miércoles, mayo 26, 2010

El patrimonio estético (Luis Carretero Nieva, Segovia 1917)

EL REGIONALISMO CASTELLANO

El patrimonio estético

Es, a la vez, fuente inagotable de riqueza utilitaria para el país. En pocas partes alcanzará la belleza tanta variedad en sus manifestaciones, y menos es fácil todavía que haya otra comarca en la tierra que pueda competir en grandeza con Castilla la Vieja. El artista queda atónito ante las hermosuras que nuestra región tiene escondidas en sus rinco­nes, bellezas múltiples en el territorio, originalidad sin igual en los tipos de sus gentes, riqueza de color profusa en ma­tices, en curiosísimas costumbres, un inmenso tesoro de obras artísticas salvadas del pillaje entre las ruinas y un montón de piedras desportilladas, cubiertas por el polvo y el musgo de centenares de años, pero que conservan el aliento del genio inmarcesible de escultores y arquitectos, hierros enmohecidos que pregonan la destreza sin igual de inmortales repujadores, un museo de arte, que lo es tam­bién de históricos hechos y panteón de heroicas acciones, una pléyade de monumentos con los que los hombres de una y otra generación quisieron honrar a los que la natura­leza edificó en las montañas castellanas, creando también sus grandiosos páramos y envolviéndoles en los arreboles que el sol enciende diariamente para despedirse del mag­nifico solar de Castilla la Vieja.

Hay en nuestra región bellezas elaboradas por la natu­raleza y enterradas por ella en el seno de la tierra, como las grutas de Altamira (Santander), Atapuerca {Burgos} y la de Cueva Lóbrega, de Torrecilla de Cameros (Logroño), con sus maravillosas estalactitas. Hay en nuestra región paisajes que emocionan al viajero con su melancolía, le asustan con su triste aspecto o le empequeñecen con la majestad de elevadísimas cumbres o inmensos horizontes. Hay en nuestra región impresiones que recogió la sensibi­lidad artística del malogrado escritor montañés Aguirre y Escalante, acostumbrado a percibir la melancolía amable y plácida de los valles cántabros, que se despertó también con avidez ante aquella otra melancolía ceñuda y tétrica de las montañas del Guadarrama y que llamó empedernido al terreno que trabajosamente iba sorteando el tren para subirle a la ciudad de Segovia. Hay en nuestra región alegrías que llenan el alma con un cielo sin limites, cubrien­do un escenario de cientos de kilómetros sobre las aguas del mar Cantábrico o las llanuras inmensas que la unen con Aragón y León, y que se atalayan desde los cerros caste­llanos. Hay en nuestra región un manto de tristeza petri­ficada en colosales rocas de tenebrosa grandeza, dibujadas con inverosímiles líneas, asernejando monumentos funera­rios de una tribu de titanes y azuzando aquella inspiración que hace figurar a Castilla la Vieja como el sepulcro de la gloriosísima España del poderío. Hay en nuestra región umbrías que muestran la poderosa actividad del calor y la luz del sol, en consorcio con el agua, sangre del mundo.

Hay en nuestra región pedazos del planeta que, despro­vistos de las galanas ropas vegetales, muestran la magni­ficencia de su entramado, y son, como aquellas diabólicas rocas sepulvedanas y los altísimos acantilados cameranos, párrafos de la historia de la tierra, que se conservan escri­tos sobre ella misma.

Hay en nuestra región, sepultada bajo su suelo, una sucesión de civilizaciones, balbucientes unas, como las de las cavernas de Altamira (Santander), La SoIana (Segovia), y otras cuevas castellanas, civilizaciones capacitadas como las ibéricas de Tiermes y Numancia, civilizaciones esplen­dorosas como las romanas de Uxama. Hay en nuestra re­gión restos monumentales de grandes pueblos, que fueron como el excelso acueducto segoviano, y cien y cien más, porque si grande es Castilla, en cuanto pueda llevar el ánimo del hombre al culto dé la belleza o a la consideración de altos ideales y al encomio de heroicas acciones, en lo concerniente a las maravillas arquitectónicas, no hay unidad que pueda servir para medir la magnitud de nuestra tierra.

