Consideraciones sobre las libertades castellanas.
El motivo de estas líneas es una pequeña excursión sin ánimos de rigurosidad científica e histórica por los avatares de las libertades en Castilla, tema que rara vez entusiasma a los historiadores, a los políticos o a los simples ciudadanos porque se considera que o bien que hoy día ya se dispone de toda la libertad política del mundo en la España de nuestros días, lo cual es más que dudoso desde un punto de vista vital y pragmático que no se deje encandilar por la declaración abstracta de libertad o tal vez porque se piensa que Castilla es España y se vuelve al caso anterior.
Empecemos por el “érase una vez” de los cuentos, en este caso “érase una vez las libertades de Castilla”. Una característica de la visión retrospectiva de los modernos nacionalismos es la idealización de un pasado originario, próximo a una sublime felicidad paradisíaca que puede contener justicias edénicas primigenias, placeres de huríes o purezas racionales impolutas que contaminaciones posteriores vinieron a liquidar por extraños malvados dignos del odio nacional; apreciaciones estas, siempre criticadas por los extranjeros, poco proclives a considerar pretendidas particularidades de pueblos extraños elegidos por la providencia o por el destino para misiones de no se sabe muy bien que grandeza humana o divina, y más inclinados sin duda a atribuir semejantes características a su propia nación que no a otra. En caso del apátrida o del pretendido ciudadano universal la desaprobación suele tener otras motivos que consisten su dificultad de admitir una calidad peculiar y distinta a los diferentes espacios y tiempos, fruto en muchas de un una lejanía escéptica, a veces saludable, pero en otras ocasiones estrabismo lamentable que difícilmente le ayudan a percibir lo universal en lo particular, lo intemporal en lo fluyente y el movimiento en la quietud.
Una creencia habitual de la exaltación de los orígenes castellanos es la afirmación de que la Castilla Condal de los inicios era una sociedad libre, igualitaria, democrática y popular, una afirmación que parece derivar, entre otros, de los estudios de Don Claudio Sánchez Albornoz cuando afirmaba que Castilla era una isla de hombres libres en medio de un océano de feudalismo, lo que este historiador matizaba como debido a unas condiciones de peligro e inminencia bélicas que se daban en realidad con más o menos importancia en todos los reinos occidentales de la península en los primeros siglos de la Reconquista, aunque parece efectivamente que más acentuado en Castilla. Convendría aclarar que la idea de democracia popular en los concejos castellanos, posteriormente refrendada en los fueros, no comportaba la idea individualista a ella asociada hoy en día, se trataba más bien de una idea de grupo y de colectivo, herencia en parte del derecho germánico, un hombre aislado en aquellos tiempos no era nadie, su voz se oía dentro del estamento al que pertenecía. Castilla como sociedad indoeuropea que era, compuesta de hispano romanos es decir antiguos celtíberos romanizados, visigodos y un aporte de pueblos ibéricos no excesivamente romanizados al parecer, tales como várdulos, autrigones y otros que trataremos más adelante, no dejó de manifestar la composición tripartita de todos los pueblos indoeuropeos bien estudiado por Georges Dumezil: sacerdotes, guerreros y artesanos. Ciertamente que en el caso castellano la permeabilidad entre estamentos debido a la condición de guerra permanente de los primeros siglos de la Reconquista era ciertamente impensable en la Europa de aquel tiempo; de acuerdo con Sanchez Albornoz: “Ni nobles de alta jerarquía, ni grandes monasterios, ni iglesias catedrales pesaron poco ni mucho en la vida castellana”, “ a diferencia de los grandes claustros y grandes iglesias que actuaron como ventosa formidable de la riqueza rústica en Galicia, en Asturias y en León”, y refiriéndose a la independencia del Condado de Castilla del reino de León dice “el decisivo factor explosivo de la independencia de Castilla fue la libertad política y económica de los castellanos de hace un milenio”.
De hecho las entidades sociales básicas más peculiares del norte de Castilla fueron en su origen, antes de las comunidades de Villa y Tierra, unas comunidades o repúblicas o señoríos rurales denominadas behetrías , que podían elegir por jefe o señor a quien les pareciese, unas veces entro los de un determinado linaje y otras sin limitación alguna (caso este último en que se denominaban behetrías de mar a mar). La autoridad del pueblo era tal que podían destituir a su señor y cambiarlo cuando quisieran , como decía un dicho “ hasta siete veces en un día”. Las behetrías castellanas no deben confundirse con los señoríos o feudos señoriales, eclesiásticos o laicos, dominantes en aquella época en los países de la corona de León, en la Cataluña feudal y en partes de Navarra y Aragón, o con cualquiera de los señoríos europeos de aquella época.
Aún así no conviene olvidar que la sociedad medieval castellana como sociedad indoeuropea que era no dejó de ser una sociedad jerarquizada e incluso los caballeros villanos, conseguida su elevación en el riesgo de la guerra, solían tener preferencia en las magistraturas concejiles, como entre otros se puede comprobar en el Fuero Latino de Sepúlveda o en el Fuero de Ávila. Y con el correr de los años fue también haciéndose notar la creciente influencia del clero, en buena parte proveniente en sus altas jerarquías del estamento guerrero, o bellatores, posteriormente convertido en aristocracia. De manera que si bien de claro origen popular el estamento de guerreros y el estamento de artesanos, o laboratores, el primero gozaba de preferencias y privilegios, lo que hace por lo menos problemática la consideración entusiástica de la Castilla de los orígenes como sociedad de hombres libres en el sentido formal que hoy día se atribuye políticamente a esa palabra. Para evitar confusiones con la moderna interpretación del concepto de democracia y los requisitos que lleva consigo sería mejor utilizar la denominación de popular que no de demócrata al referirse a las instituciones políticas de la vieja Castilla. Es en ese sentido que se podría afirmar que los concejos castellanos fueron señoríos populares.
Otra cuestión que conviene revisar, de acuerdo con las últimas investigaciones lingüísticas y biométricas, es la aportación vascongada a la primitiva Castilla, resultados de los que no dispusieron ni Ramón Menéndez Pidal, ni Claudio Sánchez Albornoz, ni Schulten, ni Michelena, ni Caro Baroja. Para empezar no existió jamás una Vasconia en la Hispania romana, el territorio de las actuales provincias vascongadas estaba totalmente despoblado después de la conquista de las Galias por Julio Cesar, y de la derrota feroz por este último de la alianza de cántabros y gascones, siendo los restos prehistóricos de estos territorios de una población y una cultura muy anterior a los actuales inmigrantes vascongados. Tampoco existió ninguna Vasconia en la época visigoda como pueblo concreto con una sola estirpe y hablando un idioma. Lo que con el tiempo llegó a ser la población vascongada, surgió de un desplazamiento de población ibérica del norte este y oeste de la península ibérica ocurrido desde el principio de la Era Augusta, huida en razones de la fuerte opresión tributaria romana, y de la sistemática aniquilación de las culturas indígenas ibéricas, este población tuvo un desplazamiento secular hacia las montañas pirenaicas y en especial pero no exclusivamente hacia los pasos naturales de estas montañas situados entre Navarra y actuales provincias vascongadas. Estas gentes desplazadas hablaban multitud de lenguas de estirpe ibérica, no siempre de fácil comprensión entre ellas, que son el origen de las múltiples variantes del complejo lingüístico vascongado. Resurrección María de Azcue en su diccionario Español-Vasco-Francés hace referencia a 7 grupos dialectales con 147 subdialectos y algunas más variaciones locales. La integración de estas gentes inmigrantes en entornos rurales y ciudadanos de los reinos de Castilla y Navarra mediante cartas puebla está perfectamente documentada; tal vez haya que recordar que ningún gobernante es tan estúpido como para repoblar con privilegios fiscales y forales a gente que ya vive en el terreno a repoblar; lo que echa por tierra los supuestos misterios del origen de una raza y la lengua vasca asentada en el paraíso originario del Cantábrico oriental , adjetivo ese de vasco por cierto que no aparece documentado hasta el siglo XVIII; solo a partir de entonces se puede considerar la existencia de un pueblo vasco o euskaldun. Inútil buscar medidas biométricas significativas que separen los vascos del resto de los españoles, el rh negativo es sencillamente producto de la feroz endogamia de esos inmigrantes, y posiblemente fuera más abundante en el pasado que ahora. El cuanto a la lengua, o mejor dicho lenguas del complejo lingüístico vascongado, pues la única lengua que se hace pasar por vasca es una especie de esperantillo moderno llamado bátua que nunca habló ningún vasco de verdad, se han suscitado muchas especulaciones. Se ha supuesto que muchos nombres de apariencia vascongada eran de tal origen debido a los aportes poblacionales de origen vascongado, solo por citar ejemplos de la provincia de Ávila: Aravalle, Noharre, Ulaca, Chamartín, Berruecos, Gorría, Iruelas, Mingorría, Adaja, Hurtumpascual, Muñochas, Mirueña de los Infanzones. ect.. . En realidad son muy pocos los nombres que efectivamente se pueda documentar como de supuesto origen vascongado, en rigor casi ninguno, la mayoría de ellos son nombres ibéricos probablemente muy anteriores al asentamiento de la población que hoy llamamos vasca en los reinos de Castilla y Navarra, que presentan eso si innegable parentesco con el vascuence debido a su común origen ibérico, como también lo tienen el etrusco, el minoico, el chelja rifeño y del Atlas y el caucásico, que las modernas investigaciones lingüísticas han probado sobradamente para desesperación de nacionalistas vascos recalcitrantes que desean un origen ignoto y misterioso para su lengua. En cualquier caso las más recientes investigaciones lingüísticas en este terreno han llegado a reconocer que la mayor densidad de toponimia ibérica, no se encuentra precisamente en Castilla, sino en las provincias de Alicante, Almería, Murcia y aledaños, donde sería mucho más difícil montar el cuento de inmigrantes vascongados para justificar la existencia de nombres claramente emparentados con el vascuence. Por tanto y resumiendo: convendría hablar más de aporte castellano a lo vascongado, tanto de privilegios como de fueros para su asentamiento como inmigrantes, que no aporte vascongado a lo castellano como ha sido hasta ahora habitual en historiadores del medievo, quizá por un afán de novelería y misteriosofía fantástica.
