamos a movernos coincide, sobre poco más o menos, con las tierras cubiertas por la expansión pobladora del grupo primitivo sobre tierras casi vacías, con incorporación mínima de poblaciones extrañas que generalmente serían residuo de las poblaciones primitivas. Hace excepción el rincón riojano y algunas comarcas sorianas, segovianas y abulenses vecinas de los reinos árabes de Zaragoza y Toledo. Es un principio que, en cambio, no diferencia nuestra Castilla de las tierras leonesas que la continúan y que habían recibido menos población mozárabe que el León indiscutible. En general, podemos decir que por occidente Castilla llega hasta donde empieza la arquitectura de esa influencia y hacia el sudeste hacia donde empieza el mudéjar. Para contar las piezas mozárabes que hay en el interior de Castilla sobran los dedos de una mano, y , aunque el mudéjar es algo más rico y abundante, tampoco puede pasar por estilo específicamente castellano de la Castilla vieja. Anotemos al vuelo que en esas exclusiones estilísticas Castilla la Vieja no se distingue de los señoríos vascos y de Navarra, ni de Galicia, ni de la Cataluña vieja. Todos esos países forman, con el cogollo astur y el Aragón pirenaico, la orla nunca directamente arabizada de la Península Ibérica.
La nota del corrimiento de una población fundida concede a Castilla la Vieja una considerable homogeneidad social que, naturalmente, se expresó en sus manifestaciones culturales privativas, aunque ya hemos dejado indicado que la Castilla que salió de sus límites no dejaría de reobrar profundamente sobre la que quedó encerrada en ellos. No hubo, en principio, en la Castilla poblada por la expansión del núcleo norteño originario, la división entre cristianos nuevos y cristianos viejos, que se haría obsesiva y crearía nuevas estructuras sociales en los puntos antes indicados y sobre todo en las Castillas nueva y novísima: Toledo, La Mancha, Andalucía y Murcia. A mayor abundamiento, la Castilla originaria había generado una sociedad guerrera que, por sus peculiares condiciones, no permitiría la sujeción a la tierra de una densa población servil, y por el contrario, garantizaría a la población labradora (arrastrada a la empresa de población) una gran movilidad, una constante oportunidad de ascenso por el servicio de armas y unas instituciones forales de mucha liberalidad, que eran las únicas que podían hacer atractivos la ocupación y el laboreo de las tierras amenazadas. No hay duda de que cuando los grupos guerreros fueron tomando tierras e incorporando pueblos hacia el mediodía, las relaciones sociales se hicieron otras y el nuevo talante señorial hubo de revertir sobre los antiguos solares con merma progresiva de las instituciones originarias. Pero, a pesar de ello, las diferencias son todavía sensibles entre las dos mesetas, tanto por lo que se refiere a las estructuras de propiedad como a las consecuencias psicológicas y al estilo de vida que de ellas se deducen.No tendremos tiempo para detenernos suficientemente en la consideración del proceso histórico castellano, pero convendrá, para la mejor comprensión de las evocaciones que irán surgiendo a lo largo de nuestro viaje, contar sus pasos y tratar de fijar con alguna exactitud los espacios sucesivos de su despliegue territorial.
La Castilla del Ebro y La Montaña
Castilla nació en tierra de cántabros y ocupando solamente una parte de esa tierra. El "hábitat" cantábrico llegaba por el sur a los páramos de Amaya y a los montes de Oca, por el oeste, hasta el Sella montañés y por el este hasta cerca del Nervión. La Castilla primitiva se detiene por el oeste en La Liébana (que fue leonesa) y por el este en el confín de la Trasmiera, dejando fuera las Encartaciones, que fueron y son vizcaínas. Al sur no pasaba de los altos contrafuertes cantábricos, salvo en la rinconada por donde ensaya el Ebro sus primeros pasos, entre los montes Obarenes y la Trasmiera santanderina. En este trozo los límites a oriente debieron de ser vagos, aunque las sierras alavesas imponían los de Castilla y Álava por donde tiempo atrás estuvieron los de cántabros y autrigones. Las Bardulias (en plural) incluían tierras alavesas y las del actual norte burgalés. Mencionada en singular, Bardulia parece haber sido propiamente la comarca de Miranda de Ebro, donde en tiempos remotos, anteriores a la purga sangrienta que Leovigildo impuso a La Montaña, parecen haberse refugiado algunos bárdulos guipuzcoanos hostigados por los vascones del Pirineo. La primera vez que el nombre de Castilla aparece sustituyendo al de Bardulia es en el 800, en el acto de fundación de una iglesia situada en las proximidades de Bercedo, cerca del valle de Mena. Se trata todavía de un nombre local y fronterizo, pero por extensión debemos considerar Castilla primitiva a la Trasmiera cantábrica tanto como a los valles exteriores: Peñas al Mar y Peñas a Castilla, según se llamarían siglos después al organizarse las milicias con el Bastón de Laredo como centro regidor. Y también a las que en el futuro se llamarán Asturias de Santillana y a los bordes del páramo que pasan por debajo del Campoo. Todos estos espacios dependían de la monarquía asturiana, pero desde los primeros tiempos fueron gobernados con alguna independencia. Sabido es que el llamado duque de Cantabria, Pedro, constituyó en La Liébana un núcleo resistente, gemelo al que Pelayo había constituido al otro lado de los Picos de Europa, una vez que los árabes expugnaron Amaya. De los dos hijos del duque, uno pasó a reinar en Oviedo, iniciando la serie de los Alfonsos, y el otro, llamado Favila como el malogrado primogénito de Pelayo, quedó como legado en la marca oriental. Dos pueblos bien diferenciados, aunque unidos por el elemento cultural celta que es el primer aglutinante de las tribus del norte occidental de España, habitaban los dos países que juntan y separan los Picos de Europa. Ambos poco romanizados y poco cristianizados. Los efectivos hispanorromanos y visigóticos (éstos sobre todo) que se refugiaron en las montañas del norte después de la victoria musulmana engrosaron cuando Alfonso, aprovechando la sublevación de los bereberes, saqueó una vasta extensión de tierras, hasta más allá del Tajo, dejando, según dice la Crónica, yermas y despobladas las tierras de la Meseta hasta la línea del Duero. La Crónica consigna que en esos tiempos fueron repoblados La Liébana, Primorias, Trasmiera, Soporta, Carranza y las Bardulias. Alguno de esos pueblos se identifica en Galicia. Otros corresponden a las montañas de Santander y Vizcaya, y el último dijimos donde para. Ese pasaje, que el doctor González Echegaray considera agudamente como el acta de defunción de la autonomía del pueblo cántabro, puede considerarse también como el acta de nacimiento de la futura sociedad castellana.
