viernes, julio 15, 2011

Avila (José Gutiérrez Solana. La España negra 1920)

AVILA


Nos vamos acercando a Ávila al amanecer; viajan conmigo muchos arrieros y labrado­res; todos hemos bebido en nuestras botas y nos hemos ofrecido mutuamente la co­mida, cortando con nuestras navajas gran­des trozos de tortilla bien empedrada de chorizo y un hermoso queso manchego, al que hemos dado fin. Como la comida ha sido fuerte, no estamos para ver visiones, y aunque llegamos ya a las puertas de Ávila, a ninguno de los que viajamos en este destartalado vagón se ha presentado el espíritu de Teresa de Jesús. A ninguno de estos patanes que dicen tan buenas cosas y que discurren mejor que los académicos de la lengua, que nun­ca discurren nada; esos eruditos que ven flotar el alma de la Santa por la noble y silenciosa ciudad de Ávila, que tiene los mejores y más sanos aires del mundo para ser regalo de los ojos de todo el que sepa sentir y ver.

Después de lavarme la cara en una fuente, subo por la carretera en cuesta; caminan los labriegos envueltos en sus bufandas; son tipos delgadas que van algo encorvados y cabiz­bajos; levantan sus borceguíes nubecillas de polvo de la ca­rretera.

Algún galgo, viéndosele todos los huesos de su cuerpo sar­noso, nos mira un momento muy triste y corre, con el trote parecido al de un caballo, por dirección contraria a la que caminamos; bajan las yuntas de mulas arrastrando los arados por la carretera polvorienta. Las primeras casas del pueblo son muy rústicas; tienen las fachadas de piedras todas desiguales y en pico, con una puerta muy grande; establos convertidos en tabernas; a la puerta hay un grupo de campesinos con gramil.. zajones de cuero, sombrerones con las alas caídas, adornado con dos borlas, embozados en sus mantas a grandes cuadres y unos cuantos con montera de pellejo. En un establo cuelga de la puerta una bacía; dentro, el barbero corta el pelo 5 afeita a unos parroquianos que esperan turno, con sus cayados y varas en la mano; mientras tanto beben vino y almuerzan. Entre estas míseras casas se ven las mansiones fortificadas de nobles castellanos con escudos y pilastras, puertas y medios puntos góticos llenos de estatuas de piedra, descabezadas por las pedreas de los chicos del pueblo; en algunos escudos ve­mos dos manos de guerreros cruzadas, con puñales; en la leyen­da dice:

«Antes morir que manchar mi sangre»

Estas antiguas casa-fuertes abundan mucho, llenase de rejas y de bolas grandes de piedra; sus arcos de puertas y ventanas, que están cegados y tapiados por pedruscos, en cuya junturas ha crecido la hierba y corren lagartijas, denotan que no con­servan más que las fachadas, y por dentro todo es ruina. Lo mismo pasa en los viejos y abandonados palacios de los obis­pos: el viento huracanado que sopla hoy se cuela por los muros, y silba entre los canalones y ojos de las veletas, y hace disminuir y oscilar la luz de las bombillas eléctricas del alum­brado público, que a esta hora aún está encendido.

Pasamos por la plaza del Alcázar, toda rodeada por las murallas; hay aquí unas casas ancianas, con muchos escudos y rejas, convertidas en paradores.

A la puerta hay grandes carros y galeras llenos de cofres y talegos. También hay varias tiendas de vidrieros, tintorerías y alguna confitería; en un gran armario, a la entrada, se ven las colinetas y pasteles. Al lado, una sastrería; en el escaparate tiene una muestra con unos señores muy pequeños, unos con chisteras, sombreros hongos y flexibles; todos estos muñecos están muy derechos y sacando el pecho, como dándoselas de fuertes; los que van a cuerpo, con los guantes y el bastón en la mano; otros llevan capa, abrigos y macferlán; todos están en fila y parecen hablar unos con otros, como si estuvieran de paseo, con movimientos muy petulantes de brazos y manos.

En medio de esta plaza hay una fuente de piedra, de un estilo bárbaro y barroco, pero que es un verdadero monumento. nune una torre alta como un obelisco, rematada por una piña; su pedestal tiene unos salientes afilados, como los de un monte calvario, todo tallado con gran dureza en la piedra, que ha tomado un color amarillento y noble.