Aclarados estos extremos, volvemos al hilo de la vida política del pueblo castellano que era en realidad una unión, mediante el vínculo pactado con la corona, de comunidades autónomas de Villa y Tierra, la institución sin duda más interesante de la vieja democracia castellana, extendida desde Burgos y Nájera hasta el Tajo y el Júcar, dentro de las cuales a su vez el municipio gozaba de autonomía, muy distinta de los estados centralizados actuales, y cuya mayor aproximación sería la actual Confederación Helvética o Suiza, donde la nacionalidad no es uniforme sino que varía en un esquema tradicional y jerarquizado de diferentes niveles. Un suizo autóctono es en primer lugar miembro de una comuna que le ha visto nacer, luego pertenece a un cantón pequeño estado, formado por varias comunas, con autonomía y gobierno propio y se dilata finalmente su pertenencia a la nación suiza o Confederación Helvética. Este mismo escalonamiento de patrias era el tradicional en Castilla. Un abulense era vecino de la ciudad de Ávila, luego ciudadano de la Comunidad de Villa y Tierra de Ávila pequeña república de más de doscientos pueblos, esto le hacía castellano en sentido estricto, no de los otros reinos o estados con ella unidos, y en última instancia español, una cadencia ordenada por tanto de cuerpos intermedios. .Esta similitud entre la estructura del estado castellano con sus concejos autónomos y la organización federal suiza ya fue señalada hace muchos años por el historiador portugués Oliveira Martins, en su Historia de la Civilización Ibérica. Nada que ver este escalonamiento con las abstractas y artificiosas provincias de imitación francesa, introducidas en el siglo XIX que no respetaron la antigua delimitación de las comunidades de Villa y Tierra, y aún menos con las improvisadas Comunidades Autónomas del siglo XX en que se troceó y amalgamó la Castilla histórica. En los concejos medievales se fraguó el derecho consuetudinario o foral castellano, con juez del propio concejo que juzgaba el caso, y no aplicaba el Fuero Juzgo Visigótico-Leonés , en suma algo similar a la “case law” inglesa. Tenían incluso sus propias milicias concejiles que aunque bajo el mando supremo del rey, obedecen directamente a los capitanes nombrados por el concejo y siguen la enseña militar de este. Y además las fuentes naturales de producción eran patrimonio de la comunidad: bosques, agua, pastos, suelo y con esta propiedad colectiva coexistía una propiedad privada de casas y tierras de labor. La propiedad del subsuelo era comunal, tales como salinas o vetas de hierro o plata. Ciertas industrias de interés general eran de los municipios, tales como fraguas, molinos o tejares. El suelo al ser propiedad de la comunidad esta podía repoblarlo. La comunidad no era una mera mancomunidad de municipios sino que era jerárquicamente superior al municipio, y era el núcleo político y económico fundamental de la vieja Castilla, por debajo del cual estaba el municipio y por encima la corona. Este papel medular de la comunidad en la ordenación social castellana es la razón de la posible denominación de Castilla como Tierra Comunera y no el levantamiento comunero del siglo XVI. La suprema autoridad del rey se ejercía con sujeción al “ fuero de la tierra”, es decir mediante un pacto entre el rey y el concejo. Los concejos rechazaban los mandatos reales que se estimaban contrarios a los fueros, de acuerdo con el dicho castellano: ”las órdenes del rey son de acatar, pero no son de obedecer si son contra fuero” lo que más tarde se denominó “pase foral”. Las instituciones democráticas de la Vieja Castilla eran un contraste claro con el triunfo de los señoríos, laicos y eclesiásticos, en Cataluña, Galicia, Asturias, Portugal y León.
La organización del estamento artesanal o laboratores, en Castilla, como en toda la Europa occidental medieval, estaba organizada a través de los gremios, que a su vez formaban cofradías, aunque no siempre una cofradía correspondía a un solo gremio, ni siquiera estaba claramente diferenciadas en ocasiones los cometidos de gremio y de cofradía, aunque a esta última le correspondían más los aspectos religiosos de culto al patrón, celebración de festividades y ceremonias fúnebres. La actividad del gremio era más cualitativa que no cuantitativa como los sindicatos modernos, vigilaba la calidad de los productos, la competencia para llegar a ser maestro en el oficio, la formación de los aprendices y la actividad de los oficiales. Tenían sus propias regulaciones internas que en ocasiones precisaban de la justicia del municipio para dirimir querellas, y es en ese sentido que se ha dicho que el gremio era un cuerpo intermedio entre las familias y el municipio. Otra función gremial importantísima era la ayuda mutua a viudas, enfermos, accidentados, y para sepelio de difuntos, es decir que cumplía lo que en términos modernos se llamaría una seguridad social mutualística.
Las Cortes de Castilla en contra de lo que se piensa son las más tardías de la Edad Media, posteriores a las leonesas, a las aragonesas y a las catalanas. Las primeras cortes europeas tuvieron lugar en León en el año 1188 convocadas por Alfonso IX rey de Galicia y León, el primer idioma parlamentario fue el gallego, junto con un leonés entonces muy galleguizado. La razón de esto es que la mayor parte de los asuntos que en los estados orientales y occidentales de la península eran competencia del rey, o de este con las cortes, pertenecían , por fuero o costumbre, a la jurisdicción de los concejos populares castellanos, de manera que apenas había cuestiones de interés general en que las cortes tuvieran que decidir.
. Como antes se ha señalado la justicia, la defensa militar, la ordenación del trabajo, la seguridad social mutualística, el culto o la producción comunal eran tareas que se ventilaban en el ámbito de actuación de los concejos. Más que impulsar y ampliar nuevas instituciones de poder central, ventosa siempre temible, lo que a los castellanos les interesaba era la preservación de sus instituciones autónomas. Las primeras cortes castellanas de las que se tiene noticia fueron convocadas por Fernando III después de la unión de las coronas de Castilla y León, por tanto son una institución relativamente tardía y ajena a la vieja Castilla. En contra de lo que se cree la unión de las dos coronas no llevó al inmediata fusión de los pueblos y las instituciones de los dos reinos; hasta el siglo XIV hubo cortes leonesas y cortes castellanas aparte, e incluso después cuando se celebraron juntas se tuvo que legislar en muchas ocasiones por separado puesto que los fueros y las costumbres de Castilla impedían la legislación uniforme. Así por ejemplo las cortes de Valladolid de 1295 en época de Fernando III, obligaron a juzgar conforme fueros, leyes y jueces del lugar del delito. Las cortes castellanas estaban formadas al principio fundamentalmente por procuradores de los concejos, puesto que el estamento nobiliario y el estamento clerical apenas tuvieron intervención en el gobierno de la vieja Castilla, entre otras razones porque el cometido principal de las cortes consistía en la recaudación de impuestos que no eran precisamente sufragados por los estamentos nobiliario y clerical .