Cántabros y castellanos viejos
Schulten, el historiador de la resistencia cántabro-astur contra Roma, calcula que después de la purga de Leovigildo quedaban 160.000 habitantes en Cantabria. No sabemos con exactitud en qué proporción incrementaron los diversos grupos refugiados esa sociedad. El historiador Sánchez Albornoz se inclina a creer en el predominio numérico de los visigodos, lo que se corresponde con el hecho de que éstos se constituyeron en clase dirigente, circunstancia acaso abultada por un prurito de pureza que, hasta en Quevedo, identifica a los nobles con los godos. Entre los personajes que suenan en las contadas alusiones que conceden las crónicas a los acontecimientos de la Marca, los nombres góticos predominan sin duda. Pero no falta algún nombre romano, como el de Laínez (Flavinius), al que la leyenda presenta, en unión de Nuño Rasura, como juez electo de Castilla. Cabe pensar que también los caudillos tribales de la primitiva Cantabria pasarían a formar parte de la casta guerrera dominante. Durante casi siglo y medio esta sociedad compleja tuvo tiempo para fundirse y también para templarse. La economía de La Montaña era muy pobre. Mientras los cántabros se mantuvieron autónomos dispusieron de recursos limitadísimos: practicaban una agricultura reducida, a cargo generalmente de las mujeres y apenas conocían la domesticación del ganado. La harina de bellotas, el cerdo y la cabra eran sus medios de subsistencia. Tenían lino para tejer y lúpulo para hacer cerveza con algunos cereales pobres. No eran navegantes. Eran caballeros diestros y su ocupación principal fue la guerra de pillaje sobre los llanos de los vacceos, en la cual tenían como competidores a los montañeses de León y a los celtíberos del Sistema Ibérico. Los nuevos pobladores llevaron a La Montaña otros usos y técnicas y una organización política proclive a la urbanización y más compleja que el gens céltico; pero, con todo, el programa de los proto-castellanos no diferiría del de los cántabros más que en el nivel cultural, pues, como éstos, habían de pasar la vida defendiéndose de las aceifas árabes (que entraban casi siempre por La Rioja) y replicándolas en expediciones de punición y saqueo sobre las poblaciones islamizadas. La capa social exclusivamente laboriosa había de ser muy delgada y la guerrera innumerable, acuñándose ya la imagen del guerrero-labrador o del villano-caballero que los trabajos ulteriores de población habían de fijar como la del castellano más frecuente. No hay, sin embargo, que exagerar sobre el democratismo de esta sociedad, impuesto por acortamiento de distancias gracias a la estrechez del territorio y a la constancia de la lucha. La estructura fue estamental y jerárquica desde los primeros momentos. La crónicas nos hablan siempre de un número relativamente reducido de familias que, dirigiendo las comarcas pobladas, obtienen los "onores" señoriales de la corte de Asturias o León y pugnan por hacer irrevocables y hereditarias sus funciones dominicales. En épocas más tardías estos caudillos engendrarán la estirpe de los grandes que impondrán en Castilla un régimen señorial de enorme prepotencia.
