Castilla como identidad
Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y diferenciado, como una nación original, crisol de cántabros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante noreste de la Península. Este pueblo desarrolla una cultura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un conjunto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».
Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, a nivel incluso de un propio Estado castellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. Este poder no responde a los tradicionales esquemas populares y democráticos castellanos, sino que acusa una vocación imperial y señorializante.
Paulatina pero sistemáticamente se produce la cancelación de las instituciones castellanas y el vaciamiento de las formas culturales genuinas de este pueblo, aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla -falsa Castilla- por haberle secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es responsable el pueblo leonés, primera víctima de las estructuras señoriales que le habían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y sucesivamente a los demás pueblos que se fueron incorporando al Estado español.
Por supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súbdito.
La autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones administrativas y políticas propias, descentralizadas del aparato del Estado, es un objetivo que los castellanos podemos, debemos y necesitamos alcanzar. Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica -pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie-, devolverle su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recursos, el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y vital, y el disfrute efectivo de las libertades individuales y colectivas, acercando el poder al hombre, a los cuerpos sociales, a los municipios, a las comarcas y a la Región.
Pero, para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido que, por prisa, impaciencia o mimetismo, nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y contenido real. Aunque estos esfuerzos sean respetables y hechos de buena fe, dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la larga perjudiciales por la desilusión popular que el previsible fracaso de una autonomía inauténtica ha de conllevar.
Por ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es trabajar para que el pueblo castellano recupere la conciencia de su personalidad colectiva; para que ese sentimiento soterrado que tiene de que es castellano, aflore al plano lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo, una personalidad histórica y cultural, una comunidad humana definida. En seguida vendrá, por la propia naturaleza de las cosas, la afirmación y el consenso mayoritario de este pueblo para reinvindicar su autonomía y asumir las capacidades políticas necesarias para ejercer el protagonismo y responsabilidad de sus propios asuntos, en constante y fraterna relación con todos los pueblos de España. La autonomía, o será el resultado de la conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio político para distraer su atención de los verdaderos problemas que le afligen.
¿Cuál es la tarea y cuáles son los objetivos que tenemos pendientes?.
Trabajo constante orientado a la renovación cultural del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cultura castellana; defensa y promoción de todos los valores e intereses de la Región y, particularmente, por su injusta marginación, los de la población campesina; democratización efectiva de la vida local; descentralización autonómica de los municipios; institucionalización de las comarcas por integración libre de poblaciones de mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales rurales. En una palabra, sacar a la Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la tarea, larga, difícil y a desarrollar de abajo a arriba, que nos conducirá al renacimiento de Castilla.
En este gran quehacer de restablecer nuestra comunidad regional, se debe hacer lo posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los problemas ajenos a la Región en cuanto tal, es decir las cuestiones o tensiones de la política a nivel del Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra decadencia presente, para restaurar la Región --«área de vida en común»- deberemos esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y comunitario del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento de facción. Porque, en una palabra, necesitamos un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra tierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y grupos sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de nuestra colectividad.
La región es una realidad compleja, hecha de factores geográficos, históricos, antropológicos y culturales, y también económicos. Pero no es un hecho económico. El planteamiento técnico-económico, o tecnocrático, de la región, contemplada como un mero marco más eficiente para la organización de los servicios púbicos y de las relaciones de producción, no es sino una variante del centralismo político y administrativo y nada tiene que ver con una concepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su liberación.
La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los antepasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace (o, como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la «nación primaria», en el sentido -humano y cultural, no ideológico, no politizado- con que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. Es lo que nosotros llamamos un pueblo: una comunidad de hombres que viven juntos y que, por la conjunción de una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad.
Por eso las regiones no pueden ser inventadas o fabricadas. He aquí una corrupción y falsificación del regionalismo. La región no es un simple espacio territorial; es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo. En otro caso se trataría simplemente de una nueva división administrativa del Estado, tan artificiosa como los departamentos o las provincias.
En España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular -para todos y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española, a medida que vayan adquiriendo la conciencia de su identidad- es particularmente grave. Nada tan distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres nacionalidades --Cataluña, País Vasco y Galicia-, fundadas en la 'realidad de sus respectivos pueblos, con otra serie de regiones -por ejemplo, Castilla-León, Castilla-Mancha- trazadas artificialmente con criterios políticos o económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea e inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles deben recibir el mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, se les debe reconocer idéntico derecho y oportunidad; sólo dependiente, en cuanto a su realización, del grado de conciencia, voluntad y madurez colectiva que vayan afirmando.
En lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las realidades populares. Sus partidarios la definen como «las nueve provincias de la cuenca del Duero». Pero, sin duda, la «cuenca del Duero» (Valladolid) es un artificio tan arbitrario y centralista como la ,«región Centro« (Madrid).
Estimamos que hay una región leonesa y una región castellana, que son dos entidades históricas y culturales, dos comunidades regionales diferenciadas. Su concreta delimitación y la ordenación de sus relaciones son cuestiones que competen al pueblo leonés y al pueblo castellano y que ellos mismos deben solventar, sin que puedan darse por resueltas «a priori» en virtud de opiniones de grupos o de imposiciones del aparato del Estado.
En este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente a los movimientos regionalistas leoneses, que justamente reivindican la personalidad del pueblo de León, y ofrecerles toda nuestra solidaridad y la voluntad de colaborar, cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en la recuperación de la identidad y autonomía de las !dos regionalidades.
En cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la cordillera carpetana--, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja, cunas indiscutibles del pueblo castellano y componentes fundamentales de su personalidad colectiva; junto con las tierras castellanas del sur -de las actuales provincias de Madrid, Guadalajara y Cuenta-, que son tan castellanas como las del norte. También aquí, por lo que se ,.refiere a la delimitación de estas tierras castellanas comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva, con las de la Mancha, que integra otra región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos interesados, a través de un proceso serio de información y autoreconocimiento.
León, Castilla y la Mancha, es decir los países' englobados en las áreas administrativas de León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, tienen en efecto serios problemas de identidad y límites. El proceso de restauración de estas regiones, corno identidades populares, no puede sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbitrarias, que, duna vez más, no serían sino manifestaciones del espíritu centralista y del desconocimiento y menosprecio de las realidades culturales' y populares que integran España.
Pertenece a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego -que ahora empiezan a despertar y a preocuparse por a la búsqueda de su identidad- resolver libremente sobre sí mismos y sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concienciación e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y aflorar las verdaderas entidades populares que subyacen bajo las superestructuras ,administrativas.
Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, 2ª edición aumentada. Segovia 1983, pp. 13-22
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