A los lados de la torre hay dos bichos monstruosos y fan­tásticos, que miran a uno y otro lado de la plaza, muy risueños, con las bocas abiertas y los ojos como huevos, y tan joviales, que parece que se burlan de todo el que los mira; tienen con las garras, cogidos por la cola, a dos animales con cara de lagarto y gesto de persona, que están como aplastados, y aso­man las cabezas por varias vueltas y retorcimientos: de su cuerpo, declarándose vencidos; vista por detrás, las traseras con sus largos rabos de los bichos vencedores, tiene la gracia de los perros cuando se sientan de culo. Las mujeres ponen a los caños de esta fuente una fila de cántaros y botijos negros.

Al salir de esta plaza bajamos por la Puerta de San Vicente, por el arco que forma entre los dos murallones almenados; se ven grandes nubarrones que navegan por el cielo, empujados por el viento, que corta como un cuchillo.

Por el Puente Viejo vienen, camino del mercado, guiadas por los pastores de la Serranía, las manadas de borregos, gordos y altos, con sus cuernos grandes y retorcidos; los más viejos caminan los primeros; siguen otros más pequeños y de nacien­tes cuernos, que van balando; las recuas de mulas, con las ancas esquiladas, con muchos dibujos', como las rayas y ador­nos de los quesos manchegos, y las piaras de cerdos, gruñendo, indisciplinados y rebeldes; muchas veces se paran a escarbar en los montones de basura, hociqueando y dando resoplidos; pronto la vara del que los conduce les hace salir, corriendo y gruñendo, rabiosos a seguir a sus compañeros; detrás vienen las largas hileras de barbudas cabras con el campano al cuello; no miran más que adelante, y no reparan en obstáculos; cuando tropiezan con nuestras, piernas, sus cuernos nos hacen apartar; han recorrido tantos pueblos que miran las carrete­ras como cosa propia. La calle de San Segundo está llena de pequeñas casas, pegadas a la muralla, hasta llegar al sitio donde está emplazada la ¡Catedral. Parece ésta un castillo de esos que se hacen con trozos de pizarra que venden en las cajas de construcciones para jugar los niños.

Con su altísima torre y algunos calados labrados en la piedra, dos pequeñas capillas, que encierran sus campanas; debajo el reloj; pegada a sus otros dos cuerpos y como hechos de una sola pieza, en el del centro está el pórtico en forma de arco, lleno de estatuas de obispos, mutilados por las pedradas; en dos pedestales están, como de guardianes, dos leones gro­tescos con todo el cuerpo lleno de picos; tienen unas argollas en la boca y están sujetas de unas cadenas a los muros de la entrada antigua, y es lo que le da más belleza a esta Catedral; un arquitecto académico diría que es lo que le afeaba más, y que habría que quitarlos. En el otro cuerpo, sus ventanas están tapiadas, y asoma la piedra, falta de argamasa, y des­iguales los sillares; su tejado es como el de una ermita pobre, con un sobrado donde suben las antigüedades los curas; este tejado está lleno de nidos, y a las cigüeñas se las ve desde ls calle asomadas. El ábside de esta Catedral es un torreón gue­rrero, fortaleza almenada que da a las murallas.

EL MERCADO

SE celebra en una plaza grande, con casas pintadas de amarillo, rosa o azules, todas con las fachadas anchas y pocas ventanas y balcones; debajo de éstos se ven arrimadas las esca­leras para encenderlos anochecido; también tienen clavado a la pared un madero con argollas para atar el ganado; estas casas, todas desproporcionadas, con cimientos de piedra hasta el primer piso; otras descansan en gruesas columnas de gra­nito, donde se ven apoyados los lecheros con sus zajones de piel llenos de costuras y aculatadas como el de los pellejos de aceite; llevan en las manos grandes garrafones con manchones negros y aporreados por los golpes; atados de su asa cuelgan los vasos de latón para servir la leche.