Castellanos y vascos
La importante para la caracterización de esta Castilla primitiva es su estrecha convivencia con la sociedad de los tres señoríos vascos que, sobre poco más o menos, ocupaban los "hábitats" de autrigones, várdulos y carisios. La estrecha vecindad y la mucha comunicación entre la Trasmiera montañesa y las Encartaciones vizcaínas no hay que ponderarla. La interacción durará largamente, como lo demuestran las terribles luchas señoriales que en los siglos XIV y XV ensangrentaron una y otra región y la estrecha asociación en que, desde antes, vivieron los puertos montañeses, vizcaínos y guipuzcoanos, todos los cuales componían la marina de Castilla. No fue menos estrecha la relación entre alaveses y castellanos viejos. De ella principalmente parece haber nacido el romance particular castellano, afectado por la fonética vasca. Los señoríos de la Vasconia occidental cultivaron, como los castellanos, un vivo celo independentista o particularista, consideraron las escaramuzas contra el Islam como un ejercicio profesional lucrativo y necesario ("ganarse el pan" llamará todavía a la lidia el Cid Campeador), y unos y otros tuvieron el mismo horizonte expansivo. El independentismo de los vascos se estimuló con la vecindad de los señoríos carolingios de ultrafrontera y más tarde con las aspiraciones anexionistas de los vascones de Navarra. Tanto en la población de la parte oriental de Burgos (donde hay muchos vascos, basconcillos y vizcaínos en la toponimia) como en La Rioja disputada a los navarros, castellanos y vascos estuvieron estrechamente asociados. En la batalla de Hacinas, librada por Fernán González en el siglo X, figura al frente de sus huestes don Lope el Vizcaíno,
"bien rico de manzanas, pobre de pan y vino".
Es el noble cabecero de la estirpe de los López de Haro, señores de Vizcaya, que ejercerían en la Castilla futura un dominio dilatado. Otro tanto puede decirse de algunas estirpes alavesas: Zúñigas, Mendozas o Guevaras. El habla vasca, que queda detrás de la castellana, no entró en Castilla la Vieja ni en La Montaña o se apagó pronto, si es que el idioma cántabro era de su familia. El castellano, en cambio, penetró en los cenobios y en los castillos vascongados, tanto en los de occidente como en los del Pirineo, y quizá por allí encontró su camino hacia Aragón.
Caracteres distintivos
Aparte de aquel habla neológica, diferenciada del romance más generalizado que hablaban leoneses, gallegos, aragoneses y mozárabes (lengua aquella que parecía ruda y cómica a la nobleza leonesa, lo que hizo distanciarse orgullosamente de ella a la nobleza castellana), presenta la primera sociedad de Castilla otros caracteres que ha sintetizado muy bien su gran explorador, el historiador Menéndez Pidal. Es una mentalidad al mismo tiempo tradicionalista y realista o empírica, que se expresa en las normas jurídicas actuadas por usos y por casos célebres en los juicios "por fazañas", con desprecio de los ordenamientos e instituciones del Fuero Juzgo leonés, quemado solemnemente en Burgos a la altura del siglo X. Otro carácter, relacionado con el anterior, sería la moderación imaginativa, reacia a las idealizaciones y apegada a los hechos, que se manifiesta en una épica de extraordinario valor historiográfico y en una lírica que se vence más del lado de la jocundidad que de la estilización. A todo esto habrá que añadir un personalismo vigoroso, desbordado, a veces social, que es carácter muy generalizado en todos los pueblos de la Península, pero que acaso alcance en los personajes castellanos una intensidad particularmente celosa, que no es de extrañar si se considera que la ecuación pobreza-hidalguía (tan enormemente tensora) fue el producto social más generalizado en la aventura castellana.
La Castilla burgalesa o precondal
El segundo paso o la segunda fase en la constitución de Castilla consiste en la población de las tierras dejadas yermas por Alfonso I entre el Ebro y el Duero. Es un paso que confina a nuestro sujeto, con pocos desbordamientos, en el área actual de la provincia de Burgos. Los castillos del Reino de Asturias que dieron nombre a la Marca, se situaban (como veremos en su lugar) en los portillos de los Obarenes y en las hondas hoces del río Ibérico. El paso de Pancorbo, que hoy nos parece la puerta septentrional de Castilla, era entonces su puerta meridional. De la Meseta no ocupaba Castilla más que algún relieve parameño levantado en su orla. Las fortalezas del Emirato se extendían, en cambio, a lo largo del Duero, adelantándose alguna (como la de Carazo) hacia los ríos medios de Burgos. Es probable que quedaran en las montañas arévacos y pelendones agazapados, pero, en general, las tierras entre los dos ríos conocerían poca labor y escasa vivienda, porque el riesgo era grande para la poca renta. Sobre estas tierras, que hoy no parecen demasiado codiciables, comenzaron a extenderse de norte a sur los grupos castellanos, estimulados por el régimen de "pressura" o pura ocupación que garantizaba el título dominical. Ya hemos dicho que en la población (que, al parecer, fue multipolar) se destacan buen número de condes que representaban la máxima jerarquía confirmada en Oviedo. Pero había otros señores medios y chicos, así como grupos de labradores y comunidades de monjes, empeñados en la misma empresa y quizá organizados ya en régimen de behetría (que establecía la relación señorial-servil en una forma electiva y condicionada) o en régimen municipal protegido por los fueros. El primer modelo conocido de éstos (esencialmente contractual) es el de Brañosera, el pueblecito del alto Pisuerga que ocuparon los montañeses de Malacoria con su conde Munio a la cabeza hacia el 824. En este segundo espacio, en el que cristalizaría la Castilla condal autónoma, se mantuvo la población norteña, libre ya de apreturas pero no de sobresaltos, durante otro siglo y medio. La población comienza a tomar vuelos hacia la mitad del siglo IX, en los tiempos de Alfonso III (el primer reconquistador de gran ámbito), que envía a su deudo Rodrigo como conde de la Marca para contener las oleadas que el Emirato de Córdoba enviaba sobre los portillos del norte. Rodrigo repuebla Amaya, no muy lejos de donde Munio había poblado Brañosera. La empresa de población se sigue en la generación posterior y está concluida en el 912, que es cuando los descendientes de Munio bajan desde Castrojeriz a Roa, junto al Duero; el conde de Lara ocupa Haza, Clunia y San Esteban de Gormaz, y el conde de Cerezo baja por la sierra hasta Osma de Soria. Pero apenas si es posible pasar de ahí en todo el siglo siguiente, que es el del Califato, y luego (lindando el milenario) el de Almanzor.
