Villacastín. La agricultura y la industria castellana de antaño. Los economistas y sus fantasías destructoras
Tras el madrugón consiguiente, desciendo al Azoguejo y tomo el autobús de Ávila, a las ocho. Los pueblos de Madrona, Fuentemilanos y Zarzuela del Monte no despiertan, al paso, especial interés. Sí lo tiene el espectacular contraste de un cielo encapotado -a la derecha, la parte llana- y el sol vertiendo -por la opuesta- su nueva y dorada luz sobre cerros y colinas, separados por encinares y breves barrancas. Llovizna a ratos. Ya cerca de Villacastín, aparece el poblado de Guijasalbas, donde juguetean unos chicos y chicas en espera del autobús de la concentración.
Me apeo en Villacastín y voy a desayunar al Albergue. Después, bajo la llovizna, recorro el pueblo. Las casas son sólidas, de buena piedra, tallada de las enormes pellas de granito esparcidas por los contornos. Algunas de las casas se adornan con blasones, y en una de ellas se declara: «Soy de Pedro Zúñiga», testimonio de la antigua presencia vasca en estas tierras. Veo el rótulo de una fábrica de embutidos con este virtuoso nombre: «La Prudencia». No parece muy grande el establecimiento, en concordancia con el título. Lo es, en cambio, una de harinas, titulada, piadosamente también, de Santa Margarita. Aparte esto, el pueblo vive de la agricultura, y del fondismo y refresquismo resultante de ser importante cruce de carreteras, muy amenazado por la prolongación de la autopista que viene de Madrid. También hay ganadería en Villacastín, pero en baja: de las 18.000 ovejas de antaño, quedan sólo 5.000.
La víspera de Navidad de 1808, con su tropas, Napoleón entró a pie en este pueblo. Llegaba de Madrid, dispuesto a alcanzar y batir a los ingleses de Moore, y había cruzado el Guadarrama en medio de una tempestad. Su gente andaba muy mohína y era forzoso animarla con el ejemplo. Aquí debió de hacer alto el general para sacudirse la nieve, bajo los pórticos municipales, formados por trece arcos, cinco de los cuales, los del centro, se adelantan a la línea de la fachada y soportan un balcón corrido. Desde los soportales, al fondo de una calleja se ve la magnífica iglesia mayor, de San Sebastián. Incompleta en su exterior, al parecer y en parte es obra de fray Antonio de Villacastín, aparejador de Juan de Herrera, tracista, dicen, de las fachadas y torres, una de las cuales no llegó a alzarse. El interior, proyectado por Rodrigo Gil de Hontañón conforme al estilo de la catedral de Segovia, es gótico y tiene un magnífico retablo. Se trata del mejor templo del obispado, excluida la catedral. Desde estos mismos soportales, tal vez repararía el emperador en el declamatorio escudo barroco de una casa de la izquierda; aunque no era momento muy a propósito para semejantes minucias, con la tropa muerta de frío, maldiciendo y acaso blasfemando por lo bajo, o por lo alto.
Guarecido de la llovizna bajo los pórticos, donde ahora venden fruta, hortalizas y ropa, converso con unos labradores. Están aguardando la hora de subir a los locales del ayuntamiento para pagar la contribución. A juicio de uno de ellos, Lorenzo, los jóvenes de hoy no tienen la fuerza que ellos tenían a su edad, sudando siempre; no con excesivo daño, deduzco del aspecto de todos. Otro, el más viejo, de ochenta años, aclara:
-Es que ahora, entre la concentración y los tractores, se trabaja mucho menos. ¡Con las mulas y corriendo todo el término de tierra en tierra los quería yo ver!