El medio de la plaza estaba lleno de bueyes, mulas y dis­tintos ganados; sus dueños, sentados en el suelo, comían con las tortillas y los pucheros sobre los pañuelos de hierba; algún viejo fuerte subía los codos a la altura de la boca y se echaba un trago de vino de la bota; los sacos que hay tirados en el suelo se ven llenos de legumbres, patatas y frutas; las mujeres, con las cestas al brazo, se aprovisionan de mercancías; sus pies los llevan calzados con albarcas de correas, y se las ven mucho las piernas por ser sus faldas tan cortas; sus justillos (le terciopelo, los muchos refajos verdes, encarnados y amari­llos, las ensancha mucho y las hace aparecer más voluminosas do lo que son, sobre todo a las ancianas, que están en los huesos y que todo son bayetas. Los pastores, con medias azules, ceñidas con correas las piernas que suben de sus calzados, son hombres avellanados y enjutos, con perneras de piel de oveja y con el cayado en la mano.
Los viejos labradores, con recios chaquetones de estambre que recorta el blanco del cuello de la camisa, y los pantalones unidos al peto de cuero, embozados en sus mantas; debajo sobresale el bulto duro de sus alforjas como una gran joroba; su ancho sombrero, caída el ala por la nuca, y el pantalón corto ajustado donde brillan los botones; las piernas embutidas en sus medias y muy apretadas las botas de color de barro, con la suela gorda, llena de clavos y tan duras como los gui­jarros de la plaza; van a buscar sus borricos o a montarse en sus caballos con las sillas de tripa como las encuaderna­ciones de los libros antiguos; la cola de su larga capa cae tapando el trasero del caballo.

En las tiendas de comestibles de esta plaza hay barriles de pescado escabechado, y en las tablas hay montones de truchas del río Tormes; sobre los pellejos de vino está caído un gran embudo, cuya figura rara y original nos atrae y nos hace parar; los pobres que vienen de los pueblos pasan entre los feriantes con el sombrero en la mano, pidiendo algo de comer, y vemos alguna vieja con los pies descalzos y una manta ama­rilla y raída por encima de su cabeza que no se atreve a alargar la mano pidiendo una limosna.

LAS SOLITARIAS DE AVILA

ENTRO en una botica a comprar un sello para el dolor de cabeza; en una mesa vi un gran tarro lleno de solitarias; todas parecían estar rabiosas, y alguna tan enroscada y furiosa que parecía comerse la cola; otra parecía morder a la de al lado, todas con caras distintas y terribles; algunas tienen dos cabezas; estas solitarias eran blancas y muy lavadas, con cintas largas y anillosas; estaban en el fondo del alcohol como aplas­tadas; algunas salían y asomaban el cuello fuera de la superficie del líquido, como si quisieran volver a la vida; otras, descabezadas; las más rebeldes habían dejado la cabeza y parte de su cuerpo en el vientre de sus dueños, que las alimentó y llevó consigo tanto tiempo. El dueño de la botica, con su batín y un gorro del que colgaba una borlita, las miraba con cariño porque él las había catalogado y puesto las etiquetas en los frascos: «Solitaria del gobernador de Avila», la del obispo; la del canónigo don Pedro Carrasco estaba gorda y era tan larga y bien alimentada que llenaba casi el frasco; al lado había una amarilla y delgada de no comer, que parecía quejarse y querer protestar de su mala vida pasada; era la del maestro de escuela del pueblo, don Juan Espada; otra, como si le hubiera entrado la ictericia, tenía la cara con la boca abierta hundida junto al pecho y tenía un color verdoso; era del jefe de la Adoración Nocturna, don Peláez; otra era todo ojos, y la más rabiosa pertenecía a doña María del Olvido, dama noble, comendadora y provisora del ropero de los pobres. El boticario tenía un lobanillo detrás de una oreja y se había dejado crecer un largo mechón de pelos para taparlo; pero el lobanillo salía fuera descarado y carnoso como la pelleja de un pollo des­plumado. Cuando estaba más distraído en esta botica, viendo los tarros de las medicinas, sentí unas uñas que se clavaban en mis pantalones y un gato empezó a darme de cabezadas en las piernas; debía estar muy hambriento.

LA ERMITA DEL CRISTO DE LAS EMBARAZADAS

EN el pórtico de esta ermita estaba tallada, en la piedra, en el arco, la ciudad de Ávila, encerrada en sus murallas; en primer término se veía el monte Calvario y una cruz que subía al cielo; en el fondo de tormenta se destacaba en sus dos brazos el sol y la luna con cara humana.

