viernes, agosto 11, 2006

Castilla como identidad (Memorial de Castilla, Manuel Gonzalez Herrero , Segovia,1983)

Castilla como identidad

Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y di­ferenciado, como una nación original, crisol de cánta­bros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante no­reste de la Península. Este pueblo desarrolla una cul­tura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un con­junto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».

Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, a nivel incluso de un propio Estado cas­tellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes suje­tas a una estructura global de poder. Este poder no res­ponde a los tradicionales esquemas populares y demo­cráticos castellanos, sino que acusa una vocación impe­rial y señorializante.

Paulatina pero sistemáticamente se produce la can­celación de las instituciones castellanas y el vaciamien­to de las formas culturales genuinas de este pueblo, aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla -falsa Castilla- por haberle secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es responsable el pueblo leonés, pri­mera víctima de las estructuras señoriales que le ha­bían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y su­cesivamente a los demás pueblos que se fueron incor­porando al Estado español.

Por supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súb­dito.

La autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones administrativas y políticas pro­pias, descentralizadas del aparato del Estado, es un objetivo que los castellanos podemos, debemos y nece­sitamos alcanzar. Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica -pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie-, devolverle su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recur­sos, el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y vital, y el disfrute efectivo de las libertades individuales y colectivas, acercando el poder al hombre, a los cuerpos sociales, a los municipios, a las comarcas y a la Región.

Pero, para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido que, por prisa, im­paciencia o mimetismo, nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y contenido real. Aunque estos es­fuerzos sean respetables y hechos de buena fe, dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la larga perju­diciales por la desilusión popular que el previsible fra­caso de una autonomía inauténtica ha de conllevar.

Por ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es trabajar para que el pueblo castellano re­cupere la conciencia de su personalidad colectiva; para que ese sentimiento soterrado que tiene de que es cas­tellano, aflore al plano lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo, una personalidad histórica y cultural, una comunidad hu­mana definida. En seguida vendrá, por la propia natu­raleza de las cosas, la afirmación y el consenso mayori­tario de este pueblo para reinvindicar su autonomía y asumir las capacidades políticas necesarias para ejercer el protagonismo y responsabilidad de sus propios asun­tos, en constante y fraterna relación con todos los pue­blos de España. La autonomía, o será el resultado de la conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio político para distraer su atención de los verda­deros problemas que le afligen.

¿Cuál es la tarea y cuáles son los objetivos que tene­mos pendientes?.


Trabajo constante orientado a la renovación cultu­ral del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cul­tura castellana; defensa y promoción de todos los va­lores e intereses de la Región y, particularmente, por su injusta marginación, los de la población campe­sina; democratización efectiva de la vida local; descen­tralización autonómica de los municipios; instituciona­lización de las comarcas por integración libre de pobla­ciones de mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales rurales. En una palabra, sacar a la Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la tarea, larga, difícil y a desarro­llar de abajo a arriba, que nos conducirá al renacimiento de Castilla.

En este gran quehacer de restablecer nuestra comu­nidad regional, se debe hacer lo posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los problemas ajenos a la Región en cuanto tal, es decir las cues­tiones o tensiones de la política a nivel del Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra decadencia presente, para restaurar la Región --«área de vida en común»- deberemos esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y co­munitario del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento de facción. Porque, en una palabra, ne­cesitamos un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra tierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y grupos sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de nuestra colectividad.

La región es una realidad compleja, hecha de fac­tores geográficos, históricos, antropológicos y cultura­les, y también económicos. Pero no es un hecho eco­nómico. El planteamiento técnico-económico, o tecno­crático, de la región, contemplada como un mero marco más eficiente para la organización de los servicios pú­bicos y de las relaciones de producción, no es sino una variante del centralismo político y administrativo y nada tiene que ver con una concepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su libe­ración.

La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los ante­pasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace (o, como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la «nación primaria», en el sentido -humano y cultural, no ideológico, no politizado- con que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. Es lo que nos­otros llamamos un pueblo: una comunidad de hom­bres que viven juntos y que, por la conjunción de una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad.

Por eso las regiones no pueden ser inventadas o fa­bricadas. He aquí una corrupción y falsificación del re­gionalismo. La región no es un simple espacio terri­torial; es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo. En otro caso se trataría simplemente de una nueva división administrativa del Estado, tan artificiosa como los de­partamentos o las provincias.

En España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular -para todos y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española, a medida que vayan adquiriendo la concien­cia de su identidad- es particularmente grave. Nada tan distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres nacionalidades --Cataluña, País Vasco y Galicia-, fundadas en la 'realidad de sus res­pectivos pueblos, con otra serie de regiones -por ejem­plo, Castilla-León, Castilla-Mancha- trazadas artificial­mente con criterios políticos o económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea e inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles deben recibir el mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, se les debe reconocer idéntico derecho y oportu­nidad; sólo dependiente, en cuanto a su realización, del grado de conciencia, voluntad y madurez colectiva que vayan afirmando.

En lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las realidades populares. Sus partidarios la definen como «las nueve provincias de la cuenca del Duero». Pero, sin duda, la «cuenca del Duero» (Valladolid) es un artificio tan arbitrario y centralista como la ,«región Centro« (Madrid).

Estimamos que hay una región leonesa y una región castellana, que son dos entidades históricas y culturales, dos comunidades regionales diferenciadas. Su concreta delimitación y la ordenación de sus relaciones son cues­tiones que competen al pueblo leonés y al pueblo caste­llano y que ellos mismos deben solventar, sin que puedan darse por resueltas «a priori» en virtud de opiniones de grupos o de imposiciones del aparato del Estado.

En este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente a los movimientos regionalistas leoneses, que justamente reivindican la personalidad del pueblo de León, y ofrecerles toda nuestra solidaridad y la vo­luntad de colaborar, cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en la recupe­ración de la identidad y autonomía de las !dos regiona­lidades.

En cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la cordillera carpetana--, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja, cunas indiscutibles del pueblo castellano y componentes fundamentales de su personalidad colectiva; junto con las tierras castellanas del sur -de las actuales provin­cias de Madrid, Guadalajara y Cuenta-, que son tan castellanas como las del norte. También aquí, por lo que se ,.refiere a la delimitación de estas tierras caste­llanas comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva, con las de la Mancha, que integra otra región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos interesados, a través de un proceso serio de in­formación y autoreconocimiento.

León, Castilla y la Mancha, es decir los países' en­globados en las áreas administrativas de León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, tienen en efecto serios pro­blemas de identidad y límites. El proceso de restaura­ción de estas regiones, corno identidades populares, no puede sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbi­trarias, que, duna vez más, no serían sino manifestacio­nes del espíritu centralista y del desconocimiento y menosprecio de las realidades culturales' y populares que integran España.

Pertenece a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego -que ahora empiezan a despertar y a pre­ocuparse por a la búsqueda de su identidad- resolver libremente sobre sí mismos y sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concien­ciación e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y aflorar las verdaderas entidades popula­res que subyacen bajo las superestructuras ,adminis­trativas.

Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, 2ª edición aumentada. Segovia 1983, pp. 13-22

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