En pocas partes se juntaron tan opuestas estilos arqui­tectónicos ni tuvieron tan meritorios representantes coma en Castilla la Vieja, donde la barbarie de los tiempos y la desidia de los hombres se empeñan en destruir el más rico museo de arte que existiera a cielo abierto sobre el suelo europeo. Compenetrados con las variantes que el espíritu del país haya sufrido en los largos siglos de una azarosa historia, quedan en pie restos de cuerpos vivificados por la mano del arquitecto y muertos después, insepultos por falta de una piadosa caridad que les librase de toda una legión de aves de rapiña. Todas las maneras, todos los estilos, fruto de opuestos temperamentos de razas y civilizaciones, adquieren en Castilla la Vieja personalidad propia, por la coyunda de los elementos extraños y el país castellano, pero ninguno de ellos se pega tanto a la tierra, ninguno arraiga como el estilo románico y el que siglos más tarde, vencida la incultura medioeval, salió del lápiz de los arqui­tectos montañeses, que hicieron de Castilla la Vieja un joyel y de los valles cántabros un semillero de artistas.

El arte románico llena el suelo de Castilla la Vieja como la grama llena el prado. Por todas partes gallardea con sus triunfales victorias. Allí están cantando gloria San Vicente, de Ávila; El Salvador, de Sepúlveda; los claustros de Soria y Santillana, y las antiquísimas iglesias de la montaña santanderina, constituyendo una serie numerosísima de obras románicas, cuyo mérito no puede conside­rarse como cosa privada de ninguna de ellas. Pero el lugar más fecundo en obras románicas, es la ciudad de Segovia, acerca de la cual dejamos que escriba la pluma casticísirna y sentimental del santanderino Aguirre y Escalante:

«Segovia es un museo de la arquitectura románica: en ninguna otra población española he visto tanta abundancia de piadosas floraciones de este arte monacal; severo y legendario, que tan bien encaja en las ciudades silenciosas y vetustas, en esas ciudades en que parece percibirse el estancamiento centenario de pan vaho medioeval. En nuestro ambular callejero por los arrabales y dentro de murallas, fuimos descubriendo en plazuelas y encrucijadas, entre la barahúnda incolora del deforme caserío, gallardisimas muestras de esa manera arquitectónica que tan pródiga y firmemente arraigó en Castilla la Vieja.»

Engalanan el país de Castilla la Vieja otras muchas maneras arquitectónicas: el estilo ojival que se muestra en algunas iglesias enlazado con el plateresco, en cuyo estilo ojival descuella sobre todas las obras castellanas viejas la famosísima catedral burgalesa. Hay obras, como el celebé­rrimo alcázar segoviano, en el que al mezclarse las épocas se mezclan los estilos. Hay obras meritísimas del arte mu­déjar, como el castillo de Coca, y mil detalles que quedan de perdidos edificios.
Y queda estampado el sello de aquellos años de la grandeza industrial de Castilla la Vieja, de aquellas épocas de bienestar económico, de aquel apogeo de nuestra vieja región como pueblo laborioso, culto y rico, del tiempo en que las cabañas ganaderas esparcían seas ovejas por las sierras de Soria y los Cameros (hoy provincia de Logroño), de cuando Segovia tejía sus más preciados paños y el con­sulado de Burgos dictaba reglas al comercio marítimo, de los momentos aquellos en que la merindad de Trasmiera obsequiaba a la arquitectura, dando a luz aquella pléyade de clarísimos artífices que dejó escrita la ejecutoria de su genio artístico en los monumentos que sembró por toda la región.

La armonización entre todos los elementos sociales que componían el país era completa, comparable tan sólo a la que existía en esa época entre todas las comarcas del mis­mo, con lo que resulta que el arte nacido entonces venta a ser el resumen de la sociedad que le creó. El régimen municipal, herido ya de muerte, servia todavía a la producción ganadera, y de las arcas de las grandes cabañas y los poderosos gremios, salieron los dineros que sufragaron los gastos necesarios para realizar las bellas concepciones de los alarifes montañeses. Las fábricas de paños de Segovia y de Cameros vivían de las cabañas que se esquilaban entre estas dos comarcas, las que a su vez recibían de las pañerías el beneficio de una buena venta para la lana. El consulado de Burgos, recogía todos los productos del tra­bajo del interior y por el puerto de Santander los mandaba al mundo europeo. Las sierras ganaderas, las ciudades y villas fabriles, el centro colector de Burgos y el puerto de salida de Santander, eran recíprocamente indispensables. Así, de un trato permanente, tuvo que salir una afinidad y concordancia en la manera de pensar y de sentir, y por eso se explica que los arquitectos nacidos en los plácidos valles de la Cantabria del norte, acertasen tan bien a expresar en su arte los sentimientos e ideas engendrados en las ceñudas tierras de la llamada Celtiberia y la Cantabria interior.

Luís Carretero Nieva
EL REGIONALISMO CASTELLANO.
Segovia 1917
Pp 164-168

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