Examinada brevemente la convivencia y formas políticas de organización de la vieja Castilla se podría llegar a sospechar que se trataba de un país feliz, pero en realidad conviene mirar también el reverso de la moneda, y este quizá no sea tan risueño puesto que la razón fundamental de un reino con unas libertades populares muy por encima de lo que era concebible en la Europa de aquellos tiempos, era sencillamente una guerra secular de reconquista contra el Islam, de una dureza y duración sin parangón tampoco con las guerras europeas coetáneas. Ciertamente que en la Castilla condal de los comienzos, no protegida ni por altas sierras, ni por ríos importantes, y expuesta por tanto más que otros reinos al constante ataque sarraceno, se trataba mucho más de una guerra defensiva que no de una guerra ofensiva. La guerra permitía al villano la ocupación de nuevas tierras como propietario libre que gozaba de plena libertad y al villano con caballo y capaz de coquetear con la muerte ascender a caballero, al rey extender sus territorios y al noble ejercer su originario oficio de guerrero, con las consecuencias de una movilidad social entre estamentos desconocida en la Europa de aquel tiempo y unas posibilidades únicas de dirimir conflictos de poder entre el rey y el estamento nobiliario en base a nuevas conquistas territoriales, aunque en los duros comienzos de la Castilla condal no se dotaba con propiedades a los guerreros nobles e infanzones. .
Naturalmente que al ser la guerra un factor dinámico no siempre previsible, de suerte cambiante, engendró a su vez las condiciones que acabaron poco a poco con la organización comunera castellana . Uno de los factores que jugó en contra de la pervivencia de las instituciones originales de Castilla fue la unión dinástica de coronas de Castilla y León, que lejos de castellanizar León como se piensa habitualmente, leonesizaron Castilla, siendo el historiador Don Ramón Menéndez Pidal el primero que utilizó este verbo al hablar de la leonesización de Fernando III, aunque en realidad en casi todas las uniones de coronas se trató de reyes leoneses que por azares de la historia juntaron la corona de León y de Castilla en una misma cabeza. El último conde castellano Fernando Sanchez hereda por su mujer el reino de León, siendo por tanto rey de León y Castilla, y fascinado por el esplendor de la monarquía imperial leonesa se leonesiza por completo. La segunda unión se realiza por un rey leonés que hablaba gallego como lengua familiar, Alfonso VI, nada querido por los castellanos a juzgar por el Cantar del Mío Cid. La tercera y definitiva unión se realiza por un leonés educado en Galicia para heredar el trono leonés y que por azar hereda antes la corona de Castilla debido la accidental muerte de su hermano por una pedrada desafortunada, y posteriormente contra la voluntad de su padre (a pesar de dicen que era santo) ciñó la corona de León con ayuda de la aristocracia y el alto clero, tropezando además desde el principio con una fuerte oposición de los concejos castellanos que no querían ver como sucesor en el trono de Alfonso VIII, triunfador de las Navas de Tolosa, a un rey leonés. Continuador Fernando de la idea imperial leonesa, a su vez continuadora de la idea de restauración imperial visigótica de la monarquía asturiana, todas las conquistas que se hicieron en tierras toledanas, andaluzas y murcianas fueron en beneficio del rey los magnates y la Iglesia, no más comunidades, no más fueros, no más concejos, en lo sucesivo las nuevas tierras serán gobernadas a la manera leonesa por el alto clero y los grandes señores y en ellos regirá el Fuero Juzgo o Liber Iudicorum. Se ven así claros los antecedentes del posterior señorito andaluz o extremeño, junto con el torero y el gitano, componentes esenciales del tópico español para exportación. Así pues la idea imperial leonesa de reconquista total fue una de las causas del principio del fin de las viejas instituciones castellanas. La opinión actual de que tras la unión de coronas de Castilla y León se produjo una misteriosa e inaudita fusión alquímica de León y Castilla es ciertamente digna de un argumento de historia ficción romántica pero como vimos antes no responde en absoluto a la realidad de los hechos. Para información de los no muy enterados del asunto conviene decir que la confusión engendrada por dicha unión se debió simplemente al hecho prosaico de que en la relación de reinos de la corona se anteponía Castilla a León, Toledo, Galicia y demás reinos, denominándoles en lo sucesivo para simplificar con el apelativo de Corona de Castilla, y también al hecho de que la lengua castellana se extendió en buena parte de la península como lengua común de entendimiento entre los pueblos, entre otras cosas por la irradiación de los ingenios que en ella escribieron pero no por imposición legal o por la espada, es decir algo así como ese griego comúno koiné que existió en la antigüedad por le imperio helenístico y luego por el imperio romano. En realidad también conviene recordar que la lengua que hoy se denomina castellano se hablaba con ligerísimas variantes en Navarra y Aragón como lengua propia y no importada y por supuesto mucho antes de que el castellano se introdujera poco a poco en tierras del Reino de León y fuera desplazando al bable. Como dijo muy bien el catalán Bosch Gimpera, nada proclive a partidismos castellanistas, “Castilla queda ofuscada y, en adelante, aunque siga hablándose de Castilla y esta con el tiempo se convierta de nombre en el país hegemónico, se trata de una Castilla que continúa la herencia leonesa”, así como se ha dicho que la cabeza, corazón y nervio de la unidad de nación alemana fue Prusia, se podría afirmar que la idea de la unificación de España a pesar de los pesares y aunque desbarate viejas imaginerías patrióticas es una idea herededa de León no de la vieja Castilla, los leoneses jugaron el papel de iniciales prusianos en la península.
Describe muy bien Anselmo Carretero Jimenez la decadencia de las viejas instituciones castellanas , las Comunidades de Villa y tierra, sus concejos, sus milicias…, van perdiendo terreno ante el poder del trono, la iglesia, la aristocracia cortesana. El patrimonio comunero es objeto de continuas depredaciones por parte de la corona y sus aliados. La monarquía, encabezada primero por los herederos asturleoneses del Impero visigótoco de Toledo, después por los Habsburgos, y luego por los Borbones, se imponen de forma cada más absoluta juntamente con las oligarquías que los apoyan.
Antes de enumerar someramente las principales hitos del retroceso y despojamiento de las libertades castellanas conviene hacer una descripción de las tierras donde efectivamente se desarrolló la Castilla Foral, que comprende la actual provincia de Santander o Comunidad de Cantabria salvo la Liébana que es una región leonesa, las actuales provincias de Burgos, Logroño, Soria, Segovia, Ávila, Madrid, Guadalajara y Cuenca esta última sin los partidos de Tarancón, Belmonte y San Clemente, a esto había que añadir la comarca del Campoo en la provincia de Palencia así como una parte de la comarca de Valles de Cerrato (Palenzuela), una parte del oriente de la provincia de Valladolid (Castrillo de Duero, Cogeces, Iscar, Alcazarem, Pedrajas de San Esteban, Muriel…), y una pequeña parte del norte de la provincia de Toledo perteneció a las comunidades de Ávila (Oropesa, Navalcán), y Segovia (Casrrubios del Monte, Seseña, Las Ventas de Retamosa) . Hasta aquí lo que se podría considerar claro e indiscutible, de acuerdo a consideraciones sociales, jurídicas, forales y organizativas. En una posterior apreciación hay zonas que podía tener una duda su inclusión en Castilla, pues si es cierto que partes de las actuales provincias de Valladolid y Palencia fueron originariamente leonesas, debido al baile de fronteras entre el Cea y Pisuerga , pertenecieron efectivamente al reino de Castilla en tiempos de Fernando I, Sancho III, Alfonso VIII y Fernando III antes de unir su corona a León, pero bien entendido que estas zonas nunca tuvieron la organización social, jurídica y foral castellana y solo adoptaron tardiamente la lengua castellana, mucho después que se hablara el castellano en Navarra y Aragón por poner un ejemplo, con perdón de Delibes . Al margen de esta consideración de la Castilla foral está lo que en la tardía época de los Borbones fue la capitanía general de Castilla la Nueva, tardía denominación del siglo XVI, al igual que la de Castilla Novísima para Andalucía de menos éxito toponímico, que difuminó el recuerdo de la Extremadura Castellana y que comprendía territorios que no pertenecieron a la Castilla foral anteriormente delimitada; así Toledo tuvo repobladores con fueros castellanos en la zona norte de la actual provincia, efectivamente Oropesa, Navalcán y la comarca del Campo del Arañuelo pertenecieron a la comunidad de Ávila y Casarrubios del Monte, Seseña . Las Ventas de Retamosa y algunos otros pueblos a la comunidad de Segovia pero el resto de Toledo, Ciudad Real , Albacete y sur de Cuenca, no pertenecieron nunca en la práctica al espacio jurídico y social foral castellano, considerándose pertenecientes Reino de Toledo, denominación tradicional de estas tierras hasta el siglo XIX; se aduce en ocasiones bien que fueron repobladas en parte por castellanos, aunque fue más importante la repoblación leonesa, o bien alguna continuidad de costumbres, tradiciones vecindad inmediata y otros factores, que también los tiene Aragón, Murcia, Extremadura o León, por lo que dudosamente podría tener cierta justificación su inclusión en la Castilla histórica, aunque si en algún engendro moderno más amplio pero adulterado desnaturalizado y descafeinado, considerando por supuesto además el factor de la voluntad o el sentimiento siempre fluctuante y en buena parte manipulado de sus habitantes, pero eso ya no entraría en las consideraciones propiamente históricas de los avatares de las libertades tradicionales castellanas.