Cuando iba a hacerse la concentración parcelaria, me confiesa Lorenzo, él y otros muchos no la veían con buenos ojos. Ahora se han dado cuenta de sus ventajas. Pero todos se quejan del mal precio del trigo. En cuanto a la merma de los rebaños, dice uno:
-¡Qué remedio! Entre las repoblaciones y los cercados, ya no queda donde pastar. Además, nadie quiere ser pastor. Uno de los presentes, dueño de bastantes ovejas y otros ganados, lamenta las exigencias del peonaje:
-Cuatrocientas o quinientas pesetas quieren, ¿sabe usted? Y eso para lujo y caprichos, que no había antes, cuando todos vivíamos mejor. Ahora va una mujer a la carnicería, y si tenía intención de comprar carne corriente y ve a una vecina pedir de la mejor, ella también la pide para no quedar por debajo.
Asienten todos, y todos se muestran sorprendidos del dinero que corre.
-Y todavía a muchos les parece poco y van a buscar más por esos mundos.
Tras una pausa, el ganadero dice:
-Bueno, si a alguno de vosotros le va bien, puede llevarse el estiércol de mis cuadras.
-Ese te lo metes por el... -contesta uno de ellos, que sale tras el recaudador escaleras arriba, mientras los demás carcajean y se disponen a seguirlo.
El estiércol lo regalan los ganaderos, pero nadie lo quiere. Esto me dice Lorenzo, y al preguntarle por qué, responde: -¡Toma! Porque no le echan paja y aquello es como un agua que da asco revolver.
-¿Y por qué no le echan paja?
-Porque ya no se estila en los establos modernos. Entre eso y otras cosas, la paja ya no vale la pena cogerla. No es como antes, cuando a más de usarse en las cuadras se mezclaba con salvado para hacer piensos. Hoy en día, los ganaderos ya no se molestan en preparar los piensos. Les van mejor, y es más cómodo y limpio, los piensos compuestos, que engordan más y más de prisa a los animales. Ahora, los labradores que ya no tenemos animales sacamos el grano con las cosechadoras y allá se queda la paja en las tierras. Unos la dejan sin más y otros, para que no prenda el grano que puede quedar en las espigas y trastorne el de la siembra, le pegan fuego.
Tras una pausa, añade:
-Donde esté el abono mineral, limpio y fácil de mover, sin incomodidades de transporte y mano de obra, que se quite el estiércol. Gracias al abono mineral cosechamos lo que nunca habíamos cosechado.
Lorenzo se va tras los otros y me quedo solo. Sigue lloviendo, y a la espera de que acabe, mientras voy midiendo a trancos los pórticos, pienso en el mundo de nuestros labradores, tal vez el más cambiado en los últimos tiempos y sin duda el menos conocido. Unos lo presentan por el lado bucólico y otros por el dramático. Los primeros, herederos de un beatus ille a prueba de siglos, nos dan la lata con un venturoso mundo rural que nunca existió; los segundos agitan de vez en cuando los escenarios con unos labradores que esgrimen hoces, destrales y batederas para acabar con un tirano o para matarse entre sí por unos bienes en litigio o por una mujer. Nota común a los autores de una u otra de ambas versiones es la de ser gente de ciudad que en su salida anual de vacaciones se empeña en ver el Angelus de Millet entre naturalezas apacibles o se sobrecoge al ver freírse hombres y mujeres bajo el implacable sol de julio en las eras de las mesetas centrales. Pues bien, ciñéndonos a una de estas mesetas, la del norte, centro de nuestro viaje, y considerando como inicio de aquel cambio la mecanización del trabajo agrícola, que ha arramblado con los Angelus de Millet y con los trillos y sus mulas, veamos cuál era la realidad anterior y cuál es la actual. Nuestras observaciones se refieren al labrador medio dedicado a la atención de sus propias tierras, cereales en su mayor parte, sin jornaleros a su servicio. El labrador antiguo, el de antes de la mecanización del campo, deducidas las semanas y meses de forzosa ociosidad y divididos los días de trabajo de sol a sol por los componentes del año, salía con un promedio de cuatro a cuatro horas y media de jornada, alteradas en más o en menos en proporción a las dimensiones y exigencias del huerto familiar y al cuidado de su mayor o menor número de animales.