La Castilla de Fernán González
En los años centrales del siglo X se dan cuatro factores que aconsejan y permiten al conde Fernán González de Lara acometer la empresa de la unificación castellana y convertir a Castilla en condado autónomo y hereditario; en cuasi-reino. El primero es la homogeneidad y diferenciación de la sociedad acrisolada en La Montaña en estrecho contacto con los grupos vascos. La segunda es la debilidad que imponen a la monarquía neo-visigótica de León las peculiaridades turbulentas de sus procesos sucesorios, que se traducen con frecuencia en crisis terribles. Fernán González conoció en sus días no menos de cinco reyes leoneses y en todas las crisis sucesorias tuvo ocasión de intervenir, en competencia con la reina Toda de Navarra (personaje fabuloso) y del califa cordobés que era, de hecho, el señor supremo de las Españas. Los otros dos factores acabamos de aludirlos. Uno fue el auge de la monarquía navarra, nueva estrella del norte cristiano cuando a la dinastía de los Arista (particularistas y aliados a los árabes aragoneses) sucede la de los García Jimeno, orientados a la reconquista. El otro fue el imperio y la intensa presión que Córdoba (desentendida del Oriente Medio y concentrada en Iberia) ejercía sobre todos los reinos peninsulares después de unificar férreamente su campo. Esta presión y la debilidad de la corte leonesa permitieron al conde de Castilla (título que nominal y sucesivamente habían usado los Porcelos, los Ansúrez, los Muños y otros varios nobles castellanos, sin que ello tuviera verdaderas consecuencias políticas) afirmarse en los territorios de Burgos, La Montaña y Álava como verdadero soberano. Por otra parte, la situación exigía, como en los tiempos de conde Rodrigo, la unidad de mando en los castillos de la Marca. El propio Califato no estaba interesado en oponerse a lo que, en definitiva, venía a recortar el poder leonés y otro tanto le pasaba a Navarra, para quien era provechoso, pues sería un pequeño cojinete entre sus fronteras y las del reino cristiano predominante. León, Pamplona y Córdoba habían de coincidir, sin embargo, en desear una Castilla reducida. Ramiro II de León (el único rey grande que convivió con Fernán González) opuso un límite a la expansión del condado por las tierras llanas del Duero instalando a la familia Ansúrez en el condado de Monzón, que decidiría el carácter ambivalente (castellano-leonés) del espacio vallisoletano. Los navarros consolidaron su conquista de La Rioja, propiciada por el rey de León Ordoño II contra la voluntad de los condes castellanos y vascos que aspiraban a poseerla. El Califato haría inseguras las plazas del Duero y peligrosas las poblaciones emprendidas sobre las sierras segovianas.
Esta Castilla condal fue foralista en grado sumo. Las libertades municipales fueron reforzadas en La Montaña y en Castilla la Vieja con la institución de las Merindades. El merino, legado de los condes y luego de los reyes, traduciría, en el nombre y en las funciones, la figura romana del major-locis. Parece ser que Fernán González apoyó su obra principalmente sobre los hidalgos pobres y caballeros villanos (que las exigencias de la presión árabe obligaban a multiplicar), así como sobre los señoríos abaciales y los alfoces, tierras y villas de fuero. Sin embargo, la expansión del poder de un conde particular dentro de la monarquía asturiana no dejaba de representar un precedente para la constitución de aquel feudalismo informal y tardío que, con sus antagonismos sangrientos y su prepotencia arbitraria, alteraría en épocas futuras el carácter comunalista de la sociedad castellana.
