3. DE VALLADOLID A SALAMANCA
. Entre Valladolid y Segovia hay menos de 100 kilómetros, completamente llanos hasta Santa María de Nieva, donde la meseta sube un escalón que se define como una larga costa de ladera rápida con las torrecillas del telégrafo de lumbres, que nunca llegó a inaugurarse, en lo alto. El paisaje que se otea desde ese relieve sigue, infinitamente, hacia el suroeste. Es el que suele llamarse «mar de tierra»; un paisaje de mieses con trozos de estepa y manchas de pinares pequeños que no se distinguen a veces de la sombra que dan las nubes cuando pasan, diseminadas, por el gran esplendor.
Es a esta Castilla a la que corresponden los tópicos acuñados por algunos prosistas y poetas del 98-Unamuno, el grande-y por sus continuadores, desde Ortega o Pérez de Ayala hasta Senador o don Federico Mendizábal. Es un espacio enorme, con algunas curvaturas de nava y algunos relieves de serrijón, donde no resulta exagerada la imagen heráldica del chopo y el galgo que el filósofo de «andar y ver» remata con aquel donaire: «¿Curvas? ¡Señora; en Castilla no hay curvas!». En los días a que se refieren mis recuerdos se repetía mucho, sobre todo, el párrafo de José Antonio Primo de Rivera que sintetizaba con fortuna los extremos de aquellas páginas castellanistas: «La tierra absoluta y el cielo absoluto». En unas páginas, descriptivas también, recuerdo cómo ese espacio abierto y plano, rodeado, sin que casi lo piensen sus habitantes, por las montañas cántabras, leonesas, ibéricas y carpetovetónicas, es un país muy unitario desde el tiempo de los vaceos, que luego atrajo a los visigodos y, entre los siglos xili y xvi (desde Fernando el Santo hasta los comuneros), sustrajo a Burgos y a León, en forma difusa, la capitalidad castellana. Aquí, en efecto, se tradujeron al habla de los castellanos montañeses, algo vasconizados, los ideales o invenciones del reino de Asturias. Por eso suelo llamar a estas llanuras Castillaleón-en una sola palabra-para señalar bien su diferencia con la Castilla vieja y montaraz en la que yo tengo mis raíces y que sólo tuvo, como León, orlas asomadas al llano hasta que ambas se perdieron juntas en sus espejismos. A medio camino entre Segovia y Valladolid queda Olmedo, con Medina al lado. Olmedo y Arévalo eran, según el decir del medioevo tardío, las llaves de Castilla. Y al pasar ante el pinarillo de Olmedo y ver en la villa restos del muro, es inevitable acordarse de los caballeros que las coplas de «Ay,panadera» dejan tan en camisa. La Valladolid falangista había asumido en la guerra, ya lo recordamos, la guía del castellanismo llanero, centralista y hegemónico, tan distinto del castellanismo viejo de los montañeses (Santander o Burgos, Soria o Segovia) que podían reivindicar la Castilla recogida y «suya», municipal, condal o real, tal como la explican el federalista Carretero Nieva y su hijo Anselmo, a quien acabo de abrazar en México. Por eso no es de extrañar que las pretensiones de aquélla levantaran algunos recelos, quizá atávicos, en los grupos segovianos, recelos que, sin duda, quedaron pronto justificados cuando se puso en claro que Madrid-el Madrid maldecido por Onésimo Redondo-quedaría por bastante tiempo fuera de mano.
Porque el falangismo vallisoletano, de fuerte raíz local, no era, en efecto, la misma cosa que el madrileño. Había nacido de otro modo. Onésimo Redondo había fundado sus juntas de Actuación Hispánica mucho antes de nacer FE y casi al tiempo que nacían las JONS de Ledesma Ramos y Aparicio, a las que aquéllas se unieron pronto. La unión de ambas con Falange y la aceptación de la jefatura de José Antonio Primo de Rivera no se había hecho sin dificultades y había conocido diversas crisis, una de ellas grave, al apartarse Ledesma del movimiento arrastrando tras sí a algunos nacionalistas vallisoletanos, entre los que figuraba el joven más inteligente e influyente del jonsismo castellanista: Martínez de Bedoya. La ausencia física y ya presuntivamente irreparable de José Antonio había centuplicado los efectos de la segregación temporal de Madrid. Onésimo Redondo manifestó en sus primeros pasos una voluntad de recoger el mando supremo que a nadie se le había pasado desapercibida, y quizá sin su muerte fortuita en Labajos no se hubiera constituido nunca aquella Junta provisional colegiada que, presidida por el montañés Hedilla, quedaría elegida por los restos del disperso Consejo Nacional de anteguerra, reunido el mes de septiembre en el mismo Valladolid. El sistema espontáneo de las organizaciones territoriales de que anteriormente hablé no se modificó gran cosa por ello y, como en seguida veremos, condujo a las tensiones que, por lo que tocaba a Valladolid, me pondrían a mí en la situación que estoy rememorando.