Unidas las dos coronas, volvemos a recordar, no hubo fusión de pueblos como se ha dicho a menudo, la famosa fraternidad íntima Castilla y León; ambos reinos tuvieron durante mucho tiempo leyes distintas y cortes distintas. Mientras la guerra de expansión reconquistadora duró se mantuvo un relativo estado de equilibrio entre rey, nobleza y pueblo, pero las interrupciones de la misma no interrumpieron el hambre del dragón nobiliario por nuevas presas, comenzando las feroces dentelladas de los lobos de la aristocracia sobre las comunidades, sus municipios y sus tierras, lo que dio lugar a la creación de las Hermandades de las villas castellanas para defenderse del pillaje, el incendio, el saqueo y las violaciones. Es en este periodo cuando Alfonso XI El Justiciero comenzó un ataque en toda regla a la autonomía municipal , comenzando a crearse cabildos y ayuntamientos con regidores de nombramiento real , prohibiendo el concejo abierto y nombrado funcionarios para control concejil, los llamados corregidores, naturalmente que se opuso entonces deliberada resistencia a todas estas medidas, pero indudablemente había comenzado el declive de las libertades castellanas o en otras palabras la leonesización.
Después de la unión de las coronas de Castilla y León el episodio más notable en la decadencia de Castilla fue la derrota de la guerra de las comunidades impropiamente llamadas de Castilla, en contra del emperador Carlos V. Impropiamente puesto que hay levantamientos en Úbeda, Baeza, Jaén o Sevilla, por no hablar de León , Zamora y Salamanca ciudades pertenecientes al reino de León y no al reino de Castilla, todos los tratadistas históricos del episódico levantamiento comunero dan por supuesto de que el escenario fue el de los muchos reinos de la Corona de Castilla. Lo que si tuvo de particular el movimiento comunero en el reino de Castilla es que aquí se manifestó claramente contra el imperio, por la democracia comunera y por la autonomía, siendo la rebelión profundamente popular. De hecho en el bando de los triunfadores de Villalar de 1521 estaba compuesto por vasallos de señoríos leoneses y gallegos, sin tradición de libertades como los castellanos. La derrota implicó una dura represión de la que muchas ciudades tardaron tres siglos en recuperarse, una reafirmación del absolutismo monárquico , y una fase ascendente de la marea señorial. En lo que se refiere a las cortes el sojuzgamiento por la realeza y un sometimiento más estrecho que nunca al poder central con su pérdida total de eficacia política. Desaparecida la representación popular de los concejos y de las cortes vinieron estas instituciones a poder de la hidalguía, dándole un estilo de comportamiento caballeresco que a lo más que se atrevía era a alguna protesta contra la alta aristocracia. Algunos reinos conservaron en la época de los Austrias una institución denominada Juntas del Reino órgano meramente consultivo entre el Reino y la Corona, como fue el caso del reino de Galicia, pero que preservó históricamente la memoria de pertenencia a un reino histórico. No fue ese el caso castellano en el que las ciudades con representación en cortes no se agruparon nunca en una Junta del Reino de Castilla, que ayudó mucho a la enorme confusión posterior por pérdida de memoria histórica acerca de lo que era Castilla. Como muy bien dijo Sánchez Albornoz. De la derrota de los comuneros en Villalar ” Los castellanos fueron sometidos por la realeza antes que otros pueblos, y en el duro trance no recibieron socorro ni aliento de quienes después hubieron de seguir su misma suerte”, algo que convendría recordar a tanto nacionalista periférico que confunde Castilla y lo castellano con los excesos de centralismo, la imposición del poder y la opresión.
Por su parte los municipios y comunidades entran en decadencia, desaparecen , sobre todo en las ciudades importantes, las concejos abiertos donde eran llamados a convocarse a todos los vecinos del lugar, siendo substituidos por una serie de instituciones que recibieron diferentes nombres: Ayuntamientos , Cabildos, Regimientos, Comunidades y Concejos. Con el tiempo los cargos de regidor son acaparados por los poderosos del lugar mediante donaciones a la Hacienda Real, llegándose a su pública subasta, claros orígenes del poder caciquil en ayuntamientos y cabildos. Además se generalizó la institución del corregidor como representante del poder central y como cabeza administrativa del municipio, en teoría con una delimitación de sus funciones pero en la práctica asumiendo con el tiempo un papel preponderante. Al revés de lo que ocurre hoy día había entonces tanto más democracia en los municipios cuanto más pequeño e irrelevante fuera..
La dinastía Borbónica francesa, entronizada tras la guerra de sucesión, centralizó todavía más al estilo francés, tocándole la china también en este caso a los reinos orientales de la península: .Aragón , Cataluña y Valencia , pero el despojo de libertades no alcanzó el mismo grado que en Castilla fue algo más benévola con ellos; así Cataluña conservó su derecho foral civil y penal y la exención de quintas, ante los disturbios originados por intentar imponer tal medida , tales como el motín de Barcelona de 1773, y el incumplimiento de los alcaldes de las leyes sobre quintas, y en lo que se refiere a la lengua los Decretos de Nueva Planta tan solo declararon el castellano de uso oficial en la Administración de Justicia, mientras que Castilla postergada y sin capacidad de respuesta a lo largo de seculares y sucesivas derrotas se vio despojada de sus fueros, obligada al derecho común, y a aportar sin excusas contingentes a quintas. Las cortes fueron aún más restringidas que en la época de los Habsburgo, tan solo 6 en el siglo XVIII, y para más inri las cortes de toda España se llamaban cortes de Castilla, una notable aportación del despotismo borbónico a la confusión de Castilla con España. Cuando en alguna reunión de cortes se trató de elevar quejas al rey, fueron disueltas inmediatamente, tal vez los Borbones sentaran en esto de las múltiples y famosas disoluciones de cortes de la reciente historia de España, tales como las del General Pavía en la Primera República, o la del coronel Tejero en 1981, deporte favorito al parecer de los muchos déspotas y violentos que han ejercido en poder en nuestro país..
Carlos III reforzó aún más la autoridad de los corregidores, y para acallar las voces de protesta democratizó algunos aspectos de la vida municipal con la creación de los diputados del común y los síndicos personeros por elección entre los contribuyentes, que eran una especie de tribunos o abogados de la ciudad con capacidad de fiscalización de los servicios y de acusar a los regidores de incapacidad , asunto que naturalmente no sentó ni medio bien a los regidores de los ayuntamientos de entonces. .
De esta manera Austrias y Borbones, Carlos, Felipes y Fernandos, los Carolus Fhilipus y Ferdinandus de las inscripciones latinas, que no son castellanos , ni siquiera de linaje español, traen y llevan para bueno y para malo, el nombre de Castilla por todo el Orbe, mientras la verdadera Castilla es menos y menos en la monarquía que utiliza su nombre.