Hoy en día, con la economía de movimientos proporcionada por la concentración de parcelas, remplazados los animales de trabajo por el tractor, que acelera las labores, sustituido el abono orgánico por el mineral, suplido el horno doméstico por la panadería comercial y mecánica, vendidos o arrendados los huertos familiares a cultivadores especializados y dejada la cría y venta de cerdos y animales menores a granjas y carnicerías, que en tiendas y, en el caso de las aldeas menores, en furgonetas ofrecen a diario sus productos, conforme hacen también los panaderos y los pescaderos, la vida de los labradores transcurre con una jornada media de una a dos horas de trabajo. Este labrador, quejoso, con justicia, de la enorme diferencia entre lo cobrado por sus producciones y lo exigido por los tenderos al consumidor -pasado el escalón de los intermediarios-, reducida su jornada de trabajo a la mitad, duplicada su producción, con médicos y medicamentos gratis, con unos subsidios de vejez de apariencia precaria pero considerables en el mundo rural, libre de la sujeción impuesta por el cuidado de los animales y harto de ver la televisión, muy a menudo decide cerrar su casa y, dejando en ella el tractor, compra un piso en la villa o ciudad próxima (Almazán, Burgo de Osma, Aranda de Duero, Miranda de Ebro, Vitoria, Peñafiel, Segovia, etc.), y en los días de siembra, excava, recolección y demás faenas se traslada a la aldea, a menudo en su propio coche, para retornar de nuevo a la villa o ciudad, donde puede echar una partida en un bar, ir al cine o a lo que se ofrezca y asistir a los toros y fiestas cuando las hay. Los pueblos abandonados y solitarios, a menudo lo están sólo en apariencia. Han pasado a ser lugar de trabajo de una gente cuya vivienda estable se halla en otro lado.
Hace un siglo, antes del comienzo de la gran industrialización, y desde aquel punto hacia atrás (de ello dan fe Madoz, viajeros como Ponz y Jovellanos y tratadistas modernos, entre otros Solomon a propósito del siglo xvi), los pueblos tenían en mayor o menor grado sus industrias básicas: molinos, tenerías, una fábrica de gorras o sombreros, otra de enjalmas, un taller de aperos, unos telares, etc. Entonces, la muy soportable y en nada depauperadora jornada media de cuatro a cuatro horas y media la completaban los labradores, sobre todo en las largas épocas del año en que el campo no requería su atención, y más aún los jornaleros, con un quehacer en alguna de aquellas industrias, lo cual les agenciaba un jornal en dinero o una participación en los géneros elaborados. Y lo que la agricultura o la industria local no daba lo hallaban en los mercados o ferias de la ciudad o la villa próxima, donde al vender lo sobrante de su labor o mercar lo preciso, entraban en contacto con el mundo y sus novedades. Dinero circulaba poco, y maldita la falta que hacía, como no la hacían, por consiguiente, las preocupantes sanguijuelas, los lebreles y las mantis religiosa de la llamada liquidez, es decir, los bancos y cajas de ahorros.