Dentro de la ermita, al lado de la pila de agua bendita, había pintado un reloj de sol; todas las horas giraban alrede­dor de una calavera; en su esfera tenía esta inscripción:

«YO VENGO A TODAS HORAS Y NO SEÑALO NINGUNA»

En medio de la iglesia, sobre un túmulo con cuatro cala­veras amarillas cruzadas de tibias pintadas en el paño, estaba un ataúd rodeado de un hachero con cirios apagados, y en el suelo, un cubo de bronce con un hisopo; al lado, una mesa de forma de artesa con la cubierta de cinc como las que se ven en los cementerios para colocar la caja y abrirla en caso que los de la familia quieran ver al muerto por última vez antes de enterrarle; estos atributos de la muerte no me chocaron, pues pegado a esta ermita está el cementerio y ésta es su capilla
En el altar mayor está clavado, un Cristo muy tosco y de mucho peso. Debajo de sus brazos, como descoyuntados, tenía unos grandes hierros que le servían de sostén y estaban cla­vados al grueso madero de la cruz; sus piernas, como tron­chadas, estaban llenas de sangre; tenían sus caderas movi­miento; en su vientre hinchado, como de estar bailando a pesar del boquete de su costado, por el que corría un río de sangre. Este Cristo estaba rodeado de ex votos: pechos de mujer, vientres hinchados y niños muy pequeños de cera y muchos cuadritos con quintillas dedicadas por las mujeres embarazadas.

Al pie de este Cristo había una mujer rezándole, con una tripa que le llegaba a la boca, y un viejo con una calva muy roja tostada por el sol, de rodillas y con los brazos en cruz.

Muchas mujeres entraban con alpargatas; después de besar muchas veces el suelo y de mojar con agua bendita los pies y las rodillas del Cristo, empezaban a gemir y suspirar y quedaban sentadas de culo en las baldosas de piedra; otras se arrastraban de rodillas, colocando una vela en un hachero; todas estas mujeres estaban encinta. En otros altares se veían cabezas de mártires, de madera, colocadas en sus bandejas; tenían la boca muy abierta, cubierta, como las vértebras de su cuello, de sangre; en los retablos se veían varias tallas barro­cas de Vírgenes, del siglo xv; éstas tenían las caras anchas, de torta, y las coronas con unos picos como los de un castillo, tenían algo de guerrero; sobre todo las de piedra, eran tan amazacotadas que recordaban a una fortaleza; sujetaban con los dedos largos a un Niño Jesús sentado en sus rodillas, que parecía querer escaparse, con un sombrero algo torcido que le daba un aspecto de pillo. Todas estas Vírgenes tenían un aire muy burlón y parecía que se reían, con los ojos rasgados y abultados en forma de almendra. Todas estas figuras tenían magníficos dorados y colores.

En una esquina de la ermita había un púlpito muy rústico de palo; un cura, con el sombrero muy anticuado de forma de teja y la sotana llena de lamparones, paseaba por la iglesia con las manos a la espalda; llevaba en sus botas grandes espuelas de rueda, pues vivía lejos, y todos los días venia montado en un caballo viejo que tenía atado en la puerta de la ermita; la portera de ésta, al salir, me dijo que el Cristo que había visto lo más raro que tenía era el vientre, y que por eso lo tenía tapado con un lienzo; decía que era muy triste y que daba ganas de llorar en viéndolo; era de piel humana y tenía pelo y que era como el de un hombre.

Me fijé en aquella mujer que tenía en las manos las llaves de la capilla, y vi también que tenía un vientre muy abultado y que estaba embarazada.

LA CASA DE SANTA TERESA

EN el convento de Carmelitas Descalzos hay una habitación dedicada a los recuerdos de Teresa de Jesús. Son éstos relica­rios de plata, en los que pude ver un dedo repugnante, rodeado de cabellos de la Santa, unas disciplinas, ya muy apolilladas por el tiempo, y una cosa que me dijeron que era el corazón y que pude ver a través de un cristal, y un pie negro y amo­jamado que parecía de momia. Lo que ponía un sello de poesía era el jardín de al lado; un jardín conventual y abandonado en que la Santa se distraía, en los ratos de ocio, en cavar la tierra y plantar flores.

En el pueblo de Alba de Tormes también pude ver la cama en que dormía: era muy ancha y de madera, con almohadas y sábanas; en ella estaba la figura de la Santa vestida de monja y como un muñeco. Tenía un crucifijo de madera entre las manos, y a la cabecera de esta cama había un bastón y unas zapatillas, que las monjas dan a besar a los fieles y dicen que usó en vida Teresa. Arrimado a la pared está el ataúd en que vino su cadáver desde Avila. También vi colocada a la entrada, y en mármol blanco, a la santa, como recostada y echada hacia atrás, y apoyada sobre grandes bolas que repre­sentan nubes; enfrente hay un ángel con una flecha en la mano, y que la apunta al corazón; éste tiene el pecho desnudo y de mujer. En todo el grupo hay un gran arrobamiento y extasis amoroso.