En tiempos de la misma dinastía borbónica , a la muerte de Fernando VII advino el liberalismo centralizador que no liberador, puesto que centralismo y libertad son en buena medida opuestos, siendo imitador ferviente del centralismo jacobino francés tan homogeneizador como el absolutismo real o quizá más todavía. No fue este un logro del ciudadano progresista frente al campesino reaccionario, en habitual consideración de las simplificaciones al uso de los tiempos pasados. De alguna manera se puede considerar el liberalismo centralizador decimonónico del siglo XIX como la puntilla de las escasas supervivencias históricas comuneras y forales de Castilla, así por ejemplo la desamortización del patrimonio comunero de los pueblos que no pertenecía al gobierno sino al pueblo castellano, el decreto de 31 de mayo de 1837 disolvió las comunidades de villa tierra institución netamente castellana con más de 800 años de historia; la división provincial de 1833, copia de la departamental francesa, refuerza aún más la centralización del estado español y reduce a casi nada las viejas comunidades castellanas, a base de códigos legales napoleónicos y el voto censitario que ninguna libertad trajo al pueblo.
Llegados al fondo del pozo queda por examinar si hubo alguna reacción del paciente en trance de moribundia, algún intento de recuperación del pulso, al menos en forma de algún vago regionalismo remotamente comparable a otras zonas de España. Hubo si en efecto una levísima reacción de características muy particulares y muy retrasado con respecto a otras regiones peninsulares. Para empezar convendría hacer una convención acerca de que se puede entender por regionalismo:
El regionalismo surge cuando un grupo adquiere conciencia de su singularidad histórica, cultural e incluso política y lucha para conseguir un reconocimiento público, a nivel constitucional o de derecho civil, de su singularidad. (mientras estos factores existen desde tiempos inmemoriales, no aparece sino en el primer tercio del siglo XIX)
(J.R. Barreiro Fernandez. El carlismo gallego pp 303-304)
Conviene diferenciar los tres tipos de regionalismo que de una manera general se produjeron en España en los siglo XIX y principios del XX
1ª Regionalismo tradicionalista carlista
2º Regionalismo federal
3º Regionalismo liberal
1º Regionalismo tradicionalista carlista. Este primer regionalismo considerado es el primero y probablemente el más importante de los tres en Castilla durante el siglo XIX y principios del XX, y también ciertamente el menos estudiado, acaso por aplicársele concepciones apriorísticas de retraso, reacción y cosas por el estilo.. Habitualmente en las consideraciones superficiales del tema se considera que las rebeliones carlistas fueron solo un problema del País Vasco, de Navarra, de Aragón, de Cataluña y de Valencia, países de tradición federalista y de autogobierno y los tres primeros de tradición comunera, La vieja Castilla aunque progresivamente despojada de sus libertades comunales, forales y federales en un proceso secular, aún conservaba un arraigo por sus viejas libertades regionales y no existía por consiguiente unas condiciones propicias para entusiasmos por el centralismo liberal, por centralista y no por liberal, que en Castilla la libertad tuvo arraigo de siempre. Había pues unos claros motivos para defenderse del acoso centralista.
Ahora el estado les arranca de sus hogares mediante un democrático sorteo para luchar lejos, no saben bien por qué o quien, les hacen pagar para mantener una administración que no les mejora la vida, ect. ect.
La mayor parte de aquellas comunidades mantenía pleitos contra las autoridades estatales. La causa era la recuperación de bienes comunales, los propios o baldíos, que en la Guerra de la Independencia se vendieron de forma irregular para atender las exenciones de guerra, y que en 1834 el Estado legalizó contra el interés de las comunidades campesinas. Asimismo entre la población de comarcas próximas a Vizcaya existía interés en el mantenimiento de los fueros de las Provincias Exentas, pues la diferencia de precios posibilitaba un lucrativo contrabando, que llegaba a ser una forma de vida para muchos, como fue el caso de los pasiegos
...Existía un rico caldo de cultivo, para que un grupo recogiese su malestar. Esta dirección la trataron de tomar los carlistas que sabían bien lo que querían
(El carlismo y los carlistas (Cantabria en la primera guerra civil 1833-1839) Vicente Fernandez Benitez. Las guerras carlistas. Dirigida por Alfonso Bullón de Mendoza. De Actas Madrid 1993. pp 207 y 208)
Hubo de hecho un ejército carlista de en la primera guerra carlista Castilla la Vieja: la Real Junta Gubernativa de Santander, aprobada pon D. Carlos en 4-12 1837, presidida por D. Luis Fernando de Velasco, y nombrado José Uranga como capitán general del ejército carlista de Castilla La Vieja. Aunque naturalmente la guerra carlista no solo se limitó al norte, hubo sublevaciones y partidas carlistas en Castilla a favor de los generales Gomez y Zariátegui en la primera guerra carlista y otras peripecias bélicas en le tercera guerra carlista que sería prolijo enumerar aquí, pero si señalar aún existían unos bienes comuneros residuales de los que iba a ser desposeído el pueblo castellano, y este reaccionó ocasionalmente a favor de los que defendían su pervivencia.
En realidad aún estando presente el tema de las libertades forales como uno de los motivos de fondo del carlismo a lo largo del siglo XIX no es sino hasta después de 1875 cuando tras la derrota, que por cierto algunos consideraron el hundimiento de la última posibilidad aceptable de convivencia plural dentro del marco general de un mismo Estado español, se reflexiona sobre los fundamentos del pensamiento y la historia política tradicional, y se explicitan sus principios, en especial a través de los discursos y escritos de Vazquez de Mella.
De una manera esquemática los rasgos generales del pensamiento tradicionalista carlista se podrían resumir en: una visión sacralizada de la sociedad de origen tradicional cristiano; experiencia y precedentes históricos en lugar de teoría y especulación;; instituciones concretas tan importantes o más que la legislación abstracta.; comunidad compleja de interese y valores frente a masa amorfa de individuos aislados; sentimiento de que el foro político debe representar el mundo real tal como es en lugar de transformarlo o recrearlo mediante números abstractos y elucubraciones partidistas; creencia en que la sociedad vive mejor con el mínimo gobierno central posible convenientemente frenado por una red de instituciones sociales y económicas intermedias, los llamados cuerpos intermedios, en especial los fueros regionales ( monarquía limitada y pactista de origen medieval); la constitución no es creadora de una comunidad nueva, sino receptáculo de leyes tradicionales y por lo tanto debe ser un documento esencialmente corto sin normas detalladas que deben consignarse en otros códigos; mandato imperativo y juicio de residencia; economía basada en gremios y artesanado.
En realidad la palabra tradición procede de tradere, traer, transportar, hacer venir de un lugar a otro, sugiere movimiento cambio de lugar, por lo tanto es distinto al sentido de conservar a todo trance que habitualmente se le confiere. Edmund Burke asimilaba conservación a charca, mientras asimilaba tradición a río, y es justamente ese sentido al que se debe asociar, lejos por tanto de la convención habitual que identifica tradición con conservación a todo trance. De hecho la reflexión sobre el vaciamiento y la desnaturalización de las instituciones políticas tradicionales y su necesaria restauración, renovación y revitalización comenzó mucho antes de la aparición histórica del carlismo; uno de los más ilustres pensadores políticos y críticos de la época de la Ilustración, Jovellanos, asturiano que estudió leyes un la universidad de los dominicos de Ávila ubicada entonces en el Monasterio de Santo Tomás, mantuvo una posición de respeto a la soberanía real pero no de la monarquía absoluta; las leyes, decía, están por encima de los reyes. Su defensa de las libertades populares fue uno de los motivos que dieron con sus huesos en la cárceles y destierro. Aún así a lo largo de su vida mantuvo una defensa coherente de las libertades forales tradicionales, así a las propuestas de Calvo Rozas de elaborar una novísima constitución en 1808, respondió Jovellanos de ésta manera: “España tiene ya su Constitución ¿Hay alguna ley que el despotismo haya suprimido o pisoteado? Restablézcase. ¿Existe algún principio nuevo capaz de asegurar más eficazmente el ejercicio de todos los demás? Establezcase”.
Conviene recordar algunos hitos importantes de la renovación de las interpretaciones tradicionales de regionalismo, pactismo y federalismo realizados en tierras castellanas, puesto que en los tiempos modernos se ha sospechado que tales cosas han sido extrañas flores de otras latitudes, así por ejemplo la noción de monarquía federal hecha en el Congreso por Vazquez de Mella en mayo de 1890 en Madrid
¿Quién puede negarlo, sobre todo en España, donde esas regiones forman una verdadera personalidad histórica? ¿Quién puede negarlo aquí, donde la unidad nacional es posterior a las entidades regionales y que, en cierto modo, se ha establecido por pacto implícito, formando eso que yo llamaba, con asombro de algunos, «monarquía federal»? Porque aquí, la nación, mejor diré, el Estado central, ha sido la resultante de la unión de varias regiones que antes eran independientes, pero que al unirse no han podido perder aquellas prerrogativas
y facultades esenciales a toda entidad jurídica, sobre todo si es de un orden tan superior como lo son las regiones.