Pero los tiempos cambiaron, y aparecieron los sacerdotes de una nueva religión, los economistas, con unos dogmas más oscuros y apremiantes que los de todas las religiones, vigentes o caducas. Uno de los dogmas de la economía era la concentración de las industrias en Barcelona y Bilbao como lugares más a propósito y, más tímidamente, en otras partes (ahora, Madrid), con lo cual las industrias rurales desaparecieron para dar paso a los más largos y miserables años, más de un siglo, vividos por los agricultores de la meseta, forzados al ocio de media jornada e imposibilitados de completarla y agenciarse así un suplemento para proveerse de lo que no podían producir; su única esperanza a tal fin era la aparición de unos ingenieros trazando una carretera, un ferrocarril o, más tarde, un salto de agua. Mientras tanto, en torno a las fábricas de las grandes urbes, surgió un proletariado mísero, procedente primero de las tierras de jornal intermitente, propiedad de los latifundistas meridionales. Con la industria concentrada, multiplicó sus fuerzas el comercio, siempre loado por los economistas, alcahuetes, acólitos e incensadores del capitalismo como motor de su ciencia. A tenor del desarrollo de la industria y el comercio, se fue produciendo un aumento continuo de los llamados por esos economistas sector secundario (la mano de obra industrial) y sector terciario o de servicios, es decir: banqueros (manipuladores de fondos que harían llorar de nostalgia a los más desalmados prestamistas hebreos de la Edad Media), oficinistas y agentes de todo lo agenciable, viajantes de las manufacturas elaboradas, representantes y comisionistas de todo lo habido y por haber, barcos, trenes, camiones y ahora aeroplanos para transportar desde la periferia al resto de la península aquellas manufacturas; y más tiendas, y luego gigantescos almacenes y una máquina propagandística diabólica, y ventas a plazos, con nuevo circuito por los bancos mediante letras aceptadas que han acabado por hacer de la sedentaria profesión de notario una de las más dinámicas del mundo actual, tanto que, al no poder dar abasto a la ingente tarea del protesto en fecha fija de las letras impagadas, han sido autorizados a invertir el proceso, o sea, protestar la letra y comunicarlo después, mediante tercera persona, al interesado. Forzosamente, uno ha de recordar que cuando en Soto en Cameros, pongo por caso, un labrador quería hacerse una capa, le bastaba con acercarse a los telares de un convecino y mercarle las cinco o seis varas precisas, sin intermediación de toda esa cadena de «servicios» con que los economistas de hoy calibran el progreso, en visión muy dispar de la de los revolucionarios de hace unos decenios, que iniciaban su acción al grito de «!Muera la burocracia!».
Pues bien, aquella concentración industrial tan loada y dogmatizada ha dado lugar a estos hechos: primero, la ociosidad forzosa y el mortal aburrimiento de, un 25 % de la población nacional, la del sector bautizado por los economistas como primario o agrícola y despreciado por los propios economistas al no producir más que el 12 % de la renta nacional; segundo, la putrefacción de los centros industriales, con la consiguiente neurosis y degeneración vital de sus pobladores, sujetos a continua tensión en un medio insano, centros a los que acuden sin cesar, atraídos por el señuelo de la televisión, la propaganda y los espectáculos multitudinarios, las últimas generaciones de jóvenes provinciales y rurales decididos a no aburrirse más en las ciudades o villas adonde se han trasladado sus padres o en las aldeas donde continúan viviendo.
En la época de mi viaje leí en una revista provincial un artículo cuyo autor deploraba que en aquella provincia el sector primario supusiera el 48'1 % de la población ocupada, con aumento de la cifra correspondiente a cuatro años antes, del 45'6 %, datos suministrados por el estudio de una entidad bancaria (*). Ante ello, el autor del artículo se desgarraba el jersey, la camisa y la camiseta recordando este gran dogma de los economistas: si la población dedicada al sector primario en una comunidad excede del tercio de la mano de obra total, esa comunidad ha de clasificarse entre las subdesarrolladas. Días más tarde estuve en una aldea de la desdichada provincia y vi lo siguiente. Contaba la aldea con setenta familias (ocurría esto en setiembre de 1973) decididas a no marcharse de allí y a no contribuir como esclavos urbanos al desarrollo nacional. A tal fin, estas familias, secundando la iniciativa del presidente de su junta vecinal, se embarcaron, mediante dedicación gratuita de su tiempo libre, aportación económica de todos