Pero no saltemos aún a ese asunto. El movimiento que venía esforzándose por otorgar a Valladolid la capitalidad fáctica de Castilla no lo inventaron los falangistas, jonsistas o nacionalistas de las Juntas Hispánicas de Onésimo Redondo. Todo movimiento que quiere destruir y suceder a otro anterior, debe asumirlo en cierta medida. Y lo que los falangistas debían asumir era no poco de lo que-a impulsos del regeneracionismo-los liberales habían puesto muchos años atrás en los campos góticos cerealistas: un poderoso movimiento de intereses que trataba de quitarle importancia a Madrid y oponerse competitivamente a la periferia industrial. El hombre clave de ese movimiento había sido don Santiago Alba, al que, con acierto, ha llamado su biógrafo García Venero «un político de razón». Esto es, un político que transcribía en su partido unos bien definidos intereses económicos sectoriales. En este sentido, quienes estudien en el futuro el falangismo vallisoletano no podrán dejar de lado el hecho de que éste era una variante, más radical y, por supuesto, antiliberal y tradicionalista, del agrarismo castellanoleonés. El diario de Alba se titulaba, muy expresivamente, El Norte de Castilla. Y de no llamarse así es muy posible que se hubiera llamado Castilla el que fundó Redondo con el nombre de Libertad, palabra que no aludía a su fondo político pero sí, quizá, al espíritu reivindicativo local de la Castilla agraria, levantada en Valladolid por el Cambó castellano, que acaso con un poco más de autenticidad regionalista, en sustitución del centralismo castellano-leonés, no hubiera llevado al choque, más frecuentemente que al pacto, a trigueros y tejedores.
Dionisio Ridruejo. Casi unas memorias . Ed Península Barcelona 2007. Páginas 167-170
6. VIAJES DE GUERRA
No voy a entretenerme ahora en el pormenor de mis viajes juveniles, siempre limitados. Mi casa de El Burgo de Osma se mantuvo abierta hasta 1933 y, con raras excepciones, pasé allí todos mis veranos desde que empezó, en 1922, la época de mis internados. El primero, en Segovia, fue bastante libre y me unió afectivamente a la ciudad que ha sido una de las más decisivas en mi vida, pues volvería a ella, por libre elección, en la primera de las fechas que acabo de anotar. Los otros, en Valladolid y en Chamartín de la Rosa, fueron verdaderos confinamientos, aunque no faltaron paseos por las afueras, casi siempre en severa y antipática formación. Desde El Escorial-donde viví interno y externo -y desde Segovia recorrí bastante terreno, pero siempre dentro de la meseta y, en especial, de la meseta alta y del Guadarrama. Este espacio suele producir grandes entusiasmos y grandes aversiones. He visto llorar a un inglés desde las murallas de Pedraza y todos hemos leído lo que un vasco, un andaluz y un valenciano han escrito sobre las Castillas, ya se trate de la montañosa-que es, en su mayor parte, la Vieja-o de la llana, que es ya medio leonesa o se extiende por el antiguo reino de Toledo. Se trata de un paisaje dificil, cuyas sugerencias no se dan con facilidad como no sea la más obvia de su gran extensión de tierra y cielo. En realidad es, como todos, un paisaje que sólo se disfruta cuando se le vive en todas sus mudanzas naturales y se le ha ido incorporando como biografía. Pero por causar una gran impresión de conjunto-buena o mala, exaltante o desoladora-, fácilmente esconde sus detalles. Quizá por eso, el habituarse a él da una cierta sensibilidad de rebote; quiero decir que ayuda a intensificar las impresiones que producen otros paisajes más dulces, más caligráficos o más variados. Aun más; yo diría que estos paisajes de mi juventud pueden conmover mucho pero sujetan poco. No me parece que haya muchas ni muy buenas páginas descriptivas de su tierra escritas por castellanos nativos (propondré, entre otras, la gran excepción de Luis Felipe Vivanco), y, por otra parte, no suele ser corriente que los castellanos sientan añoranza cuando se van. Lo que no quiere decir que no se lleven su paisaje con ellos (lo que el paisaje ha hecho de ellos), pues desde el romanticismo conocemos bien la relación entre la fisonomía de la tierra y los estados de ánimo humanos que, por acumulación, dan carácter. En todo caso, quien vio a Castilla como una luz que detalla fue Azorín, que ya traía la lección aprendida desde Monóvar. Y quien vio Castilla como una expresión fisonómica, como una metáfora del monoteísmo, fue Unamuno, que venía de Bilbao. Páginas equivalentes a las que-cada uno a su modo-han dedicado Pla al Ampurdán, Juan Ramón a Huelva, Baroja al País Vasco, y el mismo Blasco a la huerta valenciana o Pereda a la Montaña, no se han dado aquí más que raramente. Pero no quiero divagar. En mi caso, Castilla ha sido muy emocionante como escuela para comprender la expresión de la tierra y me parece que lo que vi en ella durante 2o años ha estado siempre detrás (como piedra de toque o pieza de contraste) de lo que he visto después. Pero ha correspondido a ese después mi capacidad para ver en detalle y en concreto.
Dionisio Ridruejo. Casi unas memorias . Ed Península Barcelona 2007. Páginas 302-303
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