O las líneas maestras del regionalismo carlista, en conferencia pronunciada por el mismo Vazquez de Mella en la Asociación de Prensa de Madrid en 1909, y que iban a tener un impacto posterior en los comienzos del regionalismo castellano:
Derechos:
1º A conservar y perfeccionar su propia legislación,
2º A resolver por los Tribunales regionales, dentro de su propio territorio y en última instancia, los litigios que se refieren a su derecho privativo.
3º Al uso de la propia lengua en las relaciones oficiales interiores en que lo consideren necesario.
4º A administrarse por sí mismas por medio de sus Diputaciones regionales. Como garantía de estos derechos tienen las regiones el «pase foral» para evitar las invasiones del Estado central.
5º La alteración de los fueros regionales no puede hacerse en Cortes generales, sino dentro de la región con el concurso del soberano.
Si bien es cierto que la parte o elemento popular del carlismo era decididamente foralista la jerarquía era mucho más moderada y timorata. En la realidad hubo en numerosas ocasiones por parte de la jerarquía ambigüedad, falta de concrección y valentía a la hora de los planteamientos autonómicos. De hecho en su casi totalidad los mentores de todos los posteriores nacionalismos fueron de extracción, formación o sesgo ideológico carlista y justamente se dedicaron a atacar la ambigüedad oficial de los planteamietos del partido carlista en ese tema.
2º EL regionalismo Federal. Este regionalismo tuvo aparición meteórica en el sexenio 1868-1874, un hito fundamental del cual fue la fundación del Partido Democrático Republicano Federales en Madrid octubre 1868, Inspirado en el pensamiento de Pi y Margall proponía una modernización radical , teórica y abstracta lejos de los hechos diferenciales, lo que le daba características de partido radical, entre otras cosas porque el regionalismo federal más que un fin un sí era un medio de cambiar radicalmente el orden social. Coincidió además en este periodo con la introducción de los movimiento obreros surgidos de la Primera Internacional ampliamente discrepantes con él. Tuvieron su primera Asamblea Federal en Madrid 1870 en donde su propusieron modelos organizativos confederalizantes. Tal vez su actuación política más importante fue Asamblea constituyente de la 1ª República en donde se aceptó una división territorial: antiguos reinos de la monarquía Madrid (1873). En el ámbito del regionalismo ferderal surgió el pacto Federal Castellano (1869) en el que se manifiesta claramente la pérdida de consciencia histórica castellana, que se mantendrá, salvo raras excepciones, a lo largo del siglo XX , se mezclan 17 provincias con un sentido más de extensión administrativa central que de historia, figuran la provincias de León, Zamora y Salamanca, que jamás pertenecieron históricamente al reino de Castilla, como supuestas provincias castellanas, además de Toledo Ciudad Real y Albacete, que si bien la primera tenía más motivos para ser castellana en su parte norte, más difícil era tal supuesto para Ciudad Real, sur de Cuenca y Albacete , aunque entre otras hubiera posibles justificaciones por su pertenencia a la capitanía general del Reino de Castilla la Nueva de la época borbónica dieciochesca. Se podría citar como antedecente de los regionalistas federales el Partido Progresista (1854)
La Primera República tuvo un extraño zarpullido acaso producido por ser una ráfaga de libertad tras seculares sometimientos absolutistas y centralistas, y nos referimos con ello a los brotes y ensayos de cantonalismo en Castilla y en León: Toledo y Avila (1873) y también en las cercanas Béjar, Toro y sobre todo Salamanca que se proclamó cantón independiente con una junta revolucionaria. No tuvieron las mismas características que otros cantonalismos coetáneos tal como el de Alcoy, con una presencia de obreros anarquistas que no fue el caso castellano. Se ha llegado a sospechar que muchos de estos brotes cantonales fueron producidos sencillamente por rivalidades locales de pueblos que no querían estar sometidos a la capital provincial.
3º El regionalismo liberal. Este tipo de regionalismo no se dio en el siglo XIX en Castilla en sentido estricto. Su rasgo más notable es que está basado en el hecho cultural de una lengua autóctona diferente del castellano, y tuvo en principio un desarrollo cultural basado en manifestaciones culturales y artísticas como los juegos florales, la renaixença catalana, o el rexurdimento gallego. Quizá la figura señera sea Prat de la Riba en Cataluña y Murguía en Galicia; el caso Sabino Arana es más atípico, si bien tuvo su fuente en Prat de la Riba , tenía unos caracteres fantásticos de burdo racismo biológico y de pretensiones integristas y exclusivistas religiosas que no se dan en los anteriores. Si bien este regionalismo liberal colaboró con los carlistas en ocasiones, cuyo caso más notorio fue el de Brañas en Galicia, además del hecho bien comprobado que de ellos les vinieron como tránsfugas casi todos sus mentores, se desligó de los partidos tradicionales y derivó del foralismo de las concepciones tradicionales de las libertades hacia reivindicación autonomíca, el industrialismo, el comercio capitalista y el parlamento propio características típicos de la burguesía liberal. En primer tercio del siglo XX, este regionalismo liberal se denominó nacionalismo, con desarrollos diferenciados en Cataluña, País Vasco y Galicia, Posteriormente los diferentes nacionalismos tuvieron querencias independentistas más o menos explícitas según los casos.
En el contexto de estos se pueden examinar algunos de los hitos más importantes de regionalismo castellano durante el siglo XX, el primero de los cuales parte del proyecto de Mancomunidades de 1913 de Dato, de alcance meramente administrativo y no político, que dio lugar a la concesión de un Régimen de Mancomunidades en Cataluña , sirvió de acicate para exigir también una Mancomunidad castellana, lo que puso de manifiesto uno las constantes del regionalismo castellano que consistió en la denuncia de agravios comparativos en la consideración regional, en las asimetrías como se diría en lenguaje actual, es decir que como reacción un nacionalismo periférico de corte liberal se estimuló un cierto regionalismo castellano. Otra reacción fue la protesta de que se trataba de un regionalismo sano frente al separatismo siempre sospechado del regionalismo o nacionalismo catalán. En realidad no se trataba de algo que surgió en ese momento, sencillamente se echaba mano de unas ideas y unas palabras usadas desde mucho antes por el carlismo, aunque nunca se reconoció ese origen. Consecuencia de esos esfuerzos fue el Mensaje de Castilla de 1918, primer documento colectivo en que se plasma la voluntad regionalista de Castilla, declaración de principios redactada en la Diputación de Burgos tras la reunión del 2 de diciembre de 1918 de los representantes diputaciones castellanas y leonesas, documento que se enmarcaba en los límites de la descentralización económico-administrativa, y que mostraba la ambigua y confusa delimitación de lo que se consideraba Castilla, fruto en buena parte del secular despojamiento de las peculiaridades políticas y sociales tradicionales de la vieja Castilla, que será otra de las constantes del regionalismo y nacionalismo castellano a lo largo del siglo XX. Una consecuencia de aquello fue la reunión en Segovia de las representantes de las diputaciones provinciales en la que se elaboraron las Bases de regulación del régimen autonómico municipal, provincial y regional. El ambiente de entonces fue propicio para la edición en Toledo de una revista titulada Castilla durante 1918 y 1919, que promovió una reunión de regionalistas castellanos en Ávila el mes de Agosto de 1918, en el que se puso de manifiesto como el regionalismo castellano de la época recogió explícitamente su formulación del regionalismo carlista a través de los escritos de Vázquez de Mella, en dicha reunión se llegó a definir Castilla como “la puerca cenicienta de la nación” (Castilla nº 11) . El círculo reunido en torno a esa revista creó un Partido Regionalista de escasa vida. Probablemente el fracaso de la Mancomunidad castellana se debió a la falta de apoyo de un partido regionalista con fuerza. La Dictadura de Primo de Rivera acabó con todos aquellos intentos y algunos otros como el de intentar esclarecer las responsabilidades del desastre de Anual que tantos muertes costó al pueblo castellano.