Navarra sobre Castilla
Al final de la época condal, pasado el milenario, va a conocer Castilla (y tras ella León) una novedad decisiva con la entrada en juego de la dinastía navarra. Como es sabido, la previsora política de enlaces de la corte de Pamplona, iniciada en grande por la reina Toda Aznar y seguida por los sucesivos Sanchos y Garcías, pone en manos de Sancho el Mayor el condado autónomo de Castilla y los condados aragoneses. Sancho el Mayor es la figura cumbre de su siglo. Apoyado en sus posesiones de Gascuña y Aquitania, influyente en León y en Cataluña, disipa con su testamento la hipótesis de una España non-nata sobre cuya trayectoria y desarrollo podríamos fantasear a nuestro gusto. En ese testamento, Sancho despoja a la rama principal de su tronco de la investidura castellana y de los eventuales derechos sobre la leonesa, así como de sus señoríos orientales en el Pirinero. Se piensa que ha sido el sentido feudal, patrimonial, de la monarquía de la época el que dictó ese testamento disgregador, que repetirán su hijo Fernando y su tataranieto "el Emperador". Pero hay algo más. Sancho dejó agregadas a Navarra las tierras transpirenaicas de influencia vasca y las castellanas de la misma influencia además de La Rioja. Se diría que el pan-vasquismo, que nos parece de cuño reciente, llegaba ya a la madurez en los proyectos de Sancho y si no tuvo continuación o éxito fue porque el crecimiento del estado franco por una parte y la pujanza de las piezas que dejó sueltas y coronadas en Iberia (Castilla y Aragón) lo harían imposible. La Trasmiera, el rincón de Castilla la Vieja y La Bureba no pudieron ser rescatadas más que en parte por el segundón Fernando (el primer rey de Castilla) a pesar de su triste victoria fratricida sobre el hermano navarro. Fernando se vuelve pronto hacia León y su primer hijo, Sancho el Castellano, le imitará también después de fracasar en la guerra contra sus primogénitos y homónimos de Aragón y Navarra. Será Alfonso VI (llamado insistentemente "el Leonés" por los historiadores castellanistas) el que, tras suceder a Sancho, redondea y dilata el lote de Castilla recobrando no sólo las tierras castellanas del norte, sino La Rioja y los señoríos vascos de occidente, cuya prevención contra la prepotencia navarra venía de lejos. En el período comprendido entre el conde García Sánchez (el de los buenos fueros) y el reinado de Alfonso VI (la época del Cid) se cumple el tercer paso expansivo y constituyente de la Castilla que estamos buscando. Ya hemos dicho que ésta sería al mismo tiempo terminada y excedida por la conquista de Toledo y la confusión con León.
La reacción románica
Tres datos nuevos y de gran importancia aportará la influencia navarra al carácter castellano. El primero se refiere a la expropiación de la lengua (y muy pronto del nombre), pues no hay duda de que fue esta dinastía, que tuvo el romance castellano como lengua materna, quien lo impuso en León, mientras el reconocimiento de Castilla como lote de primogenitura en los sucesivos repartos impone el nombre de Castilla como genérico cada vez que se consuma la reunificación, definitiva ya en los albores del siglo XIII con Fernando III. El segundo no le será exclusivo a Castilla, sino que será elemento de gran fuerza unificadora para toda la Iberia cristiana. La constituyen las reformas culturales iniciadas por Sancho el Navarro y continuadas por sus hijos. Éstas consistían en una concepción más neo-feudal o europea del orden social, con acentuación del poder monárquico y tendencia a la concentración de los señoríos. Por otra parte, consistirá en la introducción de la Orden de Cluny, que trae consigo los modelos románicos de arquitectura y el espíritu románico en general, expresado en los días de Alfonso VI con la sustitución del rito mozárabe por el latino y con una concepción más institucional del Derecho. En general, se trata de una oposición viva (aunque no perfecta) a la enorme influencia oriental que los reinos cristianos hubieron de sufrir en los días de la hegemonía cordobesa y que se reflejó en las costumbres, modos de vestir y otros muchos aspectos de la vida. La tolerancia religiosa del Islam permitió en esas épocas que el mozarabismo fuera horizonte normal para los cristianos del norte. Grandes señores cristianos sirvieron en Córdoba (los Vela de Álava, por ejemplo) y bastaría el mito de Mudarra en la leyenda del Cid para acreditar lo que decimos. El mismo heredero malogrado de Alfonso VI era mestizo. Hoy, cuando empiezan a conocerse las influencias de las canciones mozárabes sobre los más primitivos cancioneros del norte, se tiene un nuevo dato de esa realidad. El romanismo de la casa navarra europeizó, sin duda alguna, los estilos de vida. Esta política de cortafuegos frente a la influencia islámica se hará notar también en el sistema enlaces preferidos por la corte filo-navarra; Alfonso VI da a sus hijas maridos de Borgoña; Alfonso VIII casará con una aquitana, y Fernando III con una princesa de Suabia, quienes traerán en dote al reino de Castilla las nuevas y primores del estilo gótico, tal como podremos comprobarlo en Burgos. La política de Alfonso VI introduce, como contrapartida, el mudejarismo en el ámbito castellano por la asimilación tolerante de grandes minorías moriscas.
El tercer espacio
El tercer espacio castellano (ya orlado de penumbras, como dijimos) lo encontraremos en La Rioja, en la parte más aragonesa de Soria, en Segovia y en Ávila. Salvo el primer caso, la población de esos espacios fue predominantemente norteña, aunque se asimilaron amplios residuos de población aborigen, no más afectada por la última conquista que por las anteriores, y minorías importantes completamente islamizadas o de raza y religión hebraicas.