Todas estas cosas de Santa Teresa me trajeron a la memoria el recuerdo del San Ignacio que vi en Manresa.

Aqui era un monigote de madera tumbado en el suelo, chato y calvo como un perro de lanas. Las mujeres de este pueblo besaban el suelo a su alrededor y sus hábitos de tela de saco, y ir pasaban las manos por los pies, para luego persignarse.

Un poco más abajo están los muros del convento de Santo Tomás, donde forman cola los pobres para comer el cocido. 1k' ven muchas mujeres llenas de harapos, acurrucadas, con la cabeza colgando entre las rodillas de lo agachadas que están, durmiéndose, y la miseria que llevan en las espaldas; muchos de estos pobres tienen la nariz y la boca comidas de un cáncer, y se les ven los dientes al aire, enseñando media calavera. En estas pobres viejas, por debajo de sus faldas, asoman las churradas de llevar tanto tiempo esperando y no poderse levantar de allí para no perder su puesto.

Muchas veces la cola de mendigos se impacienta y llaman a los aldabones de la puerta del convento y vociferan mucho para que les abran. Luego, cansados de gritar, caen en un gran abatimiento; pero siguen sin perder sus puestos, con gran tenacidad, y no se marcharán de allí hasta que no les den de comer.

Por fin abren las puertas y entran en el patio triste del convento, con bancos de piedra y árboles secos. Bajo un cielo blanco y frío, todos los pobres, con sus escudillas y botes de latón, sonando una cuchara roñosa y negra dentro de su fondo; sus cabezas llenas de greñas, y las barbas enmarañadas y canosas, que destacan muy duras de sus caras curtidas y brillantes como moros; enseñando el pecho entre los rasgados de la camisa, con los pantalones y las mangas de sus ameri­canas hechos jirones, por los que asoman la carne y todas sus vergüenzas, se colocan alrededor de un gran caldero que sacan del convento en un carrito de hierro con ruedas. Un her­mano limosnero, con su capucha negra y hábitos blancos de fraile; su cabeza redonda, cortado el pelo al rape, con la frente saliente como un segador, que da una impresión de ser dura como la piedra, va llenando con un cazo las escudillas, botes y los pucheros de las mujeres.

Cuando salgo de este patio veo en el arco de entrada una talla de piedra de gran rareza, del siglo my, en que aparece San Martín montado en un caballo, cortando con su espada
la mitad de su capa, que da a un pobre apoyado en las muletas.

En unas casas que dan al campo están las prostitutas; un viejo cojo entra en una de estas casas. Tras las cortinillas rojas se ven, medio desnudas, a estas mujeres. Una, que está sentada a la puerta, tiene la cara llena de cortes y rasguños hechos por la navaja de algún chulo; otra enseña una cicatriz de alguna puñalada antigua de su amante. Casi todas enseñan la pelada de su cabeza, las encías de los dientes postizos y los carrillos traspasados por un agujero, con una aureola morada de enfermedad.

LAS MURALLAS

DESPUÉS de comer salí de la fonda a ver las murallas; recorrí el paseo del Rastro; en las afueras vi varios cerdos y toros de piedra, que abundan tanto en Avila. Todo el camino está lleno de piedras parecidas a las de granito de El Escorial; las hileras de árboles desnudos pueblan algo aquel camino; a lo lejos, las murallas, como pegadas al cielo, dan un aspecto de aparición a esta ciudad; sus grandes cubos, la piedra ceni­cienta donde resaltan las gruesas piedras negruzcas por el tiempo y la lluvia; sentado en una de estas piedras veo la ciudad cerrada y tapiada como apartada del mundo, como una inmensa sepultura; las nubes parecen pegadas a sus casas; el cielo se va encapotando, parece que se está fraguando una terrible tormenta.