ellos y alguna ayuda oficial, al arreglo de los caminos que enlazaban con las carreteras y las aldeas colindantes, a la pavimentación total del pueblo, a la concentración de manantiales en un gran depósito subterráneo, de donde derivaron los canales y conducciones de agua a sus casas, a la obra de alcantarillado y desagües pertinentes y a la ordenación del alumbrado público. Habían iniciado ya la construcción de una piscina y un parque de juegos para los chicos y estaban a la espera del teléfono, tiempo atrás pedido. Mientras tanto, todos renovaban sus casas, trece de las setenta familias tenían en uso cuarto de baño y otras treinta o cuarenta tenían encargados sus elementos. Disponían de dos coches de alquiler y trece de propiedad particular, y una porción de vecinos estudiaba el reglamento de circulación y esperaba examinarse; había unas cuantas motocicletas y muchas más bicicletas. Hacían buenas fiestas patronales y gastronómicas, organizaban conferencias agrarias y estimulaban la plantación de árboles frutales. Todos ellos tenían televisión o radio, a las que se agarraban en lo más crudo del invierno, no en el resto del año. Iban bien vestidos y calzados, disfrutaban de un aire impoluto, pues los coches y motos sólo eran utilizados para trasladarse a otros lugares. Se alimentaban con los sanos productos de sus huertos y establos y los restantes los ofrecían a diario en sus furgonetas los vendedores ambulantes forasteros. Y había en el pueblo una porción elevada de estudiantes de bachillerato y de escuelas profesionales, con algún graduado universitario. A todo esto, la fuente de ingresos básica de la aldea era la misma de tiempos inmemoriales, la resultante del cultivo de la vid, regulada ahora por una cooperativa comarcal. En resumen, y salvo los graduados del sector terciario, con dos o tres metidos en el secundario de una fábrica de cementos situada a tres o cuatro quilómetros, todos seguían fieles al sector primario.
Volviendo a lo relatado por los labradores de Villacastín, al término de mi viaje conversé con un ingeniero agrónomo, el cual me dijo respecto de la paja:
-Esa dilapidación, casi general en las comarcas cerealeras mecanizadas, clama al cielo. Aparte la utilización antigua para cama y alimento del ganado y para otras cosas en mayor o menor decadencia como techumbres de chozas y alpendes, colchones, adornos diversos y sombreros, podría ser hoy de grandísima utilidad para obtener papel basto y cartón, de tanto consumo en la moderna industria del embalaje. En cuanto a su quema sobre las propias tierras de labor, la utilidad de sus cenizas queda anulada, con creces, por la destrucción de una serie de microorganismos necesarios o útiles en el proceso del cultivo.
-Y esa aplicación exclusiva de abonos minerales ¿qué efectos producirá a la larga?
-A la larga, y no demasiado larga si nos atenemos a las características de las tierras peninsulares y a las de la meseta en particular, la desertización. Deslumbrados por los actuales rendimientos, los labradores se han pasado de la engorrosa fertilización a base de estiércol a la más cómoda, limpia y fácil de los abonos minerales, olvidando, o mejor, ignorando que con ellos la tierra va perdiendo lo que la hace fértil, es decir, el humus o materia orgánica. El contenido en humus ha de mantenerse entre ciertos límites, por debajo de los cuales la fertilidad decrece sin remedio. En otros países, y en contadísimos lugares de España, donde por escasez de animales se ha presentado el problema, se recurre al uso de estiércol artificial, hecho con montones de paja, abonos minerales y agua en los que se provoca una fermentación o descomposición. También se practica en aquellos países el abonado en verde, consistente en sembrar una leguminosa y, poco antes de su floración, enterrarla con una labor de arado, a fin de que se vaya descomponiendo lentamente en la tierra, aumentando así la reserva de humus.
(*) ¿Por qué milagroso procedimiento se elaboran las estadísticas, manejadas después litúrgicamente por los economistas y proyectistas del desarrollo?
Ramón Carnicer. Gracia y desgracias de Castilla la Vieja. Pp 486-494
Las tierras de secano en la zona de Villacastín y limítrofes, ya en la década delos 70 (1970), presentaban síntomas de mineralización por falta de "humus" que es la materia orgánica transformada o descompuesta aportada por la paja, residuos y estiércol. Su falta se traduce en una baja de la producción por mucho abono mineral que se aplique, pues en este caso el "complejo arcillo húmico" se desequilibra, y el abono mineral no se puede transformar en materia orgánica, es decir, en trigo, cebada, etc.
ResponderEliminar