Evolución social
Dijimos al paso que la ampliación del campo expansivo de Castilla determinaría no pocas novedades en sus estructuras internas, especialmente por el crecimiento de poder de la alta clase señorial. Si esto no se tradujo en opresiones destructoras fue porque, en todo caso, también le quedaba a la población llana el recurso del desplazamiento, con perspectivas de privilegio, sobre las tierras nuevas ocupadas por una población que, siglo tras siglo, había ido cambiando de amo más que de condición y que cada nueva oleada invasora hacía más compleja, puesto que la refundía (en su condición de sometida) con los dominadores de la víspera. También dijimos que sobre esta población los cristianos viejos (incluso villanos) venidos del norte, ascendían al dominio preparando una sociedad mucho menos homogénea, orgánica y nacionalizada que la del norte, si es que por nacionalización entendemos precisamente la fusión social satisfactoria de todos los elementos y no la persistencia separada de dominantes y dominados. Con todo ello se acentuó en la Castilla genuina o norteña aquel plus de dignidad hidalguesca, de relativa tiesura y orgullo que más de una vez sería objeto de sátira. Por otra parte, Castilla vivió, por causa de la anarquía nobiliaria, en guerra civil frecuente; y a esa estrategia del poder señorial (y no a las luchas de reconquista) pertenecen casi todas las fortalezas que encontraremos a nuestro paso. La guerra de bandos empieza con el enfrentamiento xenófobo y anarquizante de los nobles castellanos con el rey Alfonso de Aragón; vuelve en la minoría de Alfonso VII con Castros y Laras; amenaza los últimos años del Rey Sabio; se recrece en la minoría de Alfonso XI, y se hace guerra civil descarada con el enfrentamiento de su primogénito Pedro y su bastardo Enrique. Después de estos los señores tienen el campo libre. Muere el régimen de behetría pocos años después de ser escrito el libro Becerro que las catalogaba.En Castilla la Vieja, el dominio de una sola familia (los Velasco, de Medina de Pomar) serena un tanto las aguas que, sin embargo, serán aún más agitadas antes de que los Reyes Católicos inicien un nuevo período de la historia peninsular.
Evolución económica
Pero lo que importa más es consignar que al enriquecimiento del espacio y a la ampliación de los dominios señoriales correspondió una importantísima transformación (causal y causada) de la estructura económica. Castilla, y en cierto modo León, dejan de ser una constelación de pequeños fundos agrarios para convertirse en cabezas de una enorme riqueza ganadera que fue ganando concentración y privilegios hasta convertirse en una especie de feudalidad trashumante. La raza de ovejas merinas, traída por los árabes, tiene ahora pastos frescos de verano en el norte y otros persistentes y de invierno en el sur: Extremadura, Sierra Morena, Andalucía. De las montañas de León, Soria, Burgos y Segovia bajan los rebaños conquistando fueros sobre los labradores, que comienzan a decaer, salvo, claro es, en los ricos y bastos llanos cerealistas. En tiempos futuros (siglo XVIII) esta economía será criticada incluso con exceso, pues dista de estar claro que una gran parte de Castilla puede ser provechosamente agrícola, especialmente cuando en el sur hay tierras óptimas que pueden cargar con esa parte del programa. En todo caso, la nueva situación crea la economía de la lana y el trigo y, secundariamente, del olivo y la vid, y con todo ello comienza una era mercantil e industrial de gran volumen. Medina (en la medianería castellano-leonesa) se convierte en un gran centro de intercambios. Burgos será la gran metrópoli bursátil y naviera que dirige el comercio exterior. En Soria se fijan las carreterías reales; un amplio sistema de transportes. Segovia ve florecer una urbe industrial que se acerca a los sesenta mil puestos de trabajo. Los puertos de La Montaña (las Cinco Villas del Mar) conocen un intenso movimiento. Pudo constituirse entre el siglo XIV y el XVI una poderosa burguesía castellana, una clase económica densa que hubiera hecho muy otro del que fue, el ulterior proceso de la Historia de España.
Auge y ruina
El reino de Castilla (Castilla-León) pasaba de los diez millones de habitantes y representaba una de las densidades de población altas en Europa. En términos relativos la renta económica era elevada. Impresiona, sin embargo, conocer los dos relatos de viajeros foráneos que, con cincuenta años de distancia, dan dos imágenes de Burgos completamente contrapuestas. El del embajador Andrea Navajero, en el reinado de Carlos I, habla de una ciudad comercial próspera, bullente, habitada por ricos burgueses. El del arquero Cook (de la escolta de Felipe II) presenta una ciudad derrotada y medio vacía en la que todo movimiento ha cesado y donde la ruina se consagra. El auge había sido posible a pesar de traumas tan graves como los desórdenes y enfrentamientos civiles del siglo XV, la expulsión de los judíos o la guerra de las Comunidades. No pudo, en cambio, soportar pruebas como las persecuciones inquisitoriales (cuya gravedad para las relaciones exteriores de la burguesía castellana reza en los textos más expresivos), la infortunada cronicidad de la guerra naval, los gastos enormes del imperio, la inflación y la inversión del sentido de la balanza comercial derivados de la economía metalística fundada en los tesoros de América y, finalmente, la enorme anarquía tributaria y el endeudamiento a alto interés que desbarajustaban la Hacienda del país. Por otra parte, veremos cómo el extenso catálogo monumental que denuncia la prosperidad castellana en las vísperas del Renacimiento, ofrece muchas más veces testimonios de la concentración señorial de poder que del auge y riqueza del patriciado urbano o de la fortaleza comunitaria. Sólo las ciudades marítimas de La Montaña, la ciudad de Segovia y algún que otro pueblo soriano o avilés servirán de excepción.