Vuelvo a subir al pueblo y entro en una iglesia, pues veo muchas mujeres con velas y escapularios al cuello. En el altar hay un Cristo con enagüillas, muy negro y con pelo natural que le caía por los hombros; a sus pies hay un nido como una corona y unos huevos de avestruz; las lamparillas y los cirios encendidos chisporrotean, cayendo por las candeleros de cobre espesos lagrimones de cera. Un cura viejo, con la cabeza muy larga como la de un caballo viejo y las orejas desprendidas,
lee desde el púlpito, alumbrado con una palmatorial la letanía Las mujeres y hombres van repitiendo este rezo monótono que nunca parece acabar.

Otras viejas, llenas de reúma, llegan algo retrasadas, con sus zapatillas, los abrigos verdes, viejos, con mangas de otro color hechas de trozos de americanas de sus maridos, las faldas llenas de remiendos y zurcidos en el trasero de tanto *Alar ,entadas, y las toquillas descoloridas y recosidas muchas vocea; son las mujeres de los empleados, que están ahorrando halo lo que pueden para irse a vivir a su pueblo y acabar sin tener que trabajar los últimos días de su vida.

Otras son las viudas, de descomunal estatura algunas, con sus velos negros que les caen en pico por encima de sus cabe- ama; el perfil de sus narices salientes con los grandes y fieros agujeros de las fosas nasales; la frente alta, encuadrada, con el pelo blanco y la boca hundida y apretada, dan una idea de dominio y mal humor; algunas de estas brujas beatas piensan un casarse a los sesenta años, después de haber enterrado a varios maridos. Estas viejas autoritarias tienen su silla recli­natorio propia, donde está grabado su nombre. Luego vienen la:. damas catequistas del pueblo con sus abrigos cortos, reso­nando sus zapatones, y sentándose cómodamente en los bancos de terciopelo para ellas reservados; algo espatarradas, con el devocionario y sus rosarios, tienen estos marimachos tipos de sargentos y cabo de gastadores.

La cobradora de las sillas cuchichea al oído de todas estas beatas; es una mujer que se ha quedado como jorobada y muy chica por los años; la cara la tiene tan oscura como el cuero viejo; lleva en la mano un tanque de bronce cerrado con un candado; en él se siente el ruido de las monedas de cobre que caen a cada momento.

Al pie del Cristo hay también una bandeja con un montón de perras chicas, de tantas beatas que entran en esta iglesia.

Después de la letanía venía el sermón y la reserva; los cofrades, con sus viejos abrigos muy usados y llenos de grasa de la caspa del pelo del cuello; otros, con capas, tienen tipos de porteros; se ponían los escapularios por la espalda y con velas en las manos se colocaban en fila.

Cuando salí a la calle empezaban los relámpagos, que alum­braban el camino y nos envolvían en una luz que se nos metía por las piernas, y los resplandores tan fuertes que marcaban nuestras siluetas en las paredes de las casas.

Cuando entré en la fonda empezaban los estampidos de los truenos; uno fué tan imponente, con un ruido tan metálico como una lluvia de barras de hierro que chocasen contra la piedra de la Catedral; la luz eléctrica del comedor quedó apagada y tuvieron que encender velas metidas en botellas, y nos pusimos a cenar en aquella luz lívida; veíamos en las pare­des bambalearse nuestras siluetas; un cura que le brillaban mucho los cristales de sus gafas llegaba con su gorro al techo; el mantel tenía una luz como de luna, y el cristal de las copas y el mango de los cuchillos fulguraban.

También veía las siluetas imponentes de dos señoras que estaban sentadas enfrente., y me observaban con curiosidad; no viendo en mí la humildad que el caso requería, cada vez que sonaba un trueno las hacía persignarse y besar la cruz de los dedos; eran unas mujeres enlutadas y graves; en el cuello de la más joven brillaba una flecha de azabache de un alfiler, y el cristal de un medallón con un retrato de hombre pendiente de una larga cadena de azabache; la otra tenía un aire de dama de convento; su cara descolorida destacaba del pelo muy negro; tenía la boca dibujada con energía; un cuello blanco almidonado, de forma de hombre, concluía por darla más aire inquisitorial; sus mejillas y frente estaban sur­cadas de algunas arrugas y en el pelo brillaban los mechones canosos.

Cuando acabamos de cenar pasamos a una sala con varios espejos y consolas isabelinas; en el piano había velas encen­didas; la tormenta había cesado; la calle estaba convertida en un río, y varias señoritas se pusieron a bailar y a tocar el piano. Yo me acosté en seguida y di orden al camarero que me llamase muy temprano, pues tenía que salir para Oropesa,

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