La llegada de la Segunda República volvió a reavivar el regionalismo castellano sobre todo a través de la prensa, con las constantes de asimetría, agravio comparativo con Cataluña y confusa delimitación de Castilla. En 1931 con motivo de la elaboración del estatuto catalán se creó en Burgos el Centro de Estudios Castellanos, en teoría dedicado a reivindicar y despertar la conciencia regional, pero que acabó en estériles protestas de agravio comparativo frente a Cataluña. En mayo de 1931 una proposición surgida en varios ayuntamientos de Burgos para elaborar un proyecto de estauto de autonomía se perdió en un marasmo de comisiones de estudio. Algo similar ocurrió en 1932 en otra proposición venida de Santander. Durante ese año surgieron en los periódicos algunos proyectos autonómicos, propuestas de creación de un Partido Castellanista, encuestas de opinión regionalista e incluso un catecismo regional. En 1936 se celebró en Burgos una Asamblea el 24 de mayo para tratar del Estatuto de Castilla, en este caso reducida al ámbito de Castilla la Vieja, llegándose a algunos acuerdos programáticos. Y también en ese año del doctor Misol Bañuelos presentó un curioso borrador de Estatuto de Castilla y León denominado “bases políticas y administrativas” que consideraba tanto la autonomía regional como la provincial con una serie de consejos provinciales y consejo supremo regional que en buena parte recuerdan la organización comunera de la vieja Castilla. Todo esto naturalmente se lo llevó la guerra y el largo paréntesis de la dictadura franquista.
Tras aquel régimen que tras la hojarasca teatral de principios sacados de la ideología falangista, de algunos términos de cuño tradicional como fueros, consejos o cortes, y de todo el bagaje centralista de la época liberal se escondía una expedito y elemental sistema de gobierno basado en la fuerza y la violencia. A su término se planteó la necesidad de edificar un sistema político más acorde con los valores del medio cultural y geográfico del entorno. Se elaboró aceleradamente una constitución y se transigió por el momento con una extraña regencia instaurada por Franco sin ninguna legitimidad de origen. El texto constitucional era calculadamente ambiguo, ni unitario, ni federal sino una nueva figura política y administrativa: la Comunidad Autónoma, de competencias diferentes según ciertas características diferenciales, cierta potencia económica y ciertas potencialidades políticas de dudosa pronóstico, es decir la asimetría como principio. La constitución pretendía ser una constitución moderna, es decir un pacto social que hiciera borrón y cuenta nueva de un pasado reciente ciertamente siniestro y que fuera el fundamento de un nuevo orden político, no era de ninguna manera una constitución tradicional que recogiera lo mejor de la tradición política y consuetudinaria del pasado, que en algunos países como Gran Bretaña ni siquiera se pone por escrito. Hubo, eso si, alguna restitución calculada, restringida y local de leyes forales, como en el caso del País Vasco y Navarra, pero en absoluto las restituciones forales de antes de 1714 a Cataluña, Aragón o Valencia o las leyes forales a Castilla. Curiosamente a pesar de los privilegios diferenciales y asimétricos otorgados la constitución no fue refrendada mayoritariamente en el País Vasco. La Constitución de 1978 auspició en definitiva un orden político más parecido a las democracias de tipo francés o anglosajón que no a una democracia federal y tradicional como la suiza.
Con unos presupuestos teóricos y abstractos la Comunidad Autónoma resultó una reproducción en pequeño de estado central, con su capital, su parlamento, sus leyes, su lengua, su policía, sus impuestos, su centralismo, su nacionalismo y demás componentes pequeñoestatales; lejos de cualquier articulación tradicional en cuerpos intermedios jerarquizados, como hubiera podido auspiciarse con una verdadera autonomía municipal y provincial como base de la ordenación política. Fruto de tal ordenación fue la liquidación de la vieja articulación del foralismo vascongado en diputaciones forales, y la creación de Euzkadi, o la atribución de capitalidades a Castilla que jamás tuvo sede fija para su autoridad suprema, dando lugar a esos nuevos Madriles llamados Valladolid o Toledo.
Coherente con los valores políticos de la modernidad primaron las consideraciones de igualdad abstracta frente a la variadas y caleidoscopicas formas depositadas por la historia, la extensión frente al recoveco, la masa frente a la delicadeza del matiz, y así al llegar a la delimitación autonómica de Castilla, se le asignaron unas divisiones arbitrarias, producto de componendas y manejos que difícilmente saldrán a la luz algún día, efectuadas todas ellas con la hipótesis de trabajo de que un pueblo como el castellano secularmente despojado y machacado en su hacer político, no dejaría de ser siempre una dócil masa de maniobra útil para los fines de las organizaciones políticas de carácter estatal. De hecho ni siquiera se sometíó a referendum la delimitación de estas Comunidades Autónomas que pertenecían a territorios históricos de Castilla.
La configuración autonómica del estado planteó de forma cada vez más acuciante el tema de la unidad de España como nación, tanto más aguda cuanto que la propia constitución reconoce la existencia de nacionalidades, y evidentemente no hay nacionalidad sin nación, lo que implícitamente equivale a reconocer a una nación de naciones, pero a su vez se excluye una posible articulación mediante un modelo federal, palabra que no figura en ningún momento en el texto constitucional. Advirtiendo, como de pasada, que como fundamento último de la unidad nacional basada teóricamente una constitución timorata que no se atreve a declararse ni unitaria, ni federal , sino con el vago adjetivo de autonómica de dudosa interpretación, está la fuerza, es decir el ejército, que trae a cuento aquel dicho: “ para este viaje no hacían falta alforjas”. En este sentido es una constitución dubitativa y temerosa que en el fondo no se fía de los pueblos, no se fía de los pactos, no se fía de las federaciones, no se fía del soberano, su razón última es la estaca. Excluida en razón del carácter profano y laico de la constitución un fundamento espiritual y sagrado para la sociedad y su ordenamiento político expresado tradicionalmente antaño a través del cristianismo, no queda como fundamento de la unidad sino la fidelidad al texto constitucional, fidelidad que a su vez no tiene en teoría más que el fundamento de una ponderación más o menos racional o emocional, según los casos, y sometida como todas las operaciones racionales y emocionales a circunstancias variables de dudosa constancia y cuando esto falla la estaca pura y dura, como antes se comentó. Frente al constitucionalismo se encuentran otras posiciones que alegan hechos diferenciales de diverso pelaje: lengua, supuestas características raciales o sencillamente la pura voluntad discrepante; de manera que finalmente el cemento unificador de España ha venido a quedar al albur de los resultados de las urnas. Cuando el partido de turno no tiene suficiente poder parlamentario queda sometido a la fácil imposición de partidos nacionalistas que pueden exigir más en detrimento de los que exigen menos o nada. Siendo este último justamente el caso de los castellanos, al no articular su convivencia política mediante organizaciones políticas intermedias propias y fuertes, sino más bien ser pura masa de maniobra de partidos estatales resulta finalmente el pagano de la debilidad política española, y hasta algunos castellanos en su ceguera e ignorancia llegan a pensar que lo peor sería actuar a favor de su propia identidad e intereses castellanos y refuerzan así su comportamiento de español abstracto sin intereses concretos de región o nacionalidad que sustentar y fiel servidor de esa España cada día más fantasmal y anémica, lo cual naturalmente refuerza la fatal espiral de su despojamiento y aniquilación.
La configuración del estado tradicional lejos de primar las consideraciones abstractas, atendía ante todo a las pertenencias concretas, así por ejemplo el la vieja Castilla un natural de Cardeñosa pertenecía a dicho municipio y en virtud de haber nacido en Cardeñosa pertenecía a la Comunidad de Villa y Tierra de Ávila y por lo tanto al Reino de Castilla, en una palabra, no se simplificaban las cosas diciendo que era un Castellano de Cardeñosa. Un natural de la comuna Annemasse pertenece al cantón de Ginebra, y por tanto a Suiza y en principio, a menos que esté con extranjeros, no dirá nunca que es un suizo de Annemasse, que sonaría bastante extravagante y cómico. La razón de ser de un suizo queda bien reflejada en las palabras de Denis de Rougemont: 'soy suizo no porque hable la misma lengua, ni tenga la misma religión, ni la misma opinión política y social que los demás suizos, ni tampoco porque los ame, ni tan siquiera porque los conozca o les entienda, sino porque pertenezco a un país llamado Suiza que me permite a la vez ser suizo y como yo quiero ser' que también podría resumiese en el lema 'cada uno para sí y la Confederación para todos'. Algo bien distinto de lo que ocurre en la España actual, mientras un vasco o un catalán no pueda repetir exactamente la palabras de D. de Rougemont sustituyendo la palabra suizo por la palabra español, España como institución política será un fracaso. Solo como detalle quizá convendría recordar que con casi toda seguridad un vasco en la vieja Castilla foral repetiría las palabras de D. de Rougemont sustituyendo la palabra suizo por la palabra castellano, lo que induce a sospechar que han cambiado muchas cosas desde el viejo reino tradicional al moderno estado constitucional.