Sobre el carácter castellano
Como veremos en esta guía (que además se escribe para el viajero y no para el economista o el político, lo que impondrá ciertas prelaciones estéticas), el peregrinaje por Castilla proporciona momentos de una melancolía especial: la que se suele reprochar a los paisajistas del 98 (que eran poetas-testigos y no científicos-reformadores) como si la hubieran puesto ellos donde la encontraron. Es, para decirlo de algún modo, un exceso de pasado: el castillo que no sirve y se arruina; la iglesia enorme que podría albergar cinco veces la población del lugar; las murallas vencidas; los palacios inútiles; los acueductos rotos; los solares desbaratados de las industrias arcaicas. La enorme cantidad de ruinas sin acabar de disolverse, de vida abandonada y sin reponer. Ante todo eso lucharán en nosotros constantemente la pesadumbre del ciudadanos y la maravilla del esteta. Los movimientos de despoblación, de tala, de esquilmo, por los que ha pasado esta tierra se hacen visibles con frecuencia.Sabido es que Castilla, entre el siglo XVI y el XVIII, fue gastando su población y sus recursos en guerras de finalidad un tanto abstracta y que no representaban para ella (como se ha dicho argumentando con el Romancero en la mano) empresas provechosas relacionadas con el vivir cotidiano, como sin duda lo representaron las de la Reconquista y (en otra medida) las de la conquista de América. ¿Afectó todo ello al carácter realista de su vida imaginativa y de sus comportamientos sociales? Cabe pensarlo leyendo la literatura "en clave" del Barroco. Hay que decir, sin embargo, que para entonces los acontecimientos de la historia castellana no tenían ya por escenario ni por centro la Castilla que hemos de visitar. Hasta Alfonso VIII todo sucede aquí. Entre Fernando III y los Reyes Católicos Castilla la Vieja es, en cierto modo, retaguardia, pero todavía tienen importancia política las ciudades de Burgos y León y más aún las de Valladolid, Ávila y Segovia, con desplazamiento frecuente hacia el reino de Toledo y eventualmente a la ciudad de Sevilla. Luego viene Madrid y desde Madrid la monarquía va desecando la sustancia y la personalidad de los antiguos reinos, según conviene al espíritu de la época.
Los dos talantes
Más esquilmado que ninguno, aunque más participante, el de Castilla la Vieja viene a quedar tan periférico como todos los demás. Aquella mayor participación obrará, sin embargo, sobre la conciencia castellana como principio de división según el talante y el punto de vista que esa conciencia adopte. El castellano moderno asume en ciertos casos un orgullo de identificación con lo que pudiéramos llamar la desmesura histórica de España, aceptando la responsabilidad y vanagloriándose de ella. Hace treinta años hemos conocido uno de los momentos triunfales de ese sublimismo nacionalista. Pero hay otro modo de reacción que, con frecuencia, vuelve a imponerse tras de las exaltaciones inútiles y que se cifra en el estilo autocrítico de la reflexión histórico-nacional que los castellanos han hecho, como todos los pueblos de la Península, en la Edad Contemporánea. También Castilla fue elaborando durante todo el siglo XVIII y luego, más retóricamente, durante el XIX, un cierto nacionalismo prudente y de retorno, y, aunque los castellanos nunca han podido o querido cargar sobre los demás las culpas de su insatisfacción, no han dejado de preguntarse (ante el mito de su imperialismo unificador y hegemónico) si no les habría tocado, a fin de cuentas, la peor parte del lote. A veces hemos dicho a los amigos periféricos que se quejan de la castellanización de España o sujeción de las otras naciones a Castilla aludiendo al hecho, bien diverso, del centralismo: "Id a Soria, a Burgos, a Palencia, a Ávila y veréis la gran vida que se dan vuestros explotadores". Si de sacudir yugos se trata, ¿quién lleva el del abandono con mayor pesadumbre que estas provincias desarmadas, que ya en los tiempos en que las visitó Giucciardini pagaban casi todo el gasto de la monarquía y de sus guerras?
Ahora, al peregrinar otra vez por Castilla, hemos visto aquí y allá pueblos que "se cierran", pero también poblaciones que crecen e industrias que se levantan. ¿Empieza a ser (nos preguntamos) el resultado de la interiorización voluntaria de los castellanos en busca de una habitación confortable y duradera? ¿Vuelve el espíritu económico que conocieron, a su nivel, los tejedores de Segovia, los cerealistas de Palencia, los traficantes de Medina, los mercaderes y artífices de Burgos, los carreteros y merineros de Soria, los vinateros y hortelanos de La Rioja, los mineros y armadores de La Montaña? ¿Se trata de una revolución secreta y quizá un poco tardía? Nunca es tarde si la dicha es buena.Las notables reformas que trajo a España el siglo XVIII, con su espíritu económico y sus planes de racionalización y las transformaciones, aún más profundas, del siglo XIX con la desvinculación de los señoríos, la secularización de los bienes eclesiásticos y comunales, la corriente urbanizadora y la inoculación de nuevos sentimientos, se hicieron sentir en Castilla, como en todas partes, sin que, no obstante, pueda hablarse de una conversión radical de la psicología colectiva. Ésta es siempre lenta, especialmente en aquellos rincones donde la Historia no trabaja con brillantez. A nuestro paso encontraremos recuerdos de la Guerra de la Independencia con sus guerrilleros y de la Guerra Carlista con sus facciones. Castilla fue, en general, liberal o cristina por adhesión al centralismo y seguramente data de esta última prueba el visible distanciamiento de los grupos vascos que tanto contribuyeron a la formación de su carácter. De otra parte, hará falta que se rompa la campana neumática de una sociología imaginada desde la retórica, para saber cuánto y de qué modo el empujón de la última Guerra Civil (que reveló una Castilla, en general, muy detenida en su pasado) ha transformado la psicología del país. No sería raro que una prueba como aquélla haya tenido la virtud de distanciar aún más los dos talantes convivientes en ésta y en cualquier otra tierra: el más extenso, pasivo o sedentario y el más superficial, móvil o historificado. Hoy el éxodo campesino, la industrialización incipiente y la fluidez de comunicaciones trabajan sin duda con más vigor que en cualquier otra época por transformar el talante castellano, pero aún falta la posibilidad de traducir tales cambios a la formación de una nueva conciencia.