De esta forma, a pesar de las apariencias, lo peor que puede hacer un castellano por España es desentenderse de Castilla y considerase español en abstracto y sin pertenencias intermedias, olvidar que Castilla como socio del conjunto español, debe ser ante todo y primeramente socio y no pretender en atajo rocambolesco ser el todo y no la parte, es decir ser España y no Castilla.
En los tiempos actuales los únicos que han cultivado y mantenido con dedicación la antorcha de la memoria de lo castellano como patrimonio diferenciado e inconfundible a conservar han sido unas pocas asociaciones culturales y algunos grupos políticos. Estos últimos en los primeros años de la transición conservaban un notable conocimiento de las razones históricas de la delimitación de Castilla, que historiadores y ensayistas como Ramón Menéndez Pidal, Claudio Sanchez Albornoz , Elías Romero, Luis Carretero Nieva, Anselmo Carretero Jiménez o Manuel González Herrero, revolucionando concepciones anquilosadas y folletinescas de la historia de Castilla, habían puesto de manifiesto. La posterior aparición de partidos políticos castellanistas cuya pretensión en pro de una insólita Gran Castilla o Castilla Total históricamente irreal y producto de una confusión deliberada entre lo que fue la Castilla foral y comunera y la denominación genérica de Corona de Castilla y que comprende al parecer 17 provincias, aunque por los mismos motivos podían ser 20 o 33, derivó en una reivindicación nacionalista de una especie de Microespaña a la que incluso proponen Madrid como capital más que de una Castilla histórica propiamente dicha, novedad que les hace más acreedores al adjetivo neocastellanista convenientemente confuso e indeterminado; los tales neocastellanistas al parecer han sucumbido fácilmente a consideraciones de ambición de poder político o realpolitik que a consideraciones históricas o tradicionales. En sus reivindicaciones propagandísticas establecen que esa fantástica Gran Castilla se ha dividido arbitrariamente en diversas comunidades autónomas por decisiones autoritarias que para nada contaron con el pueblo castellano, pero en el fondo y pesar de sus irrisorios resultados electorales, a estos partidos les preocupa más la superficie que el fondo, es decir más la extensión administrativa que los distintos territorios que comprende esa extensión, más el volumen de población, posibles votantes suyos, que la distinta historia y tradición de esa población, más reivindicaciones económicas victimistas, perfectamente asumibles por otra parte por los partidos sucursalistas, que la recuperación y actualización de la vieja organización autonómica municipal, foral, comunera y federal castellana - aunque algunos partidos adjuntan a sus siglas sin rubor ese adjetivo de comunero del que probablemente ignoran su verdadero significado-; más la extensión y poder de los partidos que la mayor participación popular y menor de los partidos, por ejemplo con la instauración a nivel municipal, provincial o comunal y nacional de: iniciativa legislativa, referendum, mandato imperativo, juicio de residencia, personero o síndico del común y otras, aunque ninguna de estas propuestas tendría posibilidades de llegar a buen puerto, puesto que todo partido tiende por definición a aumentar su poder, y no el del pueblo al que dice representar.
Otro de los síntomas patológicos es la tendencia a la abstracción propia de todos los nacionalismos modernos, que olvidándose del inclasificable hombre concreto se esfuerza en abstraer caracteres comunes más o menos evidentes , de los que es capaz de elaborar unas listas ordenadamente clasificadas y proceder luego a la definición categórica de lo que es un indígena nacional y en que territorios habita, quien pertenece a la nación , quien no pertenece, que tipo teórico, uniforme y homogéneo posee el elemento perteneciente y cosas por el estilo, en un análisis etnológico sincrónico que podría servir, en le mejor de los casos, como ponencia académica, pero de dudosa aplicación a la vida real. Así uno de los tics que no han sabido corregir, es la vieja cháchara del régimen anterior que en plúmbeos, soporíferos e insoportables discursos nos hablaba de la hermandad de los pueblos y las tierras de España. Este discurso traducido a escala autonómica dice más o menos que existe una Castilla Total que abarca un tanto arbitrariamente a las 17 provincias comprendidas en las cinco Comunidades Autónomas; una , grande y libre Castilla donde están hermanados castellanos, leoneses y toledanos; naturalmente que alguna de esas organizaciones políticas, que cuenta con historiadores entre sus parlamentarios, sabe que eso dista de ser cierto, pero la ambición política prima sobre la verdad. Una extraña hermandad de la que surgió Castilla independizándose de León y usando la violencia para defenderla, que mantuvo cortes separadas después de su unión dinástica, y que finalmente vio aplastada sus reivindicaciones populares por tropas predominantemente leonesas (sin olvidar las gallegas) en 1521; de manera que finalmente fueron castigados por el papá estado imperial ambos hermanos, Castilla y León, sin postre y al cuarto oscuro, por malos y peleones, para que meditaran bien su hermandad de presos. Salido León del castigo tuvo hijos rebeldes y pertinaces que dijeron nones a eso de quitarles hasta el nombre de su identidad; como dice el refrán la avaricia rompe el saco.
Otro gallo hubiera cantado si los partidos llamados neocastellanistas se hubieran ceñido a la realidad histórica que permite delimitar con cierta fortuna y prudencia a Castilla con las antiguas provincias de Castilla la Vieja y algunas de Castilla la Nueva (Guadalajara, Madrid, Cuenca serrana y algunos territorios del norte de Toledo), las comunidades de villa y tierra de la actual provincia de Valladolid y la comarca del Campoo en la provincia de Palencia, siendo más que discutible la posible atribución del resto de las provincias de Valladolid y Palencia , terrenos que además de ser originalmente leoneses, incluso cuando pertenecieron en su totalidad en diversos periodos al Reino de Castilla, por los famosos bailes de frontera entre el Cea y Pisuerga, no dejaron de tener una organización social y jurídica e incluso lengua plenamente leonesa, aunque más tarde por razones de preeminecia económica y poder político se vendió la moto de que eran la esencia de lo castellano. El problema se complica y encona por diversas razones: en primer lugar los partidos leonesistas tienen bastante más implantación y número de votos que los partidos neocastellanistas, por lo que dudosamente se pueden argüir razones de mayoría numérica par imponer interpretaciones y en segundo lugar los planteamientos partidarios de pura extensión sin cualidad de los partidos neocastellanistas, hacen que surjan cada día más indocumentados y despistados que sugestionados por las consignas y eslóganes políticos de esos partidos se atrevan a decirles a los leoneses que ellos son castellanos, con la consigüiente reacción indignada de estos últimos, alimentando así una espiral de discusiones y enfrentamientos que a la larga van a esterilizar muchas cosas. Basta como ilustración asomarse a los foros de internet de temática castellanista para comprobar que este malentendido consume el 95% de las discusiones que en principio deberían explorar otros temas.
Si un leonés no puede repetir las palabras antes comentadas de D. de Rougemont sustituyendo la palabra suizo por castellano, quiere decir que ese extraño conglomerado de Castilla Total, o Gran Castilla o como demonios se quiera llamar, además de ser una abusiva extrapolación de lo que históricamente ha sido la Castilla genuina, es un fracaso como proyecto o estrategia política. Además de las desagradables resonancias que posee con la Gran Serbia, la Gran Alemania y otras grandezas territoriales cuyo colofón ha sido un baño de sangre y horror.
Finalmente en el supuesto altamente improbable de que alguno de los actuales partidos neocastellanistas comentados fuera el partido dominante en alguna de las autonomías en que quedó dividida la antigua Castilla, tal vez en Castilla y León por ser la más grande y donde tienen alguna presencia, mandaría, para bien o para mal ,en una especie de estado moderno que no tendría nada de comunero, ni de concejil, ni siquiera actualizado o modernizado, porque a menos que cambiaran muchas cosas una Castilla verdaderamente comunera, popular, federal y pactista es dudosamente compatible no con España pero si con el actual ordenamiento político del estado español.
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