Variedad geográfica
La población de Castilla sigue viviendo en un medio que impone una gran diversidad de estilos vitales. Sus contrastes fisonómicos son extremos, como en toda la Península y más que en la mayoría de sus países. Castilla es accidentada en toda su extensión. El llano absoluto, la Castilla sin límites, salvo en la parte medio leonesa, es la simplificación poética de una idea recibida que muy raramente verifican los ojos. Cuando en Castilla se sale de La Montaña (supremo accidente dulcificado por el mar) se está en la serranía discontinua del Sistema Ibérico, y cuando éste se nos ha terminado estamos ante las grandes moles del Sistema Central. El resto queda repartido entre las elevaciones secundarias que se desprenden de esos grandes sistemas, con páramos terribles trabajados por la erosión y valles especialmente encantadores, ya que la sorpresa acrecienta y enternece su dulce frescura arbórea como en ningún otro país. Hay también (claro es) altiplanicies, navazos y vegas llanas ribereñas. Los horizontes son, con frecuencia, despejados y los cielos grandes, pero los cambios de paisaje son continuos como en casi toda la Península. Se podría decir que hay un paisaje general dominante (el que se ve en las parte altas) y una numerosa sucesión de paisajes particulares que las montañas y los páramos aplazan para la sorpresa del viajero.
Variedad antropológica
Con los hombres pasa algo parecido. Hemos hablado de la relativa homogeneidad social de Castilla partiendo de su mestizaje originario. Pero no cabe duda que, aun tras un proceso poblador como el que hemos descrito, algo hubo de quedar del sedimento de los grupos originarios preservados en los repliegues de la tierra. También aquí queda por arriba un paisaje general que disimula y no niega las diferencias. Éstas crecen al acercarse. En Soria, los habitantes del valle del Tera son desconfiados e indirectos, mientras los pinariegos son abiertos y fanfarrones y, aunque estén a dos pasos, son escuetos y silenciosos los pastores de Oncala. Los del Llano de Cuéllar no se parecen a los de la hondonada "tibetana" de El Espinar, ni los de Gredos a los del valle de Amblés, ni los de La Lora a los del valle suave del Arlanza, por las vueltas que llevan a Covarrubias. Cualquiera de ellos difiere notablemente de los ciudadanos viejos de Segovia o de los viñadores de La Rioja, y todos juntos de los vaqueros y cazadores, cabuérnigos o pasiegos, de Cantabria. Aquí, en la Castilla que se quedó, todo es diverso, aunque la Castilla histórica haya difundido por sus antiguas tierras una indudable unidad de estilo, cuyo testimonio está en la lengua, en la literatura y en el arte.
El arte castellano
No hay un estilo arquitectónico castellano específico, como no se hable de la casa rural cúbica de tapia o de adobe. Pero sí hay un matiz que opta por lo despojado cuando no se desboca en lo delirante, como sucede con el castizo neo-gótico burgalés de los siglos XV y XVI. La pintura y la escultura son, por lo general, más ricas en patetismo expresivo que en fantasía o sensibilidad. De la literatura ya hemos dicho que pasó de la más fresca simplicidad, atenida a los datos, a las más envueltas y disimuladas volutas del sobreentendido. Una ruda elegancia hecha de renuncias (quizá también de simplificaciones) parece dominar el estilo castellano, no extraño a la ternura, pero constantemente retenido y como puesto en guardia. Un arte y una espiritualidad que no tienen, sin embargo, nada de espiritado o de sublime y que parecen muy unidos a la tierra, aunque esa tierra da poco de sí y no exige ni tolera grandes delectaciones. Un arte que expresa pocas veces una trascendencia, pero casi constantemente una moral, como corresponde a un pueblos que va a gozar y a meditar poco porque va a fundar en la acción su posibilidad de vivir. Un pueblo, si se quiere, dramático que, llevado por su sino, terminó por acentuar su dignidad hasta hacerla parecer su propia caricatura, en la vanagloria amanerada y ceremoniosa que oculta y revela la desecación del hombre interior. Pero un pueblo muy libre también, que engendra en la retaguardia de su acción un extraño "doble" lleno de pudorosa comprensión e irónicamente apiadado de sí mismo (alguien escribirá algún día las historias paralelas de la Castilla y la Inglaterra medievales), como lo entenderá quien no considere extraña a la cepa castellana del Poema del Cid la prosa de Cervantes.
Coda
Y basta ya de generalidades. Vamos a visitar, al vuelo, pero con las detenciones que sean posibles, este espacio total de 50.023 kilómetros cuadrados, con una población de 1.715.000 habitantes, de complicada ficha geológica y etnográfica, ficha económica modesta y de escasa complicación, y fichas histórica y monumental impresionantes, que por desgracia tendremos que ir seleccionando a lo largo de nuestro recorrido.
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